EDWARD CAREY nació en Inglaterra, durante una tormenta de nieve. Como su padre y su
abuelo, ambos oficiales de la Marina, asistió al Pangbourne Nautical College, donde lo
más cerca que estuvo de seguir la vocación de su familia fue interpretar a un capitán de
barco en un musical de la escuela. Quizá fue en ese escenario donde descubrió su
pasión por el teatro, que encontraría su desarrollo natural en sus estudios posteriores en
la Hull University.
Pero sus grandes vocaciones son sin duda la escritura y la ilustración. Según el
propio autor siempre dibuja los personajes sobre los que escribe, aunque a menudo sus
ilustraciones contradicen la escritura, y viceversa. También es extremadamente
exhaustivo a la hora de documentarse para sus obras. Little, su biografía novelada de
Madame Tussaud, fue escrita solo tras trabajar en el museo de cera.
Durante el confinamiento por la Covid-19 puso en marcha el proyecto Una
ilustración diaria, que terminó alargándose casi dos años. Nadie pone en duda la
incombustible paciencia de Carey. La Trilogía Iremonger, su obra cumbre, le llevó cerca
de una década. Esta nació de la nostalgia que sentía viviendo en Texas, y que le llevó a
establecer su historia en la Inglaterra victoriana. En ella ofrece a sus lectores una crítica
agudísima al sistema de clases, una mirada ecologista y un entramado lleno de
misterios.
Para mi hermano James (1966–2012)
I
UN TAPÓN DE BAÑERA
UNIVERSAL
Comienza la historia de Clod Iremonger, Forlichingham Park, Londres
Así es como empezó
n realidad todo empezó, todo este terrible asunto, el día en que desapareció el
picaporte de mi Tía Rosamud. Era su picaporte particular, un picaporte de latón. Es
cierto que no ayudó en absoluto que todo el día anterior se hubiera dedicado, como
tenía por costumbre, a recorrer la mansión entera en busca de cualquier razón por
la que quejarse. Había escudriñado cada planta, escaleras arriba y abajo, abriendo
puertas sin ton ni son y sacándole defectos a todo. E insistía en que, en el transcurso de
sus minuciosas investigaciones, no se había separado de su picaporte en ningún
momento, pero que ahora ya no lo tenía. Alguien, dijo a voz en grito, se lo había robado.
No se había visto semejante alboroto desde que el Tío Abuelo Pitter perdiera su
alfiler. En aquella ocasión, lo buscaron por todo el edificio hasta que se descubrió que el
pobre tío lo había llevado encima en todo momento: se le había colado por el forro
descosido del bolsillo de la chaqueta.
Fui yo quien lo encontró. Aquel día mi familia comenzó a mirarme de forma muy
extraña, o quizá debería decir todavía más extraña, porque nunca se habían fiado
demasiado de mí y siempre me estaban pidiendo que me quitara de en medio. El
descubrimiento del alfiler pareció confirmar algún tipo de sospecha por parte de mi
familia, y algunas de mis tías y primos empezaron a evitarme, me retiraron la palabra;
mientras que otros, como por ejemplo mi primo Moorcus, me colocaron en el punto de
mira. El primo Moorcus estaba convencido de que era yo quien había escondido el
alfiler en la chaqueta y, tras darme alcance en un pasillo oscuro, me estampó la cabeza
contra la pared, contó hasta doce (pues esa era mi edad en aquel momento), me colgó
de un perchero y me dejó allí hasta que al cabo de dos horas me encontró uno de los
sirvientes.
Tras la reaparición de su alfiler, el Tío Abuelo Pitter quedó muy compungido y
creo que nunca llegó a levantar cabeza tras la desgracia. Tanto escándalo, tantas
acusaciones. Murió la primavera siguiente, mientras dormía, con el alfiler prendido al
pijama.
E
—Pero ¿cómo lo supiste, Clod? —preguntaban mis parientes—. ¿Cómo pudiste
saber que el alfiler estaba allí?
—Lo escuché hablar.
Oigo cosas
Aquellos colgajos de carne a ambos lados de mi cabeza no descansaban nunca. Esos dos
agujeros por donde entraban los sonidos estaban saturados. Escuchaba cosas que no
debía.
Tardé un tiempo en comprender lo que escuchaba.
Me contaron que siendo un bebé, en ocasiones me ponía a llorar sin motivo. Estaba
tumbado en la cuna y de pronto, sin causa aparente, empezaba a gritar como si alguien
me hubiera tirado del poco pelo que tenía, como si me hubieran escaldado con agua
hirviendo o como si me hubieran cortado en pedazos con un escalpelo. Siempre había
sido así. Decían que yo era un niño extraño, infeliz, difícil, y que costaba mucho
calmarme. Tenía cólicos infantiles. Cólicos a todas horas. Las institutrices no solían
durar demasiado. «¿Por qué eres tan malo?», me decían. «¿Por qué no te tranquilizas?»
Los ruidos me inquietaban; siempre estaba nervioso, asustado e irritable. Al
principio no entendía las palabras de los ruidos. Por aquel entonces solo eran sonidos y
crujidos, tintineos, chasquidos, golpes, estruendos, palmaditas, estallidos, retumbes,
chirridos, gritos, gemidos, esa clase de cosas. Eran suaves en su mayoría, aunque a
veces se volvían insoportables. Cuando empecé a hablar no dejaba de repetir: «¿Quién
ha dicho eso? ¿Quién habla?», o «Basta. Cállate. ¡No eres más que un trapo!», o «¿Te
quieres callar de una vez, orinal?», porque me parecía que los objetos, los objetos
normales y corrientes, me hablaban con voces humanas.
Las criadas se enfadaban muchísimo cuando la tomaba con alguna silla o con un
cuenco, con alguna campanilla o con un aparador. «Tranquilízate», me repetían sin
cesar.
Las cosas solo empezaron a mejorar cuando el Tío Aliver, que en aquella época
acababa de graduarse como médico, se percató de mi malestar.
—¿Por qué lloras? —me preguntó.
—El fórceps.
—¿Te refieres a mi fórceps? ¿Qué le pasa?
Le dije que su fórceps, un instrumento que Aliver llevaba siempre encima, me
hablaba. Lo normal, cuando mencionaba los objetos parlantes, era que los demás me
ignoraran, o que suspiraran, o que me sacudieran por contar mentiras, pero aquel día el
Tío Aliver me preguntó: —¿Y qué dice mi fórceps?
—Dice —repuse, feliz de que me hubiera preguntado—: Percy Hotchkiss.
—Percy Hotchkiss —repitió el Tío Aliver, sumamente interesado—. ¿Algo más?
—No —dije—. Eso es lo único que oigo. Percy Hotchkiss.
—Pero ¿cómo va a hablar un objeto, Clod?
—No lo sé, y de hecho, preferiría que no lo hiciera.
—Un objeto no tiene vida, no tiene boca.
—Lo sé —dije—, y aun así no calla.
—Yo no oigo hablar al fórceps.
—Tú no, pero yo sí, te lo prometo, Tío. Es una voz sofocada, amortiguada, como si
hubiera algo atrapado que dice: «Percy Hotchkiss».
A partir de ese día, Aliver comenzó a visitarme a menudo para escucharme hablar
largo y tendido sobre las diferentes voces y nombres que yo oía, y tomaba nota. Lo
único que oía eran nombres, solo eso, algunos pronunciados en susurros, otros con
fuertes alaridos, algunos parecían melodías, otros gritos; algunos sonaban comedidos,
otros muy orgullosos, y también los había extremadamente tímidos. Y siempre me
parecía que aquellos nombres provenían de diferentes objetos que había repartidos por
toda la casa. En el cuarto de estudio no lograba concentrarme porque había una vara
que se empeñaba en gritar «William Stratton», y un tintero que decía «Hayley Burgess»,
y un globo terráqueo que murmuraba «Arnold Percival Lister».
—¿Por qué son tan raros los nombres de los objetos? —pregunté un día al Tío
Aliver, cuando debía de tener unos siete años—. Todos esos Johns y Jacks y Marys,
Smiths y Murphys y Jones. ¿Por qué son tan diferentes a los nuestros?
—Verás, Clod —dijo Aliver—, en realidad somos nosotros los que tenemos unos
nombres poco habituales. Es una tradición de nuestra familia. Nosotros, los Iremonger*,
tenemos otra forma de llamarnos porque somos diferentes a los demás. Para poder
distinguirnos de ellos. Es una antigua costumbre familiar: nuestros nombres son como
los de los que viven lejos de aquí, más allá de los cúmulos, solo que algo deformados.
—¿Te refieres a la gente de Londres, Tío?
—De Londres y de otros lugares aún más lejanos, Clod.
—¿Tienen nombres como los que yo oigo?
—Sí, Clod.
—¿Y por qué oigo todos esos nombres, Tío?
—No lo sé, Clod, es una peculiaridad que tienes.
—¿Dejaré de oírlos en algún momento?
—Quién sabe. Puede que este poder tuyo desaparezca, que disminuya o que vaya a
peor. No lo sé.
De todos los nombres que llegaban a mis oídos, el de James Henry Hayward se
repetía más que ningún otro. Eso era porque siempre llevaba el objeto que decía «James
Henry Hayward» conmigo, dondequiera que fuese. Era una voz joven y agradable.
James Henry era un tapón, un tapón universal, que encajaba en la mayoría de los
desagües. Lo llevaba guardado en el bolsillo. James Henry era mi objeto de nacimiento.
Cada vez que nacía un nuevo Iremonger, en mi familia teníamos la costumbre de
entregarle un objeto especial escogido por la Abuela. Los Iremonger siempre juzgaban a
sus miembros por la forma en que cuidaban su objeto personal, su objeto de nacimiento,
como lo llamábamos. Teníamos que llevarlo encima en todo momento. Y todos eran
diferentes. Cuando yo nací me entregaron a James Henry Hayward. Fue lo primero que
tuve en mi vida, mi primer juguete y compañero. Tenía una cadena de sesenta
centímetros de largo, en cuyo extremo había un pequeño gancho. Cuando pude caminar
y vestirme solo, lucía mi tapón y mi cadena igual que los demás llevaban su reloj de
bolsillo. Ocultaba mi tapón de bañera, mi James Henry Hayward, en el bolsillo del
chaleco para mantenerlo a salvo, mientras que la cadena sobresalía del bolsillo en forma
de U y el gancho quedaba sujeto al botón central de mi chaleco. Había sido muy
afortunado con mi tapón, porque no todos los objetos de nacimiento eran tan sencillos
como el mío.
Cierto es que, al contrario que el alfiler de corbata de diamantes de la Tía Onjla
(que decía Henrietta Nysmith), mi tapón de bañera no tenía ningún valor económico,
pero por lo menos no era tan engorroso como la sartén de prima Gustrid (señor
Gurney), por no hablar de la repisa de chimenea de mármol de mi abuela (Augusta
Ingrid Ernesta Hoffmann), que la había confinado en la segunda planta durante toda su
larga vida. Reconozco que a menudo me hacía preguntas sobre nuestros objetos de
nacimiento. ¿Habría empezado a fumar la Tía Loussa si no le hubieran entregado un
cenicero (Little Lil) al nacer? A los siete años ya había contraído el hábito. ¿Habría
llegado a ser médico el Tío Aliver si no le hubieran obsequiado con aquel fórceps curvo
diseñado para traer niños al mundo (Percy Hotchkiss)? Y naturalmente estaba mi pobre
y melancólico Tío Pottrick, a quien en su nacimiento le regalaron una soga (teniente
Simpson) atada en forma de nudo corredizo; qué lamentable era verlo arrastrarse como
un alma en pena por los inestables pasajes de sus días. Y la cuestión iba todavía más
lejos: ¿habría sido más alta la Tía Urgula si no hubiera recibido una banqueta (Polly)?
La relación de cada uno con su objeto de nacimiento era un asunto muy complicado.
Cuando yo miraba mi tapón de bañera, sabía que encajaba conmigo a la perfección. No
sabía exactamente por qué, pero así era. No habría podido recibir otra cosa que no fuera
mi James Henry. En toda la familia Iremonger solo había un objeto de nacimiento que
no pronunciaba ningún nombre cuando intentaba escucharlo.
La pobre Tía Rosamud
Y así, a pesar de su habitual desconfianza y de los cuchicheos, a pesar de que por lo
general me repudiaban, sí que fui requerido cuando la Tía Rosamud perdió su
picaporte. No me gustaba entrar en los dominios de la Tía Rosamud, y como norma no
me habrían permitido acceder a un territorio tan inhóspito, pero aquel día mi presencia
allí les resultaba útil.
La Tía Rosamud, la verdad sea dicha, era vieja y rezongona, y muy dada a gritar, a
acusar y a pellizcar. Distribuía galletas de carbón entre los niños a diestro y siniestro
para combatir la flatulencia. Le encantaba pescarnos en las escaleras para hacernos
preguntas sobre la historia de la familia y, si nos equivocábamos en la respuesta y
confundíamos a un primo segundo con uno tercero, por poner un ejemplo, se volvía
impaciente y desagradable, sacaba su picaporte especial (Alice Higgs) y nos golpeaba
con él en la cabeza. Qué. Muchacho. Tan. Mentecato. Y dolía. Pero que mucho. Eran
tantas las cabezas jóvenes a las que había pegado, sacudido y aporreado con su
picaporte que había impregnado de mala fama todos los picaportes, y éramos muchos
los que nos mostrábamos cautelosos a la hora de accionar tales objetos, por los malos
recuerdos que nos traía aquella simple acción. A nadie sorprendió, por tanto, que aquel
día las sospechas recayeran en especial sobre los chicos en edad escolar. Entre nosotros
había muchos que no lamentarían que el picaporte jamás fuese recuperado, y a muchos
nos aterraba lo que pudiera ocurrir en caso de que apareciese. Pero sin duda todos
sentimos una cierta compasión hacia Rosamud y su pérdida, sabiendo como sabíamos
que no era la primera vez que la Tía Rosamud perdía algo importante.
Rosamud tendría que haberse casado con un hombre al que nunca conocí, una
especie de primo llamado Milcrumb, pero una gran tormenta lo sorprendió más allá de
los muros de la mansión y se ahogó en los cúmulos que rodean nuestro hogar. Nunca
encontraron su cuerpo, ni siquiera su maceta personal. Y por eso, la Tía Rosamud,
atribulada por la ausencia de Milcrumb, se dedicaba a dar tumbos por sus aposentos de
soltera, atizando a todos con su picaporte. Hasta que una mañana el picaporte, como le
había sucedido con Milcrumb, desapareció sin dejar rastro.
Aquella mañana, Rosamud estaba sentada en una silla de respaldo alto,
completamente abatida y sin nada en su haber que dijera «Alice Higgs», como si de
repente la hubieran silenciado. Me dio la impresión de que se había convertido en algo
incompleto. Estaba rodeada de cojines mullidos y de diversos tíos y tías que
revoloteaban por allí. Rosamud permanecía callada, algo muy raro en ella, con la
mirada perdida, pesarosa. Los demás, en cambio, armaban un buen escándalo.
—Vamos, Muddy, querida, seguro que lo encontramos.
—Anímate, Rosamud, no es algo tan pequeño, aparecerá enseguida.
—Por fuerza ha de hacerlo.
—En menos de una hora, estoy seguro.
—Mirad, aquí está Clod, viene a poner la oreja.
Esta última información no pareció alegrarla demasiado. Alzó la cabeza y me
contempló un breve instante, con inquietud y tal vez una leve esperanza.
—Venga, Clod —dijo el Tío Aliver—, ¿quieres que esperemos fuera mientras
escuchas?
—No te preocupes, Tío —repuse—. No hace falta. Por favor, no tenéis que iros.
—Esto no me gusta un pelo —dijo el Tío Timfy, el tío más veterano de la casa, el tío
cuyo objeto de nacimiento era un silbato que decía «Albert Powling», que soplaba con
frecuencia cuando consideraba que algo no estaba bien. Tío Timfy el fisgón, Tío Timfy
el de los labios rollizos, el que nunca superó la altura de un niño, Tío Timfy el espía de
la casa, el que se dedicaba a merodear por ahí en busca de desorden—. Menuda pérdida
de tiempo —protestó—. Hay que inspeccionar de inmediato toda la casa.
—Por favor, Timfy —dijo Aliver—. Mal no hará. Acuérdate de cómo apareció el
alfiler de Pitter.
—Pura chiripa, eso es lo que fue. No tengo tiempo para fantasías y mentiras.
—A ver, Clod, por favor, ¿oyes el picaporte de tu tía?
Escuché con mucha atención paseándome por sus habitaciones.
«James Henry Hayward.»
«Percy Hotchkiss.»
«Albert Powling.»
«Annabel Carrew.»
—¿Está aquí, Clod? —preguntó Aliver.
—Oigo con claridad a tu fórceps, Tío, y sobre todo al silbato del Tío Timfy. Oigo
bastante bien a la bandeja de té de la Tía Polumar. Pero no consigo oír al picaporte de la
Tía Rosamud.
—¿Estás seguro, Clod?
—Sí, Tío, aquí no hay nada con el nombre de Alice Higgs.
—¿Completamente seguro?
—Completamente, Tío.
—¡Pamplinas! —exclamó el Tío Timfy—. Llévate a este mocoso enfermizo de aquí.
No eres bienvenido, niño, ¡vete ahora mismo al cuarto de estudio!
—¿Tío? —pregunté.
—Sí, Clod —dijo Aliver—, puedes irte, gracias por intentarlo. No te fatigues, ve con
cuidado. Debemos registrar de manera oficial la fecha y la hora de la pérdida: el 9 de
noviembre de 1875 a las 09:50 horas.
—¿Queréis que escuche por el resto de la casa? —pregunté.
—¡No permitiré que meta sus narices en ningún otro sitio! —chilló Timfy.
—No, gracias, Clod —dijo Aliver—. Ya nos encargamos nosotros.
—¡Los sirvientes serán registrados! —oí decir a Timfy mientras me retiraba—.
¡Rebuscaremos en todos los armarios! ¡Todo, absolutamente todo, será vaciado!
¡Revolveremos hasta el último rincón y revisaremos cualquier cosa, por pequeña que
sea!
2
UNA GORRITA DE CUERO
Comienza la historia de la huérfana
Lucy Pennant, tutelada por la parroquia
de Forlichingham, Londres
engo una buena mata de pelo pelirrojo, la cara redonda y una nariz respingona.
Mis ojos son verdes y con puntitos, aunque no son lo único que tengo salpicado de
manchas. Todo mi cuerpo está punteado. Tengo pecas y puntos y lunares y uno o
dos callos en los pies. Mis dientes no son del todo blancos. Uno está torcido. Estoy
siendo sincera. Contaré todo tal como ocurrió y no diré mentiras ni faltaré a la verdad
en ningún momento. Lo haré lo mejor que pueda. Tengo un agujero de la nariz más
grande que el otro. Me muerdo las uñas. A veces me pican los bichos y entonces me
rasco. Me llamo Lucy Pennant. Esta es mi historia.
Ya no recuerdo muy bien la primera parte de mi vida. Sé que mis padres eran
severos, pero también amables a su manera. Creo que fui bastante feliz. Mi padre era
conserje de una finca en el límite entre Filching y Lambeth, a las afueras de Londres, en
una pensión donde vivían muchas familias. Nosotros éramos del lado de Filching, pero
a veces entrábamos en Lambeth y desde allí caminábamos hasta el centro de Londres
por Old Kent Road observando el tráfico del Regent’s Canal. Pero a veces los de
Lambeth nos esperaban en el límite de Filching y nos vapuleaban y nos decían que no
volviéramos, que nos quedáramos en Filching, que era nuestro sitio, y nos amenazaban
con que si alguna vez nos cazaban fuera de Filching sin permiso, tendríamos
problemas.
Dicen que, hace mucho tiempo, Filching era un lugar agradable, antes de que
llegaran los cúmulos. Antiguamente se lo conocía como Forlichingham, pero ningún
lugareño lo llamaba así si quería que lo tomaran en serio. Con decir Filching bastaba.
Allí todos hemos crecido rodeados de montones de desechos: desechos encima,
desechos debajo, desechos por todas partes; y de un modo u otro debemos estar a su
servicio durante toda nuestra vida, bien como parte del gran ejército que deposita los
cúmulos, o bien entre las tribus que los clasifican. De un modo u otro, en Filching todos
estamos al servicio de los cúmulos. Mi madre trabajaba en la lavandería de la pensión
T
lavando la ropa de los operarios de los cúmulos, frotando la goma y el cuero. Un día,
me decía a mí misma, un día vendrán a tomarte las medidas para el traje de cuero y
todo habrá terminado, y a partir de ese momento será inútil esperar otra cosa, no
después de que te hayan tomado las medidas para el traje, o de que te hayan «casado»
con el traje. Así es como lo llamaban, «casarse», porque a partir de entonces debías
dedicar toda tu vida a los cúmulos. Una vez casada, no habría nada más. Y era un error
esperar otra cosa.
Me gustaba pasear por el edificio en el que vivíamos, observar a toda esa gente,
todas esas vidas. A veces ayudaba a limpiar las distintas viviendas y, si veía algo
especialmente brillante o que cupiera fácilmente en un bolsillo, era incapaz de
prescindir de ello. Robaba un poco. Me acuerdo. A veces algo de comida, otras veces un
dedal, y en una ocasión fue un reloj de bolsillo al que más tarde, presa de la emoción, di
demasiada cuerda. Cuando lo encontré tenía la esfera rota, aunque padre lo negara. Si
alguna vez me pillaban, padre se quitaba el cinturón; pero no me pillaban tan a
menudo. Aprendí a esconderme esos pequeños botines en el pelo, los ocultaba entre mis
gruesos mechones, debajo de mi humilde gorro, para que padre no los encontrara.
Nunca se le ocurrió mirar en aquel nido rojizo.
En el edificio había otros niños. Jugábamos juntos, íbamos a la escuela en Filching y
casi todo lo que aprendíamos era sobre el Imperio y Victoria y sobre cuánta parte del
mundo era nuestra, pero también nos daban lecciones de la historia de Filching y sobre
los cúmulos y sus peligros y su magnificencia. Nos contaban la vieja historia de
Actoyviam Iremonger, el encargado de los cúmulos de Londres, de toda la basura de
Londres que se trasladaba a nuestro distrito desde hacía más de cien años, cuando los
cúmulos eran más pequeños y manejables, y de cómo una vez bebió demasiado y se
pasó tres días durmiendo la mona, por lo que nunca dio la orden a los cribadores de
cúmulos de que se pusieran a cribar, lo que provocó que los cúmulos se hicieran cada
vez más grandes y comenzaran a acumularse todos aquellos desperdicios, toda la
porquería de los londinenses; de modo que el trabajo se volvió cada vez más ingente, y
desde ese momento los cúmulos siempre nos han llevado ventaja. El Gran Cúmulo se
adelantó y se convirtió en la asquerosidad que es hoy en día. Y todo por culpa de
Actoyviam y de la ginebra y de la combinación de ambos. Yo no me creía ni una sola
palabra, es más, me parecía que solo nos lo contaban para que trabajáramos más duro.
La moraleja de la historia era: no seáis holgazanes u os ahogaréis entre los cúmulos.
Nunca quise casarme con mi traje, prefería quedarme en el edificio con mis padres y
trabajar allí, y si me esforzaba lo bastante no había ningún motivo, por lo menos no en
aquel momento, para que no fuese así.
No era una mala vida, dicho sea de paso. En una de las habitaciones del piso más
alto había un hombre que no salía jamás, pero al que oíamos siempre dando vueltas. A
veces mis amigos y yo mirábamos por la cerradura, pero nunca lo vimos del todo bien.
Nos daba tanto miedo, que salíamos corriendo escaleras abajo, entre carcajadas y
chillidos. Entonces apareció la enfermedad.
Al principio se manifestó en las cosas, en los objetos. Dejaron de ser como siempre
habían sido. Lo que era sólido se volvía resbaladizo, lo que era brillante se volvía
peludo. A veces mirábamos alrededor y los objetos no estaban donde los habíamos
dejado. Al principio nos lo tomábamos un poco a risa, nadie terminaba de creérselo.
Pero pronto escapó a nuestro control. No lográbamos que las cosas hicieran lo que
queríamos, algo les ocurría, no hacían más que romperse. Algunas de ellas (no sé cómo
explicarlo de otro modo) parecían tan enfermas que tiritaban y sudaban, y les brotaban
llagas, granos o terribles manchas marrones. En algunos casos se llegaba a percibir su
sufrimiento. No lo recuerdo bien. Solo sé que poco después las personas también
empezaron a enfermar, dejaban de trabajar, no podían abrir la mandíbula, o bien no
podían cerrarla, o la piel se les llenaba de grietas, o de repente se derrumbaban y se
quedaban en el cúmulo sin hacer nada. Sí, exacto. La gente empezó a detenerse, incluso
mientras caminaba por la calle. Se paraban, sin más, y no retomaban la marcha. Y un
día, a la vuelta del colegio, me encontré a unos hombres esperándome en la puerta de
nuestro sótano, con hojas de laurel trenzadas bordadas en oro en el cuello de la
chaqueta, distintas a las hojas de laurel de color verde que llevaba la mayoría de la
gente en el uniforme diario. Estos sujetos llevaban guantes y bombas de pulverización,
y los que entraron a nuestro hogar se colocaron unas máscaras de cuero con dos
ventanillas redondas en el lugar de los ojos que les daban cierto aspecto de monstruos.
Me dijeron que no podía entrar. Logré abrirme paso a base de patadas, alaridos y
empujones, y entonces vi a madre y padre, perfectamente apoyados en la pared, como
si fueran piezas del mobiliario, sin un solo rastro de vida en sus rostros; y las orejas de
padre, siempre demasiado grandes, ahora parecían las asas de una jarra. Solo los vi un
segundo, tan solo uno, porque otros hombres me gritaron que no los tocara, que bajo
ningún concepto debía tocar nada, y me sacaron a rastras. No llegué a tocar nada.
Aquella imagen. Padre y madre. No me dejaron quedarme. Me agarraron. No
opuse resistencia. Y me sacaron de allí. No dejaban de preguntarme si los había tocado.
Y yo les dije que no había tocado ni a madre ni a padre.
Me metieron en una habitación y me encerraron sola durante un tiempo. La puerta
tenía una ventanilla y de tanto en tanto aparecía alguien para comprobar si yo también
caía enferma. Cada cierto tiempo aparecía algo de comida. Por mucho que aporreara la
puerta, nadie venía en mi auxilio. Al cabo de un tiempo entraron unas enfermeras con
grandes cofias blancas y me examinaron. Me golpearon en la cabeza con los nudillos y
me auscultaron el pecho para ver si me estaba quedando hueca. No sé decir cuánto
tiempo me hicieron esperar en aquella habitación, pero al final abrieron la puerta y los
hombres con hojas de laurel doradas me miraron de arriba abajo y se miraron los unos a
los otros mientras afirmaban: «Esta no. Por alguna razón, esta no».
La enfermedad se llevó a muchas personas. Y a otras no. Yo fui una de las
afortunadas. Por decirlo de algún modo. Depende de por dónde se mire. No era la
primera vez que ocurría algo así. La Fiebre de los Cúmulos, como la llamaban, iba y
venía; pero aquel fue el primer brote desde mi nacimiento.
A todos los niños que nos habíamos quedado huérfanos a causa de la enfermedad
nos llevaban al mismo lugar. Estaba cerca del muro de los cúmulos que, según decían,
se había construido justo después de la época de Actoyviam y, a veces, cuando se
desataba una fuerte tormenta en los cúmulos, algún objeto salía volando y se
precipitaba sobre el tejado. Era un lugar de llantos y gritos, lleno de cuartuchos sucios
donde abundaban el miedo y los pucheros. Todos los que estábamos allí sabíamos con
certeza que nos casaríamos con los cúmulos una vez alcanzáramos la edad estipulada;
allí no había forma de escapar de los cúmulos. Por la noche los oíamos revolverse,
estremecerse y gimotear, y sabíamos que muy pronto tendríamos que salir afuera, a las
mismísimas entrañas. Nos enfundaron unos trajes negros muy gastados y unas gorritas
de cuero puntiagudas, el uniforme del orfanato. La pequeña gorra de cuero indicaba
que pertenecíamos a los cúmulos, que pronto estaríamos fuera con ellos. Antes de la
enfermedad, a menudo veía a los huérfanos cruzando Filching con sus gorritas de
cuero. No se nos permitía hablar con ellos, siempre guardaban silencio, y siempre los
flanqueaban adultos de aspecto taciturno. A veces, alguno de nosotros les silbaba, o los
llamaba, pero nunca respondían; y ahora ahí estaba yo, con mi propia gorrita de cuero,
marcada.
En el orfanato había otra niña pelirroja. Era una niña cruel y estúpida. Una bruja
convencida de que allí solo había sitio para una chica de pelo rojo. No parábamos de
pelearnos, pero por más que le pegara nunca parecía tener suficiente. Sabía que a la más
mínima oportunidad ella volvería a la carga, solo por fastidiar. Estaba realmente
obcecada.
Y ya está.
Supongo que eso es todo. Creo que sí. Me cuesta recordar, cada vez es más difícil.
Una vez dentro, no había forma de salir del orfanato, y los pedacitos de nuestra vida se
alejaban cada vez más, y cuanto más se alejaban, menos seguros podíamos estar de
ellos. Pero supongo que ya lo he dicho todo. Eso creo.
Ya no me acuerdo de cómo eran mi madre y mi padre.
¿Y qué más?
La última cosa importante.
Un hombre vino al orfanato expresamente para verme. Se presentó como Cusper
Iremonger.
—¿Un Iremonger? —pregunté—. ¿Uno de verdad?
—Sí —respondió—, uno de ellos.
En el cuello lucía una hoja de laurel dorada. Ese es su símbolo (probablemente
debería explicarlo), es el símbolo de los Iremonger, la hoja de laurel que los representa,
porque entre otras cosas son unos poderosos recaudadores.* El tal Cusper dijo algo
sobre la familia de mi madre, sobre cómo su familia estuvo emparentada con los
Iremonger hacía mucho tiempo.
—De acuerdo —dije—. Entonces, ¿qué soy? ¿Una heredera?
Él me dijo que no, pero que, si me interesaba, me darían trabajo en una gran
mansión. Y con eso se refería a la gran mansión.
Sabía quiénes eran los Iremonger, obviamente, como todos; todos en Filching lo
sabían y sospecho que lo mismo ocurría en el resto de los lugares más allá de Filching.
Eran propietarios de casi todo. Eran los dueños del Gran Cúmulo. Se dedicaban a
recaudar, siempre lo habían hecho, y se decía que eran los beneficiarios de todas las
deudas de Londres y que las reclamaban cuando les parecía oportuno. Eran muy ricos.
Gente extraña, fría. Nunca te fíes de un Iremonger, eso es lo que siempre decíamos en
Filching. Lo decíamos entre nosotros, sin que ellos se enteraran. Nuestros puestos de
trabajo estaban en juego. Eso por descontado. Había oído historias sobre su remota casa
en los cúmulos, pero nunca la había visto. No era más que un manchurrón a lo lejos.
Pero ahora podría hacerlo. Me habían ofrecido un empleo. Era mi oportunidad para
alejarme del trabajo en los cúmulos, para dejar atrás la gorrita de cuero, la única
alternativa que tenía al alcance.
—Me gustaría mucho —dije—. Se lo agradezco. Es una suerte. Y dígame: ¿no
tendré que casarme? —pregunté.
—No —repuso—, no con los cúmulos.
—Trato hecho.
—Pues andando.
Nos alejamos del orfanato en un carro destartalado de un solo caballo. El jamelgo
estaba escuálido y tembloroso y la vieja carreta se caía a pedazos. Recorrimos las vías de
clasificación, hacía sol, eso sí lo recuerdo, y los cúmulos estaban tan callados que apenas
se les oía, el cielo estaba azul y había una tenue neblina. Eso es: el cielo estaba azul y yo
sonreía a medida que nos dirigíamos por un camino de baches hacia la Casa de Laurel,
a la mismísima Casa de Laurel.
—¿Qué? ¿Aquí? —pregunté.
—Justo aquí —dijo.
—¿Voy a entrar?
—Así es. Por el momento.
—¡Menudo sitio!
Mis amigos y yo siempre hablábamos de entrar en la Casa de Laurel, pero ninguno
de nosotros lo había hecho. Nunca nos habíamos acercado ni a cien kilómetros de
distancia, nos habrían echado de malas maneras si lo hubiéramos intentado. Solo la
familia tenía permitido el acceso. Para todos los demás: «Prohibido el paso». Y ahí
estaba yo, montada en la carreta, como un miembro más de la familia. ¡Yo, una
Iremonger! Las puertas se cerraron tras de mí y el tal Cusper me instó a darme prisa. Y
entonces entramos, y estaba lleno de despachos y escritorios y gente con papeles y
ruidos y pipas extrañas por todas partes y sonidos metálicos y golpes distantes. Y la
gente iba toda emperifollada con cuellos y corbatas amarillentos.
—¿Me puede enseñar la casa? —pregunté.
—No seas impertinente —dijo—. No toques nada. Ven conmigo.
Así que lo seguí por un pasillo repleto de hombres atareados a derecha e izquierda.
Hasta que nos detuvimos en una puerta donde ponía A FORLICHINGHAM PARK. La
siguiente puerta decía DESDE FORLICHINGHAM PARK. Cusper tocó una campana que
colgaba del marco de la puerta, se oyó un crujido y entonces se abrió la puerta que decía
A, no la que decía DESDE, y entramos en una estancia del tamaño de un armario. Me
sugirió que me aferrara a la barandilla. Lo hice, el hombre tiró de una cuerda que
colgaba del techo, oí el sonido de una campana en alguna parte y la habitación-armario
empezó a moverse. Proferí un grito, el mundo pareció sacudirse y comenzamos a bajar,
bajar, bajar; sentía que el corazón se me iba a salir por la boca, convencida de que nos
mataríamos, de que nos precipitábamos hacia una muerte segura. De repente hubo un
destello de luz, el tal Cusper había encendido una pequeña lámpara de aceite, ni
siquiera se agarraba a nada, pero me sonrió y me dijo que no me preocupara. La
habitación-armario frenó con un golpe seco y detuvo su caída.
—¿Dónde estamos? —pregunté.
—Abajo —dijo—, muy abajo. Hay que bajar completamente para llegar adonde tú
vas.
Estábamos en una estación. Había unas vías de tren. En la pared había letreros que
rezaban: BIENVENIDOS A LA ESTACIÓN DE LA CASA DE LAUREL, y una flecha que señalaba hacia
una dirección en la que ponía: AL GRAN LONDRES, y otra en la que ponía: A IREMONGER
PARK. El tren ya estaba allí, con la caldera a punto, envuelto en vapor, y Cusper me
condujo a toda prisa a lo largo de la plataforma, entre señores de traje oscuro y chistera
que no miraban a ninguna parte en concreto. En el extremo del tren había un vagón de
mercancías con cestas llenas de cosas y arcas de suministros. Cusper Iremonger me
empujó dentro. Estaba sola allí, con la única compañía de las cosas.
—Siéntate en una cesta, alguien irá a recogerte cuando el tren llegue. Pórtate bien.
Y entonces deslizó la puerta para cerrarla y poco después me di cuenta de que la
había cerrado a cal y canto. Me quedé media hora allí sentada hasta que a través de la
ventana de malla metálica (no había cristal) vi a un anciano muy alto todo engalanado
con un sombrero de copa y un abrigo largo y negro con cuello de piel, dirigiéndose al
tren, y a otras personas más bajitas apresurándose y haciendo reverencias tras él; qué
grande era aquel anciano, qué aspecto tan sombrío y decidido tenía mientras subía a
bordo. Creo que el tren debía de estar esperándolo, porque enseguida un hombre con
gorra apareció corriendo por la plataforma, agitando una bandera, soplando un silbato
y en aquel instante emprendimos la marcha. Miré por la malla, pero no veía nada a
excepción de oscuridad, más oscuridad, y oscuridad total. Los olores y las nieblas se
filtraban en el vagón de mercancías, que no estaba sellado, y a medida que el tren
aceleraba me empapé de arriba abajo con el vapor que se colaba por la ventana de
malla, y que olía fatal. Al fin el tren aminoró la marcha y se detuvo con un silbido
chirriante que me dejó sorda durante un buen rato, y miré afuera pero apenas se veía
nada, hasta que pasado un tiempo se abrió la puerta del vagón de mercancías y una
mujer, alta y delgada y con un vestido liso, me dijo: —Ven por aquí y date prisa.
Así fue como empezó todo. Ya había llegado.