miércoles, 20 de marzo de 2019

CARMEN BOULLOSA. NOVELA. LA OTRA MANO DE LEPANTO.


Carmen Boullosa (Ciudad de México, 4 de septiembre de 1954) es una poeta, novelista, guionista y dramaturga mexicana. Forma parte de la generación sin nombre que se agrupó alrededor del Taller Martín Pescador, a la que pertenecieron Roberto Bolaño, Verónica Volkow y otros. Quedó huérfana de madre a los catorce años, vivencia traumática que se trasluce en varias de sus obras (por ejemplo en Mejor desaparece y Antes). Después de cursar estudios en un colegio de monjas se inscribió como estudiante de Lengua y Literatura Hispánica en la Universidad Iberoamericana y en la Universidad Autónoma de México. De 1977 a 1979 trabajó como redactora del Diccionario del Español de México en el Colegio de México. En 1976 obtuvo la beca Salvador Novo, y en 1979 otra del FONAPAS del Instituto Nacional de Bellas Artes (Instituto Nacional de Bellas Artes). En 1980 fundó el Taller Tres Sirenas, imprenta privada que se dedica a ediciones artísticas de libros en tiradas pequeñas. En el mismo año recibió una beca del Centro Mexicano de Escritores, donde escribió su primera novela, Mejor desaparece. Con su obra de teatro `Los totoles` (adaptación de un cuento de tradición popular, recopilado en náhuatl por Armando Martínez), dirigida por Alejandro Aura, fue un gran éxito, además del favor del público obtuvo dos premios de la crítica como la mejor obra en su género de 1985. Recibió el Premio Xavier Villaurrutia por su novela `Antes`, y el Liberatur de la ciudad de Fráncfort del Meno por la versión al alemán de su novela `La Milagrosa`.
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Tras separarse de su padre, expulsado como muchos gitanos por Felipe II, la niña María es llevada a servir a un convento del que huye para ser acogida por unos moriscos amigos de su padre, quienes la educan y le enseñan el arte de la espada. Cuando María termina su entrenamiento, le confían una misión en Chipre: llevar a Famagusta el primero de los libros plúmbeos, Evangelios apócrifos que hará pasar por antiguos y que legitimarán a los moriscos como los primeros cristianos de Iberia. María ha de hacer frente a muchas aventuras, recorre la Granada cristiana y la morisca, es cautiva en Argel y viaja a Nápoles, cuando en la ciudad se da cita el ejército de la Santa Liga. Enamorada del capitán español don Jerónimo de Aguilar, su amor será un gran desencuentro. Llegado el momento en que él debe embarcar, María, disfrazada de hombre, sube a la Real tras él. Cuando su enamorado muere en combate, María la bailaora es llevada a la Marquesa, donde hace amistad con un joven soldado y poeta enfermo: Miguel de Cervantes.
Fuente:
Recopilador: Dr. Enrico Pugliatti.
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Créditos
                  

                 
La otra mano de Lepanto            Para mis hijos, María Aura y Juan Aura,

                y para mi Miguel Wallace

…mujer española hubo, que fue María, llamada la bailaora, que desnudándose del hábito y natural temor femenino, peleó con un arcabuz con tanto esfuerzo y destreza que a muchos turcos costó la vida, y venida a afrontarse con uno de ellos lo mató a cuchilladas. Por lo cual, ultra que D. Juan le hizo particular merced, le concedió que de allí adelante tuviese plaza entre los soldados, como la tuvo en el tercio de D. Lope de Figueroa. Marco Antonio Arroyo, La batalla de Lepanto      
Menos-uno:       
Galera  
                En un lugar de Granada, de cuyo nombre no puedo olvidarme, a la vista de la majestuosa Sierra Nevada, existe una vega con un clima que yo llamaría perfecto. El agua corre abundante, derramándose generosa desde dos ríos, el Huéscar y el Orce. El campo, esmeradamente cultivado por los moros, produce granos, legumbres, frutas sabrosísimas, naranjas que no las hay mejores, capullos de seda de primera calidad, dátiles tan almibarados como los de Zahara, aceitunas para el buen aceite, uvas deliciosas, robustos cipreses altísimos, árboles floridos que perfuman el aire y parrales que protegen con fresca sombra las veredas.
                Gozar, pensar, sentir, retozar, comer delicias, conversar, amar, besar, entregarse al placer: a esto invita aquí la tierra. El agua misma, a quien he acusado impropiamente de correr –pues camina con generosa y elegante pereza, siguiendo juguetona los canales trazados más anchos o más estrechos, más o menos profundos según convenga al cultivo y a la apariencia de estos jardines–, parece sonreír mientras calma se desliza.
                ¿Quién no está bien aquí? El aire es suave y fresco. El cielo azul, aunque no tan resplandeciente como para lastimar la vista. Aquí y allá bailan inesperadas fuentes, y en las albercas los peces de cien colores, nadando bajo un móvil tapiz de hojas y pétalos, parecen suspirar de dicha.
                ¿Quién no la pasa bien aquí? Los hombres han recreado a la tierra, desmaldiciéndola, privándola de dureza, incomodidades o infortunios, o han vuelto al Paraíso perdido. El ojo se alegra, la piel se satisface, a cada apetito lo colma la belleza.
                La sensación de armonía se magnifica por la apariencia de los cerros vecinos. Los más presentan desnudas laderas escarpadas con formas insólitas, paredes de pálida cantera por las que de pronto cae un largo hilo de agua, precipitándose estruendoso. Si bien estos cerros contribuyen a la bondad del clima, también hacen presente la memoria de la aspereza, pero el contraste significa la dulzura de la flor, la suavidad del aire y el azul del cielo.
                Todo es verdura a ras del piso, verdes los árboles, verdes las parras, verdes los pastos, verdes las moreras, verdes los olivos –no como aquellos blancos casi plata de las tierras secas–, verdes las hojas altas de las palmeras. Flores y frutos salpican aquí y allá con reidores tonos, y el agua corriente con sus brillos y sus trinos pinta a la tierra de un sólido color de tronco vivo.
                En la cumbre de uno de los desnudos cerros vecinos, descuella un antiguo edificio amurallado. Sobresale por varios motivos. Su altura y la dimensión de sus murallas bastarían para hacerlo imponente. Es un inmenso templo. A la caída de Granada en el poder de los Reyes Católicos, Isabel y Fernando, en 1492 (¡si acaso hay quien no lo sepa!), fue transformado en iglesia cristiana, aunque sin campanario. De esto hace 76 años, pues para nosotros corre el año de 1568. Su forma es la de una mezquita, que para serlo fue construida. Los cristianos le respetaron sus generosas dimensiones, y para darla por iglesia sólo le encajaron en el centro del vientre un altar magnífico, con su retablo cubierto de hoja de oro, adornado de varios lienzos, sin duda espléndidos, los más de Cristos sangrantes, una Santa Lucía, sus ojos en las palmas, como acostumbra. Para los nichos laterales del retablo, tallaron algunas figuras, entre las que descuella Fernando II bien ataviado de guerrero en su montura, un casco de ésta sobre la quijada de un moro. El moro trae turbante, pero en todo lo demás viste como un hidalgo cristiano, está tendido boca arriba en el piso, una de las dos piernas dobladas, el torso arqueado con emotiva expresividad, la lanza del Santo encajada en el hombro y el fenomenal caballo, como ya dije, a punto de aplastarle el cráneo. La imagen recuerda y celebra la caída de los moros. Recientemente los moros han cubierto el altar y el retablo con cuatro paredes improvisadas, a falta de tiempo para demolerlo, y para celebrar sus desbautizamientos –si así puede llamársele a que, olvidándose del agua bendita que alivia el pecado original, se han jurado en el culto de Alá– han restaurado la magnificencia de su mezquita con sólo cubrir las cuatro paredes que esconden el altar con hermosas sedas bordadas.
                La muralla que rodea esta mezquita-iglesia protege las casas del pueblo, invisible a los ojos del valle excepto por algunos techos planos. El sitio luce desafiante como un inmenso barco –de ahí su nombre, Galera–, prodigiosamente encallado muy tierra adentro, entre la ciudad de Granada y las Alpujarras. Galera aprovecha la formación natural de las paredes del cerro para hacerse inaccesible al valle, una inmensa nave, aunque sin remos. En lugar del palo mayor, la cuadrada torre de la mezquita-iglesia –de ésas que los moros llaman minarete– lo ata como un ancla gigante al cielo. Galera domina y es intocable. A sus espaldas se levanta otra pared vertiginosa, una laja inmensa similar a las que lo levantan del valle, pero mucho más alta y completamente vertical, se alza a plomo en la cola del pueblo, termina en la altura como si la hubieran cortado con descuido, desgajado. La muralla del pueblo se hace una con el liso casco de cantera que imita en todo el arqueo de una embarcación, tanto que al tocar el valle casi parecen formar un sólo pie, como la estrecha quilla de un barco.
                Atrás y en la base de la pared que cuida las espaldas de Galera, hay una terraza casi a la misma altura del pueblo, muy poco más baja, de cantera lisa. Mide no importantes dimensiones, lo más cabrán en ella doscientos hombres a pie, y esto poniéndolos muy juntos a todos. Bajo la terraza, el cerro tiene un aspecto distinto del de las paredes inclinadas que sostienen a Galera; termina en una verde ladera que desciende con relativa y desigual inclinación hacia tierras más profundas que aquellas donde pone el pie Galera, una estrecha, profunda garganta de calor asfixiante –llamada por los naturales «la Cañada de la Desesperada»–, húmeda y torcaz, donde en años mejores se cultivara con gran éxito la caña de azúcar. Ahora, en la situación de los moriscos, Galera se ha conformado con mantener en buen estado el valle a sus pies, olvidando su húmeda y fértil retaguardia. Ha sido una pérdida, pero comparado con lo que se vive en otras villas del Al Andalus, Galera es muy afortunada. La dicha Cañada de la Desesperada está incultivada, pantanosa, es nido de alimañas, cuenco de las fiebres; la vega es paraíso, placer sedante. Galera tiene el pie en un mundo, y da la espalda a otro muy distinto.
                La terraza es accesible desde ambos valles, pues su ladera se abre como una falda generosa. En ella ha acampado el mando del recién llegado ejército imperial, don Juan de Austria y su séquito. Han cruzado La Mancha y las montañas de Jaén. Fueron recibidos por el marqués de Mondéjar a las puertas de Granada, donde don Juan de Austria pasó revisión a los diez mil hombres del ejército que se ha puesto a sus órdenes. De Granada tomó amante, la bella e inteligente Margarita de Mendoza.
                El campamento es fastuoso y está bien avituallado. La terraza tiene la forma de una media luna: en el pico, por ser muy estrecho y por lo tanto inútil para otras funciones, se ha improvisado un trascorral. En su piso de cantera blanca hay un charco de sangre fresca, y ahí junto, extendido, un pellejo de carnero con tres piernas, cada una por su lado, que aún están por cortarlas. Tiene partida en dos la cabeza, los dos cuernos todavía adheridos a los huesos. De la cabeza sólo le falta la lengua y los sesos.
                Pasando este trascorral, está la cocina propiamente dicha, en la que arde muy tenue el fuego. Las hornillas están pegadas al muro de piedra que los divide de Galera. Inmediatas hay dos mesas, la primera cuadrada, con hermosos platones de cerámica limpios, vacíos y ordenados en pilas. La segunda es larga, también desnuda de manteles, sobre ella se fermenta la masa para hacer el pan, y algunas escudillas de cobre aún rebosan del espeso guiso. Alrededor de esta mesa, duermen el cocinero y sus ayudas –algunos hediendo a alcohol–, los más, como piedras –el maestro cocinero manotea agitado–, reposan la mitad del cuerpo sobre la mesa, sus torsos extendidos, las piernas descansando en la banca o cayendo al piso. El menor de los ayudas, un esclavo de apenas cinco años, Abid, al que los cristianos llaman Jacinto, traído de un pueblo alfombrero de Persia (en la cocina los dedos niños y hábiles son muy preciados, rellenan a perfección las palomas torcaces, extraen con mayor celeridad los piñones, pelan en un santiamén ajos, deshuesan antes de un «Jesús bendito» la aceituna), quien habla dormido, «El mar me marea, mamá», dice, casi cantando, «que me marea», está acostado de cuerpo entero en la mesa, entre las escudillas de metal y los pellejos de vino, ovillado, como si tuviera miedo o frío. Es un angelito, un niño hermoso, rollizo, la carita dulce, fina, la boquita color fresa, los labiecitos perfectamente pintados, la tersa piel, dos sonrosados chapetones sobre sus mejillas.
                A la izquierda de las mesas, en la orilla de la terraza, tras un telón malamente improvisado, ropas soldadas cubiertas de sangre aguardan sobre la cantera el agua y la lejía. Son lo único que aquí recuerda a los 400 hombres caídos en este primer día de batalla. Los cubetones vacíos esperan con sus metálicas bocas sedientas. Tres muchachos duermen a su vera, tumbados malamente.
                Cierra el espacio de la cocina un grueso tapiz: el envés enseña las puntas de sus múltiples hilos atados, el frente tiene una bellísima Virgen del Rosario en oro. La imagen mira a lo que podríamos llamar la «Cámara Real» –don Juan de Austria es hijo de Carlos V, aunque bastardo–. El piso está cubierto de mullidas alfombras, sobre éstas una enorme y bien aderezada mesa, los candelabros ya apagados, los platos limpios dispuestos para el siguiente banquete sobre el hermoso mantel bordado por monjas sevillanas. Todos duermen, incluso los guardias apostados en la entrada de la tienda, confiados en el centenar que vigila a la orilla de la terraza. En la tienda gobernanta, espléndidamente dispuesta, sobre una mullida cama, está don Juan de Austria en los brazos de su querida Margarita de Mendoza, la granadina, quien también duerme.
                Este primer día de enfrentamiento ha sido pésimo para el ejército cristiano. Dos detalles aumentan la agria calidad de la jornada. El primero es que el morrión de don Juan de Austria fue arañado por un mosquetazo. Felipe II, el rey, su hermano, le ha pedido exagere prevenciones para la seguridad de su persona, pero a los ojos del guerrero lo importante es combatir y demostrar su valor. El segundo detalle es que no han podido enterrar a sus muertos, porque dondequiera que clavan la pala, encuentran huesos. La vega, a ojos vista apacible y bella, esconde, casi a flor, legiones de infieles anteriores a toda memoria. ¿De qué tiempos? Así que han dejado a los caídos a pudrirse en el pantano de la Cañada de la Desesperada.
                Ahora don Juan de Austria sueña con una vega de apariencia similar a la que domina Galera. En una vereda de ésta, algo gira, es redondo, un disco que va dando tumbos, despide estridentes reflejos, metálico resuena contra el piso. Corre, y brinca mientras corre. Lentamente comienza a perder vuelo, baja la velocidad de su carrera. Por lo mismo, la rueda deja de caminar en recta, inclinada se bambolea errática, sale de la vereda, en un patio traza empinada un ancho círculo, lento, emborrachado. Cada vez más lento. Es una rodela turca, un escudo redondo de brillante superficie con remaches simétricos en el borde y motivos grabados en el cuerpo, el centro alzado como un chichón. Los círculos que traza al caminar se van haciendo más pequeños, hasta que, de tan lento que va, la rodela pierde el equilibrio, y cae. El metal resuena en la piedra, pegando contra el borde de la fuente central del hermoso carmen, como llaman los moros a sus jardines. Don Juan de Austria despierta con el ruido.
                –¡El moro cae! –se dice–. ¡Si la rodela cae en mi sueño, el moro caerá pronto! ¡Sueño de buen augurio!
                Y respira hondo, distiende los músculos como no lo había podido hacer en todo el día.
                 
                El golpe que ha cimbrado en el sueño también retumba en la vigilia. Lo que ha echado a andar a esa andariega rodela turca es que el más joven de los ayudas de la cocina, el esclavo persa Abid al que llaman Jacinto, el que se acostó a dormir sobre la mesa, ha pateado uno de los platos de cobre y éste ha rodado, primero por los tablones, luego de un salto sobre el banco, de ahí con otro al piso, donde ha continuado girando sobre la piedra lisa, la cantera de la terraza. Pasos allá, el plato pierde la velocidad y viene a caer a un lado del animal sacrificado para alimentar al bastardo, así como a su amante, Margarita de Mendoza, y a los que han compartido con ellos la mesa –Pedro Zapata, hombre en quien don Juan de Austria tiene plena confianza, primero que entró en combate para poner ejemplo a sus hombres, y don Alonso Quijada, consejero y amigo de Carlos V, el padrastro de don Juan (si podemos llamar así al hombre que lo tomó a su cargo cuando el Emperador pidió –y dos veces– quitaran al chico de su vista), carnero de cuyos sesos y lengua han hecho también el cocido –pobre, pero exquisito– que se han cenado los cocineros y sus ayudas, del que todavía hay restos fríos en las escudillas.
                Aquello que ha hecho patear al niño Jacinto, el persa Abid, ha sido que, a medias dormido, ha intentado zafarse de la rutinaria penetración, que cuando a Jacinto no lo usa éste, lo usa el otro. Por esto se acostó sobre la mesa, para que entre todos lo cuidaran y ninguno se atreviera. De poca cosa sirvió. Apenas sintió un brazo rodeándole la cintura, el niño Jacinto-Abid movió la cadera, intentando rehusar el dolorido culo al de pronto ansioso cocinero, pateó el plato, el plato rodó, el hijo del rey soñó, el plato de la vigilia resonó llenando el sueño del bastardo con su sonido, vuelto una rodela; el plato cayó, y con él, como su sombra, la rodela turca, ruidosa. Así fue cómo el bastardo dio por hecho que soñaba un augurio favorable.
                Todos se vuelven a dormir, el bastardo tan satisfecho como el cocinero, el niño esclavo Jacinto-Abid chilleteando para sus adentros, el plato en el piso de piedra. Antes de amanecer, el cocinero se levanta a terminar de destazar el carnero. Ya hecho, así no haya salido ni el primer golpe de luz de sol, despierta a sus ayudas, excepto a Jacinto. Le permite dormir un poco más, ahora bajo la mesa.
                Apenas sale el sol, don Juan de Austria despierta. Oye el taratántara de la trompeta, llamando a sus hombres. Don Juan de Austria se siente el más afortunado de la tierra. Brinca del lecho, vigoroso (aún no cumple 23 años), irradia fuerza y alegría. Tiene la brillante cabeza despejada. No combate la onda de optimismo que lo ha invadido por el sueño de la rodaja turca.
                Ora con fervor, musitando: «Plego a Dios omnipotente, que el monstruo, vituperio de la natura humana, sea aniquilado y destruido, de tal manera que torne en libertad los tristes cristianos oprimidos».
                Al dejar su tienda, ha urdido ya una estrategia para obtener la rápida victoria. Lo habla con Quijada, con Baza, con Recasén, a cuyo mando deja los cañones, también con el valiente don Pedro Zapata: derrumbarán con explosivos un tramo de la pared que protege la espalda de Galera. Abierta en la retaguardia, Galera no podrá sostenerse; simultáneo afilarán veinte cañones al frente de Galera, apuntándolos a un mismo blanco, más que para intentar abrir un camino en la muralla –que saben es inaccesible–, con el propósito de distraer la atención de los sitiados moriscos.
                Se apersonan los mineros del ejército (miembros los dos del mismo regimiento, el antes llamado regimiento Nápoles número 24, y a partir de 1567 «tercio nuevo de Nápoles», bajo el mando de Pedro de Padilla, maestre de campo, en su escudo una leyenda: «En la mar y en la tierra»), traman dónde y de qué manera abrirán en la cantera boquetes para rellenarlos con pólvora y, haciéndolos estallar al unísono, causarle un daño irreparable. Si el pueblo queda expuesto, los casi doce mil hombres del ejército cristiano barrerán en un santiamén con los guerreros de Galera. Continuar luchando a los pies de la barcaza de piedra significa un largo sacrificio para los cristianos. No hay villa que resista a la eternidad un sitio, pero don Juan de Austria quiere la victoria pronta.
                La idea no tiene vuelta de hoja. El único inconveniente es desplazar el dormitorio de don Juan de Austria, pero el campamento cristiano está a buen resguardo a espaldas de los cañones de Recasén (sólo será necesario enviar de vuelta a Granada a la amante, como lo ha venido pidiendo don Luis de Quijada, por más motivos), de modo que derrumbar la pared trasera de Galera es en resumidas cuentas una idea genial que se debe al ánimo optimista engendrado por el sueño que don Juan de Austria cree premonitorio, sueño fruto del rodar de un plato que ha pateado Jacinto para intentar protegerse el culo de la indeseada práctica nefanda.
                Los cañones de Recasén se alistan para disparar contra el muro de Galera. Tiran, tiran una segunda vez, tres, diez. Ya pierden la cuenta de los disparos cuando abren la muralla.
                En la retaguardia, los mineros provocan la primera explosión. Desgraciadamente no tiene el efecto esperado: el retumbar destroza buena parte de la terraza, pero sólo abre un pequeño orificio por el que a duras penas cabe un hombre, y esto agachándose. No queriendo dar marcha atrás al plan, los hombres de don Juan de Austria comienzan a pasar a cuentagotas por la abertura hecha a la pared de cantera.
                 
                Adentro de los muros de Galera, el día ha comenzado de una manera muy distinta. Son tantos los moriscos que se han guarecido aquí para presentar resistencia a los cristianos, que el solo hecho de proveer a todos de agua y frutas secas exige la mayor coordinación. No hay quienes sirvan a otros, cada persona debe servirse y estar dispuesta a servir para la sobrevivencia colectiva.
                Nadie tiró de noche una patada sobre un plato metálico, y no sólo por no haber esclavo alguno en sus cocinas. En ninguna cabeza real gobierna la nube del optimismo. Porque no está aquí el rey de Granada y Al Andalus, Abén Aboo. Porque el rey Abén Aboo, afanado en preparar su ejército en las Alpujarras, no ha enviado aquí cabeza que lo represente.
                Y porque el optimismo no podía despertar con el golpe y roce de un plato de metal contra el piso de piedra. Adentro de la asediada Galera, cada ruido porta otro tipo de señales. El solo pisar de una pantufla recuerda a aquél el paso fatal del cristiano comendador mayor Recasén –el mismo que ahora gobierna los cañones- quemando bosques y degollando a quien se cruce en su camino. Si un joven descansa en aquella reja el pie, haciéndola sonar con la suela, estotro recuerda la villa de Porqueira invadida por el ejército del marqués de Mondéjar. Si el mismo joven reacomoda el pie, el oído destotro atiende los gritos de clemencia de niños y mujeres refugiados por miles en Porqueira y el asalto a las riquezas ahí custodiadas. Si aquél estornuda, en varias cabezas se recuerda a Juviles, la villa donde el ejército del mismo marqués degolló dos mil mujeres por dar satisfacción a su crueldad.
                La bella, y qué digo bella, bellísima Zaida de cabellos colorados, hija del pelirrojo y gigante Yusuf, cómplice fiel de Farag Aben Farag, o Ben Farax –rico comerciante de Granada de la familia de los Abencerrajes, quien fuera en un momento alguacil mayor del recién formado gobierno árabe en Al Andalus–, está al mando del cuerpo más grande del ejército de resistencia, llamado en honor de la fallecida hija de Farag «Luna de día». Su lema: «Yo, que he probado el mal, aprendo a socorrer a los míseros». Las bellas se acomodan sus ropas y pasan revista a sus armas. Han terminado de bañarse y aliñarse, y se preparan para la difícil jornada. Los hombres están apostados sobre la mezquita y en distintos puntos de la muralla, para tirar al primer cristiano que divisen, si tienen por seguro que lo fulminarán, pues deben hacer uso racional y mesurado de su muy escasa pólvora. Las mujeres cargan espadas y puñales, y algunas pocas también arcabuces. Todas traen consigo sus velos para, llegado el caso, no mostrar el rostro al enemigo. En los techos de las casas han acumulado piedras y otras cosas arrojadizas de que echarán mano las niñas y las viejas por no contar con suficientes armas.
                ¡Otros tiempos mejores tuviste, Galera, cuando tus niñas y tus niños usaron las piedras para jugar, cuando las tiraran al piso para marcar el alcance de un salto, cuando las patearan con la punta del pie caminándolas adelante de sus pasos! Las niñas llevan días juntándolas, han arrancado parte de las del empedrado y han aprendido cómo sacarles filo; vuelven armas sus juguetes tallando una punta contra otra.
                Las viejas bromean: «¡Buena alacena, los techos de nuestras casas! ¡En la escasez no faltará con qué guisar sopa de piedras!». Nada como ver demasiado para levantar el mejor de los espíritus.
                Los niños están al servicio de los hombres, les proveerán de municiones o lo que hiciere falta, han sido entrenados en la preparación de diversos proyectiles.
                Los veinte cañones al mando de Recasén se acercan a los muros de Galera, apuntando a un mismo blanco como convinieron. Disparan. Al tercer tiro aparece la primera seña de rompimiento. Disparan de nueva cuenta una y otra vez hasta que los veinte cañones cristianos abren en el muro de la ciudad una entrada suficiente como para el paso de un jinete con su caballo. Han tenido aquí mejores resultados de lo esperado.
                Los moros armados dejan a un lado sus arcabuces y proceden a arrojar con el arco estopas encendidas a los cristianos que intentan escalar las paredes; los niños las preparan con diligencia. Los proyectiles están empapados con resina vegetal, se adhieren a las mallas, los cascos y los trajes metálicos de los soldados.
                La bella Zaida de cabellos rojizos da órdenes precisas a su contingente. Deben acomodarse a los dos lados del boquete del muro y en la callejuela a que éste desemboca, esperar cubiertas con sus velos la entrada de los soldados cristianos que esquiven a los tiradores, y batirse con ellos cuerpo a cuerpo.
                Justo acaba de verificar la obediencia, cuando escucha un estallido a sus espaldas. En pocos instantes comprende, y envía a la retaguardia un segundo contingente. Simultáneamente le llega de viva voz la información: los cristianos han hecho una abertura en la pared trasera de Galera por la que puede entrar malamente un hombre.
                «Mátenlos a todos», fue la orden de Zaida. «Cada que alguno asome la nariz, córtensela. Que no quede adentro de Galera un cristiano vivo. Todas veladas, no quiero rostro descubierto. No les daremos un ápice de nuestras bellezas.»
                 
                La batalla se prolonga.
                La resistencia de las fieras hembras es de una tenacidad que doblega por momentos a la legendaria de los cristianos.
                Los mineros no han dejado de trabajar sobre la pared trasera de Galera, mientras el ejército entra al pueblo a cuentagotas. Cada cristiano que cruza el boquete se entrega a un dilatado tormento. Las guerreras moras no se ahorraron con ellos ninguna crueldad. Sobre cada uno de los soldados en que ponen las manos cobran venganza. Las madres dan cuenta de sus hijos muertos. Las hijas, de sus padres perdidos. Las hermanas, de los hermanos que han perdido por las tropelías de los cristianos, los malos tratos, prisiones sin motivo, o los violentos abusos de la justicia castellana. A uno le sacan los ojos. A otro lo desollan vivo. A un tercero le cortan los labios, las orejas y la nariz. Al de allá le cortan la lengua. Arrancan uñas, destrozan, cercenan miembros. Artesanas, fabricaban un muestrario de martirios. Luego, los hacen pedazos, los cortan como en un rastro, sin ahorrarles golpes a las hojas de sus espadas.
                No les bastan las armas para expresar su odio fiero. Ningún filo les es suficiente, y la muerte no calma su sed de venganza. Por algo se llamaba su batallón «Luna de día». Necesitan del fuego, del tormento lento, del aceite hirviendo, de lo que pueda infligir dolor. Pero tampoco el dolor ajeno en sí les es suficiente. Necesitan hacer sufrir lentamente a cada uno, regodearse sin clemencia.
                Esas mismas manos son las que con aguas del río Orce y el Huéscar han convertido en un vergel la vega que reposa al pie de su pueblo, ayudadas del clima y la bondad de la tierra. Acá, también cosechan un cultivo: la crueldad repetida de los cristianos da su merecido fruto.
                ¿Pero quién quiere que ocurra lo que es merecido? Mejor hubiera sido que no llegara nunca este día. Las recordaríamos complacidos por su lema: «Yo, que he probado el mal, aprendo a socorrer a los míseros».
                Los mineros, como he dicho, mientras las crueles manazas infieles forjan sus trofeos en jirones de carne y buches de sangre, han continuado escarbando y plantando cargas de pólvora en el muro. Apenas están listos, las hacen estallar. Han pasado ya dos horas del mediodía. Esta segunda cargada de los mineros contra la pared trasera de Galera estalla con muchos mejores resultados que la primera; la suerte se presenta favorable a los cristianos. El corazón de la base de la pared se abre en un enorme boquete. El estallido fractura la cantera, formándole dos grietas transversales que corren hacia su punta. Al llegar a su tope, la cantera se quiebra, literalmente. Comienzan a llover trozos de todas dimensiones, pedruscos insignificantes y grandes bloques que de caerle encima a un hombre lo aplastarían. Caen con lentitud sorprendente pero decidida, todas hacia afuera del pueblo, rebotan en lo que resta de la terraza y resbalan por la ladera, tropezando unas con las otras, hasta terminar con la existencia misma de la pared.
                La espalda de Galera queda abierta de par en par atrás de esta nube de espeso polvo.
                En cuanto comienza a caer la inmensa pared defensiva, Zaida comprende el descenlace. Llama a sus guerreras, las arenga, instándolas a ser valientes, y les ordena se alineen bien formadas para fungir de muro humano y defender la plaza «hasta con los dientes. ¡Nadie se quite el velo!». Forman una valla, presenciando la caída de la cresta protectora de su pueblo. En minutos, parte del paisaje se les viene abajo. Pero las guerreras no se mueven.
                El ejército de Zaida espera alineado a los cristianos, pisando los despojos de las decenas de mártires. Sus manchados, salpicados blancos velos dejan sólo ver sus ojos. Las alpargatas –pues todas llevan calzado poco fino– ajustadas a sus pies están bañadas en la sangre de sus víctimas.
                Cuando el último trozo de la pared da en tierra, la densa nube de polvo se desvanece. Los cristianos se aventuran decididos sobre ruinas sin dar una seña de vacilación, impacientes. Los bloques de cantera recién caídos ahí, los sostienen con fervor perruno, leales. ¡Ah, cantera traidora, que ha poco conformabas la protección imbatible de los moros! ¡Ya besáis las plantas invasoras, esclava fácil, ya le rendís firmeza lacaya!
                Las moras, vestidas ahora con doble velo –el propio y el del polvo en que están rebozadas–, extienden los brazos armados para atacarlos. Pero tres mil espadas y un buen número de puñales se quedan con las ganas de sonar contra las once mil armaduras, porque antes de tocarlas estallaron las armas de fuego de los cristianos. Puñales, espadas: ustedes son inútiles. Las piedras que arrojan manos furiosas desde los techos son más dañinas a los cristianos que las hojas y los filos de las entrenadas guerreras, pero pocas alcanzan a golpear a los soldados; las manos que las arrojan no tienen muchas fuerzas. Cada que alguna de las viejas o las niñas que tiran desde los techos se asoma para apuntar mejor, es muerta por arma de fuego. Si alguien de los que apuntan fuera un morisco de Granada, habría reconocido entre estas viejas a la muy respetable Zelda, abuela de Zaida, la cabeza de este ejército, pero no hay quien sepa su nombre cuando la acribillan. Diezman también a las que no se mueven, tirando a locas. Los arcabuceros están apostados entre los de mosquete, llevan sin quererlo un ritmo; tres por minuto los primeros; uno cada minuto, los segundos; dos minutos para el tercero, y el cañón se sobrecalienta al cuarto. Entonces deben esperar antes de lanzar el quinto tiro, reposando el arma en el piso. Los mosquetes, en contrapunto, apoyados sobre horquillas, son disparados por sus tiradores sin pausa. Cumplidas las nueve horas de batalla, se declara la victoria.
                Para ésta no hubo quien firmara la capitulación, no hay quien pueda rendirse.
                Cuando los cristianos entran a Galera, caminan sobre una alfombra de jóvenes mujeres muertas, sus ropas de seda y sus velos empapados en sangre. Bajo ellas, reposan destazados los cristianos que cruzaron la muralla trasera antes de que ésta cayera. Atrás de ellas, los cadáveres de los pocos varones moros vencidos. Si algo se mueve, los cristianos disparan, hasta que no queda vieja ni niño vivo. Asesinan a todo el pueblo, dejando con vida sólo a los caballos y al ganado flaco de los corrales. Terminada su labor asesina, se entregan al saqueo.
                Don Juan de Austria da la orden: que no quede piedra sobre piedra de este pueblo, que se riegue sobre los campos una cama de sal para que nadie pueda volver a cultivarlos. Que se haga una hoguera con todos los cuerpos moros, la mayoría mujeres, la mayoría guerreras. Que no quede memoria. Que de ahora en adelante se diga que Galera no existió, ni su mezquita, ni sus tres mil guerreras.
                 
                El saqueo se interrumpe porque ha llegado la noche. De vuelta en su campo, los soldados se embriagan, enfebrecidos por su rápida victoria. Las cocinas se afanan, la del bastardo, las del cuerpo del ejército; preparan festivas cazuelas, han sacrificado todas las piezas de ganado que levantaron en el camino a Galera.
                ¿Qué tanto celebran estos soldados? Sólo en dos días dieron cuenta de la Galera inexpugnable, pero doce mil arcabuceros y cañoneros poco-hombres no se atrevieron a batirse valientemente contra tres mil espadachinas, una decena de francotiradores y un puño de arrojadoras de piedras. ¿Qué celebran? ¿Las montañas de oro que sueñan hurtarán de los arcones?
                Zaida, la pelirroja generala de las derrotadas amazonas, adentro de sí los impreca. Fue de las primeras en caer, y sobre ella tres o cuatro cuerpos la han protegido de heridas más mortales. Quedó inmóvil lo que ha durado esa lucha, lo que un relámpago, ¡nada! Luego pasaron horas largas de espera. La sed ardiente le quema los labios, la boca, incluso la lengua, porque ha perdido sangre. Por fin los cristianos se retiran. Cuando escucha el zafarrancho desatado en el campamento cristiano, se mueve. Desde que el primer cuerpo cayó sobre ella, enlazó su mano con la de Susana, la sujetó fuertemente, sintiéndole el anillo. No soltó esa mano ni cuando perdió calor y se volvió fría, luego tiesa. Dejó de apretarla, pero no la soltó, la tiene aún asida y esto le facilita retirar el primero de los cuerpos que la cubre, porque sin mayor esfuerzo extiende el brazo y lo arrastra a un lado. Lo ha hecho sin demasiada dificultad, como digo. Bien que conoce a las que la han salvado, abrigándola de los disparos de los cristianos, reconoce a los cadáveres sin necesitar verlos. Peleaban a su lado, Susana, Areja, estas dos son de Granada, jugó con ellas desde que eran niñas. Sin zafarse aún de la mano de Susana, la abraza. Quitarse la mano de la mano no es cosa fácil, los dedos están duros como palos, pero lo consigue, y una risa nerviosa y doliente la asedia: la asaeta el recuerdo de un juego infantil, uno que consistía precisamente en sujetar la mano de la contraria e intentar soltarse. Sólo recordarlo la inunda de un dulce temblor pero, sabiendo que Susana está muerta, su sentir se torna agrio, ácido, casi insoportable. Zaida ha aprendido los últimos meses a luchar y a comandar, pero también a no sentir. Este recuerdo la ha tomado de improviso, le asesta directo en la yugular, escapando a su entrenamiento. Zaida llora. Ahora retira de sí a Areja. Ve a sus dos amigas a su lado, quisiera de nuevo abrazarlas, pero siente una rara repugnancia: «¡Están muertas!». La tercera que la ha protegido –acribillada, cosida a balas, más que Areja y Susana– es una niña, una niña de Galera de no más de ocho años. Zaida cree recordarla acarreando piedras que zafaban del empedrado de las calles para atesorar en los techos planos de las casas. Para hacerla a un lado, la ha cargado en sus brazos, acunándola involuntariamente, y siente horror que se suma al dolor y al desagrado, ocultándolos: «Soy cuna de muertos». Luego procede a revisarse a la luz de la luna. La bala no entró, pasó quemándole y cortándole el antebrazo. Se ata una tira de tela para detener la hemorragia, encima venda la herida. Lo demás son raspones, las balas silbaron a su lado, respetando su vida, reconociendo en Zaida a su par, pura pólvora hermana. Con los ojos peina el pueblo hasta donde alcanza la vista, quiere ver si encuentra a Zelda, su abuela, a Yazmina, su madre, que habiendo venido aquí a refugiarse terminaron también de segundas guerreras. Sus ojos no ven sino muertos.
                A gatas, Zaida camina sobre la alfombra de cadáveres, primero en la mullida que reposa sobre los despojos hechos garras de los cristianos, luego en la sólida de las moriscas que no alcanzaron a saciar su venganza. Reconoce a su madre, Yazmina, ve tirada a su abuela Zelda a la vera de otra pila de cadáveres, la espalda reventada por una media docena de arcabuzazos. Sigue adelante, ahora adormecida. Al llegar junto a un aljibe, se pone en pie para beber, haciendo uso de un cuenco ahí dispuesto. Hay uno mayor, pero lo ha penetrado una bala. Se limpia lo más que puede la sangre que la cubre, la propia y la ajena. Riega agua abundante sobre su herida, deshace y vuelve a hacer la venda. Retoma su camino, de nuevo a gatas, sigilosa. Cuando siente que ha dejado los límites del pueblo, se pone de pie y echa a correr. Baja veloz la cuesta y, sorteando bloques de cantera recién llegados ahí por la pericia detonante de los mineros, se pierde de vista en la oscura Cañada de la Desesperada.
                 

                Fin del menos-uno. 

martes, 19 de marzo de 2019

Raúl Zurita Canessa.Raúl Zurita Purgatorio 1970-1977


Raúl Zurita Canessa (Santiago, 10 de enero de 1950) es un poeta chileno, Premio Nacional de Literatura 2000. 
Raúl Zurita estudió en el Liceo Lastarria. Inició estudios universitarios de Matemáticas y se licenció como Ingeniero Civil en Estructuras por la Universidad Técnica Federico Santa María de Valparaíso. 
Su obra se ve marcada en la época de los setenta por la dictadura militar impuesta por Augusto Pinochet en Chile tras el golpe de Estado del 11 de septiembre de 1973. Militante comunista, fue detenido, encerrado y torturado en una de las bodegas del carguero Maipo junto a numerosas personas.1 2 A partir de este momento, realizó diversas acciones artísticas que pretendían integrar y ampliar de forma crítica y creativa las diferentes concepciones de arte y vida. 

Hasta antes de la publicación de Purgatorio, en 1979, la producción poética de Raúl Zurita era conocida fragmentariamente. Es el primer volumen poético que concretiza el proyecto mayor de Zurita, que en sus propias palabras define como: «El esfuerzo (de escribir poesía) no es tanto para estructurar el libro, la obra, sino para darle una estructura a la vida. Cada uno tiene la oportunidad de construir con su vida su propia Pietá, su propia escultura (...) La vida de uno y la de todos es el único producto de arte que merece la pena ser socializado. Para mí, todas las grandes transformaciones sociales han sido transformaciones en la creatividad. La Historia es la Historia del arte». 
Una de las ideas fundamentales de este poemario, y de parte importante de su obra, es la de someterse conscientemente a formas privadas y sociales de sufrimiento. La textura de esta poesía refleja el encierro sufrido por el poeta, luego del golpe militar de 1973 y la desazón que le provoca la destrucción del Chile que conoció. En este nuevo tejido se insertan manuscritos, electroencefalogramas, citas, un informe clínico de sí mismo y constantes desplazamientos de voces, personajes, géneros y geografías que, sumado a los paisajes obsesivos y la paulatina pérdida de la fe, conforman un texto psicótico, dolorido y destrozado, la propia imagen de Zurita y de Chile.
***

 EL DESIERTO DE ATACAMA

 

 



  QUIÉN PODRÍA LA ENORME DIGNIDAD DEL DESIERTO DE ATACAMA COMO UN PÁJARO SE ELEVA SOBRE LOS CIELOS APENAS EMPUJADO POR EL VIENTO


            I
            A LAS INMACULADAS LLANURAS

             Dejemos pasar el infinito del Desierto de Atacama
             Dejemos pasar la esterilidad de estos desiertos Para que desde las piernas abiertas de mi madre se levante una Plegaria que se cruce con el infinito del Desierto de Atacama y mi madre no sea entonces sino un punto de encuentro en el camino
             Yo mismo seré entonces una Plegaria encontrada en el camino
             Yo mismo seré las piernas abiertas de mi madre Para que cuando vean alzarse ante sus ojos los desolados paisajes del Desierto de Atacama mi madre se concentre en gotas de agua y sea la primera lluvia en el desierto
             Entonces veremos aparecer el Infinito del Desierto
             Dado vuelta desde sí mismo hasta dar con las piernas de mi madre
             Entonces sobre el vacío del mundo se abrirá completamente el verdor infinito del Desierto de Atacama


 EL DESIERTO DE ATACAMA II

 

  Helo allí Helo allí suspendido en el aire El Desierto de Atacama
             Suspendido sobre el cielo de Chile diluyéndose entre auras
             Convirtiendo esta vida y la otra en el mismo Desierto de Atacama áurico perdiéndose en el aire
             Hasta que finalmente no haya cielo sino Desierto de Atacama y todos veamos entonces nuestras propias pampas fosforescentes carajas encumbrándose en el horizonte


 EL DESIERTO DE ATACAMA III

 

             Los desiertos de atacama son azules
             Los desiertos de atacama no son azules ya ya dime lo que quieras
             Los desiertos de atacama no son azules porque por allá no voló el espíritu de J. Cristo que era un perdido
             Y si los desiertos de atacama fueran azules todavía podrían ser el Oasis Chileno para que desde todos los rincones de Chile contentos viesen flamear por el aire las azules pampas del Desierto de Atacama


 EL DESIERTO DE ATACAMA IV

 

             El Desierto de Atacama son puros pastizales
             Miren a esas ovejas correr sobre los pastizales del desierto
             Miren a sus mismos sueños balar allá sobre esas pampas infinitas
             Y si no se escucha a las ovejas balar en el Desierto de Atacama nosotros somos entonces los pastizales de Chile para que en todo el espacio en todo el mundo en toda la patria se escuche ahora el balar de nuestras propias almas sobre esos desolados desiertos miserables


 EL DESIERTO DE ATACAMA V

 

            Di tú del silbar de Atacama

            el viento borra como nieve

            el color de esa llanura


             El Desierto de Atacama sobrevoló infinidades de desiertos para estar allí
             Como el viento siéntanlo silbando pasar entre el follaje de los árboles
             Mírenlo transparentarse allá lejos y sólo acompañado por el viento
             Pero cuidado: porque si al final el Desierto de Atacama no estuviese donde debiera estar el mundo entero comenzaría a silbar entre el follaje de los árboles y nosotros nos veríamos entonces en el mismísimo nunca transparentes silbantes en el viento tragándonos el color de esta pampa


 EL DESIERTO DE ATACAMA VI

 

            No sueñen las áridas llanuras

            Nadie ha podido ver nunca

            Esas pampas quiméricas


             Los paisajes son convergentes y divergentes en el Desierto de Atacama
             Sobre los paisajes convergentes y divergentes Chile es convergente y divergente en el Desierto de Atacama
             Por eso lo que está allá nunca estuvo allá y si ese siguiese donde está vería darse vuelta su propia vida hasta ser las quiméricas llanuras desérticas iluminadas esfumándose como ellos
             Y cuando vengan a desplegarse los paisajes convergentes y divergentes del Desierto de Atacama Chile entero habrá sido el más allá de la vida porque a cambio de Atacama ya se están extendiendo como un sueño los desiertos de nuestra propia quimera allá en estos llanos del demonio


            VII
            PARA ATACAMA DEL DESIERTO

             Miremos entonces el Desierto de Atacama
             Miremos nuestra soledad en el desierto Para que desolado frente a estas fachas el paisaje devenga una cruz extendida sobre Chile y la soledad de mi facha vea entonces el redimirse de las otras fachas: Mi propia Redención en el Desierto
             Quién diría entonces del redimirse de mi facha
             Quién hablaría de la soledad del desierto Para que mi facha comience a tocar tu facha y tu facha a esa otra facha y así hasta que todo Chile no sea sino una sola facha con los brazos abiertos: una larga facha coronada de espinas
             Entonces la Cruz no será sino el abrirse de brazos de mi facha
             Nosotros seremos entonces la Corona de Espinas del Desierto
             Entonces clavados facha con facha como una Cruz extendida sobre Chile habremos visto para siempre el Solitario Expirar del Desierto de Atacama


 EPÍLOGO

 

 

            COMO UN SUEÑO EL SILBIDO DEL VIENTO
            TODAVÍA RECORRE EL ÁRIDO ESPACIO DE
            ESAS LLANURAS

lunes, 18 de marzo de 2019

LEOPARDI G. LAS PASIONES. FRAGMENTO. INTRODUCCIÓN: Fabiana Cacciapuoti .



Introducción


El hombre perfectamente moderno, apenas siente nunca pasiones que le hagan mirar hacia fuera o que lo recluyan en su interior, sino que casi todas sus pasiones se mantienen, por así decirlo, en el centro de su ánimo; lo cual quiere decir que no le conmueven sino de una manera mediocre, permitiéndole el libre ejercicio de todas sus facultades naturales, costumbres, etc. De tal manera que la mayor parte de su vida transcurre en la indiferencia y, en consecuencia, en el tedio, estando desprovisto de fuertes y extraordinarias pasiones (Zib., 266, 1)

El tema de las pasiones predomina en el Zibaldone de Giacomo Leopardi. El enorme volumen de anotaciones y de textos escritos entre 1817 y 1832 está permanentemente presente en él, hasta el punto de constituir una especie de hilo conductor. No se trata tampoco de un interés implícito, si bien es cierto que el autor sintió la necesidad de reconducir, en un cierto momento de su trabajo, un verdadero y propio índice de todos los fragmentos de sus apuntes recogidos bajo la expresión «Tratado de las pasiones». Expresión, esta última, reveladora de una intención sistemática y programática en torno a aquello que era considerado por el autor como uno de los puntos cardinales del conjunto de su reflexión.
Sistematizar esos materiales fue algo que nunca llevó a término, al igual que ninguno de los otros planteamientos temáticos proyectados por Leopardi en relación con el Zibaldone. Por lo demás, el completo borrador de las anotaciones leopardianas permanecería inédito hasta que, después de la muerte del autor, una iniciativa de Giosuè Carducci patrocinase –entre 1898 y 1900– su publicación.
Oportunamente se ha venido observando que las páginas de los originales muestran una constante oscilación, una tensión «entre fragmento y sistema», entre la desordenada necesidad de liberar a las reflexiones y a los análisis más variados, y a la aspiración a un orden, más que al contenido que continuamente se manifiesta, para luego ser a su vez refutada por una especie de inminente imposibilidad.
Por tanto, sin poder asumir la forma de una obra acabada, el conjunto de los textos registrados por Leopardi bajo la palabra «pasiones» –íntegramente recogido aquí según el plan establecido por el autor– indica un preciso y consabido plan.
Protagonista absoluto de estas páginas es el hombre moderno: un hombre que vive sus pasiones con una baja intensidad, extraviado entre la indiferencia y el aburrimiento, firme en el umbral de un tibio obrar y al que no le resulta desconocida la consistencia de lo proyectado, negado por el ímpetu del deseo.
Un ser mediocre, incapaz hasta el extremo de remover aquellas emociones y sentimientos que determinan el comportamiento.
La dinámica de las pulsiones –esenciales en la formación de una personalidad y la consecuente acción del individuo– se contrapone en la época moderna a una relación con la naturaleza profundamente diversa respecto a la vivida por los antiguos. Las características típicas del hombre «natural» –la posibilidad de comunicación, la ligereza en el decir, la exuberancia en el gesto, la dificultad para contener la alegría, el dolor o la ira– han dejado de hecho, lentamente, paso al silencio, a la contención solipsista, al dominio de la mente sobre el corazón, hasta alcanzar un profundo olvido de sí mismo y de las cosas, que es la causa de la frialdad, la enfermedad y la muerte.
En la línea de esta diferencia, el texto leopardiano consiente una serie de direcciones interpretativas: autoanálisis, atención antropológica y observación moral pueden ser considerados como otros tantos puntos de observación escogidos por el autor para examinar las emociones y su influencia sobre el comportamiento del hombre.
Por ser propio del autoanálisis, adquiere importancia la comprensión del juego de las pasiones, que en el mundo moderno pierden cualquier valor moral para acabar siendo útiles esencialmente para la construcción de máscaras de comportamiento necesarias para la simulación exigida por el maquiavelismo que impone la vida social. Y, frente a la máscara, la esencia se anula: lejos de la virtud, apartado de la naturaleza, el hombre ya no se conoce a sí mismo, confunde la comedia con la verdad, perdiendo cada vez más el contacto con su vida profunda, en la que, al menos, las pasiones encuentran su lugar. En una época de «naturaleza a medias» –así define Leopardi la modernidad– la vida de las pasiones es débil, a mitad de camino entre el impulso externo y la reclusión interior del ánimo, y es así porque la costumbre de dominar la emoción produce, a fin de cuentas, una especie de debilitamiento de los sentimientos.
La modernidad genera, pues, pasiones débiles que afectan a sujetos frágiles. Sujetos habituados a vivir en un espacio crepuscular, lejos de la acción, que es la que decide y elige, huyendo de la responsabilidad y, por tanto, del comportamiento ético, excesivamente atentos a sí mismos, a los propios malestares, al propio cuerpo. Con frecuencia, este último es considerado únicamente como el lugar de la enfermedad, como la sede de los tortuosos senderos por los que la mente se aventura, perdiéndose –casi sin darse cuenta de ello– en laberintos en los que el pensamiento acaba siendo un riesgo mortal; y es así cuando aflora la obsesión, la repetición incesante. Atropellado por la carcoma del razonamiento, el cuerpo cede, impidiendo con su debilidad cualquier forma de vigor y cualquier tipo de acción.
A contraluz, se perfila de manera especular el retrato del hombre antiguo, cuya fuerza física y moral nacía precisamente de formar él mismo parte de la naturaleza, no escindido y extraviado, sino fortalecido por la armonía entre cuerpo y mente, y por aquel vigor que garantizaba la virilidad de las pasiones.
Es necesario un cuerpo adecuado para vivir las pasiones, para saber amar, odiar, combatir con ira, matar, desesperarse y llorar.
Son necesarias las pasiones para vivir y para saber aceptar la muerte como parte integrante de la vida, sin miedo, simplemente, como si se escuchase el propio deseo y se llevase a cabo en un tiempo enriquecido del pasado y tendido hacia un futuro implícito en aquel momento presente en el cual sólo se puede dar la plenitud. Incluso el suicidio requiere pasión para el hombre natural de la antigüedad. Por el contrario, para el hombre moderno ni siquiera el suicidio es un hecho natural; es más, se trata de un producto extremo de la razón, su hijo, y consecuencia de la reflexión.
No es casual que, en estas páginas, Leopardi escoja a Dido como ejemplo de suicidio provocado por un impulso pasional, como afirmación por tanto de la naturaleza y como símbolo de la oposición al Hado. Aun así, al hablar precisamente de Dido, Leopardi se apoya en aquella especie de placer sutil que la desesperación representa, reconocida como parte esencial del sentir contemporáneo, cuando se complace con la propia infelicidad.
El mantenerse en el límite entre lo antiguo y lo moderno es una de las características del discurso leopardiano sobre las pasiones, precisamente porque el autor trabaja con la contraposición, en un continuo ir y venir entre pasado y presente, casi con el fin de mostrar la fractura entre la sensibilidad y la indiferencia, la empatía y la frialdad, la vitalidad y la introversión, sabiendo bien que tales dicotomías son muy suyas.
Sujeto escindido, consciente de la imposibilidad de retornar a una naturaleza que sólo en armonía habría podido garantizar la originaria identidad de los individuos, Leopardi atribuye a la quiebra del paradigma natural el desarraigo que caracteriza al hombre contemporáneo, arrojado a la existencia por casualidad, sin otro fin que lo identifique y sin un sentido que dé valor a su vida.
Sin embargo, la pregunta esencial no se plantea en el Tratado de las pasiones, ya que Leopardi, sabiendo bien que en su época no existe aún una ciencia de los sentimientos –definida todavía por él mismo como «niña»– procura dar con una válida para la modernidad; pero esta historia de las pasiones modernas no puede conformarse sin la consideración del desequilibrio que se ha instaurado entre naturaleza y civilización, pasión y razón.
Describir el papel y, por así decirlo, la fisonomía de las pasiones significa de hecho tener en cuenta este desequilibrio, la modificación importante que impide al hombre una naturalidad supuesta, en el mismo tiempo en el que se sitúa en el espacio de una civilización cuyo imprevisible exceso se refleja de inmediato sobre sus emociones, sus sentimientos, su sensibilidad.
El amor, por ejemplo, cambia en proporción con el cambio de la civilización. En el mundo moderno se asiste, escribe Leopardi, a un proceso continuo y veloz de la «espiritualización» de las cosas. La realidad pasa de la concreción propia de la percepción del mundo antiguo a una nueva forma de sentir, que hoy definiríamos como virtual. Es la derrota del cuerpo, la victoria de la mente y de todo cuanto a ella se refiere. De esta manera, el amor pasa de ser una pasión material y propia de los animales y de los zafios a algo absolutamente espiritual.
No se le escapa a Leopardi que en esta mutación la imaginación adquiere un mayor poder, convirtiéndose en el presupuesto para mantener vivo el deseo en la continua tensión hacia la posesión del objeto; pero precisamente la postura interior que caracteriza al amor y que favorece el sentido de la vaguedad, de la que nace el placer, puede inhibir las emociones. Una excesiva espiritualidad se traduce entonces en una incapacidad expresiva y en el envilecimiento del cuerpo, que tan sólo resulta útil para el ejercicio de la mente.
Y, como el amor, también el resto de las pasiones se transforman: amistad, odio, venganza, envidia, gratitud, compasión, temor y esperanza, miedo, espanto, terror, pánico. Para cada una de ellas, Leopardi sabe reconocer el núcleo esencial, impermeable a cualquier influencia social, como la parte, por así decirlo, móvil, fluida, expuesta al cambio.
Esencial, por ejemplo, es la imposibilidad de amistad entre quienes son coetáneos, a causa del afán de competencia que los divide; o la dificultad de sentir gratitud, el placer de la venganza, la fuerza de la envidia, la cual, junto al odio, domina en formas diversas la sociedad; o el egoísmo, garante de la conservación de la especie. Y, esencial, el miedo.
No es casualidad que la escritura leopardiana utilice el autoanálisis para construir luego el discurso sobre cada una de las pasiones: el propio tormento, la dificultad en las relaciones con el mundo, las diversas formas de la evasión mental y del aislamiento físico, consienten de hecho al autor valorar antes en sí mismo que en los demás el ejercicio de las pasiones, y al mismo tiempo examinar en ellas las transformaciones de la «sociedad estricta» que una excesiva civilización ha determinado.
Un significativo ejemplo de esta relación entre mirada interior y capitulación analítica está constituido por las reflexiones en torno a las diversas formas del miedo: por todos los grados del miedo, desde el temor al pánico hasta el espanto y el terror. Muestran cómo Leopardi conoce cada aspecto de estas emociones, y cómo incluso el valor, que al temor se contrapone, es por él interpretado según un criterio personal que muestra una pasión por el hombre débil antes que por el fuerte. Leopardi determina de hecho dos tipos de valores opuestos; uno que nace de la reflexión y otro de la irreflexión; pues bien, la primera forma de valor más allá de cualquier esfuerzo es débil, incierta respecto a la segunda.
El hombre reflexivo nunca tendrá la fuerza y la audacia de aquel que no se deja dominar por el pensamiento, sino que obra por instinto. A este hombre, frágil e inseguro, le será necesario tener a una persona como referencia, alguien de quien fiarse. Leopardi, significativamente, muestra el ejemplo del padre, al que él miraba al sentir el temor, para comprender si había razón o no para sentir miedo, como si él no se encontrase en situación de comprender por sí mismo la situación en la que se encontraba; la postura de Monaldo le proporcionaba tal seguridad que, una vez alejado de él, el poeta se daba cuenta de la necesidad de refugiarse todavía en la figura paterna, puesta de manifiesto en la actitud del capitán capaz de infundir firmeza de ánimo a sus propios soldados.
Cualquier consideración sobre el comportamiento de la persona moderna nace, pues, de la valoración precedente del sí mismo, desde el reencuentro –bien por asimilación, bien por diferencia– del propio modo de ser respecto a la persona de la antigüedad y respecto a la del hombre contemporáneo. Leopardi se encuentra en el umbral: perdido entre la tensión hacia el antiguo paradigma, al que lo aproxima la búsqueda de la gloria, del amor, de la virtud, de aquellas ilusiones que por sí mismas llenan de pleno sentido a la vida y sin las cuales nada queda sino la desertificación del sentimiento y la aridez de lo verdadero; así como la consciencia de ser uno de los modernos oprimidos por un sentido de culpa que, con frecuencia, se traduce en un sentimiento de abyección y, por tanto, en la destrucción del amor propio, causa, en quien es más sensible que los demás, del odio hacia sí mismo.
Amor propio y sensibilidad constituyen dos llaves para acceder al modo moderno de vivir las pasiones. A través del análisis del amor propio, se conoce al mismo tiempo el drama del ánimo del poeta y el de aquellos hombres, como él, particularmente sensibles, que salen derrotados de las pruebas a las que les somete un mundo dominado por el egoísmo y por los egos hipertróficos que forman y devoran a la sociedad, donde impera la lógica del «sí mismo» y no del proyecto común.
Incluso el sentimiento que Leopardi considera exento de cualquier forma de egoísmo, es decir, la compasión, asume luego matices de significación que lo reconducen a la raíz ególatra del amor propio; y esto sucede cuando el hombre que siente compasión por un desventurado virtuoso se complace casi consigo mismo de su sentimiento; porque, sin sacrificar nada, alcanza el conocimiento del propio heroísmo y de la propia nobleza de ánimo. La compasión se presenta entonces como una serpiente que se desanuda hasta alcanzar el objeto de compadecer, para replegarse después sobre sí en un movimiento sinuoso e hipócrita, con el que Leopardi identifica aquel narcisismo implícito en cada acto demasiado altruista; el cual puede esconder luego un egoísmo feroz, que con frecuencia puede confundirse con el amor propio, o significar la necesidad de rellenar un sí completamente vacío.
El aumento del egoísmo se corresponde con el fin de las ilusiones, que desaparecen del mundo de manera progresiva.
El hombre sensible es entonces condenado en la medida en que no encontrará «pasto»; entendido éste como alimento para su ánimo y, en consecuencia, acabará mortificado y envilecido su amor propio. En este envilecimiento –que se manifiesta, sobre todo, después de largas y reiteradas desventuras, es decir, en el tiempo y en la repetición incesante del dolor– reside la causa de la muerte del alma.
Recubierta la sensibilidad con una especie de «callo», el hombre habituado tras largo sufrimiento a no cuidarse de sí mismo, y a no amarse, no sentirá ya nada lentamente, ni el dolor, ni el amor: ningún sentimiento penetrará jamás en su corazón, endurecido ante la defensa o la debilidad. La suya será entonces una desesperación completamente moderna, muy alejada de aquella sanguinaria y frenética del sujeto antiguo: una desesperación tranquila, plácida, resignada, que impulsa al hombre a temer la pérdida, ante cualquier novedad, de aquel reposo, de aquella quietud, de aquel «sueño» con el que finalmente su ánimo se ha «adormecido y recogido, y casi agazapado».
El amor propio, que Leopardi contempla infinito como la materia, constituye el centro de su meditación sobre las pasiones, precisamente porque significa indiferencia e inanición; o, por el contrario, acción y amor hacia los demás y atención hacia las cosas que tornan válida la vida. Se trata de situaciones provocadas por el diverso grado de amor hacia nosotros mismos: un amor excesivo puede acabar en un egoísmo que cierra a los demás cualquier posibilidad; por el contrario, un amor equilibrado genera cuidados y afectos, mientras el sentido de abyección, de culpa, o la falta de fe, pueden causar apatía, inmovilidad, el «hábito» de quietud y de resignación constantes, de desesperación tan poco sensible que pueda anular cualquier dolor nuevo.
El nexo entre sensibilidad y amor propio es entonces fundamental para estudiar algunas derivaciones psicológicas, como el sentido de culpa, el límite ambiguo entre culpable e inocente. La culpa a la que Leopardi se refiere es un sentimiento absolutamente moderno cuando es interpretada como causada directamente por el sujeto que la aprueba: el vacío del cielo abandonado por los dioses, la muerte de Dios, son factores que reconducen en el hombre la responsabilidad absoluta, del bien, del mal y del error, pero sobre todo de la infelicidad. Y la culpa de la infelicidad no puede ser perdonada, especialmente si el que la sufre es un hombre magnánimo.
Se perfila así un panorama en el que la lucha contra el Hado, la oposición a la necesidad, corresponde al que tiene grandeza de ánimo, porque, a diferencia de la de los mediocres, sólo el alma grande no cede. La renuencia es sin embargo causa de infelicidad, de odio hacia sí mismo, en la medida en que el hombre moderno, dividido y alejado de la naturaleza, no puede reconocer ni causalidad, ni destino, ni fuerza ni influencia alguna de necesidad personificada a la cual entregarse, como por el contrario posiblemente le sucedía al hombre antiguo y natural. Pero dirigir un odio feroz hacia sí mismo implica predeterminar al enemigo más peligroso y más grande afectando a las consecuencias de una autoagresividad que puede conducir hasta una muerte voluntaria.
El mismo egoísmo inherente a la sociedad se conecta con el impulso hacia el odio que caracteriza el primer fundamento de ello, es decir, el fratricidio de Abel a manos de Caín. El odio es por tanto un instinto primario y, en cuanto tal, una pasión naturalísima, instintiva, moderada por la educación y transformada en sus variantes por los progresos de la civilización, solapándose incluso en el amor o en la amistad, es decir, en sentimientos positivos. Junto al odio, que impide al hombre la tolerancia de su semejante, se sitúa la envidia: otra pasión negra y esencial; la envidia impregna completamente la vida de las relaciones humanas, asumiendo un carácter gratuito.
Leopardi penetra en las oquedades del alma en el momento en que pone en evidencia las dinámicas de estas pasiones negras y primordiales que se hallan en la base de la construcción social, e identifica en ella una especie de camuflaje, cuando se funden con otros sentimientos positivos. De esta manera, la ambivalencia de los sentimientos fascina al autor, haciéndola mudable y compleja, subrayando que algunas pasiones, como el odio o la envidia, no son temporales, sino, por así decirlo, arquetípicas; mientras que otras mutan a la vez que el cambio de la estructura social, como sucede con el amor. Sin embargo, todas se manifiestan de manera diversa según las etapas de la vida del hombre, en la juventud y en la vejez.
Y es precisamente en relación con esta constatación que se delinea el perfil de otra pasión fundamental, la esperanza. Leopardi la identifica habitualmente uniéndola al temor y de acuerdo con un binomio de ascendencia clásica, un sentimiento inscrito en un tiempo precioso, el de la juventud; porque su esencia se halla en relación con la fuerza del deseo propio de esa edad. La esperanza del joven es una realidad posible que desaparece del horizonte del anciano, cuya pérdida de vigor es proporcional al debilitamiento del deseo, verdadero y único impulsor de la plenitud de la vida.
Leopardi probablemente no logra alejarse del perfil del melancólico cuando afirma que una «gota» de esperanza jamás abandonará al hombre, incluso en el momento de la más negra desesperación: reflejo de esta última, la esperanza se presenta como extremadamente importante para el juego de las pasiones y en conexión profunda con la naturaleza. Más allá del plan de análisis de las pasiones y de los comportamientos humanos, se perfila entonces otro horizonte: el de la vida, indisolublemente unido a la naturaleza, en el que deseo y esperanza no pierden, no obstante, el predominio de la indiferencia y de la desesperación, su profunda esencia, en una extrema defensa de la frialdad de la razón.
Fabiana Cacciapuoti


LAS PASIONES



El orden de los fragmentos no se corresponde con la secuencia con la que aparecen en las páginas del Zibaldone, pero se respeta el índice leopardiano. Para comodidad del lector, se han omitido en esta edición todas las referencias numéricas a las páginas, así como las referencias internas y los paréntesis con la indicación de la fecha de redacción. Quien desee acceder a este conjunto de referencias puede consultar en: Giacomo Leopardi, Trattato delle passioni, vol. I, de la edición temática del Zibaldone di pensieri, Fabiana Cacciapuoti (ed.), con prefacio de Antonio Prete, Donzelli, Roma 1997 (pp. C-220). Las traducciones en notas de los textos en griego, latín y francés pertenecen a la autora de la edición italiana. Las notas al texto debidas al traductor, y no a Leopardi, se señalan expresamente al final de las mismas.






Alegría y Tristeza

Debe de ser algo notorio que así como la alegría nos conduce a comunicarnos con los demás (de tal manera que un hombre alegre se convierte en locuaz, por más que de ordinario sea taciturno y se arrime con facilidad a personas que, en otro momento, habría esquivado o no habría tratado con facilidad, etc.), de la misma manera, la tristeza nos lleva a huir del consorcio de los demás y a replegarnos en nosotros mismos, con nuestro pensamiento y nuestro dolor.
Pero observo que esta tendencia a la prolongación de la alegría, y al replegarse en la tristeza, también se da en los actos del hombre poseído por uno de estos aspectos, y, como con el estado de alegría, él pasea, mueve y alarga sus brazos y piernas, y, en cierto modo, se expansiona con el desplazarse velozmente de aquí para allá, como buscando un cierto respiro; así, en el estado de tristeza, se repliega, inclina la cabeza, aprieta y cruza los brazos contra el pecho, camina lento y evita cualquier movimiento vivaz y, por así llamarlo, generoso.
Yo recuerdo (y lo observé en aquel intenso momento) que, estando sumido en algunos pensamientos dichosos o indiferentes –estando sentado, al sobrevenirme un pensamiento triste–, inmediatamente apretaba una contra otra mis rodillas, que antes se hallaban relajadas y separadas, e inclinaba sobre el pecho el mentón, que había mantenido elevado.

Pensamientos aislados y satíricos – Envidia – Memorias de mi vida

Solía considerar como una locura cuanto dicen los Capuchinos para excusarse de tratar mal a sus novicios, lo que hacen con gran satisfacción y con íntimo sentimiento de placer; es decir, que también ellos habían sido tratados así. Ahora, la experiencia me ha demostrado que éste es un sentimiento natural, apenas había llegado a la edad de apartarme de los lazos de una penosa y estrictísima educación, y, sin embargo, conviviendo aún en la casa paterna con un hermano menor que yo en algunos años, pero no tantos que él no poseyese ya plenamente el uso de todas sus facultades, defectos, etc.; así que no era por otra razón (no causada por la predilección de los padres) sino porque había cambiado el estado de nuestra vida y convivíamos con él.
También él participaba y no poco de nuestra liberalidad, y disponía de muchas más comodidades y pequeños placeres que los que nosotros poseíamos a su edad, y de muchas menos incomodidades y pesares, y dependencias, y estrecheces, y castigos; y, por ello, él era mucho más petulante y osado que nosotros a su edad, por lo que yo sentía, naturalmente, una vivísima envidia; es decir, no de aquellos bienes que ahora poseía, y que en el tiempo pasado no pude tener, sino del mero y solo disgusto de que él los tuviese; y sentía el deseo de que se incomodase y atormentase como nosotros, que tal es la pura y legítima envidia que lleva consigo este pésimo asunto; y yo la sentía como tal, naturalmente, sin quererla sentir.
Pero, en suma, comprendí entonces (y precisamente escribí estas palabras) que así es la naturaleza humana; de tal manera que me eran menos queridos los bienes que poseía, fueran los que fuesen; porque los comunicaba con él, pareciéndome quizá que no fuese ya digno término de tantas penurias, después de que para nada afectasen a otro que se encontrara en mis circunstancias, y con menos mérito que yo, etc.
En consecuencia, aplico a los Capuchinos –los cuales teniendo la suerte de mis hermanos menores, que son los novicios dependientes de ellos– que sigan los impulsos de esta inclinación a la que me refiero, y no sientan que se puedan decir a sí mismos que están faltos de lo que han alcanzado, ya que otros lo adquieren con bastante menos esfuerzo que ellos; ni que hayan sentido el disgusto de que éstos no sufran las incomodidades que ellos, en esas mismas circunstancias, han sufrido

Envidia – Memorias de mi vida

Yo no he probado nunca la envidia en lo que atañe a asuntos en los que me he creído hábil, como en la literatura, donde, es más, he sido inclinadísimo a alabar. Por primera vez puedo decir que la he probado (y hacia una persona cercanísima a mí), cuando he deseado ser valioso en un asunto en el que me reconocía sin méritos. Pero es necesario que me haga justicia confesando que esta envidia era muy confusa y no por completo y en todo vil, así como contraria a mi carácter; sin embargo, me disgustaba absolutamente sentir la suerte de aquella persona ante tal asunto, y, dándome ella cuenta de lo mismo, la trataba como ilusa, etc.

Hastío – Memorias de mi vida

Incluso el pesar que nace del hastío y del sentir la vanidad de las cosas es bastante más tolerable que el mismo hastío.

Venganza

El sentimiento de la venganza es tan grato que, con frecuencia, uno desea ser injuriado para poderse vengar; y ya no me refiero solamente de un enemigo habitual, sino de uno indiferente, o incluso (especialmente en ciertos momentos de humor negro) de un amigo.

Amistad entre dos jóvenes – Amistad

Después de que el heroísmo ha desaparecido del mundo (y, por el contrario, ha entrado en él el egoísmo universal), una amistad verdadera es capaz de que un amigo sacrifique a otro, en el caso de personas con las que aún tenemos intereses y deseos, y siendo éste un asunto bien dificilísimo.
Por ello, por más que siempre se haya dicho que la igualdad es la más cierta instigadora de la amistad, yo encuentro cada día menos verosímil la amistad entre dos jóvenes que entre un joven y un hombre sensible ya desengañado del mundo, y desesperado de su propia felicidad. Éste, no poseyendo ya deseos vigorosos, es bastante más capaz que un joven de unirse a uno que todavía los posea, y concebir un vivo y eficaz interés hacia él; estableciendo así una amistad tan real y sólida como la que el otro siente en su ánimo al corresponderle.
Esta circunstancia me parece también más favorable a la amistad que la de dos personas igualmente desengañadas; porque, no permaneciendo deseos ni intereses en ninguno, no existiría una base para la amistad y ésta quedaría limitada a las palabras y a los sentimientos, y excluida de la acción. Aplicad estas observaciones a mi caso, con mi digno y singular amigo, por no haber encontrado otro, por más que conociese y amase y fuese amado por hombres de ingenio y de corazón óptimo.

Compasión – Debilidad


Observa cómo la debilidad es algo muy agradable en este mundo. Si tú ves a un muchacho que sale a tu encuentro con paso tambaleante y con cierto aire de impotencia, te enterneces por ello y muestras afecto hacia ese muchacho. Si tú ves a una bella mujer enferma y débil –o si te abrumas de ser testigo de algún esfuerzo inútil de cualquier mujer, a causa de la debilidad física de su sexo–, te sentirás conmovido, y serás capaz de inclinarte ante esa debilidad, y la reconocerás como señora tuya y de tu poder, y te someterás y sacrificarás completamente al amor y a la defensa de ella.
Fuente: 
Ed. Siruela.

domingo, 17 de marzo de 2019

...la narrativa costarricense escrita en las décadas de 1940 y 1950. 100 años de literatura Costarricense.Tomo II


"Como se vio anteriormente, la narrativa costarricense escrita en las décadas de 1940 y 1950 se mueve dentro de una estética realista. De acuerdo con esta, el mundo se percibe como exterior y separado del sujeto. La realidad es explicable, está organizada según leyes objetivas, lo cual hace posible la acción humana sobre ella. Igualmente, la lengua se concibe como un medio para expresar la interioridad individual o para representar la realidad externa. En consecuencia, el principal valor que se obligaba a lo literario era ser  vehículo de conocimiento y documentación de la realidad".
Pag. 600
100 años de literatura
Costarricense                                                            
Tomo II
Margarita Rojas* Flora Ovares
Editorial Costa Rica. Editorial UCR.

2018.

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POESÍA CLÁSICA JAPONESA [KOKINWAKASHÜ] Traducción del japonés y edición de T orq uil D uthie

   NOTA SOBRE LA TRADUCCIÓN   El idioma japonés de la corte Heian, si bien tiene una relación histórica con el japonés moderno, tenía una es...

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