jueves, 18 de agosto de 2022

ASESINO DE LA CALLE BELPOGGIO Italo Svevo.


 

ASESINO DE LA CALLE BELPOGGIO

Italo Svevo

I

¿Era tan fácil matar? Detuvo su prisa y miró detrás de sí: en la larga calle iluminada por unos pocos faroles vio yacer el cuerpo de aquel Antonio del que ni siquiera sabía el apellido; lo vio con una exactitud de la cual inmediatamente se asombró. En ese breve instante había podido percibir su fisonomía, esa cara flaca y sufrida, y la posición del cuerpo, una posición natural pero rara. Lo veía en escorzo, allí, en la calle, la cabeza doblada sobre un hombro porque había sufrido un tremendo golpe contra la pared; en toda su figura, sólo las puntas derechas de los pies, que se proyectaban muy largas en la tierra, a la escasa luz de los faroles lejanos, estaban como si el cuerpo al que pertenecían se hubiese colocado voluntariamente; todas las otras partes eran realmente las de un muerto, es más, las de un asesinado.

Caminó por las calles más directas; las conocía a todas y evitaba las callejuelas por las que uno podía perder tiempo.

Era una fuga desenfrenada, como si tuviera a los guardias tras sus talones. Casi derribó a una mujer al suelo, pero aun así no experimentó la menor preocupación por las imprecaciones que ella, airada, le lanzó.

Se detuvo en el Piazzale San Giusto. Sentía que la sangre le corría vertiginosamente por las venas, pero no tenía ninguna ansiedad y, por lo tanto, no lo había cansado la carrera. ¿Tal vez el vino bebido poco antes? El asesinato no, seguramente eso no: no lo había cansado ni asustado.

Antonio le había pedido que le tuviera por un momento el fajo de billetes. Después, cuando le dijo que se lo devolviera, en su mente estalló la idea de que muy poco lo separaba de la propiedad absoluta de ese dinero: ¡la vida de Antonio! No había acabado de concebirla cuando ya la había llevado a cabo; le asombraba que esa idea, que no era todavía una decisión, le hubiese dado la energía necesaria para asestar aquel golpe tan fuerte que los músculos del brazo se le habían resentido. Antes de dejar la plaza rompió el paquete que contenía los billetes, lo arrojó lejos y distribuyó el contenido desordenadamente en los bolsillos; luego caminó con un paso que quería parecer tranquilo, pero que pronto, y aunque trataba de calmarlo, se hizo más rápido porque moderarlo en el llano, tras haber subido corriendo, era difícil. Acabó preso de una gran

ansiedad que lo obligó a detenerse exactamente debajo del castillo, donde los centinelas miraban hacia la ciudad en la que se había cometido el gran crimen.

En la escalinata que llevaba hasta la Plaza de la Legna le resultó más fácil moderar el paso, pero siempre cuidaba de apoyar los dos pies en un escalón antes de descender al próximo. Quería reflexionar, pero no pudo más que adoptar la actitud de pensar. ¡Muy pronto se dijo que no era necesario, dado que cada uno de sus movimientos estaba ahora dictado por la necesidad! Aceleró nuevamente el paso. Sin demora llegaría a la estación de trenes y trataría de partir hacia Udine; desde allí le sería fácil pasar a Suiza.

En ese momento estaba en sus cabales. Se había diluido la ligera niebla producida en su cerebro por la cena que le pagara el pobre Antonio. Aunque no fue la causa del delito, el vino, proporcionado por su propia víctima, le había hecho más fácil ejecutarlo.

Si no hubiera tenido esos vahos en la cabeza, no habría sido capaz de olvidar que, cometido el crimen, mucho le faltaba aún antes de asegurarse el fruto, y con su carácter poco enérgico, inerte, siempre habría buscado el modo y los medios, terminando por no actuar, salvo con seguridad, o sea, nunca.

¿Dónde se podía matar con seguridad? ¿Y si ese lugar hubiera existido, habría ido Antonio? Tuvo ganas de reír; aquel Antonio era un imbécil al que hubiera podido hacer ir expresamente a un lugar incluso más lejano.

Caminaba ahora seguro y calmo por la calle, pero no se le ocultaba que su tranquilidad provenía de saber que ninguno de los transeúntes podía conocer todavía el delito que él había cometido. Para ellos, aún era un hombre honesto, y los miraba francamente a la cara, como para usufructuar por última vez el derecho que estaba por perder.

Pero en la estación volvió a sentirse agitado. Allí debía dar el paso que tanta importancia tendría en su destino. Si lo dejaban partir estaría a salvo. ¡Qué tranquilidad experimentó al comprobar que se alejaba con la vertiginosidad del relámpago!; porque, en un sentido que no conocía en sí, del otro extremo de la ciudad veía avanzar la noticia del homicidio y la persecución, y sabía que si no huía pronto iban a alcanzarlo.

El tren partía a la una y faltaba aún cerca de media hora. No quería entrar al atrio vacío mucho tiempo antes de la partida, pero no fue capaz de quedarse solo en la oscuridad durante mucho tiempo, no por temor, sino por impaciencia. Había mirado largamente el reloj de la estación vigilando en él el avance del tiempo; luego había observado el cielo estrellado y sin nubes.

¿Qué le quedaba por hacer? «¡Si tuviese a alguien con quien hablar!», pensó y estuvo a punto de abordar a un cochero que dormitaba en su pescante. Pero se contuvo, porque corría el peligro de hablarle de su crimen y, desde afuera, desde el enorme miedo al juicio de sus semejantes; para su sorpresa, no sentía ningún remordimiento, sino una especie de soberbia por la férrea resolución tomada imprevistamente, y por la audaz y segura ejecución.

Entró a la sala de espera. Quería ver la cara de los presentes, pensando que en ellas leería el destino que le esperaba.

En el asiento que estaba junto a la puerta había dos mujeres friulanas sentadas al lado de sus cestas, medio adormiladas. Hacia el fondo de la estación, algunos aduaneros cargaban fardos y, a la izquierda, en el bar, un hombre gordo fumaba sentado frente a un vaso de cerveza semivacío.

Se asombró nuevamente por la agudeza de su vista; nunca se había sentido tan fuerte y elástico, pronto a luchar o a huir. Era como si su organismo, advertido del peligro que corría, hubiese recogido todas sus fuerzas para ponerlas a su disposición en aquel difícil momento.

Su paso resonaba fuerte en el andén vacío y despertaba un eco confuso. Las dos friulanas levantaron la cabeza y lo miraron.

Él golpeó la ventanilla del boletero para llamar al empleado y, no sin esfuerzo, logró esperar sin moverse varios minutos antes de que este respondiera.

—Un pasaje para Udine.

—¿Qué clase?

En eso no había pensado.

—Tercera.

No la elegía por economía, sino por prudencia; había que viajar de conformidad con sus ropas muy raídas.

—Ida y vuelta —añadió rápidamente, sorprendido por esa buena idea que había tenido.

Para pagar sacó uno de los billetes del fajo, pero de inmediato lo guardó otra vez en el bolsillo; había treinta mil florines. Encontró un pequeño paquete de diez florines y pagó.

Le pareció que la obra estaba cumplida a medias, ahora que tenía el pasaje en el bolsillo. Más que a medias, porque ya no hacía falta hablar con nadie. Le bastaba con sentarse tranquilamente en el compartimiento, con esas friulanas que no infundían sospechas; el resto sería cuestión de la locomotora.

Tenía que ocupar el tiempo que todavía faltaba para la partida de alguna manera. Introdujo sus manos en todos los bolsillos y alcanzó a palpar los billetes. Eran suaves, muy suaves, como si simbolizaran la vida que podían brindar.

Así, con las manos en los bolsillos, se apoyó en un pilar de la puerta, el lugar más oscuro del atrio, desde donde podía vigilar todo el ambiente sin ser visto. Aun sintiéndose perfectamente seguro no quería dejar de tornar precauciones.

El contacto con los billetes no le producía una gran alegría y se dijo que era porque todavía no se sentía su seguro poseedor. En cambio, aunque no hubiera albergado esa incertidumbre, el recuerdo de su delito no habría dejado lugar en él para otros sentimientos. No era preocupación ni remordimiento, sino esa impresión en el brazo derecho, con el que había asestado el golpe, que ahora parecía haberse extendido a todo su organismo. El acto tan breve y fulminante había dejado en su cuerpo las huellas de lo hecho. Su pensamiento era incapaz de separarse de ello.

—Dame mi dinero —le había dicho Antonio deteniéndose de pronto. Habiendo tomado la decisión de no devolverle el fajo pensó que Antonio lo había adivinado y, por lo pronto, no hizo sino un gesto destinado a quitarle esa sospecha. Extendió la mano izquierda tendiéndole el paquete, aunque sabiendo que estaban tan distantes uno del otro que sus manos no llegarían a tocarse. Antonio se acercó enseguida demasiado y, en parte, la violencia del golpe que recibió derivó de su propio movimiento hacia el hierro. Ya se doblaba y todavía no había entendido lo que le pasaba. Se llevó las manos a la herida y las retiró bañadas en sangre. Lanzó un grito y cayó en tierra, donde inmediatamente se puso rígido. ¡Qué extraño! En ese grito, la voz de Antonio era seria y solemne; ya no era esa voz que hasta entonces balbuceaba las palabras del imbécil y del borracho; «Lo que le pasaba a Antonio era una cosa muy seria», pensó Giorgio con preocupación.

De pronto, algo lo hizo salir de sus sueños. Con paso rápido había entrado un guardia y se había dirigido directamente a la sala de espera. A Giorgio se le heló la

sangre en las venas. ¿Ya lo buscaban? Se quedó quieto, venciendo el movimiento instintivo que lo haría llevado hacia la calle, pero luego, observando la vivacidad con la que el guardia hablaba con el empleado, le pareció que había ido precipitadamente a dar la orden de no dejarlo partir y salió de la estación sin hacer ruido, de modo que ni las dos friulanas que estaban tan cerca de la puerta se dieron cuenta de su partida.

En la oscuridad de la plaza sintió tanta calma que dudó de que su fuga fuese justificada, pero no lo suficientemente como para regresar al vestíbulo. Resolvió detenerse durante cierto tiempo en ese lugar esperando que su suerte le diera algún indicio para orientarse. No era una decisión pequeña o de fácil ejecución la de permanecer allí quieto, porque tranquilo no se hubiera sentido más que obedeciendo a su instinto y corriendo a loco lejos de aquel lugar. La vista de una persona que tal vez tuviera la orden de arrestarlo había bastado para quitarle toda la audacia de la que antes se vanagloriaba. Buscó una posición natural, para llamar menos la atención y se sentó en una escalinata. Se sentía a disgusto, pero sabía que esa era una posición natural porque pocos días antes, luego de haber comido abundantemente por primera vez en cuarenta y ocho horas, se había sentado sobre los escalones de una iglesia y había podido observar que los que pasaban no lo veían.

¿Partir? ¿Jugarla de audaz y partir a ciegas, sin tener el cuidado de saber si en el mismo momento de la partida o en la estación siguiente sería detenido? Más que esta duda lo detuvo el horror de pasar esas horas en medio de una angustia que acababa de conocer.

Cambió su miedo por un razonamiento: partir significaba huir y una fuga era una confesión; si lo atrapaban en la fuga estaría irremediablemente perdido. Se quedaría, y no le faltaron argumentos para darle matiz de razonabilidad a su deseo de no alejarse de la ciudad.

¿Quién podía encontrarlo? Dos o tres personas que no lo conocían lo habían visto con Antonio y exactamente en la parte de la ciudad opuesta a aquella donde habitaba.

Pero luego de esa primera cobardía ya no se sintió capaz de audacias. Su bullente cerebro le aconsejaba una audacia útil, pero, aunque lo entretenía, ni por un instante pensó ponerla en práctica. Lo torturaba una gran curiosidad por saber qué sabía la gente del asesinato y qué hipótesis se barajaban acerca del asesino. Hubiera podido ir nuevamente al lugar del hecho e informarse con cautela. Pero entonces, naturalmente, habría que hablar del asesino y tal vez con policías… Todo eso ponía los pelos de punta.

¡No!, volvería inmediatamente a esa especie de guarida que desde hacía más de un año le servía de habitación y que no abandonaría durante mucho tiempo. Seguiría viviendo como hasta entonces, conociéndose sólo aquellas comodidades que no resultaran imprudentes.

Para ir a su habitación en Barriera Vecchia tenía que pasar por la amplia Calle del Torrente. Un tremendo miedo por la luz se lo impidió y, explicándose a sí mismo que su miedo era cautela, enfrió por una callejuela solitaria que lo llevó hasta la colina adyacente a una calle ancha pero a trasmano, poco frecuentada a esa hora y escasamente iluminada. Después, con una vuelta enorme, siempre prefiriendo las calles más oscuras, llegó al otro lado de la ciudad. Se detuvo frente a una puerta que quedaba un escalón más abajo que la calle. Entró, cerró la puerta tras sí y en la profunda oscuridad se sintió por fin tranquilo. Había cometido un error, ese paseo por la estación, pero al regresar salvo a su casa le pareció haberlo anulado.

Allí nadie podía saber de su intento de fuga; en uno de los rincones de la habitación oía roncar a Giovanni, probablemente borracho.

Buscó a tientas su colchón, se extendió y se desvistió. Tomó la chaqueta en la que estaba el dinero, la puso debajo de la almohada y se durmió, luego de haber tambaleado hacia el sueño en una desordenada fantasía. No le parecía ser el asesino. Esa calle lejana, a la que al huir había mirado una vez más; el asesinato, que por tan breve tiempo había conocido, y esa fuga de la estación, bailaban en su mente, pero sin conmoverlo ni atemorizarlo. En su inmenso cansancio le pareció que la oscuridad en la que se encontraba no iba a despejarse jamás. ¿Quién podía ir a buscarlo allí?

II

En la triste sociedad en la que vivía Giorgio lo llamaban «el señor». No debía este apodo a sus maneras, que de todos modos eran superiores a las de los otros, sino más bien al desprecio que mostraba hacia las costumbres y las diversiones de sus compañeros. Ellos se sentían felices en la hostería, mientras que Giorgio entraba con desgano, permanecía lo más silencioso posible y cuando bebía se ponía más triste aún. El vulgo siente un gran respeto por la gente que no se divierte y Giorgio, dándose cuenta de la impresión que producía, afectaba mayor tristeza de la que realmente sentía.

En el fondo, su historia era muy simple y común y no tenía el pasado espléndido que pretendía dar a entender. Los estudios de los que se jactaba eran dos años de bachillerato que le había costado cinco años cumplir. Después había abandonado la

escuela y en muy breve tiempo dilapidó el escaso peculio de la madre. Hizo varios intentos para mantener el lugar burgués culto al que ella había tratado de llevarlo, pero en vano, porque sólo encontró empleo como obrero. No pudiendo mantenerla, había abandonado a la madre y vivía en esa pocilga con otro obrero llamado Giovanni, trabajando, cuando estaba muy activo, dos o tres días por semana.

Estaba disconforme consigo mismo y con los demás. Trabajaba quejándose, se quejaba cuando recibía la paga y no se calmaba siquiera en sus largas horas de ocio.

Rico no había sido nunca, pero había estado en condiciones de soñar con una mejoría. Muchos a su alrededor, la madre principalmente, habían puesto sus ilusiones en él, y habían sido ciertamente esos sueños y la amargura de ver cada vez más lejana su realización lo que le había costado la vida a Antonio.

Se despertó sobresaltado debido a un ruido. Giovanni se estaba vistiendo y, habiéndose puesto por error una bota de Giorgio, se la había quitado blasfemando y la había arrojado al suelo con violencia.

Giorgio fingió dormir aún y, respirando ruidosamente a propósito, volvió a pensar con sorpresa en su crimen. Si no lo hubiera cometido, probablemente ya no tendría valor para ejecutarlo, pero, dado que era cosa hecha y que con los nervios tranquilos por el largo reposo se hallaba en un lugar olvidado por todos, seguro, apoyando la cabeza sobre su tesoro, no lo lamentó ni sintió remordimiento. Este fue el primer sentimiento de aquella larga jornada.

Giovanni, ya vestido, lo había tomado por un brazo y lo sacudía:

—¿No vas a buscar trabajo, vago?

Giorgio abrió los ojos y, estirándose como quien acaba de despertarse, murmuró:

—Hoy ya dudo de que encuentre. Me quedaré otro poco en la cama.

Giovanni exclamó:

—¡Ah!, ¡el señor! Siga descansando nomás. —Salió dando un portazo.

Así, sin llave, desde afuera no se podía entrar, pero a Giorgio no le bastó. Se levantó y fue a poner el candado. Luego sacó de los bolsillos los billetes y los contó.

Por cierto, la vista de aquel dinero no le producía un sentimiento de alegría: era el recuerdo de su delito y podía convertirse en la prueba. La vista de la calle iluminada por el sol matutino lo había agitado y, en vano, afanosamente, para sentirse de nuevo satisfecho por su acción, calculaba cuantos años podría vivir libre y rico con aquella suma. Su mayor preocupación interrumpía el cálculo y la satisfacción: ¿dónde esconderlo?

El suelo estaba cubierto por tablas que, aparte de alguna ligera soldadura en la extremidad, estaban simplemente apoyadas en la tierra. Buenos escondites había en abundancia, pero ninguno era seguro dado que, habiendo en la habitación un solo armario, y sin llave, los dos inquilinos tenían la costumbre de usar a menudo esos escondrijos. Pero a Giorgio no le faltaban buenas ideas. Escondió todos los billetes debajo de la cama de Giovanni.

Mientras estaba atento a su labor, con una sonrisa complacida entre los labios, un ligero sonido proveniente de un rincón de la habitación lo hizo sobresaltar y, abandonando una tabla que había levantado, esta, al caer, le aplastó una mano produciéndole tal dolor que, para no gritar, tuvo que morderse los labios. Le pareció que aquel alboroto era semejante a una lucha y tan grande fue su susto que, cuando se calmó, tuvo que reconocer, humillado, que si bien no le faltaban buenas ideas, le faltaba algo que hubiera podido serle de una utilidad inmensamente mayor en aquellas circunstancias.

Decidió no salir por el momento. Le resultaba más fácil mantenerse en la semioscuridad que salir al sol, a la calle. Miraba la luz que entraba por la única ventana y calculaba qué impresión le produciría caminar por las calles de día, dado que tan mal se había sentido caminándolas por la noche.

Giovanni le traería noticias, las cosas que se decían sobre el asesino. Tenía la costumbre de leer todos los días el Piccolo Corriere, de modo que estaría muy bien informado.

¡En efecto, posiblemente el hecho más importante de la jornada era su crimen!

¡El más importante! Sintió un malestar, como si algún peso se le posara violentamente sobre el corazón.

Sus compañeros, también debían haberse ocupado de lo ocurrido.

¿De dónde sacaría el valor para hablarles de su delito, cosa que tarde o temprano debería hacer? ¿Actuar semejante papel, él, que aunque perverso, enrojecía ante la menor emoción? Estudió su papel. Comprendió de inmediato que en aquellas circunstancias, y aunque fuese cosa de gente poco refinada, estaba obligado a demostrar una gran, una inmensa indignación frente al crimen. Ni calma ni indiferencia, porque la ficción sería sumamente difícil. La indignación explicaría el rubor, explicaría el temblor de sus manos y su intensa atención, que no podría rechazar el menor detalle que se le refiriera acerca de su delito.

Se vistió y a las once, hora en la que los obreros todavía no habían llegado, fue hasta el bar cercano. Antes de salir de su guarida, la miró largamente; tenía el aspecto de siempre, luego de haber limpiado un poco de polvo que se había amontonado junto a la cama de Giovanni, debajo de la cual había removido aquellas famosas tablas.

Nadie habría podido suponer que en aquella habitación había un tesoro oculto.

En el bar no vio a nadie, salvo a la camarera. Con ella, una hermosa mujer, aunque entradita en años, le gustaba a veces bromear; ese día le resultó imposible.

Se quedó quieto, sentado en su lugar, muy sensible a cualquier ruido que pudiera anunciar la llegada de otras personas.

¡Todavía no había oído ni una palabra sobre el asesinato! Quiso tratar de oír esa primera palabra.

Ya se dirigía a la salida cuando regresó hacia Teresina, que llevaba platos a la cocina. La tomó por debajo del mentón y, mirándola fijamente a los ojos, le preguntó:

—¿Nada nuevo, Teresina? —le dijo, no hallando una pregunta más hábil, y en su voz vibró una conmoción que le sorprendió.

—¡Oh, menos mal! —exclamó ella alejándose de él, porque estaban demasiado cerca de la puerta—. ¡Temía que estuviese enfermo, viéndolo tan serio!

—¡No, estoy muy bien! —dijo él, y para que le creyera lo repitió varias veces. Ella esperaba recibir algún beso ahora que estaba en una zona más oscura, pero él se le acercó, la tomó amistosamente por la mano y repitió su pregunta:

—¿Nada nuevo?

—¿Eso es lo único que se le ocurre decir en el día de la fecha? —preguntó ella y, haciéndose la melindrosa, se liberó de él y huyó.

Por el trayecto caminó, con un paso que quería ser seguro, hacia su habitación. Se sentía muy débil, sorprendentemente cobarde. Pensar en su crimen le había quitado toda naturalidad. ¿Por qué creía que toda la ciudad estaba preocupada por el asesinato? Le había preguntado a Teresa si había alguna novedad y había esperado que, en respuesta a su vaga pregunta, ella le contara todo lo que había oído decir acerca del crimen.

«¡Oh, hay que cambiar de actitud!», se dijo en una feroz resolución, mordiéndose los labios, «en ello me va el pellejo». Tan estúpidamente se había contenido con Teresa que la podía haber convertido en un testigo en su contra.

«¡Tal vez, en la ciudad todavía nadie sepa nada del asesinato!». Esta esperanza, aunque insensata, mitigó su abatimiento. Era la única hipótesis feliz porque comprendió que, aunque no lo descubrieran, no quedaría impune; ese terror continuo era en sí mismo un grave castigo. ¿Quién podía saberlo? Por un fenómeno cualquiera, el cadáver de Antonio podía haber desaparecido de la faz de la tierra. Probablemente siempre sea la esperanza la que nos lleva a suponer que la naturaleza obra milagros.

Pero esa esperanza muy pronto quedó destruida. A mediodía apareció Giovanni y le dijo que estaba indispuesto, para excusarse por no haber ido a trabajar.

—¡Ah, claro! —dijo Giovanni.

Y hasta que retomó la palabra, Giovanni atribuyó aquella sonrisa irónica que veía errar por sus labios a una sospecha.

—¿Estás enfermo como siempre, eh?

En efecto, no era la primera vez que Giorgio decía estar enfermo para disculpar su molicie.

Luego, súbitamente, sin más transición que un descuidado «¿Entendiste?», Giovanni empezó a hablar del delito de la calle Belpoggio. Comía el pan que había traído para almorzar y esas palabras, esperadas por Giorgio con febril impaciencia, salían de su boca de a una a la vez, con largos intervalos.

—Claro, Antonio Vacci…, parece que se trata de más de treinta mil florines. ¡Un buen golpe! ¡Le hundieron el corazón! Si vivió diez segundos después de haber recibido semejante golpe es mucho.

Giorgio no se agitaba sólo porque su última esperanza se iba a pique. Había sido ese corazón partido en dos lo que le había producido el dolor en el brazo; tal vez en su brazo había sentido las últimas vibraciones de la víscera del moribundo, y la idea de aquel contacto inmediato lo hacía temblar. Todos sabían hasta los detalles del crimen; debía parecer tremendo. En el cuerpo de Antonio no habían quedado rastros de lo instantáneo del hecho, pero sí de la violencia.

No se animaba a abrir la boca. Medía cada palabra que llegaba hasta sus labios y las volvía a engullir, porque todas parecían ofrecer sospechas. ¿No había forma de hacer hablar a ese individuo absolutamente ocupado en su pobre comida y que en medio de tantas reflexiones no había dicho aún qué se rumoreaba en la ciudad sobre el caso?

Finalmente Giorgio halló una frase que le pareció una obra maestra de naturalidad:

—¿Y quién es el asesino?

Para dar con esta frase había tenido que examinar primero cuántos puntos oscuros había en las palabras de Giovanni, porque era peligroso demostrar que había comprendido todo demasiado pronto.

—Sí, ¿quién es el asesino?

Con alegría vio que el otro se impacientaba. Estaba visto que si prestaba atención resultaba bastante hábil para engañar; esta vez no sintió remordimiento alguno. La alegría de haber encontrado esta frase hizo que la repitiera casi inconscientemente.

—¿No te lo dije ya? Todavía no lo encontraron. No se sabe quién es.

Por Giovanni no pudo enterarse de nada más. Para tener esas noticias no necesitaba someterse al suplicio de una conversación. Bien podría buscarlas en un periódico.

Un cuarto de hora después de la partida del obrero, con un valor que a él mismo le admiró, salió no sin haber dudado algún instante. Pero el deseo de noticias que Giovanni había estimulado en él no podía esperar más.

Para llegar hasta el kiosco del Piccolo Corriere más cercano tenía que caminar unos diez minutos. Primero lo hizo pegado a las paredes, luego, por el vulgar razonamiento

de que la actitud de querer ocultarse podía infundir sospechas caminó francamente por la mitad de la calle, con un paso que quería parecer desenvuelto pero que se trababa continuamente. ¿Acaso había olvidado cómo se camina?

Una vez comprado el diario se marchó de inmediato. Se arrojó sobre un colchón, que había arrastrado hasta debajo de la única ventana y empezó a leer. Nunca, en toda su existencia, había leído con tanto interés un papel impreso; jamás había sido capaz de prestar su atención hasta el punto de olvidar el entorno y parecerle, una vez terminada la lectura, que acababa de despertar de un largo sueño.

El asesinato era la noticia más importante de la crónica local y la ocupaba casi por completo. El relato del crimen estaba precedido por algunas consideraciones del diario acerca de la frecuencia con que se verificaban similares hechos de sangre en la ciudad; con un tono de amargura, que ciertamente impresionó más al asesino que a las autoridades a las que estaba destinado, se quejaba por el descuido con que se vigilaba la seguridad pública.

Al leer ¡sentía odio por el diario! ¿Por qué tal encarnizamiento? Aunque lo castigaran, lo cierto era que el otro ya no podría despertarse más. ¿No bastaba con el encarnizamiento que pondrían las autoridades en su búsqueda?

Por el artículo parecía, o bien eso querían dar a entender, que el asesinato había provocado conmoción en la ciudad. Se trataba de un crimen, decía el periodista, cometido con una audacia inaudita, en una calle de la ciudad bastante cercana al centro y, si bien a una hora avanzada, no tanto como para suponer que ese barrio podía estar especialmente despoblado. Un transeúnte cualquiera, por la sola razón de tener dinero, había sido muerto a traición.

Se engañaban y Giorgio debió sentirse feliz, porque de ese modo era más difícil que la sospecha cayera sobre él. Nadie había visto a la víctima acompañada por el asesino. Pero, descrito de ese modo, como la obra de un agresor que había matado a un transeúnte sólo por haber supuesto que en sus bolsillos llevaba dinero, el delito parecía mucho más terrible. El malestar de Giorgio había aumentado notoriamente. Los que hablaban de él no sabían a qué tentación lo había sometido la imbecilidad de Antonio.

Era fácil comprender que, descrito de tal manera, el asesinato debía conmover a toda la ciudad. Todos sentían la amenaza contra la propia amada persona y cada uno se convertiría, llegado el caso, en un útil auxiliar de la policía.

Del asesino no decían ni una palabra.

Poco antes del hecho, contaba el diario, habían sido visto rondar por esos lados dos individuos de pésimo aspecto, presumiblemente los autores del homicidio.

Este error era muy tranquilizador para Giorgio y él mismo se asombró por que su corazón no se calmaba.

El artículo lo había conmovido profundamente. Había sospechado persecuciones más acuciantes, pero, aunque mal formuladas, ahora que se encontraba frente a ellas lo agitaban y atemorizaban. Tal vez existe en nuestro organismo una parte sumamente delicada que se resiente ante el solo augurio del mal. Él sentía converger en el suyo un cúmulo tal de odio que, por más impotente que pudiera parecerle por el momento, lo oprimía.

El diario, como no podía decir ni una palabra sobre el asesino, se desahogaba con una biografía pormenorizada del asesinado.

Antonio Vacci estaba casado y era padre de dos niñas. La familia había vivido pobremente hasta hacía unos meses, cuando había recibido una inesperada e importante herencia. Vacci era descrito como una persona de escasa inteligencia que, desde que se había enriquecido, tenía costumbre de llevar consigo una gruesa suma de dinero que mostraba a quien deseara verla.

No era posible centrar las sospechas en aquellas personas que sabían de ese tesoro ambulante: eran demasiadas. «Mientras tanto», añadía el diario, «las autoridades están interrogando a todos los habitantes de la casa donde vivía el pobre Vacci».

«¡Oh, si hubiera huido!», pensó con una amargura consciente el asesino. De todo lo leído resultaba claro que la sospecha todavía no había caído sobre él y, partiendo de Trieste la noche anterior, hubiera podido llegar a Suiza antes de que lo alcanzaran las persecuciones. Consideraba que el profundo malestar que lo hacía tan infeliz no lo habría atrapado de haber estado lejos del lugar donde había matado.

Hacia la noche volvió a salir al aire libre. Caminó con mayor seguridad y se apresuró a atribuir ese valor a la certidumbre de saberse no observado. Pero el miedo reinaba soberano en su organismo. Para hacerla trastabillar bastaba cualquier cosa inmediata e imprevista, por ejemplo, encontrarse de pronto, cara a cara, con un traje militar cualquiera, que tal vez sólo se parecía al de un policía. No era la lectura del diario, ni la seguridad de saber que no se sospechaba de él lo que le daba valor, y terminó por reconocerlo: era el haberse acostumbrado a su nueva situación lo que le permitía

moverse con mayor soltura. Gran parte de lo que llamamos coraje es la experiencia y la costumbre del peligro.

III

Giovanni entró a las siete de la noche y lo miró con el ceño cómicamente serio:

—¿Sabes que se sospecha que tú eres el asesino de Antonio Vaccio? —le dijo a quemarropa.

Giorgio estaba en la oscuridad, sobre su colchón. Sintió que, de no haber sido así, el otro, con sólo mirar su cara, que debía estar horriblemente alterada, habría podido comprender que esa sospecha, de la que hablaba en broma, estaba bien fundada. ¿Dónde habían quedado sus propósitos de frialdad y de desenvoltura?

—¿Quién? —balbuceó.

No se podía pedir una pregunta más tonta, pero ya la había preferido a todas las demás por ser la más breve que se le había ocurrido.

Giovanni le contestó que todos sus amigos lo decían.

Por lo que contaba el Piccolo Corriere, una mujer había visto huir al asesino del lugar del crimen, es más, casi había sido arrojada al suelo por él, y había podido dar sobre su aspecto detalles bastante precisos: cabellos rizados, negros, abundantísimos, y un sombrero blando.

El susto que las primeras palabras de Giovanni habían provocado en Giorgio disminuyó un poco ante estas últimas. Aunque pequeñísima, alguna tranquilidad tenía que derivar de ellas. Él recordaba a aquella mujer, que lo había visto en la oscuridad y apenas un instante tan breve que seguramente no le había permitido observar nada más que su pelo negro y su sombrero blando. Además, ella no lo había visto matar y, aunque lo reencontrara y lo reconociera, no estaba del todo perdido; podía salvarse negándolo. ¡Claro! Su situación era atroz, y era consciente de ello, pero no parecía desesperada. Podría cortarse el pelo y cambiar de sombrero.

—¡Pero qué casualidad! —le dijo de pronto a Giovanni, con una audacia de la que poco antes no se hubiera creído capaz—. Hoy, durante las horas de ocio, había decidido cortarme el pelo, porque ya me molestaba, y también… también cambiar este sombrero que no me gusta.

No estaba mal, pero el susto se traslucía, si no por las palabras, por el sonido de la voz, y un observador más hábil que Giovanni lo hubiera percibido.

Este observó con inteligencia:

—Si no quieres tener molestias con la policía, no te conviene cambiar por ahora ni tu pelo ni tu sombrero.

—Pero si tú puedes declarar que tenía intención de hacer estos cambios antes de que se hablara del pelo o del sombrero del asesino.

¡Oh!, ¡si pudiera atraer a Giovanni hacia su lado, hacerlo su cómplice! De no haber sido por aquel horrible miedo de verlo aparecer como el primer acusador, le habría echado los brazos al cuello y le habría confiado todo ofreciéndole la mitad de su tesoro imponiéndole, claro, la mitad de sus torturas. Tener un cómplice podía ser como una liberación; creía que la naturaleza de su terror habría cambiado si hubiera sido capaz de expresarlo. Pensar continuamente en sus perseguidores le parecía más horrible en la medida en que no podía hablar de ello. Creía que el hecho de no haber podido tomar una resolución enérgica para salvarse se debía a la falta de palabras razonables. Muy mal se razona con las ideas volubles que pasan por la mente sin dejar rastros y resultan inasibles unos pocos instantes después de haber nacido.

Hizo un ligero intento para obtener ayuda de Giovanni, pero no apelando, tras una confesión, a su amistad, sino confiando en el débil cerebro de aquél.

—Por lo demás —dijo como al descuido—, sabes perfectamente que a la hora en que dicen que se cometió el crimen yo ya estaba en la cama, tanto que me saludaste al entrar.

¡No lo recuerdo! —dijo Giovanni con una excitación que cerró definitivamente la boca de Giorgio, pues se parecía demasiado a una sospecha.

Y calló, aunque Giovanni pareció hablar luego como para darle el coraje que antes le había quitado.

Poco antes de salir dijo:

—He aquí una cuchillada fructífera para ese bravo hombre que la dio. Si yo viviera cien años y trabajara siempre, no ganaría todo lo que él logró en un solo instante. En el fondo, lo que nos impide hacer lo que sea para nuestro interés son los prejuicios. ¡Tac!, un golpe bien dado y tenemos todo cuanto necesitamos.

Mirándolo salir, Giorgio pensaba que tal vez Giovanni habría sido capaz de matarlo en lugar seguro para robarle su tesoro, pero que no hubiera aceptado la complicidad en un asunto peligroso. Sentía que era mucho mejor que él, que predicaba el asesinato a sangre fría. Él lo había cometido, pero en un momento determinado, vencido por la tentación de hacer suyo ese dinero que lo salvaría de una vida muy infeliz. No había razonado y, en ese instante, de haber tenido presente el castigo que le podía tocar por ese acto, la horca, el verdugo, tampoco hubiera podido contenerse. De modo que había arriesgado su propia vida para tomar la de otro, acariciado por la idea de matar impune.

¿O quizá lo había olvidado? El acto cuya instantaneidad recordaba, no había sido producto de una aberración momentánea y lo probaba la satisfacción que había sentido descubriéndose en ese mismo acto fuerte y enérgico. Luego recordó oscuramente que alguna idea similar a la enunciada por Giovanni debía de haber pasado por su mente. ¡Qué extraña debilidad la de la memoria! El asesinato había dividido su vida en dos partes y, más allá de ese hecho, no recordaba sus propias ideas, sus propias sensaciones, su propia individualidad, como si se tratara de cosas no vividas sino oídas muchos, muchos años antes.

Ahora, tenía que resignarse a reconocerlo, la sociedad entera deseaba su muerte.

¿Cómo huir de ese odio, cómo no merecerlo? Si lo llamaran a dar razón de su crimen, ¿qué diría para disminuir la crueldad ante los ojos de los demás, para convencerlos de que era mejor de cuanto pudiera parecer si sólo lo juzgaban por esa acción? Podía contar que un individuo al que apenas conocía le había consignado dinero casi diciéndole «¡si me matas es tuyo!» y que, tras la invitación, lo había matado.

¿No tendría otra cosa que decir? Seguramente eso no bastaba para justificar ni para empequeñecer su culpa y, al descubrir que era imposible convencer a los otros de su propia inocencia, acabó por reconocer que su sentimiento era anormal, irrazonable. Extraño era, en efecto, el sentimiento de inocencia en un individuo que había matado, y no por amor ni por odio, sino tan sólo por avaricia.

Ya no podía engañarse a sí mismo, pero tanto le importaba disminuir el odio y el desprecio de sus futuros jueces que a ello dedicó todos sus pensamientos y, cuando creyó que había descubierto los medios para alcanzarlo, empleó en esa obra un tiempo precioso, durante el cual tal vez habría podido salvarse.

Hacía varios años que no se acordaba de su madre y ahora pensaba en ella para que lo ayudara en una ficción que había proyectado. Si se descubría su delito, cosa que él no podía impedir, juraría que lo había cometido para poder ayudar a su vieja madre.

Al caer la noche emprendió el largo viaje hasta San Giacomo, donde ella vivía. Mientras caminaba, no pensaba en absoluto en el placer de volver a verla; rehacía en su mente la escena que había fantaseado, con la que se justificaría frente a los jueces.

Su delito no había tenido otro motivo que hacer agradables los últimos años de vida de una pobre vieja, su madre. Ya no lo dudaba. Le resultaría fácil obtener indulgencia para el horror que inspiraba su crimen.

Estaba seguro de poder inducir a su madre a declamar la comedia. Era una mujer inteligente, que había dejado de amarlo cuando traicionó las esperanzas que depositara en él, pero que lo acariciaría en cuanto lo supiera rico. Era un enorme consuelo para él aquella esperanza de afecto a la que correspondería con todas las fuerzas de su alma. Ese afecto tranquilizaría su agitación, ahogaría esos sentimientos que impropiamente llamaba remordimientos. La trataría dulcemente, confiaría en ella como en sí mismo, y pondría a su disposición todo el dinero. Ese amor nacía directamente en su violento corazón. Nada semejante había pasado antes en su alma. Siempre había sido egoísta y duro; ahora se complacía con la idea de acariciar a un ser débil y convertirse en su esclavo y en su defensor.

Vio a un muchachito sentado junto a la primera casa pobre; lo reconoció y un sentimiento alegre lo invadió: era Giacomino, el hijo de un vecino de su madre.

En las sombras, el chico fumaba con voluptuosidad; a ver a Giorgio, enrojeciendo, se puso de pie y escondió el cigarrillo en la cavidad de la mano.

Giorgio le sonrió y quiso tranquilizarlo, decirle que de ninguna manera lo delataría al padre.

Pero no tenía tiempo, y entonces se limitó a sonreír.

—¿Dónde está mi madre? —preguntó con prisa, como si tuviera que darle una noticia urgente.

Más sereno por aquella sonrisa que por la triste noticia que debía dar el muchacho dijo:

—¿Su madre? —y usó esas dos únicas palabras para preparar a Giorgio; luego añadió rápidamente—: Su madre murió hace ocho días en el hospital. Papá se pondrá contento de verlo, pues tiene algo que decirle de parte de la señora Annella. ¡Voy a llamarlo!

—No hace falta, no hace falta —dijo Giorgio con voz ronca, y alejándose, de modo que el muchacho tal vez no pudo oírlo, agregó—: Volveré mañana, adiós.

Así perdió la esperanza que en pocas horas había acariciado tanto, hasta la prefería a la esperanza de no ser descubierto. No era el dolor por la muerte de la madre lo que lo hacía tambalear y le ofuscaba la vista. No veía frente a sí el rostro ya lívido de la difunta; no llamaba a su mente la voz que ya nunca más podría oír, o el gesto que tan a menudo había sido afectuoso con él. Aquella vieja se había muerto inoportunamente y su muerte lo convertía otra vez en un vil y rapaz asesino.

Fue esa noticia sorprendente lo que le quitó la capacidad de pensar y lo echó, indemne, en brazos de sus perseguidores. En las horas en las que se había acunado en el sueño de fingir para su delito una causa noble y ganarse, en el caso de que fuera apresado, la compasión de sus semejantes, no había pensado en la difícil tarea de huir de la pena. Perdida esa esperanza, el miedo lo había atrapado una vez más por completo y huía también ahora, cuando al regresar a la ciudad se acercaba al peligro.

En la oscuridad, junto a la Plaza de la Barriera, tuvo una extraña visión.

Con el mismo paso veloz caminaba delante de él un hombre encorvado, pequeño, miserable, las manos obstinadamente metidas en los bolsillos, Antonio Vacci, en suma. Lo veía claramente, notaba todos los detalles de la miserable persona, hasta los escasos pelos grises cuidadosamente aislados en las sienes; por un instante no tuvo dudas. ¡Antonio estaba vivo!

No se detuvo a reflexionar cómo podía ser, dado que lo había visto yacer por tierra inanimado. Antonio estaba vivo y él no lo había matado. Se adelantó con un grito. Quería ofrecerle la restitución de todo su dinero, quizás obligándose a darle más en el futuro, y a no pedirle nada a cambio, salvo que, viviendo, testimoniase que él no lo había matado.

Estupefacto, se encontró frente a una cara miserable, de piel apergaminada pero completamente desconocida, no era la de Antonio, y con eso recayó en su desesperación, sobre todo porque, habiendo deseado la vida de Antonio con enorme

intensidad, se juzgó por ello menos digno del odio y de la persecución. Tan fuerte fue la compasión hacia sí mismo que hasta se le llenaron los ojos de lágrimas.

Se veía como un hombre que, habiendo caído por su propia culpa en una abrupta pendiente, se precipita, resultando inútiles todos sus esfuerzos por detenerse, porque el terreno se desmorona bajo sus pies y los arbustos a los que se aferra no resisten. ¡Ese viaje en busca de su madre y la esperanza de reencontrar a Antonio vivo eran esfuerzos por detener la caída!

En cambio, sólo entonces, en la agitación en la que se hallaba, hizo el único esfuerzo por salvarse, pero tan estúpidamente, que fue el que lo perdió. El hombre en la pendiente, para salvarse, no había encontrado nada mejor que precipitarse por sí mismo al valle. Tenía que librarse de ese sombrero blando, que le pesaba sobre la cabeza como su mismo delito. No recordó la inteligente observación de Giovanni y entró resueltamente a una sombrerería. Era una buena hora, ya que estaban cerrando el negocio, y eso le permitía sentirse menos observado, pero no pensó que, empapado en sudor por la corrida y agitado por tantas emociones, bastaría una sola sospecha para descubrir en él al delincuente que huye.

Una joven, ya lista para abandonar el negocio, con los guantes puestos, elegante, con unos ojos negros chispeantes por la impaciencia, le preguntó qué deseaba y, al oír que quería un sombrero, pasó detrás del mostrador con una mueca. El patrón, un joven alto y delgado, se levantó de una pequeña mesa situada en el fondo de la tienda.

Antes de que se levantara, Giorgio no lo había visto y ahora no lo miraba, pero se sentía observado por él, lo que terminó por desconcertarlo.

—Rápido —murmuró con un acento suplicante que a la joven debió parecerle fuera de lugar.

Ella le ofreció un sombrero blando.

—¡No! —dijo él con cierta vivacidad.

Ella le ofreció otro que tomó en sus manos, decidido a no permanecer más tiempo bajo aquella luz, observado por la curiosidad de la muchacha, del patrón y del cadete, que había dejado de retirar los sombreros expuestos, evidentemente, sólo para mirarlo.

Con gusto hubiera obviado probarse el sombrero nuevo antes de pagarlo, pero comprendió que estaba obligado a hacerlo por la más elemental prudencia. Se descubrió la cabeza. Y la cara se le inundó de un abundante sudor.

—¿Calor? —preguntó la joven en tono de burla.

Él dudó un instante antes de responder. Le pareció que esa pregunta le brindaba una buena ocasión para explicar que se encontraba en tal estado por el largo trayecto que había recorrido y no por otra causa. Pero no fue capaz de tanta audacia.

—¡Sí, mucho calor! —dijo enjugándose la frente. Pagó y salió, olvidando llevarse el sombrero viejo. El nuevo, demasiado pequeño apenas hacía equilibrio sobre su cabeza y le producía un inmenso fastidio.

En la Plaza de la Barriera, por la que tuvo que volver a pasar, vio a Giovanni con otros tres obreros. Se les acercó dudando, pues sabía por experiencia que cada palabra suya, cada gesto, podían inspirar sospechas.

Lo recibieron con un saludo glacial y lo miraron con desconfianza. No era su miedo que lo engañaba; nunca lo habían tratado así. Lo observaban con curiosidad y ninguno le dirigió la palabra.

Medio borracho por el terror hizo un último intento de mostrarse desenvuelto:

—¿Vamos al bar? Esta noche pago yo.

Giovanni dijo:

—¡Ellos sospechan que tú eres el asesino de la calle Belpoggio y hasta que no te hayas limpiado de esa sospecha no quieren estar contigo!

Comprendió que, de haber sido inocente habría debido dar por tierra con el primero que se hubiera animado a levantar semejante sospecha. Pero, ¿qué podía hacer con ese temblor que le invadía los miembros y hasta le impedía hablar?

Los cuatro obreros se alejaron horrorizados de él. La sospecha se había convertido en certidumbre.

Trastabillando se alejó.

Apenas había dado unos pasos cuando se sintió violentamente tomado por los brazos y oyó que alguien, muy cerca de su oído, le gritaba:

—En nombre de la ley.

Tuvo una violenta alucinación, aunque le quedaba bastante conciencia como para entender que no era más que una alucinación. Oyó un enorme fragor, el ruido de cosas que se derrumbaban, las imprecaciones de una multitud armada y vio, delante de sí, a Antonio, que se reía a carcajadas, con las manos en los bolsillos, en los que ciertamente había repuesto su tesoro reconquistado. Luego, nada más. Se reencontró acostado en su cama. En la habitación había un solo guardia.

Dos hombres de civil, de los cuales el pequeño y robusto, de cara regordeta y dulce, parecía ser el jefe, contaban el dinero que ya habían encontrado debajo de la cama de Giovanni. Él los había ayudado y estaba respetuosamente parado en un rincón del cuarto. En la puerta había otro guardia, que contenía a la multitud que trataba de adelantarse.

—¡Asesino! —le gritó una vieja que había logrado llegar hasta la puerta, y le escupió.

¡Estaba perdido! No podía negar los hechos, pero lo que era peor, jamás hallaría las palabras necesarias para describir las torturas que había sufrido y que atenuarían su culpa. Para toda esa gente era una máquina malvada de la que cada movimiento era una mala acción o el deseo de cometerla, mientras que él se sentía como un mísero juguete abandonado en una mano caprichosa.

Con voz dulcísima, el hombre de la cara dulce le preguntó si se sentía mejor; luego dijo su nombre. En esa cara no había señales de odio ni de desprecio y Giorgio, diciendo su nombre, lo miró fijo para no ver a la multitud en la puerta. Luego la misma persona le ordenó al guardia que hiciera entrar a aquella mujer y al sombrerero para el reconocimiento.

—¡No! —rogó Giorgio, y abundantes lágrimas mojaron su rostro—. Usted parece una persona buena y no me torturará inútilmente; ¡le diré toda la verdad!

Luego titubeó un poco, como esperando la inspiración que lo llevara a callar, a salvarse, pero bastó un pequeño movimiento de impaciencia de su interlocutor para que cesara su duda.

—Yo soy el asesino de Antonio —dijo con una voz semiapagada.

miércoles, 17 de agosto de 2022

ASESINATO EN LA TABERNA WILLIAMSON Thomas de Quincey.



ASESINATO EN LA TABERNA WILLIAMSON

Thomas de Quincey

Una semana después del asesinato de la familia Marr, en la noche del jueves, tuvo lugar un segundo bárbaro crimen. Muchos han creído que este segundo caso, por su intenso y dramático interés, aventajaba al primero. La familia señalada como víctima era la de un tal Williamson, y la casa no estaba situada en la Ratcliffe Highway sino a la vuelta, en una calleja que desembocaba en esa gran arteria.

Williamson era un hombre muy conocido y respetable, establecido desde hacía mucho tiempo en el barrio. Se lo consideraba rico y más bien por distraerse que por el deseo de acrecentar sus riquezas, tenía una especie de taberna que podía considerarse como patriarcal en el sentido de que aunque muchos eran quienes acudían a ella cada noche, ninguna oposición ni tirantez había entre ellos y los demás parroquianos, artesanos y obreros en su mayor parte. Todo aquel que se comportase como era debido tenía derecho a sentarse allí y pedir su licor preferido. La taberna contaba con una clientela fija y, en menor proporción, con otra ocasional o flotante.

La familia Williamson se componía de las cinco personas siguientes: 1) Williamson, el jefe, que era un anciano de más de setenta años, robusto para su edad, muy discreto y comedido, pero enérgico cuando se trataba de mantener el orden; 2) su esposa, diez años más joven que él; 3) su nieta, niña de unos nueve años de edad; 4) una criada, de apenas cuarenta años; 5) un joven obrero de unos veintiséis años, que trabajaba en una fábrica (no recuerdo en cuál; ni recuerdo tampoco si era extranjero).

Los clientes de Williamson se iban sin excepción al sonar las once. Debido a tal costumbre en un barrio tan revoltoso, Williamson había logrado que en su casa nunca hubiera una pelea.

Aquel jueves por la noche, todo había transcurrido normalmente salvo una ligera sombra de sospecha que algunos sintieron. En una época menos agitada, no se le hubiera dado importancia. Pero a la sazón, en todas las reuniones se hablaba del asesinato de la familia Marr y de su desconocido autor; y por ello no era lo más adecuado para tranquilizar a nadie que un extranjero de apariencia siniestra, enfundado en un abrigo hasta los pies, se hubiese paseado por la sala, y los rincones oscuros y hasta se deslizara hacia las habitaciones privadas. En general, se lo creía un conocido de Williamson, y, hasta cierto punto, como cliente ocasional de la casa, no era imposible que lo fuese. Pero más tarde, este extranjero repugnante, con su palidez espectral, su cabellera extraordinaria y sus ojos turbios, volvió a la memoria de todos los que lo observaron entre las ocho y las once de la noche, con ese efecto glacial que producen los dos asesinos en Macbeth cuando se presentan a Banquo, con sus rostros horribles, en un brumoso segundo término, en la pompa del festín real.

Cuando el reloj dio las once, todo el mundo se marchó. La puerta de entrada quedó a medio cerrar. He aquí cuál era la posición exacta de las cinco personas que se quedaban en la casa: los tres más viejos, es decir, Williamson, su mujer y la criada, se hallaban en la planta baja. Williamson servía cerveza y vino a los comensales que pudiesen entrar hasta medianoche y para quienes se dejaba la puerta medio atrancada. La mujer y la criada iban y venían entre la cocina y un pequeño salón; la niña, cuya habitación estaba en el primer piso, se había quedado profundamente dormida, desde las nueve de la noche, y el inquilino se había acostado a dormir. Era un obrero; su cuarto estaba en el segundo piso. Se había desnudado y permanecía acostado en su cama. Como todo trabajador, madrugaba y, naturalmente, estaba deseando dormirse. Sin embargo, aquella noche la inquietud causada por los asesinatos recientes del número 29 de la Ratcliffe Highway, le provocó un paroxismo de excitación nerviosa, y lo mantuvo desvelado. Es posible que hubiese oído hablar del extranjero sospechoso o que lo hubiese visto escurrirse por la casa o en la calle. Sea como sea, estaba al corriente de las particularidades peligrosas que rodeaban la casa, por ejemplo, la bellaquería del vecindario y el hecho poco agradable de que los Marr hubiesen vivido a pocos pasos de allí, lo que significaba que el asesino tampoco vivía a gran distancia. Tales eran los motivos de su alarma. Pero, además, había otros, ante todo la reputación de opulencia de Williamson, la creencia, fundada o no, de que tenía dinero guardado, y, en fin, el peligro de dejar la puerta entreabierta durante una hora entera, la hora más peligrosa de todas, porque el asaltante nada tendría que temer de los clientes asiduos, ya que estos se habían marchado a las once. Esta regla, hasta aquí ventajosa para la reputación de la casa, era ahora contraria, por haber variado las circunstancias, y representaba positivamente una hora de peligro. Como Williamson era un hombre pesado y grueso, sedentario y con más de setenta años, hubiera sido prudente cerrar con llave la puerta después de la marcha de los clientes.

Sobre estos y otros motivos de alarma (principalmente el hecho de saberse que Williamson poseía mucha vajilla) meditaba el obrero, inquieto. Podían ser las doce menos veintiocho o menos veinticinco, cuando, de pronto, con un ruido que revelaba una mano siniestra, la puerta de la taberna fue cerrada con llave. No había duda, pues, que había entrado el hombre diabólico, vestido de misterio, el hombre del 29 de Ratcliffe Road. Sí, el ser horrible que durante doce días había ocupado los pensamientos de todo el mundo, se encontraba ahora seguramente en esta casa indefensa, e iba en pocos minutos a presentarse ante los ojos de sus moradores. La opinión pública todavía se preguntaba si no había habido dos asesinos en casa de Marr. Si así fuera, ambos deberían estar allí presentes, y uno de ellos dispuesto a trabajar desde la escalera, pues el mayor peligro era la alarma que alguien pudiera lanzar desde una ventana superior de la casa. Durante medio minuto largo, el pobre hombre, espantado, se quedó sentado en la cama, sin moverse. Después se levantó. Su primer movimiento le condujo a la

puerta del cuarto, no para protegerla contra una invasión, pues bien sabía él que la puerta no tenía cerradura de ninguna clase, y, por otra parte, ningún mueble de aquel cuarto hubiera podido servir para atrancar la puerta, suponiendo que hubiese tenido tiempo para hacer tal cosa. No fue el instinto de prudencia, sino la mera fascinación del terror lo que le impulsó a abrir la puerta. De un paso se encontró junto a la escalera. Se asomó por la balaustrada a fin de escuchar. En aquel momento, del saloncito salió un grito de agonía de la criada:

—¡Señor mío Jesucristo, todos seremos asesinados!

¡Qué cabeza de medusa se oculta bajo esos rasgos exangües, detrás de esos ojos turbios y fijos que parecían pertenecer a un cadáver, para que la primera mirada que se le dirigía, bastase para tener la certeza de la muerte!

Tres luchas sucesivas y mortales habían terminado ya. El pobre obrero, aterrorizado, inconsciente de lo que hacía en medio de su ciego y pasivo pánico, bajó toda la escalera. Un terror infinito lo empujaba de la misma manera que hubiese podido hacerlo una valentía heroica. En camisa, pisando los peldaños carcomidos por el tiempo, que crujían bajo sus pies, continuó bajando hasta alcanzar los últimos escalones. La situación no podía ser más espantosa. Un estornudo, una tos, un suspiro, y el obrero hubiera sido muerto, sin ni siquiera poder defender su vida.

El asesino, durante este tiempo, estaba en el saloncito, cuya puerta se encontraba frente a la escalera. Dicha puerta se hallaba entreabierta. Del cuadrante de los noventa grados que la puerta describiría para hallarse en ángulo recto con la antecámara, quedaban expuestos por lo menos cincuenta y cinco. Y así, dos de los tres cadáveres estaban a la vista del joven. ¿Dónde estaba el tercero? ¿Y el tercero, dónde estaba? ¿Y el asesino? Este iba y venía con rapidez por el salón, ocupado en una cosa u otra en la parte de la habitación que quedaba oculta. Un ruido le explicó enseguida al obrero lo que el asesino estaba haciendo: probaba, a tientas, las llaves de un aparador, de un armario y de un pupitre. Pronto, sin embargo, se hizo visible; pero, afortunadamente para el joven, en aquel momento crítico, el asesino estaba demasiado absorto en sus proyectos para echar una mirada hacia la escalera y descubrir el rostro pálido del obrero, inmovilizado por el terror, listo para la tumba.

En cuanto al tercer cadáver, el de Williamson, se encontraba en la bodega. ¿Cómo se explica esto? Fue una cuestión muy discutida entonces, pero nunca satisfactoriamente aclarada. Pero la muerte de Williamson era evidente para el inquilino, pues de no ser así lo hubiera oído moverse o gemir. Así, pues, de los cuatro amigos de quienes se había separado cuarenta minutos antes, tres habían sucumbido. Quedaba, pues, una

proporción del cuarenta por ciento (mucho para que Williamson lo descuidase): él y su linda amiguita, la nieta de los Williamson, cuya pueril inocencia la mantenía dormida, más allá de todo temor, ignorante del peligro que puedan correr ella y sus abuelos. Pero, ¡ay!, está muy cerca del asesino. En este momento el joven inquilino es incapaz de ningún esfuerzo, se ha convertido en una esfinge de hielo, y lo que se halla cerca de él, a una distancia de cuatro metros, es un cuadro pavoroso.

La criada había sido sorprendida de rodillas por el asesino, ante el fogón, que había estado fregando. Acabada esta tarea, iba a emprender otra: llenar la hornalla de leña y carbón; no para encenderla entonces, sino para tenerla preparada la mañana siguiente. Las apariencias demostraban que estaba ocupada en este trabajo cuando el asesino entró. Los hechos seguramente ocurrieron de la siguiente manera: a juzgar por el terrible grito invocando a Dios que oyó el obrero, es seguro que sólo entonces se alarmó, uno o dos minutos después de haberse cerrado la puerta con violencia. Por consiguiente, la alarma de que era presa el joven, no la debieron percibir las dos mujeres. A la sazón se decía que la señora Williamson era dura de oído, y se supuso que la criada, con el ruido del fregadero «creyó que se trataba de algo que pasaba en la calle o bien pudo atribuir el portazo a una travesura de los chicos de la vecindad». Sea lo que fuere, el hecho es que, hasta el momento de lanzar su exclamación, la criada no había notado nada sospechoso, nada que hiciese interrumpir su labor. De esto se deduciría que la señora Williamson tampoco había notado nada, pues de lo contrario hubiera comunicado su temor a la criada, que estaba cerca.

Aparentemente, he aquí el curso que debieron seguir los acontecimientos después de la entrada del asesino. La señora Williamson no lo había visto, porque estaba de espaldas a la puerta. Ella, pues, fue la primera en quedar aturdida por un fuerte golpe asestado detrás de la cabeza y que le destrozó la parte posterior del cráneo. Cayó. El ruido de la caída (pues todo fue cosa de unos segundos) llamó la atención de la criada, que lanzó aquel grito que oyó el joven; pero antes de que pudiese repetirlo, el asesino había descargado el instrumento sobre su cabeza, y le había roto el cráneo. Ambas mujeres habían quedado aniquiladas. Pero el asesino, que tenía conciencia del peligro que significaba cualquier demora y no ignoraba las consecuencias fatales a que estaría expuesto si una de las víctimas recobrase el conocimiento y prestase declaración, se puso inmediatamente a degollarlas. Todo ello se deducía del aspecto de las cosas. La señora Williamson había caído hacia atrás, con la cabeza hacia la puerta; la criada, de rodillas, no había podido levantarse, y había presentado pasivamente su cabeza a los golpes. Acto seguido, el canalla sólo tuvo que inclinarle la cabeza hacia atrás para descubrirle la garganta y consumar el asesinato.

Es notable que el joven obrero, paralizado como estaba por el miedo, y evidentemente fascinado durante algún tiempo hasta el punto de haber marchado directamente hacia la boca misma del lobo, fuese capaz de registrar todos estos detalles. Imagínelo el lector, atisbando al bandido inclinado sobre el cuerpo de la señora Williamson que hurga en pos de llaves importantes. Sin duda, la situación era angustiosa para el asesino, pues si no hallaba pronto las llaves que necesitaba, el único resultado de esta espantosa tragedia sería aumentar prodigiosamente el horror público, y, por lo tanto, tendría que multiplicar las precauciones, vencer dobles obstáculos interpuestos entre él y su presa futura. Pero algo más estaba en juego: su propia seguridad, que cualquier riesgo o accidente podía comprometer. La mayor parte de quienes acudían a la taberna a comprar bebidas eran muchachas y niños aturdidos. Estos, si hallaban la puerta cerrada, se marcharían confiados a otra parte; pero si venían un hombre o una mujer raros, empezarían las sospechas al hallar la puerta cerrada quince minutos antes de la hora acostumbrada. Darían la alarma de inmediato, y luego sólo el azar decidiría acerca de los acontecimientos. Es un hecho curioso que demuestra la singular inconsecuencia de este villano (pues unas veces hacía gala de una sutileza superflua y otras era imprevisor), que mientras estaba en medio de los cadáveres cuya sangre había inundado el saloncito, no debía estar muy seguro del modo de escapar. No ignoraba que había ventanas en la parte trasera de la casa, pero es posible que no supiese la forma de abrirlas. Además, en un vecindario tan sospechoso, no es imposible que las ventanas de la planta baja estuviesen clausuradas. Las de arriba podían estar abiertas, pero el salto era muy peligroso. Lo único hacedero era, pues, entretenerse en buscar otras llaves y descubrir el tesoro oculto. Tan intensa concentración en un solo propósito, embotó al asesino, incapaz de percibir lo que pasaba a su alrededor; de lo contrario, debería haber oído la respiración del joven, que por momentos sonaba con un ruido atroz.

El asesino se inclinó otra vez sobre el cadáver de la señora Williamson y, registrándole los bolsillos con más cuidado, sacó varios llaveros, uno de los cuales, al escapársele y caer al suelo, resonó con ruido metálico. En ese momento, el testigo oculto, desde su secreto escondite, advirtió que el sobretodo del asesino John Williams estaba forrado de seda de fina calidad. Otro hecho que notó y que, más adelante, fue de mayor importancia que muchos detalles más serios de la acusación, es que los zapatos del asesino, nuevos sin duda, comprados tal vez con el dinero del pobre Marr, crujían de una manera seca a cada paso.

Tras apoderarse del manojo de llaves, el asesino se dirigió hacia la parte oculta del salón. Y entonces, por fin, se le presenta al obrero la rápida posibilidad de escapar. Algunos minutos perdería el asesino, seguramente, mientras probaba todas aquellas llaves, y luego revolvía los cajones, suponiendo que las llaves los abriesen, o lo forzaba.

Podría, pues, contar con un corto intervalo de reposo, mientras el ruido de las llaves privaría al asesino de oír el crujido de los peldaños bajo los pasos del obrero que subía. Su plan estaba trazado. Al llegar a la habitación pone la cama contra la pared, a fin de detener al enemigo por poco tiempo que ello sirviese; esto sería para el asesino una advertencia que, en último extremo, le permitiría salvarse mediante un salto desesperado. Tan tranquilamente como le fue posible, desgarró las sábanas, las fundas de las almohadas y las mantas; retorció las tiras hasta convertirlas en cuerdas y las ató unas con otras. Pero desde el principio se le presentó un gran obstáculo a su plan ¿dónde hallar algo, una armella, un gancho o barrote, que pudiese servir para atar la cuerda? Desde el antepecho de la ventana al suelo había unos siete metros de los que podía deducir unos tres, altura desde la que podría dejarse caer sin peligro. Hecha tal deducción, sólo faltaba preparar una cuerda de cuatro metros. Todo esto llevó unos seis minutos. El testigo trabaja incansablemente en el dormitorio y el asesino en la planta baja.

Pero, desgraciadamente, cerca de la ventana no había ningún punto de apoyo de hierro o sólido. El más próximo, en verdad, el único apoyo de esta clase, no estaba cerca de la ventana: era un gancho clavado (se ignora con qué fin) en la parte superior de la cama. Sin embargo, habiendo cambiado esta de lugar, también cambió tal punto de sostén; y si antes estaba a un metro de la ventana ahora se encontraba a tres.

Será, pues, preciso añadir tres metros enteros a lo que, medido desde la ventana, hubiese bastado.

Pero el joven no se deja abatir. Dios, según un proverbio que circula por todas las naciones cristianas, ayuda a los que se ayudan.

Nuestro joven acoge, agradecido, este pensamiento. Ve en aquel hasta entonces inútil gancho una señal de la Providencia. Si únicamente hubiese trabajado para él su acción no sería tan meritoria. Con toda sinceridad se inquieta ahora por la pobre niña a quien conoce y ama. Cada minuto, lo siente, la arrastra a la ruina. Cuando pasó delante de la puerta, pensó primero en sacarla de la cama en brazos y llevarla donde pudiera. Pero, reflexionando, comprendió que, despertándola tan pronto, como era imposible explicarle nada, ella se hubiera puesto a gritar y la habrían oído. Esta imprudencia habría sido fatal para ambos. Los aludes de los Alpes, suspendidos encima de la cabeza del viajero, con frecuencia se despeñan por el movimiento del aire causado por un murmullo; precisamente de un murmullo contenido dependía la voluntad homicida del hombre de abajo.

No, sólo hay un camino para salvar a la niña, y este es primero salvarse él mismo. Ha empezado bien. El primer punto de apoyo, el gancho, resiste perfectamente el peso de su cuerpo. Le ha atado el extremo de sus siete metros de cuerda, que anuda poco a poco, para perder lo menos posible; añade una segunda cuerda a la primera, con lo que ya tiene diez metros dispuestos a ser suspendidos por la ventana, y de esta suerte, aun en el peor de los casos, no sería un desastre absoluto si, llegando al final de la cuerda, se dejase caer al suelo. Todo esto había sido hecho en seis minutos apenas. La ardiente lucha entre abajo y arriba prosigue con tesón. El asesino trabaja en el salón; el obrero en su cuarto. El miserable progresa mucho, abajo: ha llenado ya un saco con billetes de Banco y se dispone a llenar otro. También ha robado muchas monedas de oro. No había entonces libras esterlinas, pero las guineas valían treinta chelines.

El asesino está alegre, y si algún ser vive todavía en la casa, como sospecha, como bien pronto sabrá, no tendrá inconveniente, antes de cortarle la garganta, en luchar con él. ¿En vez de este saco, no podría regalarle a esa criatura su garganta? ¡Oh, no, imposible! Las gargantas son cosas que no se regalan jamás. Es preciso no perder de vista nunca los negocios. En verdad, estos dos hombres, considerados sencillamente como hombres de negocios, son dignos de estima. Semejantes al coro y al semicoro, semejantes a la estrofa y a la antiestrofa, trabajan acordes. ¡Adelante, obrero! ¡Adelante, asesino! ¡Adelante, panadero! ¡Adelante, demonio! En cuanto al obrero, está a salvo. A sus cinco metros de cuerda, agrega dos más y sólo faltarán dos para que la cuerda llegue al suelo, una bagatela que el hombre o la niña pueden saltar. Todo es seguro para él, pero no puede decirse lo mismo del miserable que está abajo en el salón. El miserable, sin embargo, considera esto fríamente porque, a pesar de toda su astucia, por primera vez en su vida le han engañado. El lector y yo lo sabemos, pero el miserable ignora un hecho de bastante importancia, a saber, que durante tres minutos ha sido espiado por alguien, por alguien que, sufriendo, ha leído en un libro terrible, ha tomado nota exacta de todo lo que ha podido ver, e informará acerca de los zapatos crujientes y el abrigo forrado de seda en cierto sitio donde tales hechos hablarán poco en favor del asesino. Pero aunque es verdad que Williams no advirtió que el obrero era testigo de cómo había vaciado los bolsillos de la señora Williamson, y por lo tanto, no podía experimentar inquietud por lo que hiciera después ni, sobre todo, porque se hubiera atado a una cuerda, debía tener, no obstante, sus razones para no demorarse más de lo necesario.

Quince o veinte minutos hacía ya que el asesino Williams estaba allí y, en este lapso de tiempo, había despachado de modo satisfactorio una serie de asuntos. No se había demorado. En el sótano y en la planta baja había liquidado a toda la población. Pero quedaban el primero y el segundo piso. Entonces se le ocurrió la idea (aunque la actitud glacial del tabernero le hubiese hecho impenetrable el conocimiento familiar de la

disposición de la casa) de que, sin duda, en uno u otro de los pisos debían hallarse algunas gargantas más. En cuanto al saqueo, todo se hallaba ya en sus bolsillos. Era casi imposible encontrar nada más. Pero las gargantas, ¡oh las gargantas!, he aquí lo que era preciso cosechar. Y así, en su feroz sed de sangre, Williams arriesgó los frutos de su trabajo y su propia vida.

Si en aquel momento el asesino hubiese sabido lo que ocurría, si pudiese haber visto la ventana abierta, el obrero pronto a bajar, si hubiese sido testigo de la rapidez con que el obrero trabajaba para salvar su vida, si hubiese adivinado la conmoción que en noventa segundos haría presa en todos los habitantes de aquel populoso barrio, la imagen de un loco huyendo, aterrorizado, o en busca de venganza, no podría representar con exactitud la agonía con que el mismo buscaría la puerta que daba a la calle. Esta puerta estaba libre aún. En aquel momento, disponía de tiempo suficiente para intentar la fuga y, por consiguiente, seguir viviendo la novela de su abominable vida. Tenía en sus bolsillos un botín de más de cien libras esterlinas, medio seguro para ocultarse. Aquella misma noche podría cortarse sus cabellos rubios, ennegrecer sus cejas y comprarse, tan pronto como amaneciera, una peluca oscura y ropas que pudieran darle a su persona el carácter de un profesional serio; podría eludir todas las sospechas de la policía, embarcarse en uno de los cien barcos con destino a uno de los puertos situados a lo largo de la enorme línea costeña (2.400 millas de extensión) de los Estados Unidos de América; y podría luego disfrutar de cincuenta años de reposo y arrepentimiento, y hasta morir en olor de santidad. Por otra parte, si prefiriera la vida activa, no es imposible, gracias a su sutileza, a su valentía, a su falta de escrúpulos, que, en un país donde el simple hecho de naturalizarse convierte enseguida al extranjero en un hijo de familia, llegara al sillón presidencial, y tuviera una estatua después de muerto, y una biografía en tres volúmenes in-quarto, sin la menor alusión al número 29 de la Ratcliffe Road.

Pero todo esto depende de los noventa segundos siguientes. En ese tiempo, puede decidirse todo definitivamente, en bien o en mal. Si su buen ángel le guía hacia lo mejor, todo puede salir a pedir de boca, encaminándose a la prosperidad en este mundo. ¡Pero, miren! En dos minutos lo veremos tomar el mal camino, y entonces Némesis lo hundirá en una súbita y total ruina.

Mientras tanto, el obrero no pierde el tiempo arriba, pues sabe que la niña depende del filo de una navaja o de la alarma que se produzca antes de que el asesino llegue al borde de su cama. En este momento en el que la agitación y la angustia casi le paraliza los dedos, oye el paso furtivo del asesino, que sube envuelto por las tinieblas. El obrero había esperado que Williams, como había hecho antes al abrir la puerta de entrada, se lanzara rápidamente hacia arriba, rugiendo como un tigre. Tal vez, abandonado a su

natural instinto, hubiera procedido así. Pero esta manera de entrar, de efecto terrible cuando se produce para dar una sorpresa, era peligrosa en el caso de que alguien pudiese estar en acecho. El paso que había oído era en la escalera, ¿pero en qué peldaño? El más bajo, pensaba. Esto podía tener una gran importancia, dada la manera lenta y prudente con que se aproximaba el asesino. Sin embargo, ¿no podía ser el décimo, el duodécimo, el décimocuarto?

Jamás, acaso, en este mundo ha sentido ningún hombre su propia responsabilidad como el pobre obrero en aquel momento, pensando en la niña dormida. Dos segundos perdidos, por torpeza o pánico, y la niña pasa de la vida a la muerte. Hay aún una esperanza, y nada podría descubrir más horriblemente la naturaleza infernal de aquel cuya sombra siniestra, para hablar como los astrólogos, oscurece, en este momento, la morada de la vida, como la simple expresión de la base sobre la cual se asentaba tal esperanza.

El obrero tenía la seguridad de que el asesino no mataría a la pobre niña sin que esta tuviera conciencia plena de su situación. Para un epicúreo del asesinato, como era Williams, hubiera sido igual que suprimir el estímulo del goce permitir que la pobre niña bebiese la copa amarga de la muerte sin haber comprendido antes la miseria de su situación. Pero esto, por fortuna, exigía algún tiempo. La doble confusión de espíritu que le ocasionaría ser despertada en una hora tan inoportuna, el horror que experimentaría cuando se enterara del motivo, determinarían un desvanecimiento u otro modo cualquiera de insensibilidad o demencia. En una palabra, todo estaba en manos de la perversidad de Williams. Si hubiese sido capaz de contentarse con la sola muerte de la niña, sin detenerse en la marcha y en el libre desarrollo de su agonía mental, en este caso no habría esperanza. Pero como el asesino es minucioso y remilgado en lo que hace, y obraba como un director de escena de las circunstancias de sus crímenes, no era irrazonable dar paso a la esperanza, puesto que tales refinamientos preparatorios exigían tiempo. En los asesinatos que eran de absoluta necesidad, Williams se veía obligado a obrar con rapidez; pero en un asesinato de pura voluptuosidad, completamente desinteresado, con un testigo hostil, en el que no había que aprovecharse de botín alguno, en el que no se trataba de satisfacer ninguna venganza, es evidente que la prisa podía significar perderlo todo. Así, pues, si esta niña debe salvarse, lo será por consideraciones de pura estética.

Pero en este momento toda clase de consideraciones han sido suprimidas. Un segundo paso se oye en la escalera, siempre furtivo y prudente; un tercer paso, y el destino de la niña se cumplirá. En aquel momento todo está dispuesto ya. La ventana ha sido abierta; la cuerda se balancea libremente; el obrero se ha lanzado y se encuentra en el primer período de su descenso. Agarrándose con fuerza en la cuerda, baja

lentamente. Existe el peligro de que la cuerda se le escape de las manos y él se precipite al suelo con demasiada violencia. Por fortuna, fue capaz de frenar el impulso del descenso; los nudos le proporcionaron una serie de puntos de apoyo. Pero la cuerda era más corta de lo que había calculado, y quedó suspendido en el aire a metro y medio del suelo, sin poder articular palabra, a causa de tan prolongada inquietud, y no atreviéndose a arrojarse sobre el duro pavimento de la calle, por miedo a fracturarse las piernas. La noche no era sombría, como la del asesinato de los Marr. Y, no obstante, para la policía, era peor que la noche más oscura que haya jamás ocultado un crimen. Londres, del este al oeste, estaba cubierto de un espeso sudario de niebla, que se elevaba del río. A causa de esto, el joven suspendido no fue notado durante los primeros segundos. Su camisa blanca llamó, a la larga, la atención. Tres o cuatro personas corrieron y lo recibieron en sus brazos, previendo una noticia terrorífica. ¿A qué casa pertenecía? De momento se ignoraba. Pero el obrero indicó con el dedo la puerta de Williamson y dijo, con un murmullo ahogado:

—¡El asesino de Marr está allí!

Todo se comprendió al instante. El lenguaje mudo de los hechos era una elocuente revelación. El misterioso exterminador del número 29 de la Ratcliffe Road había hecho una visita a otra casa. Pero, ¡ved!, un solo hombre había podido escapar, a través de los aires, en camisa, para contar la historia. Desde el punto de vista supersticioso, había algo para refrenar la persecución del incomprensible criminal; desde el punto de vista moral y vindicativo, todo concurría a apresurarla.

Sí, el asesino de los Marr, el hombre misterioso, de nuevo aparecía. En aquel mismo instante tal vez apagaba la lámpara de una vida, no en un lugar lejano, sino aquí, en esta casa que podían tocar los que oyeron la triste noticia. El caos, el ciego tumulto de la escena que siguió a esto, y que puede medirse por las largas informaciones que aquellos días publicaron los periódicos, no ha sido, a mi modo de ver, igualado; y si acaso puede compararse con algo parecido, sólo recuerdo ahora el caso de la absolución de los siete obispos de Westminster, en 1688. Era más que un entusiasmo apasionado. El movimiento frenético de horror mezclado de ira, los aullidos de venganza que subían de la calle, y luego, por una especie de sublime contagio magnético, de todas las calles adyacentes, no pueden expresarse exactamente sino por este pasaje exaltado de Shelley:

Una fiera y agreste alegría reinó

entre las multitudes callejeras, volando

sobre el ala del miedo. Se despertó el hambriento,

que murió en su locura; y los agonizantes,

rodeados de cadáveres, oyeron la feliz

noticia, y la esperanza cerró los ojos de ellos,

mientras de casa en casa, los vivientes lanzaban

sus alegres clamores hacia el trémulo cielo

y llenaban la tierra de trepidantes ecos.

Era algo casi inexplicable el súbito entendimiento del clamor que se elevaba. El implacable rumor de venganza, esta unanimidad sublime en tal barrio, sólo podía dirigirse contra el demonio cuya imagen había tiranizado durante doce días el corazón popular. Todas las puertas, todas las ventanas del vecindario estaban abiertas, como obedeciendo a una orden; muchas personas, impacientes, saltaron por las ventanas al piso bajo; los enfermos se levantaron de sus camas; y aun, en alguna parte, como para vivificar la imagen que en sus versos da Shelley, un hombre que esperaba la muerte desde hacía algunos días, y que efectivamente murió al día siguiente, se levantó, se armó de una espada y en camisa salió a la calle. Se presentaba la ocasión de prender al perro feroz en medio de su orgía sangrienta. Hubo un momento en que la muchedumbre se desconcertó, a causa de la aglomeración y de la furia. Pero esta furia se plegaba a la voz de una autoridad. Evidentemente, la puerta de entrada debía echarse abajo, puesto que dentro no había ya seres vivos, exceptuando la pobre niña. Palancas de hierro, colocadas con habilidad, levantaron en un minuto la puerta, y la multitud penetró como un torrente. La irritación y la cólera que la dominaba, puede imaginarse cuando uno de los que estaban dentro dijo que se detuviesen y guardasen silencio absoluto. Con la esperanza de recibir una noticia útil, la muchedumbre calló.

—Escuchemos —dijo aquel hombre autorizado— y sabremos si está arriba o abajo.

De pronto, se oyó un ruido, como si alguien estuviese forzando una ventana, en el cuarto de arriba. Sí, no había duda de que el asesino se encontraba todavía en la casa: se le había cogido en la trampa. No estaba familiarizado con los detalles de la casa Williamson, y, según toda apariencia, se encontraba prisionero en uno de los cuartos. La multitud subió, impetuosamente. La puerta tenía el cerrojo echado. Cuando la abrieron, la ventana mostró, tanto por el estado del cristal como del marco, que el miserable había podido escapar. Había saltado.

Algunas personas, ardientes de furor, saltaron tras él. No se preocuparon por el suelo; pero más tarde, examinándolo, se vio que era un plano inclinado, de arcilla muy húmeda y pegajosa. Las huellas del hombre estaban profundamente impresas y seguían hasta el extremo del plano; pero se advirtió enseguida que era inútil perseguirlo a causa de la densidad de la niebla. A dos pasos, era imposible identificar a un hombre, y si se le cogía, no se sabía exactamente de quién se trataba. Jamás, en el curso de un siglo, se había presentado una noche más propicia para la fuga de un criminal. Williams disponía de mil medios para ocultarse, y había sitios cerca del río en los que podía refugiarse, durante años, sin temor a visitas importunas.

Pero los favores de la fortuna se otorgan en vano a los imprudentes o a los ingratos. Aquella noche, Williams tomó una decisión funesta: decidió, por indolencia, regresar a su antiguo alojamiento, el lugar que, por muchas razones, debía haber evitado de toda Inglaterra.

Mientras tanto, la multitud había explorado la morada de Williamson. Antes que nada, se preocuparon de la suerte de la niña. Williams había ido seguramente al cuarto de ella, pero estando allí le sorprendió la gritería. Entonces, toda su atención se concentró en las ventanas, porque sólo por ellas podía escapar. Y aun esa salida la debió a la niebla, o a la confusión de los primeros momentos, a la dificultad de cercar la casa. La niña estaba inquieta por aquella afluencia de gente a tal hora; pero, gracias a las previsiones humanitarias de los vecinos, ignoró completamente los terribles acontecimientos que habían ocurrido mientras dormía. El pobre abuelo era el único que faltaba, hasta que la multitud bajó a la bodega. Se le halló allí, tendido sobre el suelo. Probablemente había sido precipitado desde lo alto de la escalera, y, con tal violencia, que una de las piernas estaba rota. Después de haberlo puesto fuera de combate, Williams había bajado al sótano y le había cortado la garganta. Mucho se discutió en los periódicos sobre la dificultad de conciliar estos incidentes con las otras circunstancias del caso, si se supone que un solo hombre había hecho todo aquello. Parece cierto que no fue más que uno. Uno se había visto y oído en casa de Marr; uno solo, y, sin duda, el mismo hombre, había sido visto por el joven obrero en el salón de la señora Williamson, y uno solo era denunciado por las huellas sobre la arcilla.

El asesino, sin duda, entró en la taberna de Williamson y pidió cerveza. Esto obligó al anciano a bajar a la bodega. En cuanto le vio desaparecer en el sótano, Williams cerró de golpe la puerta de la calle. Williamson, al oír el ruido, debió regresar para ver qué era lo que ocurría. El asesino, que esperaba esto, lo había encontrado en lo alto de la escalera, desde donde lo derribó, hecho lo cual bajó para terminar el crimen. Todo esto debió durar un minuto o un minuto y medio, correspondiendo al intervalo transcurrido entre el portazo, que había oído el obrero, y la exclamación de la criada. Es también

evidente que la razón por la cual ningún grito salió de los labios de la señora Williamson, proviene de la posición y lugar en que se hallaba. El asesino vino por detrás, sin ser visto, y ella no lo sintió a causa de su sordera. En cuanto a la criada, se dio cuenta del ataque de que era objeto su señora, y por eso pudo lanzar aquella exclamación de agonía.

Hasta la mañana del viernes que siguió a la aniquilación de los Williamson, no se hizo público el hecho importante de que en el martillo con el cual Williams realizara sus proezas se leían las iniciales «J. P.». Este martillo, por distracción extraña del asesino, se había encontrado en la tienda de Marr, y es un hecho interesante, por lo tanto, que si el miserable hubiese sido sorprendido por el valiente vecino, lo habría encontrado desarmado. La notificación de tal detalle se hizo el viernes, es decir, el decimotercer día después del primer asesinato. Los resultados no se hicieron esperar mucho.

Por otra parte, en el secreto de un alojamiento para hombres solos, Williams había sido objeto de suposiciones muy graves, desde el principio, es decir, a la hora misma en que se revelaba la tragedia ocurrida en casa de Marr. Y es singular que esta sospecha se debiese completamente a su propia locura. Williams se hospedaba, en compañía de otros hombres de diversas nacionalidades, en una posada. En una gran sala había cinco o seis camas. La mayor parte de los huéspedes eran honrados artesanos. Había uno o dos ingleses, uno o dos escoceses, tres o cuatro alemanes y Williams, cuya patria no era bien conocida. La noche del sábado fatal, hacia la una y media, al volver de su espantosa labor, Williams halló dormidos a sus compañeros ingleses y escoceses; pero los alemanes velaban; uno de ellos, sentado, con una vela en la mano, leía a los otros dos en voz alta. Williams, al ver esto, dijo con un tono imperioso:

—¡Apagad pronto esa vela! ¡Apagadla! Van a prender fuego a las camas.

Si sus compañeros ingleses hubieran estado despiertos, habrían protestado contra la arrogancia de esta orden. Pero los alemanes son, por lo general, de índole mansa. La vela, pues, fue apagada. Sin embargo, como no había cortinas, los alemanes notaron que, en realidad, no existía el menor peligro, ya que las ropas de la cama arden difícilmente, como las hojas de un libro, cuando están bien apretadas. Así, los alemanes dedujeron que Williams tenía un motivo urgente para sustraerse a toda observación sobre su persona y vestido. ¿Cuál podía ser este motivo? La noticia que se propaló al día siguiente por toda la ciudad de Londres, y también en aquella casa, que sólo se hallaba a unos trescientos metros de distancia de la tienda de Marr, hizo aparecer aquel motivo terriblemente claro y, como es de suponer, fue comunicado a los otros compañeros de dormitorio. Sin embargo, todos sabían que la ley inglesa castiga toda sospecha sin pruebas. En verdad, por poco precavido que hubiera sido Williams, si

hubiese descendido a lo largo del Támesis y hubiese arrojado en él la mitad de su equipaje, nada se hubiera podido probar contra él. De esta manera hubiera podido realizar el plan de Courvoisier (el asesino de lord William Russell): vivir cometiendo cada mes un solo crimen bien preparado. No obstante, los compañeros de dormitorio estaban convencidos, pero esperaban tener indicios que pudiesen convencer a los demás. Apenas, pues, fue publicado el anuncio oficial a propósito de las iniciales «J. P.», todos los huéspedes de aquella casa se acordaron de un honrado carpintero de navío noruego, John Petersen, que había trabajado en los muelles ingleses hasta el presente año y que, al regresar a su país natal, dejó su caja de herramientas en la buhardilla de la posada. Esta fue examinada. Se encontró la caja de útiles de Petersen, pero faltaba el martillo. Después de un examen más detenido, se llegó a un descubrimiento más importante. El cirujano que había examinado los cadáveres encasa de Williamson, había emitido la opinión de que las gargantas no habían sido cortadas utilizando una navaja de afeitar, sino otra herramienta de forma diferente. Entonces se recordó que Williams había pedido prestado, recientemente, un gran cuchillo francés, de forma especial, y luego, entre un montón de madera y trapos viejos, se encontró pronto un chaleco que todos los huéspedes de la casa habían visto llevar a Williams por aquellos días. En ese chaleco, pegado al bolsillo por la sangre coagulada, se encontraba un cuchillo francés. En fin, todos los de la posada sabían también que Williams llevaba de ordinario un par de zapatos que crujían y un abrigo oscuro forrado de seda. Había, además, otras circunstancias sospechosas.

Williams fue arrestado inmediatamente. Era un viernes. El sábado por la mañana, catorce días después del asesinato de Marr, se le interrogó a fondo. Los indicios eran aplastantes. Williams los escuchó con atención, pero dijo poca cosa. Se le notificó el auto de procesamiento. Es necesario decir que, mientras era acompañado hacia la cárcel, fue perseguido por multitudes tan furiosas que, en circunstancias ordinarias, no habría escapado a la venganza sumaria del pueblo. Pero en esta ocasión, una gran escolta lo custodiaba. A las cinco de la tarde se encerraba en la prisión a todos los criminales convictos, dejándolos sin luz. Durante catorce horas (es decir, desde las siete de la tarde hasta la mañana siguiente) se les dejaba incomunicados y en la oscuridad. Williams tuvo tiempo, pues, de suicidarse. Los medios eran escasos. Había únicamente una barra de hierro, de la que se colgaba una lámpara. Se sirvió de ella para ahorcarse con los tirantes de los pantalones. No se sabe a qué hora; algunos aseguran que a medianoche. Si es así, a la hora precisa en que, catorce días antes, había sembrado el horror y la desolación en la familia del pobre Marr, se vio obligado a beber en la misma copa, acercada a sus labios por las mismas manos malditas.

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