lunes, 5 de agosto de 2024

Emilio Carrère, 1918 La copa de Verlaine FRAGMENTO.

 

 

Escrita en prosa en 1918 por el periodista, narrador, y poeta español, Emilio Carrère, aquí se le ofrece una de sus obras literarias más famosas: La Copa de Verlaine. Esta obra es un claro representante del decadentismo modernista.

 


 

Emilio Carrère

 La copa de Verlaine

 

 


Título original: La copa de Verlaine

Emilio Carrère, 1918

 

 


 A

JESÚS DE LAS HERAS

GRAN AMIGO, GRAN SIMPÁTICO,

VENCEDOR DEL AZAR

EL AUTOR

 

 



 
La copa de Verlaine

 

 

PABLO Verlaine tenía una sed fatal, una sed monstruosa y suicida, y bebió hasta la muerte. Tal vez oía la voz de una sirena fabulosa en el fondo glauco del ajenjo. El ruiseñor protervo iba al café D’Harcourt y bebía, bebía… Las cuartillas aguardaban en una carpeta, junto al tintero feo, mezquino, de fosforero de café. El rincón era un suave remanso melancólico en el triunfo de luz y de sonidos del loco París.

A veces, con el hórrido tintero y la pluma oxidada, que manoseaba el vulgo más gárrulo, Verlaine escribía un poema de maravilla. Pocas veces podía pagar sus ajenjos. Cuando llegaban algunos admiradores, algunos amigos, el poeta, tristemente borracho, pedía dinero. Después, a la alta noche, en las tabernas de apaches y de meretrices, a la hora de la fatiga del amor callejero, Verlaine arrojaba los luises que había demandado, como una lluvia de oro, sobre la dolorida canalla. Así sus versos eran una lluvia de estrellas sobre los vulgos que aullaban y le ofendían al verle pasar borracho por su lado.

En su barrio tenía una popularidad grotesca. Era un viejo loco, beodo y mal vestido, que arrojaba dinero a la chiquillería, que hacía befa de su extraña liberalidad y le tiraba piedras. Cuando murió, las comadres hicieron grandes aspavientos viendo llegar coches blasonados y fulgentes uniformes. Creían que su vecino no era sino un mendigo estrafalario.

Y espiritualmente no era tampoco muy bien conocido:

 Car elle me comprend et mon cœur transparent pour elle seule, hélas, cesse d’être un problème.

 

Para esa desconocida, rubia o morena o roja, su corazón transparente cesó de ser un problema, para ella sola…; pero ella no existió jamás. Para sus contemporáneos —a excepción de pocos nobles espíritus— fue un gran poeta que tenía un defecto, se emborrachaba y hacía una vida absurda: Derrochó sus felices dotes naturales, que hubiese podido desarrollar para bien de su obra y de su reputación, haciendo una vida más metódica.

Al desconocido idiota que escribió esto le conozco yo personalmente. Es una especie de tonto que abunda en todas partes: el tonto cosmopolita. Poe lo sufrió en Norte América; Verlaine, en París, y en España, muchos espíritus artistas que no se adaptaron a la hosca estupidez del ambiente. Es el tonto sensato, valga la horrible paradoja.

¿Y qué más quería el tonto discreto, el tonto metódico, el tonto de sentido común, que hubiese hecho Verlaine? Cerca de diez volúmenes incomparables, únicos, escribió el viejo poeta maldito en los cafés, en las tabernas, acaso en sus largas temporadas de hospital, al que el pobre Lelian llamaba su palacio de invierno. La capa de mendigo de Verlaine es hoy la bandera de la Francia espiritual. Está ungida por la gloria. Es una cumbre dorada por la inmortalidad.

Estas glorias póstumas suelen ser un sarcasmo. Sirven para enriquecer al editor; más amargo viceversa, cuanto que el poeta ha pasado una vida desastrosa. Es la eterna tragicomedia desgarrante.

Verlaine tenía una sed fatal que no se saciaba nunca… ¿Fué por eso un originalísimo y alto poeta? Pedro Luis de Gálvez cree que sí, y quizá tenga razón este admirable ingenio, este excelso poeta, odiado, desdeñado, absurdo, fantástico, que rueda por las calles, borracho y triste, al asalto de unas pocas monedas de cobre roído, en este miserable país de la calderilla. Pedro Luis lleva una fatalidad misteriosa sobre su cabeza.

No hay poeta que, como Verlaine, esté ungido de la gracia lírica. Tiene una emoción única y una magia peculiar para engarzar las palabras en collares armoniosos, de divinos matices crepusculares. Se puede decir, sin hipérbole, que es un brujo de las rimas, de las inefables palabras musicales, donde vierte su alma mística y pagana, ferviente, pecadora, universal. ¡Pobre Verlaine, mendigo, borracho y solitario! ¿De qué sideral armonía estaba henchido tu triste corazón, que era al par una gusanera de pecados mortales?

¿Qué enorme catástrofe de alma te engendró aquella gran sed, monstruosa y suicida? Una sirena encantadora cantaba en el fondo del vaso y tú no querías oír sino su voz emponzoñada de trágica Loreley. Y allí te esperaba la Muerte, la marioneta descarnada, todo blancura y piruetas, como la Colombina de tus fiestas galantes.

 Colombine rêve surprise

d’écouter un cœur dans la brise

et de sentir dans son cœur voix.

 

Tú también oías voces milagrosas en tu corazón cuando cincelabas tus versos con la pluma menguada y con el tinterillo ruin del café bohemio. ¡Oh, pobre, maldito y solitario! A tu lado pasaba el triunfo de la ciudad sirena, de Lutecia, la loca, sin una sonrisa de cariño para el divino poeta, que, con un humorismo que hiela los huesos, llamaba al hospital su palacio de invierno, del tremendo invierno parisiense. Quizá el genio sea la compensación de la miseria y de la desgracia,

que ser feliz y artista no lo permite Dios,

como, con dichosa y amarga lucidez, ha escrito Manuel Machado. Ser un gran poeta equivale, pues, a ser un gran infortunado. Mercurio tiene el oro guardado en la caja de su trastienda. El amor de las mujeres hermosas, la admiración de la multitud es en España para esos muñecos emocionantes vestidos de oro que saben sonreír cuando la Muerte les roza los caireles. Acaso llegue la gloria para los artistas… pero después de muertos. Es una burla demasiado cruenta del Destino.

¡Copa de verde y ponzoñoso licor, donde la sirena del genio supo cantar para Verlaine! ¡Acaso en el fondo del vaso esté el dulce talismán que encanta la vida! Embriagaos de amor, de virtud o de vino. Cuidad de estar siempre ebrios, dijo el trágico Baudelaire al sentir el enorme vacío de su existencia, que fue gloriosa… más tarde, cuando una vida negra y una muerte de perro le arrojaron a la eternidad como un guiñapo muy glorioso, pero muy maltrecho y muy dolorido.

 En Madrid se come mal

 

 

NUESTRO amigo Zarathustra, en una de sus andanzas, se casó con una joven inglesa, hija de un español que tenía una librería de viejo en un barrio apartado de Londres. Zarathustra es literato y, en consecuencia, no tiene dinero. Trajo a su mujer a Madrid, la llevó a comer a los figones de los poetas bohemios y durmieron en las clásicas posadas de la Cava Baja. A los pocos días madama Zarathustra exclamó ingenuamente:

—¡En Madrid se come muy mal!

Verdaderamente es asombrosa la resistencia de los estómagos literarios. Cada joven poeta del arroyo es un caso de supervivencia milagrosa, «a pesar» de los restaurantes donde ha yantado. Para entretenimiento del lector bien alimentado recordaré alguna de estas yácijas de la necesidad. El restaurante del Loro, La Precisa, La Marina, El figón de El Imparcial, La Montaña… Por estos desapacibles lugares hemos arrastrado la ilusión nuestros veinte años, hemos contemplado nuestro rostro, nuestra pipa y nuestras guedejas en los viejos espejos, y ante estas mesas —mientras nos servían el ligero condumio— hemos declamado nuestros primeros sonetos en obsequio de algún amigo, también portalira, con mucho pelo y muchos sueños bajo las haldas enormes de su chambergo.

La Precisa era un figón muy interesante. Y también diremos muy doloroso. Tenía un comedor interior muy lóbrego donde se juntaban empleados de exiguas mesadas, con sus chaquets ribeteados de trencilla parda y los calzones en hilachas, ilustres mártires de la Administración, en la lamentable compañía de sus esposas y de sus criaturas —la infancia fea por el tatuaje de la miseria—, que palmoteaban gozosas ante los manteles vinosos y corcusidos, exclamando:

—¡Qué gusto, hoy vamos a comer de fonda!

Una tortilla costaba un real; una sardina, cinco céntimos; una ensalada, otros cinco; un plato de legumbres, 15…; un bifteck con patatas, dos reales. Cuando algún parroquiano pedía este plato inusitado, el mozo dudaba antes de servirlo, o murmuraba suspicaz:

—Este pájaro «está en dinero». Debe de haber cometido alguna estafa…

Iban algunas viejas pensionistas que «tenían crédito» en la casa, muy parlanchinas, que contaban antiguas grandezas de cuando vivía su esposo, el «brigadier», y daban saraos y «salían todos los años». Las viejas solitarias suelen estar un poco locas. Todo el pasado les está hablando constantemente y les pesa sobre sus pobres huesos desvencijados y sobre sus almas saturadas de las antiguas coqueterías, de sus eternas frivolidades de mujer. Suelen tener un amor furioso y extravagante hacia los perros y los gatos. Una desviación caricaturesca de sus maternos instintos estériles o frustrados. El día de cobro gustan de beber un poco, porque el aguardiente es un diablejo galante y piadoso que les hace olvidar que son muy pobres y demasiado viejas…

Aparte de los aprendices de literato, los demás eran el bajo fondo de la clase media. Los literatos no pertenecen a ninguna clase social. Don Uriarte de Pujana, por ejemplo, confía en ser jefe del Estado de un momento a otro, tiene amores con grandes duquesas y cena chicharrones en cualquier tabernón. Esto es: la política, la aristocracia y el pueblo que se funden en el radio de acción de nuestro intrépido amigo.

El restaurante del Loro —tenía un magnífico y odioso loro disecado pendiente del techo— presentaba «las mismas condiciones de economía y pulcritud». Allí oímos cantar por primera vez a una gentil cantatriz que después conquistó puestos honrosos en el Arte. Cantó la «Siciliana» de Cavalleria rusticana; todos los poetas nos enamoramos repentinamente de ella y la dedicamos apasionados sonetos. Su padre, que era zapatero, muy emocionado por nuestra ofrenda, se brindó heroicamente a componernos las botas a todos los poetas, gratuitamente.

Muchas familias de «náufragos provincianos» caían en los figones, «personas decentes» que rodaban los escalones de la penúltima miseria. Haremos notar que nunca se debe decir la última miseria; es una imprudencia que puede molestar a la Desgracia, y entonces nos apretará más el resuello. Siempre hay mayores extremos de dolor, y callar es bueno. Estos provincianos adquieren de la corte la misma opinión de madama Zarathustra:

—¡En Madrid se come muy mal!

Se come mal y se duerme mal… y caro. A los vagabundos que no tienen domicilio fijo y duermen en las posadas les cuesta siete u ocho duros al mes y no tienen casa en realidad, sino una yácija para tirarse de noche. Notad qué importancia adquieren estos menesteres de dormir y comer en la contemporánea literatura de costumbres. El aprendiz de literato añade la musa de la alimentación a las otras nueve hermanas.

Hay algunos habituados a La Precisa y a los dormitorios de la calle de Peña de Francia o de casa de la Coja. Son los espíritus paralíticos que no saldrán jamás de ese ambiente que si es pintoresco, también es amargo. Es igual que la bohemia, que es un puente que se pasa bien en la juventud; pero es peligroso seguir de por vida de bracero con esta triste querida del arroyo, que al par de nosotros va envejeciendo y en seguida pierde su salvaje belleza y la alegría de la primera hora ilusionada.

 El viejo poeta Nerval

 

 

GERARDO de Nerval es un nombre desconocido de nuestro público. Fué un gran poeta francés que, hace muchos años, una noche lúgubre de enero, se fue de la vida, ahorcándose del hierro de un tragaluz, en la horrible y sucia calleja de la Vieille Lanterne, en un rincón del París de los apaches y de las buscadoras de amor.

Perteneció a la generación literaria de Gautier, de Balzac, de Baudelaire, de Murger y de Houssaye; época de la bohemia dorada, pintoresca y espiritual. Los amplios bolsillos de su levita negra eran una amplia biblioteca ambulante. Libros de versos, de filosofía, de estética, e innúmeros cuadernos de apuntes. Nerval amaba lo raro en la vida y en los libros; fue un profundo orientalista —además de un exquisito poeta—, y se inició en todos los ritos esotéricos. Tradujo el Fausto, y Goethe le escribió estas palabras: «Nunca me he entendido mejor que cuando os he leído».

En 1836 publicó su Bohemia galante. Hizo, con Gautier, la crítica teatral en La Presse, y publicó interesantes trabajos; pero era un hombre tímido y solitario que desdeñaba la popularidad y los firmaba con seudónimos distintos. Tenía la inocente vanidad de que se le creyese un perezoso, y, en realidad, trabajaba intensamente, sin darle importancia, en un rincón de cualquier cafetín solitario, dando tregua a sus lecturas profundas y eruditas.

Dedicó la mayor parte de sus horas a crearse una vida fantástica y únicamente interior, que para él tenía una absoluta realidad, como aquel M. Joyeuse, de Daudet. Cualquier detalle que veía al paso hería vivamente su imaginación; el resto de la novela se elaboraba rápidamente en su laboratorio mental. Se enamoró de una belleza misteriosa, a la que no dijo nunca nada de su cariño; pero un día que la Casualidad, la providencia de los poetas, le envió un montón de oro, se fue a casa de un mueblista y compró un amplio lecho Renacimiento, con bellas esculturas, entre las que se veía la salamandra de Francisco I. Pero no se había ocupado de alquilar un cuarto, y la magnífica cama fue a parar a casa de Gautier… donde inútilmente esperó a que reposase en ella el cuerpo de la bella desconocida.

Tenía la fiebre de la lectura. Leía acostado doce horas de un tirón, y encontró un modo extravagante de alumbrado: ponía en equilibrio sobre su cabeza una gran palmatoria de cobre, que iluminaba perfectamente las páginas; pero, a veces, se dormía y la palmatoria rodaba por la cama, con grave peligro de incendio.

Acaso bebía un poco o se entregaba al opio; lo cierto es que sus extravagancias se hicieron muy frecuentes. Hubo que llamar al médico, cosa que indignó mucho a Nerval, que no comprendía la ingerencia de la ciencia total, porque un día se paseó por el Palais Royal, llevando tras sí un cangrejo sujeto por un largo cordón azul. «¿Acaso —decía— un cangrejo es más ridículo que un pato, que una gacela, que un león o que cualquier otro animal de que pueda uno hacerse seguir? A mí me gustan los cangrejos porque son pacíficos, serios, saben los secretos del mar, no ladran ni asustan a las gentes como los perros, que tan antipáticos le eran a Goethe, el cual, sin embargo, no estaba loco».

Tenía la preocupación del mundo invisible y de los mitos cosmogónicos, y cultivó los círculos misteriosos de Swendenborg y, del clérigo Terrasson. En un viaje que hizo por Oriente compró una esclava «de piel dorada y de cabellos rubios y el pecho pintado de soles». Iba a documentarse para escribir un poema de la reina de Saba y de Salomón, y se dirigió al Líbano.

Fué huésped de los jefes drusos y maronitas, «semejantes a los burgraves del siglo XIII».

Bien pronto olvidó los motivos literarios de su viaje, y quiso penetrar la doctrina secreta de los drusos. Un día, jinete en su caballo blanco, fue a visitar al Cheih Said Escherazy para pedirle la mano de su hija, «la attaké» Siti Salema. Esta virgen drusa aceptó a Gerardo de Nerval, le dio un tulipán y plantó un arbolillo, que debía crecer con sus amores. Pero el poeta, un día que iba a ver a su prometida, divisó un escarabajo y, tomándolo por mal augurio, renunció a su pintoresco enlace. Con todas estas noticias, conociendo su labor poética, sus inquietudes filosóficas y su fértil imaginación, que contrastaba con su vida de bohemio menesteroso, este soneto epitafio tiene un gran interés de emoción:

 SONETO EPITAFIO

A ratos vivió alegre, igual que un gorrión,

este poeta loco, amador e indolente;

otras veces, sombrío cual Clitandro doliente…

Cierto día, una mano llamó a su habitación.

¡Era la Muerte! Entonces, él suspiró: —Señora,

dejadme urdir las rimas de mi último soneto—.

Después cerró los ojos —acaso, un poco inquieto

ante el helado enigma— para aguardar su hora…

Dicen que fue holgazán, errátil e ilusorio,

que dejaba secar la tinta en su escritorio.

Lo quiso saber todo y al fin nada ha sabido.

Y una noche de invierno, cansado de la vida,

dejó escapar el alma de la carne podrida

y se fue preguntando: —¿Para qué habré venido?

 

Dijeron que se había ahorcado en una hora de locura. Pero este epitafio rimado demuestra lo contrario. Se fue de la vida en la cumbre de una de esas crisis morales en las que acaso el hombre alcanza mayor lucidez. ¡Quién lo sabe!…

 Hábitos y extravagancias de los escritores

 

 

EL público que ha sentido la emoción de la poesía, que ha reído con las comedias y que ha seguido febril por el interés los episodios de un héroe de novela, tiene, sin duda, una gran curiosidad por saber cómo han sido escritas las obras literarias de su predilección. Aparte de las interesantes visitas de nuestro Caballero Audaz, muy poco se ha cultivado en España esta literatura íntima y anecdótica: únicamente los que establecemos nuestro despacho en la mesa de un café ofrecemos un pedazo de intimidad al interés de los lectores. Zamacois, Roberto Castrovido, escriben sus admirables novelas y sus artículos maravillosos sobre una mesa de mármol, con un tinterillo menguado, entre el bullicio, envueltos en el humo de las salas de un cafetín de barrio. Es éste un milagro de aislamiento entre la muchedumbre, para el que es preciso una gran fuerza mental.

Valle-Inclán escribe en la cama, con lápiz. El pobre y grande Felipe Trigo no podía trabajar sino en unas cuartillas en un tamaño de octavo menor. Uno de nuestros más terribles revolucionarios, que tiene la suerte de estar casado con una bella dama andaluza, urde sus furibundos artículos… envuelto en un mantón de Manila de su esposa. No digo su nombre para evitarle el sonrojo ante los terribles compañeros del Comité de barrio.

Los franceses han cultivado mejor este género de literatura íntima. Así sabemos detalles interesantes y pintorescos. Moliere leía sus comedias a su criada conforme las iba escribiendo. Cuando a la buena mujer no le agradaba una escena el poeta la tachaba. Era su previa censura, el mismo espíritu del público para el cual escribía.

El poeta Delille era muy perezoso, y su mujer le encerraba con llave para que trabajase. Ella se iba a dar un paseo o a ver escaparates, y si acaso llegaba alguna visita, el pobre poeta secuestrado abría el ventanillo y exclamaba, con una resignación un poco cómica:

—¡Estoy cautivo! Le ruego tome asiento en la escalera; mi esposa no puede tardar en venir.

Cuando ésta llegaba, hacía entrar a los visitantes con visible malhumor, porque durante el tiempo de la visita el poeta no trabajaba. Delille solía recitar algunas estrofas del poema que estaba componiendo; pero su esposa le interrumpía violentamente:

—¡Eres un camello! No digas el argumento de lo que escribes, porque alguno de estos señores te lo puede robar.

Delille se ponía colorado y los amigos se marchaban haciendo furiosas protestas de honradez literaria. En seguida la señora le colocaba las cuartillas delante.

—Ahora, querido poeta, a ganar el tiempo perdido.

—Si he trabajado mientras tú no estabas en casa.

—No importa. Tú sabes que cada línea nos vale cinco francos aproximadamente. Es preciso hacer versos, hasta veinte duros, antes de almorzar.

Y le dejaba encerrado con llave en su despacho.

Balzac fue también un forzado del trabajo literario. Murió literalmente víctima del exceso de labor. Se acostaba a las seis de la tarde y se levantaba a las doce de la noche, se envolvía en una especie de capuchón frailuno, tomaba un gran tazón de café y a la luz de una araña de siete bujías trabajaba hasta las doce de la mañana. Conforme iba escribiendo arrojaba las cuartillas al suelo, sin leerlas y sin numerarlas. A las doce entraba su criado a traerle el almuerzo, recogía las cuartillas esparcidas y las llevaba a la imprenta.

Los impresores temían a las cuartillas de Balzac. Era para ellos como una pesadilla. En pruebas, las rehacía totalmente. Teófilo Gautier describe de este modo pintoresco las pruebas de imprenta de Honorato de Balzac:

«Unas rayas gruesas partían del principio, del centro, del fin de las frases hacia las márgenes de arriba a abajo, de izquierda a derecha, con infinitas correcciones. A veces parecía un castillo de pirotecnia dibujado por un niño. Del texto primitivo apenas quedaban algunas palabras. El autor trazaba cruces, círculos, signos griegos, árabes…, figuras ininteligibles, todas las llamadas imaginables, para fijar la atención del tipógrafo. Tiras de otro papel atiborradas de escritura iban adheridas a las pruebas con alfileres».

Gautier escribía muy de prisa. Las novelas que publicó en La Prensa las iba haciendo diariamente en la misma imprenta, entre el ruido ensordecedor de las máquinas. Aurora Dupin gozaba de parecida facilidad. Trabajaba de un tirón ocho horas diarias, con la condición ineludible de que había de ser por la noche.

Todo lo contrario fue el gran novelista Gustavo Flaubert, que después de horrenda lucha con su estilo torturado, en una sesión de diez horas sólo podía producir una cuartilla impecable, eso sí, y maravillosa.

Alejandro Dumas, padre, se contentaba con un vaso de limonada. Balzac hacía un enorme consumo de café, y Aurora Dupin, la Jorge Sand, fumaba como un marino. Alfredo de Musset buscó en el ajenjo, el terrible y literario brebaje, la inspiración que le abandonaba después de la catástrofe espiritual de Venecia, cuando su amante le burló con el médico Pagello.

Gerardo de Nerval, el admirable poeta bohemio, tan desconocido en España, no podía escribir en su casa… cuando la tenía. Si una revista le encargaba un artículo, se iba a cualquier café. Sacaba de su bolsillo el tintero, un montón de plumas, papeles, libros. Era todo su ajuar. Cuando acababa de escribir el título llegaba un amigo inoportuno. Gerardo volvía a guardar su biblioteca ambulante y se marchaba a otro café, donde la escena solía repetirse. Y así, al cabo de recorrer todos los cafetines, podía terminar su labor.

Villieres de l’Isle-Adam, el autor de Cuentos crueles, se retiraba a su casa al amanecer y dormía hasta las doce. Se bebía una taza de caldo y en seguida se disponía a escribir, sin levantarse de la cama, sostenido por varias almohadas. Tenía a su alcance muchos lapiceros, y trabajaba hasta las nueve de la noche, hora en que se levantaba para ir a pasar el resto de la noche en alguna taberna de Montmartre.

El más lamentable era Paul Verlaine, vagabundeando por las zahurdas del París nocturno, borracho de ajenjo. El poeta de La cabeza de fauno se sentaba junto a un vaso del glauco veneno con una hoja de papel. A veces garrapateaba algunos versos, musitando palabras confusas, o bien arrojaba la pluma con rabia, se retorcía las manos o las agitaba en el aire, con estremecimientos de epilepsia. Después apuraba su vaso y tornaba al trabajo, como un sonámbulo.

La manera de escribir, los estimulantes y las íntimas extravagancias de los escritores célebres son un curioso detalle de su psicología y ofrecen un gran interés para los lectores. Por eso mismo hemos recogido estos apuntes anecdóticos esparcidos acá y allá en las biografías y en las revistas francesas, más curiosas de la vida al detalle de los grandes hombres que las revistas españolas.

sábado, 3 de agosto de 2024

EL NUEVO FESTÍN DE ESOPO OCTAVIO PAZ




 EL NUEVO FESTÍN DE ESOPO —alusión al célebre apólogo de las

lenguas del fabulista clásico— es una alegoría de la convivencia

humana: toda reflexión sobre el hombre comienza o culmina en una

interrogación sobre el lenguaje y los significados. Si la sociedad es

un sistema de comunicaciones, ¿podemos descifrar el mensaje que

los hombres se comunican desde el origen de la especie? No es

extraño que Octavio Paz nos entregue ahora este libro sobre el

pensamiento de Claude Levi-Strauss, el gran antropólogo francés.

Ambos desde puntos de vista distintos y a veces opuestos,

coinciden en ver al hombre como el emisor de signos y,

simultáneamente, como a un signo entre los signos. Así, estas

páginas que constituyen una lúcida introducción al estructuralismo,

también y sobre todo continúan y confrontan las ideas de Octavio

Paz sobre el lenguaje: ¿cuál es el sentido del sentido, qué quiere

decir —decir?

Una metáfora geológica. Comercio

verbal y comercio sexual: valores,

signos, mujeres.

Hace unos quince años un comentario de Georges Bataille sobre

Les structures élémentaires de la parenté me reveló la existencia de

Claude Lévi-Strauss. Compré el libro y, tras varias e infructuosas

tentativas, abandoné su lectura. Mi buena voluntad de aficionado a

la antropología y mi interés en el tema (el tabú del incesto) se

estrellaron contra el carácter técnico del volumen. El año pasado un

artículo de The Times Literary Supplement (Londres) volvió a

despertar mi curiosidad. Leí con pasión Tristes tropiques y en

seguida, con un deslumbramiento creciente, Anthropologie

structurale, La pensée sauvage, Le totémisme aujourd’hui y Le cru

et le cuit. Este último es un libro particularmente difícil y el lector

sufre una suerte de vértigo intelectual al seguir al autor en su

sinuosa peregrinación a través de la maleza de los mitos de los

indios bororo y ge. Recorrer ese laberinto es penoso pero

fascinante: muchos trozos de ese «concierto» del entendimiento me

exaltaron, otros me iluminaron y otros más me irritaron. Aunque leo

por placer y sin tomar notas, la lectura de Lévi-Strauss me descubrió

tantas cosas y despertó en mí tales interrogaciones que, casi sin

darme cuenta, hice algunos apuntes. Este texto es el resultado de

mi lectura. Resumen de mis impresiones y cavilaciones, no tiene

pretensión crítica alguna.

Los escritos de Lévi-Strauss poseen una importancia triple:

antropológica, filosófica y estética. Sobre lo primero apenas si es

necesario decir que los especialistas consideran fundamentales sus

trabajos sobre el parentesco, los mitos y el pensamiento salvaje. La

etnografía y la etnología americanas le deben estudios notables;

además, en casi todas sus obras hay muchas observaciones

dispersas sobre problemas de la pre-historia y la historia de nuestro

continente: la antigüedad del hombre en el Nuevo Mundo, las

relaciones entre Asia y América, el arte, la cocina, los mitos

indoamericanos… Lévi-Strauss desconfía de la filosofía pero sus

libros son un diálogo permanente, casi siempre crítico, con el

pensamiento filosófico y especialmente con la fenomenología. Por

otra parte, su concepción de la antropología como una parte de una

futura semiasiología o teoría general de los signos y sus reflexiones

sobre el pensamiento (salvaje y domesticado) son en cierto modo

una filosofía: su tema central es el lugar del hombre en el sistema de

la naturaleza. En un sentido más reducido, aunque no menos

estimulante, su obra de «moralista» tiene también un interés

filosófico: Lévi-Strauss continúa la tradición de Rousseau y Diderot,

Montaigne y Montesquieu. Su meditación sobre las sociedades no

europeas se resuelve en una crítica de las instituciones occidentales

y esta reflexión culmina en la última parte de Tristes tropiques en

una curiosa profesión de fe, ahora sí francamente filosófica, en la

que ofrece al lector una suerte de síntesis entre los deberes del

antropólogo, el pensar marxista y la tradición budista. Entre las

contribuciones de Lévi-Strauss a la estética mencionaré dos

estudios sobre el arte indoamericano —uno acerca del dualismo

representativo en Asia y América, otro en torno al tema de la

serpiente con el cuerpo repleto de pescados— y sus brillantes

aunque no siempre convincentes ideas sobre la música, la pintura y

la poesía. Poco diré del valor estético de su obra. Su prosa me hace

pensar en la de tres autores que tal vez no son de su predilección:

Bergson, Proust y Breton. En ellos, como en Lévi-Strauss, el lector

se enfrenta a un lenguaje que oscila continuamente entre lo

concreto y lo abstracto, la intuición directa del objeto y el análisis: un

pensamiento que ve a las ideas como formas sensibles y a las

formas como signos intelectuales… Lo primero que sorprende es la

variedad de una obra que no pretende ser sino antropológica; lo

segundo, la unidad del pensamiento. Esta unidad no es la de la

ciencia sino la de la filosofía, así se trate de una filosofía

antifilosófica.

Lévi-Strauss ha aludido en varias ocasiones a las influencias que

determinaron la dirección de su pensamiento: la geología, el

marxismo y Freud. Un paisaje se presenta como un rompecabezas:

colinas, rocas, valles, árboles, barrancos. Ese desorden posee un

sentido oculto; no es una yuxtaposición de formas diferentes sino la

reunión en un lugar de distintos tiempos-espacios: las capas

geológicas. Como el lenguaje, el paisaje es diacrónico y sincrónico

al mismo tiempo: es la historia condensada de las edades terrestres

y es también un nudo de relaciones. Un corte vertical muestra que lo

oculto, las capas invisibles, es una «estructura» que determina y da

sentido a las más superficiales. Al descubrimiento intuitivo de la

geología se unieron, más tarde, las lecciones del marxismo (una

geología de la sociedad) y el psicoanálisis (una geología psíquica).

Esta triple lección puede resumirse en una frase: Marx, Freud y la

geología le enseñaron a explicar lo visible por lo oculto; o sea: a

buscar la relación entre lo sensible y lo racional. No una disolución

de la razón en el inconsciente sino una búsqueda de la racionalidad

del inconsciente: un super-racionalismo. Estas influencias

constituyen, para seguir usando la misma metáfora, la geología de

su pensamiento: son determinantes en un sentido general. No

menos decisivas para su formación fueron la obra sociológica de

Marcel Mauss y la lingüística estructural.

Ya he dicho que mis comentarios no son de orden estrictamente

científico; examino las ideas de Lévi-Strauss con la curiosidad, la

pasión y la inquietud de un lector que desea comprenderlas porque

sabe que, como todas las grandes hipótesis de la ciencia, están

destinadas a modificar nuestra imagen del mundo y del hombre. Así,

no me propongo situar su pensamiento dentro de las modernas

tendencias de la antropología, aunque es evidente que, por más

original que nos parezca y que lo sea efectivamente, ese

pensamiento es parte de una tradición científica. El mismo Lévi-

Strauss, por lo demás, en su Leçon inaugurale en el Colegio de

Francia (enero de 1960), ha señalado sus deudas con la

antropología angloamericana y con la sociología francesa. Más

explícito aún, en varios capítulos de Anthropologie structurale y en

muchos pasajes de Le totémisme aujourd’hui revela y aclara sus

coincidencias y discrepancias con Boas, Malinowski y Radcliffe-

Brown. Sobre esto vale la pena subrayar que una y otra vez ha

recordado que sus primeros trabajos fueron concebidos y

elaborados en unión estrecha con la antropología angloamericana.

No obstante, fueron las ideas de Mauss las que lo prepararon a

recibir la lección de la lingüística estructural y a saltar de una

manera más total que otros antropólogos del funcionalismo al

estructuralismo. Durkheim había afirmado que los fenómenos

jurídicos, económicos, artísticos o religiosos eran «proyecciones de

la sociedad»: el todo explicaba a las partes. Mauss recogió esta idea

pero advirtió que cada fenómeno posee características propias y

que el «hecho social total» de Durkheim estaba compuesto por una

serie de planos superpuestos: cada fenómeno, sin perder su

especificidad, alude a los otros fenómenos. Por tal razón, lo que

cuenta no es la explicación global sino la relación entre los

fenómenos: la sociedad es una totalidad porque es un sistema de

relaciones. La totalidad social no es una substancia ni un concepto

sino que «consiste finalmente en el circuito de relaciones entre

todos los planos».

En su famoso ensayo sobre el don, Mauss advierte que el regalo

es recíproco y circular: las cosas que se intercambian son asimismo

hechos totales; o dicho de otro modo: las cosas (utensilios,

productos, riquezas) son vehículos de relación. Son valores y son

signos. La institución del potlach —o cualquiera otra análoga— es

un sistema de relaciones: la donación recíproca asegura o, mejor,

realiza la relación. Así pues, la cultura de una sociedad no es la

suma de sus utensilios y objetos; la sociedad es un sistema total de

relaciones que engloba tanto al aspecto material como al jurídico,

religioso y artístico. Lévi-Strauss recoge la lección de Mauss y,

sirviéndose del ejemplo de la lingüística, concibe a la sociedad como

un conjunto de signos: una estructura. Pasa así de la idea de la

sociedad como una totalidad de funciones a la de un sistema de

comunicaciones. Es revelador que Georges Bataille (La part

maudite) haya extraído conclusiones diferentes del ensayo de

Mauss. Para Bataille se trata no tanto de reciprocidad, circulación y

comunicación como de choque y violencia, poder sobre los otros y

autodestrucción: el potlach es una actividad análoga al erotismo y al

juego, su esencia no es distinta a la del sacrificio. Bataille pretende

desentrañar el contenido histórico y psicológico del potlach; Lévi-

Strauss lo considera como una estructura atemporal,

independientemente de su contenido. Su posición lo enfrenta al

funcionalismo de la antropología sajona, al historicismo y a la

fenomenología.

Más adelante trataré con mayor detenimiento el tema de la

relación polémica entre el pensamiento de Lévi-Strauss y el

historicismo y la fenomenología. En cambio, aquí es oportuno

esbozar, de paso, sus afinidades y diferencias con los puntos de

vista de Malinowski y de Radcliffe-Brown. Para el primero, «los

hechos sociales no se reducen a fragmentos dispersos; el hombre

los vive, los realiza, y esta conciencia subjetiva, tanto como sus

condiciones objetivas, es una forma de su realidad». Malinowski

tuvo el gran mérito de mostrar experimentalmente que las ideas que

tiene una sociedad de sí misma son parte inseparable de la misma

sociedad y de esta manera revalorizó la noción de significado en el

hecho social; pero redujo la significación de los fenómenos sociales

a la categoría de función. La idea de relación, capital en Mauss, se

resuelve en la de función: las cosas y las instituciones son signos

por ser funciones. Por su parte, Radcliffe-Brown introdujo la noción

de estructura en el campo de la antropología, sólo que el gran sabio

inglés pensaba que «la estructura es del orden de los hechos: algo

dado en la observación de cada sociedad particular…». La

originalidad de Lévi-Strauss reside en ver a la estructura no

únicamente como un fenómeno resultante de la asociación de los

hombres sino como «un sistema regido por una cohesión interna —y

esta cohesión, inaccesible para el observador de un sistema aislado,

se revela en el estudio de las transformaciones, gracias a las cuales

se redescubren propiedades similares en sistemas en apariencia

diferentes». (Leçon inaugurale). Cada sistema —formas de

parentesco, mitologías, clasificaciones, etc.— es como un lenguaje

que puede traducirse al lenguaje de otro sistema. Para RadcliffeBrown

la estructura «es la manera durable que tienen los grupos y

los individuos de constituirse y asociarse en el interior de una

sociedad»; por tanto, cada estructura es particular e intraducible a

las otras. Lévi-Strauss piensa que la estructura es un sistema y que

cada sistema está regido por un código que permite, si el

antropólogo logra descifrarlo, su traducción a otro sistema. Por

último, a diferencia de Malinowski y Radcliffe-Brown, para Lévi-

Strauss las categorías inconscientes, lejos de ser irracionales o

simplemente funcionales, poseen una racionalidad imanente, por

decirlo así. El código es inconsciente —y racional. Nada más

natural, en consecuencia, que viese en el sistema fonológico de la

lingüística estructural el modelo más acabado, transparente y

universal de esa razón inconsciente subyacente en todos los

fenómenos sociales, trátese de relaciones de parentesco o de

fabulaciones míticas. Cierto, no fue el primero en pensar que la

lingüística era el modelo de la investigación antropológica. Sólo que,

en tanto que los antropólogos angloamericanos la consideraron

como una rama de la antropología, Lévi-Strauss afirma que la

antropología es (o será) una rama de la lingüística. O sea: una parte

de una futura ciencia general de los signos.

A riesgo de repetir lo que otros han dicho muchas veces (y mejor

que yo), debo detenerme y esclarecer un poco la relación particular

que une al pensamiento de Lévi-Strauss con la lingüística.[1] Como

es sabido, el tránsito del funcionalismo al estructuralismo se opera,

en lingüística, entre 1920 y 1930. A la idea de que «cada ítem del

lenguaje —oración, palabra, morfema, fonema, etc.— existe

solamente para llenar una función, generalmente de comunicación»,

se superpone otra: «Ningún elemento del lenguaje puede ser

valorado si no se le considera en relación con los otros elementos».

[*] La noción de relación se convierte en el fundamento de la teoría:

el lenguaje es un sistema de relaciones. Por su parte Ferdinand de

Saussure había hecho una distinción capital: el carácter dual del

signo, compuesto de un significante y un significado, sonido y

sentido. Esta relación —aún no enteramente explicada— define el

campo propio de la lingüística: cada uno de los elementos del

lenguaje, inclusive los más pequeños, «posee dos aspectos, uno el

significante y otro el significado». El análisis debe tener en cuenta

esta dualidad y proceder del texto a la frase y de ésta a la palabra y

al morfema, la unidad mínima dueña de significado. La investigación

no se detiene en este último porque la fundación de la fonología

permitió dar un paso decisivo: el análisis de los fonemas, unidades

que, «a pesar de no poseer significado propio, participan en la

significación». La función significativa del fonema consiste en que

designa una relación de alteridad u oposición frente a los otros

fonemas; aunque el fonema (atece de significado, su posición en el

interior del vocablo y su relación con los otros fonemas hacen

posible la significación. Todo el edificio del lenguaje reposa sobre

esta oposición binaria. Los fonemas pueden descomponerse en

elementos más pequeños, que Jakobson llama «haz o conjunto de

partículas diferenciales».[*] Como los átomos y sus partículas, el

fonema es un «campo de relaciones»: una estructura. No es esto

todo: la fonología muestra que los fenómenos lingüísticos obedecen

a una estructura inconsciente: hablamos sin saber que, cada vez

que lo hacemos, ponemos en movimiento una estructura fonológica.

Así pues, el habla es una operación mental y fisiológica que reposa

sobre leyes estrictas y que, no obstante, escapan al dominio de la

conciencia clara.

Saltan a la vista las analogías de la lingüística, por una parte,

con la física, la genética y la teoría de la información; por la otra, con

la «psicología de la forma». Lévi-Strauss se propuso aplicar el

método estructural de la lingüística a la antropología. Nada más

legítimo: el lenguaje no sólo es un fenómeno social sino que

constituye, simultáneamente, el fundamento de toda sociedad y la

expresión social más perfecta del hombre. La posición privilegiada

del lenguaje lo convierte en un modelo de la investigación

antropológica: «Como los fonemas, los términos de parentesco son

elementos de significación; como ellos, no adquieren esta

significación sino a condición de participar en un sistema; como los

sistemas fonológicos, los sistemas de parentesco son elaboraciones

del espíritu en el nivel del pensamiento inconsciente; por último, la

repetición de formas de parentesco y reglas de matrimonio, en

regiones alejadas y entre pueblos profundamente diferentes, hace

pensar que, como en el caso de la fonología, los fenómenos visibles

son el producto del juego de leyes generales aunque ocultas… En

un orden distinto de realidades, los fenómenos de parentesco son

fenómenos del mismo tipo que los lingüísticos».[*] No se trata, por

supuesto, de trasladar el análisis lingüístico a la antropología sino de

traducirlo en términos antropológicos. Entre las formas de la

traducción hay una que Jakobson llama «trasmutación»:

interpretación de signos lingüísticos por medio de un sistema de

signos no lingüísticos. En este caso la operación consiste, al

contrario, en la interpretación de un sistema de signos no

lingüísticos (por ejemplo: las reglas de parentesco) por medio de

signos lingüísticos.[2]

No me extenderé en la descripción de las formas, siempre

rigurosas y a veces extremadamente ingeniosas, que asume la

interpretación de Lévi-Strauss. Señalo solamente que su método se

funda más en una analogía que en una identidad. Además, adelanto

una observación: si el lenguaje —y con él la sociedad entera: ritos,

arte, economía, religión— es un sistema de signos, ¿qué significan

los signos? Un autor muy citado por Jakobson, el filósofo Charles

Peirce, dice: «El sentido de un símbolo es su traducción en otro

símbolo». A la inversa de Husserl, el filósofo angloamericano reduce

el sentido a una operación: un signo nos remite a otro signo.

Respuesta circular y que se destruye a sí misma: si el lenguaje es

un Sistema de signos, un signo de signos, ¿qué significa este signo

de signos? Los lingüistas coinciden con la lógica matemática,

aunque por razones opuestas, en el horror a la semántica. Jakobson

tiene conciencia de esta carencia: «Después de haber anexado los

sonidos de la palabra a la lingüística y constituido la fonología,

debemos ahora incorporar las significaciones lingüísticas a la

ciencia del lenguaje». Así sea. Mientras tanto, reparo que esta

concepción del lenguaje termina en una disyuntiva: si sólo tiene

sentido el lenguaje, el universo no lingüístico carece de sentido e

inclusive de realidad; o bien, todo es lenguaje, desde los átomos y

sus partículas hasta los astros. Ni Peirce ni la lingüística nos dan

elementos para afirmar lo primero o lo segundo. Triple omisión: en

un primer momento se soslaya el problema del nexo entre sonido y

sentido, que no es simplemente el efecto de una convención

arbitraria como pensaba F. de Saussure; en seguida, se excluye el

tema de la relación entre la realidad no lingüística y el sentido, entre

ser y significado; por último, se omite la pregunta central: el sentido

de la significación. Advierto que esta crítica no es enteramente

aplicable a Lévi-Strauss. Más arriesgado que los lingüistas y los

partidarios de la lógica simbólica, el tema constante de sus

meditaciones es precisamente el de las relaciones entre el universo

del discurso y la realidad no verbal, el pensamiento y las cosas, la

significación y la no significación.

En sus estudios sobre el parentesco, Lévi-Strauss procede de

manera contraria a la mayoría de sus predecesores: no pretende

explicar la prohibición del incesto a partir de las reglas de

matrimonio sino que se sirve de aquélla para volver inteligibles a las

segundas. La universalidad de la prohibición, cualesquiera que sean

las modalidades que adopte en este o aquel grupo humano, es

análoga a la universalidad del lenguaje, cualesquiera que sean

también las características y la diversidad de los idiomas y dialectos.

Otra analogía: es una prohibición que no aparece entre los animales

—por lo cual puede inferirse que no tiene un origen biológico o

instintivo— y que, no obstante, es una compleja estructura

inconsciente como el lenguaje. En fin, todas las sociedades la

conocen y la practican pero hasta ahora —a pesar de que abundan

las interpretaciones míticas, religiosas y filosóficas— no tenemos

una teoría racional que explique su origen y su vigencia. Lévi-

Strauss rechaza, con razón, todas las hipótesis con que se ha

pretendido explicar el enigma del tabú del incesto, desde las teorías

finalistas y eugenésicas hasta la de Freud. A propósito de este

último señala que atribuir el origen de la prohibición al deseo por la

madre y al asesinato del padre por los hijos, es una hipótesis que

revela las obsesiones del hombre moderno pero que no

corresponde a ninguna realidad histórica o antropológica. Es un

«sueño simbólico»: no es el origen sino la consecuencia de la

prohibición.

La regla no es puramente negativa; no tiende a suprimir las

uniones sino a diferenciarlas: esta unión no es lícita y aquélla sí lo

es. La regla está compuesta de un sí y un no, oposición binaria

semejante a la de las estructuras lingüísticas elementales. Es un

cedazo que orienta y distribuye el fluir de las generaciones. Cumple

así una función de alteridad y mediación —diferenciar, seleccionar y

combinar— que convierte a las uniones sexuales en un sistema de

significaciones. Es un artificio «por el cual y en el cual se cumple el

tránsito de la naturaleza a la cultura». La metamorfosis del sonido

bruto en fonema se reproduce en la de la sexualidad animal en

sistema de matrimonio; en ambos casos la mutación se debe a una

operación dual (esto no, aquello sí) que selecciona y combina —

signos verbales o mujeres. Del mismo modo que los sonidos

naturales reaparecen en el lenguaje articulado pero ya dueños de

significación, la familia biológica reaparece en la sociedad humana,

sólo que cambiada. El «átomo» o elemento mínimo de parentesco

no es el biológico o natural —padre, madre e hijo— sino que está

compuesto por cuatro términos: hermano y hermana, padre e hija.

Es imposible seguir a Lévi-Strauss en toda su exploración y de ahí

que me limite a citar una de sus conclusiones: «El carácter primitivo

e irreductible del elemento de parentesco es una consecuencia de la

prohibición del incesto… en la sociedad humana un hombre no

puede obtener una mujer sino de otro hombre, que le entrega a su

hija o a su hermana». La interdicción no tiene otro objeto que

permitir la circulación de mujeres y en este sentido es una

contrapartida de la obligación de donar, estudiada por Mauss.

La prohibición es recíproca y gracias a ella se establece la

comunicación entre los hombres: «Las reglas de matrimonio y los

sistemas de parentesco son una suerte de lenguaje» —un conjunto

de operaciones que trasmiten mensajes. A la objeción de que las

mujeres son valores y no signos y las palabras signos y no valores,

Lévi-Strauss responde que, sin duda, originalmente las segundas

eran también valores (hipótesis que no me parece descabellada si

pensamos en la energía que irradian todavía ciertas palabras); por

lo que toca a las mujeres: fueron (y son) signos, elementos de ese

sistema de significaciones que es el sistema del parentesco… No

soy antropólogo y debería callarme. Aventuro, de todos modos, un

tímido comentario: la hipótesis explica con gran elegancia y

precisión las reglas de parentesco y de matrimonio por la prohibición

universal del incesto pero ¿cómo se explica la prohibición misma, su

origen y su universalidad? Confieso que me cuesta trabajo aceptar

que una norma inflexible y en la cual no es infundado ver la fuente

de toda moral —fue el primer No que opuso el hombre a la

naturaleza— sea simplemente una regla de tránsito, un artificio

destinado a facilitar el intercambio de mujeres. Además, echo de

menos la descripción del fenómeno; Lévi-Strauss nos describe la

operación de las reglas, no aquello que regulan: la atracción y la

repulsión por el sexo opuesto, la visión del cuerpo como un nudo de

fuerzas benéficas o nocivas, las rivalidades y las amistades, las

consideraciones económicas y las religiosas, el terror y el apetito

que despierta una mujer o un hombre de otro grupo social o de otra

raza, la familia y el amor, el juego violento y complicado entre

veneración y profanación, miedo y deseo, agresión y trasgresión —

todo ese territorio magnético, magia y erotismo, que cubre la palabra

incesto. ¿Qué significa este tabú que nada ni nadie explica y que,

aunque parece no tener justificación biológica ni razón de ser, es la

raíz de toda prohibición? ¿Cuál es el fundamento de este No

universal?[3] Es verdad que este No con tiene un Sí: la prohibición

no sólo separa a la sexualidad animal de la sexualidad social sino

que, como el lenguaje, ese Sí funda al hombre, constituye a la

sociedad. La prohibición del incesto nos enfrenta, en otro plano, al

mismo enigma del lenguaje: si el lenguaje nos funda, nos da

sentido, ¿cuál es el sentido de ese sentido? El lenguaje nos da la

posibilidad de decir, pero ¿qué quiere decir —decir? La pregunta

sobre el incesto es semejante a la del sentido de la significación. La

respuesta de Lévi-Strauss es singular: estamos ante una operación

inconsciente del espíritu humano y que, en sí misma, carece de

sentido o fundamento aunque no de utilidad: gracias a ella —y al

lenguaje, el trabajo y el mito— los hombres somos hombres. La

pregunta sobre el fundamento del tabú del incesto se resuelve en la

pregunta sobre la significación del hombre y ésta en la del espíritu.

Así pues, hay que penetrar en una esfera en la que el espíritu opera

con mayor libertad ya que no se enfrenta ni a los procesos

económicos ni a las realidades sexuales sino a sí mismo.

jueves, 1 de agosto de 2024

A las últimas frases siento que estoy atrapado en un laberinto con un monstruo. FRAGMENTO. NOVELA. J.MÉNDEZ-LIMBRICK




 "A las últimas frases siento que estoy atrapado en un laberinto con un monstruo. Todo es un juego al que no puedo rendirme, dejar las fichas tiradas, volcar el rey. ¡No, no dejaré la partida a medio terminar! Tampoco voy a correr como un conejo asustado porque el lobo lo persigue… ¡Y, sin embargo, tengo un ataque de pánico!  

¡Ahhh… qué torpeza de mi parte… señor Charly Hardin!… ¿Qué desea tomar?"

BORRADOR. REVISIÓN. NOVELA. EL RETORNANTE NOCTURNO.

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FRIEDRICH SCHILLER: ESTÉTICA Y LIBERTAD FRAGMENTO

Presentación En sus conversaciones con Eckermann, Goethe decía que la idea reinante en toda la obra schilleriana, desde sus tragedias hasta ...

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