domingo, 21 de mayo de 2017

Mario Vargas Llosa. Cartas a un joven novelista. Carta VI. El tiempo.

VI

EL TIEMPO
Querido amigo:
Celebro que estas reflexiones sobre la estructura novelesca le descubran algunas pistas para adentrarse, como un espeleólogo en los secretos de una montaña, en las entrañas de la ficción. Le propongo ahora que, luego de haber echado un vistazo a las características del narrador en relación con el espacio novelesco (lo que, con un lenguaje antipáticamente académico llamé el punto de vista espacial en la novela), examinemos ahora el tiempo, aspecto no menos importante de la forma narrativa y de cuyo tratamiento depende, ni más ni menos que del espacio, el poder persuasivo de una historia.
También sobre este asunto conviene, de entrada, despejar algunos prejuicios, no por antiguos menos falsos, para entender qué es y cómo es una novela.
Me refiero a la ingenua asimilación que suele hacerse entre el tiempo real (que llamaremos, desafiando el pleonasmo, el tiempo cronológico dentro del cual vivimos inmersos lectores y autores de novelas) y el tiempo de la ficción que leemos, un tiempo o transcurrir esencialmente distinto del real, un tiempo tan inventado como lo son el narrador y los personajes de las ficciones atrapados en él. Al igual que en el punto de vista espacial, en el punto de vista temporal que encontramos en toda novela el autor ha volcado una fuerte dosis de creatividad y de imaginación, aunque, en muchísimos casos, no haya sido consciente de ello. Como el narrador, como el espacio, el tiempo en que transcurren las novelas es también una ficción, una de las maneras de que se vale el novelista para emancipar a su creación del mundo real y dotarla de esa (aparente) autonomía de la que, repito, depende su poder de persuasión.
Aunque el tema del tiempo, que ha fascinado a tantos pensadores y creadores (Borges entre ellos, que fantaseó muchos textos sobre él), ha dado origen a múltiples teorías, diferentes y divergentes, todos, creo, podemos ponernos de acuerdo por lo menos en esta simple distinción: hay un tiempo cronológico y un tiempo psicológico. Aquél existe objetivamente, con independencia de nuestra subjetividad, y es el que medimos por el movimiento de los astros en el espacio y las distintas posiciones que ocupan entre sí los planetas, ese tiempo que nos roe desde que nacemos hasta que desaparecemos y preside la fatídica curva de la vida de todo lo existente. Pero, hay también un tiempo psicológico, del que somos conscientes en función de lo que hacemos o dejamos de hacer y que gravita de manera muy distinta en nuestras emociones. Ese tiempo pasa de prisa cuando gozamos y estamos inmersos en experiencias intensas y exaltantes, que nos embelesan, distraen y absorben. En cambio, se alarga y parece infinito —los segundos, minutos; los minutos, horas— cuando esperamos o sufrimos y nuestra circunstancia o situación particular (la soledad, la espera, la catástrofe que nos rodea, la expectativa por algo que debe o no debe ocurrir) nos da una conciencia aguda de ese transcurrir que, precisamente porque quisiéramos que se acelerara, parece atrancarse, rezagarse y pararse.
Me atrevo a asegurarle que es una ley sin excepciones (otra de las poquísimas en el mundo de la ficción) que el de las novelas es un tiempo construido a partir del tiempo psicológico, no del cronológico, un tiempo subjetivo al que la artesanía del novelista (del buen novelista) da apariencia de objetividad, consiguiendo de este modo que su novela tome distancia y diferencie del mundo real (obligación de toda ficción que quiere vivir por cuenta propia).
Quizás esto quede más claro con un ejemplo. ¿Ha leído usted ese maravilloso relato de Ambrose Bierce, «Un suceso en el puente del riachuelo del Búho» (An occurrence at Owl Creek Bridge)? Durante la guerra civil norteamericana, un hacendado sureño, Peyton Farquhar, que intentó sabotear un ferrocarril, va a ser ahorcado, desde un puente. El relato comienza cuando la soga se ajusta sobre el cuello de ese pobre hombre al que rodea un pelotón de soldados encargados de su ejecución. Pero, al darse la orden que pondrá fin a su vida, se rompe la soga y el condenado cae al río. Nadando, gana la ribera, y consigue escapar ileso de las balas que le disparan los soldados desde el puente y las orillas. El narrador-omnisciente narra desde muy cerca de la conciencia en movimiento de Peyton Farquhar, al que vemos huir por el bosque, perseguido, rememorando episodios de su pasado y acercándose a aquella casa donde vive y lo espera la mujer que ama, y donde siente que, cuando llegue, burlando a sus perseguidores, estará a salvo. La narración es angustiante, como su azarosa fuga. La casa está allí, a la vista, y el perseguido divisa por fin, apenas cruza el umbral, la silueta de su esposa. En el momento de abrazarla, se cierra sobre el cuello del condenado la soga que había comenzado a cerrarse al principio del cuento, uno o dos segundos atrás. Todo aquello ha ocurrido en un rapto brevísimo, ha sido una instantánea visión efímera que la narración ha dilatado, creando un tiempo aparte, propio, de palabras, distinto del real (que consta apenas de un segundo, el tiempo de la acción objetiva de la historia). ¿No es evidente en este ejemplo la manera como la ficción construye su propio tiempo, a partir del tiempo psicológico?
Una variante de este mismo tema es otro cuento famoso de Borges, «El milagro secreto», en el que, en el momento de la ejecución del escritor y poeta checo Jaromir Hladik, Dios le concede un año de vida para que —mentalmente— termine el drama en verso Los enemigos que ha planeado escribir toda su vida. El año, en el que él consigue completar esa obra ambiciosa en la intimidad de su conciencia, transcurre entre la orden de «fuego» dictada por el jefe del batallón de ejecución y el impacto de las balas que pulverizan al fusilado, es decir en apenas un fragmento de segundo, un período infinitesimal. Todas las ficciones (y, sobre todo, las buenas) tienen su propio tiempo, un sistema temporal que les es privativo, diferente del tiempo real en que vivimos los lectores.
Para deslindar las propiedades originales del tiempo novelesco, el primer paso, como en lo relativo al espacio, es averiguar en esa novela concreta el punto de vista temporal, que no debe confundirse nunca con el espacial, aunque, en la práctica, ambos se hallen visceralmente unidos.
Como no hay manera de librarse de las definiciones (estoy seguro de que a usted le molestan tanto como a mí, pues las siente írritas al universo impredecible de la literatura) aventuremos ésta: el punto de vista temporal es la relación que existe en toda novela entre el tiempo del narrador y el tiempo de lo narrado. Como en el punto de vista espacial, las posibilidades por las que puede optar el novelista son sólo tres (aunque las variantes en cada uno de estos casos sean numerosas) y están determinadas por el tiempo verbal desde el cual el narrador narra la historia:
a) el tiempo del narrador y el tiempo de lo narrado pueden coincidir, ser uno solo. En este caso, el narrador narra desde el presente gramatical;
b) el narrador puede narrar desde un pasado hechos que ocurren en el presente o en el futuro. Y, por último
c) el narrador puede situarse en el presente o en el futuro para narrar hechos que han ocurrido en el pasado (mediato o inmediato).
Aunque estas distinciones, formuladas en abstracto, puedan parecer un poco enrevesadas, en la práctica son bastante obvias y de captación inmediata, una vez que nos detenemos a observar en qué tiempo verbal se ha instalado el narrador para contar la historia.
Tomemos como ejemplo, no una novela, sino un cuento, acaso el más corto (y uno de los mejores) del mundo. «El dinosaurio», del guatemalteco Augusto Monterroso, consta de una sola frase:
«Cuando despertó, el dinosaurio todavía estaba allí.»
Perfecto relato, ¿no es cierto? Con un poder de persuasión imparable, por su concisión, efectismo, color, capacidad sugestiva y limpia factura. Reprimiendo en nosotros todas las riquísimas otras lecturas posibles de esta mínima joya narrativa, concentrémonos en su punto de vista temporal. ¿En qué tiempo verbal se halla lo narrado? En un pretérito indefinido: «despertó». El narrador está situado, pues, en el futuro, para narrar un hecho que ocurre ¿cuándo? ¿En el pasado mediato o inmediato en relación a ese futuro en que está el narrador? En el pasado mediato. ¿Cómo sé que el tiempo de lo narrado es un pasado mediato y no inmediato, en relación con el tiempo del narrador? Porque entre aquellos dos tiempos hay un abismo infranqueable, un hiato temporal, una puerta cerrada que ha abolido todo vínculo o relación de continuidad entre ambos. Esa es la característica determinante del tiempo verbal que emplea el narrador: confinar la acción en un pasado (pretérito indefinido) cortado, escindido del tiempo en que él se encuentra. La acción de «El dinosaurio» ocurre pues en un pasado mediato respecto del tiempo del narrador; es decir, el punto de vista temporal es el caso c y, dentro de éste, una de sus dos posibles variantes:
— tiempo futuro (el del narrador)
— tiempo pasado mediato (lo narrado).
¿Cuál hubiera tenido que ser el tiempo verbal utilizado por el narrador para que su tiempo correspondiera a un pasado inmediato de ese futuro en que se halla el narrador? Éste (y que Augusto Monterroso
me perdone por estas manipulaciones de su hermoso
texto):
«Cuando ha despertado, el dinosaurio todavía está ahí.»
El pretérito perfecto (el tiempo preferido de Azorín, dicho sea de paso, en el que están contadas casi todas sus novelas) tiene la virtud de relatar acciones que, aunque ocurren en el pasado, se alargan hasta tocar el presente, acciones que se demoran y parecen estar acabando de ocurrir en el momento mismo en que las relatamos. Ese pasado cercanísimo, inmediato, no está separado sin remedio del narrador como en el caso anterior («despertó»); el narrador y lo narrado se hallan en una cercanía tal que casi se tocan, algo diferente de esa otra distancia, insalvable, del pretérito indefinido, que arroja hacia un futuro autónomo el mundo del narrador, un mundo sin relación con el pasado en que sucedió la acción.
Ya tenemos claro, me parece, a través de este ejemplo, uno de los tres posibles puntos de vista temporales (en sus dos variantes) de esa relación: la de un narrador situado en el futuro que narra acciones que suceden en el pasado mediato o en el inmediato. (El caso c.)
Pasemos ahora, valiéndonos siempre de «El dinosaurio», a ejemplificar el caso primero (a), el más sencillo y evidente de los tres: aquél en que coinciden el tiempo del narrador y el de lo narrado. Este punto de vista temporal exige que el narrador narre desde un presente del indicativo:
«Despierta y el dinosaurio todavía está allí.»
El narrador y lo narrado comparten el tiempo. La historia está ocurriendo a medida que el narrador nos la cuenta. La relación es muy distinta a la anterior, en la que veíamos dos tiempos diferenciados y en la que el narrador, por hallarse en un tiempo, posterior al de los hechos narrados, tenía una visión temporal acabada, total, de lo que iba narrando. En el caso a, el conocimiento o perspectiva que tiene el narrador es más encogido, sólo abarca lo que va ocurriendo a medida que ocurre, es decir, a medida que lo va contando. Cuando el tiempo del narrador y el tiempo narrado se confunden gracias al presente del indicativo (como suele ocurrir en las novelas de Samuel Beckett o en las de Robbe-Grillet) la inmediatez que tiene lo narrado es máxima; mínima, cuando se narra en el pretérito indefinido y sólo mediana cuando se narra en el pretérito perfecto.
Veamos ahora el caso b, el menos frecuente y, desde luego, el más complejo: el narrador se sitúa en un pasado para narrar hechos que no han ocurrido, que van a ocurrir, en un futuro inmediato o mediato. He ahí ejemplos de posibles variantes de este punto de vista temporal:
a) «Despertarás y el dinosaurio todavía estará allí.»
b)  «Cuando despiertes, el dinosaurio todavía estará allí.»
c)  «Cuando hayas despertado, el dinosaurio todavía estará allí.»
Cada caso (hay otros posibles) constituye un leve matiz, establece una distancia diferente entre el tiempo del narrador y el del mundo narrado, pero el denominador común es que en todos ellos el narrador narra hechos que no han ocurrido todavía, ocurrirán cuando él haya terminado de narrarlos y sobre los cuales, por lo tanto, gravita una indeterminación esencial: no hay la misma certeza de que ocurran como cuando el narrador se coloca en un presente o futuro para narrar hechos ya ocurridos o que van ocurriendo mientras los narra. Además de impregnar de relatividad y dudosa naturaleza a lo narrado, el narrador instalado en el pretérito para narrar hechos que ocurrirán en un futuro mediato o inmediato consigue mostrarse con mayor fuerza, lucir sus poderes omnímodos en el universo de la ficción, ya que, por utilizar tiempos verbales futuros, su relato resulta una sucesión de imperativos, una secuencia de órdenes para que ocurra lo que narra. La prominencia del narrador es absoluta, abrumadora, cuando una ficción está narrada desde este punto de vista temporal. Por eso, un novelista no puede usarlo sin ser consciente de ello, es decir, si no quiere, mediante aquella incertidumbre y el exhibicionismo del poderío del narrador, contar algo que sólo contado así alcanzará poder de persuasión.
Una vez identificados los tres posibles puntos de vista temporales, con las variantes que cada uno de ellos admite, establecido que la manera de averiguarlo es consultando el tiempo gramatical desde el que narra el narrador y en el que se halla la historia narrada, es preciso añadir que es rarísimo que en una ficción haya un solo punto de vista temporal. Lo acostumbrado es que, aunque suele haber uno dominante, el narrador se desplace entre distintos puntos de vista temporales, a través de mudas (cambios del tiempo gramatical) que serán tanto más eficaces cuanto menos llamativas sean y más inadvertidas pasen al lector. Esto se consigue mediante la coherencia del sistema temporal (mudas del tiempo del narrador y/o del tiempo narrado que siguen una cierta pauta) y la necesidad de las mudas, es decir, que no parezcan caprichosas, mero alarde, sino que ellas den mayor significación —densidad, complejidad, intensidad, diversidad, relieve— a los personajes y a la historia.    
Sin entrar en tecnicismos, puede decirse, sobre todo de las novelas modernas, que la historia circula en ellas en lo que respecta al tiempo como por un espacio; ya que el tiempo novelesco es algo que se alarga, se demora, se inmoviliza o echa a correr de manera vertiginosa. La historia se mueve en el tiempo de la ficción como por un territorio, va y viene por él, avanza a grandes zancadas o a pasitos menudos, dejando en blanco (aboliéndolos) grandes períodos cronológicos y retrocediendo luego a recuperar ese tiempo perdido, saltando del pasado al futuro y de éste al pasado con una libertad que nos está vedada a los seres de carne y hueso en la vida real. Ese tiempo de la ficción es pues una creación, al igual que el narrador.
Veamos algunos ejemplos de construcciones originales (o, diré, más visiblemente originales, ya que todas lo son) de tiempo novelesco. En vez de avanzar del pasado al presente, y de éste al futuro, la cronología del relato de Alejo Carpentier «Regreso a la semilla», avanza exactamente en la dirección contraria: al principio de la historia, su protagonista, Don Marcial, marqués de Capellanías, es un anciano agonizante y desde ese momento lo vemos progresar hacia su madurez, juventud, infancia y, al final, a un mundo de pura sensación y sin conciencia («sensible y táctil») pues ese personaje aún no ha nacido, está en estado fetal en el claustro materno. No es que la historia esté contada al revés; en ese mundo ficticio, el tiempo progresa hacia atrás. Y, hablando de estados prenatales, quizás convenga recordar el caso de otra novela famosísima, el Tristram Shandy, de Laurence Sterne, cuyas primeras páginas —varias decenas— relatan la biografía del protagonista-narrador antes de que nazca, con irónicos detalles sobre su complicado engendramiento, formación fetal en el vientre de su madre y llegada al mundo. Los recovecos, espirales, idas y venidas del relato hacen de la estructura temporal de Tristram Shandy una curiosísima y extravagante creación.
También es frecuente que haya en las ficciones no uno sino dos o más tiempos o sistemas temporales coexistiendo. Por ejemplo, en la más conocida novela de Günter Grass, El tambor de hojalata, el tiempo transcurre normalmente para todos, salvo para el protagonista, el célebre Oscar Matzerath (el de la voz vitricida y el tambor) que decide no crecer, atajar la cronología, abolir el tiempo y lo consigue, pues, a cornetazos, deja de crecer y vive una suerte de eternidad, rodeado de un mundo que, en torno suyo, sometido al fatídico desgaste impuesto por el dios Cronos, va envejeciendo, pereciendo y renovándose. Todo y todos, salvo él.
El tema de la abolición del tiempo y sus posibles consecuencias (horripilantes, según el testimonio de las ficciones) ha sido recurrente en la novela. Aparece, por ejemplo, en una no muy lograda historia de Simone de Beauvoir, Todos los hombres son mortales (Tous les hommes sont mortels). Mediante un malabar técnico, Julio Cortázar se las arregló para que su novela más conocida hiciera volar en pedazos la inexorable ley del perecimiento a que está sometido lo existente. El lector que lee Rayuela siguiendo las instrucciones del Tablero de dirección que propone el narrador, no termina nunca de leerla, pues, al final, los dos últimos capítulos terminan remitiéndose uno a otro, cacofónicamente, y, en teoría (claro que no en la práctica) el lector dócil y disciplinado debería pasar el resto de sus días leyendo y releyendo esos capítulos, atrapado en un laberinto temporal sin posibilidad alguna de escapatoria.
A Borges le gustaba citar aquel relato de H. G. Wells (otro autor fascinado, como él, por el tema del tiempo) The time machine, en el que un hombre viaja al futuro y regresa de él con una rosa en la mano, como prenda de su aventura. Esa anómala rosa aún no nacida exaltaba la imaginación de Borges como paradigma del objeto fantástico.
Otro caso de tiempos paralelos es el relato de Adolfo Bioy Casares («La trama celeste»), en el que un aviador se pierde con su avión y reaparece luego, contando una extraordinaria aventura que nadie le cree: aterrizó en un tiempo distinto a aquél en el que despegó, pues en ese fantástico universo no hay un tiempo sino varios, diferentes y paralelos, coexistiendo misteriosamente, cada cual con sus objetos, personas y ritmos propios, sin que se logren interrelacionar, salvo en casos excepcionales como el accidente de ese piloto que nos permite descubrir la estructura de un universo que es como una pirámide de pisos temporales contiguos, sin comunicación entre ellos.
Una forma opuesta a la de estos universos temporales es la del tiempo intensificado de tal modo por la narración que la cronología y el transcurrir se van atenuando hasta casi pararse: la inmensa novela que es el Ulises de Joyce, recordemos, relata apenas veinticuatro horas en la vida de Leopoldo Bloom.
A estas alturas de esta larga carta, usted debe de estar impaciente por interrumpirme con una observación que le quema los labios: «Pero, en todo lo que lleva escrito hasta ahora sobre el punto de vista temporal, advierto una mezcla de cosas distintas: el tiempo como tema o anécdota (es el caso de los ejemplos de Alejo Carpentier y Bioy Casares) y el tiempo como forma, construcción narrativa dentro de la cual se desenvuelve la anécdota (el caso del tiempo eterno de Rayuela).» Esa observación es justísima. La única excusa que tengo (relativa, por cierto) es que incurrí en esa confusión de manera deliberada. ¿Por qué? Porque creo que, precisamente en este aspecto de la ficción, el punto de vista temporal, se puede advertir mejor lo indisolubles que son en una novela esa «forma» y ese «fondo» que he disociado de manera abusiva para examinar cómo es ella, su secreta anatomía.
El tiempo en toda novela, le repito, es una creación formal, ya que en ella la historia transcurre de una manera que no puede ser idéntica ni parecida a como lo hace en la vida real; al mismo tiempo, ese transcurrir ficticio, la relación entre el tiempo del narrador y el de lo narrado, depende enteramente de la historia que se cuenta utilizando dicha perspectiva temporal. Esto mismo se puede decir al revés, también: que del punto de vista temporal depende igualmente la historia que la novela cuenta. En realidad, se trata de una misma cosa, de algo inseparable cuando salimos del plano teórico en que nos estamos moviendo y nos acercamos a novelas concretas. En ellas descubrimos que no existe una «forma» (ni espacial, ni temporal ni de nivel de realidad) que se pueda disociar de la historia que toma cuerpo y vida (o no lo consigue) a través de las palabras que la cuentan.
Pero avancemos un poquito más en torno al tiempo y la novela hablando de algo congénito a toda narración ficticia. En todas las ficciones podemos identificar momentos en que el tiempo parece condensarse, manifestarse al lector de una manera tremendamente vívida, acaparando enteramente su atención, y períodos en que, por el contrario, la intensidad decae y amengua la vitalidad de los episodios; éstos, entonces, se alejan de nuestra atención, son incapaces de concentrarla, por su carácter rutinario, previsible, pues nos transmiten informaciones o comentarios de mero relleno, que sirven sólo para relacionar personajes o sucesos que de otro modo quedarían desconectados. Podemos llamar cráteres (tiempos vivos, de máxima concentración de vivencias) a aquellos episodios y tiempos muertos o transitivos a los otros. Sin embargo, sería injusto reprochar a un novelista la existencia de tiempos muertos, episodios meramente relacionadores en sus novelas. Ellos son también útiles, para establecer una continuidad e ir creando esa ilusión de un mundo, de seres inmersos en un entramado social, que ofrecen las novelas. La poesía puede ser un género intensivo, depurado hasta lo esencial, sin hojarasca. La novela, no. La novela es extensiva, se desenvuelve en el tiempo (un tiempo que ella misma crea) y finge ser «historia», referir la trayectoria de uno o más personajes dentro de cierto contexto social. Esto exige de ella un material informativo relacionador, conexivo, inevitable, aparte de aquel o aquellos cráteres o episodios de máxima energía que hacen avanzar, dar grandes saltos a la historia (mudándola a veces de naturaleza, desviándola hacia el futuro o hacia el pasado, delatando en ella unos trasfondos o ambigüedades insospechadas).
Esa combinación de cráteres o tiempos vivos y de tiempos muertos o transitivos, determina la configuración del tiempo novelesco, ese sistema cronológico propio que tienen las historias escritas, algo que es posible esquematizar en tres tipos de punto de vista temporal. Pero me adelanto a asegurarle que, aunque con lo que llevo dicho sobre el tiempo hemos avanzado algo en la averiguación de las características de la ficción, queda todavía mucho pan por rebanar. Ello irá asomando a medida que abordemos otros aspectos de la fabricación novelesca. Porque, vamos a seguir desenrollando esa madeja interminable, ¿no?
Ya lo ve, me tiró usted la lengua y ahora no hay manera de hacerme callar.
Un cordial saludo y hasta pronto.
Fuente:
 Mario Vargas Llosa, 1997
 Editorial Planeta, S. A., 1997.


sábado, 20 de mayo de 2017

Mario Vargas Llosa. Cartas a un joven novelista. Carta V.


V

EL NARRADOR.
EL ESPACIO
Querido amigo:
Me alegro que me anime a hablar de la estructura de la novela, esa artesanía que sostiene como un todo armónico y viviente las ficciones que nos deslumbran y cuyo poder persuasivo es tan grande que nos parecen soberanas: autogeneradas y autosuficientes. Pero, ya sabemos que sólo lo parecen. En el fondo, no lo son, han conseguido contagiarnos esa ilusión gracias a la hechicería de su escritura y destreza de su fábrica. Ya hablamos sobre el estilo narrativo. Nos toca, ahora, considerar lo relativo a la organización de los materiales de que consta una novela, las técnicas de que se sirve el novelista para dotar a lo que inventa de poder sugestivo.
La variedad de problemas o desafíos a que debe hacer frente quien se dispone a escribir una historia puede agruparse en cuatro grandes grupos, según se refieran
a) al narrador,
b) al espacio,
c) al tiempo, y
d) al nivel de realidad.
Es decir, a quien narra la historia y a los tres puntos de vista que aparecen en toda novela íntimamente entrelazados y de cuya elección y manejo depende, tanto como de la eficacia del estilo, que una ficción consiga sorprendernos, conmovernos, exaltarnos o aburrirnos.
Me gustaría que habláramos hoy del narrador, el personaje más importante de todas las novelas (sin ninguna excepción) y del que, en cierta forma, dependen todos los demás. Pero, ante todo, conviene disipar un malentendido muy frecuente que consiste en identificar al narrador, quien cuenta la historia, con el autor, el que la escribe. Éste es un gravísimo error, que cometen incluso muchos novelistas, que, por haber decidido narrar sus historias en primera persona y utilizando deliberadamente su propia biografía como tema, creen ser los narradores de sus ficciones. Se equivocan. Un narrador es un ser hecho de palabras, no de carne y hueso como suelen ser los autores; aquél vive sólo en función de la novela que cuenta y mientras la cuenta (los confines de la ficción son los de su existencia), en tanto que el autor tiene una vida más rica y diversa, que antecede y sigue a la escritura de esa novela, y que ni siquiera mientras la está escribiendo absorbe totalmente su vivir.
El narrador es siempre un personaje inventado, un ser de ficción, al igual que los otros, aquellos a los que él «cuenta», pero más importante que ellos, pues de la manera como actúa —mostrándose u ocultándose, demorándose o precipitándose, siendo explícito o elusivo, gárrulo o sobrio, juguetón o serio— depende que éstos nos persuadan de su verdad o nos disuadan de ella y nos parezcan títeres o caricaturas. La conducta del narrador es determinante para la coherencia interna de una historia, la que, a su vez, es factor esencial de su poder persuasivo.
El primer problema que debe resolver el autor de una novela es el siguiente: «¿Quién va a contar la historia?» Las posibilidades parecen innumerables, pero, en términos generales, se reducen en verdad a tres opciones: un narrador-personaje, un narrador-omnisciente exterior y ajeno a la historia que cuenta, o un narrador-ambiguo del que no está claro si narra desde dentro o desde fuera del mundo narrado. Los dos primeros tipos de narrador son los de más antigua tradición; el último, en cambio, de solera recientísima, un producto de la novela moderna.
Para averiguar cuál fue la elección del autor, basta comprobar desde qué persona gramatical está contada la ficción: si desde un él, un yo o un tú. La persona gramatical desde la que habla el narrador nos informa sobre la situación que él ocupa en relación con el espacio donde ocurre la historia que nos refiere. Si lo hace desde un yo (o desde un nosotros, caso raro pero no imposible, acuérdese de Citadelle de Antoine de Saint-Exupéry o de muchos pasajes de Las uvas de la ira de John Steinbeck) está dentro de ese espacio, alternando con los personajes de la historia. Si lo hace desde la tercera persona, un él, está fuera del espacio narrado y es, como ocurre en tantas novelas clásicas, un narrador-omnisciente, que imita a Dios Padre todopoderoso, pues lo ve todo, lo más infinitamente grande y lo más infinitamente pequeño del mundo narrado, y lo sabe todo, pero no forma parte de ese mundo, al que nos va mostrando desde afuera, desde la perspectiva de su mirada volante.
¿Y en qué parte del espacio se encuentra el narrador que narra desde la segunda persona gramatical, el tú, como ocurre, por ejemplo, en L’emploi du temps de Michel Butor, Aura de Carlos Fuentes, Juan sin tierra de Juan Goytisolo, Cinco horas con Mario de Miguel Delibes o en muchos capítulos de Galíndez de Manuel Vázquez Montalbán? No hay manera de saberlo de antemano, sólo en razón de esa segunda persona gramatical en la que se ha instalado. Pues el tú podría ser el de un narrador-omnisciente, exterior al mundo narrado, que va dando órdenes, imperativos, imponiendo que ocurra lo que nos cuenta, algo que ocurriría en ese caso merced a su voluntad omnímoda y a sus plenos poderes ilimitados de que goza ese imitador de Dios. Pero, también puede ocurrir que ese narrador sea una conciencia que se desdobla y se habla a sí misma mediante el subterfugio del tú, un narrador-personaje algo esquizofrénico, implicado en la acción pero que disfraza su identidad al lector (y a veces a sí mismo) mediante el artilugio del desdoblamiento. En las novelas narradas por un narrador que habla desde la segunda persona, no hay manera de saberlo con certeza, sólo de deducirlo por evidencias internas de la propia ficción.
Llamemos punto de vista espacial a esta relación que existe en toda novela entre el espacio que ocupa el narrador en relación con el espacio narrado y digamos que él se determina por la persona gramatical desde la que se narra. Las posibilidades son tres:
a) un narrador-personaje, que narra desde la primera persona gramatical, punto de vista en el que el espacio del narrador y el espacio narrado se confunden;
b) un narrador-omnisciente, que narra desde la tercera persona gramatical y ocupa un espacio distinto e independiente del espacio donde sucede lo que narra; y
c) un narrador-ambiguo, escondido detrás de una segunda persona gramatical, un tú que puede ser la voz de un narrador omnisciente y prepotente, que, desde afuera del espacio narrado, ordena imperativamente que suceda lo que sucede en la ficción, o la voz de un narrador-personaje, implicado en la acción, que, presa de timidez, astucia, esquizofrenia o mero capricho, se desdobla y se habla a sí mismo a la vez que habla al lector.
Me imagino que, esquematizado como acabo de hacerlo, el punto de vista espacial le parece muy claro, algo que se puede identificar con una simple ojeada a las primeras frases de una novela. Eso es así si nos quedamos en la generalización abstracta; cuando nos acercamos a lo concreto, a los casos particulares, vemos que dentro de aquel esquema caben múltiples variantes, lo que permite que cada autor, luego de elegir un punto de vista espacial determinado para contar su historia, disponga de un margen ancho de innovaciones y matizaciones, es decir de originalidad y libertad.
¿Recuerda usted el comienzo del Quijote? Estoy seguro que sí, pues se trata de uno de los más memorables arranques de novela de que tengamos memoria: «En un lugar de la Mancha de cuyo nombre no quiero acordarme...» Atendiendo a aquella clasificación, no hay la menor duda: el narrador de la novela está instalado en la primera persona, habla desde un yo, y, por lo tanto, es un narrador-personaje cuyo espacio es el mismo de la historia. Sin embargo, pronto descubrimos que, aunque ese narrador se entrometa de vez en cuando como en la primera frase y nos hable desde un yo, no se trata en absoluto de un narrador-personaje, sino de un narrador-omnisciente, el típico narrador émulo de Dios, que, desde una envolvente perspectiva exterior nos narra la acción como si narrara desde fuera, desde un él. De hecho, narra desde un él, salvo en algunas contadas ocasiones en que, como al principio, se muda a la primera persona y se muestra al lector, relatando desde un yo exhibicionista y distractor (pues su presencia súbita en una historia de la que no forma parte es un espectáculo gratuito y que distrae al lector de lo que en aquélla está ocurriendo). Esas mudas o saltos en el punto de vista espacial —de un yo a un él, de un narrador-omnisciente a un narrador-personaje o viceversa— alteran la perspectiva, la distancia de lo narrado, y pueden ser justificados o no serlo. Si no lo son, si con esos cambios de perspectiva espacial sólo asistimos a un alarde gratuito de la omnipotencia del narrador, entonces, la incongruencia que introducen conspira contra la ilusión debilitando los poderes persuasivos de la historia.
Pero, también, nos dan una idea de la versatilidad de que puede gozar un narrador, y de las mudas a que puede estar sometido, modificando, con esos saltos de una persona gramatical a otra, la perspectiva desde la cual se desenvuelve lo narrado.
Veamos algunos casos interesantes de versatilidad, de esos saltos o mudas espaciales del narrador. Seguro que usted recuerda el inicio de Moby Dick, otro de los más turbadores de la novela universal: «Call me Ishmael.» (Supongamos que me llamo Ismael.) Extraordinario comienzo ¿no es cierto? Con sólo tres palabras inglesas, Melville consigue crear en nosotros una hormigueante curiosidad sobre este misterioso narrador-personaje cuya identidad se nos oculta, pues ni siquiera es seguro que se llame Ismael. El punto de vista espacial está muy bien definido, desde luego. Ismael habla desde la primera persona, es un personaje más de la historia, aunque no el más importante —lo es el fanático e iluminado Capitán Achab (Captain Ahab), o, acaso, su enemiga, esa ausencia tan obsesiva y tan presente que es la ballena blanca a la que persigue por todos los mares del mundo—, pero sí un testigo y participante de gran parte de aquellas aventuras que cuenta (las que no, las conoce de oídas y retransmite al lector). Este punto de vista está rigurosamente respetado por el autor a lo largo de la historia, pero sólo hasta el episodio final. Hasta entonces, la coherencia en el punto de vista espacial es absoluta, porque Ismael sólo cuenta (sólo sabe) aquello que puede conocer a través de su propia experiencia de personaje implicado en la historia, coherencia que fortalece el poder de persuasión de la novela. Pero, al final, como usted recordará, sucede esa terrible hecatombe, en la que la monstruosa bestia marina da cuenta del capitán Achab y de todos los marineros de su barco, el Pequod. Desde un punto de vista objetivo y en nombre de aquella coherencia interna de la historia, la conclusión lógica sería que Ismael sucumbiera también con sus compañeros de aventura. Pero, si este desenvolvimiento lógico hubiera sido respetado ¿cómo hubiera sido posible que nos contara la historia alguien que perece en ella? Para evitar esa incongruencia y no convertir Moby Dick en una historia fantástica, cuyo narrador estaría contándonos la ficción desde la ultratumba, Melville hace sobrevivir (milagrosamente) a Ismael, hecho del que nos enteramos en una posdata de la historia. Esta posdata la escribe ya no el propio Ismael, sino un narrador-omnisciente, ajeno al mundo narrado. Hay, pues, en las páginas finales de Moby Dick, una muda espacial, un salto del punto de vista de un narrador-personaje, cuyo espacio es el de la historia narrada, a un narrador-omnisciente,
que ocupa un espacio diferente y mayor que el espacio narrado (ya que desde el suyo puede observar y describir a este último).
De más está decirle algo que usted debe de haber reconocido hace rato: que esas mudanzas de narrador no son infrecuentes en las novelas. Todo lo contrario, es normal que las novelas sean contadas (aunque no siempre lo advirtamos a primera vista) no por uno, sino por dos y a veces varios narradores, que se van relevando unos a otros, como en una carrera de postas, para contar la historia.
El ejemplo más gráfico de este relevo de narradores —de mudas espaciales— que se me viene a la cabeza es el de Mientras agonizo, esa novela de Faulkner que relata el viaje de la familia Bundren por el mítico territorio sureño para enterrar a la madre, Addie Bundren, que quería que sus huesos reposaran en el lugar donde nació. Ese viaje tiene rasgos bíblicos y épicos, pues ese cadáver se va descomponiendo bajo el implacable sol del Deep South, pero la familia prosigue impertérrita su tránsito animada por esa convicción fanática que suelen lucir los personajes faulknerianos. ¿Recuerda cómo está contada esa novela o, mejor dicho, quién la cuenta? Muchos narradores: todos los miembros de la familia Bundren. La historia va pasando por las conciencias de cada uno de ellos, estableciendo una perspectiva itinerante y plural. El narrador es, en todos los casos, un narrador-personaje, implicado en la acción, instalado en el espacio narrado. Pero, aunque en este sentido el punto de vista espacial se mantiene incambiado, la identidad de ese narrador cambia de un personaje a otro, de tal modo que en este caso las mudas tienen lugar —no como en Moby Dick o en el Quijote—, de un punto de vista espacial a otro sino, sin salir del espacio narrado, de un personaje a otro personaje.
Si estas mudas son justificadas, pues contribuyen a dotar de mayor densidad y riqueza anímica, de más vivencias a la ficción, esas mudas resultan invisibles al lector, atrapado por la excitación y curiosidad que despierta en él la historia. En cambio, si no consiguen este efecto, logran el contrario: esos recursos técnicos se hacen visibles y por ello nos parecen forzados y arbitrarios, unas camisas de fuerza que privan de espontaneidad y autenticidad a los personajes de la historia. No es el caso del Quijote ni de Moby Dick, claro está.
Y tampoco lo es el de la maravillosa Madame Bovary, otra catedral del género novelesco, en la que asistimos también a una interesantísima muda espacial. ¿Recuerda usted el comienzo? «Nos encontrábamos en clase cuando entró el director. Le seguían un nuevo alumno con traje dominguero y un bedel cargado con un gran pupitre.» ¿Quién es el narrador? ¿Quién habla desde ese nosotros? No lo sabremos nunca. Lo único evidente es que se trata de un narrador-personaje, cuyo espacio es el mismo de lo narrado, testigo presencial de aquello que cuenta pues lo cuenta desde la primera persona del plural. Como habla desde un nosotros, no se puede descartar que se trate de un personaje colectivo, acaso el conjunto de alumnos de esa clase a la que se incorpora el joven Bovary. (Yo, si usted me permite citar a un pigmeo junto a ese gigante que es Flaubert, conté un relato, Los cachorros, desde el punto de vista espacial de un narrador-personaje colectivo, el grupo de amigos del barrio del protagonista, Pichulita Cuéllar.) Pero podría tratarse también de un alumno singular, que hable desde un «nosotros» por discreción, modestia o timidez. Ahora bien, este punto de vista se mantiene apenas unas cuantas páginas, en las que, dos o tres veces, escuchamos esa voz en primera persona refiriéndonos una historia de la que se presenta inequívocamente como testigo. Pero, en un momento difícil de precisar —en esa astucia hay otra proeza técnica— esa voz deja de ser la de un narrador-personaje y muda a la de un narrador-omnisciente, ajeno a la historia, instalado en un espacio diferente al de ésta, que ya no narra desde un nosotros sino desde la tercera persona gramatical: él. En este caso, la muda es del punto de vista: éste era al principio el de un personaje y es luego el de un Dios omnisciente e invisible, que lo sabe todo y lo ve todo y lo cuenta todo sin mostrarse ni contarse jamás él mismo. Ese nuevo punto de vista será rigurosamente respetado hasta el final de la novela.
Flaubert, que, en sus cartas, desarrolló toda una teoría sobre el género novelesco, fue un empeñoso partidario de la invisibilidad del narrador, pues sostenía que eso que hemos llamado soberanía o autosuficiencia de una ficción, dependía de que el lector olvidara que aquello que leía le estaba siendo contado por alguien y de que tuviera la impresión de que estaba autogenerándose bajo sus ojos, como por un acto de necesidad congénito a la propia novela. Para conseguir la invisibilidad del narrador-omnisciente, creó y perfeccionó diversas técnicas, la primera de las cuales fue la de la neutralidad e impasibilidad del narrador. Éste debía limitarse a narrar y no opinar sobre lo qué narraba. Comentar, interpretar, juzgar son intrusiones del narrador en la historia, manifestaciones de una presencia (de un espacio y realidad) distinta de aquéllas que conforman la realidad novelesca, algo que mata la ilusión de autosuficiencia de la ficción, pues delata su naturaleza adventicia, derivada, dependiente de algo, alguien, ajeno a la historia. La teoría de Flaubert sobre la «objetividad» del narrador, como precio de su invisibilidad, ha sido seguida largamente por los novelistas modernos (por muchos sin siquiera saberlo) y por esa razón no es exagerado tal vez llamarlo el novelista que inaugura la novela moderna, trazando entre ésta y la novela romántica o clásica una frontera técnica.
Esto no significa, desde luego, que, porque en ellas el narrador es menos invisible, y a veces demasiado visible, las novelas románticas o las clásicas nos parezcan defectuosas, incongruentes, carentes de poder de persuasión. Nada de eso. Significa, sólo, que cuando leemos una novela de Dickens, Victor Hugo, Voltaire, Daniel Defoe o Thackeray, tenemos que reacomodarnos como lectores, adaptarnos a un espectáculo diferente del que nos ha habituado la novela moderna.
Esta diferencia tiene que ver sobre todo con la distinta manera de actuar en unas y otras del narrador-omnisciente. Éste, en la novela moderna suele ser invisible o por lo menos discreto, y, en aquélla, una presencia destacada, a veces tan arrolladora que, a la vez que nos cuenta la historia, parece contarse a sí mismo y a veces hasta utilizar lo que nos cuenta como un pretexto para su exhibicionismo desaforado.
¿No es eso lo que ocurre en esa gran novela del siglo XIX, Los miserables? Se trata de una de las más ambiciosas creaciones narrativas de ese gran siglo novelesco, una historia que está amasada con todas las grandes experiencias sociales, culturales y políticas de su tiempo y las vividas por Victor Hugo a lo largo de los casi treinta años que le tomó escribirla (retomando el manuscrito varias veces después de largos intervalos). No es exagerado decir que Los miserables es un formidable espectáculo de exhibicionismo y egolatría de su narrador —un narrador omnisciente— técnicamente ajeno al mundo narrado, encaramado en un espacio exterior y distinto a aquél donde evolucionan y se cruzan y descruzan las vidas de Jean Valjean, Monseñor Bienvenu (Bienvenido Myriel), Gavroche, Marius, Cosette, toda la riquísima fauna humana de la novela. Pero, en verdad, ese narrador está más presente en el relato que los propios personajes, pues, dotado de una personalidad desmesurada y soberbia, de una irresistible megalomanía, no puede dejar de mostrarse todo el tiempo a la vez que nos va mostrando la historia: con frecuencia interrumpe la acción, a veces saltando a la primera persona desde la tercera, para opinar sobre lo que ocurre, pontificar sobre filosofía, historia, moral, religión, juzgar a sus personajes, fulminándolos con condenas inapelables o ponderándolos y elevándolos a las nubes por sus prendas cívicas y espirituales. Este narrador-Dios (y nunca mejor empleado que en este caso el epíteto divino) no sólo nos da pruebas continuas de su existencia, del carácter ancilar y dependiente que tiene el mundo narrado; también, despliega ante los ojos del lector, además de sus convicciones y teorías, sus fobias y simpatías, sin el menor tapujo ni precaución ni escrúpulo, convencido de su verdad, de la justicia de su causa en todo lo que cree, dice y hace. Estas intromisiones de narrador, en un novelista menos diestro y poderoso que Victor Hugo, servirían para destruir enteramente el poder de persuasión de la novela. Esas intromisiones del narrador-omnisciente constituirían lo que los críticos de la corriente estilística llamarían una «ruptura de sistema», incoherencias e incongruencias que matarían la ilusión y privarían totalmente a la historia de crédito ante el lector. Pero no ocurre así. ¿Por qué? Porque, muy pronto, el lector moderno se aclimata a esas intromisiones, las siente como parte inseparable del sistema narrativo, de una ficción cuya naturaleza consta, en verdad, de dos historias íntimamente mezcladas, inseparables la una de la otra: la de los personajes y la anécdota narrativa que comienza con el robo de los candelabros que lleva a cabo Jean Valjean en casa del obispo Monsieur Bienvenu, y termina cuarenta años más tarde, cuando el ex forzado, santificado por los sacrificios y virtudes de su heroica vida, entra en la eternidad, con esos mismos candelabros en las manos, y la historia del propio narrador, cuyas piruetas, exclamaciones, reflexiones, juicios, caprichos, sermones, constituyen el contexto intelectual, un telón de fondo ideológico-filosófico-moral de lo narrado.
¿Podríamos, imitando al narrador egolátrico y arbitrario de Los miserables, hacer un alto en este punto, y hacer un balance de lo que llevo dicho sobre el narrador, el punto de vista espacial y el espacio novelesco? No creo que sea inútil el paréntesis, pues, si todo esto no ha quedado claro, me temo que lo que, incitado por su interés, comentarios y preguntas, le diga después (va a ser difícil que usted me ataje en estas reflexiones sobre el apasionante asunto de la forma novelesca) le resulte confuso y hasta incomprensible.
Para contar por escrito una historia, todo novelista inventa a un narrador, su representante o plenipotenciario en la ficción, él mismo una ficción, pues, como los otros personajes a los que va a contar, está hecho de palabras y sólo vive por y para esa novela. Este personaje, el narrador, puede estar dentro de la historia, fuera de ella o en una colocación incierta, según narre desde la primera, la tercera o la segunda persona gramatical. Ésta no es una elección gratuita: según el espacio que ocupe el narrador respecto de lo narrado, variará la distancia y el conocimiento que tiene sobre lo que cuenta. Es obvio que un narrador-personaje no puede saber —y por lo tanto describir y relatar— más que aquellas experiencias que están verosímilmente a su alcance, en tanto que un narrador-omnisciente puede saberlo todo y estar en todas partes del mundo narrado. Elegir uno u otro punto de vista, significa, pues, elegir unos condicionamientos determinados a los que el narrador debe someterse a la hora de narrar, y que, si no respeta, tendrán un efecto lesivo, destructor, en el poder de persuasión. Al mismo tiempo, del respeto que guarde de los límites que ese punto de vista espacial elegido le fija, depende en gran parte que aquel poder de persuasión funcione y lo narrado nos parezca verosímil, imbuido de esa «verdad» que parecen contener esas grandes mentiras que son las buenas novelas.
Es importantísimo subrayar que el novelista goza, a la hora de crear su narrador, de absoluta libertad, lo que significa, simplemente, que la distinción entre esos tres posibles tipos de narrador atendiendo al espacio que ocupan respecto del mundo narrado, de ningún modo implica que su colocación espacial agote sus atributos y personalidades. En absoluto. Hemos visto, a través de unos pocos ejemplos, qué diferentes podían ser esos narradores-omniscientes, esos dioses omnímodos que son los narradores de las novelas de un Flaubert o de un Victor Hugo, y no se diga en el caso de los narradores-personajes cuyas características pueden variar hasta el infinito, como es el caso de los personajes de una ficción.
Hemos visto también algo que debí tal vez mencionar al principio, algo que no hice por razones de claridad expositiva, pero que, estoy seguro, usted ya sabía, o ha descubierto leyendo esta carta, pues transpira naturalmente de los ejemplos que he citado. Y es lo siguiente: es raro, casi imposible, que una novela tenga un narrador. Lo común es que tenga varios, una serie de narradores que se van turnando unos a otros para contarnos la historia desde distintas perspectivas, a veces dentro de un mismo punto de vista espacial (el de un narrador-personaje, en libros como La Celestina o Mientras agonizo, que tienen, ambos, apariencia de libretos dramáticos) o saltando, mediante mudas, de uno a otro punto de vista, como en los ejemplos de Cervantes, Flaubert o Melville.
Podemos ir un poquito más lejos todavía, en torno al punto de vista espacial y las mudas espaciales de los narradores de las novelas. Si nos acercamos a echar una ojeada minuciosa, congeladora, armados de una lupa (una manera atroz e inaceptable de leer novelas, por supuesto), descubrimos que, en realidad, esas mudas espaciales del narrador no sólo ocurren, como en los casos de los que me he valido
para ilustrar este tema, de una manera general y por largos períodos narrativos. Pueden ser mudas veloces y brevísimas, que duran apenas unas cuantas palabras, en las que se produce un sutil e inaprensible
desplazamiento espacial del narrador.
Por ejemplo, en todo diálogo entre personajes privado de acotaciones, hay una muda espacial, un cambio de narrador. Si, en una novela en que hablan Pedro y María, narrada hasta este momento por un narrador omnisciente, excéntrico a la historia, se inserta de pronto este intercambio:
—Te amo, María.
—Yo te amo también, Pedro,
por el brevísimo instante de proferir aquella declaración de amor, el narrador de la historia ha mudado de un narrador-omnisciente (que narra desde un él) a un narrador-personaje, un implicado en la narración (Pedro y María), y ha habido luego, dentro de ese punto de vista espacial de narrador-personaje, otra muda entre dos personajes (de Pedro a María), para retornar luego el relato al punto de vista espacial del narrador-omnisciente. Naturalmente, no se habrían producido aquellas mudas si ese breve diálogo hubiera estado descrito sin la omisión de las acotaciones («Te amo, María», dijo Pedro, «Yo te amo también, Pedro», repuso María), pues en ese caso el relato habría estado siempre narrado desde el punto de vista del narrador-omnisciente.
¿Le parecen menudencias sin importancia estas mudas ínfimas, tan rápidas que el lector ni siquiera las advierte? No lo son. En verdad, nada deja de tener importancia en el dominio formal, y son los pequeños detalles, acumulados, los que deciden la excelencia o la pobreza de una factura artística. Lo evidente, en todo caso, es que esa ilimitada libertad que tiene el autor para crear a su narrador y dotarlo de atributos (moverlo, ocultarlo, exhibirlo, acercarlo, alejarlo y mudarlo en narradores diferentes o múltiples dentro de un mismo punto de vista espacial o saltando entre distintos espacios) no es ni puede ser arbitraria, debe estar justificada en función del poder de persuasión de la historia que esa novela cuenta.
Los cambios de punto de vista pueden enriquecer una historia, adensarla, sutilizarla, volverla misteriosa, ambigua, dándole una proyección múltiple, poliédrica, o pueden también sofocarla y desintegrarla si en vez de hacer brotar en ella las vivencias —la ilusión de vida— esos alardes técnicos, tecnicismos en este caso, resultan en incongruencias o en gratuitas y artificiales complicaciones o confusiones que destruyen su credibilidad y hacen patente al lector su naturaleza de mero artificio.
Un abrazo y hasta pronto, espero.

viernes, 19 de mayo de 2017

Mario Vargas Llosa. Cartas a un joven novelista. CARTA IV. EL ESTILO.


IV

EL ESTILO
Querido amigo:
El estilo es ingrediente esencial, aunque no el único, de la forma novelesca. Las novelas están hechas de palabras, de modo que la manera como un novelista elige y organiza el lenguaje es un factor decisivo para que sus historias tengan o carezcan de poder de persuasión. Ahora bien, el lenguaje novelesco no puede ser disociado de aquello que la novela relata, el tema que se encarna en palabras, porque la única manera de saber si el novelista tiene éxito o fracasa en su empresa narrativa es averiguando si, gracias a su escritura, la ficción vive, se emancipa de su creador y de la realidad real y se impone al lector como una realidad soberana.
Es, pues, en función de lo que cuenta que una escritura es eficiente o ineficiente, creativa o letal. Quizás debamos comenzar, para ir ciñendo los rasgos del estilo, por eliminar la idea de corrección. No importa nada que un estilo sea correcto o incorrecto; importa que sea eficaz, adecuado a su cometido, que es insuflar una ilusión de vida —de verdad— a las historias que cuenta. Hay novelistas que escribieron correctísimamente, de acuerdo a los cánones gramaticales y estilísticos imperantes en su época, como Cervantes, Stendhal, Dickens, García Márquez, y otros, no menos grandes, que violentaron aquellos cánones, cometiendo toda clase de atropellos gramaticales y cuyo estilo está lleno de incorrecciones desde el punto de vista académico, lo que no les impidió ser buenos o incluso excelentes novelistas, como Balzac, Joyce, Pío Baroja, Céline, Cortázar y Lezama Lima. Azorín, que era un extraordinario prosista y pese a ello un aburridísimo novelista, escribió en su colección de textos sobre Madrid: «Escribe prosa el literato, prosa correcta, prosa castiza, y no vale nada esa prosa sin las alcamonías de la gracia, la intención feliz, la ironía, el desdén o el sarcasmo.»  Es una observación exacta: por sí misma, la corrección estilística no presupone nada sobre el acierto o desacierto con que se escribe una ficción.
¿De qué depende, pues, la eficacia de la escritura novelesca? De dos atributos: su coherencia interna y su carácter de necesidad. La historia que cuenta una novela puede ser incoherente, pero el lenguaje que la plasma debe ser coherente para que aquella incoherencia finja exitosamente ser genuina y vivir. Un ejemplo de esto es el monólogo de Molly Bloom, al final del Ulises (Ulysses) de Joyce, torrente caótico de recuerdos, sensaciones, reflexiones, emociones, cuya hechicera fuerza se debe a la prosa de apariencia deshilvanada y quebrada que lo enuncia y que conserva, por debajo de su exterior desmañado y anárquico, una rigurosa coherencia, una conformación estructural que obedece a un modelo o sistema original de normas y principios del que la escritura del monólogo nunca se aparta. ¿Es una exacta descripción de una conciencia en movimiento? No. Es una invención literaria tan poderosamente convincente que nos parece reproducir el deambular de la conciencia de Molly cuando, en verdad, lo está inventando.
Julio Cortázar se jactaba en sus últimos años de escribir «cada vez más mal». Quería decir que, para expresar lo que anhelaba en sus cuentos y novelas, se sentía obligado a buscar formas de expresión cada vez menos sometidas a la forma canónica, a desafiar el genio de lengua y tratar de imponerle ritmos, pautas, vocabularios, distorsiones, de modo que su prosa pudiera representar con más verosimilitud aquellos personajes o sucesos de su invención. En realidad, escribiendo así de mal, Cortázar escribía muy bien. Tenía una prosa clara y fluida, que fingía maravillosamente la oralidad, incorporando y asimilando con gran desenvoltura los dichos, amaneramientos y figuras de la palabra hablada, argentinismos desde luego, pero también galicismos, y asimismo inventando palabras y expresiones con tanto ingenio y buen oído que ellas no desentonaban en el contexto de sus frases, más bien las enriquecían con esas «alcamonías» (especias) que reclamaba Azorín para el buen novelista.
La verosimilitud de una historia (su poder de persuasión) no depende exclusivamente de la coherencia del estilo con que está referida —no menos importante es el rol que desempeña la técnica narrativa—, pero, sin ella, o no existe o se reduce al mínimo.
Un estilo puede ser desagradable y, sin embargo, gracias a su coherencia, eficaz. Es el caso de un Louis-Ferdinand Céline, por ejemplo. No sé si a usted, pero, a mí, sus frases cortitas y tartamudas, plagadas de puntos suspensivos, encrespadas de vociferaciones y expresiones en jerga, me crispan los nervios. Y, sin embargo, no tengo la menor duda de que El viaje al final de la noche (Voyage au bout de la nuit), y también, aunque no de manera tan inequívoca, Muerte a crédito (Mort à crédit), son novelas dotadas de un poder de persuasión arrollador, cuyo vómito de sordidez y extravagancia nos hipnotiza, desbaratando las prevenciones estéticas o éticas que podamos conscientemente oponerle.
Algo parecido me ocurre con Alejo Carpentier, uno de los grandes novelistas de la lengua española sin duda, cuya prosa, sin embargo, considerada fuera de sus novelas (ya sé que no se puede hacer esa separación, pero la hago para que quede más claro lo que trato de decir) está en las antípodas del tipo de estilo que yo admiro. No me gusta nada su rigidez, academicismo y amaneramiento libresco, el que me sugiere a cada paso estar edificado con una meticulosa rebusca en diccionarios, esa vetusta pasión por los arcaísmos y el artificio que alentaban los escritores barrocos del siglo XVII. Y, sin embargo, esta prosa, cuando cuenta la historia de Ti Noel y de Henri Christophe en El reino de este mundo, obra maestra absoluta que he leído y releído hasta tres veces, tiene un poder contagioso y sometedor que anula mis reservas y antipatías y me deslumbra, haciéndome creer a pie juntillas todo lo que cuenta. ¿Cómo consigue algo tan formidable el estilo encorbatado y almidonado de Alejo Carpentier? Gracias a su indesmayable coherencia y a la sensación de necesidad que nos transmite, esa convicción que hace sentir a sus lectores que sólo de ese modo, con esas palabras, frases y ritmos, podía ser contada aquella historia.
Si hablar de la coherencia de un estilo no resulta tan difícil, sí lo es, en cambio, explicar aquello del carácter necesario, indispensable para que un lenguaje novelesco resulte persuasivo. Tal vez la mejor manera de describirlo sea valiéndose de su contrario, el estilo que fracasa a la hora de contarnos una historia pues mantiene al lector a distancia de ella y con su conciencia lúcida, es decir, consciente de que está leyendo algo ajeno, no viviendo y compartiendo la historia con sus personajes. Este fracaso se advierte cuando el lector siente un abismo que el novelista no consigue cerrar a la hora de escribir su historia, entre aquello que cuenta y las palabras con que está contándolo. Esa bifurcación o desdoblamiento entre el lenguaje de una historia y la historia misma aniquila el poder de persuasión. El lector no cree lo que le cuentan, porque la torpeza e inconveniencia de ese estilo hace a aquél consciente de que entre las palabras y los hechos hay una insuperable cesura, un resquicio por el que se filtran todo el artificio y la
arbitrariedad sobre los que está erigida una ficción y que sólo las ficciones logradas consiguen borrar, tornándolos invisibles.
Esos estilos fracasan porque no los sentimos necesarios; por el contrario, leyéndolos nos damos cuenta de que esas historias contadas de otra manera, con otras palabras, serían mejores (lo que en literatura quiere decir, simplemente, más persuasivas). Jamás tenemos esa sensación de dicotomía entre lo contado y las palabras que lo cuentan en los relatos de Borges, las novelas de Faulkner o las historias de
Isak Dinesen. El estilo de estos autores, muy diferentes entre sí, nos persuade porque en ellos las palabras, los personajes y cosas constituyen una unidad irrompible, algo que no concebimos siquiera que pudiera disociarse. A esa perfecta integración entre «fondo» y «forma» aludo cuando hablo de ese atributo de necesidad que tiene una escritura creadora.
Ese carácter necesario del lenguaje de los grandes escritores se detecta, por contraste, por lo forzado y falso que resulta en los epígonos. Borges es uno de los más originales prosistas de la lengua española, acaso el más grande que ésta haya producido en el siglo XX. Por eso mismo ha ejercido una influencia grande, y, si usted me permite, a menudo nefasta. El estilo de Borges es inconfundible, dotado de extraordinaria funcionalidad, capaz de dar vida y crédito a su mundo de ideas y curiosidades de refinado intelectualismo y abstracción, donde los sistemas filosóficos, las disquisiciones teológicas, los mitos y símbolos literarios y el quehacer reflexivo y especulativo así como la historia universal contemplada desde una perspectiva eminentemente literaria conforman la materia prima de la invención. El estilo borgeano se adecua y funde con esa temática en aleación indivisible, y el lector siente, desde las primeras frases de sus cuentos y de muchos de sus ensayos que tienen la inventiva y soberanía de verdaderas ficciones, que ellos sólo podían haber sido contados así, con ese lenguaje inteligente e irónico, de matemática precisión —ninguna palabra falta, ninguna sobra—, de fría elegancia y aristocráticos desplantes, que privilegia el intelecto y el conocimiento sobre las emociones y los sentidos, juega con la erudición, hace del alarde una técnica, elude toda forma de sentimentalismo e ignora el cuerpo y la sensualidad (o los divisa, lejanísimos, como manifestaciones inferiores de la existencia humana) y se humaniza gracias a la sutil ironía, fresca brisa que aligera la complejidad de los razonamientos, laberintos intelectuales o barrocas construcciones que son casi siempre los temas de sus historias. El color y la gracia de ese estilo está sobre todo en su adjetivación, que sacude al lector con su audacia y excentricidad («Nadie lo vio desembarcar en la unánime noche»), con sus violentas e insospechadas metáforas, esos adjetivos o adverbios que, además de redondear una idea o destacar un trazo físico o psicológico de un personaje, a menudo se bastan para crear la atmósfera borgeana. Ahora bien, precisamente por su carácter necesario, el estilo de Borges es inimitable. Cuando sus admiradores y seguidores literarios se prestan de él sus maneras de adjetivar, sus irreverentes salidas, sus burlas y desplantes, éstos chirrían y desentonan, como esas pelucas mal fabricadas que no llegan a pasar por cabelleras y proclaman su falsedad bañando de ridículo a la infeliz cabeza que recubren. Siendo Jorge Luis Borges un formidable creador, no hay nada más irritante y molesto que los «borgecitos», imitadores en los que por esa falta de necesidad de la prosa que miman lo que en aquél era original, auténtico, bello, estimulante, resulta caricatural, feo e insincero. (La sinceridad o insinceridad no es, en literatura, un asunto ético sino estético.)
Cosa parecida le ocurre a otro gran prosista de nuestra lengua, Gabriel García Márquez. A diferencia del de Borges, su estilo no es sobrio sino abundante, y nada intelectualizado, más bien sensorial y sensual, de estirpe clásica por su casticismo y corrección, pero no envarado ni arcaizante, más bien abierto a la asimilación de dichos y expresiones populares y a neologismos y extranjerismos, de rica musicalidad y limpieza conceptual, exento de complicaciones o retruécanos intelectuales. Calor, sabor, música, todas las texturas de la percepción y los apetitos del cuerpo se expresan en él con naturalidad, sin remilgos, y con la misma libertad respira en él la fantasía, proyectándose sin trabas hacia lo extraordinario. Leyendo Cien años de soledad o El amor en los tiempos del cólera nos abruma la certidumbre de que sólo contadas con esas palabras, ese talante y ese ritmo, esas historias resultan creíbles, verosímiles, fascinantes, conmovedoras; que, separadas de ellas, en cambio, no hubieran podido hechizarnos como lo hacen, porque esas historias son las palabras que las cuentan.
La verdad es que esas palabras son las historias que cuentan, y, por ello, cuando otro escritor se presta ese estilo, la literatura que resulta de esa operación suena falaz, mera caricatura. Después de Borges, García Márquez es el escritor más imitado de la lengua, y aunque algunos de sus discípulos han llegado a tener éxito, es decir muchos lectores, su obra, por más aprovechado que sea el discípulo, no vive con vida propia, y su carácter ancilar, forzado, asoma de inmediato. La literatura es puro artificio, pero la gran literatura consigue disimularlo y la mediocre lo delata.
Aunque me parece que, con lo anterior, le he dicho todo lo que sé sobre el estilo, en vista de esas perentorias exigencias de consejos prácticos de su carta, le doy éste: ya que no se puede ser un novelista sin tener un estilo coherente y necesario y usted quiere serlo, busque y encuentre su estilo. Lea muchísimo, porque es imposible tener un lenguaje rico, desenvuelto, sin leer abundante y buena literatura, y trate, en la medida de sus fuerzas, ya que ello no es tan fácil, de no imitar los estilos de los novelistas que más admira y que le han enseñado a amar la literatura. Imítelos en todo lo demás: en su dedicación, en su disciplina, en sus manías, y haga suyas, si las siente lícitas, sus convicciones. Pero trate de evitar reproducir mecánicamente las figuras y maneras de su escritura, pues, si usted no consigue elaborar un estilo personal, el que conviene más que ningún otro a aquello que quiere usted contar, sus historias difícilmente llegarán a embeberse del poder de persuasión que las haga vivir.
Buscar y encontrar el estilo propio es posible. Lea usted la primera y la segunda novela de Faulkner. Verá que entre la mediocre Mosquitos (Mosquitoes) y la notable Banderas sobre el polvo (Flags in the dust), la primera versión de Sartoris, el escritor sureño encontró su estilo, ese laberíntico y majestuoso lenguaje entre religioso, mítico y épico capaz de animar la saga de Yoknapatawpha. Flaubert también buscó y encontró el suyo entre su primera versión de La tentación de San Antonio, de prosa torrencial, desmoronada, de lirismo romántico, y Madame Bovary, donde aquel desmelenamiento estilístico fue sometido a una severísima purga, y toda la exuberancia emocional y lírica que había en él fue reprimida sin contemplaciones, en pos de una «ilusión de realidad» que, en efecto, conseguiría de manera inigualable en los cinco años de trabajo sobrehumano que le tomó escribir su primera obra maestra. No sé si usted sabe que Flaubert tenía, respecto del estilo, una teoría: la del mot juste. La palabra justa era aquella —única— que podía expresar cabalmente la idea. La obligación del escritor era encontrarla. ¿Cómo sabía cuándo la había encontrado? Se lo decía el oído: la palabra era justa cuando sonaba bien. Aquel ajuste perfecto entre forma y fondo —entre palabra e idea— se traducía en armonía musical, por eso, Flaubert sometía todas sus frases a la prueba de «la gueulade» (de la chillería o vocerío). Salía a leer en voz alta lo que había escrito, en una pequeña alameda de tilos que todavía existe en lo que fue su casita de Croisset: la allée des gueulades (la alameda del vocerío). Allí leía a voz en cuello lo que había escrito y el oído le decía si había acertado o debía seguir buscando los vocablos y frases hasta alcanzar aquella perfección artística que persiguió con tenacidad fanática hasta que la alcanzó.
¿Recuerda usted el verso de Rubén Darío: «Una forma que no encuentra mi estilo»? Durante mucho tiempo me desconcertó este verso, porque ¿acaso el estilo y la forma no son la misma cosa? ¿Cómo se puede buscar una forma, teniéndola ya? Ahora entiendo mejor que sí es posible, porque, como le dije en una carta anterior, la escritura es sólo un aspecto de la forma literaria. Otro, no menos importante, es la técnica, pues las palabras no se bastan para contar buenas historias. Pero esta carta se ha prolongado demasiado y sería prudente dejar este asunto para más adelante.
Un abrazo.

jueves, 18 de mayo de 2017

JULIO HERRERA Y REISSIG. PROSA. MOVIMIENTO LITERARIO: MODERNISMO


EL TRAJE LILA
(Cuento romántico)
Decíale muy a menudo:
—¿Me amas, es cierto, di?
—Te adoro, Laura querida —contestábale suspirando, y recogía amorosamente aquella dulce cabeza de hada, posándole besos mudos, insistentes, llenos de mimo. En las tardes taciturnas, bajo la triste sugestión de un cielo amarillo, sentábanse sobre la hierba, junto al pequeño lago del parque, y la inmóvil pesadumbre de los pinos, recostados en el horizonte, allá a lo lejos, llenábalos de inercia, de una vaga pereza fúnebre. Interrumpiendo un largo mutismo se inclinaba ella, gorjeándole: —,¿Me amas, es cierto, di? —Te adoro, Laura querida.
Y ya de vuelta al castillo, en el ambiente embalsamado de los jardines moribundos, el idilio se deshojaba en besos mudos insistentes, llenos de mimo!
Oh, nadie se le parecía, nadie era tan hermosa, con excepción de una hermana —pensaba Carlos— entre las cuales antes de adorar a Laura, vaciló un momento, hasta que una glorieta muda y un traje lila con encajes negros le decidieron por la pobre tísica, que mucho antes del primer beso ya le gorjeara: —“¿Me amas, es cierto, di?...”
¡Oh, sí, la amaba! ¡Cómo hubiera podido pasarse sin esos ojos ebrios de noche, ojos de cisterna en que sus asiáticas melancolías bebieron de lo Infinito, basta inmergirse en el Gran Todo, que es todo Amor!... Y esos labios de escarlata místico, dueños del beso sin fondo, con erudiciones pitagóricas inmateriales. Ah! ¡Cómo no amarla, cómo no adorarla, si sabía callar tan bien!... Y luego, ¡aquella glorieta, y el traje lila con encajes negros! Era además una santa. Y nadie, fuera de Violeta, se le parecía. Rezaba muy a menudo, sin dejar por eso de toser. . . Violeta, su hermana única, jamás los acompañé en los paseos crepusculares hasta el cercano lago del parque, por no pasar junto a la glorieta y ver a Laura con su traje lila, diciendo a Carlos: —¿Me amas, es cierto, di?... Violeta siempre lloraba acariciando a Olímpica, su gata de miradas parecidas a las de Carlos. Era Violeta por demás huraña, muda y sombría con sus tristes ojos de violeta.
A pesar de quererla mucho, no podía ver feliz a Laura, la cual le robara a Carlos, con un simple traje lila de encajes negros, bajo la marquesina de una glorieta. Sus celos eran lilas. Cierta vez díjole al cura: ‘Padre Bernardo, tengo un gran pecado mortal... Y echóse a llorar diciendo:
Adoro a un esposo ajeno, al esposo de una hermana mía... pero no me dé, Padre, la penitencia de ir a la glorieta…
—¿Me amas, es cierto, di? —¡Te adoro mucho, mi amor y Laura, lentamente, con una vaga pereza fúnebre, pasábase el pañuelo por sus labios de escarlata místico, dueños del beso sin fondo, y a cada golpe de tos, su pañuelo constelado de estrellas rojas era tomado por Carlos, quien uniera sus lágrimas indiscretas a la preciosa sangre de la víctima. Luego, besábalo en silencio, murmurando: ¡Laura!
Los paseos no eran tan frecuentes. Dejaron de ir al lago. Llegó el Otoño. Zumbaba el viento. Y Olímpica, cuyas miradas se parecían cada vez más a las del pobre Carlos, ganó la estufa. Todo agonizaba. La Muerte sacudía su gran ala lívida en los ventanales del castillo. Una enorme luna espectral muequeó en el horizonte su augurio fúnebre, y el esqueleto de la glorieta llamaba a Laura.
Laura se moría. Las horas eran eternas. Su cabeza de oro sonámbulo pesaba como una montaña sobre el hombro de aquel mártir mudo. ¡Infeliz! Ya nadie le preguntaría, excepto la glorieta: —¿me amas, es cierto, di?... Y el traje lila, arrumbado en un rincón del ropero, se ajaría de vejez precoz, al verse sin su dueña triste, la que sabía callar tan bien... ¡y era además una santa!
—¿Me amas, es cierto, di? —exclamó por última vez Laura, estrechando a Carlos contra su seno.
—Te adoro infinitamente, te adoro, Laura querida!
Y ambos murieron, uno más que el otro, en un beso mudo, tenebroso, eterno.

II
Violeta cumplía su penitencia en la glorieta, llorando amargamente, y acompañada de Olímpica, cuando llegó Carlos tambaleándose, con la expresión de un idiota. No pudo hablar. Al ver a su cuñada con el traje lila de encajes negros, se derrumbó sordamente, agitándose breves instantes y traspasando el silencio con gruñidos de epilepsia. ¡Había visto a Laura!
Durante mucho tiempo anduvo Carlos como un loco, con obsesiones de suicidio, paseándose por los jardines meditabundo y sin atreverse a llegar al lago por miedo de que Laura se le apareciese como en la glorieta.
No tenía más sed que devorar sus lágrimas entre el pañuelo en que la pobre muerta dejara en besos su sangre, aquella sangre preciosa.
—¡Laura! Laura! —repetía— ¿Que si te amo, dices? ¡Oh, sí, te adoro, te adoro mucho! Y lloraba con más fuerza, siempre lloraba. Observó una vez que Violeta besaba al gato en los ojos, diciendo: “Carlos ¡cuánto te amo! ¡Cuánto he sufrido!” Indignóse en un principio, viendo que no era por Laura por quien Violeta lloraba... Mas, otra vez, mirando a Violeta notó que la tristeza de ésta mitigaba la suya propia. Violeta era casi Laura. Le faltaba el nombre y apenas el traje lila con encajes negros, bajo la marquesina de la glorieta. Llegó Octubre. La infeliz adoraba a Carlos, y seguía por tanto haciendo penitencia... Sentía los mismos celos, celos siempre lilas. Una tarde de primavera, ciñóse, aunque llorando mucho, el traje lila con encajes negros y apareciéndose a Carlos, éste le dijo: —Violeta, quieres reemplazarla? Nuestros temores son hermanos... ¡Estando juntos no tendremos miedo! —Ella guardaba silencio, ebria de un goce tenebroso y frío. Carlos cogióle una mano, la estrechó luego, púsole el anillo y un beso largo, diciendo: ¡Sea!
Al poco tiempo se efectuó la boda. Al abrazarlos el Padre Bernardo díjoles: ¡Laura os bendice!
Violeta era casi Laura, con su traje lila de encajes negros, en la glorieta primaveral. No obstante adorar a Carlos seguía siempre llorando. Tenía celos de Laura, celos lilas, celos de luto. Un día le dijo: —Carlos, ¿es cierto que la amabas mucho? —Mucho! —contestóle Carlos. Desde ese día Violeta vagaba huraña, muda siempre, con sus tristes ojos de violeta, acompañada de Olímpica. Guardó para siempre el traje lila; destruyó la pobre glorieta. Carlos iba comprendiendo y desde entonces nunca habló de Laura.,.
Prodigaba a cada instante besos a Violeta, viéndola sufrir (bajo sus pestañas siempre abatidas) y sin que sus halagos remediasen nada. A los celos lilas, agregóse un nuevo martirio: un concentrado remordidimiento por el mal hecho a Laura en vida, y lo que es grave, después de muerta. Su delgadez era mucha. De tanto pensar en el traje lila sus ojeras se pusieron lilas. Y Olímpica las contemplaba con los tristes ojos de Carlos.
Una tarde lloró más que nunca, una tarde mustia de Otoño, aniversario inquietante de la muerte de su dulce hermana. El cielo estaba mortalmente lila, en el fondo, allá a lo lejos, mirando para la glorieta. Halló en el jardín a Carlos, sentado sobre la hierba en el sitio en que la glorieta fuera feliz en un tiempo. Reposó su frente junto a la del joven, quien invadido por una extraña melancolía, soñaba en Laura, mirando al ciclo como distraído, con su pobre cara de idiota. Luego de un largo silencio, díjole Violeta: _—Me amas, es cierto, di? — Te adoro, Laura querida, eternamente te adoraré!
Sin que Carlos se diese cuenta, con su pobre cara de idiota, soñando en Laura, mirando al cielo, ella alejóse llorando, llorando fatigosamente, meciéndose la cabellera; con sollozos interminables. Bien lo veía, Carlos amaba a Laura. Corrió a encerrarse en su pieza. Y arrodillándose, bajo las lágrimas, besó un retrato de Laura, la cual sonrióle sin rencor alguno. Púsose en pie. Ya serena, iluminada por extraño goce: —¡Me ha perdonado! —se dijo.
Luego, vestida con el traje lila de encajes negros, volvió a donde estaba Carlos, el cual lloraba sobre el pañuelo en que la pobre muerta dejara en besos su sangre, aquella sangre preciosa. Idéntica a su hermana, tenía la misma cabeza, la misma taciturnidad, las mismas manos siempre cruzadas, manos deploradoras, hechas para el perdón y para la súplica, los mismos labios de escarlata místico, dueños del beso sin fondo... Y era además una santa.
Aproximóse suavemente, y dejando desmayar un beso, díjole: ¡—Carlos! voy a pedirte tina cosa. —¿Qué es lo que quieres, Violeta? —interrumpióle Carlos, con la voz ahuecada por el mucho llanto:
—Quiero... quiero... ¡que desde hoy me llames Laura!

miércoles, 17 de mayo de 2017

JULIO HERRERA Y REISSIG. MOVIMIENTO LITERARIO: MODERNISMO.


RELATOS
Julio Herrera y Reissing

LAS AGUAS DE AQUERONTE
Flérida. La Muerte. He aquí las dos únicas estaciones de su expreso interesantísimo. Apearse en cualquier andén, lo mismo daba. Tal era Rodolfo cuando tuve el gusto de estrechar su mano. Tenía bajo su cabello aurirrizado un sueño dulcemente fijo, sujeto con tachuelas de oro a la hipótesis de ser un Werther. Era un sueño flavescente, vago, que flotaba en sus presentimientos como un crepúsculo panteísta, lleno de besos de hermana. Morir en su concepto significaba volver al seno de una patria definitiva, sumergir infinitamente su larga desesperación en los opios familiares con que se halla tejido el regazo del Padre Budha.
—“Soy un grano de arena que sueña con un océano” —suspiraba semieantando, y en esta frase de esoterismo retórico lucía las inflexiones brumosas de su acento algo rauque, semejante al de Enrique Heine.
En los días de mejor ánimo, cuando su amante menos traviesa, lloraba mucho en su pañuelo lila, sólo porque él sonriera, paseábase por las playas, exaltándose ante los panoramas y exclamando como el héroe de Carlota: —“¡Quisiera beber la Vida en la copa de embriagueces del Ser causa de Todo dentro de Todo!”
Ahora ya no.
En vez del clarín épico de Neith, la diosa triangular de la Naturaleza, el principio femenino de la vida del mundo, oía palidecer en lontananzas mortuorias, los gumuces y las caracolas de los espectros de Poshawur. ¡Nómada del Aqueronte!
El abstruso telón de ébano de la bienaventuranza tenebrosa le ocultaba la inmensa máquina de diamante cuyos alientos de fuego lo atravesaran un día, bajo el bachazo del vértigo.
La vida. . . ¡psh! ya no tenía nada que hacer y por lo tanto para no hacer nada mejor era el descanso. —“Mejor es estar muerto que acostado” —decíase con pereza! —“Trágame Noche Eterna!”
Una tropa de murciélagos visitaba su estanque lúgubre. El Hada Negra brindábale su nepente consolador, y de noche durante horas de plomo, recogía bajo la bóveda de su frente aquellas sienes apáticas sobre las que parecía meditar un sauce.
Un mes hacía que no viera a Flérida. ¿Qué esperaba? ¿Qué esperaría?...
Llególe el turno.
—La tour du signador jette l‘heure en songeant.
¡Sí, sí! ¡Morir, morir! En el reloj violeta de la buena Muerte la hora era llegada, morosamente, como un no sonámbulo que nace de eternidades y corre hacia los olvidos... Y hasta entonces, ¿qué hubo hecho?
—¡Miserable! —se dijo. Debería de hallarme en las antípodas, en las antípodas negras, bajo el gran ciprés paterno, tumbado, desvanecido.
Si ya no soñaba para siempre en las rodillas de hielo del Santo Puma, era porque el Mal Espiritu teníalo crucificado a los brazos de una mujer. . . ¡Ah!, sí; la Vida, el Mal Espíritu, “la madrastra infame de la Naturaleza”, el monstruo rojo que devora insaciablemente su organismo vivo, tan estúpido como sublime, la Vida, ese criminal inmenso que es la mitad de la Nada y cuyo crimen es el Amor, habíalo seducido con deleites quiméricos, con brindis aparatosos, habíale insinuado que era un hada hindú la bagatela femenina que se adueñara de su voluntad, para luego triturarlo con hiperbórea alevosía.
Se sonrió sin nombrar a Flérida. Una palabra era demasiado para cette petite. Ni una muestra de su despacho... Su tipo era sin humo y sin detonación, elegante, discreto, terrible, como su alma como sus doctrinas.
—“Pero, basta —se dijo— hasta aquí he llegado. He sido una pobre bestia devorada por el desierto, bajo un espejismo de locura y mientras soñaba con el pozo azul en el que se miran las estrellas. ¡Un pozo es cierto! Pero eso pozo en que naufragan nuestras inquietudes; ese pozo cuyo fondo se unen el fin y el principio; ese harén helado cuyas sirenas siempre inmóviles y silenciosas duermen un sueño de reencarnaciones, sólo se encuentra en el pecho del Gran Todo, de Todo Mundo, un pecho sin corazón, el único sincero que no engaña nunca”.
— ¡Abri-u-num, Abri-q-num Abri-unum!
—Desde esta pelota de cieno me he a incrustar en los pezones de Nirvana, ¡lotos de sueño infinito! Bajo el beso eterno que me aguarda para animarme, abrirán sus párpados de carbón las Noches Consteladas…
Y pensó sin desplegar los labios: — ¿Y ella? ¡bah!, qué pobre cosa. Un veranillo de carne gracias a los veinte años. Se la regaló a Mauricio. Ella prefiere a este hipocritón con que tantos con que tanto celos me ha dado... Yo lo detesto a ese doctorcillo con un esmalte de escéptico… ¡Un tonto metropolitano; solemne, reservado; un punto y coma cuando pontifica… ¡todo un mito de imbecilidad!
Pagó el chartreuse y salió.
Caminaba lentamente. Ni un pliegue en su fisonomía. En su jacquet ni una arruga. Sus ojos de narcótico vagaban con dulzuras nazarenas en un éter metafísico. Sus miradas, casi minerales, de profeta que despertara en su cripta después de largos siglos, extraviábanse en lejanas simpatías ultraterrestres, determinando en su rostro de heladas irradiaciones la evocación de un paisaje absurdo.
El reloj daba las nueve. Faltaban pocos instantes. ¡Oh, sí que moriría! Entró a su pieza. Su mano estrechaba un frasco. Seguíalo un mandadero. Luego en fino papel jacinto trazó unas líneas.
—Doña Teresa —llamó serenamente—. Esta carta se la entrega usted mañana a la señorita de la calle Arabia. Tome usted esto. —Y le entregó unas monedas—. No me interrogue usted nada. Ya sabe que yo soy muy raro. Si alguien pregunta por mí, diga usted que yo he salido.
—Niño —repuso el ama—. Y esta carta ¿tiene contestación? Enigmáticamente 1 respondió Rodolfo, cual si se hablara a sí mismo: —Yo lo sabré muy pronto. Y alejóse a su habitación de rico empapelado Persia, cuya puerta llenó el ambiente de un estampido lejano.
—¿Está Rodolfo? —preguntó Roberto. El ama no respondió. Un pañuelo le cubría los ojos. Era evidente que lloraba.
—¿Está Rodolfo? —preguntó Mauricio. El resultado fue idéntico. Lo comprendieron inmediatamente. Algún enojo con Flérida. Nuevas excentricidades. ¿No pudiera este neurótico realizar una vez por todas su proyectado viaje a Siberia, como él llamaba a la muerte?
— ¡Oh, ma noire Siberie!...
Subieron y una vez arriba se hallaron frente al dormitorio cuya puerta estaba cerrada. A un golpe rudo se abrió, insinuándose solemnemente un religioso perfume a mirra y a cinamomo de Egipto.
Encontraron al poeta sembrando el lecho de flores. En la almohada crisantemos, narcisos en los costados, hortensias y amarantos en el edredón, y un Chariot d’or de dalias y de estrelitzias en el centro de su mullido trono de muerte.
Dos pebeteros ardían, trazando flancos de odaliscas de humo.
Sobre la cabecera, un lienzo en fondo naranjo místico, con lineamientos tenebrosos, representaba la tarde fúnebre en que Budha, rodeado de las multitudes, hizo su primer viaje al paraíso del Sueño. Un cuervo de inmensas alas cubría una luna lívida.
En una copa de sutil Bohemia que hallábase en el velador, notaron los amigos el tósigo ya preparado.
—Je casas, caro Rodolfo? —preguntó Mauricio, sonriendo al lecho deliciosamente.
—Sí, me caso dentro de diez minutos. ¿Qué te parece mi galantería? Soy de los tiempos de Memphis. ¿No tengo mal gusto, es cierto?
Y sin dejar hablar a los visitantes, continuó con su afectada exquisitez de mago de la pose, sin cambiar el tono mundano:

—Et j’ai dit mi poison perfide
De secourir ma lácheté—

Mas luego, braceando en el ocultismo, dijo, apenumbrándose: —¡Oh, vanidad! ¡Oh, miseria! ¡Oh, imbéciles! ¿Qué esperáis?. . . ¡Hijos de Júpiter, hijos de Cristo, Humanidad del Amor: torrente de carne estúpida! Vivir para sufrir, tal es vuestra ley. Amar para que os despedacen. ¡Soñar para que os despierten como a las bestias! Siempre miráis para arriba, siempre para los costados, nunca para abajo, teniendo vuestra salvación a dos metros de los pies. Vuestros puntos cardinales os desorientan. El mío es lógico, definitivo, rápido, conduce a Todo y Todo es Nada!... ¿Y vuestro amor, vuestras mujeres, vuestros veranillos de San Juan nupciales?... Me hacéis reír. ¡Os tengo lástima! Mi primavera no será de carne, fugaz sonrisa, la fiesta de las lámparas en el día efímero, bajo la noche alevosa que enerva al toro negro de la sacra Sais. Mí primavera será de mármol, no tendrá fin, y en este nido de delicias, en este lecho en que vosotros descansáis apenas, mi reina helada gustará un minuto de los bramas mudos, de los filtros refinados de la catalepsia cósmica. Ella sumergirá entre mis brazos en la lujuria transparente de la metempsicosis cuya sensación es un infinito, cuyo espasmo es un hundimiento, cuyo suspiro es una eternidad... ¡Oh, los cándidos que se ligan a una mujer para gozar unas horas! Y con aire de Rolla dijo triunfante:
—¡Mi primer noche no tendrá mañana!
Roberto, considerando que ya era tiempo, le interrumpió con viveza, tomándole por un brazo: —¿Y esa copa?
—Es la del último brindis.
—¿Cuál es su contenido?
—Un licor que embriaga para siempre, muy blanco, muy conceptuoso. En el fondo de sus seducciones hay panoramas del Polo Inerte, donde se halla el Edén de Budha. Es arsénico, ¿quieres más claro?
—¡Infame, necio! —exclamó Mauricio, el doctor a quien Rodolfo odiaba con toda su gelosía, y con todas las demostraciones de su máscara sonriente. — ¡Morir, como una romántica de extramuros, como una lectora de Jorge Onhet! ¡Vaya un cursilerismo de color de rosa!
—Te felicito —agregó Roberto, crispando una sonrisa irónica. —Es de un “mal gusto genial”. Eres un petronista que adora las quintaesencias, un sensitivo de Alejandría…
—¿Y entonces, qué?... ¿voy a sembrar la alfombra de sesos, a descomponer mi rostro? Odio las balas, atributos criminales de la estupidez famélica. Odio el fuego, símbolo de la Vida. Hacer uso de un revólver! ¡Vaya un suicidio industrial! Resueltamente ustedes no me conocen, bellos Epicuros!... ¡Y esas flores, y ese arte, y este frac azul qué bien iban a lucirse llenos de sangre y encéfalo!
Bruscamente dijo: —ya es hora —echando mano al reloj—. ¡Un abrazo y hasta pronto!
En un a fondo vertiginoso Roberto cogió la copa y derramó el veneno, declamando con energía: —Tu ridículo nos contamina. Como amigos, no somos dueños de permitirnos una vulgaridad ni aun en la muerte. ¡Ea!...
Rodolfo lo miraba fijo, debilitado su albedrío por una imposición tan rápida.
—No es que no debas morir, si así lo quieres —continuó Roberto—. ¡Morir!, no hay nada más natural. Es arrojar un cigarro de hoja cuando no tira, en vez de echar un poco de humo y deshacerlo en cenizas.
A la menor contrariedad siempre he pensado en matarme, pero me ha dado pereza. . . no te aconsejo que vivas.
—Ni yo tampoco —dijo el doctor—, a pesar de que soy médico. Y agregó luego, remedando a Hugo: — Si sois suicida sed un Petronio! Lo que reprobamos es el medio de que has querido valerte.
—¡Dame algún otro, tú, Paris, aquél, Dionisio y ambos Demetrios!
—Yo sé —dijo Mauricio, desperezándose elegantemente— de un tósigo discreto que se desmaya en las venas con languideces traidoras. En transportes voluptuosos la vida lentamente se desliza como una onda hacia el borde de la eternidad. Delicias taciturnas, quimeras semidormidas, sonríen en la soledad profunda de las abstracciones al extranjero sutil que visita sus irrealidades. Embalsamadas perezas, ondulaciones elásticas, vagabundos contactos con una diosa curva y esquiva, de apetitos apremiantes y serenos; todo esto experimenta el fúnebre saboreador del Néctar de la Muerte. ¡Debes saber que la serpiente bendita de las planicies del Ganges, aquella que velaba los largos sueños de Budha, brinda para los selectos que ansían desprenderse de las torturas del barro humano este licor nonchalant!
—Me es indiferente —respondió Rodolfo, con un gesto elegantísimo, y abriendo las aletas de su hermosa nariz bravía— envenéname como quieras —y sonrió a Mauricio, subrayando estas palabras de un significado equívoco. Morir por morir, las dulzuras que tú me pintas las sentiría de cualquier manera, aunque fuese con el bicloruro. Nirvana me ha seducido. Desde los paraísos espectrales llega hasta mí con silenciosa armonía la ebriedad triste de sus inmensos ojos inmóviles!...
Mauricio salió de prisa, prometiendo que inmediatamente volvería con el tósigo. Por el camino iba pensando: ‘Si no se mata hoy no se matará mañana. . . Los suicidas son así. Es una ley psicológica. La muerte, como la mujer, tiene su gran cuarto de hora, pasado el cual muéstrase esquiva, inexpugnable, con el indocto que la galantea. Y ahora me pregunto: ¿quién me ha metido a resucitador? ¿A qué salvarlo? ¿No es mejor que se muera cuanto antes si así le place?” Y respondíase que su egoísmo, por darse el gusto de un experimento, y saborear malignamente los jaros efectos que el narcótico produciría en el budhista; sabiendo por lo demás que ninguno de los tres habría de morir, a buen seguro, de una indigestión de virtud.
Rodolfo y Roberto quedaron solos. No hablaban casi. Se estudiaban, se descifraban, sintiendo el uno respecto al otro “la incomodidad de una puerta abierta”.
—¡Adelante! —dijo Rodolfo. Era Mauricio que entró ceremonioso, y un tanto displicente encaróse con el suicida:
—Ya que desdeñas consejos; ya que será inútil todo para desviarte de tus propósitos en verdad algo enigmáticos, aquí me tienes con lo prometido. Soy de palabra, y entre hombres no hay vacilaciones. Ahorremos las despedidas. No encuentro impertinencia que pueda compararse a las ternuras domésticas. Nada de teatro. ¿Estás decidido?...
—¡La, la! —repuso Rodolfo. Y éste fue el momento en que torciera sobre su rival una mirada abominable de fulgurante desprecio, mezclado a un odio celoso que nunca pudo reprimir. Y sin querer, pensó en Flérida, sintiendo que la idolatraba. Su nariz se dilató como si saborease una agonía inmensa y a la vez exótica. Verdad que en aquel instante su amor crecía, se ahondaba tomando tonalidades de una trágica intensidad. Toda una crisis de introspección relampagueó un minuto en sus ojos, desfilando por su conciencia la cabalgata incendiaria. . Era necesario acabar cuanto antes. Hacía tres noches que no dormía, clavadas hasta las entrañas las uñas martirizadoras de la Esfinge que le dijera: “Adivina o te despedazo!”
— ¡Sí!, decididamente — se decía Rodolfo— la miserable me engaña. Lo adora, sin remedio.
Poco a poco su pensamiento fue volviéndose a su querida, a su querida de la eternidad. Una negra heladez llenó su espíritu que invadido de un sopor asiático se abandonó con molicie. Anonadóse. El Astra de los tres Mundos abrió su dosel de estrellas. Los tambores sepulcrales de la gran Epopeya fría, doblaban a la funerala, Oyó los pasos de crespón de Indra. . . Nirvana le habló al oído.
Desvestíase con lentitud. Se arregló los dorados bucles caídos con distracción sobre su frente de victoriosos bulevares, y con la coquetería charmante de un Rey-Actor en un holocausto, deslizóse, desperezóse en su tálamo primaveral, encendiendo luego un cigarrillo turco que le alcanzara Roberto.
Mauricio, en tanto, se revolvía de un lado a otro con un objeto brillante, terminado en la más irónica extremidad de platino. Hubo un silencio pitagórico...
Rodolfo estaba encantador. Su arte de disimular sonreía como de costumbre. Tenía la serenidad de un púgil enamorado a quien la gloria brinda su beso. Nadie hubiera creído, excepto sus compañeros, que bajo aquella petrificación indiana, de aquel prodigio pálido de anestesismo galante, latiera la anarquía ebria de mil comunas nerviosas, en explosión aciaga y muda. Porque en verdad el pensamiento del sensitivo era a intervalos de Flérida. Y Nirvana, la diosa hipnótica del Harén Negro sufría en el interior prismático de su devota la infidelidad de una transmutación. Producíanse en el alma de Rodolfo crepúsculos sacrílegos de estados antitéticos, según pasase de Nirvana a Flérida, compenetrándose ambas en esencia íntima. Por una parte, en un oriente emocional de vida: representaciones ultrasensibles de colores violentos con rafagueos de virilidad pujante. La vida lo llamaba. Los colores que usara Flérida en sus vestidos se le aparecían, con insinuación erótica. Y por lo contrario, en un ocaso mortecino de cerebración abstracta: panoramas subterráneos de ciudades desaparecidas, con matices decrépitos, y donde se oían, de rato en rato, las quejas cavernosas del perro de Budha, que aullábale a la Muerte. Era un extraño conjunto de absurdas decoraciones que se perdían haciendo zig-zags en el laberinto de cien portales de la conciencia biológica!
—Ya es hora —dijo Mauricio. Roberto acercó la lámpara. —Por fin, Nirvana, por fin! —cantó soñadoramente Rodolfo entregando a su enemigo silenciado, como un asta de bandera en derrota, el brazo curvo y musculoso.
Fue apenas un dolor pueril! La aguja del aparato se deslizó felina- mente bajo la piel opalina. Reinó un silencio expectante. Distanciado del budhista, Mauricio se respaldó en el amplio diván de seda, frente al espejo, de donde podía observar, sin que se le notara, los efectos del elixir maravilloso, en tanto que floberto amortiguó la bujía, colocándola discretamente tras un bibelot jaspeado.
—¡La agonía, la agonía! —clamó de pronto Rodolfo. Ya estoy en el vestíbulo de la diosa! ¡Oh, fascinante vértigo! ¡Prodigio oscuro! —sintiendo todo él, hasta el fondo de los sentidos, las succiones supremas de la delicia desconocida!
Al principio fue un mareo, como un zumbido absurdo. Siguió un contacto de molicie utópica, con efusiones morosas de bálsamos aeriformes: fantásticas morbideces de intactas feminidades, erudiciones incondensadas de pitonisas durmientes, caricias supervagas de labios intangibles, indolencias que se distienden en el moaré de un delirio.
—¡Nirvana, Nirvana! Recógeme en tu seno! Ábreme la pagoda de tu lecho ocioso! ¡Qué suave es tu paraíso!
Un esfumino errabundo fucle borrando con aquietantes enervamientos los matices demasiado vivos de la existencia. Sus recuerdos, sus preocupaciones, perdíanse espiritualmente en lontananzas quiméricas, como plumas de aves que fueron, como los humos desvanecidos de un incendio cadáver. El mundo de los entes lleno de entrañas sorpresas, cabriolaba como en un caos en torno de sus vagueaciones:
—¡Un beso, mil besos... ¡largos!... ¡así!... ¡Tu imperio me subyuga!... ¡La dicha me desvanece!
Los brazos de Rodolfo rindiéronse como agotados en la postración emoliente de una caricia esotérica. Su cabeza inclinada sin esfuerzo parecía hallarse descansando sobre el hombro yacente de alguna momia fantástica. Sus ojos languidecían, se ilusionaban, se transmigraban, se quintaesenciaban. En la penumbra oriental que paso a paso los tornaba inmóviles, soñaban paisajes muertos de necrópolis etéreas, pensativas serenidades de simbólicas Jerusalenes. Los párpados ligeramente azulinos, casi entornados, en la extenuación de un deleite oscuro, parecían querer cerrarse, como las losas de un mausoleo visitado por la muerte. En sus ojeras se desmayaba el crepúsculo de la vida.
—Acércate, Mauricio! —Mauricio se acercó. Y moviéndose pesadamente, en un semidespertar, Rodolfo le besó la mano, con efusiones de agradecimiento fúnebre, agregando: —Te quiero mucho!. . . ¡Tú me has ayudado a realizar mi dicha!... ¡Ya fue mía... pronto lo será del todo... Flérida! Nirvana!... Inyéctame Mauricio de ese néctar santo, por la vez última... se me hace tarde... morir, triunfar!...
Rodolfo ya no odiaba a su rival. Amábale insensatamente. Sus rencores, sus remembranzas desaparecían en los devaneos espectrales de transmutaciones cada vez más vagas. Mauricio se tornaba en numen. Nirvana se cambiaba en Flérida. Erase un proceso doble. Idealizábase lo real. Materializábase la irrealidad.
Terminada la inyección segunda, incrustóse entre sus labios una sonrisa de piedra. El efecto fue maravilloso. Comenzó por una ascensión transparente de átomos sensoriales, por un desprendimiento anímico de sensaciones gaseosas que volaban en un éter inefable de transportes hacia el cenit del cerebro: era un bólido de cien mil alas, una multitud evanescente de caprichos ultramundanos, un espolvoreo erótico de nebulosas de placer que le subían desde la médula en rafagueos muy tenues. Después, un arrebato sordo hacia una inercia de Dicha, un distendimiento de perezas refinadas sobre terciopelos indefinibles, un alivio de extenuaciones beatíficas que en vagarosas blanduras se sumergían aturdidamente, como en triclinios de Gloria... Se hallaba ebrio de todas las ebriedades. A cada deseo una nueva satisfacción. A cada satisfacción un nuevo deseo. A cada fatiga un mecimiento embalsamado.
Luego exclamó, con ligeras pausas:
—¡Oh, Nirvana, tú eres Flérida!... ¡Flérida!... ¿Cómo has venido? ¿Quién nos unió?... Te pareces a Nirvana... Fléri... Nirv...
Por último un oxigeno hipotético llenó su alma incoherente. Cayó la noche en su conciencia, la enorme noche metafísica. El idiotismo infinito de un mareo en lo incognoscible hízole señor de todo. Todo era él y él era Todo,... ¡Era el Gran Sultán del éxtasis, con mil erecciones frías! El jardín de lo prohibido, los mil repliegues microscópicos del placer que se agazapa, dejándonos el deseo, las fronteras subjetivas del espejismo ideal a que jamás se llega, todo lo palpó, de todo se hizo dueño.
El Misterio le prestó su enorme linterna mágica por un minuto.
Ya todo iba a terminar.
Su cabeza se deslizó lentamente hasta tocar la almohada.
Luego, con voz sepulcral, remota, como desde un mundo póstumo:
—¡Flérida!
Un gran suspiro como de agonía se perdió en la alcoba. Rodolfo quedó inmóvil. Los ópalos del éxtasis beatificaban su rostro. Su materia, como enrarecida, se hubiese dicho cristalizada en una aguda abstracción de siglos.
—Es un fakir —dijo Roberto, mientras el doctor tomándole el pulso bostezó con indiferencia:
—Que se divierta una noche... Sin el amor o la morfina la vida es una estupidez. ¡Y aun así!
—Para hacer tiempo cualquier cosa es buena! —bostezó a su vez Roberto.
Y ambos salieron... sin rumbo fijo.

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DE SOBREMESA Rayuela: los yerros del salto En colaboración: Dr. Enrico Pugliatti y J. Méndez-Limbrick

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