domingo, 12 de febrero de 2017

William Ford Gibson. Novela: Neuromante.


William Ford Gibson, (Conway, Carolina, 17 de marzo de 1948) es un escritor de ciencia ficción estadounidense-canadiense, considerado el padre del cyberpunk, un género de la ciencia ficción que retrata mundos de un futuro próximo en los que sociedades descentralizadas se encuentran saturadas de tecnologías complejas y dominadas por grandes corporaciones multinacionales.

Sus primeros relatos de ciencia ficción aparecieron a finales de la década de 1970, muchos de ellos en la revista `Omni`. Su primer libro, `Neuromante` (1984), está reconocido como la primera novela cyberpunk y muchos consideran que se trata de la obra de ciencia ficción más importante de la década de 1980. En ella. se muestra un mundo impersonal en el que los derechos individuales están constantemente amenazados por grupos de corporaciones que controlan la sociedad. Los héroes del libro, Case y Molly, tienen cuerpos con alteraciones cibernéticas -es decir, incluyen elementos mecánicos y electrónicos- y utilizan sus habilidades para operar directamente en el ciberespacio, el mundo creado nacido de la yuxtaposición de la mente humana y la infromática. El lenguaje empleado en `Neuromante` contribuyó enormemente al desarrollo de un vocabulario cyberpunk con la incorporación de palabras como ciberespacio o realidad virtual (un entorno simulado por ordenador y similar al mundo real). La novela también se refiere a la posibilidad de un futuro apocalíptico y los aspectos inherentes a la alteración tecnológica del cuerpo humano. Gibson obtuvo, con `Neuromante`, los Premios Nebula (1984) y Hugo (1985), dos de los más importantes para literatura de ciencia ficción.

Gibson es autor también de otras obras cyberpunk como la colección de cuentos `Quemando cromo` (1986), que incluye `Johnny Mnemonic` y las novelas `Conde Cero` (1986), `Mona Lisa acelerada` (1988) y `Luz virtual` (1993). `La máquina de la diferencia` (1990), escrito junto al también americano Bruce Sterling, emplea elementos de las novelas policíacas y de la intriga histórica en su narración situado en una Inglaterra victoriana (mitad final del siglo XIX), en la que los ordenadores son el motor de la revolución industrial. También ha experimentado con otras formas literarias: `Dream Jumbo` (1989) es un texto pensado para acompañar una manifestación artística, y concibió `Agripa, un libro de los muertos` (1992) como un poema sobre su padre bajo un conjunto de imágenes y textos contenidos en un disco informático y que estaban pensados para desvanecerse rápidamente una vez que se hubieran leído.
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«El cielo sobre el puerto era del color de la televisión, sintonizada en un canal muerto.» El primer enunciado de la novela de Gibson establece el tono de esta historia ultramoderna de gente que se mueve en un paisaje electrónico. Siguiendo las huellas de Alfred Bester, William Burroughs y (tal vez) Samuel R. Delany, pero inspirándose en los sueños del Silicon Valley, el autor ha creado un thriller romántico y triste, tan actual como los juegos de video, los trasplantes de órganos y la investigación sobre inteligencia artificial, todo lo cual tiene su papel en la narración. Es un libro ágil, sólidamente escrito, ingeniosamente inventivo, ocasionalmente divertido y siempre poético, a veces desconcertante y tan bien ajustado como un circuito de microchip. Tiene algunos de los defectos previsibles en un primer libro: efectos algo forzados y una complejidad excesiva que una y otra vez entorpece la línea narrativa. Pero son defectos propios de una ambición auténtica y de un talento exuberante. El héroe, Case, es un vaquero computarizado, con cultura callejera. Gracias a la utilización de su sofisticado equipo electrónico del mundo del siglo XXI, es capaz de entrar en el «ciberespacio», un área donde la información acumulada de los circuitos de ordenadores del planeta adquiere una realidad aparentemente tridimensional. Moviéndose en el ciberespacio, puede alterar los programas de computación y penetrar en la memoria de los bancos comerciales para robar valiosos datos.
Fuente: N.N.
Fragmento
WILLIAM GIBSON


Neuromante



A Deb
que lo hizo posible
con amor
 I
Los blues de Chiba City
 1

EL CIELO SOBRE EL PUERTO tenía el color de una pantalla de televisor sintonizado en un canal muerto.
-No es que esté desahogándome -Case oyó decir a alguien mientras a golpes de hombro se abría paso entre la multitud frente a la puerta del Chat-.  Es como si mi cuerpo hubiese desarrollado toda esta deficiencia de drogas -era una voz del Ensanche y un chiste del Ensanche.  El Chatsubo era un bar para expatriados profesionales; podías pasar allí una semana bebiendo y nunca oír dos palabras en japonés.
Ratz estaba sirviendo en el mostrador, sacudiendo monótonamente el brazo protésico mientras llenaba una bandeja de vasos de kirin de barril.  Vio a Case y sonrió; sus dientes, una combinación de acero europeo oriental y caries marrones.  Case encontró un sitio en la barra, entre el improbable bronceado de una de las putas de Lonny Zone y el flamante uniforme naval de un africano alto cuyos pómulos estaban acanalados por precisos surcos de cicatrices tribales.
-Wage estuvo aquí temprano, con dos matones -dijo Ratz, empujando una cerveza por la barra con la mano buena-. ¿Negocios contigo tal vez, Case?
Case se encogió de hombros.  La chica de la derecha soltó una risita y lo tocó suavemente con el codo.  La sonrisa del barman se ensanchó.  La fealdad de Ratz era tema de leyenda.  Era de una belleza asequible, la fealdad tenía algo de heráldico.  El arcaico brazo chirrió cuando se extendió para alcanzar otra jarra.  Era una prótesis militar rusa, un manipulador de fuerza retroalimentada con siete funciones, acoplado a una mugrienta pieza de plástico rosado.
-Eres demasiado el artiste, Herr Case. -Ratz gruñó; el sonido le sirvió de risa.  Se rascó con la garra rosada el exceso de barriga enfundada en una camisa blanca. - Eres el artiste del negocio ligeramente gracioso.
-Claro -dijo Case, y tomó un sorbo de cerveza-.  Alguien tiene que ser gracioso aquí.  Ten por seguro que ése no eres tú.
La risita de la puta subió una octava.
-Tampoco tú, hermana.  Así que desaparece, ¿de acuerdo?  Zone es un íntimo amigo mío.
Ella miró a Case a los ojos y produjo un sonido de escupitajo lo más leve posible, moviendo apenas los labios.  Pero se marchó.
-¡Jesús! -dijo Case-. ¿Qué clase de antro tienes?  Uno no puede tomarse un trago en paz.
-Mmm -dijo Ratz frotando la madera rayada con un trapo-.  Zone ofrece un porcentaje.  A ti te dejo trabajar aquí porque me entretienes.
Cuando Case levantó su cerveza, se hizo uno de esos extraños instantes de silencio, como si cien conversaciones inconexas hubiesen llegado simultáneamente a la misma pausa.  La risa de la puta resonó entonces, con un cierto deje de histeria.
Ratz gruñó: -Ha pasado un ángel.
-Los chinos -vociferó un australiano borracho-; los chinos inventaron el empalme de nervios.  Para una operación de nervios, nada como el continente.  Te arreglan de verdad, compañero...
-Lo que faltaba -dijo Case a su vaso, sintiendo que toda la amargura le subía como una bilis-; eso sí que es una mierda.
Ya los japoneses habían olvidado más de neurocirugía de lo que los chinos habían sabido nunca.  Las clínicas negras de Chiba eran lo más avanzado: cuerpos enteros reconstruidos mensualmente, y con todo, aún no lograban reparar el daño que le habían infligido en aquel hotel de Memphis.
Un año allí y aún soñaba con el ciberespacio, la esperanza desvaneciéndose cada noche.  Toda la cocaína que tomaba, tanto buscarse la vida, tanta chapuza en Night City, y aún veía la matriz durante el sueño: brillantes reticulados de lógica desplegándose sobre aquel incoloro vacío... Ahora el Ensanche era un largo y extraño camino a casa al otro lado del Pacífico, y él no era un operador, ni un vaquero del ciberespacio.  Sólo un buscavidas más, tratando de arreglárselas.  Pero los sueños acudieron en la noche japonesa como vudú en vivo, y lloraba por eso, lloraba en sueños, y despertaba solo en la oscuridad, aovillado en la cápsula de algún hotel de ataúdes, con las manos clavadas en el colchón de gomaespuma, tratando de alcanzar la consola que no estaba allí.

-Anoche vi a tu chica -dijo Ratz, pasando a Case un segundo kirin.
-No tengo -dijo Case, y bebió.
-La señorita Linda Lee.
Case sacudió la cabeza.
-¿No tienes chica? ¿Nada? ¿Sólo negocios, amigo artista? -Los ojos pequeños y marrones del barman anidaban profundamente en una piel arrugada. - Creo que me gustabas más con ella.  Te reías más.  Ahora, una de estas noches, tal vez te pongas demasiado artístico; terminarás en los tanques de la clínica; piezas de recambio.
-Me estás rompiendo el corazón, Ratz. -Case terminó su cerveza, pagó y se fue, hombros altos, estrechos y encogidos bajo la cazadora de nailon caqui manchada de lluvia.  Abriéndose paso entre la multitud de Ninsei, podía oler su propio sudor rancio.
Case tenía veinticuatro años.  A los veintidós, había sido vaquero, un cuatrero, uno de los mejores del Ensanche.  Había sido entrenado por los mejores, por McCoy Pauley y Bobby Quine, leyendas en el negocio.  Operaba en un estado adrenalínico alto y casi permanente, un derivado de juventud y destreza, conectado a una consola de ciberespacio hecha por encargo que proyectaba su incorpórea conciencia en la alucinación consensual que era la matriz.  Ladrón, trabajaba para otros: ladrones más adinerados, patrones que proveían el exótico software requerido para atravesar los muros brillantes de los sistemas empresariales, abriendo ventanas hacia los ricos campos de la información.
Cometió el clásico error, el que se había jurado no cometer nunca.  Robó a sus jefes.  Guardó algo para él y trató de escabullirlo por intermedio de un traficante en Amsterdam.  Aún no sabía con certeza cómo fue descubierto, aunque ahora no importaba.  Esperaba que lo mataran entonces, pero ellos sólo sonrieron.  Por supuesto que era bienvenido, le dijeron, bienvenido al dinero.  E iba a necesitarlo.  Porque -aún sonriendo- ellos se iban a encargar de que nunca más volviese a trabajar.
Le dañaron el sistema nervioso con una micotoxina rusa de los tiempos de la guerra.
Atado a una cama en un hotel de Memphis, el talento se le extinguió micrón a micrón y alucinó durante treinta horas
El daño fue mínimo, sutil, y totalmente efectivo.
Para Case, que vivía para la inmaterial exultación del ciberespacio, fue la Caída.  En los bares que frecuentaba como vaquero estrella, la actitud distinguida implicaba un cierto y desafectado desdén por el cuerpo.  El cuerpo era carne.  Case cayó en la prisión de su propia carne.

El total de sus bienes fue rápidamente convertido a nuevos yens, un grueso fajo del viejo papel moneda que circulaba interminablemente por el circuito cerrado de los mercados negros del mundo como las conchas marinas de los isleños de Trobriand.  En el Ensanche era difícil hacer negocios legítimos con dinero en efectivo; en Japón ya era ilegal.
En Japón supo con firme y absoluta certeza que conseguiría curarse.  En Chiba.  Ya fuese en una clínica legalizada o en la tierra umbría de la medicina negra.  Sinónimo de implantes, de empalmes de nervios y microbiónica, Chiba era un imán para las subculturas tecnodelictivas.
En Chiba, vio cómo sus nuevos yens se desvanecían en una ronda de dos meses de exámenes y consultas.  Los hombres de las clínicas negras, la última esperanza de Case, admiraron la pericia con que lo habían lisiado, y luego, lentamente, menearon la cabeza.
Ahora dormía en los ataúdes más baratos, los más cercanos al puerto, bajo los faros de cuarzo halógeno que iluminaban los muelles toda la noche como vastos escenarios; donde el fulgor del cielo de televisor impedía ver el cielo de Tokio y aun el desmesurado logotipo holográfico de la Fuji Electric Company, y la bahía de Tokio era un espacio negro donde las gaviotas daban vueltas en círculo sobre cardúmenes de poliestireno blanco a la deriva.  Detrás del puerto se extendía la ciudad, cúpulas de fábricas dominadas por los vastos cubos de arcologías empresariales.  Puerto y ciudad estaban divididos por una estrecha frontera de calles más viejas, un área sin nombre oficial.  Night City, y Ninsei, el corazón del barrio.  De día, los bares de Ninsei estaban cerrados y no se distinguían unos de otros: el neón apagado, los hologramas inertes, esperando bajo el envenenado cielo de plata.


sábado, 11 de febrero de 2017

Margaret Eleanor Atwood. El cuento de la criada.


Margaret Eleanor Atwood (Ottawa, 18 de noviembre de 1939) es una prolífica poeta, novelista, crítica literaria, profesora y activista política canadiense. Es miembro del organismo de derechos humanos Amnistía Internacional y una de las personas que presiden BirdLife International, en defensa de las aves. En la actualidad divide su tiempo entre Toronto y Pelee Island, en Ontario.

Atwood ha escrito novelas de diferentes géneros y libros de poemas, además de guiones para televisión como `The Servant Girl` (1974) y `Days of the Rebels: 1815-1840` (1977). Se la describe como una escritora feminista, ya que el tema del género está presente en algunas de sus obras de forma destacada. Se ha centrado en la identidad canadiense, las relaciones de este país con Estados Unidos de América y Europa, los derechos humanos, asuntos ambientales, los páramos canadienses, los mitos sociales sobre la feminidad, la representación del cuerpo de la mujer en el arte, la explotación social y económica de ésta, y las relaciones de mujeres entre sí y de éstas con los hombres.

En 1969 publicó `The Edible Woman`, donde se hizo eco de la marginación social de la mujer. En `Procedures for Underground` (1970) y `The Journals of Susana Moodie` (1970), sus siguientes libros de poesía, los personajes tienen dificultades para aceptar lo irracional. Esta última quizá sea su obra poética más conocida, y en ella Atwood escribe desde el punto de vista de Susana Moodie, una pionera de la colonización de la frontera canadiense del siglo diecinueve. Con la obra `Power Politics` (1971) usa las palabras como refugio para las mujeres débiles que se enfrentan a la fuerza masculina. Como crítica literaria es muy conocida por su obra `Survival: a Thematic Guide to Canadian Literature` (1972), definida como el libro más asombroso escrito sobre literatura canadiense y que consiguió aumentar el interés en la literatura de este país. Ese mismo año publicó `Surfacing`, una novela donde se formula en términos políticos el conflicto entre naturaleza y tecnología. Con gran éxito y avalada por la crítica, escribió `You Are Happy` (1974), y su tercera novela, `Lady Oracle` (1976), es una parodia de los cuentos de hadas y las novelas de amor. En 1978, publicó `Two-Headed Poems`, que explora la duplicidad del lenguaje, y `Up in the Tree`, un libro infantil. Su siguiente novela, `Life Before Man` (1979), es más tradicional que sus libros de ficción anteriores y se centra en una serie de triángulos amorosos. Atwood siempre ha estado interesada en los derechos humanos, y esto se refleja en su libro de poesía `True Stories` (1981) y la novela `Bodily Harm `(1981). Publicó `Second Words` (1982), que es una muestra de una de las primeras obras feministas escritas en Canadá, y ese mismo año dirigió la revisión del Oxford Book of Canadian Poetry, lo que la colocó al frente de los poetas canadienses de su generación. Con el `Cuento de la criada` (`The Handmaid`s Tale`, 1985) ganó el Arthur C. Clarke Award y el Governor General`s Award en 1985. En 2007 fue galardonada con el premio Príncipe de Asturias de las Letras.
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En el estado de Gilead las criadas forman un estrato social pensado para conservar la especie. Las mujeres fértiles que integran esta clase, y que destacan por el hábito rojo con que se cubren hasta las manos, desempeñan una función esencial: dar a luz a los futuros ciudadanos de Gilead. Sin embargo, en un mundo antiutópico asolado por las guerras nucleares, gobernado por un código extremadamente severo y puritano, que castiga con la pena de muerte a quien se aparta del sistema y en el cual la mayoría de la población es estéril, engendrar no resulta fácil. Existe siempre el temor al fracaso y la amenaza de la confinación en la isla de seres inservibles más allá de las alambradas que rodean a la ciudad y del alto muro donde cuelgan, para que sirva de ejemplo, los cadáveres de los disidentes.
Fuente: N.N.

(Fragmento).
I
LA NOCHE




CAPÍTULO 1

Dormíamos en lo que, en otros tiempos, había sido el gimnasio. El suelo, de madera barnizada, tenía pintadas líneas y círculos correspondientes a diferentes deportes. Los aros de baloncesto todavía existían, pero las redes habían desaparecido. La sala estaba rodeada por una galería destinada al público; y tuve la impresión de que podía percibir, como en un vago espejismo, el olor acre del sudor mezclado con ese toque dulce de la goma de mascar y del perfume de las chicas que se encontraban entre el público, vestidas con faldas de fieltro – así las había visto yo en las fotos —, más tarde con minifaldas, luego con pantalones, finalmente con un solo pendiente y peinadas con crestas de rayas verdes. Aquí  se habían celebrado bailes; persistía la música, un palimpsesto de sonidos que nadie escuchaba, un estilo tras otro, un fondo de batería, un gemido melancólico, guirnaldas de flores hechas con papel de seda, demonios de cartón, una bola giratoria de espejos que salpicaba a los bailarines con copos de luz.
En la sala había reminiscencias de sexo y soledad y expectativa, la expectativa de algo sin forma ni nombre. Recuerdo aquella sensación, el anhelo de algo que siempre estaba a punto de ocurrir y que nunca era lo mismo, como no eran las mismas las manos que sin perder el tiempo nos acariciaban la región lumbar, o se escurrían entre nuestras ropas cuando nos agazapábamos en el aparcamiento o en la sala de la televisión con el aparato enmudecido y las imágenes parpadeando sobre nuestra carne exaltada.
Suspirábamos por el futuro. ¿De dónde sacábamos aquel talento para la insaciabilidad? Flotaba en el aire; y aún se respiraba, como una idea tardía, cuando intentábamos dormir en los catres del ejército dispuestos en fila y separados entre sí para que no pudiéramos hablar. Teníamos sábanas de franela de algodón, como las que usan los niños, y mantas del ejército, tan viejas que aún llevaban las iniciales U.S. Doblábamos nuestra ropa con mucha prolijidad y la dejábamos sobre el taburete, a los pies de la cama. Enseguida bajaban las luces pero nunca las apagaban. Tía Sara y Tía Elizabeth hacían la ronda; en sus cinturones de cuero llevaban colgando aguijones eléctricos como los que usaban para el ganado.
Sin embargo, no llevaban armas; ni siquiera a ellas se las habrían confiado. Su uso estaba reservado a los Guardianes, que eran especialmente escogidos entre los Ángeles. No se permitía la presencia de Guardianes dentro del edificio, excepto cuando se los llamaba;  y a nosotras no nos dejaban salir, salvo para dar nuestros paseos, dos veces al día y de dos en dos, alrededor del campo de fútbol que ahora estaba cercado con una valla de cadenas, rematada con alambre de púas. Los Ángeles permanecían fuera, dándonos la espalda. Para nosotras eran motivo de temor, y también de algo más. Si al menos nos miraran, si pudiéramos hablarles... Creíamos que así podríamos intercambiar algo, hacer algún trato, llegar a un acuerdo, aún nos quedaban nuestros cuerpos... Esta era nuestra fantasía.
Aprendimos a susurrar casi sin hacer ruido. En la semipenumbra, cuando las Tías no miraban, estirábamos los brazos y nos tocábamos las manos mutuamente. Aprendimos a leer el movimiento de los labios: con la cabeza pegada a la cama, tendidas de costado, nos observábamos mutuamente la boca. Así, de una cama a otra, nos comunicábamos los nombres: Alma, Janine, Dolores, Moira, June.


viernes, 10 de febrero de 2017

MARQUÉS DE SADE ELOGIO DE LA INSURRECCIÓN PRÓLOGO DE ANA ÑUÑO



MARQUÉS DE SADE
ELOGIO DE LA INSURRECCIÓN
PRÓLOGO DE ANA ÑUÑO

EL VIEJO TOPO


LA APORÍA PERMANENTE

El espíritu de la insurrección (...) pertenece a una especie intermedia entre el principio del bien y el principio del mal.
André Pieyre de Mandiargues
El destino del marqués de Sade ofrece un compendio de aporías, contradicciones y equívocos. Desde su mismo nombre: al morir Jean-Baptiste François Joseph, conde de Sade, su primogénito, que a la sazón tenía veintisiete años, hubiese debido heredar el título. Pero Sade quedó en mar-qués, en espera de su conversión postuma en divino, como quisieron los surrealistas (divino o diabólico, lo que, decía Jean Paulhan, está en el mismo orden de cosas). Más equí-vocos onomásticos: su nombre de pila debió de ser Louis Aldonse Donatien, pero un error durante la ceremonia del bautizo lo dejó en Donatien Alphonse François. Su matri-monio con Renée-Pélagie de Montreuil, rica heredera de un oscuro magistrado, fue otra fuente de aporías. Hasta su definitiva separación en 1790 -uno de los primeros divor-cios pronunciados después de la Revolución, que los ins-tituyó-, la esposa del marqués fue simultáneamente ori-gen de todos sus males, por suegra interpuesta, y la pri-merísima lectora de las obras de Sade. Aún en 1789, unas semanas antes de la toma de la Bastilla, Sade le enviaba el manuscrito de Aline et Valcour. Las cartas de la mar-quesa delatan un espíritu curioso, ora taimado ora corto

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de entendimiento. Esta fue la primera "recepción" de los sulfurosos escritos.
Otra aporia: Sade, representante de una casta feudal, vástago del Antiguo Régimen, participó en la Revolución. En 1791, el mismo año en que publica, anónimamente, Justina o los Infortunios de la virtud, y en que se repre-senta en el Teatro Molière su Conde Oxtiern o los Efectos del libertinaje, Sade manda imprimir su Memorial de un ciudadano de París al rey de los Franceses. Un año des-pués es nombrado secretario de la sección de Picas y co-misario de los hospitales de la capital. Sospechoso de "moderantismo" y encarcelado de nuevo en 1793, esta vez por el departamento de policía de la Comuna de París, es liberado diez meses después; el aristócrata vive en la más negra miseria y se ve obligado a vender su castillo de La Coste.
Sade, nadie lo ignora, pasó la mitad de su vida en una celda. O, mejor dicho, de una celda a otra. Del donjon de Vincennes a la torre de la Bastilla, del convento de las Carmelitas al de Madelonnettes, de la vieja leprosería de Saint-Lazare al asilo de Charenton, vivió algunas de las cárceles más infames de Francia. Bajo todos los regíme-nes de su época: el Antiguo, la República, el Terror, el Consulado, el Imperio. Estuvo a punto de subir al cadal-so de la guillotina dos veces. La primera vez, salvó la cabeza in extremis gracias a Charlotte Corday, la ajusti-ciadora de Marat, su enemigo jurado. De la segunda le li-bró un error de nombres (uno más): la lista del Tribunal Revolucionario que leyó el carcelero encargado de reco-ger el cargamento de cabezas frescas aquella mañana del

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27 de julio de 1794 llevaba inscrito el nombre del ciuda-dano La Salle. Error que pagó en el acto un quídam así mentado. Al día siguiente, 28 de julio, caía en el canasto la cabeza de Robespierre, y se cerraba la orgía de decapi-taciones: 16.594 sólo durante los diez meses que duró el Terror.
Un mito célebre quiso durante años que el marqués saliera libre de la Bastilla gracias a los insurrectos del 14 de julio. En realidad, Sade se hallaba ese día encarcelado en el convento de Charenton, transferido desde el 3 de ju-lio por orden del marqués de Launay, gobernador de la Bastilla. De Launay tomó esa decisión porque Sade se había asomado a la ventana de su celda y gritado "con todas sus fuerzas", escribió el gobernador, "que degolla-ban, que asesinaban a los presos de la Bastilla". Otro equívoco, esta vez delicioso: el marqués, que había hecho traer sus objetos personales más preciados a su celda; un aristócrata de raza poco sospechoso de connivencia con "el pueblo", preocupado, como revelan sus cartas a la marquesa, por la minuta de sus almuerzos, da la voz de alarma con un grito que se confunde con las consignas de los sans-culottes.
La toma de la Bastilla fue, en lo personal, un drama para Sade. Transferido repentinamente, no tuvo tiempo de lle-varse consigo el manuscrito de Las 120 Jomadas de So-doma, que había copiado, entre el 22 de octubre y el 28 de noviembre de 1785, en una larga cinta de 12,10 m de lar-go, formada por pequeñas hojas de 12 cm de largo pe-gadas una tras otra. Hasta su muerte, Sade creyó que este escrito, que consideró siempre como su obra maestra, se

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había perdido irremediablemente. Por casualidad, Arnoux de Saint-Maximin halló el manuscrito en la famosa celda de la Bastilla. La familia de Villeneuve-Trans, en cuyo poder obró la cinta, y posteriormente un bibliófilo alemán salvaron de una destrucción segura la que sin duda es la obra más insoportable, más inconcebible, más escandalosa de la literatura. Siguen las aporías. Hoy podemos leer, o más bien infligirnos la lectura de Las 120 Jornadas, pero hemos de hacerlo en la edición, bien es cierto que meticulo-samente establecida, de Maurice Heine publicada por Sten-dhal et Compagnie entre 1931 y 1935. Tras la muerte del vizconde de Noailles, último propietario conocido de la obra, ésta fue vendida a un coleccionista que la mantiene en el más hermético secreto, tan inaccesible ya como el castillo de Silling en el que se desarrollan sus horrores.
Pero el mayor de los equívocos es sin duda el hecho de que la obra sadiana haya podido convertirse en materia legendaria casi sin ser leída. En 1801, Sade es arrestado de nuevo y encerrado en Sainte-Pélagie, antes de serlo definitivamente en el asilo de Charenton, con los locos, donde muere el 2 de diciembre de 1814, a los setenta y cuatro años y exactamente seis meses. Ese último arresto es, en realidad, el primero que le afecta por su calidad de autor. Las anteriores cárceles de Sade, con la salvedad de su detención política en 1793-1794, estuvieron motivadas por su conducta licenciosa y libertina: el episodio de la flagelación sacrilega de Rose Keller, en 1768; la orgía de Marsella, en 1772, por la que el marqués y su sirviente, Latour, son condenados a muerte en rebeldía por actos de sodomía; las escandalosas fiestas en el castillo de La

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Coste. Pero el 6 de marzo de 1801, la orden de arresto que recibe Sade persigue al autor de Justine, la obra "más es-pantosamente obscena aparecida en este género." A partir de esa fecha, el corpus sadiano será simultáneamente esca-moteado y mitificado, como lo fue la persona de su autor.

II
Hasta ayer relegados al Infierno de las bibliotecas, los escritos de Sade nos brindan la experiencia, sin duda única en la historia de la literatura, de una lectura imposible. No por las razones que repiten hasta el tedio quienes, por lo ge-neral, no se han asomado a sus páginas, o quienes, hacién-dolo, retroceden horrorizados. Poco cuesta imaginar a estos lectores sensibles, cómodamente instalados en una butaca, leyendo la Brevísima relación de la destrucción de las Indias de fray Bartolomé de Las Casas con la parsimonia de quien hojea un libro de etnología. Las descripciones de los supli-cios y torturas a que los indios de América fueron sometidos por los conquistadores españoles no son menos espeluznan-tes que algunas páginas de Juliette o que los horrores perpe-trados por los libertinos o relatados por las "historiadoras" del castillo de Silling1. Con una salvedad de peso, y no precisa-mente en detrimento del marqués: la crueldad documentada por el dominico arrojó un saldo de millones de cadáveres; la del libertino embastillado, unos pocos millares de páginas.
El catálogo minucioso y bárbaro en que se decantan gota

1. Contraste sugerido por Jean Paulhan en Le marquis de Sade et sa complice. París: Ed. Complexe (Le Regard littéraire), 1987.

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a gota los cuatro meses de torturas en Silling; los veinte su-plicios, incluido el fulminante rayo final, de la virtuosa Jus-tine; el tour perverso de Francia e Italia en que se convier-te la educación sentimental de su hermana, la viciosa Ju-liette; los cursos de "filosofía" que imparte el sodomita Dolmancé a la impúber Eugénie de Mistival en el tocador de Mme. de Saint-Ange: las fábulas perversas de Sade nos llegan hoy recubiertas del espeso velo del mito y la censu-ra. A la dificultad de una obra que lleva la repetición y la saturación a niveles insostenibles, al tedioso horror y el horrible tedio que se desprende de su lectura2, se agrega este otro escollo: el de una celebridad basada, cuando no en el malentendido, en lecturas espurias, mutiladas o, simple-mente, indirectas. ¿Cuántos adoradores confesos del mar-qués lo han leído sólo a través de Georges Bataille o de Pierre Klossowski, de Roland Barthes o de Philippe Sollers, de Jean Paulhan o de Maurice Blanchot?
La mitología sadiana comenzó a foijarse antes de su muer-te, y fue obra de anónimos admiradores. "Lectores sagaces, coleccionistas de curiosa, artistas preocupados por su origi-nalidad podían encerrar Justine en sus bibliotecas, a condi-ción de que la novela permaneciera en el segundo anaquel, el que no puede verse, a condición de que no se ventilara en público. Hombres de letras, viajeros en busca de algo pinto-resco podían evocar o imaginar su encuentro con el recluso envejecido de Charenton."3 Después de 1814 circuló Jus-

2. "Es innegable que Sade es monótono", apuntaba Paulhan. "Amiel no lo es menos, ni la Bhagavad-Gita. ¡Y no hablemos de la Odisea! ¿Qué es la inspiración? Tener sólo una cosa que decir, y jamás cansarse de decirla."

3. Michel Delon, "Introduction", in Sade, Oeuvres. I. París: Gallimard/ NRF (Bibliothéque de la Pléiade), 1990. p. XLI.

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tina, y podían leer La filosofía en el tocador los escasos afortunados que dieran con las tres únicas ediciones clan-destinas publicadas entre 1795 y 19234. Es aparentemen-te un misterio, en vista de la escasa difusión de una obra censurada hasta fechas muy recientes5, que la figura del marqués haya cobrado cuerpo con tanto vigor a lo largo de todo el siglo XIX. Se trata, sin duda, de uno de los po-cos casos de un escritor cuya fama postuma supera la lec-tura y el conocimiento directo de su obra.
Se cita con frecuencia el dictamen de Sainte-Beuve, publicado en la Revue des Deux Mondes en 1843: "Me atrevería a afirmar, sin temor a ser desmentido, que Byron y de Sade (pido perdón por la comparación) han sido los mayores inspiradores de nuestros modernos, el uno decla-rado y visible, el otro clandestino -aunque no tanto-." La relación Byron-Sade, por la que pide excusas el tedioso autor de Volupté, no podía ser más acertada. Los románti-cos cultivaron, si no la demonología, sí la demonización del genio poético. En un penetrante ensayo6, escrito con la vehemencia que la caracteriza, Annie Le Brun, editora de unas obras completas de Sade para Jean-Jacques Pauvert,

4. El Diálogo entre un sacerdote y un moribundo, que Sade terminó de componer el 12 de julio de 1782, y Las 120 Jomadas de Sodoma no circularon antes de 1926, en el caso del primer texto, y 1931-1935, en el del segundo.

5. En 1956 tuvo lugar el último proceso contra un editor de Sade, en este caso Jean-Jacques Pauvert. Puede considerarse la obra del marqués como un clásico normalizado desde 1990, año en que apareció el pri-mer tomo de las Obras en la Biblioteca de la Pléiade. Esta edición, a cargo de Michel Delon, uno de los grandes especialistas de Sade, gozó de una publicidad que resumía a la perfección ese rasgo aporético que recorre la vida y la obra de nuestro autor: "El Infierno en papel biblia."

6. Les châteaux de la subversion. París: Jean-Jacques Pauvert, 1982.

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establece la filiación de los textos sadianos con la novela gótica inglesa, con autores como Ann Radcliffe, Horace Walpole, Charles Maturin y Monk Lewis. Esa corriente subterránea pero apenas clandestina es la otra cara del Siglo de las Luces, y Sade es, sin duda, su representante más completo.
Hijos naturales de Sade son Baudelaire y Petras Borel. Este último llamaba al marqués "Satán Trismegisto", a lo que responderá Swinburne -quien, entusiasmado tras leer en la primera edición, la de 1791, Justina o los Infortunios de la virtud, menos prolija en suplicios pero vestida de novela negra, escribió una apología de Sade- con un "már-tir marqués". Pero también recibieron su influencia autores menos atraídos temperamentalmente por la negrura sadia-na: el Chateaubriand de las Memorias y Flaubert, que lo llama "el Viejo". Consta asimismo que lo leyeron, con horror y admiración parejas, Balzac, Vigny, Musset y, por supuesto, Théophile Gautier. Los hermanos Goncourt, más que leerlo, coleccionaron sus ediciones clandestinas por los grabados eróticos que las acompañan. Y Los can-tos de Maldoror no pueden leerse sin oír el eco in lonta-no de la pluma del marqués rasgando el papel en su celda. "¡Los deleites de la crueldad! Deleites no pasajeros", re-sumía, a su manera, Isidore Ducasse, que sí se atrevió a ostentar el título de conde.
Huelga decir que no tendríamos hoy acceso a la obra de Sade sin la lucidez y la tenacidad de algunos de los escri-tores, artistas y editores más influyentes de este siglo. Del lado de la lucidez descuella Apollinaire, que publicó en 1909 y 1912 sendas antologías, fruto de sus pesquisas en

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el Infierno de la Biblioteca Nacional de París. La obra de Sade no habría llegado a nuestras manos sin la labor de Maurice Heine, pionero de la edición de los inéditos y del establecimiento riguroso de los textos; sin Gilbert Lely, que dio a conocer la correspondencia, los cuadernos, los escritos políticos y las novelas "correctas" -Historia secre-ta de Isabel de Baviera, reina de Francia-, La marquesa de Gange-, estableció la primera edición de las obras comple-tas y dejó una espléndida biografía, y, desde luego, sin el tesón de Jean-Jacques Pauvert, quien en 1947, quince años antes que Lely, acometió la edición de las obras completas, empresa que le vahó juicio y condena en 1956 por "ultraje a las buenas costumbres". Por último, nuestra percepción de Sade es poderosamente tributaria de los esfuerzos des-plegados por los surrealistas para imponer su obra en un medio hostil. André Bretón y sus secuaces lograron ex-traerlo del gabinete de curiosidades morbosas, del anaquel de los "libros que se leen con una sola mano", según la ex-presión dieciochesca de Duelos, y devolvieron a su obra toda su carga de libertad desenfrenada y de insurrección.

III
La aporía fundamental de la obra de Sade queda resu-mida en la perplejidad expresada por Philippe Sollers en su ensayo Sade dans le texte1: "¿Cómo es posible que si-multáneamente se prohiba y se tolere a Sade? ¿Que se prohiba su ficción (su escritura) y se tolere su realidad, se

7. En L'écriture et l'expérience des limites. París: Seuil, 1968.

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prohiba la lectura global de su obra y se admita su nom-bre como referencia psicológica y aun fisiológica?" Esta paradoja es aún hoy vivaz, incluso en Francia, donde el bloque de abismo que, según Annie Le Brun8, es la obra de Sade, ocupa desde 1990 los muy canónicos anaqueles de la Biblioteca de la Pléiade. Sade no sólo fue mitifica-do antes de ser leído; también dio nombre a una patología que encierra su obra en los límites reductores de lo per-verso9. Dicho de otra manera, se puede no haber leído a Sade, pero no se ignora qué es el sadismo.
Una dimensión hay en la obra de Sade que, hasta re-cientemente, había sido desatendida aun por sus lectores incondicionales: la dimensión político-filosófica. Esta la-guna ha sido parcialmente superada en Francia, gracias a los estudios de Delon y, sobre todo, Jean Deprun. En Es-paña, donde sólo en los últimos años se ha comenzado a traducir y editar a Sade con rigor, han abundado las edi-ciones piratas y, desde luego, los estudios sadianos son prácticamente inexistentes10.
"Soy filósofo", declaraba Sade; "todos los que me co-nocen no dudan que haga de ello gloria y profesión". ¿Sa-de filósofo? Sin duda. A condición de devolver a este tér-

8. Annie Le Brun, Soudain un bloc d'abîme, Sade. París: Jean-Jac-ques Pauvert, 1986.

9. El término sadismo y el adjetivo sádico fueron acuñados por el psi-cólogo alemán Richard von Krafft-Ebing en su Psychopathia Sexualis, de 1886.

10. En 1979, Tusquets Editores publicó,,en su serie "Los liberta-rios", un Sistema de la agresión. Textos filosóficos y políticos de Sade, una traducción de la antología realizada por Noelle Châtelet en 1972 para Aubier-Montaigne. No me consta que esta obra haya sido objeto de una reedición.

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mino la acepción que tuvo para los Ilustrados: no un pro-fesor universitario, ni un sabio musitando verdades entre el Kifiso y el Iliso, sino un pensador implicado en las lu-chas ideológicas y políticas de su tiempo, un precursor del "intelectual comprometido" caro a Sartre, un militante de la idea. No hay texto de Sade, con excepción de sus obras de teatro1', que no ofrezca, encajado como un farallón en medio del océano de escenas libertinas, digresiones teóri-cas que, en algunos casos, alcanzan el estatus de tratados, como el célebre "Franceses, un esfuerzo más, si queréis ser republicanos", de La filosofía en el tocador, y el menos conocido relato de la utopía socialista de la isla Tamoé, diá-logo entre Sainville y Zamé que ocupa una parte de la extensa carta XXXV de la novela epistolar Alina y Valcour o la Novela filosófica. El lector hallará ambos textos en estas páginas, el primero reproducido íntegramente, el se-gundo, amputado de acotaciones excesivamente digresivas.
El ateísmo de Sade -el primero en ver esto fue Maurice Heine- era absolutamente radical en su contexto históri-co. Los philosophes más osados no se atrevían a traspasar la frontera, considerada a la sazón como un finis terrae, del deísmo. "El ateísmo [de Sade]", escribe Blanchot, "fue su convicción esencial, su pasión, su medida de la libertad."12 André Pieyre de Mandiargues señalaba la paradoja (una más) que llevó a Sade a detestar a la Iglesia

11. Otro equívoco: la convicción que el propio Sade tenía de que sus obras de teatro encerraban lo mejor de su producción literaria.

12. Maurice Blanchot, "L'insurrection, la folie d'écrire", in Sade et Restifde la Bretonne. Paris: Ed. Complexe (Le regard littéraire), 1986. p. 98. Este ensayo fue publicado originalmente, con el título "L'in-convenance majeure", como prefacio de Français, encore un effort.... París: Jean-Jacques Pauvert, 1965.


de Roma, tan evidentemente cómplice del mal a lo largo de su historia. El ateísmo es, sin duda, la clave funda-mental del universo ideológico del marqués de Sade. Conviene señalar, además, que esta postura no era en ab-soluto compartida por los enciclopedistas. En la Encyclo-pédie puede leerse una frase como ésta: Si [el juez] está autorizado a castigar a quienes perjudican a una sola persona, cuánto más lo estará cuando se trate de castigar a aquellos que hacen daño a toda la sociedad negando la existencia de Dios. En cambio, no existe la menor sombra sobre el impecable ateísmo de Sade. Inmediatamente des-pués de la firma del Concordato entre la Iglesia y el Im-perio, en 1802, Sade concibió el proyecto de reunir en un volumen todos sus textos ateos. Algunos, como la Refuta-ción de Fénelon, no han sobrevivido, no sabemos siquie-ra si a la mera intención de escribirlos o a esa maldición para la posteridad de la obra del marqués llamada Do-natien Claude Armand de Sade, segundo hijo del marqués y heredero pusilánime, que entregó a las llamas cientos de páginas escritas por su padre.
El ateísmo es la constante vertebradora del pensamien-to sadiano. Está presente desde su primer texto "serio", el Diálogo entre un sacerdote y un moribundo, que acabó de escribir el 13 de julio de 1782. Su fuente nutricia es el ma-terialismo del barón d'Holbach, cuyo Sistema de la natu-raleza (1770) Sade practicó asiduamente, sobre todo en lo referente a su concepción mecanicista de la causalidad, a la visión del hombre como un ente- desprovisto de libre albedrío y, por descontado, al rechazo por d'Holbach de la religión, considerada únicamente dañina.

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El ateísmo materialista de Sade presenta, no obstante, algunas facetas originales. La más notable es el egoísmo radical de su sistema. Contrariamente a las de d'Holbach y d'Alembert, otro filósofo frecuentado por Sade, las ideas del autor de Justina gravitan siempre en torno a la esencial soledad del hombre. Incapaz de concebir a éste en sus re-laciones con otros hombres, Sade se aparta de la corriente principal de los Ilustrados franceses, que exploró sobre todo la dimensión social y política del individuo. De ahí su rechazo violento a Montesquieu, explicitado en el frag-mento de Alina y Valcour que aquí se reproduce, y, más sorprendentemente, a Rousseau, el gran philosophe solita-rio. Pero Sade reacciona ante todo contra el autor de La Nueva Eloísa. Sollers ha señalado que Justina es una sáti-ra de la novela de Rousseau: al nombre de la heroína de La Nueva Eloísa, Julie, responde la lasciva Juliette, al de Saint-Preux, Saint-Fond y al de Claire, Clairwil. Sade se permite incluso una alusión jocosa al filósofo de Ginebra cuando pone en boca de Juliette, a modo de invitación diri-gida a Saint-Fond para que se sume a ella en una orgía, la frase: "Hace calor, me gustaría que te vistieras de salvaje."
La auténtica innovación de su obra, tanto en lo que atañe a su escritura como en lo referente a su sistema ideológico, es lo que Blanchot llamó "el perpetuo movimiento del pen-samiento de Sade"13. El pensamiento y la escritura de Sade están en incesante movimiento. Así como "toda la sintaxis sadiana es [...] búsqueda de la figura total"14, del mismo

13. En Lautréamont et Sade. París: Editions de Minuit, 1963.

14. Roland Barthes, Sade, Fourier, Loyola. París: Editions du Seuil (Tel Quel), 1970.

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modo el pensamiento de Sade cubre obsesivamente todas las variantes posibles de las hipótesis que le sirven de base. De ahí el efecto de repetición y de saturación que produce su escritura, de ahí también que el discurso de Sade esté plagado de contradicciones e incoherencias, de aporías y equívocos.
Ateísmo, materialismo, egoísmo: los tres pilares del universo mental de Sade giran sin cesar alrededor de sí mismos. Como el prisionero en su celda. En la escritura halló Sade un resquicio, una ínfima grieta por donde huir de su encierro; a través de ella vislumbró, sin embargo, un mundo tan aherrojado como el de la prisión. La escritura se volvió entonces una máquina sin freno: "escribir", para Blanchot, "es la locura característica de Sade." Éste, no el otro, vendría a ser el verdadero sadismo.
El movimiento que no cesa, la escritura desenfrenada se armonizan perfectamente con el elogio de la insurrección que es la obra toda del marqués. "El estado moral del hombre es un estado de paz y serenidad, mientras que su estado inmoral es un estado de movimiento perpetuo que le acerca a la necesaria insurrección que el republicano debe siempre insuflar al gobierno del que es miembro." En estas palabras de Sade resuena la célebre frase de Saint-Just: "la solución reside en la insurrección efectiva de las mentes."

Ana Ñuño Junio 1997
Fuente:
© Prólogo de Ana Ñuño.
© Traducción: Ana Ñuño. © Traducción de Franceses, un esfuerzo más si quereis ser republi-canos: Agustín García Calvo. La traducción de este fragmento, perte-neciente a La Philosophie dans le boudoir, fue publicada inicialmente en Ediciones del Ruedo Ibérico, y posteriormente en Instruir Delei-tando o Escuela de Amor, traducción y prólogo de Agustín García Cal-vo, Editorial Lucina, 1980; 2a ed. 1988.© Traducción del Diálogo en-tre un sacerdote y un moribundo: Mario Pellegrini.

El Viejo Topo Diseño colección: Miguel R. Cabot ISBN: 84922573-1-8. Depósito legal: B-32.965-97 Imprime: Novagráfik, S. A. Impreso en España Printed in Spain

jueves, 9 de febrero de 2017

Marqués de Sade. Crímenes del amor. Por: M. Armiño.


PRÓLOGO


En 1800, fecha en la que aparecen los cuatro tomitos que recogen bajo el subtítulo de novelas «heroicas y trágicas, precedidas de una “Idea sobre las novelas”», Les Crimes de l’amour[1] el mundo acaba de dar un vuelco de consecuencias inimaginables para sus propios autores: once años antes, la Revolución Francesa había acabado con el Antiguo Régimen dando paso a nuevas formas de vida y de relaciones sociales de las que todavía es hoy heredero el mundo occidental. Pocos días antes de ese 14 de Julio liberador, Donatien Alphonse François, marqués de Sade, ha sido trasladado «desnudo como un gusano» de la Bastilla al hospicio para enfermos mentales de Charenton: desde la ventana de esa fortaleza en la que penaba desde 1784 habría gritado a los transeúntes, cuando ya empezaban a oírse los truenos que precedían a la tormenta revolucionaria, que estaban degollando y asesinando a los prisioneros. El 4 de julio, M. de Launay, director de la Bastilla, ordena ese traslado mientras se dispone a resistir el furor del pueblo de París, que, desatado, toma la prisión y, además de asesinar a Launay, arrasa la celda en la que había vivido el marqués: la biblioteca de seiscientos libros, muebles y retratos, así como algunos manuscritos, desaparecen.
Al año siguiente la Asamblea Nacional deroga las lettres de cachet por las que el marqués de Sade había pasado doce años encarcelado: las lettres de cachet eran órdenes de encarcelamiento que el rey emitía sin tener que dar cuenta de los motivos ni de las causas que las provocaban; en el caso del marqués de Sade, como en el de otros hijos de la aristocracia y de las mejores familias de conducta algo calavera, el rey las firmaba a petición de la familia, dado que ciertas condenas implicaban no sólo la ejecución de los «criminales», sino el paso de sus propiedades a la corona; y Sade ya había sido condenado a muerte por sodomización, tortura y envenenamiento con cantáridas de varias jóvenes en 1772, y ejecutado en efigie junto con su criado Latour en Aix. En esa ocasión, Sade pudo librarse del arresto, viajar a Italia, regresar a su castillo de La Coste donde sólo cinco años más tarde de aquella fecha será detenido y encarcelado durante 12 años.
Cuando sale en libertad en abril de 1790, Sade apenas puede moverse tras ese periodo de inmovilidad que lo ha engordado y abotargado. Distintos avatares le llevarán de nuevo a prisión, porque la leyenda de su nombre le persigue, tanto ante las autoridades republicanas como ante Napoleón Bonaparte. En última instancia es en esos años finales de la década cuando va a publicar, a instancias de su editor, novelas anónimas, de cuya paternidad renegará una y otra vez, como La filosofía en el tocador y La Nueva Justine, o las desgracias de la virtud, seguido de la Historia de Juliette, su hermana, o las Prosperidades del vicio. Pero sus pretensiones literarias y sus necesidades no le permitían vivir en el anonimato; si en el frontispicio de Aline y Valcour estampa ya una firma: «el ciudadano S***», Los crímenes del amor ya vienen firmados por «D. A. F. Sade, autor de Aline y Valcour».
En febrero de 1784, cuatro años después de pisar por primera vez la Bastilla, Sade decide la escritura de una obra amplia de la que Los crímenes del amor forman parte[2]: durante un año, entre la primavera de 1787 y abril de 1788, redacta en veinte cuadernos de 21 x 18 cm lo que el «Catálogo razonado de las obras del autor en la época del 1 de octubre de 1788» titula como «Cuentos y fabliaux del siglo XVIII por un trovador provenzal. Esta obra forma 4 volúmenes adornados con una estampa para cada cuento. Estas historias están entremezcladas de manera que una aventura alegre o incluso picara, aunque siempre contenida en las normas del pudor y la decencia, sigue de forma inmediata a una aventura seria o trágica. Todos los temas son nuevos. Sólo tres han sido sacados de novelas o de la historia»: veinte cuadernos, de los que han desaparecido el 2 y el 7, y que, además de textos como Les Infortunes de la vertu (Los infortunios de la virtud) —redacción inicial de Justine, ou les Malheurs de la vertu (Justine, o las desgracias de la virtud)—, Le Président mistifié (El presidente burlado), etc., contienen varios títulos más que no llegó a componer, observaciones de escritura, resúmenes, recapitulaciones, opiniones sobre la calidad de los relatos…
El proyecto se modificará con el tiempo: según los Cahiers redactados en 1803-1804 en la Bastilla, Sade pretendía reagrupar bajo el título de Boccace français (Boccaccio francés) los relatos trágicos de Los crímenes del amor y el resto de los cuentos alegres o galantes[3]. Desechado el plan inicial, Sade prepara meticulosamente las once nouvelles que van a formar Los crímenes del amor, con alternancia de tono en la ordenación, que no sigue el orden cronológico de la escritura; Sade pretende insertarse en la tradición literaria y abre su libro con una trama sacada de la historia (Juliette y Raunai), para luego irse liberando de la descripción y ofrecer personajes cada vez más monstruosos de varia imaginación: hay, sin embargo, una constante en las novelas de la segunda parte, que arrancan con Rodrigo, o la torre encantada, especie de pausa en la progresión hacia el horror total: esa constante es el incesto, que ya aparecía esbozado psicológicamente en el citado Juliette y Raunai, y que alcanza alturas trágicas y edípicas en las novelas colocadas por Sade al final de su recopilación. Incesto buscado como «forma suprema del amor» en Ernestina, o cometido por error, dado que ni Florvillle ni Courval (Florville y Courval, o el fatalismo) conocen su parentesco, o remate de una teoría de la educación libertina impartida por un padre a su hija (Eugénie de Franvall).
La belleza del Mal

Esas pretensiones y el título de «hombre de letras», que no puede reclamar dado que niega la autoría de sus novelas fuertemente connotadas por el erotismo, se ven claramente tanto en la disposición de Los crímenes del amor como en la cuidadosa revisión que hace de esos «viejos» manuscritos: habían sido escritos doce años antes, desde la primavera de 1878 al 1 de octubre de 1788, en vísperas de la terrible conmoción que va a alterar el mundo tal como Sade lo conocía antes de ser encerrado en la Bastilla; el Antiguo Régimen y la testa coronada de Luis XVI han caído abriendo una etapa absolutamente distinta en las relaciones del escritor con el mundo. De ese cotejo de los manuscritos con el texto impreso se desprenden varias conclusiones de primera importancia[4]; dejando a un lado las variantes estilísticas, muy numerosas, la pretensión del texto revisado es clara: poder inscribir en la cubierta el nombre del autor, que para ello debe eliminar de la vieja redacción términos escandalosos, «escabrosos o impíos» de los labios de sus libertinos, que «semejantes a los grandes criminales de La Nueva Justine, erigían en principios, en largos discursos, la negación de todo altruismo, la preeminencia de sus deseos, el desprecio de la vida humana. Justificaban su inmoralidad pretendiendo seguir la sola ley de la naturaleza[5]».
Además de términos, también desaparecen detalles de escasa importancia en principio pero que podrían aguzar el ojo de los censores: por ejemplo, Ernestina aparece vestida y no desnuda después de ver ejecutar a Sanders mientras Oxtiern la ultraja; esa preocupación por la decencia no altera, sin embargo, la realidad profunda de unas tramas en las que pervive el fondo: incestos, crueldades, muertes, torturas, sufrimientos. El contenido mismo de las novelas sólo se ve alterado en un caso, en Lorenza y Antonio, cuyo desenlace pasa de trágico a feliz. El acento ideológico también varía; la cabeza de la monarquía ha rodado bajo la guillotina, y un tono levemente republicano impone correcciones en distintos términos —«súbditos» sustituye a «ciudadanos», «igualdad» a «honor», «gobierno» a «familia real», «Estado» a «soberano» etc.)—, o la desaparición del elogio del monarca ilustrado sueco Gustavo III (Ernestina).
Y, junto a términos y detalles, la revisión que el ciudadano Sade hace una vez recuperada la libertad elimina discursos y retira de la boca de sus protagonistas para sortear la censura la parte más combativa: «un ateísmo radical y un rechazo sistemático de las leyes morales y de las convenciones de la sociedad[6]». Los protagonistas de estos crímenes por amor igualan en pensamiento y obra a los personajes de las novelas que Sade no firmaba con su nombre: ateos radicales que propinan golpes de razón contra la Iglesia y niegan cimientos sociales como la fidelidad conyugal o el papel de la madre: en Eugénie de Franval se esboza en filigrana la eliminación materna de La filosofía en el tocador, etc. Pero Sade va a «convertirse» retocando las dos entidades principales de sus novelas: por un lado, utiliza trazos más negros para describir a los malvados y sus acciones, cuya indecencia sale acentuada; por otro, la grandeza moral de las víctimas, que, descrita en un tono más apastelado, se permiten tras la corrección dar lecciones de moral a sus verdugos, hasta el punto de conseguir enternecerlos varias veces y salir indemnes de las trampas (Miss Henriette Stralson). También el erotismo inicial queda paliado ante el temor a ser acusado de indecencia por la censura: Sade elimina o suaviza esas escenas; pero, si se resigna a vestir a la protagonista desnuda o a velar descripciones de cuerpos, la sangre fría con que, por ejemplo, Eugénie envenena a su madre no desaparece, ni los hechos fundamentales de los «crímenes»: incestos, horrores, monstruosidades. El crimen sigue ahí, subrayado incluso por la sutileza con que se presenta, por el patetismo burlón con que se describe el sufrimiento de las víctimas.
Para no chocar con las convenciones, Sade finge dar un paso atrás en la descripción de los aspectos más brillantes del terror y de la agresión sobre las víctimas suavizando sus martirios, eliminando la espectacularidad de los crímenes; pero en el texto impreso compensa esa mengua de los manuscritos analizando y describiendo de manera más sutil e interiorizada el sufrimiento y dejando que aflore en el imaginario la quiebra de los valores morales sustentados por el Antiguo Régimen: así consigue un patetismo más profundo, teñido de ironía, en las víctimas, una negrura ambiental y psicológica que adensa el horror de la trama, y unas descripciones del viaje de la pasión hacia el crimen que tuvieron continuadores en los novelistas del XIX, empezando por Balzac y siguiendo por el Stendhal de los relatos o novelas conocidas como Crónicas italianas, título y recopilación ajenos al autor de El rojo y el negro.
Idea sobre las novelas

La preocupación de Sade por ofrecerse al lector como un «hombre de letras» que enlaza con la tradición literaria, y no como autor de unos títulos que, aunque publicados anónimamente, todos le adjudicaban, le induce a escribir un prólogo a sus Crímenes del amor que justifique esa pretensión. A finales del siglo XVIII aún no estaba fijado el estatuto de la novela: podría decirse que el género era «reciente», pese a que con Cervantes la ficción narrativa hubiera alcanzado, paradójicamente, su culminación; y pese a que en 1670 Pierre-Daniel Huet ya hubiese iniciado en Francia la investigación histórica sobre los orígenes de la novela. Son varios los contemporáneos de Sade que se sintieron obligados a blandir una lanza a favor del género narrativo: en 1771 Claude Joseph Dorat, y en 1772 Louis d’Ussieux, anteponen a sus relatos unos textos prológales cuya pretensión es idéntica a la de Sade cuando abre sus nouvelles de Los crímenes del amor con una «Idea sobre las novelas». Frente a la pujanza de la poesía y del teatro, cuyo origen en tiempos inmemoriales no necesitaba defensa alguna, la novela no había «prendido». Esos dos narradores citados se remontaban en la búsqueda de linaje —como en los linajes de la sociedad, tenía que ser antiguo para gozar de legitimidad— a Oriente y, de manera más precisa, a los árabes, pese a que un siglo antes Huet ya la atribuía, como Sade, a los griegos.
Pero hay en Sade, lo mismo que en Huet, una localización más antigua todavía: «digo que hay que buscar su primer origen en la naturaleza del espíritu del hombre, inventivo, aficionado a novedades y ficciones, deseoso de aprender y de comunicar lo que ha inventado y lo que ha aprendido, y que esa inclinación es común a todos los hombres de todo tiempo y lugar», proclama Huet. Y Sade avanza un paso más y atribuye el género a dos necesidades: la de rezar y la de amar. Dado que lo sagrado está vinculado al hombre desde siempre (al menos en la visión del mundo que tenía Sade), la evolución de las creencias permite al novelista examinar las costumbres; y, en primer lugar, la de la pasión. En un borrador de la «Idea sobre las novelas», escrito en los primeros meses de 1788, cuando aún pensaba en el volumen de cuentos del «trovador provenzal», y titulado «Advertencia[7]», contempla las costumbres en su doble vertiente de virtud y vicio; ahí ya sugiere que los cuadros en que la primera sucumbe a manos del segundo producen descripciones más brillantes; y el lector tiene derecho a leerlas porque dejan en su espíritu una lección de moral mucho más eficaz que los idílicos cuadros de la virtud en su esplendor o las recomendaciones de la religión. La visión de los tortuosos caminos del vicio conmueve, remueve más el corazón del hombre, «verdadero dédalo de la naturaleza».
Que la lectura tiene un alcance moral y que actúa sobre las pasiones de ese corazón, era un tópico manido ya desde los púlpitos, que, o la prohibían precisamente por eso, o querían convertirla en simple apéndice del perpetuo elogio de Dios y del rey a que está obligado todo súbdito; el resto son «envenenadores», a los que hay que tratar como tales, «prohibiendo y castigando, incluso con religiosa severidad», escribe el abate Dinouart, citando a san Agustín precisamente en 1771, en su breve folleto El arte de callar. Para este eclesiástico mundano (1716-1786), que en su juventud había escrito sobre los temas más diversos, y cuyo libro El triunfo del sexo (1746) le había valido un disgusto con el obispo de Amiens, «la Iglesia es, en verdad, una madre tierna y compasiva que no exige la muerte del pecador (…) pero su ternura tiene límites. (…) Se traspasa la lengua a los que blasfeman por ira, ¿y habríamos de guardarnos de tocar a quienes lo hacen por máximas y por dogmas?[8]»…
Pero si unos abogaban por las novelas edificantes —para la Enciclopedia lo es, por ejemplo, La Nueva Eloísa de Rousseau— que deben proporcionar al lector recursos que le permitan evitar las trampas del amor, y convertirse en un apéndice de la moral, Sade defiende la novela como espejo de la realidad, y en la realidad hay pasiones que, descritas en toda su crudeza, tienen más posibilidades de aleccionar al lector y, por tanto, de corregirle; con un añadido, además: la descripción de las pasiones en todo su furor no sólo tiene más fuerza compulsiva sobre quien lee, sino que su capacidad para alcanzar la belleza es mayor que el triunfo de la virtud. No es nueva la argucia de describir lo prohibido so capa de corrigere mores (véase, por poner un ejemplo cercano, el prólogo de Fernando de Rojas a La Celestina). Ese paseo por la realidad tenía en la Historia una de sus fuentes, porque, si el autor elige bien, si son hechos históricos edificantes lo que novela, puede ir mucho más allá de los historiadores: la ficción crea situaciones y documentos que el historiador se ve impotente en ocasiones para aportar. Al debate que en el siglo XIX francés trata de distinguir y diferenciar ficción e historia, Sade aporta una sutileza: abre Los crímenes del amor haciendo una reverencia a favor de ésta con Juliette y Raunai, pero rápidamente se refugia en aquélla; ha pagado tributo a la tradición y no volverá a tocar la historia, salvo, si se quiere, en Rodrigo, o la torre encantada, donde lo único que aprovecha es un marco para unos hechos legendarios.
Once novelas: autocensura del manuscrito a la primera edición

Julieta y Raunai, o la conspiración de Amboise / Juliette et Raunai, ou la conspiration d’Amboise

Este relato, «empezado el 13 de abril de 1788» según anota el manuscrito, fue el último escrito de los destinados a formar Los crímenes del amor. El trabajo de reescritura trata de impedir cualquier detalle que choque con las convenciones, pese a que se enfrentan el Bien y el Mal, los protestantes a sus perseguidores católicos. Sade impone una libertad total a la verdad histórica; si las primeras páginas siguen esa verdad en el marco, su mezcla con la ficción permite al novelista inventar personajes como Juliette y utilizar pinceles recreativos para describir la psicología de los protagonistas; y también permite que Castelnau y Raunai sean perdonados cuando en realidad subieron al cadalso en Amboise. Como pórtico a Los crímenes del amor Sade da a su primera novela un final feliz, no sin antes haber ampliado el panorama y los ojos del lector: el poder del duque de Guise es omnímodo, y por lo tanto puede cometer todas las monstruosidades capaces de ser engendradas por la imaginación.
La doble prueba / La double Épreuve

En La doble prueba la historicidad desaparece por completo para dar paso a la teatralidad; este relato, el más largo del conjunto, además de presentar una galería de personajes más abierta y amplia, mantiene relaciones con los cuentos de fascinación oriental y con el mundo cortés y trovadoresco, pero ninguna con la crueldad de los «crímenes». El retrato de costumbres y de caracteres tiene sus puntos de divergencia en las dos damas, Nelmours y Dolsé, puestas a prueba por el duque Ceilcour: Sade pinta desde los conceptos morales, antes que del natural, dos caracteres de mujer tan opuestos que parecen proceder del fondo religioso medieval que legislaba sin paliativos sobre la mujer virtuosa y la malvada. Si algo tienen que ver esas dos mujeres con el mundo sadiano, habría que buscarlo en esa oposición femenina y en un añadido que Sade pone en labios de Nelmours ante la erupción volcánica con que le regala Ceilcour: «¡Ah! ¡Qué sublime horror! ¡Qué hermosa es incluso en sus desórdenes la naturaleza! ¡En verdad que esto podría servir de materia a reflexiones muy filosóficas!» La «malvada» Nelmours tiende por naturaleza hacia el desorden, aunque éste sea producto efímero y teatral de elementos fundamentales como el Aire, la Tierra o el Agua, dominados por genios y hadas sobrenaturales. Juliette se exaltará en cambio ante la realidad de un Vesubio que explota.
A Le Grandic le cuesta encontrar conexiones con el mundo sadiano, con el que también podría relacionarse el personaje masculino, el duque de Ceilcour: «A la vez que se refiere de forma implícita a la producción novelesca de su siglo, este relato ofrece un discreto parentesco con el imaginario sadiano. Si Dolsé y Nelmours son un pálido reflejo de Justine y de Juliette, el duque Ceilcour que tanto gusta de las escenificaciones mágicas y sofisticadas podría ser un eco en sordina de los grandes pervertidos de Silling», lugar que sirve de escenario a las crueldades de Las ciento veinte jornadas de Sodoma.
Miss Henriette Stralson /Miss Henriette Stralson

Un personaje que encarna el Mal absoluto protagoniza este relato donde la heroína es capaz de conmover a Lord Granwel y de engañarle: la seducida seduce a un seductor cuya maldad no nace solamente de sus sentidos: Granwel, como otros malvados sadianos, se justifica remitiéndose a la naturaleza, que necesita tanto el mal como el bien para sus miras; Granwel va más allá de los malvados tradicionales; no sólo no se arrepiente sino que trata de legitimar el Mal, o, mejor dicho, trataba de legitimarlo en un párrafo que, presente en el manuscrito, desaparece en la edición[9]; para Granwel sólo hay crimen cuando se contrarían esas miras de la naturaleza, cuando se resiste a ellas, tal como piensa también el duque de Blangis en las Ciento veinte jornadas de Sodoma: «He recibido esas inclinaciones de la naturaleza, y la irritaría resistiéndome a ellas; si me las dio malas, es porque así se volvían necesarias para sus miras[10]».
Entre el manuscrito y la edición, Sade pinta con lápiz más negro y duro al satélite de Granwel, un Gave cuyo nacimiento oscuro y la sumisión al Lord queda subrayado con alguna réplica incorporada al texto; por otro lado, de labios de Granwel desaparecen los pensamientos más subversivos que hemos recogido en nota, y algunas líneas en las que cuestiona la virtud: «¡Oh, virtud! ¿En qué difieres pues del vicio, si los remordimientos que das son los mismos que nacen de los crímenes[11]?»
A diferencia de otros relatos, y mientras Gave engaña a un prometido algo bobalicón, es Henriette la víctima que pasa al ataque; Henriette es la mujer fuerte, capaz de razonar con su verdugo, de utilizar su propio lenguaje y llevarle a su terreno hasta el punto de conseguir que Granwel la libere en dos ocasiones, y en la tercera ocasión consiga al menos morir matando.
Faxelange, o los errores de la ambición / Faxelange, ou les Torts de l’ambition

Los cambios en el título mismo de este relato anuncian el deslizamiento de su asunto entre el manuscrito y la publicación; anotó en aquél «La joven engañada» y «El marido engañador», pero más tarde desplazó la causa y la culpa de las desgracias que le sobrevienen a Faxelange hacia sus padres y hacia ella misma: cegados por el relumbrón de la apariencia del supuesto barón de Franlo, los padres de Faxelange y la propia joven se lanzan a preparar un matrimonio que no es más que una estratagema del malvado. Si en el manuscrito Faxelange es la víctima de una mente monstruosa, los retoques del texto impreso sitúan a ésta en el campo de los culpables, pues cae por voluntad propia y fascinada por la riqueza en las trampas que el Mal le tiende. Maestro de la seducción y el engaño, Franlo deja que sus palabras descubran un temperamento cínico y añadan su nombre a la lista de personajes plenamente sadianos: sus maldades tienen por fundamento las leves de la naturaleza y por misión conseguir, exclusivamente para sí, una igualdad que las leves sociales han perturbado expulsándole del lugar que ocupaba, como expresa uno de los fragmentos eliminados (nota 5, pág. 542); en la edición de 1800, Franlo, víctima de unos usos sociales que lo han llevado al bandidaje, no pretende otra cosa que recuperar, gracias a las riquezas que roba, su rango dentro de la sociedad. Desaparecen asimismo su crueldad —sólo en parte— y su cínico desprecio hacia la vida humana (nota 6, pág. 542) si ésta pone obstáculos a sus miras de resocialización por arriba.
Frente a él, un personaje perfectamente inscrito en la sociedad del Antiguo Régimen como es Goé tiene que asumir, mal que le pese, los valores institucionales del sistema, y, tras acabar en nombre del rey con el seductor perverso, elimina los sentimientos que lo habían llevado a perseguir la liberación de Faxelange: porque, una vez mancillada, una vez vistos los errores que han llevado a Faxelange a su perdición, ésta no puede resituarse otra vez en la vida social como si no hubiera ocurrido nada; y tampoco puede tener sitio alguno en el corazón y los sentimientos de su liberador; el convento o la muerte son su único destino.
Florville y Courval, o el fatalismo / Florville et Courval, ou le Fatalisme

Del manuscrito a las prensas cambia poco el texto de este relato que tiene en las dos heroínas, Mme. de Verquin y Mme. de Lérince, dos encarnaciones opuestas: la primera, del libertinaje; la segunda, de la virtud; en medio, la joven Florville, sobre cuyo camino de iniciación a la vida se volverán ambas. A la hora de dar su texto a la imprenta, Sade presta a la primera unas bases teóricas a su libertinaje (en el añadido que comienza: «Heroína gala», pág. 247), resultado de su experiencia de la vida, mientras hace de la segunda un retrato de devoción y virtud, acompañándolo de las morales palabras de M. de Saint-Prât, otro de los ejemplos de bondad. Pero Sade concentra su reescritura en la muerte de esos tres personajes femeninos: rehace la de Mme. de Verquin, cambia algo en la de Florville y crea por completo la de Mme. de Lérince.
El primer caso es el más significativo; son cinco páginas lo que Sade añade (págs. 266-270) al texto manuscrito para hacer de la muerte de la libertina un ejemplo de muerte epicúrea, tan serena como la que los púlpitos proclamaban que era la hora final de los mismísimos bienaventurados; en el manuscrito Sade se limitaba a informar del fallecimiento de Mme. de Verquin en unas pocas líneas con la apostilla de un mesonero: «Su final ha reparado bien su vida, ha muerto como santa». En ese momento de feliz agonía, Mme. de Verquin recuerda los racimos que ha exprimido a la vida y, en perfecta quietud, se entrega a la naturaleza sin temor a nada que exista más allá de la raya que separa la vida de la muerte. Mme. de Lérince en cambio, pese a su vida virtuosa, se acerca a esa raya en medio de tormentos, espanto e inquietud ante su destino sobrenatural.
También cambia Sade la muerte de Florville, que en la edición no utiliza un puñal, recurso bien avalado por la tradición literaria para los suicidas, sino que se lanza sobre una de las pistolas de Senneval y se salta la tapa de los sesos, en una escena de un patetismo claramente prerromántico que debe relacionarse con el sueño en que ve la sangre de su seductor, al que ha matado; sueño añadido al manuscrito, y en el que, sin Florville saberlo, se unen las sangres de ambos, del seductor y de la seducida; en otro de sus sueños también verá «una nube de sangre» que le arrebata a su hijo. Sade juega con el tejido de esos sueños, y con leves modificaciones y supresiones, convierte a la que iba a ser símbolo de virtud en un monstruo de crueldad: se encadenan los homicidios —en distintas variantes: denuncia de su propia madre, que termina subiendo al cadalso, asesinato de su amante, de su hijo—, y los deseos perversos para terminar con un incesto: he ahí los frutos de la virtud.
Rodrigo, o la torre encantada / Rodrigue, ou la Tour enchantée

En el cuaderno 3, donde aparece casi la totalidad del texto de Rodrigo, o la torre encantada, Sade había preparado unas líneas para insertar «en el prefacio del editor»: «Respecto a la torre encantada nuestro autor debe sin duda reclamarlo totalmente, el fondo de la anécdota es auténtico, figura en Abul-Cacim-Tarib-Aben-Tariq. Rodrigo, príncipe afeminado, atraía a su corte a las hijas de todos sus vasallos, entre las que se encontró Florinda, hija del conde Julián. La violó. Su padre, que estaba en África, conoce esa funesta noticia por la carta alegórica que nuestro autor ha conservado: sublevó a los moros y regresó a España al mando de ellos. Rodrigo no sabe qué va a ser de él. No tiene ningún lugar, ningún suelo. Va a registrar la torre encantada donde le aseguran que hay tesoros. Encuentra una estatua del tiempo que golpea con su maza y que lleva una inscripción que anuncia a Rodrigo sus desgracias. El príncipe se adentra en la torre y ve un gran curso de agua pero nada de dinero. Sube, manda cerrar la torre, un trueno lo arrebata. Ya no ve más que vestigios. A pesar de sus malos augurios Rodrigo reúne un ejército, lucha, es derrotado, muerto, sin que su cuerpo pueda ser hallado. He ahí todo lo que el pasaje ha proporcionado a nuestro autor. Basta ver si lo que ha añadido merece que reclame la propiedad de la anécdota completamente».
La nota aparece tachada, y con motivo, pues en su «Idea sobre las novelas» repite ese fragmento casi al pie de la letra sin cargarlo sobre la espalda del editor (pág. 51). Fuentes de larga influencia, porque la maldición de Rodrigo ya acosaba su imaginación como demuestran sus notas durante su encarcelamiento en Vincennes (1778-1784); en Aline et Valcour, novela de ese período, en la carta 38 de Déterville a Valcour figura el inicio de la historia del rey Rodrigo, que resulta interrumpida por la acción de la epístola. No hay, por otra parte, diferencias entre el manuscrito y la edición en volumen de la novela. El Rodrigo que Sade dibuja aquí no es más que un fruto del mal que reina en el mundo, y que Dios ha creado y conoce.
Lorenza y Antonio / Laurence et Antonio

Redactado en una semana, del 24 al 31 de enero de 1788, el relato Lorenza y Antonio supone un grado más en la vuelta de tuerca que el marqués de Sade va dando a sus personajes monstruosos. Pero doce años más tarde, al editarlo en volumen, Sade suaviza considerablemente el retrato y las palabras de Cario Strozzi: elimina frases en las que cuestiona todo y sólo admite para sí mismo el poder absoluto de obrar a su antojo, y difumina las escenas donde predominan la sangre y el erotismo. Es la naturaleza la única norma que admite Strozzi como límite a la pasión que siente por su nuera; intenta que Lorenza comparta sus teorías y ceda a sus deseos en un largo discurso que el autor elimina casi por completo en la edición de 1800; largo discurso (véase el pasaje eliminado en la nota 104) en el que se adelantan ideas que sí figuran en las novelas que Sade no se atrevía a firmar con su nombre: buscando su justificación en el mundo antiguo, en la democracia ateniense y en la república romana, Strozzi arremete contra los lazos familiares, contra la religión, define a la mujer como bien común de todos los hombres y aboga por el deseo y la naturaleza como máximas normas de conducta.
Consciente del ataque que las propuestas de Strozzi suponen para el orden constituido, en el manuscrito (véase nota 105) justifica la esclavitud de la mujer en nombre de la naturaleza y de la historia y aduce razones de orden político basadas en el honor para motivar el asesinato de una esposa infiel. Ese razonamiento ha desaparecido, igual que la escena de la repetida violación de Lorenza y la patética crueldad del desenlace con la tortura y muerte de Lorenza y Antonio, cuyos cuerpos son dejados de pasto a las bestias. Antes ambos amantes, sobre todo Lorenza, habrán sufrido torturas y humillaciones que Strozzi y su verdugo realizan con una violencia inusitada en estos relatos, tan inusitada que el autor se ve obligado a pintar a un Strozzi arrepentido que se suicida. De este modo, una novela oscura, trágica y negra se suaviza, sobre todo con ese desenlace que ha abreviado (véase nota 107). De este modo, entre el manuscrito y su reescritura Sade hace un retrato más breve y menos cruel de Strozzi, mientras la heroína, que termina volviendo sus preces hacia Dios, recibe un trato menos trágico y no se convierte en ejemplo de sumisión absoluta de la mujer al poder del hombre porque de los labios de Strozzi han desaparecido las justificaciones teóricas de esa esclavitud femenina. Así reescrita, Lorenza y Antonio sale de las manos de su autor expurgada de teorías escandalosas, y de una crueldad constante y trágica, con vistas a la inscripción de Sade en el número de los escritores con nombre.
Ernestina / Ernestine

En principio, Sade tituló esta novela Ernestina, o las secuelas de la seducción (Ernestine, ou les suites de la séduction). En la reescritura para la edición de 1800 aporta numerosas observaciones de ambiente, dando mayor entidad a la parte introductoria de la novela, a ese viajero que va a trasladar una historia contada y a la vez vivida, pues conoce al protagonista de las maldades cometidas en las personas de Ernestina y su prometido. Ese viajero encarna al filósofo ilustrado que admira costumbres distintas de las de su tierra, menosprecia el lujo de la vida ciudadana y alaba los usos ancestrales de la aldea. Su elogio del rey sueco Gustavo III, monarca absoluto y ejemplo de rey déspota para los Ilustrados, queda sustancialmente rebajado: entre el manuscrito y la edición no sólo había rodado la cabeza de Luis XVI, sino que el propio Gustavo III había sido asesinado.
Asimismo quedan sacrificados los conceptos de honor y honra del Antiguo Régimen en aras de una igualdad natural que sólo tiene una medida privilegiada: la virtud social. En el radical optimismo que domina Ernestina —cuento moral, casi de hadas por la bondad de su desenlace—, Sade ha privilegiado un personaje, el de Oxtiern, que se redime arrepintiéndose de su monstruosa conducta con la pareja de amantes y sintiendo en la redacción definitiva un dolor y un sufrimiento sinceros por su pasado, hasta el punto de desear la muerte para librarse del horror que experimenta por sí mismo.
Dorgeville, o el criminal por virtud / Dorgeville, ou le Criminal par vertu

La virtud engañada y burlada por el vicio es la lección que da este relato en el que un hombre generoso y amante de su familia se casa con su propia hermana sin saberlo; pero esa boda no es más que el cebo que le preparan su desconocida hermana y el perverso amante de ésta, a quienes no cuesta nada convertir a Dorgeville en víctima, aunque antes del encuentro fraterno su desconocimiento de la naturaleza humana ya le había hecho sentir las consecuencias de enfrentarse a un mundo perverso con las solas armas de la bondad y la virtud.
En la revisión del manuscrito, Sade ahonda en la visión de los dos extremos: por un lado, añade al personaje de Dorgeville una tolerante arenga (en la pág. 421) en la que apostrofa a los supuestos padres de Virginie exaltando la sensibilidad de la mujer abandonada y arremetiendo contra los prejuicios sociales; por otro, utiliza la más negra de las paletas para hacer que Cécile, una vez descubierta, explique en un largo discurso el carácter monstruoso de sus actos, subrayando el incesto para hacer patente a su hermano la estupidez de la virtud; y, por más que Dorgeville la vea escarnecida, es el amor que ha sentido por su hermana lo que termina siendo la causa de su muerte. Además desaparecen, en las palabras que Cécile dirige a su hermano, sus ideas sobre la incompatibilidad del siglo y la virtud; ningún ejemplo más revelador que el de Dorgeville: su bondad no ha hecho otra cosa que alentar acciones monstruosas.
La condesa de Sancerre, o la rival de su hija / La Comtesse de Sancerre, ou la Rivale de sa filie

El calificativo de «anécdota» que figura en el subtítulo no tiene el significado que podríamos atribuirle hoy: hay escritores del siglo XVIII que prefieren ese término al de «historia» o al de «nouvelle»; en ellos ha podido encontrar Sade también el ambiente de las cortes ducales de la Borgoña del siglo XV, en las que floreció, entre cruentas guerras de propiedad territorial, el amor cortés de los trovadores.
Con cierto parentesco con Lorenza y Antonio, este relato escrito entre el 6 y el 21 de mayo de 1787 —fechas que abarcan además la escritura de Emilia de Tourville, el final de Faxelange, el inicio de Miss Henriette Stralson, y textos ajenos a los Crímenes como El Talión y Lecciones de la naturaleza— no sufre cambios significativos en la preparación del texto para la imprenta: Sade subraya en ellos la violencia de los encuentros entre los amantes, cuyos sentimientos llevan a cierto paroxismo, además de aligerar con retoques el retrato de Amélie, a la que pinta con trazos de modelo de virtud, lo mismo que a su enamorado Monrevel en el desenlace. Como novedad, el monstruo es aquí una mujer: la madre de Amélie.
Eugénie de Franvall / Eugénie de Franval

Sade escribió varias versiones de este relato, Eugénie de Franval, colocado al final de los Crímenes como una especie de paroxismo, y considerado por su autor el mejor del volumen: poco importa la condenación del vicio, que sólo es descrito para exaltar la virtud y corregir las costumbres —tópico literario desde finales de la Edad Media, empezando por La Celestina—, su observación sobre las dos posibles clases de incesto —un incesto sin consecuencias para las convenciones sociales, otro que provocaría crímenes de gran alcance— trata de justificar su audacia y paliarla con consideraciones de orden moral; porque hay dos escenas que constituyen el foco narrativo y que la censura no podía admitir: la educación sexual y filosófica para el incesto que Eugénie y su padre cometen y el episodio de voyeurismo de Valmont (ese desfloramiento de Eugénie por su padre y la escena de voyeurismo de Valmont ya habían sido restablecidas en el texto de sus ediciones por editores de Sade como Heine y Lely); sólo en Lorenza y Antonio y en Eugénie de Franval incluye Sade descripciones eróticas, abusos y humillaciones de las víctimas, pero su alcance es menor en el manuscrito; por otro lado, desaparecen en la edición de 1800.
Aquí el incesto no es sólo algo premeditado, sino resultado de un curso de educación más amplio que la lección de sexualidad natural que Franval, Pigmalión de erotismo, da a su hija; pero ese incesto es la meta a la que conduce el desarrollo teórico de la filosofía libertina del personaje masculino, a pesar de que, entre el manuscrito y la edición, Sade ha suavizado la impiedad sustancial de Franval: sus lecciones van avanzando y desarrollando las principales ideas de la moral libertina: Dios sólo es una quimera que los poderosos utilizan para someter a los débiles; los lazos familiares, incluido el de la maternidad, carecen de sentido en el orden de la naturaleza, de ahí que cualquier sentimiento derivado de esa dependencia, desde el filial al conyugal, vuelva a ser otra trampa de sometimiento impensable en la naturaleza, que sólo se rige por el placer y el interés personal y rechaza todo lo que pueda obstaculizar su búsqueda. Aunque Sade ha mantenido estos razonamientos de Franval, sin embargo ha eliminado la réplica en la que Eugénie defiende la ley de la semilla paterna como único valor intrínseco (véase nota 126).
El carácter cruel de Franval sufre una suavización escasa: en el manuscrito, cuando Franval pone en manos de su hija el veneno que ha de acabar con la vida de la madre, se alegra y siente placer pensando en los tormentos que va a sufrir Mme. de Franval; ante las reservas de Eugénie, le da un veneno que no la retuerza tanto como la primera droga —o eso es lo que dice; más adelante se ve que la esposa y madre ha muerto entre los terribles dolores provocados por el primer veneno—; en la edición, en cambio, sólo pervive esa escena del dolor de la agonía materna, necesario para que Eugénie inicie su «des-educación» en maldad.
Sade no sólo ha suavizado o eliminado las teorías inmorales; aquí y allá han caído también frases que subrayaban la filosofía libertina y el goce incrementado por la ruptura de las convenciones: por ejemplo, el entusiasmo y la felicidad que aporta un amor culpable como el incesto se ven reforzados porque previamente Franval ha golpeado a su mujer, una más de las esposas sadianas que casi siempre aparecen como víctimas, sobre todo en La filosofía en el tocador, pero también en varios relatos de los Crímenes del amor.
Por lo demás, los principales personajes responden a tópicos sadianos como la descuidada educación que los monstruos han recibido en su infancia o un desenlace clemente para ellos: tras el desencadenamiento de elementos naturales, frecuentes en la novela negra, Franval retrocede y se ve llevado como otros malvados de Sade por la mano del novelista hacia un suicidio que puede parecer un castigo, pero que puede ser «la última manifestación de una ironía que no cesa de aparecer en su conducta a lo largo de todo el relato[12]». Eugénie en cambio ha tenido una educación «muy cuidada», pero en el libertinaje: su padre quiere hacer de ella un «otro yo» femenino; en ambos casos, el resultado de la falta de educación y de la educación libertina es el mismo: una perversión que, en el caso de la hija, le hace ver «un amigo» en su padre, a quien, de acuerdo con las enseñanzas naturales que ha recibido, sacrifica todo.
Yendo más lejos, Sade busca en la esposa, que trata de llevar al buen camino a Eugénie, una cómplice de sus amores incestuosos; por otro lado, Franval cruza los amores de la madre con los del pretendiente de la hija, un Valmont que asiste a la ceremonia cuasi religiosa de la exaltación erótica de Eugénie, convertida en ídolo, mientras Franval sufre, se inquieta y goza, entre cajas, viendo a su hija convertida en objeto erótico de quien puede ser su rival.
M. ARMIÑO

***
Valdemar: Gótica - 69



 Título original: Les Crimes de l’amour

Marqués de Sade, 1800

Traducción: Mauro Armiño

Ilustración de cubierta: Henry Fuseli (Ilustración para Macbeth, 1766-68)

Editor digital: orhi

ePub base r1.2

miércoles, 8 de febrero de 2017

EL MARQUÉS DE SADE Simone de Beauvoir.


EL MARQUÉS DE SADE

Simone de Beauvoir

En uno de sus libros, el marqués de Sade afirma con vigor: "Sostuve mis extravíos con razonamientos. No me puse a dudar. Vencí, arranqué de raíz, supe destruir en mi corazón todo lo que podía estorbar mis placeres". Se quiso ver en ello la actitud de un depravado. Al reivindicar a este hombre que se rebeló contra la moral de su época para asumir en su conciencia las manifestaciones sexuales de la sociedad que lo rodeaba, Simone de Beauvoir pinta la figura de un revolucionario, de un racionalista, de un hombre que necesita comprender la dinámica interna de sus actos y los de sus semejantes.
“Sólo se afilia —dice la penetrante y audaz autora de este libro— a las verdades que le son dadas por la evidencia de su experiencia vivida, y por ello superó el sensualismo de su época para transformarlo en una moral de autenticidad.” Es esta búsqueda de autenticidad la que jalona toda la accidentada y torturada vida del marqués de Sade. Y es lo que, indudablemente, le concede especial vigencia en nuestra época, que ha hecho de la autenticidad una de sus más precisas posibilidades.
Simone de Beauvoir sigue al célebre personaje a través de la formulación de sus principios. Sin detenerse más de lo necesario en las circunstancias que rodearon la vida del marqués de Sade, ubica aquellos hechos que determinan su personalidad en el campo de los principios que él mismo formuló y en la interpretación que dio a sus actos.
Los prejuicios ensombrecieron durante muchos años a este hombre que, en un mundo que intentaba desprenderse del feudalismo y caía corrompido en la vida cortesana, pretendió iluminar a sus contemporáneos sobre el valor real de los cuerpos y los sentidos. La autora de El Segundo Sexo, al desembarazar al marqués de Sade de su fama falsificada, le concede la perspectiva de su auténtica dimensión: un testimonio  increíble y revelador.
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EL MARQUÉS DE SADE

Simone de Beauvoir
Scan y Revisión: Spartakku
Para El Divino Marqués
http://www.sade.iwebland.com
Título del original francés
FAUT-IL BRÛLER SADE?


Traducción por
 J. E DE LA SOTA

LIBRO DE EDICIÓN ARGENTINA
Queda hecho el depósito que
previene la ley 11. 723. Copyright
by EDICIONES LEVIATAN,
Juncal 1131 — Buenos Aires.
IMPRESO EN LA ARGENTINA PRINTED IN ARGENTINE

martes, 7 de febrero de 2017

Carlos Fuentes. Adán en Edén. Novela. Fragmento.

              Adán Gorozpe ha pasado de pobretón estudiante a poderoso mandamás gracias a un afortunado braguetazo. Adán Góngora es ministro a cargo de la seguridad nacional y ha puesto en marcha una estrategia espeluznante: se alía con los criminales y encierra o manda matar a los menos aptos; encarcela inocentes y algún que otro culpable, exhibe a todos y así se gana a la opinión pública como garante de la justicia.
Un día, Góngora le propone a Gorozpe un pacto. Éste sabe que tiene que deshacerse de Góngora, o al menos neutralizarlo. Pero ¿cómo proceder contra tal adversario? ¿Cómo detener la corrupción que arrastra al país hacia el caos? Mientras tanto la gente se aferra a cualquier esperanza por vana que parezca, aunque sea la predicación de un niño con alas postizas que sermonea a los transeúntes.
Adán en Edén combina el drama y la comedia, la ficción y la crónica periodística, el terror y el humor, lo real y lo fantástico para trazar un mapa detallado del poder, el narcotráfico y la violencia en la América del siglo XXI.


Carlos Fuentes
 Adán en Edén





 Título original: Adán en Edén
Carlos Fuentes, 2009
Diseño de cubierta: Fernando Ruíz Zaragoza
Editor digital: Titivillus

ePub base r1.2




  A Francisco Toledo, gracias por la memoria de ochenta elefantes.



  ¿Acaso te pedí, Hacedor, que de la arcilla me hicieras hombre, acaso te pedí que de la oscuridad me ascendieras?
MILTON, Paraíso perdido


  1


No entiendo lo que ha sucedido. La Navidad pasada todos me sonreían, me traían regalos, me felicitaban, me auguraban un nuevo año —un año más— de éxitos, satisfacciones, reconocimientos. A mi esposa le hacían caravanas como diciéndole qué suertuda, estar casada con un hombre así… Hoy me pregunto qué significa ser “un hombre así…” o “asado”. Más asado que así. ¿Fue el año que terminó una ilusión de mi memoria? ¿Realmente ocurrió lo que ocurrió? No quiero saberlo. Lo único que deseo es regresar a la Navidad del año anterior, anuncio familiar, repetido, reconfortante en su sencillez misma (en su idiotez intrínseca) como profecía de doce meses venideros que no serían tan gratificantes como la Noche Buena porque no serían, por fortuna, tan bobos y malditos como la Navidad, la fiesta decembrina que celebramos porque sí, no faltaba más, sin saber por qué, por costumbre, porque somos cristianos, somos mexicanos, guerra, guerra contra Lucifer, porque en México hasta los ateos son católicos, porque mil años de iconografía nos ponen de rodillas ante el Retablo de Belén aunque le demos la espalda al Establishment del Vaticano. La Navidad nos devuelve a los orígenes humildes de la fe. Una vez, otra vez, ser cristiano significaba ser perseguido, esconderse, huir. Herejía. Manera heroica de escoger. Ahora, pobre época, ser ateo no escandaliza a nadie. Nada escandaliza. Nadie se escandaliza. ¿Y si yo, Adán Gorozpe, en este momento derrumbo de un puñetazo el arbolito navideño, hago que se estrellen las estrellas, le coloco una corona en la cabeza a mi mujer Priscila Holguín y corro a mis invitados con lo que antes se llamaba (¿que quiere decir?) cajas destempladas…?
¿Por qué no lo hago? ¿Por qué me sigo conduciendo con la amabilidad que todos esperan de mí? ¿Por qué sigo comportándome como el perfecto anfitrión que Navidad tras Navidad reúne a sus amigos y colaboradores, les da de comer y beber, les entrega regalos distintos a cada uno? —jamás dos veces la misma corbata, el mismo pañuelo— aunque mi mujer insista en que esta es la mejor época para el “roperazo”, es decir, para deshacerse de regalos inútiles, feos o repetidos que nos son entregados para endilgárselos a quienes, a su vez, los regalan a otros incautos que se los encajan a…
Contemplo la pequeña montaña de obsequios al pie del árbol. Me invade un temor. Devolverle a un colaborador el regalo que éste me hizo hace dos, tres, cuatro Navidades… Me basta pensarlo para suprimir mis temores anticipados. No estoy aún en el Año Nuevo. Sigo en la Noche Buena. Me rodea mi familia. Mi esposa inocente sonríe, con su sonrisa más vanidosa. Las criadas distribuyen ponches. Mi suegro ofrece una bandeja de bizcochos.
No debo adelantarme. Hoy todo es bueno, lo malo aún no sucede.
Distraído, miro por la ventana.
Pasa un cometa.
Y Priscila mi esposa le da una sonora cachetada a la criada que distribuye cocteles.

  2


Pasa, una vez más, un cometa. Me invade una gran duda. Este astro luminoso, ¿es precedido por su propia luz o sólo la anuncia? ¿La luz anticipa o finaliza, es presagio de nacimiento o de defunción? Creo que es el sol, astro mayor, quien determina si el cometa es un antes o un después. Es decir: el sol es el dueño del juego, los cometas son partículas, coro, extras del universo. Y sin embargo, al sol nos acostumbramos y sólo su ausencia —el eclipse— nos llama la atención. Pensamos en el sol cuando no vemos el sol. Los cometas, en cambio, son como chisguetes del sol, animales emisarios, ancilares al sol, y a pesar de todo, prueba de la existencia del sol: sin los esclavos no existe el amo. El amo requiere siervos para probar su propia vida. Si no lo sabré yo que, abogado y empresario moderno, doy fe de mi ser y de mi estar cinco veces a la semana (sábados y domingos son días feriados) tomando mi lugar a la cabeza de la mesa de negocios, con mis subordinados muy subordinados aunque yo me comporte como un jefe moderno, nada arbitrario: un sol que quiere calentar pero no incendiar. Y a pesar de todo, ¿no es cierto que sólo soy el jefe porque ellos aceptan que lo sea?, ¿son los cometas los que nos hacen pensar en el sol?, ¿los segundos le dan vida al primero? No sé si todo hombre en mi posición piensa en estas cosas. No lo creo. Por lo común el poderoso da por descontado su poder, como si hubiera nacido no desnudo sino coronado, envuelto en riqueza. Miro a mis empleados sentados alrededor de la mesa y quisiera preguntarles, ¿soy el sol?, o ¿soy el solo? ¿Tengo poder por mí mismo o porque ustedes me lo dan? Sin ustedes, ¿carecería de poder? ¿Los poderosos son ustedes que me confieren poder o yo, el que lo ejerce?
El cometa del día de hoy es cometa porque es visible. ¿Cuántos astros, cada día, circulan por los cielos sin que nos demos cuenta? ¿Somos astros barbatos, una luz que precede, o astros caudatos, luminosidad que sucede? Si yo fuese un cometa, ¿cómo sería mi cola? ¿Difusa, en ramales que se disparan cada uno por su lado? ¿Corniforme, un abogado presidente de empresa con cola encorvada? ¿Inesperado o periódico —un astro singular e inimaginable hasta que aparece, o un cometa predecible y en consecuencia aburrido, o sea, poco cometa?
El tiempo —o sea, esta narración— lo dirá.
¿Son los sábados, los domingos, en realidad, días feriados? Y feria, ¿es sólo día de descanso, o agitado día de compraventas?
Este día no lo diré —o espero no decirlo— sino presidiendo el Consejo de Administración, dándome el lujo —determinado, voluntarioso— de ser el único que cuelga la pierna encima del brazo de la silla y la mueve con displicencia. A ver, ¿quién más se atreve?
Y yo mismo, ¿me atrevo a explicarme a mí mismo la razón de mi éxito?




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