Camilo
José Cela
El asesinato del perdedor
Título original: El asesinato del perdedor
Camilo
José Cela, 1994
Editor
digital: Titivillus
ePub
base r1.2
Fac
ita.
Un
miércoles de ceniza de hace ya muchos años, lo menos doscientos años, el
caballero Michael Percival el Agachadizo, se encaró con su propia silueta y
desenfundando el cuchillo de monte, el de rematar jabalíes, cortar cayados de
cerezo o sabina o haya y grabar corazones y flechas en la corteza de los
fresnos, le habló con cierta estudiada serenidad y a media voz.
—Con
este cuchillo puedo quitaros la vida con facilidad pero no voy a hacerlo, sólo
quiero advertíroslo. Escuchadme con atención. No despreciéis jamás al enemigo,
procurad contagiarle alguna enfermedad humillante, tampoco es preciso, digamos
el sida o la lepra o la nostalgia, si os sintierais alemán podríais recurrir a
las paperas, basta con cualquier enfermedad vergonzosa, cualquier enfermedad
tediosa y secreta, quizá con ambos matices a la vez, y mostraos muy orgulloso y
compungido en el entierro, grandes alaridos, ya sabéis, llanto y sudor, también
baba y espuma y pus, granos de pus, esto es más difícil.
—Sí.
¿Puedo ir al lavabo?
—Sí,
pero ni tardéis ni os distraigáis por el camino.
Pamela
Pleshette, la del obispo de Restricted Beach, Florida, ya se aclarará todo a su
tiempo, ahora no hemos hecho más que empezar y estamos demasiado temblorosos,
con la cabeza recostada en el hombro del novio de Estefanía Yellowbilled, iba
diciendo por lo bajo mientras llovía terca e inclementemente.
—Todos
me vuelven la espalda y mi marido se tiró por el balcón porque prefirió la
muerte a la paciencia; sé bien que la justicia se ensañará conmigo cuando me
juzguen por la más mínima cosa, pero tampoco suma ni resta más dolor ni menos
desamparo el ver venir la desgracia. Este libro debe titularse tal como lo ha
decidido su confusa autora, Penúltima
esclusa o el amor imposible de Mateo
Ruecas, o bien Penúltima esclusa y
noticia del asesinato del perdedor Mateo Ruecas (al editor lo mueven otros
afanes), y que los dioses propicien que sobre tu propia sombra se descargue la ira
del error. Todos sabemos que este libro debiera haberse titulado Loisirs de Madame de Maintenon pero no
pudo ser, las razones las estudia don Blas Malo en su opúsculo Discurso sobre el cometa o phenómeno,
hoy difícil de encontrar. Hacia el final o poco antes se repetirá esta premisa
para solaz de los moribundos.
A
Tomás Cerulleda le llamaban de apodo el Cavilador porque se pasaba la vida
discurriendo, o sea cavilando. Tomás Cerulleda el Cavilador decía a su cohorte
de bebedores mudos.
—Es
muy peligroso que los jueces sean jóvenes e ilusos, un juez debe ser sereno,
viejo y escéptico ya que la justicia no tiene por misión arreglar el mundo sino
evitar que se deteriore más, con eso basta. Cuando un juez se siente
depositario de los valores morales de la sociedad, la justicia se resiente y
cruje. Si un juez piensa que la lujuria es más peligrosa que la ira, debe ser
cesado sin formación de causa. Don Cosme, el juez que encerró a Mateo Ruecas,
está poco maduro, es joven y tiene ilusión pero eso no basta y a veces sobra,
don Cosme piensa que el Espíritu Santo le ayudó a ganar las oposiciones a
cambio de su solemne compromiso de enderezar el torcido mundo y borrar de la
faz de la Tierra el vicio y los malos hábitos.
El
narrador vuelve al hilo de su discurso, Pamela Pleshette ya había terminado.
Llegó
tarde, no sé quién, nadie sabe quién ni qué, pero llegó tarde, la vida, la
muerte, la ira de Dios, la venenosa benevolencia del diablo, la fortuna, la
verdad es que llegaba tarde casi siempre, a lo mejor era un hombre confuso, un
teorema confuso, un verdugo con gesto de estar aburrido, no espantosamente
aburrido, irremisiblemente aburrido, sino algo aburrido, quizá casi nada.
—¿Quieres
morirte?
—No;
todavía no.
—¿Cuándo
vas a querer morirte?
—No
lo sé, siempre tengo demasiadas dudas. Por ahora, no; pudiera ser que a fines
de octubre, cuando los perros amarillean y el estreñimiento tupe a las gordas y
las atora cruelmente, he ahí el argumento del sainete, perdonadme los últimos
involuntarios aciertos. Hacia fines de octubre es buen tiempo para morir; los
alquileres de los nichos suben pero eso es algo que a los muertos no nos
preocupa, que se preocupen los vivos, esos animales vanidosos y proyectistas a
los que un cáncer come por dentro sin que nadie precise fingirlo, hay quien se
deleita fingiendo el cáncer, es una forma de implorar la benevolencia, también
la compañía a veces irritante. No; por ahora no pienso morirme. Los vivos se
denuncian los unos a los otros para seguir viviendo, y juran en falso y mienten
para seguir viviendo. La muerte es una infamia, sí, animula vagula, blandula,
hospes comesque corporis, etc., pero la vida no es sino una inercia, un
doloroso experimento sin demasiadas variantes.
Antolín
no tenía novia pero tampoco la necesitaba, el vicio solitario es menos monótono
de lo que se piensa.
—¿Esa
idea es del Padre Mariana?
—No,
esta idea es de don Baltasar Cedillo, el que fue subsecretario de Obras
Públicas.
—¿El
amante de la pelirroja Lady Bodman?
—Sí.
Este
libro debiera haberse titulado La danza
de la muerte del último ángel o al menos El limbo de las manzanas venenosas, pero su autor no pudo resistir
las presiones recibidas para que no lo fuera de ninguna de las dos maneras. El
mochuelo rabón es pequeño y dice «quiiuu, quiiuu», varía poco. La mujer alta y
saludable se resigna, hace crucigramas y se acaricia el clítoris con una pata
de conejo.
—Lo
que le da gusto y le trae suerte.
—¿Cómo
lo sabe, tierno tonto descompasado por los más silenciosos rinconcillos?
—Lo
sabe todo el mundo. Y le ruego que no me considere tierno tonto descompasado
por los más silenciosos rinconcillos, no me obligue a suponerle infame. Eso de
tierno tonto descompasado (o con compás) no reza conmigo, lo que me sucede es
que soy un poco tartamudo y padezco frecuentemente hipo. Las mujeres me rifan
porque les doy gusto con los ataques de hipo. Pío XII fue muy famoso por
sus ataques de hipo, y también mosén Lorenzo Riber, de la Real Academia
Española. Yo hago gozar a las mujeres con mis ataques de hipo, las indias
chibchas son las más reacias pero las negras de la Martinica se vuelven locas,
también las escocesas, las holandesas y algunas noruegas de los fiordos de
Sogne y Hardanger.
El
otro se volvió hacia la pared pintada de color crema tostada y dijo,
—Eso
es lo que él se cree. Todos los contrabandistas son iguales: fatuos y
lujuriosos.
Y
otro que estaba haciendo flexiones en el montante de la puerta habló con su
vocecita quebrada.
—Todas
las familias del pueblo redimen una puta y la ponen a fregar las escaleras, en
esto son muy tradicionales y cuerdas y hacendosas.
—¿Las
putas?
—No,
las familias.
—¿Y
ninguna se subleva?
—¿Las
familias?
—No,
las putas.
—No,
ninguna. Hace años fue ahorcada en la plaza pública una puta portuguesa que
probó a sublevarse; el acto fue muy bonito aunque la lluvia lo deslució un
poco, aquí llueve con frecuencia innecesariamente y a destiempo, y las familias
levantaban a los niños en brazos para que aplaudiesen y tomaran ejemplo de
conductas.
—¡Muera
la puta!
—¡Muera,
sí! Pero estaos quietos: ya la apedrearéis cuando exhale el último suspiro.
—¿Y
antes, no?
—No;
antes, no. Antes hay que guardar compostura; es orden del señor juez, a quien
toca prender fuego al pubis de la muerta, el reglamento es el reglamento.
La
multitud clamaba (no rugía).
—¡Queremos
más putas en la horca! ¡Portuguesas, francesas o españolas, nos es lo mismo!
¡Aunque sean inglesas o alemanas! ¡Queremos que la horca se sacie de putas de
los siete colores y de los tres olores!
Pero
la autoridad predicaba circunspección y compostura.
—No,
por hoy ya está bien. ¡Mesura, ciudadanos, mesura! Las otras putas aún pueden
aguantar varios años los embates de los padres de familia barbudos y de los
hijos de familia barbilampiños y también maricones y tañedores de laúd o fagot
y clavicémbalo u ocarina, según las circunstancias. No estamos en tiempos de
despilfarro y la nación debe aprender a administrarse, a administrar la
miseria, a administrar la sequía, a administrar los incendios, a administrar la
bazofia y la podredumbre, los maricones son muy duchos en mandar a los sobrinos
al suicidio y hacer quebrar editoriales. Ya no quedan tierras vírgenes para
brindarnos cosechas aparatosas y próvidas como mujeres semitas. Ahora todo se ha
puesto incómodo. Estoy tan aburrido como el que más aunque no llegue tarde,
pero sé que debemos ser cicateros y no ahorcar todavía a las putas que puedan
sernos de utilidad. Tened paciencia. Perdonadme que me vea obligado a dictar
órdenes antipopulares y rogad a Dios por mí.
El
crisantemo blanco es la flor insignia de las putas muertas, no es costumbre
perder la virginidad en los prostíbulos pero también se dan casos. En la pared
se pintaba una mancha de humedad en forma de puta ahorcada.
—Eso
trae buena suerte.
—No;
eso es puramente casual, lo mejor sería secarla con una plancha de carbón.
—¿Pongo
papel secante, papel de barba, papel de estraza, papel de cartucho de
ferretería, de cartucho de puntas de París?
—No,
no es preciso; a lo mejor se seca sólo con la plancha y soplando un poco.
—No
creo, parece profunda.
El
médico dio un portazo que no iba contra nadie porque la habitación estaba
vacía.
—¿Se
han llevado al muerto?
Nadie
contestó y el médico levantó un poco la voz, no mucho.
—Digo
que si se han llevado al muerto.
Y
el muerto, con un hilo de voz, le dijo,
—No;
estoy aquí todavía, quizá no me vaya hasta el lunes porque los funerarios se
fueron a bañar al río y a tomar el sol en la entrepierna.
—¡Ah,
bueno! La verdad es que tampoco tengo demasiada prisa, el departamento es
espacioso, el papel de las paredes es algo cursi pero el departamento es
espacioso. ¿Quedan cocacolas en la nevera?
El
muerto bajó la voz un poco más.
—Yo
no contesto necedades: mira tú, si quieres, que yo no puedo moverme. Yo casi no
puedo ni hablar.
Cuando
un hombre llega tarde y una mujer le reconviene y blasfema es señal de que algo
no marcha en el cuarto de baño. Nicolás desvirgó a su novia con un dedo al
salir de la catequesis, fue en el portal de las señoritas de Ródenas. La
cultura no debe hacerse popular, pero la ópera italiana es un fenómeno marginal
a la cultura.
—¿Quieres
comer?
—No
quiero comer.
—¿Quieres
beber?
—No
quiero beber.
—¿Quieres
morirte?
—No;
ya te lo dije. Quiero que te mueras tú, estaría dispuesto a aplaudirte, a
escupirte y a cerrarte los ojos. La muerte es lo único que no muere jamás, que
no cesa.
Un
caballo alazán cubría a una yegua torda, un escarabajo de oro montaba
parsimoniosamente a su hembra también de oro refulgente y un misionero barbudo
fornicaba con una estilizadísima galga afgana componiendo una muy armoniosa
figura.
—Nunca
me han interesado los animales de digestión lenta. Decía Goethe que el hombre,
mientras aspira a algo, se mueve en el error; los animales herbívoros son de
digestión lenta y yo prefiero la ruina a la condescendencia.
—¿Usted
sabe bien lo que dice?
—No;
ni yo ni nadie, pero el mundo rueda y usted, a veces, lo repite, me lo dijo su
cuñada, esa cerda vomitadora sobre sus hijos indefensos, más le valiera no
claudicar como una serpiente bajo los granados florecidos. ¿Quiere que juguemos
a la brisca?
—No.
—¿Quiere
que hagamos las cochinadas?
—No.
—¿Quiere
que nos vayamos a confesar a la colegiata?
—No.
El
que hacía flexiones se cayó y se rompió una pierna.
—¿Le
duele?
—Sí,
mucho. Me duele un horror.
La
abubilla, con su cresta eréctil y su languidez, vuela como una mariposa y dice
«pupuput», se le oye desde muy lejos.
A
Leoncio se le murió la novia ahogada en el río Cabriel durante una excursión
con el colegio. El dueño del café El Tigre de Cobre le negó un helado de
frambuesa al sacristán del Perpetuo Socorro.
—¡Largo
de aquí, sátiro de mierda, saltatumbas! En este establecimiento está reservado
el derecho de admisión y a usted no me da la gana de servirle un helado de
frambuesa, lo más que le doy es un refresco de zarzaparrilla.
—Bueno,
le perdono que me insulte, sus ofensas me resbalan, pero el caso es que yo no
quiero ni tampoco necesito un atroz refresco de zarzaparrilla.
—Pues
entonces se va a la calle, eso es cosa suya. En el establecimiento no se puede
estar sin consumir constantemente, tampoco se permite beber con excesiva
lentitud.
—Adiós.
—Adiós.
La
pierna del de las flexiones estaba partida por tres sitios.
—¿Le
duele?
—Sí,
ya le digo. Me duele un horror.
—Tenga
un poco de paciencia, los practicantes se fueron a bañar al río y a tomar el
sol en la entrepierna.
—¿También
ellos?
—Sí.
En
el solar de la esquina hay un esqueleto de caballo, el sol y la luna llevan ya
muchos meses sacándole brillo.
—¿Quiere
entablillarme la pierna con dos huesos de caballo?
—No.
—¿Aunque
se lo pida por caridad?
—Aunque
me lo pida por caridad.
—¿Aunque
se lo pida por amor de Dios?
—Aunque
me lo pida por amor de Dios.
—¿Por
qué se niega siempre a todo?
—No
lo sé, quizá por costumbre.
Este
libro debiera haberse titulado Monótonos
amores con una mujer etíope, pero no pudo ser; hubiera sido una gran
torpeza política. No debe recibirse al vencedor con arcos de triunfo porque se
reblandece y poco a poco se va convirtiendo en un parásito administrativo. El
vencedor está siempre al borde de la ternura y al final acaba siendo ovacionado
por los enemigos naturales del hombre, a saber: la mujer, el sacerdote y el
jubilado de levita y braguero. No convivas con traidores ni con procesalistas
porque acabarán haciéndote jurar alguna bandera, cualquier bandera, quizá tres
banderas diferentes, la holandesa, la rusa y la española, como a Juan Van Halen,
el oficial aventurero, aprende de los animales del monte, la comadreja, el
lince, el lobo, que comen palomas torcaces y desprecian a los comerciantes al
por mayor y a los navegantes de altura, sólo admiten a los comerciantes al por
menor y a los navegantes de cabotaje, a los que no tienen por qué mirar a las
estrellas sino es por pura poesía. El triunfo es como una espiga enferma.
—Déjame
fingir que muero en un rincón, olvidado de todos, y reconfórtate soñando
exequias artificiales en las que los cadáveres naufragan en agua de rosas y son
vitoreados por los niños de los orfelinatos, casi todos de color gualdo y un
poco cabezones, con sus humillantes mandilones con trabilla, su pelo al rape y
sus banderitas de papel.
—No
te dejo fingir la vida misma, prefiero que te mueras de verdad y gritando
necedades como los héroes de las barricadas.
—No
quiero ser amanerado y convencional héroe de barricada, son todos iguales.
—Es
la costumbre de la sociedad, observa que los recaudadores de contribuciones aprovechan
los días de fiesta para vestirse con pantalones vaqueros, tocarse con la
gorrilla del Che y hablar de mayo del 68.
—¿Piensas
organizar brigadas de castradores asépticos?
—No;
quizá no. Lo pensé un tiempo pero después lo fui olvidando poco a poco.
Prefiero sonreír con el agua al cuello, a ahogarme en la munificencia del
prójimo de la bronquitis. Hablemos del escalafón del oprobio.
—No
quiero.
Este
libro debiera haberse titulado Parsimoniosos
amores con un efebo somalí, pero no pudo ser; hubiera sido un gran acierto
político, sin embargo. Desde aquí saludo a las rameras del aceite y del muriato
de ajonjolí, todas parsimoniosas, y les agradezco su gesto condescendiente y
perdonador. La amapola pinta los campos de rojo hediondo.
—¿Por
qué no huyes en dirección contraria? Yo soy la salud y la vida, la elasticidad,
el placer y la elegancia, la salud es más hermosa que la vida, la vida no se
elige sino que se padece, la elasticidad quiebra antes de oxidarse, el placer
no puede compartirse con conocimiento, la elegancia suele agazaparse detrás del
ánimo, todavía estás a tiempo de huir. ¿Por qué no permites que te bese con mi
boca oficialmente hedionda? Huye al páramo y anégate en la soledad y la
sobriedad, es la venganza de los virtuosos derrotados. ¿Por qué prefieres la
muerte a la vida?
Trabajosamente
se perfila la silueta de un guardia robusto, ahora los guardias se disfrazan de
avestruces para mejor peer granadas de mano. Eusebio ni quería ni odiaba a
Marisol, su novia; estaba acostumbrado a ella.
—Te
pregunto, ¿por qué prefieres la muerte a la vida?
—Es
sólo un fingimiento.
Un
bando de codornices grises y minúsculas huye despavorido entre un aletear
sonoro, confuso y polvoriento.
—¡Qué
asco!
—¿Qué
más te da? Corren batiendo alas con vigor hacia la muerte, van ya algo
cansadas, pero llevan el corazón rebosante de alegría; parecen niñas jugando al
diábolo ante las tapias del hermético limbo, en estos instantes nadie prueba a
engañar a nadie.
—¿Quieres
que saludemos a los condenados a muerte?
—No;
no los agobies, déjalos dormir tranquilos, déjalos morir tranquilos.
Ahora
los guardias se disfrazan de bisontes y de búfalos para mejor servir sus
inclinaciones más pregonadas.
—Te
pregunto, ¿por qué prefieres la muerte a la vida?
—Te
respondo: no es verdad, es sólo un fingimiento.
—Anoche
te metiste con una gallina en la cama a hacer el amor.
—Sí;
no me recuerdes su gloriosa agonía.
—Confía
en mí: yo soy muy respetuoso y discreto. La gallina, en el momento de morir,
tuvo un acceso de fiebre.
—No
me extraña, las gallinas gozan mucho y con muy alborotador descaro. Y en el
momento de morir de amor no cacarean sino que dicen palabras, confusas
palabras, misteriosas palabras como las amantes novicias.
—¿No
te da vergüenza comer gallinas recién amadas?
—No,
¿por qué? No sólo no me da vergüenza sino que me causa un gran deleite, observa
que jamás lavo sus cadáveres. A la muerte se debe responder con la vida para
ahuyentarla.
—¿Por
qué prefieres la muerte a la vida?
—Es
al revés. Parece mentira, pero no lo entiendes.
—¿Por
qué prefieres la muerte a la vida?
—Es
sólo un fingimiento, un disimulo, un válido arbitrio. Yo prefiero la muerte a
la vida pero busco decir lo contrario, se conoce que es una servidumbre quizá
automática, casi automática.
Nadie
llega jamás tarde a ningún lado y todos cultivan un gesto malévolamente
aburrido, venenosamente hastiado.
—¿Por
qué no estudias la teoría de las sumisiones?
—No,
¿para qué? Las situaciones están mejor temblorosas y sin arreglo y la sumisión
destierra a la dignidad. Amas a una mujer, amas a una cabra, amas a una
gallina, ¿qué importa? Las tres son animales eróticos, una se muere pero las
otras dos viven y las tres gozan sin gratitud. No agradezcas a nadie el bien
que brindas y, por el camino contrario, apoya la gratitud en la esperanza.
Nadie es nunca lo bastante rico en amor y en mansedumbre. No quisiera salir
huyendo porque se descompone la figura, es preferible la noche para huir.
—El
acto del amor también descompone la figura.
—Sí,
pero recuerda que es preferible la noche para amar, no lo olvides nunca.
Pienso, en cambio, que se debe morir de día y con los zapatos puestos, bien
lustrosos y con las suelas nuevas, jamás en zapatillas.
—¡Qué
ordinario y basto resulta morir vestido sin demasiado aseo ni dignidad!
—Sí,
¡más vale ni pensarlo siquiera! Morir en zapatillas de orillo es una
claudicación que sólo puede permitirse la gente muy de abajo.
—La
muerte también es una claudicación.
—Sí,
pero menos ridícula y humillante.
Este
libro debiera haberse titulado La taza de
porcelana y el nenúfar con un tatuaje en la garganta, pero no pudo ser;
hubiera sido una concesión al sentimiento. El hijo de mi amigo Lucas se ahorcó
porque le faltó el ánimo; se llamaba Mateo Ruecas y era un buen muchacho, puede
que un poco tímido, algo corto, esto no se sabe nunca y a veces salta la
sorpresa. Mateo Ruecas tenía cinco amigos verdaderos, todos lloraron su muerte
y juraron vengarlo: Antolín Jaraicejo Méndez, alto y pelirrojo; Nicolás
Mengabril Artieda, que aprendió a tocar la corneta en África; Leoncio Alange
Garganchón, que jugaba al billar mejor que nadie; Eusebio Corchuela Redondo,
que no pronunciaba bien las erres, y Fidel Barbaño Matueca, gran bailarín.
—¿No
era éste quien padecía de blenorragia crónica?
—Blenorragia,
sí, pero crónica, no. Tanto Mateo Ruecas como sus cinco amigos eran mozos de la
quinta del 82, que según es sabido produjo reclutas muy fuertes y saludables.
El
novio de Estefanía Yellowbilled le dijo a Pamela Pleshette, la del obispo de
Restricted Beach, Florida.
—Anda,
ponte las bragas que por hoy hemos terminado. Prepárame la merienda y recuerda
que mi religión no me prohíbe alimentarme de gorriones fritos y tapioca, mi
religión tan sólo me prohíbe el pan.
Los
políticos entonan la loa de la holganza y priman la enfermedad y la debilidad
para sumar votos al despropósito; poco importa que los países se hundan en una
marea nauseabunda si se salvan las metas, el subsidio de enfermedad, el
subsidio de paro, el subsidio de vejez, el subsidio, mientras los jóvenes sin
trabajo fuman yerba y sueñan con trabajar un día, tan sólo un día, tampoco es
saludable la voracidad, para poder acogerse al subsidio, siempre hay algún
subsidio y algún asco fundamental. Las autoridades se reúnen a tomar café
descafeinado con leche descremada y sacarina en el bar de camareras chinas y
obedientes mientras los mendigos untan de mierda de pavo los cristales.
—¡Que
llamen a los avestruces, a los bisontes y a los búfalos! ¡Hay que acabar con
este espectáculo incivil!
—¡Calma,
calma! No desates jamás la ira de nadie, déjala que vaya languideciendo poco a
poco y sin mayores sobresaltos ni vaivenes.
—¿Como
el amor?
—Eso,
como el amor. O no: más bien como el placer. Cambia los amores y los odios pero
no los placeres ni las iras. El corazón del hombre se alimenta de muy raras
nociones y pace en muy acotados dominios.
—Eres
suavísima y arbitraria y desearía para ti las zurras de la santidad.
Los
bienaventurados se refocilan en un magma de engrudo teñido con colorantes
nocivos para la salud. Sus actos vergonzosos acontecen en las más ruines y
míseras chabolas del suburbio, mientras las madres se mueren de hambre, los
niños se mueren de sed y todos maldicen y se mueren. Este libro debiera haberse
titulado La copa de finísimo cristal y el
gladiolo con un tatuaje en cada nalga, pero no pudo ser; hubiera sido una
concesión al favor. A Fidel le duraban poco las novias porque le gustaba
variar. Los moralistas felicitan sin gesticular a los bienaventurados y los
animan a perseverar en la senda de la bienaventuranza. Bienaventurados los
ciegos porque ellos verán el tenue tatuaje del alma de Dios, mitad nenúfar y
mitad gladiolo. Bienaventurados los sordos porque ellos oirán las tiernas
endechas que emanan de la silueta del alma de Dios, mitad veneno y mitad
laguna. Bienaventurados los paralíticos porque ellos, sentados en su sillón de
ruedas, verán cómo jadean y se descorazonan los atletas que corren en pos de
Dios inalcanzable. Le juro que no puedo saber lo que pienso hasta que no lo veo
escrito.
—Eres
dulce y maniática como una hiena jovencita y en la cocina de casa de tus padres
hierve un aromático puchero de fetos sazonados con las más raras y difíciles
especias del Malabar. ¿Me das un vaso de vino?
—Sí.
¿Tinto?
—Sí.
El
bandolero, después de beberse el vaso de vino, cegó a la condesa quemándole los
ojos con un cigarro habano ardiendo.
—¿Así?
—Sí,
así. ¿Por qué me querrás tanto?
—Lo
ignoro. ¡Me siento tan a gusto en tu compañía! Tráeme mi libro de oraciones.
—No
puedo. ¿Te olvidas de que soy ciega desde hace unos segundos?
—¡Ah,
claro! ¡Qué cabeza la mía! Perdona mi distracción y vete desnudándote con
recato. No apagues la luz porque estás ciega, ¿para qué vas a apagar la luz, si
estás ciega? Abre el balcón de par en par para que te vean los vecinos ciega y
desnuda, ya te iré yo contando las masturbaciones violentas de los coroneles
retirados, las masturbaciones pecaminosas del bachiller y su madre todavía
joven, las rítmicas masturbaciones de las siete huérfanas del tejado.
¡Desnúdate!
—Tengo
frío.
—No
seas desobediente. Vete al retrete de servicio y tráeme el látigo, para que te
azote. Vete tanteando las paredes; lo encontrarás al tacto, detrás de la
puerta. Date prisa porque debo azotarte por desobediente y sin perder ni un
solo instante.
Apoyado
en la nostalgia geométrica del azar me siento capaz de mover el mundo con una
sola mano. La hembra del ruiseñor puso un huevo en el nido de la corneja, otro
en el de la golondrina y otro en el del cuervo de los ojos de miel. De tanto
adulterio brotó la delicada Sinfonía de
la rosa de té, la obra perdida de Vivaldi, que el bandolero interpretaba al
piano entornando los ojos.
—¿Te
gusta?
—Mucho.
—¿Y
entonces, por qué no me miras?
—No
puedo. ¿Te olvidas de que soy ciega de nacimiento?
—¡Ah,
claro! ¡Qué cabeza la mía! Perdona mi distracción, creí que no eras ciega de
nacimiento, pero no te vistas, lo más probable es que te atienda cuando acabe
de tocar la Sinfonía de la rosa de té.
—Como
quieras, amor mío.
Antolín
Jaraicejo no tenía novia, para lo que él necesitaba a la mujer, valía
cualquiera, ahora casi todas las hijas de familia ganan algún dinero, son
cajeras en un supermercado, cuidan niños, trabajan en una oficina o estudian
algo, hay muchas carreras no demasiado difíciles, y entonces se la menean
bastante correctamente a quien se lo pide e incluso se acuestan con él, ya se
sabe que es mejor tratarse un poco antes de irse a la cama pero no es
necesario; para el sexo no hace falta estar aburrido ni solo pero el
aburrimiento y la soledad ayudan mucho, ésta es la teoría del ex subsecretario
don Baltasar, el amante de la aristócrata inglesa de pelo colorado. El botón de
oro adorna el suelo con irreverencia, hay quien piensa que hasta con lascivia.
La hembra del ruiseñor, sembrando huevos en lugares imprevistos, fue quizá la
causa de la tos espasmódica de la condesa ciega, hay extremos históricos
difíciles de precisar, sin embargo, y no es adecuado que los actos gloriosos (o
singularmente confusos) sean juzgados por el monótono hastío de la rutina; la
situación no tiene arreglo fácil porque la inercia lastra los entendimientos y
la otra inercia ventila las memorias. Las voluntades yacen muertas al borde del
camino desde muchos años atrás; los niños se orinan muertos de risa sobre los
montones de las inertes voluntades, y las niñas, agazapadas tras las troneras
de la torre del castillo, se cogen el tierno sexo con las manos y aprietan
fuerte mientras se muerden el borde de la falda. Es delatora la forma de higo,
la consistencia de higo, es delator el sabor de higo, el acre aroma de higo del
sexo, tierno como las infidelidades de la hembra del ruiseñor, de las
insaciables niñas agazapadas tras las piedras ilustres, ahí nacen las aplicadas
lesbianas como el dulcísimo musgo de la fuente, las esbeltas y dulcísimas
lesbianas que componen versos de amor llenos de ira y de desesperanza.
—Perdonadme,
señora, el que haya obrado mal a mi pesar, o no, quizá fuera más exacto decir
al margen de mí mismo. Los hombres que producimos la miel, que administramos la
miel que producen las abejas, debiéramos tener un ojo de un color y otro de
otro, para que los caminantes pudieran distinguimos y huir a tiempo de salvar la
vida y la paz. Muy pocos hombres y muy pocas mujeres tendrían el ojo derecho
del mismo color que el ojo izquierdo, exactamente del mismo color, esto parece
una parábola pero es una evidencia, incluso un axioma. Ahora espero el instante
de ser ahorcado y me entretengo con el pensamiento porque nadie quiere jugar al
ajedrez conmigo. Mi amigo el descalzonado Juan Grujidora, el que se revolcaba
sobre la arena de la playa con doña Rosalinda, digo con doña Dulce Nombre, a lo
mejor era doña Paula, me enseñó un juego muy instructivo, escuche: las villas
son nueve y cada una tiene nueve calles, en cada una hay nueve casas y en cada
una hay nueve gatos que cada uno mató nueve ratones que cada uno había comido
ya nueve tomines de grano; se pueden hacer varias preguntas, todas
innecesarias, los padres ejemplares ponen a sus hijos a hacer engañosos y
prolijos problemas ninguno difícil, después los premian dejándoles ver
sangrientas muertes en la televisión. Sé que más de cien mujeres quisieran
yacer conmigo, pero el juez no les abre la puerta porque supone que mi semen
debe ser devorado por la mandrágora, otra inercia. Perdonadme, señora, que no
sea más explícito por rubor y también por dignidad, casi nadie sabe que la
dignidad es un atavismo o un reflejo condicionado, determinadas situaciones
deben ser tratadas con delicadeza y utilizando palabras muy usuales y ya
limadas, lo contrario sería un despropósito y una concesión al gusto colectivo,
al artero y poco educado gusto colectivo. A los condenados a muerte suele tratársenos
con conmiseración y muy paternal afecto, es quizá la cara más humillante de
todo el trance monótono. La historia no crea soluciones, no resuelve
desenlaces, quizá tampoco sea su papel, sino que refleja situaciones, casi
todas luctuosas y vestidas con muy carnavalesco oropel: ésta es la batalla de
Lepanto, ésta la de Trafalgar, ésta la de Jutlandia, ésta la del Ebro, ésta es
Ana Bolena en el patíbulo, ésta María Antonieta en la guillotina, ésta
Mata-Hari ante el piquete de fusileros, ésta Marujita Zarza en el garrote, etc.
Los niños de las escuelas se ríen de las batallas y de los poderosos y de los
famosos caídos en desgracia, es la regla general y pudiera ser que también la
costumbre saludable, ya es sabido que el instinto de conservación es un sentimiento
muy duro y automático. Yo, señora, he abdicado ya del instinto de conservación
porque esta cárcel tiene unos muros infranqueables, también porque no estoy
arrepentido de nada y porque prefiero la muerte a la indulgencia; lo malo es
que no se me ocurre ninguna frase solemne para el turno de últimas palabras,
aún tengo algún tiempo para discurrirlas. La novia de Mateo Ruecas se llama
Soledad Navares y es morena y garrida, cachonda y tímida, alegre por lo
discreto y prudentemente hacendosa. Mateo Ruecas y su novia, en un rincón del
bar, un poco en la media sombra, a la izquierda según se va a los urinarios, la
verdad es que oler ya huele desde antes pero pronto se acostumbra uno, Mateo y
la novia, iba diciendo, y los amigos y sus parejas beben cocacola con vino y
comen, bueno, pican almendras y aceitunas, altramuces y patatas fritas,
cangrejos de río y tiritas de bacalao. Hace calor, mucho calor, siempre que va
a pasar algo hace calor, mucho calor, y en el bar los mozos y las mozas sudan
los unos contra las otras y al revés, el sudor los pega como si fuera cola de
carpintero, da gusto, también los pega la saliva, y las moscas van despacio por
la pared o se están quietas como muertas, sólo vuelan seis o siete pero en el
techo hay sesenta o setenta, quizá seiscientas o setecientas, las cintas de
atrapar moscas están ya negras y rumorosas. El bar tiene nombre, claro, todos
los bares tienen nombre, pero mi director espiritual, que también es abogado,
me dijo que no lo pusiera. Antolín, como no tiene novia, se arrima a una
forastera que no entiende español, a lo mejor es francesa o alemana,
portuguesa, no, esto se les nota; una pareja no necesita entender las palabras
para ponerse a tono, o sea para entrar en sazón, el magreo es una especie de
telégrafo del tacto que vale para todo el mundo. Me parece que ya se dijo que
Nicolás Mengabril desvirgó a la novia con el dedo, estoy casi seguro de que ya
se dijo, la verdad es que cada cual se las arregla como puede, de haber bajado
en aquel momento alguna de las siete señoritas de Ródenas se hubiera
escandalizado, de eso no hay la menor duda, ni la más mínima, la cultura es
casi la costumbre, es un sedimento muy borroso, muy tenue, tampoco convendría
que fuera demasiado firme y avasallador. Martirio, desde que Nicolás la desvirgó,
se deja hacer, no colabora mucho pero se deja hacer. A Leoncio Alange
Garganchón se le ahogó la novia, ya se dijo, casi todo hay que decirlo siempre
varias veces para que la gente lo aprenda, a Leoncio se le ahogó la novia,
¡también es mala pata!, se llamaba Reyes y le gustaba mucho el anís, Leoncio
sale ahora con una hermana de la novia muerta, Visi, no son novios formales
pero van camino de serlo, se ve en las actitudes y las reclinaciones. Eusebio
Corchuela mete mano a Marisol por rutina, ninguno de los dos se cansa porque la
rutina también es acompañadora. Queda Fidel Barbaño, alias Tomillo, a éste le
duran poco las novias, es un picaflor, Fidel pasea desde hace quince días a
Romulita, la niñera de las dos hijas de la boticaria, a las niñas para que se
entretengan y no interrumpan les dan un rollo de papel de retrete, es muy
divertido. Mateo Ruecas y Soledad, o cualquiera de las otras parejas menos
Antolín y su turista, tienen la siguiente conversación, más o menos: ¿me
quieres mucho?, sí, mucho, ¿te doy gusto?, sí, mucho, ¿me juras que sé darte
gusto?, te lo juro, mucho gusto, ¿me querrás siempre?, sí, siempre. Después
guardan silencio unos instantes, se palpan y siguen, no puedo resistir el amor
que te tengo, ni yo, no puedo resistir lo mucho que me gustas, ni yo, estoy a
punto, y yo, estoy caliente, y yo, estoy que no puedo más, ni yo, estoy que no
respondo, ni yo, la tengo dura como el pedernal, la tienes siempre así,
¿quieres que te la dé entera?, no puedo, ¿por qué no puedes?, estoy con el mes,
¿por qué no me la mamas?, vale, sal al corral, vale, ¿quieres que me la saque
aquí mismo?, no, sácate las tetas por el escote, no, una sola, vale, en la
televisión están dando el partido de fútbol entre España e Irlanda del Norte y
la pareja no tiene que salir al corral porque en cuanto ella se saca una teta
por el escote él se corre, ¿sin sacársela de la bragueta?, sí, no le da tiempo,
hace mucho calor y los mozos, después de correrse sin sacarla, apoyan la cabeza
en el hombro de la moza, encienden un pitillo y se quedan en silencio mirando
para la televisión. Todo esto a lo mejor es mentira y nadie se la meneó a
nadie, los testigos lo niegan pero don Cosme, el señor juez, dice que sí, que
las mozas, que son todas unas putas, se la estaban meneando a los mozos, que
son todos unos viciosos antisociales, sin dejar ni uno, esto a lo mejor también
es mentira y ni todas se la estaban meneando a todos ni todos se la dejaban
menear al mismo tiempo, esto es mucha casualidad, a veces hay alguno que no
quiere porque le duelen las muelas o porque le da corte, era la palabra del
juez y testigo contra la de los actores y testigos, la cosa queda rara y además
tampoco se puede meter a nadie en la cárcel por paja de más o de menos, en
Archidona pasó algo parecido y la gente tomó a cachondeo a los jueces, lo malo
es que aquí hubo un muerto.
El
mirlo fue el pájaro de mi feliz niñez, el mirlo silba con mucha melodía y no
disimula jamás los sentimientos, el mirlo canta con mucha variedad, imita el
silbido del hombre y en su lengua dice varias palabras, expresa diferentes
ideas o pregona ciertas advertencias y alarmas, cuando se posa grita «tix,
tix», cada vez más deprisa, del peligro de los animales terrestres, perros,
gatos, niños, avisa con un dulce «dinc» o «dinic», para anunciar el peligro de
los animales aéreos, gavilanes, azores, cometas de larga cola de lazos de
papel, dice un breve y agudo «shi, shi» y para pedir amor canta «sriie, sriie»,
de niño en Iria Flavia tuve un mirlo que se llamaba Tabeirón que silbaba los primeros
compases de la Marcha Real, se los enseñé yo con mucha paciencia, el mirlo
estaba en libertad, vivía en el cerezo de la galería del norte, pero era mío,
venía en cuanto me veía venir y se me posaba en un hombro o en la cabeza, yo le
daba miñocas o grosellas según la estación del año.
Me
preguntaba en su carta, señora, si podría conseguirle un par de invitaciones
para la ejecución; aún no las he pedido pero no creo que me las nieguen puesto
que soy el personaje central, el héroe de la fiesta, y nuestra sociedad es muy
condescendiente con los primeros actores. No me gusta jugar con ventaja, pero
tampoco creo que deje huir la ocasión más propicia de complaceros. La mancha en
forma de rueda de la fortuna que tengo en el bajo vientre ha cambiado de color,
era roja y es malva, quizá sea la falta de hábito a mi situación, que no es
incierta, bien lo sé, pero tampoco cómoda. Nadie tiene la menor curiosidad por
verla y el médico, cuando se lo dije, me ofreció un cigarrillo y sonrió. Los
cangrejos de mar no son animalitos muy inteligentes y pueden pescarse con las
artes del olvido o con las mañas del disimulo, los cangrejos de río por ahí se
les van, tampoco entro en mayores explicaciones porque no merecería la pena. Yo
ignoro si los cangrejos tienen nombre propio y apellido común o carecen de él,
sería gracioso censar a los cangrejos por sus nombres y apellidos y pasar lista
cuando la veda los defiende. Perdonadme, señora, el que haya obrado mal al
margen de mí mismo.
—Alejad
todo cuidado de vuestro ánimo, miserable reo de muerte, ya sabéis que yo os amo
como si fuerais un honesto hombre del montón, un hombre corriente y moliente y
hambriento. Si no morís en la cama y rodeado de mil consideraciones no es culpa
mía, creedme, ni vuestra, sino de la costumbre que no acaba de madurar.
Nosotros dos bastante hacemos con mostramos lascivos y misericordiosos como los
gusanos de los muertos, o lascivos y misericordiosos como los delfines
amaestrados. La culpa es de los demás, de los obispos y los ferroviarios y sus
mujeres siempre con sed de cerveza, de whisky de malta o de ginebra, según el
color del pelo, y jamás saciadas. No debemos discutir por la culpa ni rifar la
culpa, ¿para qué? La culpa es como una sarta de esas rosquillas empalagosas y
venenosas que se regalan a la puerta de los colegios de pago, jamás a la puerta
de las escuelas públicas, y que revientan niños ricos entre retortijones. ¿Por
qué las mujeres vestidas de tul prefieren las rosas de Jericó a las rosas de
té? Vuestra culpa es mi culpa, pero los dos pecamos por omisión y tras habernos
emborrachado con anís como los cíngaros, a mí me gustaría más escribir zíngaros
con zeta como los italianos, lo encuentro más natural. La destilación de la
ropa usada produce anís dulce y en los países pobres, las familias pobres
instalan alambiques en los que destilar ropa usada, calcetines y camisones, y
emborracharse de anís dulce para defraudar los deseos del príncipe.
No
te esfuerces porque aunque la encierres bajo siete llaves, la aguja apuntará
siempre al norte. Este libro debiera haberse titulado Las púas de San Jerónimo o juguete
al viento, pero no pudo ser; hubiera sido causa de siniestro porque aún
peor que la guerra es el miedo a la guerra (Séneca) y los hombres hacen un
desierto y le llaman la paz (Tácito). Recuérdese que no hay un demonio de la
guerra pero el demonio nace de la guerra; tampoco hay un ángel de la paz pero
el ángel brota como una yerba aromática del suelo de la paz, Dios no es
pariente ni de los demonios ni de los ángeles, Dios es la unidad de la materia,
algún día se demostrará, o un infinito y delicadísimo ser de materia
metafísicamente desconocida y quizá gaseosa o paragaseosa, algún día se
demostrará. Sí; mejor es que estas páginas no se hayan titulado como digo,
porque entre un hombre colgado de un pie y el baldosín del piso siempre flota
la sombra de la duda. Un indio jíbaro no es menos resistente que un capataz de
petroleros, pero está peor armado y tiene menores dudas sobre la eternidad; el
mundo no termina tras aquellos montes, aunque haya algunos viejos que digan que
sí.
—Te
pregunto, ¿por qué prefieres la agonía a la muerte?, y me respondes: porque soy
muy respetuosa con la tradición familiar. Las mujeres no tenéis por qué ser
respetuosas con la tradición familiar, tampoco con la tradición popular ni con
nada, a las mujeres os salvan vuestros propios defectos adquiridos o las
propias imperfecciones heredadas. Ésa es vuestra ventaja.
—Cuentas
el suceso como te conviene, porque no fueron así ni tu pregunta ni mi
respuesta. Yo buscaba la perfección constituyente, no la imperfección heredada,
determinadas lombrices intestinales, como ciertos ángeles, carecen de ano.
El
novio de Estefanía le regaló a Claudina un ramo de flores en forma de corazón,
hecho con crisantemos robados.
—¿A
los muertos?
—Sí,
¿por qué?
—Por
nada.
Al
novio de Estefanía le gustaba mucho palparle las nalgas a Claudina, la cuñada
de Estefanía, que era muy complaciente y generosa.
—¿Quieres
que mañana te envíe otro ramo de flores?
—No;
no desvalijes a los muertos, déjalos que duerman tranquilos su sueño eterno.
—No
es así, lo eterno carece de principio y de fin, ni nace ni muere sino que es y
jamás deja de ser, ya era antes del comienzo y sigue siendo después del fin, y
el sueño de los muertos comienza con la muerte.
—Y
termina el día del Juicio Final, pero no nos metamos en temas prohibidos y
dejemos esto, tú ya cumples sobándome pulgada a pulgada y sin respetar ni los
más recónditos recovecos de mi cuerpo. Tú sabes que te estoy muy agradecida.
—Sí,
por eso sigo y no por ninguna otra causa; yo soy muy sensible a la gratitud.
—¡Qué
jactancioso!
—No;
te aseguro que es verdad y no jactancia lo que te digo. La procesionaria
siembra el pinar de regueros venenosos, pero en mi alma siempre queda un último
rincón en el que acoger la gratitud del prójimo. El gusano de las mecedoras, el
gorgojo de los ataúdes y los pianos y la oruga de la urticaria producen
electricidad, lo que acontece es que su explotación todavía no es rentable,
obedece a una técnica muy rudimentaria y los inversores pierden la paciencia.
—¿Y
retiran su dinero?
—Eso;
retiran su dinero y lo arrojan por la boca del horno crematorio.
Este
libro debiera haberse titulado Las
florecillas de santa Gemma o el niño
ahogado en un pozo sin brocal, pero no pudo ser; hubiera sido ligeramente
vergonzoso implicar a santa Gemma en el confuso suceso del niño ahogado, nunca
se sabría la última palabra verdadera del desgraciado accidente.
—Yo
no creo que haya sido un accidente.
—Ni
yo; pero la versión oficial habla de accidente, se conoce que resulta más
barato, también más socorrido y espiritual.
El
arrendajo tiene los ojos de color azul celeste y canta en coro, «scraae,
scraae». La hembra del jilguero puso un huevo en el nido de la víbora, otro en el
de la tarántula y otro en la inclusa, los tres hueros. A veces hay que tener
mucha paciencia y mucha entereza para no jugarlo todo a una carta, el tres de
oros, por ejemplo, o la sota de espadas, o el siete de copas, o el as de
bastos, y prender fuego al monte.
—¿Me
permites rociarte con gasolina?
—No.
—Quizá
hagas bien obrando con prudencia. ¿A quién pueden importarle los papiros del
Mar Muerto?
—Lo
ignoro.
La
hembra del cuervo de los ojos de miel puso un huevo en el pararrayos de la
fábrica de azúcar, lo dejó atado con una cinta con los colores de la bandera,
ésa es una de las señales del fin del mundo.
—Aún
faltan algunas.
—Cada
vez menos.
—¿Indefectiblemente?
—Sí.
Los
cristobitas del guiñol dormían, cada uno en su caja de zapatos; el patrón les
había hecho muchos agujeritos para que pudieran respirar y sentirse cómodos y
frescos: el general, el obispo, la bailarina, el torero, el marinero, el
bombero y la maja, los siete. La condesa ciega los acariciaba y les daba
aliento.
—No
tienen frío.
—Más
vale que tengan calor.
En
las plazas de los pueblos, al general, al obispo, a la bailarina, al torero, al
marinero, al bombero y a la maja, a los siete, se los comen las moscas ansiosas
y pegajosas. Antolín Jaraicejo Méndez es alto y fuerte y tiene el pelo
colorado, da risa pero de él no se ríe nadie porque pega recio, tiene el puño
muy duro, tanto como la cabeza, un día mató a un borrico de un cabezazo en la
frente, al borrico le dio como un vahído y cayó al suelo muerto, Antolín no tenía
novia pero se las iba arreglando, ahora no es difícil, Antolín le dijo a
Sagrario, la madre de Mateo, señora Sagrario, si usted me lo manda descrismo al
señor juez de un cantazo o mismo con la mano y no se entera ni Dios, y la
señora Sagrario le contestó, no hijo, por la Virgen Santísima te lo pido, deja
al señor juez en paz a ver si se va amansando.
La
abuelita mandó llamar a sus tres nietos y les regaló toda la tierra, a partes
iguales.
—Cam,
Sem y Jafet, quedaos con todo y no me deseéis la muerte. No os impacientéis ya
que dentro de poco tiempo, a lo mejor no faltan sino quince o veinte minutos
para el óbito fulminante, se me atascarán los cordajes del corazón o del hígado
y me caeré muerta al suelo. Traedme la chichonera de vuestro tío Jeremías, el
jugador de rugby, porque no me gustaría comparecer ante el Sumo Hacedor con un
chichón en la cabeza; daos prisa.
La
rosa francesilla es modesta pero agradecida y serena, Isidoro de Antillón
publicó una novelita rosa francesilla titulada Necesidad de asegurar con leyes eficaces la libertad del ciudadano
contra los atropellos de la fuerza armada, que tuvo muy feliz acogida en
todas las clases sociales. La abuelita se quitó la peluca, se echó polvos de
talco en la calva y se puso la chichonera.
—¿No
le queda un poco ladeada?
—No,
no importa, eso es lo de menos, con ella puesta estoy mejor y más segura; los
viejos debemos usar la chichonera siempre, el sudario los lunes, miércoles y
viernes y el preservativo los fines de semana. En esto del sudario debemos dar
su oportunidad a la improvisación; las familias se alegran mucho cuando el
muerto acierta y disparan bengalas y cohetes en acción de gracias. Las campanas
de los pataches y de los bergantines reclaman los cadáveres de los náufragos
cuando navegan a la altura de las islas Cíes, y las ballenas de Corcubión se
topan las unas a las otras como frailes borrachos y no demasiado temerosos de
Dios; en la confianza está el peligro. Vosotros, Cam, Sem y Jafet, sois todavía
muy jóvenes e inexpertos y lo más probable es que os juguéis a los dados las
tierras que ahora os doy y acabéis perdiéndolas; vosotros veréis qué es lo que
os conviene hacer, yo jamás os pediré cuentas de vuestra conducta. Los
cristobitas del guiñol son pobres y a mí no me gustaría veros tan pobres como
ellos. Lo que no haré aunque me lo pidierais de rodillas será daros clases de
economía doméstica; queden las aberraciones para las mozas casaderas, que
vosotros sois mozos y de vuestra virilidad cabe esperar cierto provecho. Si me
equivoco, vosotros sois los que saldréis perdiendo.
La
abuelita se colocó bien la chichonera, que se le había ladeado todavía un poco
más.
—También
tengo por ahí unas monedas de oro con las que no sé qué hacer; deben ser por lo
menos un millón de onzas o quizá más. Repartirlas equitativamente, como las
tierras, no me parecería justo ni gracioso, tampoco honesto ni saludable.
Podríamos hacer un concurso de levantamiento de piedras, de carreras cuesta
arriba, de pedos descomunales, de permanencia en el fondo del mar, de beber
vino, de beber vinagre, de beber agua, de comer cordero asado o lamprea guisada
o merluza cocida o salmonetes fritos o lenguados a la plancha o ranas crudas
pero muertas o ranas crudas y vivas, ¡yo qué sé! Alguien me dijo que se las
diese a los apestados, pero no: prefiero dároslas a vosotros, aunque vuestra
conducta no sea precisamente óptima. Me dicen que frecuentáis el amor de las
carcaveras y que fornicáis con ellas en los nichos vacíos. No me importa y
declaro que me dais envidia. Los viejos y las viejas somos muy ridículos y
envidiosos, y envidiamos todo lo que no podemos conseguir por ridículo que
fuere o pareciere. Si me pongo a saltar a la pata coja entre las tumbas de mis
antepasados, que son los vuestros, acabo con la lengua fuera y el corazón
acelerado; por eso me estoy quieta y agazapada bajo mi chichonera, poco me
importa que os riáis porque además, como sois hijos de mi hijo, me cago en
vuestra madre, a la que maldigo con devoción.
La
abuelita dio un leve respingo y tosió un poco.
—Si
somos capaces de darle tiempo el plomo se irá convirtiendo en oro, lo que
sucede es que los hombres somos muy impacientes y apresurados, cualquier
pequeña desgracia nos altera la conciencia y nos desata los nervios, admitir la
evidencia de que las ideas también pueden cristalizar y cobrar forma y peso
previstos.
La
abuelita dio otro leve respingo, tosió de nuevo un poco, dio un tercer respingo
algo más elocuente, tosió otro poco y falleció. A la abuelita la enterraron
desnuda pero con la chichonera puesta; a su primo Jeremías, el jugador de
rugby, tuvieron que comprarle otra.
—¿Y
qué pasó con el millón de onzas de oro?
—Eso
es algo de lo que no se supo nada jamás.
El
novio de Estefanía le dijo al bandolero de la condesa ciega,
—¿Son
ya más de las siete?
—No;
son ya más de las ocho.
—¡Qué
horror! ¡Cómo se me ha pasado la mañana!
Claudina
hacía gimnasia y se daba duchas heladas al amanecer para lucir el culo prieto y
elástico y poder saciar los ardorosos palpamientos del novio de Estefanía, su
cuñada.
—¿Es
así como te gusto?
—Sí,
pero no dejes de cuidarte ni un solo día; los culos se estropean pronto y no
tienen recuperación posible.
—¿Me
mandarás mañana otro ramo de crisantemos robados a los muertos?
—Sí,
pero te ruego que no me pongas condiciones.
—Perdona.
El
abejaruco brilla como el oro y la esmeralda y planea igual que las hojas
mecidas por el viento del otoño. Claudina bajó el mirar.
—Tú
sabes que guardo mi virginidad para mi anciano padre; tengo ya quince años y
pienso ofrecérsela la noche de San Juan. Pero yo te pregunto: si te brindase el
ojal centro y eje de mis musculadas y tensas nalgas, ¿tú lo perforarías?
—Sí:
todas las mañanas, cuando cante el gallo Melquíades por tercera vez. ¿Quieres
que ensayemos?
—Sí.
Claudina
y el novio de su cuñada Estefanía entraron en el pajar y se acoplaron casi
herméticamente.
—No
te retires.
—No;
estoy muy cómodo y no tengo nada mejor que hacer. A mí me parece que soy más
afortunado de lo que va a serlo tu padre.
—¡Calla,
tonto!
—Bueno,
me callo. Pero mañana pienso saquear a los muertos. A la gente le extrañará no
ver ni una sola flor en todo el cementerio.
Claudina
y el novio de Estefanía tardaron en destrabarse dos horas y cuarenta minutos,
quizá cuarenta y cinco.
El
dueño del guiñol puso a sus cristobitas a orinar: a un lado al general, al
obispo, al torero, al marinero y al bombero, en corro, y al otro a la bailarina
y a la maja, una al lado de la otra. Todos tenían muchas ganas porque el dueño
se había descuidado un poco, pero tampoco pasó nada porque los cristobitas de
guiñol, según es bien sabido, jamás padecen incontinencia de orina.
—¡Qué
alivio! ¿Verdad?
—¡Y
tanto!
Después
les dio una hora de recreo.
—¿Quiere
usted, mi general, que juguemos a las bolas?
—¿No
sería más divertido tirar a esgrima?
—Como
guste. Ya sabe que me honra el complacerle.
No
te aficiones jamás al lujo superfluo porque estraga el apetito. El boato de los
rajás y los maharajás era de mejor fundamento que el oropel del banquero de las
nueve amantes, todas vestidas de lamé de plata y con una esmeralda en el
ombligo y todas con abono a la ópera. Este libro debiera haberse titulado El cementerio de las siete ventanas,
pero no pudo ser porque nadie cedió en sus pretensiones. Detrás (o dentro) de
cada automóvil de la carretera se agazapa una decepción con diente de oro y
úlcera de estómago; es la norma general, el hábito, la costumbre que a todos
nos atenaza con su malsana complicidad y su insidia. La monotonía no puede
romperse sino es con el suicidio, ese error que se comete sólo para alterar la
falsa paz de las muertas aguas familiares, la falsa calma de los confusos lodos
familiares. Alejemos de todos nosotros las muertes indignas y convencionales,
pero tampoco caigamos en el error de suponer que es una bendición el llevar, el
conllevar, casi con resignado orgullo y aun con más resignada y fingida
indiferencia, una vida indigna y convencional, a veces coronada de laureles.
Mateo
no debió haberle dicho nunca al señor juez que con su novia hacia lo que le
salía de las pelotas mientras ella se dejase, él dijo de los huevos, bueno,
esto es lo mismo, los jueces, sobre todo si son jóvenes y tienen pacto de
sangre y leche con el Espíritu Santo o con Belcebú, esto también es lo mismo,
creen de buena fe que deben marcar los lances del amor del prójimo, los trances
del magreo ajeno, a los jueces habría que dejarlos madurar en un bosque de
hayas o de castaños sin más arma que un palo ni más provisión que una
cantimplora de aguardiente y un mollete de pan de borona, el raposo del monte
madura más deprisa y mejor que el señor juez, con más fundamento, porque jamás
anda por ahí llamándole la atención a nadie, los jueces no son como los raposos
sino como las comadrejas, que avisan a los municipales cuando suponen que
alguien les falta al respeto.
—Oiga,
usted, cabo, a éste me lo encierra por escándalo público y desacato a la
autoridad, ¡aquí hay que hacer un escarmiento!
El
gallo Melquíades, antes de cantar por tercera vez para advertir al novio de
Estefanía que era la hora de pedicar a Claudina, le susurró al obispo al oído y
casi confidencialmente,
—¿Quiere
vuestra eminencia reverendísima, señor obispo, que le dé unas revoleras y unas
verónicas?
—No,
hijo; estoy algo cansado. Pídeselo al marinero o al bombero.
—Es
que vuestra eminencia reverendísima embiste mejor.
—Gracias,
pero ya te digo: estoy algo cansado. Otro día será.
La
yerba crece más alta en la ladera norte de las montañas: la solana es más
saludable, pero la umbría es más feraz. El tojo es la flor sagrada del poeta
Noriega Varela, quien no concebía que el entero planeta no estuviera cubierto
de tojos. A las mujeres les pasa lo mismo: expuestas al sol se ponen como
zapatos viejos y encerradas en el armario palidecen, sí, pero cobran nuevas
mañas lascivas. La lluvia golpea sobre los cristales de las ventanas mientras
los enfermos del hospital, los leprosos, los sifilíticos, los tísicos, los
granujientos, ateridos de frío, murmuran unos de otros y se masturban sin
entusiasmo alguno, por pura rutina, los unos a los otros. Los hay que juegan a
las damas y los hay que juegan al tute; también los hay que no juegan a nada y
guardan silencio, son los que van a morirse pronto y les preocupa la idea de
acabar troceados en la sala de disección. Un enfermo de color de vino reza unas
oraciones mágicas con los brazos en cruz mientras un enfermero malayo le escupe
en los ojos.
—Lo
hago para quitarle el mal de ojo, en mi país es mucha costumbre; cuando se le
caigan los ojos, sanará.
—¿Y
si no se le caen?
—Habrá
que seguir insistiendo, al final se caen siempre.
Los
bronquíticos son muy animados y ceremoniosos.
—¿Y
los diabéticos?
—No.
—¿Y
los hepatíticos?
—No.
—¿Y
los blenorrágicos?
—Sí;
ésos, sí.
—¿Y
los reumáticos?
—También.
—¿Y
los locos?
—No.
Los
displásicos eunucoides no son enfermos propiamente dichos pero sí mandones,
avaros, caprichosos, crueles y despóticos; sus tendencias heroicas y sus
ínfulas políticas y grandilocuentes pueden combatirse, tampoco con demasiadas
garantías de éxito, contagiándoles la sarna o la tiña y poniéndolos a dormir al
relente. César y Lucrecia Borgia fueron tiñosos y es casi seguro que su padre,
el Papa Alejandro VI, también lo fuera; la tiña es enfermedad lavable,
como casi todas. Los enfermos del hospital, mientras la lluvia y el viento
baten los cristales, se mean por las esquinas para dar trabajo a las monjas y
vengarse de ellas. La vejez se presenta de golpe y sin avisar, para Trostky es
lo más inesperado que puede acontecer al hombre, un hombre es joven hasta que
una mañana se da cuenta de que es viejo, nadie le había advertido que iba a ser
viejo de un momento a otro y la nueva situación lo desorienta.