PROLOGO
Fue ahora hace algo más de siete años que Antonio Lafuente y Luis
Carlos Arboleda acabaron esta edición de los Eléments de la philosophie
de Newton, un libro del que todo el mundo reconocería en estos momentos
su lugar de excepción en la historia del pensamiento, pero del que también
se podría decir que al estar situado en la frontera de distintas disciplinas
ha sido tratado con igual y escasa fortuna tanto por la historia intelectual
del pensamiento como, en menor medida, también por la historia de la
ciencia. Los motivos que han detenido la publicación de la presente
edición española desde que se colocó el último punto en mayo de 1988 y
las razones por las que se ha producido un desentendimiento mucho más
generalizado en lo que concierne a esta obra de Voltaire no coinciden en
todos los casos, pero sí manifiestan una paridad suficiente como para que
el problema en su conjunto pueda ser contemplado más desde una
perspectiva global que desde el estrecho punto de vista de otras
peculiaridades económicas o presupuestarias.
Si nos referimos, antes que nada, al peso específico que los
nombres de las dos personas involucradas en esta obra han adquirido
como referencias intelectuales de nuestro pasado inmediato, encontraremos
que el uno, Voltaire, es universalmente reconocido como
uno de los representantes más conspicuos de los valores ilustrados,
de su proceso de secularización y de su defensa de las libertades;
mientras que el otro, Newton, se une irremediablemente a la última
etapa de la llamada Revolución Científica y a la formulación del
primer gran sistema del mundo construido en función de criterios
experimentales o de procedimientos heurísticos que hoy tomaríamos
sin duda por «modernos». A partir de semejante obviedad, uno
esperaría un interés sincero y duplicado hacia una obra en la que los
nombres de ambas luminarias del pensamiento y de la ciencia se mezclan
PROLOGO
como autor y corno asunto. Pero las cosas, sin embargo, han sucedido de
otro modo. Tanto así que mientras que en el campo de la historia de la
ciencia tan sólo encontramos un interés más o menos creciente hacia este
libro «sobre Newton», sorprende que en el dominio específico de los
estudios voltairíanos haya pasado prácticamente desapercibido este libro
de Voltaire. Bastará señalar, por ejemplo, que en los 250 volúmenes de los
Studies on Voltaire and the Eighteenth Century publicados entre 1955 y
1987, no hay un sóio artículo dedicado exclusivamente a los Eléments y tan
sólo cuatro relativos a la relación entre Voltaire y Newton. 1 Mientras tanto,
después de una espera de más de 25 años, la edición crítica de este libro
que debía aparecer en la colección de las obras completas editada por la
Oxford Foundation ha visto la luz tan sólo en 1992.2 Como fácilmente
reconocerá el lector avisado, la dificultad ha consistido siempre en saber
si era éste un libro «de Voltaire» o si era un libro «sobre Newton». No porque
no pudiera ser ambas cosas al mismo tiempo, sino porque para ser una
obra de Voltaire era demasiado «sobre Newton» y para ser sobre Newton era
demasiado «de Voltaire».
Por supuesto que la edición de Lafuente y Arboleda también esperaba
conmemorar en 1988 los doscientos cincuenta años de la primera
publicación de los Elementos en 1738. Pero tampoco podría tratarse
exclusivamente de defender la viabilidad editorial de una obra en función
exclusiva de una circunstancia tan poco razonada. Más bien al contrario,
los motivos que señalaron los Elementos como una obra clave para la
historia de la ciencia, cuando todavía la historia intelectual del pensamiento
y sobre todo los estudios voltairianos habían hecho poco más que referir
su existencia, tuvieron una naturaleza mucho más substantiva que un
aniversario del que todo el mundo podría haber comprendido la necesidad,
aunque no necesariamente la importancia. Quizá más que ninguna otra
cosa, habría que señalar el convencimiento entonces generalizado entre
los historiadores de la ciencia de que no había ciencia sin públicos, de que
la producción científica no era una empresa alejada de los condicionamientos
sociales que la producen o la distribuyen y de que la disciplina,
por tanto, al estar sometida a las mismas restricciones conceptuales que
cualquier otro estudio de lo social, debía incluir entre sus categorías
básicas nociones como sexo y género, comunidad e identidad, clase y
estatus, corrupción y patronaj e, podery mito, centro y periferia, hegemonía
y resistencia o, sobre todo y por lo que concierne a este caso: comunicación
X
JAVIER MOSCOSO
y recepción,3 La dificultad consistía en hacer entender cómo parte de
nuestro sistema de representaciones sobre la ciencia estaba construido a
partir de elementos retóricos ajenos alo que en un principio denominamos
ciencia básica, cuya correcta integración histórica sólo podía obtenerse
además si se abandonaba una estricta línea divisoria que separara «la
persuasión» de «la prueba».
Al menos desde este punto de vista, cabía entender los Elementos de
Voltaire como una parte más entre otras de un conjunto de evidencias
historiográficas encaminadas a desmantelar una concepción positivista
de la ciencia y un entendimiento unívoco de su historia. La publicación del
texto debía defenderse desde el momento mismo en el que se entendiera
la necesidad de discutir una concepción unlversalizante de la producción
científica. Más aun, puesto que la equiparación entre ciencia y racionalidad
provenía, entre otros, también de la pluma de Voltaire, los Elementos
podían presentarse como ejemplo paradigmático de una forma de
popularización que, a pesar de concentrar sus esfuerzos en problemas de
mecánica o de óptica, no dependía exclusivamente de aquellas ramas del
conocimiento científico. La confianza voltairiana en una forma renovada
de pensamiento secular superaba en este caso las enseñanzas de la nueva
física, puesto que la manera de razonar apareció en todo momento como
ingrediente básico de la propia doctrina. Ai contrario también de lo que
sucedió con otros libros de popularización científica escritos durante la
Ilustración, como Las Conversaciones sobre la pluralidad de los Mundos de
Fontenelle por ejemplo, los Elementos de Voltaire no tuvieron como
objetivo prioritario el envolver la ciencia en el buen gusto, sino el fomentar
el gusto por la ciencia. Y si la filosofía cartesiana había seducido a
marquesas tan incautas como imaginarias, la realidad de la marquesa que
abría la dedicatoria de los Elementos se presentaba en este caso como
prueba indiscutible de la realidad de la doctrina.4 La lógica de Voltaire, si
alguna, fue la de la persuasión: la de la persuasión del gusto en el Temple
du goüt (1733); la de la persuasión deí pensamiento en sus Lettres
philosophiques (1734) y la de la persuasión de la ciencia en sus Eléments
de la philosophie de Newton (1738).
Al enfatizar una lectura de los Eléments a través de los ojos de aquellos
para los que el libro fue escrito antes que para nadie, este pequeño
«catecismo de la fe newtoniana», proporcionaba también un testimonio
fascinante de cómo la filosofía natural y, en última instancia, la ciencia
XI
PROLOGO
-lo que quiere decir: la concepción voltairiana de la ciencia con todas sus
ramificaciones políücas y religiosas, con su deísmo inveterado y su firme
creencia en un ediñcio ordenado del conocimiento- fue capaz de modificar,
o de crear en última instancia, corrientes de opinión pública. Pues si el
libro podía leerse al mismo tiempo como una introducción a los Principia
o a la Optica, como el texto más importante de todos los que promulgaron
la campaña newtoniana en Francia o como un exponente de la fe ilustrada
en la razón que se dice en el lenguaje de la ciencia, la publicación de un
texto de popularización de una teoría científica que ya no necesita en
absoluto ser popularizada venía también a sugerir que nuestra herencia
intelectual con la Ilustración parecía consistir menos en el contenido de
las distintas doctrinas que en las redes sociales o institucionales en las
que aquellas se manifestaron o en los mecanismos por los que alguna vez
pudieron hacerse públicas. La correspondencia explícita entre el contenido
de la ciencia y la esfera de la opinión permitía entender además de qué
modo este libro de los Elementos, en el que Voltaire había hecho de la
ciencia un instrumento de lucha contra la intolerancia, podía presentarse
ahora como argumento historiográfico sobre la intolerancia secular de la
ciencia, y cómo es que allí donde Voltaire enfrentaba la ciencia contra el
fanatismo, su mismo libro podía utilizarse ahora para discutir el fanatismo
de una ciencia concebida sin historia. Después de todo, una vez que
aprendimos del abate Bossuet que tan sólo se podía escribir la historia de
las falsas doctrinas, el destino de la historia de la ciencia, incluyendo en
esta categoría las propias consideraciones de Voltaire en sus Elementos,
parece haber conducido, irremediablemente, a combatir a Voltaire por
medio de Voltaire.
Habría también que añadir, sin embargo, que de la misma manera en
la que Voltaire entendió que el sistema del mundo newtoniano no podía
existir sin eJ respaldo de una comunidad, tampoco la idea de que no hay
ciencia sin público pudo existir jamás sin una audiencia. Al menos en lo
que concierne a los destinos de esta edición española, habría que hacer
notar, en primer lugar, que desde la perspectiva de un lector que no viera
en los Elementos más que un mero compendio de ciencia newtoniana, a
duras penas se podría justificar la necesidad, o ni siquiera el placer, de ser
introducido en semejante doctrina. Al menos en lo que respecta a la
evolución del pensamiento científico, parece cuando menos necesario
concluir no sólo que el newtonianismo ya no es un movimiento sectario.
XII
JAVIER MOSCOSO
sino que en los cursos de mecánica tampoco se define la materia en
términos de extensión impenetrable. En lo que concierne además al tipo
de literatura con la que normalmente se asocia al autor del Candide, de
nuevo es inevitable observar que en este libro no se encontrarán monjes
de Calabria pregonando contra el delito nefando, ni mujeres pariendo
monstruos, ni jesuitas apaleados, ni curas quemados, ni otras muchas de
todas esas sutilezas voltairianas: los Elementos de la filosofía d e Newton
no son las Carias Filosóficas, ni el Siglo de Louis XIV, ni el Sermón de los
C in c u e n t a . Pero tampoco los lectores del s i g lo x x gustamos de las mismas
obras que tanto apreciaron los contemporáneos del autor del Oedipe. Más
bien al contrario, muy pocos son los que alguna vez han llegado a pasar
sus ojos por UHenriade, o por Zatre o por Le Temple du goút De muchas
de las obras que hicieron a Voltaire «el poeta de Francia» en la década de
1730 ni siquiera disponemos de edición castellana, mientras que los
libelos, los tratados, las cartas, los cuentos y las sátiras se nos presentan
con demasiada frecuencia en la soledad de un tratado o de un conjunto
de opúsculos, como si hubieran sido firmados por la misma pluma -lo que
no es verdad-, en el mismo momento -lo que tampoco es verdad- y, sobre
todo, como si hubieran ido dirigidos siempre a los mismos lectores y
publicados por las mismas convicciones. Por lo que concierne, por tanto,
a la fortuna editorial de los Elementos, el olvido parece ser, después de
todo, eí triste destino de una obra que, habiendo contribuido sobremanera
a fijar los términos del pensamiento contemporáneo, parece haberse
hecho a sí misma redundante. Su éxito se confunde con su propia
gratuidad, mientras que su alcance se puede medir en la poca disposición
que tenemos para reconvertimos en lo que ya somos o para que se nos
convenza de lo que nunca hemos cuestionado seriamente.
También en la Introducción a su edición crítica de 1992, Barber y
Walter reconocieron que, en tanto que mero libro de popularización, los
Elementos estaban destinados a disfrutar de una vida más que breve: «Las
popularizaciones [escribieronJ son normalmente las más efímeras de todas
las obras, pues una vez que han servido su propósito se olvidan, mientras
que las obras maestras a las que sirvieron de vehículo continúan siendo
admiradas».5 Pero si en este caso la firma de Voltaire ha posibilitado la
publicación de lo que en otros contextos no aparecería más que como una
obra de ocasión, dependiente de una coyuntura específica y ligada
irremediablemente a los destinos de aquello que predica, sorprende, sin
XIII
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embargo, que allí donde la historia de la ciencia ha encontrado razones
más que sobradas para defender la publicación de una obra de este tipo,
quizá también bajo el pretexto de que se trata en última instancia de una
obra «de Voltaire», la historia intelectual del pensamiento haya sido en
apariencia incapaz de entender qué es lo que esta obra nos cuenta sobre
su autor más que sobre su asunto. No es sólo que se haya renunciado a
explicar de antemano cuánto de Voltaire hay en nosotros, sino que
también, al contrario, se ha evitado sistemáticamente preguntar cuánto
de nosotros ha habido siempre en Voltaire.
Es imprescindible recordar, sin embargo, que la biografía de Voltaire no
sólo se ha escrito desde puntos de vista tan variados como variados han
sido los públicos dispuestos a vilipendiarlo o a ensalzarlo, sino que la
historia de su historia, ligada inextricablemente a los avatares políticos de
los últimos doscientos años, nos ha mostrado que la esfera de la opinión
no es sólo el lugar en el que se cotejan las ideas, sino el espacio político en
el que el ejercicio de la historia sanciona o condena las conductas. La
historia del mundo, ya se sabe, parece ser también su tribunal de justicia.6
Y de esta guisa, la cuestión no debería consistir tanto en si nos representamos
a Voltaire en el Panteón antes que en la Cloaca o si hacemos de
él un santo o un hereje. Ni siquiera, por cierto, si tomamos los Elementos
como un libro «de Voltaire» o «sobre Newton». Al reflexionar sobre los
mecanismos que hacen posible la relación entre historia intelectual e
historia social o, si se prefiere, entre la propaganda política y la política que
toda historia contiene, lo que se establece es una relación de implicación
recíproca entre Voltaire, por un lado, y el surgimiento de una esfera de
opinión pública burguesa, por el otro. Una relación además que quizá no
pueda ni deba simplificarse hasta el extremo de representar a Voltaire tan
sólo como el «transmisor» de una inspiración filosófica dirigida hacia un
público desinformado. Más bien al contrario, si se nos permite hablar de
los Elementos de la Filosojla de Newton como parte integrante de un
proceso genérico de formación de corrientes de opinión pública, es porque
hablar de la formación y consolidación de esa esfera de lo político es
necesariamente hablar del triunfo de Voltaire. Su historia debería consistir
menos en la reconstrucción de su crítica o de su hagiología, -en la
voltairomanie con la que Deshampes y otros intentaron encerrar su
nombre o en el Te Voltairium Laudarom que se cantó en las tullerías
después de la restitución de la familia Calas-, que en la explicitación de los
XIV
JAVIER MOSCOSO
mecanismos por los que el «gran poeta de Francia» fue capaz de modificar
y de crear corrientes de opinión pública que, por su parte, reconocieron en
Voltaire a alguien más que al «gran poeta de Francia», La pregunta básica,
desde este punto de vista, consistiría en establecer hasta qué punto los
Elementos constituyeron no sólo una forma más, entre otras, de
popularización científica, sino de qué modo participaron en la carrera
intelectual de Voltaire en lo que tiene que ver tanto con su aceptación
social como en lo que respecta a su consideración pública.
Sabemos, por ejemplo, que Voltaire retiró el manuscrito de los Elementos
de las manos del impresor holandés, Ledet, a principios de 1737, en
parte como procedimiento diplomático para obtener el favor del Canciller
Daguessau, y en parte para contrarrestar la aparición clandestina de Le
Mondain. Más tarde, en 1738, cuando intentó establecer amistad con Le
Franc de Pompignan, fue también una copia de los Elementos lo que le
mandó Voltaire por medio deThieriot. Y lo mismo sucedió en 1745, cuando
comenzó sus relaciones con la zarina Isabela Petrovna, que en última
instancia conducirían a su admisión en la Academia de Ciencias de San
Petersburgo. Al contrario de lo que sucederá con otras ramas del conocimiento,
la mecánica y la óptica no sólo aparecieron para Voltaire, o para
otros, como el prototipo de la ciencia o el modelo de racionalidad, sino
como una forma de razonamiento desprejuiciado que, pese a algunas
conclusiones peligrosas, resultaba en un principio «políticamente correcto».
Al contrario que esa curiosidad mundana y populista por desvelar los
secretos más íntimos de la naturaleza, casi cien años después de la
condenación de Galileo las leyes del movimiento planetario seguían
apareciendo como modelo de ciencia «elitista», esotérica y físico-matemática,
opuesta a una ciencia natural de interés creciente y que enfatizará la
observación por encima del experimento. 7 Porque la mecánica no es la
contemplación de los insectos, ni los experimentos de regeneración, ni la
anatomía de esa parte ... propia quafeminis de donde surgirá una ciencia
verdaderamente materialista en sus implicaciones tanto como en sus
presupuestos, Voltaire podía escribir a sus editores de Holanda que «había
que ser un vendedor de orbetán para pensar que la filosofía del gran
Newton pudiera estar al alcance de todo el mundo».
No bastará con decir, por tanto, que estamos ante una obra de
popularización científica, como si sólo hubiera una ciencia que pudiera
volverse, en un único sentido, «popular». Más bien al contrario, puesto que
XV
PROLOGO
la expresión unlversalizante «toute le monde» no comprendió de hecho a
«todo el mundo», habrá que observar la instrumentalización voltairiana de
la ciencia en esa visagra que separa Le grand monde de La société o el
hombre de esprit del esprit grossier. Después de todo, el drama intimo de
los Elementos radica en que fueron escritos a medio camino entre la caída
en desgracia del «gran poeta de Francia» en Versalles y el descubrimiento
de una nueva forma de diplomacia y de politesse vinculada, en este caso,
al mundo de la Academia. Fue después de todo a raíz de la publicación de
los Elementos que Voltaire fue nombrado miembro de la Academia de las
Ciencias de Bordeauxy de la Academia de Lyon en 1745; o de la Academia
de La Rochelle en 1746. Fue también por algunos otros de sus escritos
científicos, como sus Réponse á toutes les objectíons contre la philosophie
de Newton de 1739, que Voltaire entró en contacto con Martin Folkes, de
Ja Royal Society de Londres, quien de hecho apoyó su candidatura junto
con el Duque de Richmond, the earl de Macclesfield y James Jurin, a quien
Voltaire había enviado también en 1741 una copia de sus Doutes sur la
mesure des forces motrices et sur leur nature. 8 Lo mismo, en última
instancia, que sucedió con la Academia de Ciencias de Edimburgo, con el
Instituto di Bologna, para el que Voltaire compuso su Saggio,9 con la
Academia Etrusca di Cotoma, con la Academia Florentina y, obviamente,
con la Academia de Prusia, en donde fue elegido al mismo tiempo que La
Condamine «par des suffrages unánimes» . 10
Es imprescindible recordar que incluso después de su regreso de
Inglaterra en 1728, Voltaire era tan sólo el autor de una comedia, Indiscret
(1725), de tres tragedias, Oedipe (1718), Artémire (1720) y Hérode et
Narianne (1724), así como, sobre todo, de un poema épico. La Henriade,
que se publicó por primera vez en 1723 con el nombre de La Ligue. No es
de extrañar, por tanto, que después de la publicación en Francia de las
Cartas Filosóficos en 1734, se extendiera la idea de un Voltaire que,
habiendo«Nacido para el poema épico y para lo dramático» parecía haberse
«preparado para llegar a ser sucesivamente Critico, Filósofo, Matemático,
Historiador y Político»,[l o que las críticas se sucedieran hasta el punto de
que una parte considerable de sus contemporáneos encontrara
enormemente ridículo el ver «al autor de La Henriade ejerciendo el papel
de físico» , 12 Pero es que ía distancia que separa al Voltaire «poeta» del
Voltaire «filósofo», como la misma distancia que separa a Voltaire de
Arouet, no es ni podría consistir tan sólo en el espacio comprendido entre
XVI
JAVIER MOSCOSO
la publicación deLaHenriadeo Las Cartas Filosóficas o entre el nacimiento
de Frangois-Marie Arouet en 1694 y el mes de Junio de 1718 en el que el
poeta francés comenzará a firmar su correspondencia primero como
«Arouet de Voltaire» y después simplemente como «Voltaire». Es mucho
más que de un pseudónimo o de un cambio de oficio de lo que estamos
hablando. Lo que tenemos en la cabeza es una concepción puramente
teatral de la sociedad francesa en la que el desarrollo del tema se hace
depender de la correcta dramaüzación de los distintos carácteres y, en
última instancia, también de la elección de sus nombres. Lo que tenemos
delante es la dramatizadón como principio. No necesariamente la máscara
o la ocultación, sino la pasión burguesa por el decoro, por la politesse
y, por qué no, también por el ennoblecimiento. Un proceso recurrente de
«self-fashioning», habilidad inopinable por la que uno es capaz de ponerse
a sí mismo de moda que, antes como ahora, requiere de un conocimiento
considerable de las reglas y de los mecanismos del teatro del mundo por
el que uno se mueve y cuya existencia hace la propia posible. 13 El conjunto
de la Ilustración, después de todo, abunda en este procedimiento dramático,
en esta sistematización de la impostura, que explica hasta la saciedad el
drama de Rousseau y su filosofía construida sobre la lógica implacable del
«j’avoue» . 14 Voltaire, por el contrario, «imbuido en una noción teatral de la
existencia, compone su apariencia en función del auditorio delante del
cual existe y, puede ser, por el que es capaz de existir» . 15 Se trataba, sobre
todo, de «distinguirse y no ser confundido»; «hubiera sido tan infeliz con
el nombre de Arouet que he tomado otro, sobre todo para no ser
confundido con el poeta Roué» . 16
La distancia que separa a Voltaire de sí mismo, esa permanente
reconstrucción pública de su historia y de su persona, ese lado de
intangibilidad que no nos permite siquiera determinar a ciencia cierta la
fecha de su nacimiento o las circunstancias de su muerte, tampoco nos
servirá por sí misma para establecer nuestra competencia en asuntos de
mecánica o comprobar nuestra maestría en las cuestiones más intrincadas
de la óptica. Lo que hayan podido contribuir los Elementos a eliminar ese
espacio comprendido entre el filósofo y el poeta Voltaire quizá sirva de poco
a la hora de comprender su prosa. Con todo, al menos será posible
comenzar a entender que las razones que hacen de este libro un clásico del
pensamiento no dependen tan sólo de la circunstancia notable de que se
trate de un libro sobre Newton, ni siquiera de que sea un libro de Voltaire,
XVII
PROLOGO
sino de que también es un libro que a su modo nos cuenta parte de la
historia del autor del Candide cuando todavía no lo era y cuando todavía
era muy poco «nuestro Voltaire».
J a v i e r Moscoso
Harverd University, 1995