domingo, 14 de junio de 2020

6 El caballito de madera D. H. Lawrence ANTOLOGÍA DEL CUENTO EXTRAÑO. TOMO II.



 6
 El caballito de madera
 D. H. Lawrence

 

 

            DAVID HERBERT LAWRENCE, el discutido novelista inglés, nació en 1885, murió en 1930. Se casó en 1914 con Frieda von Richthofen, hermana del célebre as de la aviación alemana. En «El Pavo Real Blanco», «Hijos y Amantes», «La Serpiente Emplumada», «El Amante de Lady Chatterley» (novelas) y en «Psicoanálisis del Inconsciente», «Fantasía del Inconsciente» (ensayos), se ocupó de temas sexuales, psicológicos y religiosos, suscitando apasionadas adhesiones y enérgicos rechazos. «El Caballito de Madera» es sin duda uno de los relatos más bellos de la literatura fantástica inglesa.
            Era una mujer hermosa, que había empezado con todas las ventajas que puede deparar la vida, y que, sin embargo, no tuvo suerte. Se casó por amor, y el amor se redujo a polvo. Tuvo hermosos hijos, pero llegó a creer que le habían sido impuestos, y no pudo amarlos. Ellos la miraban con frialdad, como si la encontraran culpable. Y bien pronto ella sintió que debía ocultar alguna falta. Sin embargo, nunca supo cuál era esa culpa que debía ocultar. Pero cuando sus hijos estaban presentes, sentía endurecérsele el centro del corazón. Esto la inquietaba, y en su inquietud trataba de mostrarse afectuosa y solícita con ellos, como si los quisiera mucho. Sólo ella sabía que en el centro de su corazón había un lugarcito duro que no podía sentir amor, que no podía amar a nadie. Todos decían: «Es una buena madre. Adora a sus hijos». Sólo ella y sus mismos hijos sabían que no era así. Leían la verdad en sus miradas.
            Tenía un varón y dos niñas. Vivían en una casa agradable, con jardín, con criados discretos, y se sentían superiores a todos los vecinos.
            Pero, aunque guardaban las apariencias, reinaba siempre en la casa cierta ansiedad. El dinero nunca era suficiente. La madre tenía una pequeña renta, y el padre tenía una pequeña renta, mas no bastaban para conservar la posición social que debían mantener. El padre trabajaba en una oficina de la ciudad. Tenía buenas perspectivas, pero esas perspectivas nunca se materializaban. Y aunque conservaran las apariencias, persistía siempre la punzante sensación de la escasez de dinero.
            Por fin dijo la madre:
            —Veré si yo puedo hacer algo.
            Pero no sabía por dónde empezar. Se devanó los sesos, probó esto y aquello sin encontrar nada eficaz. El fracaso grabó profundos surcos en su rostro. Sus hijos crecían, pronto tendrían que ir a la escuela. Hacía falta dinero, más dinero. Parecía que el padre, siempre muy elegante y dispendioso en la satisfacción de sus gustos, nunca podría hacer nada que valiese la pena. Y la madre, que tenía mucha fe en sí misma, no logró mejores resultados y además era tan derrochadora como el padre.
            Y así fue como penetró en la casa aquella frase tácita: «¡Hace falta más dinero! ¡Hace falta más dinero!». Los niños la oían permanentemente, aunque nadie la pronunciaba en alta voz. La oían en la Navidad, cuando los costosos y espléndidos juguetes llenaban su cuarto. Detrás del reluciente caballito de madera, detrás de la elegante casa de muñecas, una voz, de pronto, empezaba a susurrar: «¡Hace falta más dinero! ¡Hace falta más dinero!». Y los niños se interrumpían en sus juegos, para escuchar la voz. Se miraban a los ojos, para comprobar si todos la habían oído. Y cada uno veía en los ojos de los otros dos que también habían oído. «¡Hace falta más dinero! ¡Hace falta más dinero!».
            Las palabras brotaban en un susurro de los resortes del caballito de madera, que aún no había dejado de mecerse, y también el caballo las oía, bajando la cabeza de madera. Y la muñeca grande, tan rosada y presumida en su cochecito nuevo, la oía con toda claridad, y al oírla parecía acentuar su sonrisa de afectación. Y aun el perrito bobo, que ocupaba el lugar del oso de paño, tenía ahora una expresión tan extraordinaria de bobería por la sola razón de que acababa de oír el secreto murmullo que inundaba la casa: «¡Hace falta más dinero!».
            Sin embargo, nadie lo decía en voz alta. El rumor estaba en todas partes, y por lo tanto nadie lo formulaba abiertamente, así como nadie dice: «Estamos respirando», a pesar de que lo hacemos sin cesar.
            —Mamá —dijo el niño Paul un día—, ¿por qué no tenemos automóvil propio? ¿Por qué usamos siempre el de tío, o un taxi?
            —Porque somos los parientes pobres —dijo la madre.
            —¿Y por qué somos los parientes pobres, mamá?
            —Bueno… —dijo la madre con lentitud y amargura—, supongo que es porque tu padre no tiene suerte.
            El niño estuvo un rato silencioso.
            —¿La suerte es dinero, mamá? —preguntó al fin con cierta timidez.
            —¡No, Paul! No es exactamente lo mismo. La suerte es lo que hace que uno tenga dinero.
            —¡Oh! —dijo Paul vagamente—. Yo pensé que cuando tío Oscar decía «sucio lucro» quería decir dinero.
            —Lucro quiere decir dinero —dijo la madre—. Pero es lucro, y no suerte.
            —¡Oh! —exclamó el niño—. Entonces, ¿qué es la suerte, mamá?
            —Es lo que hace que uno tenga dinero —repitió la madre—. Si tienes suerte, tienes dinero. Por eso es mejor nacer con suerte que nacer rico. Si eres rico, puedes perder tu dinero. Pero si tienes suerte, siempre ganarás más dinero.
            —¡Oh! ¿De veras? ¿Y papá no tiene suerte?
            — No, para nada —respondió ella amargamente.
            El niño la miró con expresión vacilante.
            —¿Por qué? —preguntó.
            —No sé. Nadie sabe por qué algunos tienen suerte y otros no.
            —¿No? ¿Nadie sabe? ¿No hay nadie que sepa?
            —¡Quizá lo sepa Dios! Pero Él nunca lo dice.
            —Oh, pero debería decirlo. ¿Y tú tampoco tienes suerte, mamá?
            —No puedo tenerla, porque estoy casada con un hombre sin suerte.
            —¿Pero tú misma, no tienes suerte?
            —Solía creer que sí, antes de casarme. Pero ahora veo que soy muy desafortunada.
            —¿Por qué?
            —¡Bueno, basta de preguntas! Quizá no sea desafortunada en realidad…
            El niño la miró para ver si lo decía en serio. Pero vio, por la expresión de su boca, que estaba tratando de ocultarle algo.
            —Bueno, de todas maneras —dijo con obstinación—, yo soy una persona de suerte.
            —¿Por qué?— preguntó su madre echándose a reír. Él la miró. Ni siquiera sabía por qué había afirmado eso.
            —Me lo dijo Dios —repuso, no queriendo dar el brazo a torcer.
            —¡Ojalá sea así, querido! —contestó la madre, riendo nuevamente, pero con cierto resentimiento.
            —¡Es cierto, mamá!
            —¡Excelente! —dijo la madre, recurriendo a una de las exclamaciones favoritas de su marido.
            El niño vio que no le creía; o más bien, que no hacía caso de sus afirmaciones. Esto lo irritó. Deseó poder obligarla a que le prestara atención.
            Se marchó, solo, vaga la expresión, pueril el andar, buscando la clave de la suerte. Absorto, sin reparar en los demás, iba y venía con una especie de cautela, buscando interiormente la suerte. Quería encontrar la suerte, quería encontrarla. Cuando las dos niñas jugaban a las muñecas, en el cuarto de juegos, él montaba en su gran caballo de madera y se lanzaba al espacio en una acometida salvaje, con tal frenesí que sus hermanas lo espiaban con inquietud. Impetuoso galopaba el caballo, tremolaban los cabellos oscuros y ondulados del niño y había en sus ojos un extraño fulgor. Las chiquillas no se atrevían a hablarle.
            Cuando llegaba al término de su alocado viaje, echaba pie a tierra y se plantaba ante el caballo de madera, contemplando fijamente su cabeza gacha. La boca roja del animal estaba levemente abierta, y sus grandes ojos tenían un resplandor vidrioso.
            —¡Vamos! —ordenaba quedamente al fogoso corcel—. ¡Llévame a donde está la suerte! ¡Anda, llévame!
            Y azotaba al caballo en el pescuezo con la fusta que le había pedido al tío Oscar. Sabía que el animal, si él lo obligaba, lo llevaría a donde estaba la suerte. Montaba entonces de nuevo y reanudaba su furioso galope, con el deseo y la certeza de llegar, por fin, a donde estaba la suerte.
            —¡Romperás el caballo, Paul! —decía la institutriz.
            —¡Siempre cabalga así! —añadía Joan, su hermana mayor—. ¿Por qué no se queda tranquilo?
            Pero él se limitaba a mirarlas con furia y en silencio. La institutriz desistió de corregirlo. Imposible sacar nada de él. Y al fin y al cabo, ya se estaba poniendo demasiado grande para que ella lo cuidara.
            Un día su madre y su tío Oscar entraron en mitad de uno de sus furiosos galopes. El chico no les dirigió la palabra.
            —¡Hola, mi pequeño jinete! —dijo el tío—. ¿Corres una carrera?
            —¿No eres demasiado grande para un caballito de madera? Ya no eres una criatura —dijo su madre. Pero Paul se contentó con mirarla, irritado, con sus ojos azules, grandes y más bien hundidos. No quería hablar con nadie cuando estaba en plena carrera. Su madre lo observó con expresión ansiosa. Por fin, bruscamente, el niño dejó de espolear el mecánico galope del caballo y se deslizó a tierra—. ¡Bueno, llegué! —anunció impetuosamente, con los ojos azules todavía relucientes, bien separadas las piernas largas y robustas.
            —¿Adónde llegaste? —preguntó su madre—. A donde quería llegar —replicó.
            —Muy bien, hijo —aprobó el tío Oscar—. Nunca hay que detenerse antes de llegar a la meta. ¿Cómo se llama el caballo?
            —No tiene nombre.
            —¿Se las arregla sin un nombre? —preguntó el tío.
            —Bueno, tiene varios nombres. La semana pasada se llamaba «Sansovino».
            —«Sansovino», ¿eh? El ganador del Ascot. ¿Cómo conocías su nombre?
            —Siempre habla de carreras de caballos con Bassett —dijo Joan.
            El tío se quedó encantado al descubrir que su sobrinito estaba al tanto de todas las noticias referentes a las carreras. Bassett, el joven jardinero —que había sido herido en un pie durante la guerra y había obtenido su actual empleo por recomendación de Oscar Cresswell, su antiguo patrón— era un verdadero perito en cosas del «turf». Vivía en la atmósfera de las carreras, y el niño con él.
            Oscar Cresswell lo supo todo por medio de Bassett.
            —El niño Paul viene y me pregunta, y yo no tengo más remedio que contestarle, señor —dijo Bassett con expresión terriblemente seria, como si hablara de temas religiosos.
            —¿Y alguna vez apuesta algo al caballo que se le ha ocurrido?
            —Bueno… yo no quisiera delatarlo. Es un jovencito muy discreto, un buen camarada, señor. Preferiría que se lo preguntase usted mismo. En cierto modo le produce placer nuestro secreto y (con perdón de usted) quizá pensaría que yo lo he traicionado.
            Bassett estaba tan serio que parecía en misa.
            El tío fue a buscar al sobrino y lo llevó a dar una vuelta en su automóvil.
            —Dime, Paul —le preguntó—, ¿alguna vez apuestas algo a un caballo?
            El niño observó atentamente a su tío.
            —¿Por qué? ¿Crees que no debería hacerlo? —replicó, poniéndose en guardia.
            —¡No, nada de eso! Pero se me ocurrió que tal vez podrías darme un «dato» para el Lincoln.
            El automóvil se internaba en la campiña, en dirección a la casa que tenía en Hampshire el tío Oscar.
            —¿De veras? —preguntó el sobrino.
            —¡De veras, hijo! —replicó el tío.
            —Bueno, entonces, juégale a «Daffodil».
            —¡«Daffodil»! No creo que gane. ¿Qué me dices de «Mirza»?
            —Sólo sé cuál será el ganador —dijo el niño—. Y el ganador será «Daffodil».
            —¿«Daffodil», eh?
            Hubo una pausa. «Daffodil» era un caballo relativamente mediocre.
            —¡Tío!
            —¿Sí, hijo?
            —No lo dirás a nadie, ¿verdad? Se lo he prometido a Bassett.
            —¡Al diablo con Bassett, hombre! ¿Qué tiene que ver él con esto?
            —¡Somos socios! ¡Hemos sido socios desde el primer momento! Tío, él me prestó los primeros cinco chelines, y los perdí. Y yo le prometí, bajo palabra de honor, que esto quedaría entre nosotros. Pero entonces tú me diste ese billete de diez chelines, con el que empecé a ganar, y pensé que tú tenías suerte. Pero no lo dirás a nadie, ¿verdad?
            El niño miró a su tío con aquellos ojos enormes, ardientes, azules, que parecían demasiado juntos. El tío se encogió de hombros y se echó a reír, incómodo.
            —¡Quédate tranquilo, muchacho! No diré nada a nadie. ¿«Daffodil», eh? ¿Cuánto piensas apostarle?
            —Todo menos veinte libras —dijo el chico—. Las mantengo en reserva.
            El tío pensó que era un buen chiste.
            —¿Así que mantienes veinte libras en reserva, joven embustero? ¿Y cuánto apuestas?
            —Trescientas —dijo gravemente el chico—. Pero esto queda entre tú y yo, tío Oscar. ¿Palabra de honor?
            El tío lanzó una carcajada.
            —Pierde cuidado, mi pequeño Nat Gould —contestó sin cesar de reír—, te guardaré el secreto. ¿Pero dónde están tus trescientas libras?
            —Las tiene Bassett. Somos socios.
            —¡Ah, ya veo! ¿Y cuánto apostará Bassett a «Daffodil»?
            —No creo que le juegue tanto como yo. Ciento cincuenta quizá.
            —¿Ciento cincuenta peniques? —dijo el tío en son de broma.
            —No, ciento cincuenta libras —repuso el muchacho mirando a su tío con sorpresa—. Bassett se queda con una reserva más grande que yo.
            Entre divertido e intrigado, el tío Oscar guardó silencio. No volvió sobre el tema, pero decidió llevar a su sobrino a las carreras de Lincoln.
            —Bueno, muchacho —le dijo—, yo apostaré veinte libras a «Mirza», y cinco para ti al caballo que elijas. ¿Cuál te gusta?
            —¡«Daffodil», tío!
            —¡No, no te pierdas esas cinco libras apostándolas a «Daffodil»!
            —Es lo que yo haría si el dinero fuese mío —dijo el niño.
            —¡Bien! ¡Bien! ¡Razón tienes! Diez libras a «Daffodil», cinco para ti y cinco para mí.
            El niño nunca había visto carreras. Sus ojos eran llamitas azules. Su boca estaba tensa. Delante de él había un francés que había apostado a «Lancelot». Frenético, subía y bajaba los brazos, gritando con su acento francés: «¡“Lancelot”! ¡“Lancelot”!».
            «Daffodil» llegó primero, «Lancelot» segundo, «Mirza» tercero. El niño, a pesar de su sonrojo y sus ojos incandescentes, estaba extrañamente sereno. Su tío le trajo cinco billetes de cinco libras. El caballo había pagado a razón de cuatro a uno.
            —¿Qué hago con ellos? —preguntó, agitándolos ante los ojos del muchacho.
            —Creo que tendremos que hablar con Bassett —repuso el chico—. Si no me equivoco, ahora tengo mil quinientas libras; y veinte de reserva; y estas veinte.
            Su tío lo observó unos instantes.
            —¡Vamos, muchacho! —exclamó—. ¿En serio pretendes que Bassett tiene mil quinientas libras tuyas?
            — Sí, es en serio. ¡Pero no lo digas a nadie! ¿Palabra de honor?
            —¡Palabra de honor, sí, amiguito! Pero debo hablar con Bassett.
            —Si quieres, tío, puedes ser nuestro socio. Pero deberás prometer, bajo palabra de honor, que no dirás nada a nadie. Bassett y yo tenemos suerte, y tú también debes tenerla, porque fue con tus diez chelines que empecé a ganar…
            El tío Oscar se llevó a Bassett y a Paul a pasar la tarde en Richmond Park, y allí conversaron.
            —Yo le diré cómo fue, señor —dijo Bassett—. Al niño Paul le gustaba hacerme hablar de carreras, contarle anécdotas… en fin, señor, usted sabe lo que son esas cosas. Y siempre tenía interés por saber si yo había ganado o perdido. Hará un año, me pidió que le apostara cinco chelines a «Blush of Dawn»; y perdimos. Después, con esos diez chelines que le regaló usted, se nos dio vuelta la suerte y en general nos ha sido bastante favorable. ¿Qué piensa usted, niño Paul?
            —Todo va muy bien cuando estamos seguros —dijo Paul—. Pero cuando no estamos del todo seguros, solemos perder.
            —Sí, pero entonces tenemos cuidado —dijo Bassett.
            —¿Y cuándo están seguros? —preguntó, sonriendo, el tío Oscar.
            —Es el niño Paul, señor —dijo Bassett con voz secreta, religiosa—. Es como si recibiera un aviso del cielo. Ya vio usted lo que pasó con «Daffodil». Ése era cien por cien seguro.
            —¿Tú apostaste a «Daffodil»? —preguntó Oscar Cresswell.
            —Sí, señor. Hice mi ganancia.
            —¿Y mi sobrino?
            Bassett miró a Paul y guardó obstinado silencio.
            —Yo gané mil doscientas libras, ¿verdad, Bassett? Le dije a tío que había apostado trescientas a «Daffodil».
            —Eso es —asintió Bassett.
            —Pero ¿dónde está el dinero? —preguntó el tío.
            —Lo tengo yo, señor, bien guardado. El niño Paul puede pedírmelo cuando quiera.
            —¿Mil quinientas libras?
            —¡Mil quinientas veinte! Es decir, mil quinientas cuarenta, con las veinte que ganó en el hipódromo.
            —¡Es asombroso! —dijo el tío.
            —Si el niño Paul le ofrece entrar en la sociedad, señor, yo en su lugar aceptaría; con perdón de usted.
            Oscar Cresswell reflexionó.
            —Quiero ver el dinero —dijo.
            Los condujo a la casa, y poco después Bassett regresaba al invernadero —donde lo esperaba Oscar Cresswell— trayendo mil quinientas libras en billetes. Las veinte libras restantes las había dejado a Joe Glee, en el depósito de la comisión de carreras.
            —Ya ves, tío —dijo el niño—, que todo marcha muy bien cuando yo estoy seguro. Entonces jugamos fuerte, todo lo que tenemos. ¿No es así, Bassett?
            —Así es, niño.
            —¿Y cuándo estás seguro? —preguntó el tío, echándose a reír.
            —Oh, bueno, a veces estoy absolutamente seguro, como en el caso de «Daffodil» —dijo el niño—, y a veces tengo una corazonada; otras, ni siquiera eso, ¿no es verdad, Bassett? Entonces tenemos cuidado, porque la mayoría de las veces perdemos.
            —¡Oh, ya veo! Y cuando estás seguro, como en el caso de «Daffodil», ¿por qué estás tan seguro, hijo mío?
            —Oh, bueno, no lo sé —respondió el niño, turbado—. Estoy seguro, tío, pero eso es todo.
            —Es como si recibiera un aviso divino, señor —reiteró Bassett.
            —¿Será posible? —dijo el tío.
            Pero ingresó en la sociedad. Y cuando se acercaba el premio Leger, Paul se sintió «seguro» de que ganaría «Lively Spark», caballo de escasos antecedentes. Paul insistió en apostarle mil libras. Bassett le jugó quinientas y Oscar Cresswell doscientas. «Lively Spark» ganó y pagó a razón de diez a uno. Paul había ganado diez mil libras.
            —Ya ves —dijo—, yo estaba absolutamente seguro.
            El mismo Oscar Cresswell había ganado dos mil libras.
            —Mira, muchacho —le dijo—, esta clase de cosas me ponen un poco nervioso.
            —¿Por qué, tío? Quizá no volveré a estar «seguro» durante mucho tiempo.
            —Pero ¿qué vas a hacer con el dinero?
            —Empecé a jugar por causa de mamá —repuso el niño—. Ella dijo que no tenía suerte, porque papá no la tenía, y entonces pensé que si yo tenía suerte, quizá dejaría de susurrar.
            —¿Quién dejaría de susurrar?
            —¡Nuestra casa! Odio nuestra casa porque nunca deja de susurrar.
            —¿Qué susurra?
            —Bueno… pues… —vaciló el chico—… a decir verdad, no estoy seguro, pero tú sabes, tío, que siempre falta dinero.
            —Lo sé, hijo, lo sé.
            —¿Y sabes, tío, que mamá siempre tiene algún vencimiento, verdad?
            —Me temo que sí.
            —Y entonces la casa empieza a susurrar, y parece que hubiera alguien que se ríe de nosotros a espaldas de nosotros. ¡Es terrible! Y yo pensé que si tenía suerte…
            —¿Podrías terminar con eso, verdad? —concluyó el tío.
            El niño lo miró con sus grandes ojos azules, que traslucían un fuego frío y misterioso, pero no dijo nada.
            —¡Bueno! —dijo el tío—. ¿Qué hacemos?
            —No quiero que mi madre sepa que tengo suerte —dijo el chico.
            —¿Por qué no?
            —Porque no me lo permitiría.
            —Me parece que te equivocas.
            —¡Oh! —exclamó el chico, agitándose extrañamente—. No quiero que ella lo sepa, tío.
            —¡Está bien, hijo! Lo arreglaremos todo de manera que ella no lo sepa.
            Y en efecto, lo arreglaron con suma facilidad. Paul, a sugerencia de su tío, le entregó cinco mil libras; éste las puso en manos del abogado de la familia, quien debía informar a la madre de Paul que un pariente suyo le había entregado ese dinero, con la orden de pagarle mil libras anuales, el día de su cumpleaños, durante los cinco años subsiguientes.
            —De ese modo —dijo el tío Oscar— ella recibirá un regalo de cumpleaños de mil libras durante los cinco años próximos. Espero que eso no le haga la vida dura después, cuando deje de recibirlas.
            La madre de Paul cumplía años en noviembre. La casa había estado «susurrando» más que nunca en los últimos tiempos, y a pesar de su suerte, Paul no podía hacerle frente. Estaba ansioso por ver el efecto que causaría, el día del cumpleaños de su madre, la carta con la noticia referente a las mil libras.
            Cuando no había visitas, Paul comía con sus padres. Ya se había sustraído a la jurisdicción de la institutriz. Su madre iba al «centro» casi todos los días. Había redescubierto su vieja habilidad para dibujar telas y pieles, y trabajaba secretamente en el estudio de una amiga, que era la «artista» más destacada de las principales modistas. Dibujaba para los anuncios periodísticos figurines de damas ataviadas con pieles y sedas. Aquella joven artista ganaba varios millares de libras al año, pero la madre de Paul sólo pudo ganar unos centenares, y nuevamente se sintió insatisfecha. Tenía tantos deseos de sobresalir en algo, y no podía conseguirlo… ni siquiera dibujando anuncios de modas.
            La mañana de su cumpleaños bajó a tomar el desayuno. Paul escrutó su rostro mientras leía las cartas. Él sabía cuál era la del abogado. Advirtió que a medida que su madre la leía, su rostro se volvía duro e inexpresivo. Después un gesto frío y decidido asomó a sus labios. Ocultó la carta bajo las demás, y no dijo nada.
            —¿No recibiste nada agradable para tu cumpleaños, mamá? —preguntó Paul.
            —Sí, algo bastante agradable —respondió ella con su voz fría y ausente.
            Y se fue al centro sin añadir palabra.
            Pero por la tarde vino el tío Oscar. Dijo que la madre de Paul había celebrado una larga entrevista con su abogado, preguntándole si podía adelantarle en seguida la totalidad del dinero, pues estaba en deuda.
            —¿Tú qué piensas, tío? —dijo el chico.
            —Es cosa tuya, hijo.
            —¡Oh, entonces dale el dinero! Con lo que nos queda podemos ganar más.
            —Mas vale pájaro en mano que ciento volando, amigo mío —dijo el tío Oscar.
            —Oh, pero sin duda yo sabré quién ganará el Gran Premio Nacional; o el Lincolnshire, o el Derby. En alguno de ellos tengo que saber.
            El tío Oscar firmó el consentimiento y la madre de Paul cobró las cinco mil libras. Pero entonces ocurrió algo muy extraño. Las voces de la casa parecieron enloquecer súbitamente, como una algarabía de ranas en una tarde de primavera. Se habían comprado algunos muebles, Paul tenía un preceptor particular, y el próximo otoño iría a Eton, el colegio donde se había educado su padre. Aun en invierno había flores en la casa. El lujo a que había estado habituada la madre de Paul experimentaba un resurgimiento. Y sin embargo, las voces de la casa, detrás de los ramilletes de mimosas y flores de almendro, y debajo de las pilas de iridiscentes almohadones, parecían aullar y desgañitarse en una especie de éxtasis. «¡Hace falta más dinero! ¡Oh! ¡Hace falta más dinero! ¡Ahora, a-ho-ra! ¡A-ho-ra hace falta más dinero! ¡Más que nunca! ¡Más que nunca!».
            Aquello asustó terriblemente a Paul. Trataba de estudiar el latín y el griego con sus preceptores. Pero sus horas más intensas las vivía con Bassett. Ya se había corrido el Nacional; Paul no se sintió «seguro», y perdió cien libras. Vino el verano. Mientras aguardaba la disputa del Lincoln lo consumía la impaciencia. Pero esta vez tampoco «supo» y perdió cincuenta libras. Entonces se convirtió en un chico extraño, de ojos extraviados; parecía que algo fuese a estallar en su interior.
            —¡No te preocupes más, hijo mío! —insistía su tío Oscar—. Olvídate de todo eso.
            Pero el muchacho como si no lo oyera.
            —¡Tengo que saber para el Derby! ¡Tengo que saber para el Derby! —repetía, con sus ojos azules incendiados por una especie de locura.
            Su madre advirtió la sobreexcitación que lo dominaba.
            —Será mejor que te llevemos a veranear a la playa. ¿No quieres ir al mar ahora, en vez de esperar? Me parece que te convendría —dijo mirándolo ansiosamente, con el corazón extrañamente sobrecogido por causa del niño.
            Pero el chico alzó sus inquietantes ojos azules.
            —¡No puedo ir antes del Derby, mamá! —respondió—. ¡No puedo!
            —¿Por qué no? —preguntó ella, endureciendo la voz ante la contradicción—. ¿Por qué no? Nadie te impedirá después ir a ver el Derby con tu tío Oscar, si eso es lo que quieres. No tienes necesidad de aguardar aquí. Además, me parece que te estás interesando demasiado por esas carreras de caballos. Es un mal síntoma. Mi familia ha sido una familia de jugadores; sólo cuando seas grande comprenderás el perjuicio que eso nos ha causado. Pero lo cierto es que nos ha perjudicado. Tendré que despedir a Bassett, y pedirle a tío Oscar que no te hable de carreras, a menos que te muestres más razonable. Ve a veranear a la playa y olvídate de todo eso. ¡Eres un manojo de nervios!
            —Haré lo que tú quieras, mamá, siempre que no me hagas salir antes del Derby.
            —¿Salir de dónde? ¿De esta casa?
            —Sí —dijo Paul, mirándola fijamente.
            —¡Pues mira que eres extraño! ¿A qué viene tan súbito cariño por esta casa? Jamás me figuré que pudieras quererla.
            Él la miró sin hablar. Guardaba un secreto dentro de otro secreto, algo que no había dicho ni siquiera a Bassett ni a su tío Oscar.
            Pero su madre, después de permanecer unos instantes indecisa e irritada, dijo:
            —¡Está bien! No vayas a la playa hasta que se corra el Derby, si eso es lo que quieres. Pero prométeme dominar tus nervios. ¡Prométeme no interesarte tanto en las carreras de caballos y en los «programas», como tú les llamas!
            —¡Oh, no! —dijo el chico, distraído—. No pensaré mucho en eso, mamá. No te preocupes. En tu lugar, yo no me preocuparía.
            —¡Si tú estuvieras en mi lugar, y yo en el tuyo —dijo la madre—, vaya a saber en qué terminaría todo!
            —Pero tú sabes que no debes preocuparte, mamá, ¿verdad? —repitió el niño.
            —Me gustaría saberlo —respondió ella fatigadamente.
            —Oh, bueno, puedes saberlo. ¡Quiero decir, debes saber que no tienes que preocuparte!
            —¿De veras? Bueno, ya veremos.
            El secreto máximo de Paul era su caballo de madera, que no tenía nombre. Desde que se emancipó de institutrices y gobernantas, lo hizo llevar a su dormitorio, en el piso alto.
            —¡Eres demasiado grande para jugar con un caballito de madera! —le había reprochado su madre.
            —Oh, mamá, hasta que pueda tener un caballo verdadero, me gusta jugar con cualquiera —fue la extraña respuesta.
            —¿Así te sientes acompañado? —preguntó la madre, echándose a reír.
            —¡Oh, sí! Es muy bueno, y siempre me hace compañía.
            Y así fue como el caballo, ya bastante maltrecho, permaneció, inmovilizado en una cabriola, en el dormitorio del niño.
            Se acercaba el Derby, y Paul parecía cada vez más reconcentrado. Apenas escuchaba lo que le decían, tenía un aspecto muy frágil y sus ojos eran realmente inquietantes. Su madre experimentaba bruscos accesos de desasosiego. A veces, por espacio de media hora o más, sentía por él una repentina ansiedad que era casi angustia. Entonces la asaltaba el impulso de correr hacia el chico, para comprobar que estaba a salvo.
            Dos noches antes del Derby, estando en una gran fiesta en el centro, le sobrecogió el corazón uno de esos ataques de ansiedad por su hijo, el primogénito, y fue tan intenso que apenas pudo hablar. Luchó con todas sus fuerzas contra ese sentimiento, porque era una mujer sensata. Pero fue inútil. Tuvo que dejar el baile y bajó para telefonear a su casa. La institutriz de los niños se mostró terriblemente sorprendida y alarmada por aquel llamado nocturno.
            —¿Están bien los niños, Miss Wilmot?
            —Oh, sí, perfectamente.
            —¿Y Paul? ¿Está bien?
            —Se acostó en seguida. ¿Quiere que suba a echarle un vistazo?
            —¡No! —repuso la madre a pesar suyo—. No, no se moleste. Está bien. No se quede levantada. Volveremos a casa en seguida.
            No quería que la criada interrumpiese la intimidad de su hijo.
            Era alrededor de la una cuando los padres de Paul regresaron a la casa. Todo estaba en silencio. La madre subió a su cuarto y se quitó su blanco abrigo de pieles. Había ordenado a la doncella que no la esperase. Oyó a su esposo, que mezclaba un whisky con soda en la planta baja.
            Y luego, impulsada por la extraña ansiedad que sentía en el corazón, subió furtivamente al cuarto de su hijo. Se deslizó en silencio a lo largo del corredor. Creyó oír un débil ruido. ¿Qué era?
            Permaneció junto a la puerta, los músculos tensos, escuchando. Se oía un ruido extraño, pesado y al mismo tiempo poco penetrante. Su corazón se paralizó. Era un rumor sordo, y sin embargo, impetuoso y potente. Como si algo enorme se moviera con furtiva violencia. ¿Qué era? ¿Qué era, en nombre de Dios? Ella debía saberlo. Tuvo la sensación de que reconocía aquel ruido. Sabía lo que era.
            Y sin embargo, no podía ubicarlo. No podía nombrarlo. Y el rumor proseguía con un ritmo de locura.
            Suavemente, paralizada de miedo y ansiedad, hizo girar el picaporte.
            El cuarto estaba oscuro. Sin embargo, junto a la ventana, oyó y vio algo que se balanceaba de un lado a otro. Se quedó mirándolo, temerosa y asombrada.
            Encendió de pronto la luz, y vio a su hijo, con su pijama verde, cabalgando alocadamente en su caballito de madera. La luz lo bañó de pronto, mientras espoleaba su corcel, y alumbró también a la rubia mujer inmóvil en la puerta, con su pálido vestido verde y plata.
            —¡Paul! —exclamó—. ¿Qué estás haciendo?
            —¡Es «Malabar»! —gritaba el chico con voz potente y extraña—. ¡Es «Malabar»!
            Sus ojos ardientes la miraron por espacio de un segundo, extraño e irracional, mientras cesaba de espolear a su caballo de madera. Después cayó con estrépito al piso, y ella, desbordante de atormentada maternidad, corrió en su auxilio.
            Pero el niño estaba inconsciente, e inconsciente permaneció, atacado de fiebre cerebral. Hablaba y se agitaba y su madre permanecía sentada a su lado, inmóvil como una piedra.
            —¡Es «Malabar»! ¡Es «Malabar»! ¡Bassett, Bassett, ya sé: es «Malabar»! —gritaba el niño, tratando de levantarse para espolear al caballo de madera que era la fuente de su inspiración.
            —¿Quién es «Malabar»? —preguntó la azorada madre.
            —No sé —dijo el padre, pétreo.
            —¿Quién es «Malabar»? —insistió ella dirigiéndose a su hermano Oscar.
            —Es uno de los caballos que corren el Derby —fue la respuesta.
            Y a pesar suyo, Oscar Cresswell le habló a Bassett, y él mismo apostó un millar de libras a «Malabar». Pagó a razón de catorce a uno.
            El tercer día de la enfermedad fue crítico. Se esperaba una reacción. El niño, con sus largos y ensortijados cabellos, se agitaba incesantemente sobre la almohada. No dormía ni recobraba el conocimiento, y sus ojos eran como piedras azules. Y su madre, ya sin corazón, también acabó de convertirse en piedra.
            Por la noche no vino Oscar Cresswell, pero Bassett mandó preguntar si podía subir un momento, nada más que un momento. La intromisión irritó mucho a la madre de Paul; pero, pensándolo mejor, consintió. El niño seguía igual. Quizá Bassett podría hacerle recobrar el conocimiento.
            El jardinero, un hombre bajo, de bigotito pardo y ojos también pardos, pequeños y penetrantes, entró de puntillas en el cuarto, se llevó la mano al imaginario sombrero a modo de saludo y después se encaminó al lecho, mirando fijamente con sus ojillos relucientes al niño agitado y moribundo.
            —¡Niño Paul! —susurró—. ¡Niño Paul! «Malabar» entró primero, ganó de punta a punta. Hice lo que usted me dijo. Ha ganado más de setenta mil libras, sí; ha ganado más de ochenta mil. «Malabar» llegó primero, niño Paul.
            —¡«Malabar»! ¡«Malabar»! ¿Yo dije «Malabar», mamá? ¿Dije «Malabar»? ¿Crees que tengo suerte, mamá? Sabía que ganaría «Malabar», ¿verdad? ¡Más de ochenta mil libras! Eso es suerte, ¿verdad, mamá? ¡Más de ochenta mil libras! Yo sabía, ¿acaso no lo sabía? Ganó «Malabar». Si cabalgo en mi caballo hasta sentirme seguro, Bassett, yo sé lo que te digo: puedes apostar todo lo que tengas. ¿Apostaste todo lo que tenías, Bassett?
            —Jugué mil libras, niño Paul.
            —¡Nunca te dije, mamá, que si puedo cabalgar en mi caballo, y llegar, entonces estoy seguro… oh, absolutamente seguro! Mamá, ¿te lo dije alguna vez? ¡Yo tengo suerte!
            —No, nunca me lo dijiste —respondió la madre.
            Pero el niño murió esa noche.
            Y aún yacía en su lecho cuando la madre oyó la voz de su hermano, que decía:
            —Dios mío, Hester, has ganado ochenta mil libras y has perdido un hijo. Pobrecito, pobrecito, más le vale haber salido de una vida donde debía montar en su caballito de madera para encontrar un ganador.


viernes, 12 de junio de 2020

5 Un poderoso camión de guerra Bernardo Kordon.ANTOLOGÍA DEL CUENTO EXTRAÑO. TOMO II


 

5
 Un poderoso camión de guerra
 Bernardo Kordon

 

 

            En Buenos Aires, en 1915, nació BERNARDO KORDON.
            Ha viajado por el norte del país, Brasil y Chile.
            Tiene publicadas media docena de novelas, entre las que citaremos: «Un Horizonte de Cemento», y algunas colecciones de relatos: «La Vuelta de Rocha», «Macumba», «Una Región Perdida».
            Dirigió las revistas «Todo» y «Capricornio».
            Tuvimos un primer ademán, casi imperceptible, de sorpresa y de recelo. Era como si hubiésemos preferido pasar inadvertidos. Pero debimos desechar esta fácil solución. Hacía varios meses que no nos veíamos y nos dimos la mano en ese vértice de la recova de Plaza Once. En un instante, pude observar detalladamente a Alejandro Aguilera. Se veía pálido bajo las poderosas luces. Torcía ligeramente la boca al hablar. Y yo no podía escucharle bien. Pensaba en nuestra amistad. A veces dejamos que se rompan los lazos de una vieja amistad, y éste es el síntoma seguro de que comenzamos a renegar de nosotros mismos. Nunca faltan los pretextos. En este caso fueron determinadas y enconadas discusiones políticas. Una forma como cualquier otra de comprobar nuestra debilidad. Dejamos de vernos.
            Y allí estaba otra vez con mi viejo amigo Alejandro. Reaccioné para captar el sentido de su conversación. Contaba cosas de su vida, respondiendo, quizá, a alguna pregunta convencional que le formulé.
            —… también puedo decir que estoy de paso, ya que en mi nuevo oficio…
            —¿Tenés una nueva ocupación? —le interrumpí, con el doble fin de mostrar interés y de afirmarme en la conversación.
            —Sí. Una vez más cambié de oficio.
            —¿Y ahora cuál es? ¿Con mangas de lustrina o de hormiga del intelecto, como ser monaguillo del Libro Mayor o corrector de pruebas?
            —Nada de eso. El uniforme es el que sigue: cuello duro, traje bien cortado, pero empolvado por el camino; el gesto despreocupado; y la risa y la charla fáciles. Esta sociedad que algunos insensatos pretenden trastornar, está tan extraordinariamente organizada, que anoto pedidos y cobro mis comisiones con sólo llevar en mi carpeta etiquetas de vino y envases vacíos de yerba. No es necesario que el comerciante observe la yerba ni pruebe el vino: es suficiente que contemple los colores firmes y vivos de las etiquetas. ¿No es esto un real avance en la marcha de los siglos, un evidente premio al ciego empecinamiento humano? Recorro una provincia y una gobernación. Después las vuelvo a atravesar. Los pueblos son parecidos, sus calles llevan los mismos nombres. Únicamente varían los hoteles: los hay regulares y pésimos. ¿Valía la pena que corriese tanta sangre para convertir un hermoso desierto en una llanura tan progresista y apagada?
            —¿Y qué dice la gente por allá?
            —Hablan de cotizaciones y barajan posibilidades de hacer dinero. Sueñan con la ciudad. ¿Qué otra cosa pueden hacer? Lo mismo hago yo cuando me encuentro en el campo.
            Se detuvo un instante. Parecía medir algo. Entonces, dominado no sé por qué impulso, le dije—: Cuando hablabas de viajar y viajar, ¿te acordás?, tenías la seguridad de llegar a ser un trotamundos. Y te encuentro ahora convertido en un trota-provincias.
            —Hago lo que puedo —me respondió tristemente—. Además, ahora todo me da lo mismo.
            Esa tristeza contradecía la suficiencia que barruntaba en sus palabras anteriores. Me sentí conmovido. ¡Y yo, que comenzaba a enrostrarle su fracaso, con esa crueldad que sólo puede gastar otro fracasado!
            —¿Por qué no buscamos un lugar tranquilo para seguir charlando? —propuse. Echamos a andar por la avenida Pueyrredón, pero nos molestaba esa avalancha humana que trotaba para hundirse en las entradas del ferrocarril subterráneo. Doblamos por Cangallo. Los oscuros y silenciosos depósitos del Ferrocarril Oeste parecían fortalezas abandonadas. Como un poderoso fantasma ululó una invisible locomotora. Alejandro consultó su reloj.
            —Faltan tres minutos para que parta «El Pampero», el nocturno a Santa Rosa —fue el comentario del viajante de comercio—. Un hermoso rápido. Generalmente duermo de un tirón hasta Pehuajó. Allí me despierta la sensación de que el tren se ha detenido, el estrépito de los topes que chocan en alguna maniobra y ese vibrante frío que anuncia el amanecer. Y yo agonizo mientras espero que el rápido prosiga su carrera. Entonces es cuando me domina el miedo. En cualquier momento espero escuchar el ruido del motor del camión…
            —¿Pero de qué camión estás hablando? —le interrumpí alarmado. Volví a contemplarlo. La culpa no era de los tubos de luces fluorescentes. Aquí, en los flancos mal iluminados de la estación ferroviaria, lo seguía viendo pálido. Y como no me contestara pronto, y quizá temiendo que lo hiciera, le pregunté:
            —¿No te sentís bien?
            —Lo que se dice muy bien, no estoy. Ya te explicaré. Con decirte que me encontraba en Plaza Once para tomar ese tren. Y ya ves: lo dejo partir. ¿Hice bien? Creo que sí. Pero ya escuchaste cómo se desesperó recién esa maldita locomotora. Era como un llamado, ¿verdad? ¡Pero no pongas esa cara de asombro, que ya voy a explicarte todo esto!
            Nos instalamos en una modesta fonda de la calle Anchorena, en los alrededores del mercado de Abasto. Pinchábamos en un plato repleto de pequeñas aceitunas cubiertas de ají molido, que ayudaban a apurar el vino grueso y áspero de tres barricas alineadas en la entrada, servido en jarras de descascarada loza. Y ese vino chispeaba ahora en los ojos de Alejandro Aguilera y teñía levemente sus demacradas mejillas.
            —Cuando se ha vivido en distintas ciudades —comenzó a decir—, algo se aprende: muchas verdades inconstantes y pocas otras inconmovibles. Una de estas últimas es que toda ciudad conserva, protegida con el halo de verdura descompuesta de sus grandes mercados, cierta zona aun más profunda que la portuaria, con algunas calles de apariencia rural y otras del medioevo, donde alternan el caballo cansado y las tumefactas coliflores, el changador borracho y el delicado fruto que baja del trópico. Si hubieses sido ciclista —como lo he sido yo— tendrías en el cuerpo el recuerdo de algún golpe, por pasar por el mercado de Abasto. Sobre esos pavimentos viscosos, donde patinaba mi bicicleta, merodea firmemente, en cambio, la Aventura, atraída por el olor de especias. ¿Qué puede hacer la Aventura en las calles de una gran ciudad como Buenos Aires? ¡Hace el ridículo y nada más! Entonces viene hacia estos lados (como vienen algunos noctámbulos hastiados), porque es el rincón donde la vida —aunque sólo sea la del vegetal— conoce esa desnuda intensidad de vivir, apetecer y pudrirse al mismo tiempo. Por eso es necesario buscar los grandes mercados. En sus alrededores te darán de comer bien y beberás un vino, si no fino, al menos extraño, y en todo caso barato. Cuando el mercado no te reserve emoción alguna, y sus fondas te mezquinen la novedad de un plato y un pasable vino de barrica, entonces querrá decir, querido amigo, que todo anda definitivamente mal.
            Volcó en su vaso el resto del vino de la jarra (la segunda que le servían) y lo apuró como si repentinamente le quemase la sed.
            —Es lamentable necesitar a veces la ayuda del alcohol, pero mayor desgracia es no sentir nunca lo inefable y desconocer la aventura de contemplar el mundo con los ojos limpios y sorprendidos de un niño. Aquí estoy en esta fonda del mercado, y para mí este momento compensa el tiempo perdido en un mes de trabajo productivo. Sí, en mi cochina y tediosa lucha por la vida irrumpe una poderosa y luminosa ráfaga de magia.
            Recorrió con la vista las paredes decoradas con botellas polvorientas y jamones colgantes y ristras de salamines a modo de guirnaldas, antes de proseguir:
            —Generalmente me domina la sensación de moverme de un lado hacia otro, vacío y perdido como un sonámbulo. Pero he aquí que despierto: he tomado el noble vino y nuevamente estoy instalado frente a la vida, contemplando un espectáculo tan viejo como el mundo y tan nuevo que no hay escenas repetidas. Así estaba hace una semana en ese pueblo de Choele, con un codo apoyado en la mesa y el otro en la tapa de un viejo piano. Encima del piano (a mi espalda), una sucia pantalla cinematográfica ocupa una pared. Enfrente, la casita del operador, de madera verde oscura, y con doble ventanilla para el paso de la luz. ¿Cuándo y qué tipo desusado de cine se pasa en este hotelucho de Choele-Choel? Un antiquísimo aparador de trabajada madera, alto hasta el techo, y cuadros de frutas y aves que sobrevivieron varias guerras. Aquí estoy, en un viscoso y profundo agujero, bajo el limpísimo cielo de Choele-Choel, en una cueva a orillas del Río Negro.
            »Sobre la sufrida valija del muestrario diviso el sufrido e inacabable talonario de pedidos, donde asoman, lastimosamente arrugadas, como viejas orejas de elefantes, los papeles carbónicos de copia. En ese mal juego de los adultos, a mí me toca tomar mi valija y recorrer los desiertos y las praderas, ofreciendo tanta cosa que se considera necesaria para la vida: yerba, bombachas, licores. En un rincón come el mozo que me termina de servir. Sobre la sopa, muerde la galleta de campo y también él toma largos sorbos de un vinillo casero, turbio y espeso, con un, sorprendente gusto a uva. Y después llegan paisanos de tez terrosa, apagados y lastimosos como sus ponchos. Contemplan el juego en la mesa de billar, donde se lucen dos vecinos hijos de las islas de Choele-Choel. El muchacho que come, revuelve la sopa con la cuchara, hace balancear el líquido de su vaso y después da vuelta al bife en el plato, con evidente satisfacción. Es el gesto de quien asegura: “He aquí mi vino. Y ahora comeré esa sopa y este bife”. Y yo me embriagaba lentamente con ese vino joven y rústico, hasta que se me revela que todo entra, en un clima mágico… Ahí estamos reunidos un grupo de vencidas criaturas, en la fonda del aplastado caserío. Yo con mi talonario de pedidos de yerba y ese muchacho encantado de su sopa y maravillado del vino. Y esos sufridos peones que juegan al billar. Me entran ganas de abrazar a todos y ponerme a llorar, pero no tanto de tristeza como de simple ternura y piedad, hacia ellos y hacia mí mismo. Cuando viene el muchacho a retirarme el cubierto, le pido otra botellita de ese extraño vino. Vuelvo a llenar el vaso y entonces pregunto por un amigo, el flaco Muñiz, que trabaja en Vialidad, en la construcción de los puentes que atravesarán él Río Negro por esas islas. El muchacho sacude el mantel: “Uno delgadito, que viste siempre de negro, ¿verdad? Sí, señor, solía comer aquí. Primero paraba en Choele, después venía del campamento de la isla Lamarque, y finalmente pasó a Pomona”. “¿Queda lejos?”, le pregunté. “Unas cinco leguas. Y desde entonces no lo veo más”, me responde. Y el rostro, del muchacho adquiere esa extraña inmovilidad de piedra encantada de algunas estatuas. El recuerdo le suaviza la expresión y sus ojos parecen traspasar esos muros y perforar la aplastadora noche del desierto.
            »“¿Buen muchacho, eh?”, digo por decir algo, recordando la suave timidez de artista del flaco Muñiz. Pero el otro ya ha penetrado en la zona del encanto y dice lentamente: “Tocaba el piano. Sabía tocar muy bien”. Tengo el codo apoyado en el piano y lo retiro. Ahí está el lustroso y silencioso mueble olvidado, y ese mozo que parece perforar la noche con el recuerdo confuso de algunos sones que llegaran al alma. Finalmente sacude la cabeza como si espantase una mosca. Después dobla el maltratado mantel y se retira. Pero allí queda la presencia del flaco Muñiz, porque hay evocaciones suficientemente plásticas como para cristalizar imágenes ya esfumadas. Entonces veo entrar al flaco Muñiz. Pasa inadvertido entre esos criollos, cetrinos, flacos y callados como él. Uno de los que tiraban carambolas lo saludó sin dejar de pasarle tiza al taco. El flaco se sienta al piano. Y repentinamente algo extraño sacude a esos impávidos y vencidos campesinos, como si un poderoso viento llegado de muy lejos los arrancase de su antiguo sopor. El mozo limpiaba copas en un tacho de cinc, detrás del mostrador, y clavaba la vista hacia un punto tan lejano como el origen de ese extraño viento. Pero eso sólo duraba un instante. Los sones del piano mueren y la fonda retorna a su normalidad. El muchacho llena un vaso de caña para un nuevo parroquiano y todos vuelven a atender las fallidas carambolas de los improvisados billaristas. El flaco se incorpora y cierra cuidadosamente la tapa del piano y tal vez no sepa que un hálito inefable se ha prendido durante un breve instante en esa cueva aplastada por la noche del desierto…
            Alejandro se detuvo nuevamente, como si necesitase orientar su relato y tomar aliento antes de proseguir. Además, aprovechó la pausa para pedir otra jarra de vino. Era evidente que se disponía a contarme lo más importante.
            —Entonces me dominó el deseo de ir a visitar al flaco en el campamento de Pomona. Abandoné la mesa para averiguar la salida del colectivo rural a Pomona. «Mañana a las nueve sale uno», me informó el mozo. Y señalándome a un jugador de billar, agregó: «Ese muchacho trabaja en el campamento de Lamarque; quizá pueda informarle mejor». El tal muchacho vino a nuestro lado al sentirse indicado.
            »—¿Conoce usted a Muñiz? —le pregunté—.
            »—Claro que sí. Trabajaba en la oficina de Personal. Pero pasó a Pomona, de camionero.
            »—¿De camionero?
            »—Así es. Se produjo una vacante de camionero y Muñiz se ofreció. Ahí anda manejando un poderoso International. Ahora que me acuerdo, la última vez que lo vi en Lamarque, con su camión, me dijo que en estos días tendría carga para traer de Choele-Choel. A lo mejor, aparece mañana, quizá esta misma noche…
            Un extraño frío me recorrió el cuerpo.
            —No, no me mirés así, que no divago. A las dos de la madrugada tomé el tren que me devolvió a Buenos Aires. Claro que te sorprendés… Pero te voy a contar. Sé que un buen día voy a encontrarme con el camionero. Un camión conducido por una persona que me va a resultar conocida. ¿Quién no conoce el rostro de la Muerte? Y la Muerte anda ahora sobre un poderoso camión. Ya ves: iba a visitar a Muñiz en Pomona. Me llamaba, creándome ese impulso loco. Una sirena no lo haría mejor. ¡Y me esperaba con «el camión»! ¿Te das cuenta?.
            —¿Y qué te pasó esta noche?
            —¡Ah, esta noche! Tenía que salir para iniciar mi jira por el circuito Santa Rosa, General Acha y Bahía Blanca. Dejé mi equipaje en el depósito de la estación Once. Repentinamente me dominó la angustia y temí realizar el viaje. Eché a andar por la iluminada recova de Plaza Once y entonces te encontré. Ahora estoy aquí tomando y alegrándome.
            Y Alejandro se reía como si terminase de engañar al mismo demonio.
            Fue entonces cuando en la fonda del mercado entró el hombre de la casaca de cuero. En el mercado de Abasto convergen diariamente cientos y quizá miles de camiones, y la entrada de un camionero no hubiese llamado nunca mi atención, especialmente en este momento, que me dominaba la penosa impresión de comprobar el evidente desequilibrio de mi amigo. Pero no pude dejar de contemplarlo detenidamente, pues su presencia tuvo la virtud de hacer palidecer a Alejandro hasta convertirlo en un verdadero espectro.
            El camionero avanzó hacia el mostrador. Su gesto denotaba agotamiento físico, lo que podía explicarse, ya que son muchos los conductores que deben aguantar jornadas abrumadoras para traer sus cargas al mercado. Cierto que la máscara sudada y crispada del camionero de gastada casaca de cuero mostraba la misma palidez de mi amigo, pero Alejandro no clavaba su mirada en el recién llegado, sino que no la separaba de la puerta, por donde se veía la parte trasera de un poderoso camión de color verde oliva. Se trataba de uno de esos imponentes y maltratados armatostes que después de servir en la última guerra transitan en las calles de Buenos Aires en trabajos de paz.
            En la mesa teníamos tres jarras de vino vacías. Y yo pregunté:
            —¿Qué pasa en ese camión?
            Alejandro balbuceaba, ya en pleno delirio—: Pude verlo antes que se estacionase. Estaba lleno de muertos. Parecen soldados. Algunos van destrozados. A otros les cuelgan los brazos, como si quisiesen aferrarse al suelo para no seguir viaje.
            Yo tampoco me encontraba del todo bien, pues comencé a admitir:
            —No cabe duda que ese camión llevó miles de soldados y cargó toneladas de cadáveres, Alejandro. Y esas imágenes no se pueden borrar así no más. Ahí quedan, junto con esa pintura color de campo martirizado y las abolladuras producidas por alguna explosión. ¿Pero querés ir a ver lo que lleva ahora? Seguramente un cargamento de zapallos rojizos, o de fresquísima lechuga…
            Alejandro movió obstinadamente la cabeza con el gesto temeroso y angustiado de un niño que se niega a cumplir un castigo.
            Yo giré la cabeza para divisar al camionero. Terminaba de tomar una copa en el mostrador de cinc y abandonaba el local. Pasó al lado de nuestra mesa, detrás de mí. No pude ver si el hombre hizo un gesto, pero lo cierto es que Alejandro se incorporó y con pasos de alucinado salió detrás del camionero de la casaca de cuero.
            Cuando sentí arrancar el poderoso motor pude reaccionar. Atiné a dejar un par de billetes en la mesa, entre las jarras vacías, y llegué hasta la puerta. El camión y Alejandro habían desaparecido. Tenía frente a mí esa extraordinaria bóveda de cemento, con imponencia y belleza de catedral, de nuestro mercado central. Filas interminables de camiones entraban lentamente por sus puertas de ciudadela. Sentí miedo y eché a andar con paso rápido hacia las luces del centro de la ciudad.

jueves, 11 de junio de 2020

4 Junto a las aguas de Babilonia Stephen Vincent Benèt.ANTOLOGÍA DEL CUENTO EXTRAÑO. TOMO II.


 

4
 Junto a las aguas de Babilonia
 Stephen Vincent Benèt

 

 

            Sólo un cuentista que fuera también un poeta pudo escribir un relato como éste. STEPHEN VINCENT BENÈT era ambas cosas. «Junto a las Aguas de Babilonia» parece posterior a los acontecimientos producidos en el mundo en los últimos quince años. Sin embargo, data de 1937.
            A sus méritos propios deben añadirse pues los de una profecía acaso en tren de cumplirse. Confluyen en él, mágicamente, una visión del pasado y una visión del futuro, igualmente hondas y penetradas de grandeza poética. Aquellos que quieran ver en toda coincidencia una significación más profunda y hayan advertido el acento bíblico que enaltece muchos de los cuentos de Benèt, recordarán con gratitud que nació en un lugar de los Estados Unidos llamado Bethelem, el año 1898.
            Murió en 1943.
***
            Al norte, al oeste y al sur hay buena caza, pero está prohibido ir hacia el este. Está prohibido ir a cualquiera de los Lugares Muertos, salvo en busca de metal, y quien busque el metal debe ser sacerdote, hijo de sacerdote. Después, tanto el hombre como el metal deben ser purificados. Éstas son las reglas y las leyes; están bien hechas. Está prohibido cruzar el gran río y ver el lugar que fué el Lugar de los Dioses; eso está rigurosamente prohibido. Ni siquiera pronunciamos su nombre, aunque lo sabemos. Es allí donde viven espíritus y demonios, allí donde están las cenizas del Gran Incendio. Esas cosas están prohibidas, han estado prohibidas desde el comienzo de los tiempos.
            Mi padre es sacerdote; yo soy hijo de sacerdote. He estado, con mi padre, en los Lugares Muertos más próximos. Al principio tuve miedo. Cuando mi padre entró en la casa en busca del metal, me quedé junto a la puerta y sentí el corazón pequeño y débil. Era la casa de un hombre muerto, una casa de espíritus. No tenía el olor del hombre, aunque en un rincón había antiguos huesos. Pero no está bien que hijo de sacerdote demuestre temor. Miré los huesos en la sombra y acallé mi voz.
            Después salió mi padre con el metal, un trozo grande y fuerte. Me miró con ambos ojos, pero yo no había huído. Me dio el metal para que lo tuviera en las manos. Lo toqué y no morí. Entonces supo que yo era verdaderamente su hijo y que llegado el momento sería sacerdote. Cuando ocurrió eso, yo era muy joven. Sin embargo, mis hermanos no lo habrían hecho, aunque son buenos cazadores. A partir de aquel día tuve el mejor trozo de carne y el rincón más tibio junto al fuego. Mi padre velaba por mí, se alegraba de que fuera a ser sacerdote. Pero cuando me vanagloriaba, o lloraba sin motivo, me castigaba con más rigor que a mis hermanos. Era justo.
            Al cabo de un tiempo yo mismo pude entrar en las casas muertas y buscar el metal. Así aprendí los secretos de esas casas, y ya no tenía miedo cuando veía los huesos. Los huesos son livianos y viejos, a veces se desmenuzan en polvo cuando uno los toca. Pero tocarlos es gran pecado.
            Me enseñaron los cánticos y los ensalmos, me enseñaron a restañar la sangre de las heridas y otros secretos. Un sacerdote debe conocer muchos secretos. Eso decía mi padre. Si los cazadores creen que hacemos todas las cosas mediante cánticos y hechizos, allá ellos, eso no les hace daño. Me enseñaron a leer los viejos libros y a escribir las viejas escrituras: fue difícil, me llevó mucho tiempo. Mi sabiduría me hizo feliz: era como un fuego en mi corazón. Lo que más me gustaba era oír la historia de los Viejos Días y la historia de los dioses. Yo mismo me dirigía muchas preguntas que no podía contestar, pero era bueno hacérmelas. De noche solía quedarme despierto, escuchando el viento: me parecía la voz de los dioses que atravesaban el espacio.
            Nosotros no somos ignorantes como los pueblos del bosque, nuestras mujeres hilan lana en la rueca, nuestros sacerdotes llevan túnicas blancas. No comemos gorgojos de los árboles, no hemos olvidado las viejas escrituras, aunque son difíciles de entender. Sin embargo, mi sabiduría y la pobreza de mi sabiduría ardían en mí: quería aprender más. Cuando al fin fui hombre, llegué a mi padre y le dije:
            —Es venido el tiempo de iniciar mi viaje. Concédeme tu permiso.
            Me miró largamente, acariciándose la barba, y dijo por último:
            —Sí. Es tiempo.
            Aquella noche, en la casa de los sacerdotes, pedí y recibí la purificación. Me dolía el cuerpo, pero mi espíritu era una piedra helada. Fue mi propio padre quien me interrogó sobre mis sueños.
            Me ordenó mirar el humo del fuego y ver… Vi y conté lo que vi. Era lo que siempre había visto: un río, y allende el río un vasto Lugar Muerto y en él caminaban los dioses. Siempre he meditado en eso. Sus ojos eran severos cuando se lo dije: ya no era mi padre, sino un sacerdote.
            —Ése es un sueño muy fuerte —dijo—.
            —Es mío —repliqué.
            El humo temblaba y yo sentía la cabeza liviana. En la cámara exterior cantaban el cántico de la Estrella, y yo lo oía como un zumbido de abejas en mi cabeza.
            Me preguntó cómo estaban vestidos los dioses, le dije cómo estaban vestidos. Nosotros sabemos, por el libro, cuáles eran sus vestiduras, pero yo los veía como si estuviesen ante mí. Cuando hube terminado, tiró tres veces los palillos y los observó al caer.
            —Es un sueño muy fuerte —dijo—. Puede devorarte.
            —No tengo miedo —repuse, y lo miré con ambos ojos. Mi propia voz sonó débil a mis oídos, pero fue por causa del humo.
            Me tocó en el pecho y en la frente. Me dio el arco y las tres flechas.
            —Llévalas —dijo—. Está prohibido ir hacia el este. Está prohibido cruzar el río. Está prohibido ir al Lugar de los Dioses. Todas esas cosas están prohibidas.
            —Todas esas cosas están prohibidas —dije, pero era mi voz quien hablaba y no mi espíritu.
            Él me miró nuevamente.
            —Hijo mío —dijo—. Antaño tuve sueños jóvenes. Si tus sueños no te devoran, puedes ser un gran sacerdote. Si te devoran, siempre eres mi hijo. Ponte en camino.
            Ayuné, es ley. Me dolía el cuerpo, no el corazón. Cuando llegó el alba, había perdido de vista la aldea. Oré, me purifiqué, aguardé una señal. La señal fue un águila. Volaba hacia el este.
            A veces malos espíritus envían los signos. Esperé nuevamente en la roca chata, ayunando, sin probar alimento. Me quedé muy quieto: podía sentir el cielo en lo alto, debajo la tierra. Esperé hasta que el sol comenzó a hundirse. Entonces tres ciervos cruzaron el valle en dirección al este. No me ventearon, no me vieron. Con ellos iba un cervato blanco. Ése era un signo muy grande.
            Los seguí a la distancia, aguardando los acontecimientos. El deseo de ir hacia el este inquietaba mi corazón; sin embargo, sabía que debía ir. Me zumbaba la cabeza por el ayuno… ni siquiera vi saltar la pantera sobre el cervato blanco. Pero antes de que yo mismo lo advirtiera, tenía el arco en la mano. Grité, y la pantera levantó la cabeza.
            No es fácil matar una pantera con una flecha, pero la flecha le atravesó el ojo y entró en su cerebro. Murió mientras trataba de saltar: giró sobre sí misma, arañando el suelo. Entonces supe que debía ir hacia el este, que ésa era la meta de mi viaje. Cuando llegó la noche, encendí fuego y asé la carne.
            El viaje al este dura ocho soles, y hay que pasar por muchos Lugares Muertos. Los Pueblos del Bosque los temen, yo no. Una noche encendí fuego al borde de un Lugar Muerto, y a la mañana siguiente, dentro de la casa muerta, encontré un buen cuchillo, algo herrumbrado. Eso fue poco en comparación con lo que sucedió después, pero agrandó mi corazón. Cada vez que buscaba caza, la hallaba delante de mi flecha, y en dos oportunidades me crucé con cazadores del Pueblo del Bosque, sin que ellos lo supieran. Y supe entonces que mi magia era fuerte y limpio mi viaje, a pesar de la ley.
            Al atardecer del octavo sol, llegué a las márgenes de un gran río. Un día y medio antes había abandonado el camino de los dioses: ya no usamos los caminos de los dioses, porque se están desmoronando en grandes bloques de piedra, y es más seguro atravesar el bosque. De lejos había visto el agua a través de los árboles, pero los árboles crecían tupidos. Al fin salí a un claro en lo alto de un acantilado. Y allá abajo estaba el gran río, como un gigante tendido al sol. Es muy largo y muy ancho. Todos los ríos que conocemos, él podría tragarlos sin aplacar su sed. Lo llaman Ou-dis-sun, el Sagrado, el Largo. Ningún hombre de mi tribu lo había visto, ni siquiera mi padre, el sacerdote. Era magia, y oré nuevamente.
            Después alcé los ojos y miré hacia el sur. Allá estaba el Lugar de los Dioses.
            Cómo puedo decir a qué se parecía: vosotros no sabéis. Allá estaba, bajo una luz rojiza, demasiado grande para ser un grupo de casas. Allá estaba, cubierto de roja luz, poderoso y en ruinas. Adiviné que un instante más tarde los dioses me verían. Me cubrí los ojos con las manos y regresé al bosque.
            Sin duda ya era demasiada osadía haber hecho esto y sobrevivir. Sin duda era bastante pasar la noche en el acantilado. Los mismos hombres del Pueblo del Bosque no se acercan. Sin embargo, mientras transcurría la noche, comprendí que debía atravesar el río y caminar en los lugares de los dioses, aunque los dioses me devoraran. Mi magia ya no servía, pero en mis entrañas ardía un fuego, en mi espíritu ardía un fuego. Al salir el sol, pensé: «Mi viaje ha sido limpio. Ahora volveré a mi casa». Mas en el preciso instante en que lo pensaba, comprendí que no podría hacerlo. Si yo iba al lugar de los dioses, moriría sin duda, pero si no iba, nunca quedaría en paz con mi espíritu. Cuando se es sacerdote, hijo de sacerdote, es mejor perder la vida que el espíritu.
            Aun así, las lágrimas brotaban de mis ojos mientras construía la balsa. Si los Hombres del Bosque me hubieran acometido, habrían podido matarme sin lucha, pero no se acercaron. Cuando construí la balsa, dije las oraciones de los muertos, y me pinté para la muerte. Mi corazón estaba frío como un sapo y mis rodillas flojas como el agua, mas la llama que ardía en mi cerebro no me dejaba paz. Al botar la batea en la orilla, entoné mi cántico de la muerte. Tenía derecho a hacerlo, y era un hermoso canto:
            Yo soy Juan, hijo de Juan. Mi pueblo es el Pueblo de las Colinas.
            Ellos son los hombres.
            Yo voy a los Lugares Muertos, y no me aniquilan.
            Recojo el metal de los Lugares Muertos, y no soy fulminado.
            Fatigo los caminos de los dioses y no tengo miedo. ¡E-yah! ¡He matado la pantera, he matado el cervato!
            ¡E-yah! He llegado al gran río. Ningún hombre llegó antes.
            Está prohibido ir al este: yo lo hago; prohibido atravesar el río: estoy en él.
            Abrid vuestros corazones, oh espíritus, y escuchad mi cántico.
            Ahora voy al lugar de los dioses, no volveré.
            ¡Mi cuerpo está pintado para la muerte, mi carne es débil, mi corazón es grande mientras voy al lugar de los dioses!
            Pero cuando llegué al Lugar de los Dioses tuve miedo, miedo. La corriente del gran río era muy fuerte, con sus manos aferró mi balsa. Eso era magia, porque el río en sí es ancho y calmo. En la mañana luminosa, sentía a mi alrededor espíritus malignos; sentía su aliento en la nuca, mientras era llevado corriente abajo. Nunca he estado tan solo; traté de pensar en mi sabiduría, y la vi semejante a montón de bellotas invernales recogidas por una ardilla. Ya no había fuerza en mi sabiduría, me sentí pequeño y desnudo como un pájaro recién salido del cascarón, solo en el gran río, siervo de los dioses.
            Pero luego mis ojos fueron abiertos y vi. Vi ambas márgenes del río, advertí que antaño lo habían cruzado los caminos de los dioses, aunque ahora estaban rotos y caídos como rotas enredaderas. Eran muy grandes, y maravillosos y rotos: rotos en el tiempo del Gran Incendio, cuando el fuego cayó del cielo. Y cada vez la corriente me acercaba más al Lugar de los Dioses, y las enormes ruinas se alzaban ante mis ojos.
            No sé las costumbres de los ríos, pertenezco al Pueblo de las Colinas. Traté de guiar mi balsa con la pértiga pero la balsa giraba sobre sí misma. Pensé que el río quería llevarme más allá del Lugar de los Dioses, hacia el Agua Amarga de las leyendas. Entonces me encolericé y mi corazón se fortificó. Exclamé en alta voz:
            —¡Soy sacerdote, hijo de sacerdote!
            Los dioses me oyeron: los dioses me enseñaron a manejar la pértiga a un costado de la balsa. La corriente cambió. Me acerqué al Lugar de los Dioses.
            Cuando estaba muy cerca, la balsa encalló y se dio vuelta. He aprendido a nadar en nuestros lagos. Nadé hacía la costa. Una gran espiga de metal herrumbrado se internaba en el río. Me encaramé a ella y permanecí sentado, jadeante. Había salvado mi arco y dos flechas, y el cuchillo que encontré en el Lugar Muerto, pero nada más. Mi balsa bajaba remolineando la corriente, en dirección al Agua Amarga. La seguía con la vista y pensé que si me hubiera ahogado bajo sus leños, por lo menos estaría a salvo y muerto. Pero cuando hube secado y reajustado la cuerda de mi arco, eché a andar hacia el Lugar de los Dioses.
            La tierra que pisaban mis pies era como toda tierra. No quemaba. No es cierto lo que dicen algunas leyendas, que en ese lugar la tierra arde eternamente. Lo sé porque he estado. Es cierto que aquí y allá, sobre las ruinas, se veían los signos y las manchas del Gran Incendio. Pero eran signos viejos, viejas manchas. Tampoco es cierto lo que dicen algunos de nuestros sacerdotes, que es una isla cubierta de niebla y encantamientos. No. Es un gran Lugar Muerto, el más grande de todos los que conocemos. Lo cruzan por doquier los caminos de los dioses, aunque la mayoría están resquebrajados y rotos. Y por doquier se extienden las ruinas de las grandes torres de los dioses.
            ¿Cómo decir lo que vi? Marchaba cautelosamente, el arco tenso en la mano, la piel advertida para el peligro. Esperaba oír gemidos de espíritus, aullidos de demonios, mas no los oí. El sitio donde había desembarcado era muy silencioso y soleado; el viento y la lluvia y los pájaros que llevan semillas habían consumado su obra: la hierba crecía entre las grietas de la piedra rota. Es una hermosa isla, no asombra que los dioses hayan edificado en ella. Si yo hubiera sido un dios, también habría edificado ahí.
            ¿Cómo decir lo que vi? No todas las torres están desmoronadas, alguna que otra permanece erguida, como un gran árbol en un bosque, y los pájaros anidan en lo alto. Pero las torres parecen ciegas, porque los dioses se han ido. Vi un martín pescador pescando en el río. Vi una danza de mariposas blancas sobre un gran montón de piedras y columnas derruidas. Me acerqué y miré alrededor. Vi una piedra labrada, con letras inscriptas, partida en dos. Sé leer las letras, mas aquéllas no pude entenderlas. Decían UBTREAS. También descubrí la despedazada imagen de un hombre o un dios. Estaba tallada en piedra blanca, y tenía los cabellos atados a la nuca, como una mujer. En un trozo de piedra leí su nombre: ASHING. Me pareció prudente orar ante ASHING, aunque no conozco a ese dios.
            ¿Cómo decir lo que vi? En metal y piedra no quedaba olor de hombres. Tampoco crecían muchos árboles en aquel desierto de piedra. En cambio hay muchas palomas, que anidan en las torres: los dioses debieron amarlas, o quizá las ofrendaban en los sacrificios. Hay gatos salvajes, de ojos verdes, que merodean por los caminos de los dioses, y no temen al hombre. Por la noche gimen como demonios, pero no son demonios. Les perros cimarrones son más peligrosos, porque cazan en jaurías, pero sólo los encontré más tarde. Por todas partes hay piedras labradas, inscriptas con palabras y números mágicos.
            Me dirigí hacia el norte, sin tratar de ocultarme. Cuando un dios o un demonio me viera, entonces yo moriría, pero entretanto no tenía miedo. El hambre de saber ardía en mí: había tantas cosas que no alcanzaba a comprender… Transcurrido un tiempo, mi estómago tuvo hambre. Pude cazar en procura de carne, mas no lo hice. Es sabido que los dioses no cazaban como nosotros: obtenían sus alimentos de cajas y vasos mágicos. Aún es posible encontrarlos en los Lugares Muertos. Una vez, cuando era niño, y necio, abrí uno de esos vasos, probé el alimento y lo encontré dulce. Pero mi padre lo supo y me castigó severamente, porque a menudo ese alimento es la muerte. Ahora, sin embargo, había ido más allá de lo prohibido; entré en las torres más bellas, en busca del alimento de los dioses.
            Lo encontré por fin en las ruinas de un gran templo, en el centro de la ciudad. Había sido, sin duda, un templo imponente, porque, aunque los colores estaban desvanecidos, advertí que el techo se hallaba pintado como el cielo nocturno con sus estrellas.
            El templo se dilataba hacia abajo en grandes cuevas y túneles. Quizá allí habían encerrado a sus esclavos. Pero cuando empecé a bajar, oí chillidos de ratas y me detuve: las ratas son sucias, y a juzgar por los chillidos eran numerosas sus tribus. Pero en las proximidades, en el corazón de una ruina, detrás de una puerta que aún se abría, encontré alimentos. Comí sólo las frutas contenidas en las vasijas. Tenían un gusto muy dulce. También había bebida en botellas de vidrio: la bebida de los dioses era fuerte, me nubló la cabeza. Después de comer y beber, dormí sobre una piedra, con el arco a un costado.
            Cuando desperté, el sol se ponía. Mirando hacia abajo, vi un perro sentado sobre sus cuartos traseros. Le colgaba la lengua de la boca, parecía reírse. Era un perro grande, de pelaje gris-pardo, grande como un lobo. Me levanté de un salto y le grité, pero no se movió: permaneció allí, y parecía reírse. Eso no me gustó. Cuando busqué una piedra para lanzársela, se apartó rápidamente del camino de la piedra. No me tenía miedo; me miraba como si yo fuese carne. Sin duda habría podido matarlo con una flecha, pero quizá hubiera otros. Además, caía la noche.
            Miré a mi alrededor. A corta distancia pasaba uno de los grandes y derruidos caminos de los dioses. Llevaba hacia el norte. En aquella dirección las torres no eran tan altas, y aunque algunas de las casas muertas estaban desmoronadas, otras permanecían en pie. Me dirigí hacia aquel camino, por los montículos más altos de las ruinas, seguido por el perro. Al llegar al camino, advertí que tras él venían otros. Si hubiera dormido más, me habrían destrozado la garganta en mitad del sueño. Aun así, parecían seguros de su presa, no se apresuraban. Guando entré en la casa muerta, se quedaron vigilando a la entrada. Sin duda pensaron que gozarían de una emocionante cacería. Pero un perro no puede abrir una puerta, y yo sabía, por los libros, que a los dioses no les gusta vivir sobre el suelo, sino en lo alto.
            Acababa de encontrar una puerta que podía abrir, cuando los perros se decidieron a acometer. ¡Ah! Se quedaron sorprendidos cuando les cerré la puerta en las narices. Era una buena puerta, de metal fuerte. Yo podía oír sus estúpidos gruñidos, pero no me detuve a responderles. Estaba en la oscuridad; encontré una escalera y subí. Había muchas escaleras, que giraban y giraban hasta que sentí vértigos. En lo alto había otra puerta; encontré el picaporte y entré. Me hallé en el interior de una cámara pequeña y alargada. A un costado había una puerta de bronce que no podía ser abierta, porque no tenía picaporte. Quizá existía una palabra mágica para abrirla, mas yo no conocía la palabra. Me encaminé a otra puerta, situada en el extremo opuesto de la pared. La cerradura estaba rota. Abrí la puerta y entré.
            Adentro descubrí un lugar de grandes riquezas.
            El dios que había vivido allí debía ser un dios poderoso. La primera habitación era una pequeña antesala. Me detuve unos instantes para decir a los espíritus del lugar que venía en son de paz y no como un ladrón. Cuando creí que habían tenido tiempo de escucharme, seguí adelante. ¡Ah, qué riquezas! Todo estaba como había sido: y aun pocas de las ventanas habían sido rotas. Las grandes ventanas que daban a la ciudad estaban enteras, aunque cubiertas de polvo y sucias de muchos años. En los pisos había tapices de colores no desvanecidos, y las sillas eran blandas y mullidas. En las paredes vi cuadros, muy extraños, muy maravillosos. Recuerdo uno que representaba un ramillete de flores en un vaso: si uno se acercaba, no veía más que fragmentos de color, pero si lo miraba de lejos, parecía que las flores hubieran sido cortadas ayer. Sentí algo extraño en el corazón al mirar este cuadro y al ver sobre la mesa la figura de un pájaro, modelado en arcilla dura y tan semejante a nuestros pájaros. Por doquier había libros y escritos, muchos en lenguas que yo no conocía. El dios que habitó ese lugar debió ser un dios prudente y lleno de sabiduría. Sentí que yo tenía derecho a estar allí, porque yo también buscaba la sabiduría.
            Sin embargo, era extraño. Había un lavatorio, pero no había agua. Quizá los dioses se lavaban con aire. Había un lugar para cocinar, pero no había leña y aunque vi una máquina para cocer los alimentos, no encontré un lugar para encender fuego. Tampoco velas ni pimparas: había cosas que parecían lámparas, pero no tenían mecha ni aceite. Todas esas cosas eran mágicas. Sin embargo, yo las toqué y viví. Habían perdido su magia. Por ejemplo, en el lavatorio había una cosa que decía «Caliente», y no era caliente al tacto; otra cosa decía «Fría», y no era fría. Ésa debió ser una magia muy fuerte, pero la magia había desaparecido. No comprendo. Ellos poseían secretos. Ojalá los conociera.
            Aquella casa de los dioses era sofocante, seca y polvorienta. Dije que la magia había desaparecido, pero no es cierto: había desaparecido de las cosas mágicas, no del lugar. Sentí espíritus que me rodeaban y que pesaban en mí. Nunca había dormido en un Lugar Muerto, pero esta noche debía dormir aquí. Cuando lo pensé, sentí la lengua seca en la garganta, a pesar de mis deseos de saber. Estuve a punto de salir para enfrentarme con los perros, mas no lo hice.
            No había recorrido todas las habitaciones cuando oscureció del todo. Entonces volví a la gran sala que da a la ciudad y encendí fuego. Había un lugar para encender fuego y un cajón con leña, aunque no creo que cocinaran allí. Me envolví en una alfombra y me quedé dormido junto al fuego. Estaba muy cansado.
            Ahora diré lo que es magia fuerte. Desperté en mitad de la noche. El fuego se había apagado; sentí frío. Creí escuchar a mi alrededor voces y murmullos. Cerré los ojos para ahuyentarlos. Algunos dirán que volví a quedarme dormido, pero no lo creo. Sentí que los espíritus sacaban mi alma de mi cuerpo como un pez al extremo de una línea de pescar.
            ¿Por qué habría de mentir? Soy sacerdote, soy hijo de sacerdote. Si hay espíritus, como dicen, en los pequeños Lugares Muertos próximos a nosotros, ¿cómo no ha de haberlos en aquel gran Lugar de los Dioses? ¿Y acaso no querrían hablar? ¿Después de tantos años? Sé que me sentí arrastrado como un pez por el sedal. Había salido de mi cuerpo: podía ver mi cuerpo dormido ante el fuego apagado, pero ese cuerpo no era yo. Yo era arrastrado a contemplar la ciudad de los dioses.
            Todo debía estar oscuro, porque era de noche, y sin embargo no estaba oscuro. Por doquier había luces: hileras de luces, círculos y manchas de luz. Diez mil antorchas encendidas no habrían dado tanta luz. El mismo cielo estaba iluminado. El resplandor del cielo apenas dejaba ver las estrellas. Pensé para mis adentros: «Ésta es magia muy fuerte», y temblé. Llegaba a mis oídos un estruendo semejante al de impetuosos ríos. Después mis ojos se acostumbraron a la luz y mis oídos se acostumbraron al ruido. Comprendí que estaba viendo la ciudad tal como había sido cuando vivían los dioses.
            Era un espectáculo maravilloso, sin duda. No habría podido verlo con mi cuerpo, porque mi cuerpo habría muerto. Por doquier iban los dioses, a pie y en carrozas; innumerables dioses, y sus carrozas obstruían las calles. Habían convertido la noche en día para su placer, no dormían con el sol. El ruido de sus idas y venidas era el ruido de muchas aguas. Era magia lo que podían hacer, era magia lo que hacían.
            Me asomé a otra ventana y vi que las grandes enredaderas de sus puentes estaban intactas y que los caminos de los dioses se extendían hacia el este y hacia el oeste. Incansables, incansables eran los dioses, nunca se detenían. Perforaban túneles bajo los ríos, volaban por el aire. Con herramientas nunca vistas construían obras gigantescas. Ningún lugar de la tierra estaba a salvo de ellos. Si querían una cosa, mandaban buscarla al otro extremo del mundo. Y siempre, cuando trabajaban y cuando descansaban, cuando celebraban y cuando hacían el amor, resonaba en sus oídos, como un tambor, el pulso de la ciudad colosal, latido tras latido, semejante al corazón de un hombre.
            ¿Eran felices? ¿Qué es la felicidad para los dioses? Eran grandes, eran poderosos, eran magníficos, eran terribles. Al verlos, al ver su magia, me sentí como un niño. Me pareció que, de proponérselo, podrían arrancar la luna del cielo. Los vi avanzar de conocimiento en conocimiento, de ciencia en ciencia. Y sin embargo, no todo lo que hacían estaba bien hecho —aun yo podía advertirlo—, y sin embargo su ciencia no podía menos de crecer hasta que todo quedara en paz.
            Después vi su destino abatirse sobre ellos, y eso fue más terrible de lo que se puede expresar en palabras. El destino cayó sobre ellos mientras caminaban por las calles de su ciudad. Yo he estado en los combates con los Pueblos del Bosque, he visto morir los hombres. Pero esto era distinto. Cuando los dioses guerrean con los dioses, utilizan armas que nosotros no conocemos. Era como un fuego que cayese del cielo, y una niebla que envenenaba. Fue el tiempo de la Destrucción y del Gran Incendio. Corrían como hormigas por las calles de su ciudad… ¡pobres dioses, pobres dioses! Después empezaron a caer las torres. Unos pocos escaparon… sí, unos pocos. Lo dicen las leyendas. Pero aun después que la ciudad se convirtió en un Lugar Muerto, el veneno permaneció en el suelo durante muchos años. Yo lo vi ocurrir, yo vi morir los últimos dioses. La ciudad destrozada quedó a oscuras, y rompí a llorar.
            Todo esto vi. Como lo cuento lo vi, aunque no con el cuerpo. Cuando desperté, por la mañana, tenía hambre, aunque lo primero en que pensé no fue mi hambre, porque sentía el corazón confuso y perplejo. Ahora sabía por qué existían los Lugares Muertos, mas no sabía por qué había ocurrido aquello. Me parecía imposible que hubiese ocurrido, con toda la magia que ellos tenían. Recorrí la casa buscando una respuesta. Había en ella tantas cosas que no podía comprender, aunque soy sacerdote y mi padre fue sacerdote. Era como estar a la orilla de un gran río, de noche, y sin luz para ver el camino.
            Entonces vi al dios muerto. Estaba sentado en su silla, junto a la ventana, en una habitación donde yo no había entrado antes, y en el primer momento pensé que estaba vivo. Después vi la piel del dorso de su mano: era como un cuero seco. La pieza estaba cerrada, seca y caliente. Por eso, sin duda, se había conservado así. Al principio tuve miedo de acercarme, después el temor me abandonó. Estaba sentado, con la vista clavada en la ciudad. Vestía las ropas de los dioses. No era joven ni viejo, yo no habría sabido calcular su edad. Pero había sabiduría en su semblante, y una gran tristeza. Era evidente que él no había querido huir. Se había sentado ante la ventana, viendo morir su ciudad; después él mismo había muerto. Pero es mejor perder la vida que el espíritu, y era seguro, a juzgar por el rostro, que su espíritu no se había perdido. Comprendí que si lo tocaba caería desmenuzado en polvo, y no obstante había algo inconquistado en su rostro.
            Éste es el fin de mi historia, porque entonces supe que era un hombre: supe que no habían sido dioses ni demonios los habitantes de la ciudad, sino hombres. Es mucho saber, difícil de contar y de creer. Eran hombres: habían recorrido un camino oscuro, pero eran hombres. Después de eso ya no tuve miedo: no tuve miedo mientras regresaba a mi país, aunque dos veces luché con los perros cimarrones y en otra oportunidad me persiguieron durante dos días los Hombres del Bosque. Cuando vi nuevamente a mi padre, oré y fui purificado. Él me tocó los labios y el pecho, y dijo:
            —Cuando te fuiste eras un niño. Ahora vuelves hecho un hombre y un sacerdote.
            —Padre —repuse—, ¡eran hombres! ¡He estado en el Lugar de los Dioses, lo he visto! Ahora mátame, si ésa es la ley… pero aun así, eran hombres.
            Él me miró con ambos ojos.
            —La ley no es siempre la misma —dijo—. Tú has hecho lo que has hecho. En mis días yo no lo habría hecho, pero tú has venido después que yo. ¡Habla!
            Conté mi historia y él la escuchó. Después quise decirla a todos, pero él me disuadió. Dijo:
            —La verdad es un ciervo difícil de cazar. Si comes demasiada verdad de una sola vez, puedes morir de la verdad. No en vano nuestros padres vedaron los Lugares Muertos.
            Tenía razón: es mejor que la verdad nos llegue poco a poco. Yo lo he aprendido, a fuer de sacerdote. Quizá en los viejos tiempos los hombres devoraron la verdad con demasiada prisa.
            Sin embargo, estamos en el comienzo. Ya no vamos a los Lugares Muertos sólo en busca de metal. También buscamos los libros y las escrituras. Son difíciles de aprender. Y las herramientas mágicas están rotas. Pero podemos mirarlas y maravillarnos. Podemos empezar. Y cuando yo sea sumo sacerdote, atravesaremos el gran río. Iremos al Lugar de los Dioses —el lugar newyork— y no seremos un solo hombre, sino muchos. Buscaremos las imágenes de los dioses y encontraremos el dios ASHING y los otros dioses —los dioses Lincoln y Biltmore y Moisés. Pero fueron hombres los que construyeron la ciudad, no dioses ni demonios. Fueron hombres. Recuerdo la cara del hombre muerto. Fueron hombres los que estuvieron aquí antes que nosotros. Debemos construir de nuevo.

miércoles, 10 de junio de 2020

3 La casa encantada Anónimo . ANTOLOGÍA DEL CUENTO EXTRAÑO. TOMO II.



 3
 La casa encantada
 Anónimo

 

 

            Este corto relato ANÓNIMO, de factura moderna, pertenece a lo que llama Bennet Cerf «the current crop of ghost stories», es decir esas historias de aparecidos que no han dejado de inventarse en pleno siglo veinte.
            Una joven soñó una noche que caminaba por un extraño sendero campesino, que ascendía por una colina boscosa cuya cima estaba coronada por una hermosa casita blanca, rodeada de un jardín. Incapaz de ocultar su placer, llamó a la puerta de la casa, que finalmente fue abierta por un hombre muy, muy anciano, con una larga barba blanca. En el momento en que ella empezaba a hablarle, despertó. Todos los detalles de este sueño permanecieron tan grabados en su memoria, que por espacio de varios días no pudo pensar en otra cosa. Después volvió a tener el mismo sueño en tres noches sucesivas. Y siempre despertaba en el instante en que iba a empezar su conversación con el anciano.
            Pocas semanas más tarde la joven se dirigía en automóvil a Litchfield, donde se realizaba una fiesta de fin de semana. De pronto tironeó la manga del conductor y le pidió que detuviera el automóvil. Allí, a la derecha del camino pavimentado, estaba el sendero campesino de su sueño.
            —Espéreme un momento —suplicó, y echó a andar por el sendero, con el corazón latiéndole alocadamente. Ya no se sintió sorprendida cuando el caminito subió enroscándose hasta la cima de la boscosa colina y la dejó ante la casa cuyos menores detalles recordaba ahora con tanta precisión. El mismo anciano del sueño respondió a su impaciente llamado.
            —Dígame —dijo ella—, ¿se vende esta casa?
            —Sí —respondió el hombre—, pero no le aconsejo que la compre. ¡Esta casa, hija mía, está frecuentada por un fantasma!
            —Un fantasma —repitió la muchacha—. Santo Dios, ¿y quién es?
            —Usted —dijo el anciano, y cerró suavemente la puerta.

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POESÍA CLÁSICA JAPONESA [KOKINWAKASHÜ] Traducción del japonés y edición de T orq uil D uthie

   NOTA SOBRE LA TRADUCCIÓN   El idioma japonés de la corte Heian, si bien tiene una relación histórica con el japonés moderno, tenía una es...

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