lunes, 3 de abril de 2017

Samuel Dashiell Hammett. Antología.


Samuel Dashiell Hammett    2
La décima pista.- The tenth clew, 1924    2
Un relato de El Agente de la Continental    2
La muerte de Main.- The Main death, 1927    2
Un relato de El Agente de la Continental    2
La casa de la calle Turk.-  The house on Turk Street, 1924    2
Un relato de El Agente de la Continental    2
La herradura dorada.- The Golden Horseshoe, 1924    2
Un relato de El Agente de la Continental    2
El gran golpe.- The big Knockover, 1927    2
Un relato de El gran golpe    2
El Rapto.- The Gatewood caper, 1923    2
Un relato de El gran golpe    2
Un hombre llamado Spade.- A man named Spade, 1932    2
Un relato de Un hombre llamado Spade y otras historias    2
Sólo se ahorca una vez .- They can only hang you once, 1932    2
Un relato de Un hombre llamado Spade y otras historias    2
Demasiados han vivido.- Too many have lived, 1932    2
Un relato de Un hombre llamado Spade y otras historias    2
El Ayudante del asesino.- The assistant murderer    2
Un relato de Ciudad de pesadilla    2
El guardián de su hermano.-  His brothers's keeper    2
Un relato de Ciudad de pesadilla    2
Sombra en la noche.- Night Shots, 1924    2
Un relato de Hammett Homicidios    2
El camino de regreso.- The Road Home, 1922    2
Primera publicación en Black Mask    2


Samuel Dashiell Hammett

Escritor estadounidense de relatos policíacos. También escribió bajo los seudónimos de Peter Collinson, Daghull Hammett, Samuel Dashiell y Mary Jane Hammett.
Nació el 27 de mayo de 1894 en el condado de St. Mary's (Maryland, Estados Unidos). Hammett creció en las calles de Filadelfia y Baltimore. Sin una educación formal (dejó la escuela a los 13 años), trabajó en diversos oficios y en diferentes lugares del país: como mensajero para los ferrocarriles de Baltimore y Ohio, fue dependiente, fue mozo de estación y trabajador en una fábrica de conservas entre otros oficios.
En 1915, entró en la «Pinkerton's National Detective Agency» de Baltimore como detective privado, experiencia que le proporcionaría material para sus novelas. Hammett no solo contaba la historia, sino que también había vivido los hechos. Aprendió el oficio de detective de James Wright, un agente bajo, rechoncho y de lenguaje duro, que se convirtió en un ídolo para Hammett (y que más tarde serviría, supuestamente, como inspiración para El agente de la Continental). En Junio de 1918, abandonó Pinkerton y se alistó en la Armada, pero la tuberculosis que contrajo provocó su licencia médica en menos de un año. De hecho, Hammett sufriría de mala salud por sus brotes de tuberculosis y alcoholismo durante el resto de su vida.
Hammett fue un tipo enigmático y contradictorio. Mientras fue empleado de la famosa agencia de detectives Pinkerton entre sus tareas estaba la de romper huelgas de vez en cuando, aunque después se decantaría por una postura ideológica claramente de izquierdas. Su carrera literaria se produjo en poco más de una docena de años, en los que consiguió hacer respetable la nueva narrativa norteamericana de detectives.
Consiguió prestigio literario rápidamente con sus novelas entre 1929 y 1931. Las dos primeras, Cosecha roja (1929) y La maldición de los Dain (1929), le llevaron de inmediato a la fama y en El halcón maltés (1930), su novela más famosa, aunque se discute si la mejor, en la que dio vida a su personaje más conocido, Sam Spade, fue la pionera del estilo de novela negra policíaca. Gran parte del éxito de la novela se puede atribuir a la adaptación para el cine de 1941 dirigida por John Houston y protagonizada por Humphrey Bogart.
También fue el responsable de la creación de El agente de la Continental (1924) y El hombre delgado (1934), la novela que presentó el matrimonio de detectives Nick y Nora Charles al mundo, personajes que se convirtieron en la base para una serie de famosas películas. Fue el inventor de la figura del detective cínico y desencantado de todo. El agente de la Continental de Hammett apareció en unas tres docenas de relatos, algunos de los cuales fueron la base de las novelas Cosecha roja (Red Harvest, 1929) y La maldición de los Dain (The Dain curse, 1929).
Corrían los tiempos del nacimiento de la novela negra, un movimiento literario en que se adoptaba el enfoque realista y testimonial para tratar los hechos delictivos. Fue el fundador de tal corriente y su más egregio representante y destacó sobre todo por su realismo, por la franqueza con que dibuja a sus personajes y escribe su diálogo, así como por el impacto con que se desarrolla el argumento, que supone la descripción gráfica de actos brutales, y por las actitudes sociales hipócritas y cínicas. Demostró asimismo que también en este género se pueden denunciar las corrupciones políticas y económicas, aunque nada de todo esto está reñido con el humor, y su novela El hombre delgado (The thin man, 1934) es un ejemplo de ello. En el escritor español Manuel Vázquez Montalbán pueden seguirse sus huellas. No sólo gozó del reconocimiento popular, también críticos serios elogiaron su trabajo. Varias de sus novelas fueron más tarde adaptadas a programas populares de radio y al cine, y también escribió guiones en Hollywood y su nombre apareció en los créditos de una serie de shows de radio que utilizaron sus personajes, como el de Alex Raymond, detective privado-espía que apareció en la tira de cómics Secret Agent X—9 (1934).
Pero en 1934, con la publicación de El hombre delgado, su última novela, la carrera de Hammett como escritor estaba casi acabada y se puede afirmar que no escribió nada verdaderamente importante después de esa fecha (no volvió a escribir novelas, sólo relatos cortos). El anterior otoño había conocido a Lillian Hellman, lectora de guiones que tenía la ambición de convertirse en dramaturga, y se embarcaron en una larga y tumultuosa relación, que duraría casi treinta años.
Reconocido como izquierdista, en 1951 pasó seis meses en la cárcel por «actividades antiamericanas» (en realidad por rechazar atestiguar en el Civil Rights Congress contra cuatro comunistas acusados de conspirar en contra del gobierno de los Estados Unidos). En 1953, volvió a rechazar contestar a preguntas del comité del senador José McCarthy's.
Murió el 10 de enero de 1961 en Nueva York.
Fuente:
NN.
Recopilador: Enrico Pugliatti.

viernes, 31 de marzo de 2017

La máscara de Dimitrios (en inglés The Mask of Dimitrios). Eric Ambler.


Eric Ambler (Londres, Reino Unido, 28 de junio de 1909 - 22 de octubre de 1998), fue un escritor británico de novela negra. También fue guionista y productor cinematográfico
Eric Ambler tuvo una infancia feliz, según su propia autobiografía (Here Lies: An Autobiography, 1985) en donde narra con humor y modestia la primera parte de la vida del que llegará a ser maestro de la nueva novela de espionaje. En 1928 obtiene su título de ingeniero, pero prefiere dedicarse a la publicidad, profesión que ejercerá hasta finales de la Segunda Guerra Mundial y que alternará con la novela. Entre 1936 y 1940, escribe seis novelas de espionaje que se convertirán en clásicos.
Una vez enrolado, permanecerá en el ejército británico durante seis años, sirviendo en los batallones de propaganda cinematográfica, escribiendo guiones y realizando filmaciones en los lugares de batalla, en donde conoce a John Huston. Tras la guerra prueba sin éxito la aventura americana en Hollywood. Escribe algunos guiones, pero al cabo de poco tiempo regresa a la novela.
Decide volver a Europa en 1958. Siguió escribiendo numerosas novelas hasta 1981.
La contribución de Eric Ambler será fundamental para elevar el thriller a la categoría de literatura noble. La novela negra será el género preferido por Ambler, ya que le permitía expresar sus opiniones políticas, aunque nunca caerá en las ilusiones de las utopías. Sus personajes son personas normales, en muchas ocasiones llegadas a espías sin pretenderlo, anti-héroes vapuleados por fuerzas que les superan con mucho. A menudo Ambler utiliza su experiencia en los negocios y su formación como ingeniero para dar verosimilitud a sus relatos, sirviéndose de un muy británico sentido del humor y de un estilo de escritura inimitable.
Bibliografía

1936 - Fronteras sombrías (`The dark frontier`)
1937 - Uncommon Danger
1938
Epitafio para un espía (`Epitaph for a spy`)
Motivo de alarma (`Cause for alarm`)
1939
La máscara de Dimitrios (`The mask of Dimitrios`). Película homónima de Jean Negulesco en 1944
The Army of the Shadows
1940 - Viaje al miedo (`Journey into fear`). Película Estambul de Norman Foster en 1943.
1950 - Skytip
1951
El proceso Delchev (`Judgment on Deltchev`)
Tender to Danger
1953
El caso Schirmer (`The Schimer inheritance`)
The Maras Affair
1954 - Charter to Danger
1956 - Los visitantes del crepúsculo (`The night-comers`)
1958 - Passport to Panic
1959 - Traficantes de armas (`Passage of arms`)
1962 - La luz del día (`The Light of Day`). Película Topkapi de Jules Dassin en 1964
1963 - Saber matar (`The Ability to Kill: And Other Pieces`)
1964 - Una rabia nueva (`A Kind of Anger)
1967 - Una historia sucia (`Dirty story`)
1969 - La conspiración Intercom (`The Intercom conspiracy`)
1972 - Chantaje en Oriente (`The Levanter`)
1974 - Doctor Frigo
1976 - No enviéis más rosas (`Send no more roses`)
1981 - Tiempo transcurrido (`The care of time`)
1985 - Memorias (`Here Lies: An Autobiography`)
***
La máscara de Dimitrios (en inglés The Mask of Dimitrios) es una novela de espionaje escrita por el británico Eric Ambler y publicada en 1939. Eric Ambler marcó un hito con esta obra dentro de lo que es la novela de espías, eliminando de ella los personajes heroicos e introduciendo esos personajes mixtos en los que se mezclan caracteres encomiables junto a miserias. De un marcado cinismo, que probablemente se origine en sus experiencias en las trincheras durante la Primera Guerra Mundial, Amblera añade el exotismo de unos escenarios orientales que conocía perfectamente. Ambler es el creador de la persona corriente convertida en espía casi contra su voluntad, y sometido a peligros que no imagina por su propia ingenuidad.Su protagonista es un escritor británico, Charles Latimer, que se encuentra en la ciudad de Estambul, donde conoce casualmente a un miembro de la policía secreta turca por quién descubre que un peligroso criminal internacional
conocido entre otros nombres por el de Dimitrios ha sido hallado muerto, ahogado en el puerto. Intrigado por la figura de este personaje, traficante de armas, conspirador, espía internacional, Latimer se desplazará por los Balcanes tras una sombra. Latimer recorrerá los vericuetos del recientemente fraccionado Imperio otomano (Turquía, Bulgaria, Grecia, Serbia...) y de allí se trasladará a París y Suiza para hablar con espías y ex espías internacionales. Y a lo largo de toda esta investigación se va imponiendo la figura de Dimitrios, símbolo de la decadencia de una época.
Fuente:
N.N.
Recopilador: Enrico Pugliatti.

(Fragmento). Editorial Bruguera.

Eric Ambler


La Máscara de Dimitrios
A Alan y Félice Harvey


Pero la iniquidad del olvido expande a ciegas su esencia soporífera, jugando con el recuerdo que cada hombre ha dejado de sí mismo, sin consideración alguna hacia los méritos que hiciere para alcanzar la inmortalidad... Si no fuera por esta huella imborrable, el primer hombre hubiese sido tan desconocido como el último, y la larga vida de Matusalén hubiese sido su única Crónica.»

SIR THOMAS BROWNE, Hydriotaphia




1. Orígenes de una obsesión


Un francés llamado Chamfort dijo cierta vez, a sabiendas de que estaba equivocado, que la palabra azar era un atributo de la Providencia.
Se trata de uno de esos aforismos convenientes, que no son más que falacias, acuñados para desacreditar la desagradable pero verdadera idea de que el azar juega un papel de importancia —si no decisivo— en los asuntos humanos. Sin embargo, no se trata de una expresión del todo imperdonable. Porque es inevitable que, en ciertas ocasiones, el azar actúe con una suerte de desmañada coherencia, que bien puede confundirse con las acciones de una Providencia consciente de sí misma.
La historia de Dimitrios Makropoulos es un buen ejemplo de esto.
El solo hecho de que un hombre como Latimer llegara a tener alguna noticia, siquiera, de la existencia de un hombre como Dimitrios, es, en sí, grotesco. Y constituye un tipo de situación que le corta a uno el aliento el hecho de que, de verdad, llegara a ver el cadáver de Dimitrios, que durante semanas —careciendo como carecía del dinero necesario— viviera entregado a la tarea de hurgar en la oscura historia de aquel hombre y que, por último, se hallara él mismo en la posición de adeudarle su vida al estrambótico gusto, en materia de decoración de interiores, de un criminal.
No obstante, al considerar estos hechos en relación a los demás del caso, resulta difícil no dejarse dominar por su terror supersticioso. El carácter completamente absurdo de todo esto parece no aconsejar el uso de las palabras «azar» y «coincidencia».
En este caso, el escéptico tiene la posibilidad de un único consuelo: si existiera algo así como una ley sobrehumana, estaría administrada con una ineficacia infrahumana. La elección de Latimer como instrumento de esa Ley sólo pudo haber sido realizada por un idiota.
Durante los primeros quince años de su vida adulta, Charles Latimer se había convertido en profesor agregado de economía política en una universidad inglesa de segunda fila. Además, a la edad de treinta y cinco años, había escrito tres libros. El primero era un estudio sobre la influencia de Proudhon en el pensamiento político italiano del siglo XIX. El segundo se titulaba El Programa de Gotha de 1875. El tercero era una valoración de las proyecciones económicas de Der Mythus des zwanzigsten Jahrhunderts, de Rosenberg.
Tan pronto como hubo dado fin a la corrección de las pruebas de esta consistente obra, con la esperanza de ahuyentar el negro estado depresivo en que le había hundido ese período de contacto temporal con la filosofía del nacionalsocialismo y con su profeta, el doctor Rosenberg, Latimer escribió su primera novela policíaca.
Una pala sangrienta tuvo un éxito inmediato. A este título le siguió «Yo», dijo la mosca y, más tarde, Los brazos del asesino. Del muy nutrido ejército de profesores universitarios que escriben novelas policíacas en sus ratos de ocio, Latimer descolló muy pronto como uno de los pocos que, con gran rubor, hacían dinero gracias a ese pasatiempo. Tal vez resultara inevitable que; más tarde o más temprano, se convirtiera en un escritor profesional, tanto de nombre como de hecho. Tres circunstancias aceleraron el proceso de transición. La primera fue el desacuerdo con las autoridades universitarias acerca de lo que Latimer considerara como una cuestión de principios. La segunda fue una enfermedad. La tercera, el hecho de que fuese .soltero.
No mucho tiempo después de la publicación de No cegar esta puerta, y tras su enfermedad, que desgastó muy seriamente sus reservas orgánicas, redactó una carta de renuncia a su cátedra, con apenas una ligera resistencia intima. Luego emprendió un viaje para ir a terminar su quinta novela policíaca bajo los rayos del sol.
Una semana después de haber dado con el título que debía seguir a aquel libro, Latimer partió hacia Turquía. Había vivido un año en Atenas y en sus alrededores y estaba ansioso por cambiar de escena. Su salud había mejorado considerablemente, pero la idea de afrontar un otoño inglés le resultaba poco atractiva. Hizo caso, pues, a la sugerencia de un amigo y cogió el vapor que cubría el trayecto entre el Pireo y Estambul.
Fue en Estambul y de boca del coronel Haki, donde Latimer oyó por primera vez el nombre de Dimitrios.
Una carta de presentación es un documento incómodo. En la mayoría de los casos, su portador sólo está relacionado de manera casual con quien se la ha proporcionado, y éste, a su vez, a menudo conoce bien poco al destinatario. Las posibilidades de que estas presentaciones logren un resultado satisfactorio para los tres son muy escasas.
Entre las cartas de presentación que Latimer llevaba consigo a Estambul, había una dirigida a madame Chávez quien, tal como le habían dicho, vivía en una villa a orillas del Bósforo. A los tres días de su llegada, Latimer le escribió y como respuesta, recibió una invitación para pasar cuatro días de reunión en la villa. Con un oscuro sentimiento de aprensión, Latimer aceptó.
Para madame Chávez tanto el camino de ida hacia Buenos Aires como el de regreso habían estado pavimentados de oro, con la mayor de las liberalidades. Turca de nacimiento, poseedora de una notable belleza, se había casado y divorciado con éxito de un rico argentino, negociante de carnes; con parte de las ganancias obtenidas en tales transacciones, madame Chávez había comprado un pequeño palacio que en otros tiempos había sido la residencia de una rama menor de la realeza turca. Remoto, aislado por un camino de acceso poco frecuentado y difícil, el palacete dominaba una bahía de fantástica hermosura, y fuera del hecho de que el abastecimiento de agua limpia resultaba insuficiente para servir incluso a uno .solo de los nueve baños con que contaba, estaba exquisitamente equipado.
Tanto los demás huéspedes como su anfitriona turca tenían la desagradable costumbre de golpear con gran violencia en la cara a los criados, cada vez que alguno de éstos desagradaba a los señores —cosa que ocurría a menudo—, pero a no ser por la incomodidad que le provocaba tan insólita situación, Latimer habría disfrutado de su estadía en aquel lugar.
Los restantes invitados eran una pareja muy ruidosa de marselleses, tres italianos, dos jóvenes oficiales de la marina turca y sus ocasionales fiancées , más un grupo de hombres de negocios residentes en Estambul, acompañados por sus mujeres. Pasaban todos ellos la mayor parte de su tiempo bebiendo las, al parecer, inagotables existencias de ginebra holandesa que poseía madame Chávez y bailando con la música de fondo de un gramófono atendido por uno de los sirvientes, cuya tarea consistía en cambiar constantemente los discos, estuvieran bailando o no los invitados. Con la excusa de su precaria salud, Latimer se mantenía apartado de la bebida y del baile. En general todos le ignoraban.
La tarde de su último día de estancia en aquel lugar estaba ya avanzada; estaba sentado en un extremo de la terraza cubierta por emparrado frondoso, lejos del alcance del gramófono, cuando Latimer advirtió que, por el largo y polvoriento camino que llevaba hasta la villa, subía no sin cierta dificultad un grande y lujoso coche conducido por un chófer.
Cuando el coche dejó oír el ronquido de su motor en el patio de la casa, el ocupante del asiento trasero abrió la portezuela y saltó fuera antes de que el coche se hubiera parado.
Era un hombre alto, de mejillas finas y pómulos salientes, cuya piel de pálido color broncíneo contrastaba con una cabeza cubierta por cabellos grises cortados a la prusiana. Una frente huesuda y estrecha, una nariz que parecía el pico de un ave y unos labios muy delgados le daban un cierto aire depredador. No puede tener menos de cincuenta años, pensó Latimer mientras observaba su cintura, por debajo del uniforme de oficial, de impecable corte, con la esperanza de detectar la presencia de algún corsé.
Vio que el oficial se sacaba un pañuelo de seda de la manga, con el que limpió alguna invisible mota de polvo de sus inmaculadas botas de montar de charol, antes de encasquetarse, como al desgaire, la gorra, y le vio desaparecer del campo de su visión. En algún lugar, dentro de la villa, resonó la campanilla de la entrada.
El coronel Haki, éste era el nombre del oficial, fue inmediatamente muy bien acogido en la reunión. Al cabo de un cuarto de hora de la llegada de aquel hombre, madame Chávez, con un aire de timidez y confusión, intentaba mostrarles a las claras a sus huéspedes que se sentía comprometida irremediablemente por la inesperada aparición del coronel. Después de conducirle hasta la terraza, inició las presentaciones. Todo sonrisas y galanterías, el coronel hizo sonar sus tacones, besó manos, se inclinó en estudiadas reverencias, intercambió saludos militares con los oficiales de la marina y devoró con los ojos a las mujeres de los hombres de negocios.
Toda aquella actuación le fascinó tanto a Latimer que, cuando le tocó el turno de ser presentado, el simple hecho de oír su propio nombre le sobresaltó. El coronel le sacudió el brazo con un cálido gesto.
—Tengo mucho gusto en conocerle, mi buen amigo —dijo.
—Monsieur le Colonel parle bien anglais  —explicó madame Chávez.
—Quelques mots   —aseguró el coronel Haki.
Latimer dirigió una mirada amistosa a aquel par de ojos de un pálido color gris.
—¿Qué hay?
—Aquí todo estupendamente bien —replicó el coronel con grave cortesía, antes de continuar con su presentación y de besar la mano de una joven, sobre cuyo bañador deslizó una apreciativa mirada de avezado experto.
Muy avanzada la noche, Latimer volvió a hablar con el coronel. Haki había inyectado una buena dosis de bulliciosa animación a la reunión: chistes contados con gracia, carcajadas contagiosas, desvergonzados y humorísticos ataques a las mujeres casadas y otros, bastante más subrepticios, dirigidos contra las mujeres solteras.
De cuando en cuando la mirada del coronel Haki buscaba los ojos de Latimer y esbozaba una sonrisa de disculpa. «Debo representar el papel de tonto... eso es lo que esperan de mí», venía a decir aquella sonrisa. «Pero no piense que me hace ninguna gracia.»
Más tarde, después de la cena, cuando los huéspedes comenzaban a mostrar menos interés en bailar que en entretenerse con la posibilidad de una partida combinada de póquer descubierto, el coronel cogió a Latimer del brazo y le condujo hacia la terraza.
—Debe perdonarme, mister Latimer —le dijo en francés—, pero tengo gran interés en hablar con usted. Estas mujeres... psé —Haki abrió una cigarrera casi debajo mismo de las narices de Latimer—: ¿Un cigarrillo?
—Gracias.
El coronel Haki echó un vistazo por encima de su hombro.
—En el otro extremo de la terraza se está más tranquilo —dijo y añadió, cuando se dispusieron a dirigirse hacia allí—: Sabe usted, hoy he venido especialmente para verle. Madame me dijo que usted estaba aquí y, en verdad, no he podido resistir la tentación de hablar con el escritor cuya obra tanto admiro.
Latimer murmuró un obligado agradecimiento a aquel cumplido: se encontraba en un aprieto, porque le resultaba imposible saber si el coronel se estaba refiriendo a sus obras de economía política o a sus novelas policíacas. En cierta ocasión ya había asombrado e irritado a un amable rector universitario que se había mostrado interesado por su «último libro»; Latimer le había preguntado al anciano si prefería que el asesino matara a sus víctimas a tiros o a golpes de porra.
Por otra parte, le parecía una pedantería preguntar qué parte de su obra era la preferida.
No obstante, el coronel Haki no aguardó a que hiciera la pregunta.
—He ordenado que me envíen desde París todas las novedades de romans policiers  —explicó—. No leo otra cosa que no sean romans policiers. Me gustaría que usted viera mi colección. Sobre todo me gustan las novelas inglesas y las americanas. Todas las mejores están traducidas al francés. Los mismos escritores franceses no me parecen demasiado interesantes; la cultura francesa carece de los elementos necesarios para que surja un roman policier de primera calidad. Estos días he añadido su Une Pelle Ensanglantée a mi biblioteca. ¡Formidable! Pero no he llegado a comprender del todo lo que el título significa.
Le llevó no poco tiempo a Latimer tratar de explicarle en francés el significado de «denominar a una laya, pala ensangrentada», y tratar de traducir el juego de palabras en una expresión que pudiera proporcionar (a los lectores de mente ágil) la clave esencial de la identidad del asesino, a partir del título mismo de la obra.
El coronel Haki escuchaba con interés, asintiendo con movimientos de cabeza; en un par de ocasiones, antes de que Latimer llegara al nudo de la explicación, le interrumpió para exclamar:
—Sí, ya entiendo, ahora lo veo con claridad.
—Monsieur —dijo Haki, cuando Latimer ya era presa de una desesperada impotencia—, me pregunto si usted me concedería el honor de comer conmigo algún día de esta semana. Creo —agregó con un aire de misterio— que tal vez pueda proporcionarle una ayuda interesante.
Latimer no comprendía en qué sentido podía ser ayudado por el coronel Haki, pero dijo que se sentiría muy honrado. De modo que acordaron encontrarse en el Pera Palace Hotel tres días después.
Latimer no volvió a pensar en aquella cita hasta la misma noche de la víspera del día fijado. Estaba sentado en un salón de su hotel, junto con el gerente de la sucursal de su banco de Estambul.
«Collinson —pensaba Latimer— es una buena persona, pero un compañero tedioso.» Su conversación consistía, casi de forma exclusiva, en referir las habladurías acerca de lo que hacían los integrantes de las colonias inglesa y americana en Estambul.
—¿Conoce usted a los Fitzwilliam?—podía comenzar la charla—. Es una lástima: le resultarían agradables. Pues bien, hace unos días...
Pero como fuente de información sobre las reformas económicas proyectadas por Kemal Ataturk se había revelado como un verdadero inútil.
—A propósito —dijo Latimer, después de escuchar un minucioso informe acerca de la conducta de aquella mujer turca y de su marido, un vendedor de coches americano—, ¿conoce usted a un hombre que se llama coronel Haki?
—¿Haki?¿Por qué ha pensado en él?
—Porque mañana comeré con él.
Las cejas de Collinson se arquearon en su frente.
—¡Por Júpiter, comerá con él! —exclamó mientras se rascaba el mentón—. Pues, sí, he oído muchas cosas acerca de él —Collinson se detuvo, como si dudara—. Haki es uno de esos tíos de los que se oye hablar a menudo pero a los que jamás se les puede echar una mirada. De esa clase de personas que siempre está entre bastidores, ¿me comprende usted? En Ankara tiene más influencias que muchos de los hombres que se supone que están en la cúspide. En Anatolia fue uno de los hombres de Gazi; en 1919 desempeñó el cargo de diputado en el gobierno provisional. En esa época eran muchas las historias que me contaban sobre él. Era un demonio sediento de sangre, en todos los sentidos. Se decía algo sobre el modo como torturaba a los prisioneros. Pero después, ambas partes han hecho lo mismo y casi me atrevería a asegurar que han sido los soldados del Sultán quienes dieron peor ejemplo en este aspecto. También he oído decir que es un hombre capaz de beberse un par de botellas de whisky en poco rato y mantenerse tan sobrio como una rosa. De todos modos, esto no me lo creo. ¿Cómo ha sido que se ha topado usted con él?
Latimer se lo explicó.
—¿Cuál es su profesión?—preguntó—. No sé qué quieren decir estos uniformes.
Collinson se encogió de hombros.
—Bueno... he oído decir, a personas bien enteradas, que Haki es el jefe de la policía secreta, pero quizá eso no sea más que otro cuento. Esto es lo peor de este lugar: no puedes creer ni una palabra de todo lo que digan en el Club. Mire usted, precisamente el otro día...
Con algo más de entusiasmo que el que había abrigado días antes, Latimer se encaminó al día siguiente hacia la cita. Había juzgado al coronel Haki una especie de rufián y la vaga información de Collinson parecía confirmar ese juicio.
El coronel llegó con veinte minutos de retraso, y deshaciéndose en excusas, remolcó, de inmediato, a su invitado hasta el restaurante.
—Tomémonos un whisky con soda ahora mismo —anunció antes de pedir en voz alta una botella de «Johnnie».
Durante la mayor parte de la comida, Haki habló de las novelas policíacas que había leído, de la impresión que le habían producido, de sus opiniones acerca de los personajes y de su preferencia por los asesinos que mataban a sus víctimas a tiros.
Por último, con una botella de whisky casi vacía pegada a su codo y con un helado de fresas ante sí, Haki se inclinó hacia adelante, por encima de la mesa.
—Mister Latimer —volvió a decir—, creo que puedo ayudarle.
Por un segundo asaltó a Latimer la descabellada idea de que tal vez el coronel estaba a punto de ofrecerle un cargo en el servicio secreto de Turquía. A pesar de todo, consiguió responder:
—Oh, es usted muy amable.
—Ambicioné —prosiguió el coronel Haki— escribir yo mismo una buena novela policíaca. A menudo pienso que podría hacerlo de disponer del tiempo necesario. Este es el problema... el tiempo. Yo lo veo así. Pero... —el coronel hizo una solemne pausa.
Latimer aguardaba. Siempre se había encontrado con personas que estaban convencidas de ser capaces de escribir una novela detectivesca, en el caso de disponer del tiempo necesario.
—Sin embargo —repitió el coronel—, ya tengo planeado el argumento. Y me agradaría regalárselo a usted.
Latimer le aseguró que ese gesto era verdaderamente generoso.
El coronel rechazó con un ademán las palabras de agradecimiento.
—Sus libros me han colmado de placer, mister Latimer. Me hace feliz ofrecerle una idea para otro libro. No tengo tiempo para elaborarla yo mismo, y en cualquier caso —añadió con tono magnánimo—, estoy seguro de que usted la aprovechará mejor de lo que yo podría hacerlo.
Latimer farfulló alguna incoherencia.
—El escenario del relato —prosiguió el coronel, sus ojos grises clavados en el rostro de Latimer— es una casa de campo inglesa que pertenece a lord Robinson, un hombre de gran riqueza. En esa casa se desarrolla una típica reunión inglesa de fin de semana. Una noche, es descubierto el cadáver de lord Robinson, sentado en la biblioteca, ante su escritorio, con un disparo en la sien. La herida tiene los bordes chamuscados. Se ha formado un charco de sangre sobre el escritorio y ha empapado un papel. El papel es el nuevo testamento que lord Robinson estaba a punto de firmar. En el testamento anterior había dividido sus riquezas, en partes iguales, entre las seis personas, parientes y amigos, que están presentes en la casa. El nuevo testamento que no ha sido firmado porque lo ha impedido el disparo, lega todos sus bienes a uno solo de sus familiares. Por lo tanto —Haki apuntó con la cucharilla del helado, con gesto acusador, a su invitado antes de proseguir—, uno de los cinco invitados restantes ha de ser el culpable. Es lo lógico, ¿verdad?
Latimer abrió la boca, volvió a cerrarla y asintió con un movimiento de cabeza.
El coronel Haki abrió sus facciones a una sonrisa de triunfo:
—Allí está la trampa.
—¿La trampa?
—Lord Robinson no ha sido asesinado por ninguno de los sospechosos, sino por el mayordomo, cuya esposa había sido seducida por el lord. ¿Qué le parece? Buena, ¿verdad?
—Una idea muy ingeniosa.
Haki se echó hacia atrás en la silla y estiró los pliegues de su guerrera.
—Oh, no es más que una pequeña trampa, pero me alegra que le guste. Por supuesto, he elaborado cada una de las partes de la trama con el mayor detalle posible. El poli es un importante inspector de Scotland Yard, que se enamora de una de las sospechosas, una mujer guapísima, y para ahuyentar de ella las sospechas se decide a esclarecer el caso. Tiene gran valor literario. En fin, de todos modos, como ya le he dicho, tengo todo el argumento y los detalles escritos.
—Me interesaría muchísimo —dijo Latimer sinceramente— leer sus apuntes.
—Esperaba que me dijera eso. ¿Tiene prisa?
—No, ninguna.
—Pues entonces iremos a mi despacho y le enseñaré lo que tengo hecho. Lo he escrito en francés.
Latimer dudó tan sólo durante una fracción de segundo. En realidad no tenía ninguna otra cosa más interesante que hacer y podía ser una excelente experiencia ver el despacho del coronel Haki.
—Me encantará acompañarle —dijo, por último.
El despacho del coronel estaba situado en la parte superior de lo que quizá alguna vez fuera un hotel de segunda o tercera categoría; pero el edificio, por dentro, era una inconfundible oficina pública de Gálata. La puerta del despacho —una habitación grande— se abría en el extremo de un pasillo. Cuando entraron, un hombre vestido de uniforme se hallaba sentado ante el escritorio. Al ver al coronel, se puso en pie, hizo resonar sus tacones y dijo algo en turco. Haki le respondió y con un gesto le ordenó salir.
El coronel le señaló una silla a Latimer, le ofreció un cigarrillo y comenzó a rebuscar dentro de un cajón. Por fin, extrajo un par de folios mecanografiados y se los alargó a su visitante.
—Aquí está, mister Latimer. La clave del testamento ensangrentado. Este es el título que le he puesto, aunque aún no estoy seguro de que sea el mejor. Todos los títulos más sugerentes ya han sido utilizados, según creo haber descubierto. Pero ya pensaré en otras posibilidades. Léalo y no vacile en decirme con toda franqueza qué opina del tema y de la trama. Si estima necesario modificar algunos detalles, lo haré.
Latimer cogió los folios y empezó a leer, mientras el coronel, sentado en una esquina del escritorio, balanceaba una de sus piernas, larga y reluciente.
Latimer leyó los folios dos veces antes de dejarlos a un lado. No podía evitar un sentimiento de vergüenza: varias veces, durante la lectura, había sentido unas enormes ganas de echarse a reír. Pensó que había cometido un error al ir al despacho de Haki; pero ya que estaba allí, lo mejor sería marcharse lo antes posible.
—De momento no puedo sugerirle ningún cambio —dijo pausadamente—. Por supuesto que habrá que pensarlo todo con calma; es muy fácil cometer errores en este tipo de problemas. Hay mucho material que requiere cierta investigación. Las cuestiones que plantea el procedimiento legal británico, por ejemplo...
—Sí, sí, comprendo —El coronel Haki se escabulló del escritorio y ocupó su silla—. Pero, ¿cree usted que podrá servirle esta historia?
—De veras le estoy profundamente agradecido por su generosidad —afirmó Latimer, con intención evasiva.
—Oh, de nada. Ya me enviará un ejemplar de la novela cuando la publiquen. —Hizo girar su silla y cogió el teléfono—. Haré que le preparen una copia para usted.
Latimer se arrellanó en una silla. ¡Muy bien! No llevaría mucho tiempo hacer una copia de ese texto. Oyó que el coronel hablaba con alguien por teléfono y le vio arrugar el ceño. Haki depositó el auricular en su sitio y se volvió hacia su huésped.
—¿Me permite que me ocupe un instante de un asunto, ahora mismo?
—Por supuesto.
El coronel cogió un grueso sobre de papel manila y comenzó a sacar de él algunos documentos en los que se detenía atentamente. Por fin, eligió uno de aquellos documentos y se entregó a una lectura atenta. El silencio en la habitación se había hecho profundo.
Latimer, fingiendo un interés, que no sentía, por su cigarrillo, Observó al hombre sentado detrás del escritorio.
El coronel Haki pasaba con lentitud los folios del documento y en su rostro se advertía una expresión que Latimer no había visto antes. Era el aire de un experto que examina un asunto que conoce a fondo. En sus facciones se dibujaba una especie de reposo expectante que le hizo pensar a Latimer en un viejo y experimentado gato que estuviera observando a un joven e inexperto ratón.
En ese instante el escritor volvió a reconsiderar sus opiniones sobre el coronel Haki. Momentos antes había sentido una vaga compasión hacia él, tal como uno se compadece de una persona que, de manera inconsciente, hace el papel de tonto. Pero ahora comprendía que el coronel de ningún modo necesitaba esa compasión.
Mientras los largos y amarillos dedos de Haki volvían los folios de aquel documento, Latimer recordó las palabras de Collinson: «Se decía algo sobre el modo como torturaba a los prisioneros.»
Y entonces comprendió que sólo en ese momento comenzaba a ver, por primera vez, al verdadero y real coronel Haki. En ese instante, el coronel alzó sus pálidos ojos para posarlos, con una mirada pensativa, sobre el nudo de la corbata de Latimer.
Durante un segundo al ex catedrático le alarmó la sospecha de que aquel hombre sentado tras el escritorio, aun cuando al parecer observaba el nudo de su corbata, pudiera estar leyendo en su mente.
Al cabo de un minuto, los ojos del coronel se apartaron de su objetivo; una débil sonrisa le entreabría los labios y Latimer se sintió como quien ha sido sorprendido mientras comete un robo.
Haki dijo:
—Me pregunto, mister Latimer, si usted sentirá interés o no por verdaderos asesinos.


jueves, 30 de marzo de 2017

UN MILLÓN DE VISITAS AL BLOG.

UN MILLÓN DE VISITAS AL BLOG: EL LABERINTO DEL VERDUGO.
Hemos llegado al millón de visitas en el blog. Me siento sumamente complacido, creo que la labor de investigación y la  posibilidad de mostrar al público lector – en algunos momentos- autores poco conocidos es lo que me llena de mayor satisfacción.
La labor no ha sido fácil: tomarse el tiempo día a día e invertir una o dos horas diarias para buscar autores y fragmentos de novelas requiere cierta disciplina y obsesión pero, lo hemos logrado.
También deseo aclarar que los autores allí escogidos – en el blog- conforman mi universo literario, que son mis autores, son mis referentes  y eso es importante señalarlo. No soy partidario de las políticas del gurú: que cada uno busque lo que mejor le parezca en estéticas y escritores. Lo que realmente siempre me ha gustado es “compartir”  con los demás “mis”  preferencias y gustos literarios.
Por último, deseo dar las gracias a todas las personas de diferentes países que visitan el blog: es un agrado servirles y saber que están ahí.
J. Méndez-Limbrick.
Escritor.

miércoles, 29 de marzo de 2017

carlos Barral. Poeta. LIBRO: Memorias.


Este volumen reúne toda la obra memorialística de Carlos Barral según el orden en que apareció publicada en vida de su autor: Años de penitencia, Los años sin excusa y Cuando las horas veloces. Estas Memorias, proyectadas, en principio, como un telón de fondo para retrasar el sórdido paisaje de la posguerra y de los años su cesivos, se han convertido en uno de los monumentos autobiográficos de mayor envergadura de las últimas décadas.
Fuente: N.N.
(Fragmento)



Carlos Barral
Memorias







LA MEMORIA DE CARLOS BARRAL


    por JOSEP MARIA CASTELLET

    Me pide el editor de Ediciones Península una breve nota de justificación al presente volumen de las Memorias de Carlos Barral, dada mi antigua vinculación con la editorial, por una parte, y mi mucho más antigua amistad con el autor, por otra.
    La aparición de Años de penitencia ―primer tomo de lo que sería la trilogía memorialística de Barral―, en 1975, a los 47 años de su autor, supuso una revelación en el ya no mortecino, pero sí oscurecido, mundo cultural español, pendiente de la desaparición ―que acaeció aquel año― de la más siniestra figura política del siglo, Francisco Franco. El grupo cronológico de escritores al que pertenecía Carlos barral ―ya conocido como generación del «medio siglo» o de «los 50»― había dado brillantes muestras de su implicación en la historia contemporánea de la literatura española, con novelas, libros de poemas o ensayos de una notable madurez. Lo que no había dado todavía, seguramente por razones de edad, era la tentativa de una ambiciosa aventura: la prosa memorialística, con su compromiso individual e histórico, a través de una narrativa inscrita en un género de hondas raíces bibliográficas europeas, las memorias literarias.
    La elaboración de la memoria personal como materia literaria, dada su escasa tradición española ―a diferencia de lo que había sucedido en Inglaterra o Francia, por ejemplo―, produjo, en el momento de la aparición de Años de penitencia, un ligero desconcierto, no sólo en la crítica sino también entre los lectores: Barral no era escrupulosamente preciso en lo que se refería a la cronología; sus perfiles de algunos personajes más o menos conocidos no respondían a las características tópicas con las que eran admitidos; su actitud personal no se ajustaba siempre a lo que era «políticamente correcto» en los ambientes culturales de la progresía al uso en aquellos años; etc. En una palabra, Barral rompía moldes literarios y políticos en aquella época del tardofranquismo en la que la sociedad española vivía inquietamente, entre el temor y la esperanza.
    Con el tiempo, y después de la aparición de los volúmenes sucesivos de sus memorias ―Años sin excusa (1978) y ya, tardíamente, Cuando las horas veloces (1988)―, el punto de vista barraliano quedó admitido, es decir, la aceptación de la creación de una prosa eminentemente literaria que tuviera como inicio y fundamento la memoria personal. Quienes tuvimos la ocasión y el privilegio de leer y discutir con Barral Años de penitencia antes de su publicación quedamos en cierto modo comprometidos con el legado de transmitir la legitimidad de la preeminencia de lo literario personal sobre lo más o menos periodístico de la crónica histórica aferrada a la puntualidad de los hechos,
    Convertidos en un «clásico» del memorialismo contemporáneo español, los tres volúmenes reunidos ahora en uno solo no precisan, pues, de lo que es una estricta justificación editorial. Si acaso, resituarnos en una época histórica ya cerrada en sí misma a la que podemos acercarnos libres de los prejuicios que los acompañaron en su singladura inicial. Y constatar la fertilidad de su propuesta a través de la publicación de otros libros de memorias de algunos de sus coetáneos.
    Testimonio de su tiempo y protagonista de infinitas aventuras culturales, Carlos Barral sigue tan vivo en las páginas de sus libros como en el recuerdo de los pocos supervivientes de su grupo generacional, tan castigado por los azares de la vida, es decir, por las trágicas y prematuras desapariciones de buena parte de sus amigos.
    J. M. C.

    Enero de 2001


  UN PERSONAJE SINGULAR


    por ALBERTO OLIART

    Las memorias son siempre la recreación de un pasado desde un presente en el que perviven, hilvanados en el tiempo de la vida de uno, aquellos hechos, encuentros y vivencias que, por razones varias y difíciles de explicar, se hacen presentes en el acto de recordar en detrimento de otros y, forzosamente, se interpretan, se modifican. A menudo, al evocarlos, los vemos bajo una luz distinta a la que iluminó el suceso recordado, y nos damos cuenta de matices y significados que nos pasaron desapercibidos cuando los vivimos.
    Esto ocurre con los tres libros de memorias de Carlos Barral: Años de penitencia, Los años sin excusa y Cuando las horas veloces, y en el centenar de páginas de recuerdos de su primera infancia que dejó al morir. A éstos hay que añadir Penúltimos castigos, la única novela de Carlos Barral, especie de autobiografía moral, en la que el autor se recrea en el personaje que también es y se llama Carlos Barral.
    En la nota introductoria a Años de penitencia, fechada en enero de 1973, escribe el autor:
Este libro no es congruente con el proyecto que me decidió a su redacción... Y así ha resultado otro libro, un libro distinto del previsto...y ahora no estoy tan seguro de que este texto [...] no sea un capítulo ―y ni siquiera el primero― de una especie de autobiografía o de algo tal vez más semejante a unas memorias [...] El presente texto, de todos modos, conserva muchos de los caracteres que debieron configurar el proyecto que luego desertó en el curso de la escritura. El descuartizamiento del relato en piezas temáticas, que prevalecen sobre la continuidad cronológica, por ejemplo, o un desenfado rozando a menudo la impertinencia en el que vino a parar, al ser desbordada por la mitología personal, la voluntad de reflexión objetiva. Y, sobre todo, una metódica inexactitud. Puesto que se trataba de suscitar una visión general, gjranangular, en la que la peripecia del personaje era sólo el punto de vista, no importaba que las dataciones fueran precisas, los recuerdos circunstanciados y exactos, si su ambigüedad no desequilibraba el cuadro general [...] En un cierto aspecto [...] el libro quisiera alcanzar la dignidad de obra de ficción, por cerca que quede de la crónica y de la reflexión sobre hechos de la historia menuda.    Esto es lo que dice Barral de sus memorias, un pasado evocado desde un presente en el que la mitología personal desborda la reflexión, quizás el recuerdo, objetivos.
    EL PERSONAJE
    Carlos Barral era un personaje singular, que se separaba por su físico, por sus gestos y por su manera de hablar y de andar, del común de los mortales. Así lo percibí cuando se me acercó, en una mañana del mes de octubre de 1945, en el patio de la Facultad de Derecho de la vieja Universidad de Barcelona para, con un pretexto cualquiera, presentarse y hablar conmigo, quizás porque yo vestía una insólita chaqueta de pana negra. Alto de estatura, para aquellos años, ancho de espaldas, exageradas éstas por las hombreras de su chaqueta, de facciones angulosas, boca muy recortada, ojos grandes, rasgados, de color cambiante con destellos dorados, el pelo casi rubio, con un mechón que caía terco sobre la frente algo huidiza, el porte rígido... y aquellas manos grandes, con los dedos índice y corazón de la mano derecha prematuramente teñidos de amarillo, que desanudaban despacio, seguras, los cordones de una bolsa de cuero ―de guardar anzuelos me diría después― como yo no había visto antes otra igual, para ofrecerme la picadura de tabaco negro y el papel de fumar que guardaba en ella. Nos liamos el cigarro que encendimos con el chisquero de mecha que sacó de un bolsillo de su chaqueta; y luego bajamos al bar a tomar un café hablando de lecturas, de poesía, de nosotros. Aquella mañana empezó una amistad completa que duró mientras él vivió; que seguirá durando mientras yo viva.
    Si su aspecto físico lo hacía singular, diferente (cuando mis hermanas lo conocieron dijeron que era «un chico muy guapo»), aún lo diferenciaban más de la inmensa mayoría sus opiniones y juicios, que en las discusiones, en las que en aquel entonces todos nos enzarzábamos con facilidad y mucha frecuencia, mantenía con tanta habilidad dialéctica (¡oh, la educación jesuítica!) como irritada obstinación si se le contradecía; sobre todo si su contradictor le sostenía el envite sin ceder. Aunque lo que le divertía era discutir y, si era posible, quedar vencedor ante los espectadores de aquella justa verbal.
    Todos padecíamos en aquellos años los complejos e inhibiciones que nos habían impuesto la pobre cultura moral de aquella sociedad barcelonesa, los miedos latentes en nuestros mayores, producto de la Guerra Civil y de la represión de la posguerra, y la férrea dictadura armada del franquismo. Carlos Barral no era una excepción. Como dice en Años de penitencia, tenía la armadura exterior de un señorito barcelonés de la clase media, armadura que había interiorizado. Practicante de una religión que convertía en la asistencia y cumplimiento de unos actos litúrgicos socialmente obligatorios, aunque él defendiera con hábiles argumentos tomistas una conducta que poco tenía de auténtica; monárquico por influencia de amigos ―los hermanos Bofill― y, según decía por estética, hubiera sido un personaje convencional y típico de su medio, si no hubiera sido por una brillante y aguda inteligencia, por un sentido de la estética que impregnaba toda su personalidad, y por aquel don de la lengua que hacía todavía más poderosa y flexible su inteligencia. Esas cualidades y las nuevas amistades acabarían, ya mediados nuestros estudios universitarios y mucho más después, deprisa y sin vuelta atrás, por levantar su identidad y su libertad como persona, rompiendo armaduras y convenciones.
    Ese camino, y la descripción del ambiente de mediocridad, de pobreza cultural y moral, de ciegas imposiciones en el que crecimos son, a mi juicio, una de las claves del libro, entre anécdotas, inexactitudes, y certeras observaciones, y todo dicho con la palabra exacta y precisa.
    EL POETA
    Cuando nos conocimos hablamos enseguida de las poesías que uno y otro escribíamos. A partir de aquel momento el vínculo primero de nuestra amistad, compartida con mi amigo Jorge Folch Rusiñol, también poeta, fue el leernos cada uno a los otros dos el poema que habíamos escrito, comentar el que el otro nos leía, convivir en el entusiasmo que la poesía despertaba en nosotros.
    Recuerdo a Carlos, casi siempre en mi casa y en mi habitación, entre nerviosas idas y venidas de Jorge Folch, mientras yo estudiaba, pasándose horas buscando la palabra exacta, ¡sobre todo el adjetivo!, para el verso que estaba elaborando, del poema cuya estructura tenía pensada antes de empezar a escribir. Porque Carlos Barral era un poeta que intelectualizaba siempre la función de escribir y sometía la inspiración o el sentimiento a una rigurosa y ascética búsqueda de la estructura sintáctica, de la palabra exacta en su significación y tonalidad, dentro de la arquitectura del poema. Y así continuó escribiendo hasta su muerte; hasta ese, quizás, ultimo, bellísimo y estremecedor poema, titulado «En la arena del epitafio», en el que no puedo dejar de ver una oscura premonición de su ya próxima muerte:
   
    Esta orilla es estigia. Aquí se viene
    A comprobar la prórroga, tal vez a asegurarnos
    De no haber muerto del todo todavía
    Y a enderezar el rumbo del olvido.
   
    Opino desde siempre, y me alegra coincidir con Carmen Riera, que Carlos Barral es, quizás, el poeta más estructurado de nuestra generación; y aunque los inusitados perfección y cultismo de su lenguaje no hacen fácil el acceso a su poesía, para mí no cabe duda de que es uno de los mejores poetas del espléndido grupo de la llamada Escuela de Barcelona. A lo largo de su vida y de los distintos personajes que encarnó (el de editor, intelectual comprometido, hombre brillante de moda, el navegante mediterráneo, político), él quiso siempre ser poeta. La obsesión de tener el tiempo suyo y libre para escribir, para escribir poemas, surge una y otra vez en Los años sin excusa y Cuando las horas veloces. Con la contención que le era propia, tan rígido y elusivo a la hora de expresar sus sentimientos, escribe en el primero de estos libros:
A partir, digamos, de la conversación con Einaudi, yo mismo había buscado obstinadamente esta puerta a un territorio sin refugios... Sería el editor veinticuatro horas al día y para todos y a donde quiera que fuese y hasta cuando me encerrase, abrumado por lecturas obligadas y sin gusto, condenado a la hipocresía del comercio intelectual, a la relación política, a la manifestación oportuna, con un «yo mismo» relegado a las copas de evasión y a algunos fines de semana. Pésima situación para el presunto poeta lírico.    EL EDITOR
    Sin embargo, como he dicho en otras ocasiones, Carlos Barral fue para el ojo público el editor de vanguardia que en los años cincuenta, rompiendo con el miedo y con la prudencia forzada, triunfa vertiginosamente gracias a una política editorial que fue un modelo de coherencia, de rigor y de visión de futuro.
    Gracias, primero, a Joan Petit, el hombre que Carlos encuentra en la editorial y que le apoyará de una manera decisiva en su proyecto, además de introducirle en los clásicos latinos tan presentes en su poesía, y después al grupo de amigos que formará un comité de lectura excepcional. Jaime Gil de Biedma, José María Castellet, José María Valverde y Gabriel Ferrater y, en la logística y organización, Jaime Salinas, le ayudarán en esa espléndida aventura cultural y, por el momento histórico en que se da, política, que fue la editorial Seix Barral mientras Carlos la dirigió.
    He dicho cultural y política, porque es evidente, y basta leer Los años sin excusa para percatarse de ello, que Carlos Barral y sus amigos quieren derruir con los libros que editan el obtuso muro de defensa que contra la nueva cultura de vanguardia y, por ende, de izquierdas, levantaban el franquismo y su censura.
    El éxito de la editorial fue fulgurante. La colección y el premio Biblioteca Breve dan a conocer a la nueva generación de novelistas españoles, como Juan Marsé, Juan García Hortelano, José Caballero Bonald, Luis Martín Santos, Jesús Fernández Santos y Luis Goytisolo, hasta llegar a Juan Benet. Con la concesión del premio a Mario Vargas Llosa, se lanzará el llamado boom latinoamericano. Mario Vargas, Julio Cortázar, Alejo Carpentier...; y antes que ellos y con ellos, la novela de punta de los países europeos, Svevo, Pavese, Gadda, Lessing, Böll, Robbe-Grillet, Marguerite Duras y otros muchos autores de la literatura universal... Y el Premio Internacional de Literatura, gestado entre Giulio Einaudi y Carlos Barral, sabiamente organizado por Jaime Salinas, unirá la pequeña editorial barcelonesa a las grandes casas editoriales europeas y convertirá a Carlos Barral en un editor conocido y respetado internacionalmente. Esa unión fue posible porque para ellos Carlos Barral y su grupo de amigos y colaboradores representaban la idea de la libertad cultural en un momento difícil y adverso para España.
    El discurso que Carlos Barral pronunció en la clausura del Congreso de Editores celebrado en Barcelona en mayo de 1962, terminó diciendo:
Lo que os he expuesto en nombre de mis colegas y en el mío propio, con un espíritu consciente y turbado, y sin embargo convencido de la necesidad de precisar estos extremos ante la audiencia trienal de los editores, no se deriva de un sentimiento puramente sentimental, aun admitiendo que este movimiento tiene también su parte de función, sino de la convicción profundamente enraizada de que sólo la verdad y la libertad, integradas una en la otra, pueden garantizar la libre circulación de las ideas y con ella, la dignidad humana por la que tantos de nuestros semejantes se han sacrificado.    El monumento a Carlos Barral editor lo levantan el catálogo de obras y autores publicados por la editorial Seix Barral, en los años que fue su director, y el catálogo de Barral Editores, mientras sobrevivió como editorial independiente.
 Fuente:
© Carlos Barral y Herederos de Carlos Barral:
    Memorias de infancia, 1990
    Años de penitencia, 1975
    Años sin excusa, 1977
    Cuando las horas veloces, 1988.
    © «La memoria de Carlos Barral»: Josep Maria Castellet, 2001.
    © «Un personaje singular»: Alberto Oliart Saussol, 2001.
    © Ediciones Península 2001
    DEPÓSITO LEGAL: B. 4.662-2OOI
    ISBN: 84-8307-333-1.
    Maquetación: I.p.S.A.C.

viernes, 17 de marzo de 2017

ROBERTO BOLAÑO. El secreto del mal.


El secreto del mal es el cuarto libro de cuentos, y el segundo de manera póstuma, del escritor chileno Roberto Bolaño (1953-2003), publicado en 2007 por la Editorial Anagrama en Barcelona, España, donde el autor falleció a la edad de 50 años.

Este libro fue publicado el mismo año que el libro de poemas La Universidad Desconocida, coincidiendo también con el lanzamiento de Los detectives salvajes en Estados Unidos. El orden de los cuentos fue determinado por los editores.

Como es lo usual en la obra del autor, el libro incluye también algunos ensayos y conferencias.


jueves, 16 de marzo de 2017

Carlos Fuentes


 Carlos Fuentes ha reunido en `Inquieta compañía` seis relatos propios del género fantástico.

Muertos vivientes, ángeles y vampiros deambulan por paisajes mexicanos acompañados de otros personajes definidos de forma realista, diseñados con el cuidadoso buril de los clásicos modernos de la literatura hispanoamericana.

Los relatos que aquí nos ofrece resultan inquietantes.

En `El amante del teatro` se alude a la ocupación de Iraq y, pese a que el protagonista, Lorenzo O`Shea, se hace pasar por irlandés, el tema va más allá del aparente voyeurismo: la mujer que observa desde su ventana es también la actriz que le obsesiona, como Ofelia, en una muda representación de Hamlet. Su silencio, también en la escena, nos conduce, como en otros relatos, a una deliberada ambigüedad final y al significado del espectador teatral, próximo al mirón.

Si el primer relato se sitúa en el Soho londinense, el segundo, `La gata de mi madre`, nos lleva ya a México y empieza como un cuadro de costumbres con el humor negro que descubriremos también en otros: la descripción de la muerte de la cruel Doña Emérita y su gata (`gata` significa también `criada`), mientras que la mansión donde viven y sus macabros secretos se convierten en el núcleo del relato.

`La buena compañía` se inicia en París, pero el protagonista se traslada a México, donde convivirá con dos extrañas tías en una no menos extraña mansión poblada de crueles fantasmas. Descubre su propia muerte, siendo niño, y Serena y Zenaida (las tías, también difuntas) cierran el relato de manera brillante, con un diálogo en el sótano donde se encuentran los féretros.

En el germen de `Calixta Brand`, la mansión en la que transcurre la historia vuelve a ser, una vez más, el eje principal de la misma. El protagonista es un ejecutivo para el que el paso del amor al odio viene acompañado de la invalidez de la esposa. Pero el cuadro que se modifica o las fotografías que al borrarse presagian la muerte, un toque muy a lo Dorian Grey, constituirán los misterios por los que caminaremos sabiamente conducidos: el árabe de un oscuro cuadro va convirtiéndose en el retrato de un médico-jardinero que cuidará de la mujer, hasta convertirse en ángel y desaparecer volando, llevándosela. Fuentes convierte lo inverosímil en simbólico.

También `La bella durmiente` se sitúa en México, aunque los orígenes y el significado del relato nos lleven a la Alemania nazi. Aquí, la acción se inicia en Chihuahua, en los años de Pancho Villa, si bien el protagonista se sitúa en la actualidad. Natural de Enden, Baur mantiene su racista espíritu germánico, aunque su cuerpo se haya convertido en una ruina. Médico de profesión, es llamado a visitar a su mujer, con la que se casó a los 55 años. La visita se convertirá en una pesadilla que retrotraerá a los personajes a los tiempos de los campos de exterminio.

Tampoco podía faltar `Vlad`, una historia de vampiros donde Eloy Zurinaga pide a su colaborador, el licenciado Navarro, que busque una mansión para un amigo que ha de llegar a México con su hija. Hasta entonces, la vida matrimonial de Navarro había discurrido plácidamente. Su esposa se encargará de buscar la casa apropiada, en la que hará construir un túnel y tapiar todas las ventanas para Vlad, un conde centroeuropeo que no será otro que Drácula.

Carlos Fuentes ha logrado, sirviéndose de materiales tópicos populares, construir relatos que trascienden la anécdota. No es casual que estas historias de misterio, de horror y muerte se hayan convertido en mitos universales. Fuentes los ha mexicanizado. Ha descrito de manera ejemplar y sobria paisajes de su patria y se ha servido de mecanismos elementales para convertirlos en historias cotidianas y confeccionar una literatura brillante y divertida, irracional, de amplio espectro, de gran nivel, como no podía ser menos.
Fuente: N.N.

SEGUNDA PARTE LA EVOLUCIÓN DEL GÉNERO NEGRO. LOS OTROS PADRES FUNDADORES.


MEMPO GIARDINELLI
SEGUNDA PARTE
 LA EVOLUCIÓN DEL GÉNERO NEGRO.
 LOS OTROS PADRES FUNDADORES


  El simple arte de matar
 Raymond Chandler: vida, literatura y teoría


   
    Sin dudas, entre las grandes trayectorias y obras que siguieron el camino trazado por Dashiell Hammett, destaca la de Raymond Thornton Chandler.
    Nacido en Chicago el 23 de julio de 1888 y fallecido en La Jolla, California, el 26 de marzo de 1959, a lo largo de su vida escribió no solamente una de las sagas fundacionales del género, sino varias de las más autorizadas y brillantes teorizaciones sobre la novela policial.
    Su preocupación mayor fue, en cierto modo, obtener para esta literatura —y para sí mismo— el reconocimiento que hasta entonces, y en cierto modo aún ahora, los medios literarios le retaceaban.
    Aunque llegó a ser mundialmente reconocido como uno de los dos más grandes escritores del género, Chandler parecía estar siempre disconforme y los prejuicios hacia su literatura lo irritaban y tornaban irónico. Quizás la causa de ello fue que se inició tardíamente en la literatura: tras educarse en Inglaterra (vivió en Europa entre 1896 y 1912), regresó a California con su madre en 1919. Allí se casó en 1924 con Pearl Cecily Bowen (“Cissy”), una mujer diecisiete años mayor que él y quien ya se había divorciado dos veces. El matrimonio duró treinta años (Cissy murió en 1954) y no tuvieron hijos.
    En los años 20 se dedicó a los negocios, llegó a ser ejecutivo de varias compañías petroleras y alcanzó una posición relativamente acomodada. Solo empezó a escribir por necesidad, y con mucho escepticismo, cuando perdió su empleo en plena depresión económica. Pero así como su comienzo fue tardío —escribió y publicó su primer cuento a los 45 años, en Black Mask en 1933 [64]— evidentemente le sobraba talento, sabiduría, calles recorridas y un profundo conocimiento de la idiosincracia californiana de aquella época.
    Aunque se inició como cuentista, igual que tantos escritores/as de todas las épocas, Chandler alcanzó fama y unánime respeto gracias a las siete novelas que escribió, protagonizadas todas por un detective-filósofo ciertamente excepcional: Phillip Marlowe.
    Esas novelas se han convertido de algún modo en siete grandes clásicos del género negro: El sueño eterno(The big sleep, 1939) [65], Adiós muñeca (Farewell my lovely, 1940) [66], La ventana siniestra (The high window, 1942) [67], La dama del lago (Lady in the lake, 1943) [68], La hermana pequeña (Little sister, 1949) [69] y El largo adiós (The long good-bye, 1953) [70] y Cóctel de barro, como se tradujo al castellano Playback (1958). [71]
    Pero si los cuentos no fueron lo más significativo en el posicionamiento universal de Chandler, no es menos cierto que eso se debió a una decisión personal consciente: él siempre quiso ser novelista. Y quizás por eso fue tan injusto consigo mismo al considerar que sus cuentos habían sido apenas intentos, exploraciones luego “fagocitadas” o “canibalizadas” —fueron sus palabras— por sus novelas.
    Como fuere, su narrativa cuentística es notable y orientadora en muchos sentidos, y obviamente contribuyó muchísimo a su prestigio literario. Sus títulos originales fueron: Five murderers (1944); Trouble is my business (1950); Pick-up on Noon Street (1953); Poodle springs (1959) Killer in the rain (1964) y The smell of fear (1965).
    En castellano su obra cuentística se encuentra recopilada en varios libros estupendos, entre ellos Viento rojo, traducido por Rodolfo J. Walsh para la Serie Negra que en los años 70 del siglo pasado dirigió Ricardo Piglia. [72] En esa misma colección se publicó también Peces de colores [73]. Y en los años 80 y en las colecciones de la Editorial Bruguera que dirigía Juan Martini aparecieron: Sangre española, Asesino en la lluvia, Bay City Blues y El lápiz y otros cuentos. [74]
    Es sabido que Chandler se ocupó de delinear con rigurosa precisión los límites del género negro, y esa fue, sin dudas, una parte de su obsesión por ser un novelista reconocido en la literatura de su país. Entre sus muchos intentos por hacer respetar el género que había abrazado destaca el ya mencionado breve ensayo titulado "El simple arte de matar” (The simple art of murder, 1950), que hoy en día sigue siendo un clásico de la teoría de la novela negra. Se trata del ensayo que aparece al final del libro del mismo nombre, integrado también por una introducción (la única que hizo Chandler en su vida, que sepamos) y tres cuentos largos que son parte de los 21 que escribió hasta convertirse en el genial novelista que llegó a ser. El cuento número 22 se titula “El lápiz", es de 1958 y se conoció poco antes de su muerte.
    Revisar todos los cuentos de Chandler es una aventura realmente interesante pues, leyéndolos, el lector iniciado en la narrativa chandleriana llega a reconocer muchas de las situaciones que hicieron fascinantes a sus siete novelas. De donde se deduce que, en efecto, los cuentos fueron para él ejercicios narrativos, algo así como un precalentamiento para la escritura de novelas.
    Y es que los cuentos de Chandler son, en general, largos, casi como pequeñas novelas o nouvelles, y ello se debió, seguramente, a las exigencias que imponían las revistas pulp en las que fueron apareciendo, como la legendaria Black Mask donde se publicaron once de sus relatos.
    Los tres cuentos que integran El simple arte de matar pueden considerarse entre los mejores de la producción chandleriana. El primero de ellos, “Las perlas son una molestia” (Pearls are a nuisance, de 1939), es la historia de dos borrachos que se persiguen, terminan amigos y despliegan un humor brutal y con diálogos deliciosos, todo en busca de un collar de perlas falsas. El personaje central es el detective aficionado Walter Gage, quien ya contiene todos los elementos temperamentales del luego peculiar Phillip Marlowe. Se trata de un relato que, por sobre lo policiaco (la búsqueda de las perlas, que a la postre son verdaderas y las tiene el brutal amigote), es un homenaje a la amistad entre un hombre honesto y un pillo entrañable, tema que más adelante retomaría Chandler en por lo menos dos de sus novelas.
    El segundo cuento del libro es “El denunciante” (Finger man). Escrito en 1934, es uno de los primeros relatos que escribió Chandler en su vida. Allí aparece un prematuro Marlowe, metido en una lucha entre hampones y políticos corruptos, que fue uno de los temas favoritos de Hammett, cuya influencia aquí es evidente. Marlowe se la pasa recibiendo golpes y encontrando cadáveres, y es tentado por ambos bandos, por una rubia voluminosa y por 22.000 dólares. Pero él sigue adelante con su tarea, resistiéndose con un ascetismo ya entonces notable. El tono del texto es de una crudeza y una percepción de la psicología humana excepcionales. Chandler evidencia ya aquí, además, su prosa latigueante, agilísima, y su dominio de las situaciones imprevistas.
    Por último, cierra este trío de relatos duros “El rey de amarillo” (The King in Yellow). Publicado por primera vez en 1938, este cuento narra la aventura de un mediocre detective de hotel, Steve Grayce, quien se ve envuelto en un lío con King, que es el trompetista al que él más ama y admira, pero al que ha tenido que expulsar del hotel por escandaloso. Claro que en su camino se cruza una mujer que él cree honorable e inocente —ha estado, años atrás, vinculada a King— y se pone de su lado aunque para ello deba enfrentar al músico que admira y aunque, al final, todo eso le cueste un amigo.
    Evidentemente, hay elementos comunes en los tres cuentos: el asesinato (“acto de infinita crueldad”, como lo define en el ensayo final); la inmoralidad social; la misoginia y el sabor amargo de los finales, en los que si bien se alcanzan los objetivos de los investigadores, siempre queda la sensación de que el afán de dinero fácil y de poder son un cáncer intrínseco de ese tipo de sociedad en que le tocó vivir a Chandler, y en la que hizo mover a sus personajes.
    Todo ello, en la idea de que el crimen, desde Hammett, salió de los jarrones y otros artículos sofisticados de los ricos, y de las mansiones con mayordomos de la campiña británica, para instalarse en el callejón, en los suburbios, en los arrabales donde vive la gente común. El perfecto conocimiento que tenía Chandler de las literaturas inglesa (recordemos que se había educado en Inglaterra) y norteamericana, se sumó a su extraordinaria capacidad de observación, y son tales cualidades las que explican por qué este escritor exquisito, de estupenda prosa y dominador tanto del lenguaje culto como del más soez, llegó a ser el escritor número uno de este género y uno de los más grandes de toda la literatura estadounidense del siglo XX.
    En “El simple arte de matar” Chandler desarrolla, de hecho, una apasionada defensa del realismo literario. En un pasaje en el que rinde un encendido homenaje a su predecesor y maestro Dashiell Hammett, Chandler dice: “Devolvió el asesinato al tipo de personas que lo cometen por algún motivo, y no por el solo hecho de proporcionar un cadáver. Y con los medios de que disponían, y no con pistolas de duelo cinceladas a mano, curare y peces tropicales. Describió a esas personas en el papel tales como son, y las hizo hablar y pensar en el lenguaje que habitualmente usan”.
    Chandler parte de la idea de que no existen “formas vitales e importantes del arte”, sino que solo existe el arte “y en muy escasa proporción”. En esa idea se apoya para sostener que el relato detectivesco es muy dificultoso, tanto o más que cualquier otro género literario, y analiza el fenómeno de los llamados best-sellers —ante el cual se indigna, resignado— y explica que el problema está dado por el “exceso de competencia”, particularmente en el caso del género policial. “Ni siquiera Einstein podría ir muy lejos —sostiene— si todos los años se publicaran trescientos tratados de física superior, y varios millares de otros, en una u otra forma, rondaran por ahí en excelentes condiciones y además se los leyera."
    En cuanto al género policial, admite que tanto los buenos como los malos relatos se refieren a las mismas cosas y casi de la misma manera. En todo caso, lo que le preocupa es el tipo de novela dedicada “al arte de engañar al lector.” Analiza algunas obras famosas por su popularidad (se detiene en una novela de Dorothy Sayers) y dice que ese tipo de obras habrá vendido mucho pero allí “nadie aprendió nada”. Critica duramente a la narrativa inglesa, cuyos escritores —dice— “es posible que no sean siempre los mejores escritores del mundo, pero son, sin comparación alguna, los mejores escritores aburridos del mundo". Y lo son, sostiene, porque “están demasiado elaborados y tienen demasiado poca conciencia de lo que sucede en el mundo”. Por eso discute a Sayers acerca de la naturaleza de la “literatura de evasión" frente a una supuesta “literatura de expresión*. Desdeña la jerga de los críticos y dice que “no hay temas vulgares; solo hay mentalidades vulgares”. Y sentencia: “Todo lo que se lee por placer es una evasión, se trate de un texto en griego, de un libro de matemáticas, de uno de astronomía, de uno de Benedetto Croce. Decir lo contrario es ser un esnob intelectual y un principiante en el arte de vivir”.
    El realismo, para Chandler, exige “demasiado talento, demasiado conocimiento, demasiada conciencia”. Para él, solo Hammett tenía todo eso y fue así como “demostró que el relato de detectives puede ser una forma de literatura importante”. Entonces pasa a describir el mundo hammettiano con minuciosidad, para concluir: “No es un mundo muy fragante, pero es el mundo en que vivimos; y ciertos escritores de mente recia y frío espíritu de desapego pueden dibujar en él tramas interesantes y hasta divertidas".
    De ahí, finalmente, se traslada a la descripción del tipo de protagonista de la nueva novela policial —aún no se llamaba género negro— para volver a reafirmarse en el realismo, esa literatura donde las cosas suceden y donde la vida vivida por el autor, junto con su talento, son prácticamente todo.
    En ese mismo texto Chandler sugiere algunas de las características que dieron fama a Marlowe y sus andanzas: la dureza. Según él, la relectura de las viejas revistas pulp permite "determinar cómo, cuándo y por qué medios el relato de misterio popular se despojó de sus buenos refinados modales y adquirió reciedumbre". Las causas de esa rudeza, sostiene, están a la mano: un mundo enloquecido; la maquinaria destructiva inventada ya antes de la bomba atómica; el primitivismo de la gente; la ambición desmedida por obtener dinero y poder. Así, el género negro “se hizo duro y cínico en cuanto a los motivos y en sus personajes”. Y explica esa dureza en la “exigencia de acción constante (...) En caso de duda, hay que hacer que un hombre aparezca en una puerta con una pistola en la mano". Y ello es así, dice, porque “un escritor que teme desbordarse es tan inútil como un general que tiene miedo de equivocarse”. [75]
    La defensa que hace en esas pocas páginas del ya entonces desdeñado género, es tan conmovedora como brillante. Casi se convierte —se diría— en una clase magistral sobre el arte de escribir, algo así como una aguda lección para escritores de cualquier género.
    Chandler ofrece allí tres claves que explican su vigencia a pesar del paso del tiempo (o gracias a ello): “Entre el humorismo monosilábico de la tira cómica y las sutilezas anémicas de los literatos hay una amplia extensión de territorio, en la cual el relato de misterio puede ser un mojón importante (...) Hay quienes consideran que la ficción detectivesca es un subgénero literario y no tienen para ello mejores argumentos que el de que por lo general no se atasca en oraciones subordinadas, complicada puntuación o subjuntivos hipotéticos”. Y después remata la idea rechazando todo rebuscamiento porque, dice, hay “otros que piensan que la menor distancia entre dos puntos va de una rubia a una cama”.
    Pero lo que sí admite es que “no hay clásicos del crimen y la investigación” si por clásico se entiende “una obra que agota las posibilidades de su forma y jamás puede ser superada".
    Pocos meses antes de morir en 1959, Chandler escribió ese último cuento (“El lápiz") en el que vuelve a aparecer su personaje principal, el detective Phillip Marlowe. Fue su primer —y último— relato después de veinte años de haber prácticamente abandonado el género cuentístico, puesto que desde que en 1939 publicara su primera novela, El sueño eterno, se había dedicado casi exclusivamente a escribir novelas y guiones cinematográficos.
    En una breve nota, advirtió que este cuento “fue escrito especialmente para Inglaterra”, y declaró también que en esos veinte años de carrera literaria “me he negado con persistencia a escribir cuentos cortos porque creo que las novelas son mi elemento natural, pero ahora me convencieron para hacerlo algunas personas que tengo en gran estima. Además, siempre he querido escribir un cuento sobre la técnica de los asesinatos del Sindicato”.
    El cuento no es tan corto (tiene unas cuarenta páginas) y además es, probablemente, una de las mejores piezas chandlerianas, producto de su madurez literaria y vital, y efectivamente desnuda las metodologías del accionar del hampa norteamericana, lo que él llama “el Sindicato del Crimen”. Es una lección de maestría narrativa, un ejemplo de cómo opera el delito y un testimonio del grado de corrupción y temor que entonces tenía la sociedad norteamericana, incapaz de sancionar y eliminar al “Sindicato". Claro que ese Marlowe ya adulto y decepcionado todavía podía confiar en unos pocos amigos, como el viejo Bernie Ohls o esa muchacha que lo ama con un amor tan duro como él mismo: Anne Riordan.
    Este cuento permaneció totalmente desconocido durante muchos años. En lengua castellana se lo conoció apenas en 1981, cuando la Editorial Bruguera de Barcelona lo publicó inmediatamente después de que el público norteamericano lo conociera (el copyright original es de College Trustees y corresponde a ese mismo año de 1981). Fue rescatado bajo el sello de la estupenda Serie Negra que dirigía Martini, en un volumen en el que también se incluyen —bajo el título de El lápiz y otros cuentos— “Nevada gas" y “Los chantajistas no matan” (o no disparan), que son dos de los primeros relatos que escribió Chandler en su vida y que se publicaron en Black Masken 1935 y 1933 respectivamente.
    “El lápiz”, veinte años después del nacimiento de Marlowe en la literatura negra, muestra a este detective en su mejor momento. Su escepticismo es absoluto y su desconfianza hacia la sociedad en la que se desenvuelve es total; por eso mismo, el hampa finalmente sale impune. "No es extraño que un hombre sea asesinado, pero a veces resulta extraño que lo asesinen por tan poca cosa y que su muerte sea el sello de lo que llamamos civilización”, había escrito años antes en “El simple arte de matar”.
    Casi inmediatamente después de la terminación de este texto, el 26 de marzo de 1959 Raymond Chandler moría, alcohólico y solo, en La Jolla, California, a los 70 años de edad.

miércoles, 15 de marzo de 2017

Javier Marías Corazón tan blanco Prólogo de Elide Pittarello.

 


Javier Marías
 Corazón tan blanco
Prólogo de Elide Pittarello



 Hace quince años, Javier Marías, muy noctámbulo por aquel entonces, tenía la costumbre de salir todas las noches o casi. Si una de esas noches no hubiera decidido quedarse en casa, posiblemente Corazón tan blanco hoy no existiría. Cuenta el autor que vio por la televisión el Macbeth de Orson Welles y que de aquella versión cinematográfica de la obra de Shakespeare surgió «el primer latido» —una metáfora tomada de Nabokov— de la novela más leída y traducida de Javier Marías, la que le supuso una fama internacional de proporciones inimaginables.
A partir de El hombre sentimental, en Francia eran ya muy apreciadas las obras de este escritor, pero nada comparable, sin embargo, con lo que pasaría en Alemania años más tarde, donde Corazón tan blanco se convirtió en un verdadero fenómeno literario.
El destino de este libro vino marcado de nuevo por la televisión: durante el programa estrella de literatura de este país, de gran audiencia, el estricto y vehemente crítico Marcel Reich-Ranicki, junto con otros tres colegas, definió la novela como una obra maestra. Era el año 1996. Esa consagración despertó el interés editorial de varios países, incluidos los que se habían mostrado tibios hasta ese momento. Las traducciones se multiplicaron, extendiendo en el extranjero el éxito que Corazón tan blanco había tenido en España desde el momento de su publicación, en 1992, donde la novela fue galardonada con el Premio de la Crítica de Narrativa. El Premio Internacional IMPAC de Literatura, que le fue otorgado en Dublín, en 1997, confirmó cuan lejos había llegado su notoriedad.
Corazón tan blanco es una novela que pone en crisis valores sólidamente adquiridos por la cultura occidental. El conflicto estalla en el ámbito del matrimonio, la institución que tiene la difícil tarea de reglamentar la relación amorosa, en teoría la que se elige con mayor libertad.
Juan, un traductor que trabaja para organismos internacionales, se casa con Luisa, una colega a la que conoce durante un encuentro entre dos altos cargos políticos: una dama inglesa y un caballero español, parodias probables de Margaret Thatcher y Felipe González.
En una de las páginas más cómicas de la novela, la sátira que denuncia las artimañas ocultas del poder sirve a la vez para insinuar el leit-motiv que irá envenenando, capítulo tras capítulo, las relaciones entre los varios personajes. Asumir la idea de que «todo el mundo obliga a todo el mundo» es, en efecto, dejar de creer en la libertad como posibilidad de elección, aun dentro de los límites que imponen las circunstancias exteriores y las pulsiones individuales. Este determinismo encubierto recorre toda la novela, una historia que, como ha declarado Javier Marías, trata del matrimonio y el secreto, de la persuasión y de la sospecha. Y así es. Pero se puede añadir que trata también de las consecuencias trágicas del amor y de sus riesgos. En sus arduas negociaciones con la razón, la pasión amorosa muestra aquí su lado más oscuro y ambiguo. Y también el más siniestro.
Todo ese inquietante conjunto, sutilmente sugerido, va provocando un perdurable «presentimiento de desastre» en Juan, el narrador, quien va dando cuenta del año que lleva casado con Luisa, y de la aprensión que siente desde el mismo día de la boda, cuando Ranz, su brillante padre que hizo fortuna como crítico de arte bajo el franquismo, le recomienda que jamás le cuente ningún secreto a la mujer con la que acaba de casarse. El padre, muy seguro de sí mismo, da ese extraño consejo a un hijo lleno de dudas, mientras le pone una mano en el hombro. Esa advertencia, a la vez afable y misteriosa y sin posibilidad de réplica, queda desde ese momento ligada a ese gesto ambiguo, que tanto puede significar protección como amenaza. Intrigado por esta actitud del padre, Juan emprende entonces una atormentada labor detectivesca acerca de su progenitor, que lo lleva a impactantes descubrimientos.
Por otra parte, con la famosa frase «No he querido saber, pero he sabido» con que Juan inaugura su relato, lo que está diciendo implícitamente es que no quisiera ser quien es, ni contar lo que está contando, un malestar que se refleja en su discurso como un forcejeo incesante entre el decir y el callar.
Obligado a reelaborar el relato de sus orígenes con cada nueva pieza ominosa que surge del rompecabezas familiar, el narrador se va sintiendo cada vez más a la expectativa de alguna catástrofe. El otro es para él un enigma peligroso, sentimiento que acaba haciendo extensivo tanto a familiares como a desconocidos. La metamorfosis se encuentra al acecho en todas las relaciones y no deja a salvo ninguna identidad. La sombra del doble apunta insistente a lo largo de la novela, lo mismo que la obsesión asociativa mediante la cual el narrador conecta arbitrariamente, en el espacio y el tiempo, a las parejas más heterogéneas. Por ejemplo, los desconocidos Miriam y Guillermo, que planean la muerte de la mujer de él en el mismo hotel de La Habana que ocupa el narrador en su viaje de bodas, comparten algún detalle con Berta, una amiga del narrador de Nueva York, y Bill, su ocasional amante, un hombre encontrado a través de un anuncio y que somete a la mujer a perversas vejaciones. En las inquietantes hipótesis del narrador, cada uno de estos personajes tiene a su vez algo en común no sólo con él mismo y con Luisa, su mujer sino con su propio padre y las mujeres de las que éste ha enviudado, es decir su madre y, con anterioridad, una hermana de ella.
En Corazón tan blanco, la atracción sexual, móvil de la vida, aparece siempre con su instinto contrario la violencia.
El cuerpo como escenario de pasiones fatales, sobre todo el cuerpo femenino. La mujer como gran misterio. Sea cual sea el país, la clase social, la circunstancia, todas las mujeres de esta novela interrumpen en un momento dado la comunicación verbal, se sumergen en el sonido de su propia voz y excluyen canturreando al hombre que tienen al lado. Ellas ignoran que es sobre todo durante ese ensimismamiento cuando la superficie de su carne es siempre más vulnerable.
De esa contradicción no escapa tampoco el narrador, quien, indeciso entre la pasividad y la voluntad de poder, desconfía de Luisa, su esposa, a la que por otra parte ama con pasión.
Para él, uno no es responsable de lo que hace, sino de lo que escucha; «los oídos no tienen párpados», dice gráficamente. Esta ética subversiva, que recorre toda la novela, emerge del breve capítulo dedicado a Macbeth, en concreto el fragmento tras la escena del asesinato de Duncan. Después de consolar al marido desencajado que acaba de apuñalar al rey, Lady Macbeth embadurna con la sangre del muerto las caras de los guardias previamente drogados, y abandona cerca de sus cuerpos las dagas usadas para el delito. Entonces, justo después de concluir la acción que les garantiza a ambos la impunidad, la instigadora del asesinato le dice al asesino: «Mis manos son de tu color, pero me avergüenzo de llevar un corazón tan blanco».
Afirma Javier Marías haberse fijado en esta frase por su ambigüedad extrema, ya que el contexto no permite averiguar si el adjetivo «blanco» es ahí un símbolo de inocencia o de cobardía.
En el Macbeth de Shakespeare, que retoma el modelo de la tragedia clásica, la pareja diabólica, de repente temerosa y frágil tras cometer el regicidio, acabará aplastada por el peso moral de su secreto, una consecuencia con la que ninguno de los dos culpables contaba. En el Macbeth de Javier Marías, sin embargo, el destino de la pareja malvada no se menciona, porque importa menos el castigo del crimen que la necesidad de contarlo, la relación entre lo que se hace y lo que se dice.
A diferencia de las palabras, con los hechos no hay vuelta atrás: acontecen de una vez para siempre. Sin embargo, los hechos existen sólo si alguien los recuerda y los refiere. Esta idea, que alimenta gran parte de la narrativa de Javier Marías, atañe a la verdad como práctica discursiva, al evento que llega a ser real sólo si es relatado, como en el caso de Macbeth, que «hace el hecho», es decir, mata, instigado por su esposa, pero Lady Macbeth sólo comparte la responsabilidad cuando sabe de esa muerte. Éste es el sorprendente planteamiento moral del narrador, quien al final de la novela, pudiendo no escuchar el secreto que Ranz, su padre, le cuenta a Luisa, decide sin embargo hacerlo, y cargar así con una herencia ensangrentada que, a su vez, él mismo va a transmitir mediante un relato.
En este sentido, Corazón tan blanco puede leerse asimismo como la fracasada resistencia de una conciencia que ha perdido la protección que le aseguraban la ignorancia y el olvido. Vista así la historia, se entiende por qué la novela ha sido interpretada también en un sentido político, como una alegoría de la transición española, que no habría podido llevarse a cabo sin un pacto leí silencio. La turbia figura de Ranz, que había acumulado su fortuna bajo el franquismo, queda impune; Juan, el hijo, que había aceptado la vida acomodada que el padre le ofrecía, una vez sabe lo que no quería saber no lo juzga, y, descubierta al fin la procedencia del mal que justifica a posteriori sus «presentimientos de desastre», el autor interrumpe la historia dejando el final abierto, lo que en ningún modo apacigua sino que, por el contrario, lleva a su máxima tensión la zozobra, que había introducido en el lector desde la primera inolvidable escena de este libro.
ELIDE PITTARELLO


  Para Julia Altares
Pese a Julia Altares y a Lola Manera, de La Habana in memoriam


  «My hands are of your colour; but I shame to wear a heart so white.»

SHAKESPEARE
o bien
«Mis manos son de tu color; pero me avergüenzo de llevar un corazón tan blanco.»


  Corazón tan blanco



 No he querido saber, pero he sabido que una de las niñas, cuando ya no era niña y no hacía mucho que había regresado de su viaje de bodas, entró en el cuarto de baño, se puso frente al espejo, se abrió la blusa, se quitó el sostén y se buscó el corazón con la punta de la pistola de su propio padre, que estaba en el comedor con parte de la familia y tres invitados. Cuando se oyó la detonación, unos cinco minutos después de que la niña hubiera abandonado la mesa, el padre no se levantó en seguida, sino que se quedó durante algunos segundos paralizado con la boca llena, sin atreverse a masticar ni a tragar ni menos aún a devolver el bocado al plato; y cuando por fin se alzó y corrió hacia el cuarto de baño, los que lo siguieron vieron cómo mientras descubría el cuerpo ensangrentado de su hija y se echaba las manos a la cabeza iba pasando el bocado de carne de un lado a otro de la boca, sin saber todavía qué hacer con él. Llevaba la servilleta en la mano, y no la soltó hasta que al cabo de un rato reparó en el sostén tirado sobre el bidet, y entonces lo cubrió con el paño que tenía a mano o tenía en la mano y sus labios habían manchado, como si le diera más vergüenza la visión de la prenda íntima que la del cuerpo derribado y semidesnudo con el que la prenda había estado en contacto hasta hacía muy poco: el cuerpo sentado a la mesa o alejándose por el pasillo o también de pie. Antes, con gesto automático, el padre había cerrado el grifo del lavabo, el del agua fría, que estaba abierto con mucha presión. La hija había estado llorando mientras se ponía ante el espejo se abría la blusa, se quitaba el sostén y se buscaba el corazón porque, tendida en el suelo frío del cuarto de baño enorme tenía los ojos llenos de lágrimas, que no se habían visto durante el almuerzo ni podían haber brotado después de caer sin vida. En contra de su costumbre y de la costumbre general, no había echado el pestillo, lo que hizo pensar al padre (pero brevemente y sin pensarlo apenas, en cuanto tragó) que quizá su hija, mientras lloraba, había estado esperando o deseando que alguien abriera la puerta y le impidiera hacer lo que había hecho, no por la fuerza sino con su mera presencia, por la contemplación de su desnudez en vida o con una mano en el hombro. Pero nadie (excepto ella ahora, y porque ya no era una niña) iba al cuarto de baño durante el almuerzo. El pecho que no había sufrido el impacto resultaba bien visible, maternal y blanco y aún firme, y fue hacia él hacia donde se dirigieron instintivamente las primeras miradas, más que nada para evitar dirigirse al otro, que ya no existía o era sólo sangre. Hacía muchos años que el padre no había visto ese pecho, dejó de verlo cuando se transformó o empezó a ser maternal, y por eso no sólo se sintió espantado, sino también turbado. La otra niña, la hermana, que sí lo había visto cambiado en su adolescencia y quizá después, fue la primera en tocarla, y con una toalla (su propia toalla azul pálido, que era la que tenía tendencia a coger) se puso a secarle las lágrimas del rostro mezcladas con sudor y con agua, ya que antes de que se cerrara el grifo, el chorro había estado rebotando contra la loza y habían caído gotas sobre las mejillas, el pecho blanco y la falda arrugada de su hermana en el suelo. También quiso, apresuradamente, secarle la sangre como si eso pudiera curarla, pero la toalla se empapó al instante y quedó inservible para su tarea, también se tiñó. En vez de dejarla empaparse y cubrir el tórax con ella, la retiró en seguida al verla tan roja (era su propia toalla) y la dejó colgada sobre el borde de la bañera, desde donde goteó. Hablaba, pero lo único que acertaba a decir era el nombre de su hermana, y a repetirlo. Uno de los invitados no pudo evitar mirarse en el espejo a distancia y atusarse el pelo un segundo, el tiempo suficiente para notar que la sangre y el agua (pero no el sudor) habían salpicado la superficie y por tanto cualquier reflejo que diera, incluido el suyo mientras se miró. Estaba en el umbral, sin entrar, al igual que los otros dos invitados, como si pese al olvido de las reglas sociales en aquel momento, consideraran que sólo los miembros de la familia tenían derecho a cruzarlo. Los tres asomaban la cabeza tan sólo, el tronco inclinado como adultos escuchando a niños, sin dar el paso adelante por asco o respeto, quizá por asco, aunque uno de ellos era médico (el que se vio en el espejo) y lo normal habría sido que se hubiera abierto paso con seguridad y hubiera examinado el cuerpo de la hija, o al menos, rodilla en tierra, le hubiera puesto en el cuello dos dedos. No lo hizo, ni siquiera cuando el padre, cada vez más pálido e inestable, se volvió hacia él y, señalando el cuerpo de su hija, le dijo «Doctor», en tono de imploración pero sin ningún énfasis, para darle la espalda a continuación, sin esperar a ver si el médico respondía a su llamamiento. No sólo a él y a los otros les dio la espalda, sino también a sus hijas, a la viva y a la que no se atrevía a dar aún por muerta, y, con los codos sobre el lavabo y las manos sosteniendo la frente, empezó a vomitar cuanto había comido, incluido el pedazo de carne que acababa de tragarse sin masticar. Su hijo, el hermano, que era bastante más joven que las dos niñas, se acercó a él, pero a modo de ayuda sólo logró asirle los faldones de la chaqueta, como para sujetarlo y que no se tambaleara con las arcadas, pero para quienes lo vieron fue más bien un gesto que buscaba amparo en el momento en que el padre no se lo podía dar. Se oyó silbar un poco. El chico de la tienda, que a veces se retrasaba con el pedido hasta la hora de comer y estaba descargando sus cajas cuando sonó la detonación, asomó también la cabeza silbando, como suelen hacer los chicos al caminar, pero en seguida se interrumpió (era de la misma edad que aquel hijo menor), en cuanto vio unos zapatos de tacón medio descalzados o que sólo se habían desprendido de los talones y una falda algo subida y manchada —unos muslos manchados—, pues desde su posición era cuanto de la hija caída se alcanzaba a ver. Como no podía preguntar ni pasar, y nadie le hacía caso y no sabía si tenía que llevarse cascos de botellas vacíos, regresó a la cocina silbando otra vez (pero ahora para disipar el miedo o aliviar la impresión), suponiendo que antes o después volvería a aparecer por allí la doncella, quien normalmente le daba las instrucciones y no se hallaba ahora en su zona ni con los del pasillo, a diferencia de la cocinera, que, como miembro adherido de la familia, tenía un pie dentro del cuarto de baño y otro fuera y se limpiaba las manos con el delantal, o quizá se santiguaba con él. La doncella, que en el momento del disparo había soltado sobre la mesa de mármol del office las fuentes vacías que acababa de traer, y por eso lo había confundido con su propio y simultáneo estrépito, había estado colocando luego en una bandeja, con mucho tiento y poca mano —mientras el chico vaciaba sus cajas con ruido también—, la tarta helada que le habían mandado comprar aquella mañana por haber invitados; y una vez lista y montada la tarta, y cuando hubo calculado que en el comedor habrían terminado el segundo plato, la había llevado hasta allí y la había depositado sobre una mesa en la que, para su desconcierto, aún había restos de carne y cubiertos y servilletas soltados de cualquier manera sobre el mantel y ningún comensal (sólo había un plato totalmente limpio, como si uno de ellos, la hija mayor, hubiera comido más rápido y lo hubiera rebañado además, o bien ni siquiera se hubiera servido carne). Se dio cuenta entonces de que, como solía, había cometido el error de llevar el postre antes de retirar los platos y poner otros nuevos, pero no se atrevió a recoger aquéllos y amontonarlos por si los comensales ausentes no los daban por finalizados y querían reanudar (quizá debía haber traído fruta también). Como tenía ordenado que no anduviera por la casa durante las comidas y se limitara a hacer sus recorridos entre la cocina y el comedor para no importunar ni distraer la atención, tampoco se atrevió a unirse al murmullo del grupo agrupado a la puerta del cuarto de baño por no sabía aún qué motivo, sino que se quedó esperando, las manos a la espalda y la espalda contra el aparador, mirando con aprensión la tarta que acababa de dejar en el centro de la mesa desierta y preguntándose si no debería devolverla a la nevera al instante, dado el calor. Canturreó un poco, levantó un salero caído, sirvió vino a una copa vacía, la de la mujer del médico, que bebía rápido. Al cabo de unos minutos de contemplar cómo esa tarta empezaba a perder consistencia, y sin verse capaz de tomar una decisión, oyó el timbre de la puerta de entrada, y como una de sus funciones era atenderla, se ajustó la cofia, se puso el delantal más recto, comprobó que sus medias no estaban torcidas y salió al pasillo. Echó un vistazo fugaz a su izquierda, hacia donde estaba el grupo cuyos murmullos y exclamaciones había oído intrigada, pero no se entretuvo ni se acercó y fue hacia la derecha, como era su obligación. Al abrir se encontró con risas que terminaban y con un fuerte olor a colonia (el descansillo a oscuras) procedente del hijo mayor de la familia o del reciente cuñado que había regresado de su viaje de bodas no hacía mucho, pues llegaban los dos a la vez, posiblemente porque habían coincidido en la calle o en el portal (sin duda venían a tomar café, pero nadie había hecho aún el café). La doncella casi rio por contagio, se hizo a un lado y los dejó pasar, y aún tuvo tiempo de ver cómo cambiaba en seguida la expresión de sus rostros y se apresuraban por el pasillo hacia el cuarto de baño de la multitud. El marido, el cuñado, corría detrás muy pálido, con una mano sobre el hombro del hermano, como si quisiera frenarlo para que no viera lo que podía ver, o bien agarrarse a él. La doncella no regresó ya al comedor, sino que los siguió, apretando también el paso por asimilación, y cuando llegó a la puerta del cuarto de baño volvió a notar, aún más fuerte, el olor a colonia buena de uno de los caballeros o de los dos, como si se hubiera derramado un frasco o lo hubiera acentuado un repentino sudor. Se quedó allí sin entrar, con la cocinera y con los invitados, y vio, de reojo, que el chico de la tienda pasaba ahora silbando de la cocina al comedor, buscándola seguramente; pero estaba demasiado asustada para llamarle o reñirle o hacerle caso. El chico, que había visto bastante con anterioridad, sin duda permaneció un buen rato en el comedor y luego se fue sin decir adiós ni llevarse los cascos de botellas vacíos, ya que cuando horas después la tarta derretida fue por fin retirada y arrojada a la basura envuelta en papel, le faltaba una considerable porción que ninguno de los comensales se había comido y la copa de la mujer del médico volvía a estar sin vino. Todo el mundo dijo que Ranz, el cuñado, el marido, mi padre, había tenido muy mala suerte, ya que enviudaba por segunda vez.


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