lunes, 23 de enero de 2023

E. E. Cummings Poemas INTRODUCCIÓN ALFONSO CANALES





E. E. Cummings

 Poemas


La poesía de Cummings constituye un esfuerzo denodado por hallar la expresión íntima, demostrando al lector la difícil transferibilidad de la experiencia poética. Hubo quien le reprochó la falta de eso que ha venido a llamarse «compromiso», así como la inamovilidad de su estilo. El primer reproche no es totalmente justo (aunque haya que reconocer que con nada estuvo comprometido en mayor grado que con la expresión). En cuanto a la fidelidad a sus propias fórmulas, no puede olvidarse que inició su labor con una dosis de personalidad que otros, los más, sólo alcanza a fuerza de ejercicio y años.

El traductor, Alfonso Canales, ha intentado dar una equivalencia en lengua castellana de los poemas de Cummings que se consideran más significativos, respetando en lo posible, no sólo el sentido, sino también su esquema plástico.

 

E. E. Cummings, 1969

Traducción: Alfonso Canales



 

Resulta interesante comprobar que no ha decrecido el interés por la obra de E. E. Cummings, pese a las dificultades formales que encierra o, quizás, precisamente en virtud de tales dificultades. La poesía de Cummings ha sido y sigue constituyendo una tentación para los traductores, que ven en ella una suma de apasionantes experiencias, susceptibles de ser compartidas mediante su trasvase a otras lenguas.

Paradójicamente, la popularidad de este poeta tiene su raíz en un total antipopularismo. Jamás pretendió hacer concesiones: su rebeldía ante toda posible concesión a la facilidad lo convirtió en un ser numinoso, envuelto en el misterio de sus oscuras fórmulas, cuyas incógnitas, una vez despejadas, engendran un placer parecido al de la resolución de un problema matemático.

Con cuanto acabo de decir, podría pensarse que la poesía de Cummings no rebasa los límites estrechos del esfuerzo formal, evaporándose al ser descifrada, sin dejarnos entre las manos algo que no sea un cúmulo de frases descoyuntadas, de palabras rotas, de letras perdidas. Se equivocaría quien no viera más que eso en la poesía de Cummings. Su lucha a brazo partido con el lenguaje no es, por supuesto, como en los poetas barrocos, un afán por conseguir la belleza, a base de ejercicios con el lenguaje mismo, sino, más bien, un esfuerzo denodado por hallar la propia expresión íntima, demostrando al lector la difícil transferibilidad de la experiencia poética. Jamás quiso Cummings ser conocido extensivamente, sino serlo en profundidad, tal como proclamaba Plinio el Joven: «Nescio que pacto magis homines iuuat gloria lata quam magna». Este conocimiento hondo lo suscita el poeta precisamente a base de dificultades que debe salvar el lector.

Mas ¿qué lector de poesía estará dispuesto a aceptar la lucha que Cummings le propone? ¿Quién se aprestará a seguir el tortuoso camino por el que frecuentemente transita el pensamiento de Cummings, a veces cortado en el más inesperado trecho, sin ofrecer salida posible? Debo confesar que los devotos de Cummings abundan sobre todo entre los propios poetas y entre los «snobs». Pero, como muy bien apunta Grossman, mientras los poetas se inclinan al conocimiento profundo, los «snobs» han venido propugnando un conocimiento «in extenso» y haciendo una reliquia de la menor palabra salida de la máquina de escribir de Cummings.

El poeta halla en E. E. Cummings el espíritu tierno, casi infantil, cínico al propio tiempo, y anárquico en medio de su enorme facilidad técnica. Ama también en Cummings su humor y ese espíritu juvenil que mantuvo hasta su muerte, en 1962. El propio poeta, allá por los años 50, contestó a alguien que le pedía datos biográficos con una variación sobre el «slogan» publicitario popularizado por el whisky «Johnny Walker»: «Nacido en 1894, se conserva siempre maravillosamente».

Cummings sabía que sólo es la juventud la que consagra: por eso le interesaba, sobre todo, tener un ámbito juvenil de lectores, como meta mucho más deseable que la de conseguir el premio Pulitzer. El aplauso oficial no le atrajo nunca: sólo él y Faulkner rechazaron la invitación que les había formulado la señora Kennedy, cuando ésta decidió adornar sus cenas en la Gasa Blanca con la presencia de los intelectuales.

Nació el poeta en Cambridge (Massachusetts), el 14 de octubre de 1894, hijo de Edward Cummings, profesor de Harvard, y de su esposa, Rebecca Haswell Clarke. Se le impusieron los nombres de Edward Estlin.

En su carta a Paul Rosenfeld nos habla E. E. Cummings entusiásticamente de su padre, diciéndonos que era un hombre de New-Hampshire, que medía 1,87 metros, gran tirador y pescador de caña, marino, recorredor de bosques, ornitólogo, experto fotógrafo, comediante, pintor, arquitecto de sus propias casas, fontanero capaz de instalar sus propios aparatos sanitarios y primer abonado al teléfono en Gambridge. Por lo que se refiere a su madre, nos dice, en «i: six nonlectures», que fue una verdadera heroína, como lo demostró cuando su marido falleció al ser arrollado su automóvil por una locomotora.

En 1911, Cummings comenzó sus estudios en Harvard, que le ofreció algunos conocimientos de lenguas y ciencias, algo de Homero, algo más de Esquilo, Sófocles, Eurípides y Aristófanes, y un profundo vistazo a Dante y a Shakespeare. Mas, sobre todo, el poeta recuerda de Harvard el aprendizaje de la libertad y de la amistad.

Fue precisamente en ese año cuando el primer poema de Cummings apareció en «Harvard Monthly». A partir de entonces, sigue publicando en dicha revista y en «Harvard Advocate», a lo largo de los cinco años que pasó en la Universidad. En total vieron la luz unos 25 textos, la mayor parte de ellos sin mucho interés, por tratarse de trabajos de aprendizaje, en los que pueden observarse claramente las huellas de Shakespeare, Milton, Shelley, Keats, Swinburne y Oscar Wilde. Desde mi punto de vista personal, considero muy importante el hecho de que un poeta tan revolucionario como Cummings no desdeñara en sus años de aprendizaje la sumisión a la rígida disciplina del soneto. Son precisamente los sonetos amorosos escritos en Harvard los que habrían de pervivir como más interesante muestra de su labor poética en los años universitarios.

El 25 de junio de 1915, el poeta se gradúa y, con motivo de la colación de grado, lee un discurso sobre «El arte nuevo». Citaba poemas de Gertrude Stein y se planteaba el problema de cuánto de todo aquello habría de ser considerado en rigor como arte: «No lo sabemos, pero los grandes del porvenir aprovecharán seguramente la experimentación de la época actual».

Entre 1916 —año en que recibe la licenciatura— y 1919, Cummings afirma que escribió «millones de poemas». En 1917, se presenta voluntario en el Cuerpo americano de ambulancias Norton-Harjes. Pronto le surge un grave contratiempo: su gran amigo Slater Brown había escrito desde el frente algunas cartas, sin contar con la censura, por lo que se le arresta, arrastrando a Cummings en el asunto. El poeta es arrestado también el día 20 de septiembre, y enviado a un campo de concentración en la Ferté-Macé (Orne), donde pasará tres meses, concretamente hasta el día 19 de diciembre. Durante su internamiento se le somete a interrogatorio:

—¿Qué le ha llevado a usted a enrolarse? ¿Es que detesta a los «boches»?

—No. Es que aprecio mucho a los franceses.

El año 1918 viene marcado por el primer amor que se le conoce al poeta. Contrae matrimonio con Elaine Orr, que le dará una hija, Nancy, y que acabará divorciándose de él.

Escribe en 1920 «The Enourmus Room», una novela que llegará a editarse en Nueva York, en 1922, y prepara para la imprenta su primera colección de poemas bajo el título de «Tulips and Chimneys».

«Tulips and Chimneys» reunía, aproximadamente, 150 textos: la primera parte —«Tulips»— compilaba un número considerable de composiciones my clásicas, pertenecientes a la época inicial de su labor poética, en unión de otros poemas en verso libre. Los «Tulips» se agrupaban bajo denominaciones alusivas al tema o al tono de los poemas incluidos: «Canciones inocentes», «Orientales», «Amores», «La Guerra», «Retratos», etc. «Chimneys» reunía los sonetos.

A pesar de que los poemas coleccionados no desentonaban de la más inmediata tradición, resultaron demasiado modernos para los editores. Por otra parte, Cummings era un desconocido. El redactor-jefe de la revista «Dial», Stewart Mitchell, se encargó de gestionar, infructuosamente la publicación del libro, yendo con él de editorial en editorial hasta que hubo de desistir del empeño. «Tulips and Chimneys» sólo vería la luz en 1923.

«Dial» significó en la vida literaria de los Estados Unidos algo así como, en la España de la Dictadura y la Segunda República, la «Revista de Occidente» o «Cruz y Raya».

En «Dial» publicaron, entre otros, Spengler, Elie Faure, Thomas Mann, Aragón, Anatole France y D. H. Lawrence, junto con los más jóvenes escritores americanos, entre los que desde el primer número (enero, 1920) figuró Cummings. Entre los siete poemas publicados en el primer número de «Dial» figuraba el que en la presente compilación aparece con el número cuatro.

En 1922, la editorial neoyorquina Boni lanza «The Enormous Room», y en 1923, como también se ha adelantado, se publica al fin «Tulips and Chimneys» (editorial Thomas Seltzer), aunque en edición abreviada: el libro sólo comprendía una selección de 66 poemas, tomados del manuscrito primitivo.

Al año siguiente, otro editor, Lincoln MacVeagh, vuelve sobre el manuscrito, enriquecido ya con obra más reciente, y selecciona «XLI Poems». Cummings escribiría: «Me maravillo de descubrir que Thomas & Lincoln han eliminado mi obra más personal». Los 79 poemas descartados se publicaron en 1925 por cuenta del autor, en edición limitada de 300 ejemplares, precisamente con el título «&», alusivo al coincidente proceder de uno «y» de otro editor. En ese mismo año Cummings empieza a dedicarse también al ensayo.

«&» contiene en su comienzo catorce «post-impresiones» y doce retratos. Sigue un grupo central de siete poemas y, luego, dos series de sonetos, agrupados bajo los títulos de «Realidades» y «Actualidades». Los sonetos «Realidades», de cierta obscenidad, se caracterizan, como ha apuntado Grossman, por una total ausencia de erotismo, mediante una alianza de descripciones clínicas y vocabulario poético. Por contra, en las «Actualidades», los sonetos están llenos de erotismo, mientras la obscenidad brilla por su ausencia.

Algunos poemas de «&» han quedado entre los preferidos de Cummings y de sus más fervorosos lectores, como por ejemplo, el que en esta selección figura con el número cinco.

La obra recogida en las tres primeras selecciones aludidas constituye lo que puede llamarse la primera época de Cummings. En esta primera época, el poeta, sometido aún a la influencia de las generaciones precedentes, va conquistando poco a poco su personalidad y aprendiendo su oficio. A pesar del apoyo que algunos le prestan, continúa siendo un poeta solo, cuya navegación se considera contracorriente.

La publicación de «is 5», en 1926, inicia el segundo período de Cummings. Tiene treinta y dos años, y ha alcanzado una maestría total en el dominio de la técnica expresiva llegando a buscar el efecto por el efecto y, sobre todo, adquiriendo conciencia de la sociedad en la que las circunstancias lo han colocado.

Los poemas del período inicial dotaron a Cummings de una reputación de revolucionario; los del segundo período le dan fama de revoltoso, al resucitar la sátira política en verso, género éste largamente descuidado por la poesía angloamericana posterior a los grandes románticos. Incluye también el libro «is 5» una serie de diseños de la guerra de trincheras, de cantos a la retaguardia parisina y de entusiasmos por esos artificios que constituyen la arpillera sobre la que se va bordando la alegría de los años 20. Cummings puso un prólogo a este libro, que puede alumbrarnos mucho acerca de su poética de entonces. En este prólogo nos dice que su teoría de la técnica dista mucho de ser original; se identifica con el cómico del «music-hall», anormalmente apasionado por esa precisión que crea el movimiento.

En el año 1927, Cummings publica su primera obra de teatro, «Him», que se estrenaría el 18 de abril de 1928, y contrae segundo matrimonio (con Anne Barton). Este matrimonio también terminará en divorcio.

Cummings fue siempre un apasionado del teatro. No del teatro pretenciosamente serio, con un contenido o «mensaje» más o menos filosófico o social, sino del teatro vivo que arranca de Aristófanes. A propósito de «Him», el poeta, veinte años antes que Adamov, lonesco y Beckett, nos dice: «No intentéis comprender, dejad intentar que os comprenda». En 1930 aparece un libro en prosa que Cummings tituló (es un decir) de esta manera:———. Quiere decir que el libro no tenía título. Comprendía ocho capítulos cada uno de ellos de cuatro o cinco páginas en gran formato, acompañados de dibujos sin relación alguna con el texto. Un diálogo imaginario con el editor constituye el prólogo. En esa introducción el editor se quejaba de que la obra careciese de título, de que estuviera encabezada por un blanco; de que las ilustraciones no conectaran con nada y de que el texto estuviera absolutamente falto de sentido con una tipografía evocadora de cartilla escolar: «Todo completamente idiota». El autor se defiende: «Yo diría hipercientífico: el título es inframicroscópico; el frontispicio es extratelescópico; las ilustraciones, superestereoscópicas; el sentido, postultravioleta; el formato, preautoerógeno… Si este libro le hace reír de buena gana, es usted inteligente». El editor no entiende pero el autor se apresura a aclararle que un libro es sólo una nueva manera de estar vivo. Y este tema de la igualdad entre la obra artística y el ser viviente constituirá un «leit-motiv» de Cummings.

1931 es para Cummnings un año fecundo. Publica el libro «CIOPW»; traduce «Front rouge», de Araqon; el editor Horace Liveright da a luz el libro «W» («ViVa»); presenta en la Galería de Pintores y Escultores (Nueva York), su primera exposición, y, en fin, hace su viaje a Rusia. Dos años más tarde relataría en el libro «Eimi» las incidencias de este viaje:

«El zorro rojo se inclina hacia mí. ¿Por qué quiere Vd. ir a Rusia?

porque no he estado nunca allí.

(Se desconcierta. Recupérase).

¿Le interesan los problemas económicos y sociales?

no.

¿Sabe que recientemente ha habido un cambio de gobierno?

sí (dije sin poder refrenar la sonrisa).

¿Tiene Vd. simpatía por el socialismo?

¿puedo permitirme una absoluta franqueza?

¡Se lo ruego!

no sé casi nada acerca de esas cuestiones importantes y estoy aún menos interesado por ellas.

(Sus ojos ponderan mi respuesta). ¿Qué le interesa a Vd?

mi trabajo.

O sea, ¿escribir?

y pintar.

¿Qué es lo que Vd. escribe?

versos, sobre todo; algo de prosa.

Entonces quiere Vd. ir a Rusia como escritor y pintor, ¿no es eso?

no; quiero ir como yo mismo».

No es difícil imaginar la irritación del funcionario. Tampoco es difícil imaginar el disfrute de Cummings, alcanzado mediante un diálogo en el que ambas partes hablaban desde tesituras radicalmente distintas. A través de este coloquio llegamos a calar en lo que siempre fue el ánimo de Cummings: la no aceptación de posturas prefabricadas. Cummings es, sobre todo, el poeta que rechaza la imposición de toda ley procesal. Por tal razón, quizás, Cummings seguirá siendo siempre un escritor juvenil.

Los poemas de «W» («ViVa») constituyen un paso más en la evolución del estilo de Cummings. El libro contiene dos poemas inolvidables: el retrato de Olaf, que el propio Grossman ha proclamado intraducible y el homenaje a su madre. El retrato de Olaf, que los seguidores de Cummings se saben de memoria, ha ocasionado varios incidentes con la censura: en el año 1964 su lectura fue prohibida en Londres; en el año 1966, el Ministro italiano del Espectáculo prohibió, a su vez, a los menores de dieciocho años la asistencia a una sesión poética donde habrían de leerse poemas de Miguel Angel, de Prévert, de Pavese y, entre otros de Cummings, el que hemos mencionado.

1932. El poeta conoce a Marion Morehouse, con la que se casó en diciembre, y a la que dedicaría su segunda exposición en Nueva York; y tras la publicación de «Eimi», en1933, llegamos, en 1935, a la aparición de otro libro de poesía, titulado «no thanks», el primero de los que ofreció a Marion Morehouse. Este libro parece delatar tras un breve período de esterilidad relativa, una cierta reacción: el poeta se nos muestra, en algunos aspectos menos intolerante. En vez de atacar, ríe y su risa tiene por primera vez, un tinte de madura serenidad.

En «no thanks», Cummings se vale de nuevo del soneto con intención satírica. Pero lo más interesante de esta nueva fase de su obra radica en el redescubrimiento del amor. A pesar de ello, debe proclamarse que Cummings atravesó por un período en el que la poesía se le hizo más difícil, período que no terminará hasta 1938. Se ha llamado la atención sobre el hecho de que mientras en los catorce años comprendidos entre 1925 y 1938 Cummings publicó una gran cantidad de prosa, pero tan sólo 163 poemas, en los diez años precedentes había publicado 274.

Antes del renacimiento que se produciría en 1938, el poeta daría, en 1936, una colección de 20 poemas, como primer libro suyo que habría de publicarse en Inglaterra.

Tras su encuentro con Marion Morehouse, Cummings alcanza, en el plano sentimental, un equilibrio que ya empezó a delatarse en «no thanks». La obra se beneficia de esta serenidad, profundizándose e intensificándose hasta marcar las notas más características de su estilo. El poeta había atravesado una breve fase de desaliento. En 1937, Ford Madox Ford, novelista, crítico y editor, escribía con tristeza: «Una vez, con “The Enormous Room”, Cummings consiguió alcanzar notoriedad y mantenerla durante algún tiempo. Actualmente, a mi modo de ver, vive de su talento de retratista… Todos los escritores de talla, y la mayor parte de los intelectuales, conocen la existencia del señor Cummings desde hace por lo menos tres lustros. Y, a pesar de ello, no tiene lectores en el gran público. ¡Ninguno! ¡Y tampoco editores!». Esta consideración pecaba de exagerada: se ha llamado la atención sobre el hecho de que «The Enormous Room», sin haber llegado a agotarse, había alcanzado una reedición en 1934. Por otro lado, no es el gran público el que suele dar el definitivo refrendo a la calidad de un poeta. Pero Ford era uno de los grandes amigos de Cummings, y la observación debió hacer mucha mella en su ánimo.

También es posible que la hiciera cierto resentimiento frente a Gertrude Stein, a la que llega a reprochar: «No me entrega lo que entrega a otros». Esta frase, contra lo que pudiera parecer, no se refiere en modo alguno al patronazgo de la que fue cronista de la «generación perdida». Se refiere, por el contrario, a su obra, de la que Cummings confiesa no recibir lo que otros reciben. Sin embargo, en el subsuelo de esta confesión, me atrevo a pensar que puede descubrirse un sótano de desfallecimiento, labrado por una sombra de conciencia de fracaso. Si Cummings hubiera leído atentamente a Gertrude Stein, quizás hubiera superado antes esa pequeña crisis: en «Composition as Explanation», Gertrude Stein, que no en balde era doctora en medicina, había analizado certeramente el proceso dialéctico que conduce a la fama, a partir del juego antitético que producen la irritación y la aceptación. Cummings llegará a ser un clásico; mas, para ello, habría que superar la lógica decepción que tiene que engendrar ese rechazo constitutivo de la primera fase del proceso.

Cuando, en 1937, Harcourt, Brace & Co. le proponen la publicación de su total obra poética, Cummings reGibe con ello el impulso necesario para vencer sus desánimos. Naturalmente, no se decide por dar a luz la totalidad de los poemas que había escrito hasta entonces: desea solamente encerrar en un libro aquellos que él desearía conservar, añadiendo algunos otros inéditos. Se entrega, pues, Cummings, a una labor de autocrítica que había de serle muy provechosa. La faena de elegir significaría para él un verdadero examen de conciencia profesional, que habría de desvelarle nuevos caminos.

Los «Collected Poems» aparecieron en el año 1938, sin que la crítica dispensara al libro lo que se dice una buena acogida. Un crítico dijo que no podía comprenderlo; otro, que los poemas constituían una especie de balbuceo infantil. El crítico del «New York Times» sostuvo que nada de aquello podía tomarse en serio. En general, se le reprochaba a Cummings su falta de «compromiso» y la inamovilidad de su estilo. Pero olvidaban que él significaba, dentro del panorama de la poesía de entonces, un caso Impar, puesto que se trataba de un poeta que había iniciado su labor con una dosis de personalidad que otros, los más, sólo alcanzan a fuerza de ejercicio y de años. Es evidente que cierta poesía inglesa del siglo XIX podía rastrearse en la obra de Cummings, pero todas las influencias habían sido alteradas y trabadas en una forma nueva de decir. Casi podría afirmarse que esos autores que habían dejado su huella en Cummings sufrieron, por obra y gracia de su particular, casi alquímica manera de crear, un proceso de renovación, a través de una corrupción previa. Los restos de Keats y de los pre-rafaelistas que en Cummings revivieron, alcanzaron esta nueva vida merced a una descomposición de sus elementos poéticos, del mismo modo que, biológicamente, la muerte y el renacer se traban sin solución de continuidad.

Conviene mucho llamar la atención sobre este tipo de proceso creativo, del que Cummings constituye el más ostensible ejemplo. Podría afirmarse que siempre ha ocurrido así. Pero importa no olvidar que nunca en tan alto grado como en nuestra época. No se trata ya de una reacción frente a la tradición inmediata; ni tampoco de un movimiento pendular que conduzca simplemente a una postura de oposición. Cummings, como otros muchos poetas de nuestro tiempo, no desdeñó sus antecedentes: lidió con ellos; trató de destruirlos digiriéndolos, transformándolos en savia propia, en substancia cuyas iniciales raíces llegaban a ser poco menos que irreconocibles.

La revista «The New Masses», órgano de los intelectuales comunistas americanos, destacó que Cummings había manifestado, desde el comienzo de su carrera literaria, una filosofía social muy cercana a la marxista. Pero reconoció también que, desde que el poeta tuvo conciencia de que el marxismo implicaba una nueva posibilidad de organizar el mundo, su reacción se mostró con una claridad meridiana. Y es que para Cummings, anarquista en el fondo, como tantos otros poetas de nuestro tiempo cuya obra ha sido tachada de conservadora, «toda clase de gobierno o de autoridad es imposible». Se ha dicho que, políticamente, tendía a la derecha, porque en América la derecha se opone a la centralización del poder; mus, en realidad, a lo que él se oponía era al poder mismo.

El anarquismo de Cummings está muy lejos de la suprema disciplina de su estilo, que tiende hacia una densidad sólo conseguida mediante una dura lucha por alcanzar el orden. Claro está que este orden formal de Cummings es único y personalísimo, y que esta unicidad podría llevarnos a pensar también en un modo de anarquismo stirneriano. Así y todo, debe notarse que el personalismo de Cummings se reduce a lo que tradicionalmente se llama forma externa. Por lo que se refiere al fondo, el poeta, sin dejar de oponerse a toda política organizada, persistió hasta el fin de sus días en el talante comunitario.

1944 nos da una nueva obra poética, «1 x 1», y la tercera exposición pictórica (45 óleos y 15 acuarelas). En el libro «1 x 1», el orden insólito —nunca anárquico— de las palabras alcanzará un grado más alto. La guerra no había terminado todavía, y él ya era un pacifista. Nunca, quizás, se sabrá a ciencia cierta si es verdad que el ferrocarril elevado de la Sexta Avenida de Nueva York (elevated; «el», para los neoyorkinos), había sido vendido al Japón como chatarra en 1940. Si el hecho fue real o no, nada importa. Cummings se apoya en él para construir un poema antibélico, que aparece en esta selección con el número 28. El lector que no conozca a fondo el idioma en que Cummings se desenvuelve encontrará muchas dificultades en este poema y en todos los que, a partir de esta época, nos ofrece el poeta. El traductor de estos «30 poemas» debe confesar que, si no hubiera podido confrontar anteriores interpretaciones, jamás hubiese podido llegar a abrirse camino en los poemas más crípticos de Cummings. Todo el proceso de la obra poética de Cummings indica un esfuerzo —o una resignación— frente a lo que se venía haciendo cada vez más inaccesible a los lectores. En Cummings, sobre todo en su última época, se ha querido buscar un paralelo con ciertos poetas provenzales, cuya influencia, por otra parte, es confesada por su contemporáneo Ezra Pound. Verdaderamente, la poesía críptica de Cummings y de Pound no tiene un claro enraizamiento en la de un Arnaut Daniel, pongo por caso; mas sí una clara justificación. Si lo que hacía Arnaut Daniel era válido, desde un punto de vista poético, no cabe duda de que también ha de serlo el quehacer de estos dos grandes poetas americanos de nuestro siglo. La construcción complicada no puede constituir un fin, pero jamás podrá decirse que en la poesía de Cummings esté todo supeditado a la técnica. Es, más bien, la técnica la que sirve a la poesía, para que se logre ese «arte entero», al que Pound aludía, a propósito de Dante.

(Se ha propuesto como materia de tesis la posible influencia de Pound en Cummings. Este último siempre fue un gran admirador de Pound. Por otra parte, no puede olvidarse que a Pound se le debe el redescubrimiento de ciertos poetas provenzales y del «dolce stil nuovo»).

En 1945, Cummings hace su cuarta exposición de pintura, también en Nueva York: cuarenta y tres óleos, ocho acuarelas y dos dibujos.

En 1946, la revista «Harvard Wake» (Cambridge, Massachusetts) dedica su número 5 a Cummings, con textos de John Dos Passos, Marianne Moore, Alien Tate, W. C. Williams, Theodore Spencer y otros. John Dos Passos afirma: «Estimo que Cummings es, en su ámbito de la emoción personal, de la lírica, un inventor de nuestro tiempo… Nada más lejos de mí que el pensamiento de que el trabajo de artesanía que muestran sus poemas, o “The Enormous Room”… o “Eimi” nos estimulará menos a medida que pase el tiempo». Marianne Moore nos dice: «E. E. Cummings es una suma de significaciones titánicas… Jamás comete faltas contra la estética». Y Williams compara a Cummings con Robinson Crusoe, recordando el momento en que el héroe de De Foe descubrió por vez primera la huella de un pie humano sobre la arena: «Esa huella también implicaba un lenguaje nuevo y una readaptación de la conciencia».

En el mismo año 1946, Cummings publica (Henry Holt, N. Y.) otra obra de teatro: «Santa Claus», a la que titula «moralidad».

La quinta exposición de pintura (38 óleos, 11 acuarelas y dos dibujos) tiene lugar en mayo de 1944, otra vez en Nueva York. A partir de entonces, hasta 1957, Cummings expondrá en Chicago, en Baltimore y en Rochester.

Y llegamos a 1950, el año en que Cummings publica una colección de 71 poemas, bajo el título de «XAIPE». Este libro se considera como la mejor obra poética de Cummings, por más que alguien haya sostenido un criterio radicalmente opuesto.

«XAIPE» contiene una serie de poemas políticos; contiene también conmovedores retratos, dos o tres bellas canciones, sonetos de amor y algunos poemas de una profunda religiosidad.

Los detractores de «XAIPE» sostienen que en este libro falta ese típico impacto que el poeta supo producir con su anterior obra poética. Y es que Cummings había habituado a sus lectores en la continua sorpresa. En «XAIPE» se muestra más sobrio, menos deslumbrador quizás, pero con una seguridad en sí mismo que sólo se consigue al doblar el cabo de la madurez. Es evidente que Cummings no engrandece su labor con este libro, pero mantiene su tono, y esto es ya de por sí importante.

En 1952 y 1953 el poeta ocupa la cátedra de poesía Charles Eliot Norton, en Harvard, y escribe y publica «i: six nonlectures», donde proclama que la poesía, como las demás artes, fue, es y siempre será un cuestión de individualidad. Afirma en este libro, verdadera confesión estética de Cummings, que la poesía es ser, más que hacer.

El libro «Poems 1923-1954» —publicado en esta última fecha— reúne casi todos los poemas de Cummings que habían visto la luz entre 1917 y 1950. De esta compilación se hará una edición definitiva en 1956. Cummings publica luego varias antologías de su obra en los años 58, 59 y 60, esta última en Faber & Faber, la editorial londinense dirigida por T. S. Eliot.

El 3 de septiembre de 1962 Cummings murió en Madisson (New Hampshire) de una súbita afección.

La difícil traducción aquí intentada apareció por vez primera en las ediciones de Angel Caffarena (Málaga, 1964). Fue un una edición muy limitada y, por ello, prácticamente desconocida. D. John Grossman (Poétes d’aujourd’hui, Pierre Seghers, éditeurs, París, 1966) no la cita en su bibliografía.

La traducción se hizo con voluntaria sujeción a los textos originales seleccionados y publicados en Milán (1961) por Vanni Scheiwiller, añadiéndose una versión más, debida al poeta Rafael León.

No habiéndose incluido en el cuerpo de esta nueva edición el poema que Rafael León tradujo —un poema navideño que justificaba su presencia, entre otras razones, por el hecho de que el libro vio la luz el 31 de diciembre—, considero del mayor interés reproducirlo, pues se trata de un canto ingenuo (tomado de «Collected poems») en el que se manifiesta una faceta de la poesía de Cummings que quizás está preterida en los «30 poemas» cuya versión doy:

árbol pequeño

silencioso árbol pequeño de la Navidad

tan chico

tan igual a una flor

 

¿quién te encontró en el bosque verde

y te acercó hasta aquí con tu tristeza?

mira quiero darte consuelo

porque cuánto me gusta el dulce olor que traes

 

voy a besarte en tu corteza

fresca y te daré un abrazo fuerte y apretado

como lo haría tu madre,

pero no tengas miedo

 

fíjate la platilla

que duerme todo el año en una caja oscura

soñando que la tomen y la dejen brillar,

las bolas las doradas y rojas cadenetas y los hilos de nieve,

 

levanta tus bracitos

y te lo daré todo para que tú lo tengas

cada dedo un anillo

y ni un solo rincón oscuro y desgraciado

 

y ya vestido entonces

muy puesto en la ventana para que bien te vean

¡cómo te mirarán

y estarás de contento!

 

y mi hermanita y yo cogidos de la mano

contemplaremos nuestro árbol hermoso

y en corro cantaremos

«Navidad Navidad»


A la traductora italiana Mary de Rachewiltz, hija de Pound, debo multitud de sugerencias. En ocasiones, sin embargo, he estimado oportuno discrepar de las versiones italianas, con un afán de atenimiento al texto de Cummings que no faltará quien considere como literalidad a ultranza. Las más de las veces la disensión se produce por amor del deseo de que no se evapore la clave formal de la poesía, hasta donde sea posible en el idioma castellano. Recuérdese que Cummings compartía la vocación poética y la vocación plástica. Por tal razón no cabe mermar importancia a la mágica correlación de los signos. La tipografía —esa tipografía de Cummings que Eliot no soportaba— parece importar más al poeta, en determinadas coyunturas, que su correspondencia ideológica: puede ocurrir que un gesto diga más que una palabra.

Los poemas 1-19 proceden de «Collected Poems» (Harcourt, Brace and C.º, N. Y., 1938); 20-26, de «95 poems» (allí mismo, 1958); 27-30, de «100 selected poems» (Grove Press, N. Y., 1959).

viernes, 20 de enero de 2023

UN MISTERIOSO HEROÍSMO STEPHEN CRANE

 


Crane Stephen

Stephen Crane fue un novelista y poeta estadounidense -y uno de los primeros exponentes del estilo naturalista- que nació el 1 de noviembre de 1871, en Newark (Nueva Jersey) y estudió en las universidades de Lafayette y Syracuse.

En 1890, se marchó a Nueva York para trabajar por su cuenta como reportero de los barrios bajos, labor que, junto a su pobreza, le proporcionaría material para su primera novela, `Maggie, una chica de la calle` (1893). La novela, que tuvo que publicar de su bolsillo y bajo el seudónimo de Johnston Smith, mereció los elogios de los escritores Hamlin Garland y William Dean Howells, pero no tuvo éxito. En cambio, la siguiente, `La roja insignia del valor` (1895), fue reconocida internacionalmente como un estudio psicológico, realista y profundo de un soldado joven en la Guerra Civil estadounidense. Y es que, a pesar de que nunca vivió experiencias militares, la descripción de las duras pruebas de combate que revelaba en su obra indujo a varios periodistas estadounidenses y extranjeros a contratarle como corresponsal en las guerras entre Grecia y Turquía (1897) y España y Estados Unidos (1898). Cuando, en 1896, el barco en el que acompañaba a una expedición de Estados Unidos a Cuba naufragó, sufrió tales privaciones que le ocasionaron una tuberculosis, pese a ello, usó las experiencias recogidas en el libro de cuentos `El barco abierto y otros relatos` (1898).

Las descripciones naturalistas de Crane son pesimistas y brutales, pero la crudeza de su realismo está mitigada por el encanto poético y la franqueza de los personajes. Crane también fue un innovador de las técnicas poéticas. Sus dos libros de poesía, `Los jinetes negros y otros versos` (1895) y `La guerra es amable y otros poemas` (1899), son ejemplos pioneros e importantes de verso libre. Otras obras son `Servicio activo` (1899), `Relatos de Whilomville` (1900) y `Heridas en la lluvia` (1900). En 1954 se publicó su correspondencia. Escribió un total de doce libros antes de morir, a los 28 años, el 5 de junio de 1900, en Badenweiler (Alemania).

Un misterioso heroismo`, que en su idioma original se tituló como `The mistery of heroism`, es un relato de Stephen Crane publicado dentro del libro `The Little Regiment and Other Civil War Stories` (`El pequeño regimiento y otras historias de la Guerra Civil`). Un joven soldado llamado Fred Collins se encuentra en pleno campo de batalla. Los cañonazos levantan polvaredas enormes a su alrededor cuando los proyectiles impactan contra el suelo, y los disparos detonados desde ambos frentes son como haces de luz y truenos. Caballos y hombres caen víctimas de toda esta artillería mientras los oficiales gritan órdenes a los soldados para que corran de un lado para otro, pero, irónicamente, Fred solo puede pensar en su sed, daría lo que fuera por un trago de agua fresca. Mirando a su alrededor, divisa un edificio con un pozo cerca. Quizá no esté seco, pero... ¿cómo acercarse? Y, lo que es más importe, ¿debería tratar de llegar hasta él? Collins deberá hacer frente a la definición que tenía hasta entonces de la palabra `heroismo`.


FUENTE: DR. ENRICO PUGLIATTI.

UN MISTERIOSO HEROÍSMO
STEPHEN CRANE


Los oscuros uniformes de los hombres estaban tan cubiertos de polvo por la incesante violencia de los dos ejércitos que el regimiento parecía casi parte del terraplén de barro que lo resguardaba de los proyectiles. Sobre la cima de la colina, una batería de cañones luchaba, entre tremendos estampidos, contra otros cañones y, a la vista de la infantería, los hombres de la artillería, las armas, los carros y los caballos se distinguían recortándose sobre el azul del cielo. Cuando se disparaba una pieza, un relámpago rojo, redondo como un madero encendido, destellaba bajo en los cielos, como una monstruosa flecha de luz. Los hombres de la batería llevaban un pantalón blanco y resistente que, de algún modo, acentuaba sus piernas; con él impresionaban más de lo habitual a la infantería cuando corrían y se juntaban en pequeños grupos a las órdenes que gritaban los oficiales.

- ¡Rayos! Ojalá pudiera beber algo. ¿Hay un poco de agua por aquí? -exclamó Fred Collins, del batallón A.

Entonces alguien vociferó:

- ¡Por allí va el corneta!

Ante los ojos de medio regimiento, moviéndose mecánicamente, se produjo la instantánea imagen de un caballo herido de muerte en pleno brinco convulsivo y de su jinete caído hacia atrás con un brazo torcido y los dedos de las manos extendidos delante de la cara. Del suelo se alzaba explotando el terror carmesí de una bomba, con hebras de fuego que eran corno lanzas. Un corneta resplandeciente evitó el choque con la espalda del jinete cuando caballo y hombre cayeron temerariamente. En el aire se respiraba el olor de la conflagración.

Cada tanto, ellos, los de infantería, miraban abajo la serena pradera que se extendía a sus pies. Su amplia y verde hierba se ondulaba dulcemente con la brisa. Más allá, se veía la forma gris de una casa medio destrozada por las bombas y por las activas hachas de los soldados, que habían buscado allí la madera para quemar. La línea de una vieja valla la marcaban ahora débilmente los abundantes rastrojos y un poste ocasional. Una bomba había volado en fragmentos el pozo de la casa. Unas finas líneas de humo grisáceo se elevaban en volutas desde unas cenizas que indicaban dónde había estado el granero.

Desde detrás de una cortina de verde bosque llegaba el ruido de una tremenda lucha, como si pelearan dos animales del tamaño de una isla. A cierta distancia, aparecían esporádicamente veloces hombres, caballos, baterías, banderas, y, al estrellarse las descargas de la infantería, se escuchaban a menudo salvajes y frenéticos vítores. En medio de todo ello, Smith y Ferguson, dos soldados rasos del batallón A, se encontraban inmersos en una calurosa discusión sobre las cuestiones principales de la vida nacional.

En la cima de la colina, la batería pronto estaría envuelta en un espantoso duelo. Por doquier se esparcían las piernas blancas de los artilleros y los oficiales redoblaban sus gritos. Los cañones, con su impasibilidad y firmeza, señalaban su eterno rasgo característico en el clamor de muerte que envolvía la colina.

Uno de los equipos móviles fue súbitamente abatido y cayó al suelo en un tumulto, y sus miembros, enloquecidos, arrastraron sus cuerpos casi despedazados en su lucha por escapar del tumulto y el peligro. Un joven soldado, a horcajadas sobre uno de los caballos guía, blasfemaba y maldecía en su silla de montar tirando furiosamente de la brida. Un oficial gritó una orden con tanta violencia que su voz se quebró, terminando la frase en un chillido de falsete.


La principal compañía del regimiento de infantería estaba un tanto al descubierto, y el coronel ordenó trasladarla por entero al resguardo de la colina. Se oía el retumbar estridente del acero contra el acero.

Un lugarteniente de la batería bajó cabalgando y pasó por su lado, sujetándose el brazo derecho fuertemente con la mano izquierda. Era como si aquel brazo no fuera suyo y más bien perteneciera a otro hombre. Su austero y cabizbajo caballo de batalla caminaba despacio. El rostro del oficial estaba mugriento y sudaba, y su uniforme, maltratado como si hubiera librado un cuerpo a cuerpo con un enemigo. Sonrió ceñudamente cuando los hombres clavaron la vista en él y dirigió su caballo hacia la pradera.

- Me gustaría beber algo. ¡Apuesto a que hay agua en ese viejo pozo de allí abajo! -dijo Collins, del batallón A.

- Sí, pero ¿cómo vas a llegar hasta allí?

La pequeña pradera que se interponía en medio sufría ahora una terrible avalancha de proyectiles. Su tranquilidad, hermosa y verde, se había des­vanecido por completo. Encima habían caído monstruosos puñados de tierra marronosa y las recientes briznas de hierba habían sido despedazadas, que­madas, arrasadas. Algún extraño destino de la batalla había hecho de aquella apacible pradera el objeto del odio rojo de las bombas, y cada una, al explotar, era como una imprecación contra el rostro de una doncella.

El oficial herido que cabalgaba por aquella parte de terreno se dijo:

- ¡Diablos! No dispararían más duro ni aunque el ejército entero estuviera apiñado aquí.

Una bomba hizo impacto contra las grises ruinas de la casa y, después del estallido, el muro destrozado cayó a pedazos, escuchándose un ruido que recordaba el batir de las contraventanas durante un fuerte vendaval de invierno. A decir verdad, la infantería detenida al resguardo del terraplén semejaba un grupo de hombres de pie en una playa contemplando una tempestad del mar. El ángel de la calamidad tenía bajo su mirada la batería de la colina. Muy pocos hombres con las piernas blancas trabajaban con los cañones. Una bomba había destruido una de las piezas, y cuando el fulgor, el humo, el polvo y la furia del golpe se desvanecieron ya se vieron algunas piernas blancas tendidas sobre el suelo. Y en este intervalo para la retaguardia, en que entra en juego la batería de caballos alzando los hocicos hacia el combate, aguardando la orden para arrastrar los cañones fuera del peligro, o para entrar en él, o para llevarlos dondequiera que esos incomprensibles humanos exijan con sus azotes y sus espuelas; en esa línea de espectadores mudos y pasivos, cuyos palpitantes corazones no les dejarán olvidar nunca las reglas de hierro del dominio del hombre sobre ellos; en esa clase de bestias soldados se había producido una implacable y espantosa carnicería. De entre el montón de sangrientos y re­zagados caballos, los hombres de infantería vieron a un animal alzando el cuerpo herido con sus patas delanteras y retorciendo el hocico hacia el cielo con mística y profunda elocuencia.

Algunos camaradas se burlaban de Collins por su sed.

- Bien, si quieres una bebida tan mala, ¿por qué no vas tú a buscártela?

- ¡Seguro, iré en seguida si no os calláis!

Un lugarteniente de artillería galopó con su caballo directamente colina abajo con tanta despreocupación como si cabalgase a nivel del suelo. Levantó la mano en un rápido saludo al pasar corriendo junto al coronel de infantería.

- Vamos a salir de ésta -rugió, encolerizado.


Era un oficial de barba negra y ojos como canicas, que chispeaban como los de un demente. Su caballo saltarín se movía con presteza por entre la columna de infantería.

El mayor, un hombre gordo, que estaba de pie con aire descuidado, con el sable sujeto en posición horizontal tras él y las piernas muy abiertas, contempló al jinete que se alejaba y rió.

- Quiere regresar con órdenes lo antes posible o no quedará batería - observó.

El sensato y joven capitán de la segunda compañía aventuraba con el lugarteniente coronel que la infantería del enemigo probablemente atacaría pronto la colina, y el lugarteniente coronel le contradecía.

Un soldado raso, en una de las compañías de retaguardia, examinó por encima la pradera y, después, volvió a la compañía.

- ¡Mira allí, Jim!-dijo.

Era el oficial herido de la batería, que un rato antes había atravesado cabalgando la pradera, sujetándose el brazo derecho con la mano izquierda. Parecía que aquel hombre había encontrado una bomba, en un momento en que nadie lo observaba, y ahora se le veía tumbado boca abajo con un pie en el estribo apretado contra el cuerpo de su caballo muerto. El caballo tenía una pata extendida de través hacia arriba, igual de tiesa que una estaca. Las bombas aún rugían alrededor del par de inmóviles cuerpos.

En el batallón A se estaba produciendo una riña. Collins agitaba un puño a la cara de algunos camaradas burlones.

- ¡Eh, vosotros! No tengo miedo de ir. ¡Si volvéis a decirlo, iré!

- ¡Claro que irás! ¡Seguro! Atravesarás todo ese polvorín, ¿eh?

¡Ahora veréis! -dijo Collins, con voz terrible.

Con esta fatal amenaza sus camaradas rompieron en renovadas burlas. Collins les miró frunciendo sombríamente el ceño y fue a buscar a su capitán. Éste se encontraba conversando con el coronel del regimiento.

- Capitán -dijo Collins, saludando reglamentariamente-, capitán, solicito permiso para ir a buscar agua de ese pozo que está allá abajo.

El coronel y el capitán se volvieron simultáneamente y fijaron la vista en la pradera. El capitán sonrió.

- Debe de estar muy sediento, ¿no, Collins?

Sí, señor, lo estoy.

- Bien... -dijo el capitán. Después de un momento preguntó-: ¿Puede esperar?

- No, señor.

El coronel miraba la cara de Collins.

- Vamos, muchacho -dijo, con voz piadosa-; vamos, muchacho -Collins no era un muchacho-. ¿No cree que va a correr demasiado riesgo para beber un poco de agua?

- No lo sé -dijo Collins, incómodo. Algo del resentimiento hacia sus compañeros, que quizá le habían empujado a aquel asunto, empezaba a desva­necerse-. No sé si lo corro o no.

El coronel y el capitán lo contemplaron un momento.

- De acuerdo -accedió finalmente el capitán.

- Bien -dijo el coronel-. Si desea ir, está bien. Vaya.

Collins saludó.

- Se lo agradezco.

Al alejarse, el coronel lo llamó.


- Tome algunas de las cantimploras de los otros muchachos y dése prisa.

- Sí, señor. Lo haré.

El coronel y el capitán se miraron entonces mutuamente, pues se les ocurrió de repente que en su vida podrían saber si Collins quería o no quería ir. Se volvieron para observar a Collins y, al verlo rodeado de camaradas gesticulando, el coronel dijo:

- Pues, por todos los demonios, apuesto a que va a ir.

Collins parecía ser un hombre soñador. En medio de las preguntas, los consejos, las advertencias, todas las conversaciones excitantes de sus compa­ñeros de batallón, mantenía un curioso silencio.

Estaban muy ocupados preparándolo para la situación. Cuando lo contemplaron cuidadosamente, pareció el examen que un mozo de cuadra hace a un caballo antes de una carrera. Estaban maravillados y sorprendidos por todo el asunto. Desahogaron su estupefacción con continuas y extrañas repeticiones.

- ¿Estás seguro de que vas? -preguntaban una y otra vez.

- Por supuesto que lo estoy -gritó Collins finalmente, con furia.

Se alejó a zancadas hoscamente, balanceando cinco o seis cantimploras de sus pantalones de pana. Le parecía que la gorra no iba a sostenérsele sobre la cabeza y se la cogía a menudo para calársela sobre las cejas.

En la compacta columna se produjo un movimiento general. La alargada cosa con forma de animal se movió ligeramente. Los cuatrocientos ojos que la formaban se volvieron hacia Collins.

- Bien, señor, nunca pensé que Fred Collins tuviera arrestos para hacer algo así.

- ¿Qué es lo que va a hacer, en definitiva?

- Va a ir a ese pozo a buscar agua.

- No estamos muriéndonos de sed, ¿verdad? Es una estupidez.

- Bueno, alguien se lo sugirió y lo está haciendo.

- Debe de ser un tipo desesperado.

Cuando Collins avanzó por el prado, alejándose del regimiento, percibió vagamente que un abismo, el profundo valle de los orgullos, se abría de repente entre él y sus camaradas. Era algo provisional, pero la previsión era que él volvería vencedor. Unas extrañas emociones le habían empuj ado ciegamente y le habían hecho atribuirse a sí mismo la obligación de enfrentarse cara a cara con la muerte.

Pero tampoco estaba seguro de que deseara retroceder, aun en el caso de que pudiera hacerlo sin vergüenza. Para decir la verdad, estaba seguro de muy pocas cosas. Estaba fundamentalmente sorprendido.

Le parecía extraño, casi sobrenatural, haber permitido a su mente manipular a su cuerpo hasta llevarlo a una situación tal. Comprendía que se la podía llamar dramática.

Sin embargo, no era capaz de una completa apreciación de nada, excepto de la consciencia, en ese momento, de estar aturdido. Sentía su mente embotada perseguir a tientas la forma y el color de aquel incidente. Se preguntó por qué no experimentaba una agonía punzante de terror hendiendo sus sentidos como un cuchillo. Se lo preguntaba porque la humanidad había pregonado a voces du­rante siglos que los hombres debían sentir temor de ciertas cosas, y que todos los que no sentían este temor eran fenómenos... héroes.

Él era, entonces, un héroe. Sufría esa decepción que todos sufriríamos si descubriéramos que somos capaces de realizar las grandes hazañas que hemos


admirado en la historia y las leyendas. ¿Eso era un héroe? Pues los héroes no eran gran cosa.

No, no podía ser verdad. Él no era un héroe. Los héroes no tenían faltas en su vida y él se recordaba a sí mismo pidiendo prestados quince dólares a un amigo con la promesa de devolvérselos al día siguiente, y después evitando a aquel amigo durante diez meses. Cuando, en casa, su madre le había impulsado a los primeros trabajos de su vida en la granja, a menudo se comportaba de manera irritable, infantil y diabólica; y su madre había muerto cuando él se incorporó a la guerra.

Vio que en aquel asunto del pozo, las cantimploras y los proyectiles, era un novato en el terreno de las grandes hazañas.

Estaba aproximadamente a treinta pasos de sus compañeros. Todas las caras del regimiento estaban vueltas hacia él.

Del bosque, repleto de sonidos terroríficos, emergió súbitamente una pequeña y desordenada línea de hombres. Dispararon rápidamente y con fiereza en una espesura distante de la que se elevaron leves columnas de humo blanco. La salpicadura de aquel fuego de escaramuza se añadió al tronar de los cañones en la cumbre de la colina. La pequeña columna corrió hacia delante. Un sargento de color cayó en redondo con su bandera, como si hubiera resbalado en el hielo. Se oyeron unos vítores roncos desde aquel campo distante.

Collins sintió de repente que los dos dedos de un demonio le apretaban los oídos. No podía ver nada más que flechas volando y llamaradas rojas. Se tambaleó por la conmoción de la explosión, pero consiguió echar una enloquecida carrera hacia la casa, que veía como un hombre sumergido hasta el cuello en el agua vería la costa. Esquirlas de proyectiles aullaban en el aire y el temblor de tierra que producían las explosiones le enloquecía con un rugido amenazador. Mientras corría, las cantimploras chocaban con un rítmico tintineo.

Al aproximarse a la casa, se le hicieron vívidos todos los detalles de la escena. Observó algunos ladrillos de la chimenea esparcidos por el césped. Una puerta colgaba de una de sus bisagras.

Las balas de los fusiles lanzadas por los insistentes tiradores de la escaramuza llegaban desde la distante espesura y se mezclaban con los obuses y los pedazos de obuses hasta que el aire estuvo cortado en todas direcciones por alaridos, gritos y aullidos. El cielo estaba repleto de demonios que lanzaban toda su ira salvaje sobre su cabeza.

Cuando se acercó al pozo, se precipitó a inclinarse y atisbar en su oscuridad. Se veían unos furtivos destellos plateados como a un metro del borde. Tomó una de las cantimploras, le quitó el tapón y la balanceó hacia abajo sujetándola del cordón. El agua penetró lentamente con un gorgoteo indolente.

Y en ese momento, cuando estaba tumbado con la cara vuelta, el terror le golpeó de repente. Se le aferró al corazón como una zarpa. Sus músculos perdieron toda la fuerza y por un instante fue un hombre muerto.

La cantimplora se llenaba con una enloquecedora lentitud, a la manera de todas las botellas. Entonces, recuperó su fuerza y le lanzó un estremecedor juramento. La inclinó hasta que pareció que intentaba meter el agua dentro con sus propias manos. Escrutaba el interior del pozo con los ojos brillantes como dos piezas de metal y con expresión de terrible súplica y desesperación. Aquella agua estúpida se mofaba de él.

Se oyó el estampido de un cañonazo. Una luz carmesí resplandeció a través de la veloz humareda hirviente y proyectó un reflejo rosado sobre parte de una


pared del pozo. Collins sacudió el brazo y la cantimplora con el mismo movimiento con que un hombre retiraría la cabeza de un horno.

Se incorporó con dificultad, miró con fiereza a su alrededor y vaciló. En el suelo, junto a él, yacía el viejo cubo del pozo, provisto de una larga cadena. Lo bajó rápidamente al interior del pozo. El cubo golpeó el agua y luego, dando vueltas perezosamente, se sumergió. Cuando tiró de él, con las dos manos juntas y temblorosas, chocó varias veces contra las paredes del pozo y derramó parte de su contenido.

Corriendo con un cubo lleno, un hombre sólo puede adoptar un modo de andar. Por eso, a través de aquel pavoroso campo sobre el que gritaban los ángeles de la muerte, Collins corría a la manera de un granjero expulsado de una vaquería por un toro.

Su rostro empezó a palidecer por anticipado, anticipación de un golpe súbito que lo hiciera tambalear y caer. Caería como había visto caer a otros hombres, con la vida escapando tan súbitamente de ellos que las rodillas no tocaban el suelo antes que la cabeza. Vio la larga línea azul del regimiento, pero sus camaradas le miraban de pie desde el borde de una estrella imposible. Percibió los surcos de unas ruedas y las huellas de unos cascos en la hierba, debajo de sus pies.

El oficial de artillería que había caído en la pradera había gemido en las fauces de aquella tormenta de ruidos. Aquellos fútiles gritos, lanzados en su agonía, sólo los oían los proyectiles y las balas. Cuando Collins se acercó corriendo con los ojos desorbitados el oficial, se incorporó. Tenía el rostro crispado y pálido por el dolor, y parecía a punto de lanzar otro grito estremecedor. Pero, de pronto, su cara se serenó y dijo:

- Muchacho, dame un poco de agua, ¿quieres?

Collins ya no tenía espacio para la sorpresa entre sus emociones. Estaba loco por las amenazas de aniquilación.

- ¡No puedo! -gritó y su réplica fue la descripción de todas sus singulares aprensiones. Había perdido la gorra y tenía el cabello en desorden. Por sus ropas parecía que le hubieran arrastrado por el suelo. Siguió corriendo.

El oficial inclinó la cabeza. El pie que tenía encajado en el estribo todavía estaba apretado contra el cuerpo de su caballo muerto y tenía la otra pierna bajo el corcel.

Pero Collins se dio la vuelta. Volvió atrás apresuradamente. Su rostro tenía una coloración gris y en sus ojos todo era terror.

- ¡Aquí está! ¡Aquí está!

El oficial parecía un borracho. Tenía el brazo caído como una rama seca. La cabeza le pendía como si su cuello fuera un sauce. Se hundía en el suelo, para yacer con la cara hacia abajo. Collins le agarró por el hombro.

- ¡Aquí está! ¡Aquí está su agua! ¡Vuélvase! ¡Vuélvase, hombre, por el amor de Dios!

Con Collins tirando de su hombro, el oficial giró el cuerpo y cayó con el rostro vuelto hacia esa región donde habitan los sonidos impronunciables de los misiles turbulentos. La debilísima sombra de una sonrisa cruzó sus labios cuando miró a Collins. Dio un suspiro, un leve suspiro, como el de un niño.

Collins intentó sujetar el cubo con firmeza. Pero sus temblorosas manos hicieron que el agua se vertiera sobre el rostro del moribundo. Entonces la tiró y siguió corriendo.

El regimiento le ofreció una estruendosa bienvenida. Los rostros ceñudos se


relajaron con risas. Su capitán apartó el cubo.

- Désela a los hombres.

Los dos lugartenientes, simpáticos y bromistas, fueron los primeros en hacerse con el cubo y se pusieron a tocarlo y a jugar con él. Cuando uno intentaba beber, el otro le pegaba en broma en el codo.

- ¡No, Billie! Vas a conseguir que se me derrame -decía uno, y el otro reía.

De repente, se oyó un juramento, el golpe sordo de la madera contra el suelo y un súbito murmullo de asombro entre los soldados. Los dos lugartenientes se miraron. El cubo yacía en el suelo, vacío.

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