La dama del sudario
A mi querida vieja amiga la condesa de Guerbel
(Genevieve Ward)
PRÓLOGO
Bram Stoker nació en Dublín, en 1847. A lo largo de su infancia pasó mucho tiempo postrado en la cama; durante ese período, su madre le contaba historias sobrenaturales, plagadas de demonios, fantasmas y otros seres terroríficos, que sin duda ejercieron una influencia poderosa sobre su imaginación excitada. Solo cuando estudiaba en la universidad consiguió dejar atrás sus problemas de salud y logró tener cierta fortaleza física. Después de terminar los estudios, se puso a trabajar como empleado público en un tribunal. Durante este tiempo colaboró con algún periódico redactando críticas teatrales, y llegó incluso a ejercer de redactor jefe del Evening Mail Un día de 1876 conoció a un actor que producía sus propias representaciones. —Henry Irving—; este le convenció para que le llevara las finanzas de la compañía teatral, labor que no resultó fácil, debido al gusto pronunciado por el lujo del actor en todas sus representaciones. Al poco tiempo, conoció a la actriz Florence Balcombe, con la que se casó y de la que tuvo un hijo. En esta situación de hombre casado y financiero de teatro, Stoker, siguiendo su inclinación por lo sobrenatural, compuso numerosas obras de ficción, dominadas por el gusto por lo macabro, entre las que destacan, además de su célebre Drácula, The Mistery of the Sea, La madriguera del gusano blanco, y la novela que contiene el presente volumen, La dama del sudario, hasta ahora inédita en castellano. El autor de Drácula murió en 1912 por agotamiento, según señala su certificado de defunción.
La dama del sudario, publicada por primera vez en 1909, contiene una serie de variaciones sobre un tema de terror. El relato se abre con la descripción del objeto que va a suscitar las sucesivas experiencias terroríficas que proporcionan el sentido y el valor de la novela. La aparición de una imagen blanca rodeada de una oscuridad que todo lo abraza: una mujer envuelta en un sudario navegando por un mar sumido en unas tinieblas cerradas, una visión que en la progresión de sus diversas apariciones ofrece el hilo tenso que sostiene una serie constante de experiencias horribles, que llegan a sobrepasar los límites mismos del horror. La novela, al igual que Drácula, está compuesta por diarios, cartas, etc., que van delimitando poco a poco el escenario y el tiempo por los que van a discurrir los sucesivos momentos de pánico experimentados por el protagonista y, a través de él, por el lector. El lugar de la aparición es el jardín de un castillo; a medianoche, en ese recinto reina la desolación, el frío y la humedad se apodera de todo; la oscuridad comparte el jardín con las sombras blancas producidas por el claro de luna; todo parece hostil para una vida fuerte y vigorosa. El castillo se alza sobre unos acantilados que caen sobre un mar negro y proceloso, donde van a parar grutas marinas y subterráneas; en las inmediaciones del castillo también se erige una iglesia, lúgubre y misteriosa, donde están enterrados los antepasados de la familia del castillo. El país se encuentra en una zona de los Balcanes, que, atrasado y subdesarrollado, vive bajo la amenaza constante del imperio turco.
Bajo la luz gótica del jardín desolado, se presenta la aparición envuelta en un sudario, que, en su palidez, expresa desesperación a causa de su existencia glacial y monstruosa. Su estela deja la impresión de lo desconocido y lo misterioso, y en el héroe produce una fascinación cercana a la hipnosis, como si una fuerza oculta le empujase hacia la forma blanca que recorre el jardín bañado por la luna. La duda sobre la naturaleza de la sombra blanca se instala inmediatamente sobre ella; y a pesar de sus sucesivas manifestaciones, en las que va revelando algo de sí, el misterio no le abandonará, contribuyendo así a acentuar los siguientes pasajes de horror. La mente en la que tiene lugar esta aparición, blanca y fría, es típica de los estados psíquicos góticos; ese lugar mental está presidido por la soledad, la angustia, el vacío; es el receptáculo de las impresiones dolorosas y de la incertidumbre provocada por la aparición. La obsesión por la dama blanca apenas se ve interrumpida por el trabajo, remedio para hacer olvidar el dolor y rescatar el espíritu del héroe de las tinieblas en que se mueve. Huyendo de su interior, explora el territorio del castillo y sus inmediaciones, pero solo encuentra en él un reflejo de estado mental: desesperación y soledad. En esta situación, la razón comienza a debilitarse y la locura a instalarse en su cerebro. La presencia de esa sombra misteriosa se le hace cada vez más necesaria, de modo que solo quiere perseguirla; la voluptuosidad que en él despierta le empuja a exponerse a situaciones cada vez más horribles, hasta que se ve envuelto en la orgía final del ritual que tiene lugar en la iglesia del castillo, la prueba terrible y definitiva, donde se produce la contemplación en la oscuridad. La dama del sudario se revela así como una narración construida para despertar la voluptuosidad a través de la ficción del horror.
DE LA REVISTA DE OCULTISMO
MEDIADOS DE ENERO DE 1907
Del Adriático nos llega una historia bastante extraña. Al parecer, la noche del 9, mientras el barco de vapor «Victorine», de la Compañía Naviera Italia, estaba atravesando, poco antes de medianoche, el cabo conocido como la «Lanza de Iván», en la costa de las Montañas Azules, el vigía llamó la atención del capitán, en ese momento en el puente, sobre una pequeña luz flotante en las proximidades de la costa. Es costumbre de algunas embarcaciones que navegan rumbo sur arrimarse a la Lanza de Iván con buen tiempo, ya que el agua es allí profunda y no suele haber corrientes marinas, como tampoco hay afloraciones rocosas. Pues bien, hace unos años, a los barcos de vapor locales les dio por navegar tan cerca de esta costa que Lloyd’s tuvo que publicar una nota en la que advertía que todo percance ocurrido en estas circunstancias no quedaría cubierto por el seguro marítimo contratado. El capitán Mirolani es de los que insisten en que se debe guardar una distancia prudencial respecto del promontorio; pero, como la referida circunstancia había llamado poderosamente su atención, creyó conveniente investigarla más de cerca por si se trataba de alguna persona en grave aprieto. Así pues, mandó reducir velocidad, y enfiló precavidamente hacia la costa. En el puente se le unieron dos de sus oficiales, los signori Falamano y Destilia, así como un pasajero del barco, un tal Mr. Peter Caulfield, cuyos informes sobre Fenómenos Espirituales en lugares lejanos son de sobra conocidos de los lectores de La Revista del Ocultismo. A nuestro poder ha llegado el siguiente relato del extraño suceso, escrito por él y avalado por las firmas del capitán Mirolani y los otros caballeros antes citados:
«… Eran las doce menos once minutos del sábado 9 de enero de 1907 cuando vi la extraña luz junto al promontorio conocido como la Lanza de Iván, en la costa de la Tierra de las Montañas Azules. La noche era serena, y, desde la popa del barco donde yo me encontraba, nada empañaba la visión. Nos encontrábamos a cierta distancia de la Lanza de Iván, en trance de pasar de la punta septentrional a la meridional de la extensa bahía en la que se proyecta. El capitán Mirolani, marinero muy prudente, evita en sus viajes entrar en esta bahía por estar terminantemente prohibido por la aseguradora Lloyd’s. Pero, al ver a la luz de la luna, aunque de lejos, la pequeña y blanca Figura de una mujer erguida sobre una barca a la deriva arrastrada por alguna extraña corriente, en cuya proa reposaba una pequeña luz (¡a mí me pareció una candela mortuoria!), pensó que podía tratarse de alguien en apuros y decidió aproximarse extremando la cautela. Dos de sus oficiales estaban con él en el puente: los signori Falamano y Destilia. Los cuatro lo vimos. El resto de la tripulación y los pasajeros estaban abajo. Al acercarnos otro poco, se me reveló la verdad de la extraña aparición; pero los marineros no parecieron captarla. En realidad, esto no es nada raro, pues ninguno de ellos había tenido anteriormente ni conocimiento ni experiencia del mundo esotérico, a diferencia de mí, que durante más de treinta años me he dedicado a estudiar con especial dedicación estos temas y he recorrido de un confín a otro toda la faz de la Tierra investigando, hasta el más ínfimo detalle, todos los relatos sobre Fenómenos Espirituales. Como por sus movimientos deduje que los oficiales no comprendían lo que era tan evidente para mí, procuré no ilustrarlos al respecto por miedo a que esto tuviera como resultado cambiar el rumbo de la nave antes de que yo pudiera aproximarme lo suficiente para disfrutar de una visión más precisa. Todo se desarrolló según mis deseos —o casi, como se verá enseguida—. Por el momento pude ver que la susodicha barca, que en todo momento me había parecido tener una forma muy extraña, no era otra cosa que un ataúd, y que la mujer erguida sobre ella iba envuelta en una mortaja. Mientras avanzábamos, lentamente y con los motores casi mudos, apenas había oleaje; así, nuestra parte delantera avanzaba encerando las aguas oscuras. De repente, se oyó un grito desaforado en el puente —los italianos son, en efecto, particularmente excitables—, se gritaron órdenes roncas al timonel, empezó a sonar furiosamente la campana de la sala de máquinas y, unos instantes después, o al menos eso me pareció, el barco viró a estribor. Las máquinas funcionaban a todo vapor, y, antes de que pudiéramos darnos cuenta, la aparición se desvaneció en la distancia. Lo último que vi fue el fulgor de un rostro palidísimo iluminado por dos ojos negros, abrasadores, mientras la figura se dejaba caer en el ataúd como niebla o humo que se dispersa con el soplo del viento».
LIBRO I
EL TESTAMENTO DE ROGER MELTON
LECTURA DEL TESTAMENTO DE ROGER MELTON Y TODO LO QUE SIGUIÓ
Relación escrita por Ernest Roger Halbard Melton, estudiante de Derecho en Inner Temple, primogénito de Ernest Halbard Melton, primogénito de Ernest Melton, hermano mayor del arriba mencionado Roger Melton y pariente suyo más próximo.
Considero cuanto menos útil —y tal vez también necesario— guardar registro completo y exacto de todo lo relacionado con el testamento de mi tío abuelo Roger Melton, q.e.p.d.
A cuyo fin permítaseme enumerar a los distintos miembros de su familia y explicar algunas de sus ocupaciones e idiosincrasias. Mi padre, Ernest Halbard Melton, era hijo único de Ernest Melton, primogénito de sir Geoffrey Halbard Melton, de Humcroft, condado de Salop, en sus tiempos juez de paz y presidente de la audiencia territorial. Mi bisabuelo, sir Geoffrey, había heredado una pequeña propiedad de su padre, Roger Melton. Por cierto, en su época el nombre se deletreaba Milton, pero mi tatarabuelo cambió la i de la primera sílaba por una e, como quiera que era un hombre práctico muy poco dado al sentimentalismo, y para que la opinión pública no lo confundiera con otros miembros de la familia de cierto individuo radical llamado Milton, que escribió poesía y fue una especie de funcionario en tiempos de Cromwell, mientras que nosotros somos conservadores. El mismo espíritu práctico que originó el cambio de ortografía en el apellido lo empujó también a meterse en negocios. Así, siendo aún joven, se hizo curtidor. A tal fin utilizó los estanques y arroyos así como los bosques de acacias de su propiedad, sita en Torraby, Suffolk, Como le fueron bien los negocios, amasó una fortuna considerable, parte de la cual destinó a la compra de las tierras de Shropshire, que dejó en heredad con vínculo inalienable y de las que yo soy heredero por línea directa.
Además de mi abuelo, sir Geoffrey tuvo otros tres varones y una hembra, la cual nació veinte años después de su hermano más joven. Estos hijos eran: Geoffrey, que murió —sin dejar sucesión— en el Motín Indio de Meerut en 1857, en el que empuñó la espada, aunque no era militar, para defender su vida; Roger (a quien me referiré acto seguido), y John, el último, que, al igual que Geoffrey, murió sin haber llegado a contraer matrimonio. Así pues, de la familia de cinco hijos de sir Geoffrey, solo tres han de ser aquí considerados: mi abuelo, que tuvo tres hijos —dos de los cuales, un hijo y una hija, murieron jóvenes, quedando solo mi padre—, Roger y Patience. Esta última, nacida en 1858, casó con un irlandés de nombre Sellenger —que era la manera corriente de pronunciar el nombre de St. Leger o, como ellos lo escriben, Sent Leger—, restaurado por las generaciones posteriores con la ortografía primitiva. Tipo arrojado y temerario, fue capitán de lanceros, y no le faltó la cualidad del valor —fue distinguido con la Cruz de Victoria en la Batalla de Amoaful, en la Campaña de Ashantee—. Pero mucho me temo que careció de esa seriedad y perseverancia que, según mi padre, son los rasgos que caracterizan y adornan a nuestra familia. Dilapidó casi toda su hacienda, si bien esta no fue nunca demasiado grande, y, de no haber sido por la pequeña fortuna de mi tía abuela, en caso de que hubiera llegado a viejo habría vivido en una relativa pobreza. Relativa, y no absoluta, pues los Melton, que son personas de considerable orgullo, no habrían tolerado que la pobreza se cerniera sobre una rama de la familia. En cualquier caso, ninguno de nosotros tiene una opinión demasiado buena de esa rama.
Afortunadamente, mi tía abuela Patience solo tuvo un hijo, y el fallecimiento prematuro del capitán St. Leger (como prefiero escribir el apellido) no le permitió tener más. No volvió a casarse, aunque mi abuela trató varias veces de buscarle nuevo marido. Según me han contado, fue siempre una persona muy recta y muy altanera, reacia a rendirse a la sabiduría de sus superiores. Su único hijo heredó al parecer el carácter de la familia de su padre más bien que el de la mía. Gandul y casquivano, con frecuencia anduvo metido en líos en la escuela, intentando siempre cosas ridículas. En su calidad de jefe de la familia, y dieciocho años mayor que él, mi padre trató a menudo de amonestarlo, pero su afición a las cosas perversas y truculentas era tal que acabó desistiendo. Incluso he oído decir a mi padre que alguna vez llegó a amenazarlo con quitarle la vida. Tenía un carácter pésimo y no sabía lo que era el respeto y la reverencia. Nadie, ni siquiera mi padre, ejercía influjo alguno sobre él —hablo de influjo bueno, por supuesto—, salvo su madre, que era de mi familia; bueno, y también otra mujer que vivía con ella, una especie de gobernanta: la tía, como la llamaba él. He aquí cómo estaban las cosas: El capitán St. Leger tenía un hermano pequeño, que realizó un casamiento ruinoso con una muchacha escocesa siendo ambos muy jóvenes. No tenían nada de qué vivir, salvo lo que el temerario lancero les daba —y este no tenía prácticamente nada—, y ella estaba «in albis» (esta es, creo saber, la manera poco cortés como los escoceses llaman a la carencia de dote). Sin embargo, según he oído, ella era de una vieja y en parte buena familia venida a menos —por usar una expresión que, sin embargo, no debería utilizarse precisamente con relación a una familia o persona que nunca tuvo el dinero suficiente como para luego poder tener mucho menos—. Menos mal que los MacKelpie —tal era el nombre de soltera de Mrs. St. Leger— eran famosos, al menos por lo que al aspecto bélico se refería. Habría sido demasiado humillante para nuestra familia haber entroncado, aunque fuera por el lado materno, con otra familia sin posibles y sin campanillas. El simple pelear no ennoblece a una familia, en mi opinión. Los soldados no son todo, por mucho que se lo crean. En nuestra familia hemos tenido hombres que pelearon, pero yo nunca he oído hablar de nadie que peleara porque quería hacerlo. Mrs. St. Leger tenía una hermana; por suerte, solo hubo estos dos retoños en la familia, pues, de lo contrario, todos habrían tenido que ser mantenidos con el dinero de mi familia.
Mr. St. Leger, que era un simple subalterno, perdió la vida en Maiwand; y su mujer se quedó sin un penique. Sin embargo, esta murió —la hermana divulgó el bulo de que fue a consecuencia del duro golpe y el desconsuelo subsiguiente— afortunadamente antes de que naciera el hijo que esperaba. Todo esto sucedió cuando mi primo —o, más bien, el primo de mi padre y tío segundo mío, para ser más precisos— era todavía un pequeñajo. Su madre mandó luego buscar a Miss MacKelpie, la cuñada de su cuñado, para que viniera a vivir con ella, cosa que esta hizo —los pobres no pueden elegir—, y le ayudó en la educación del joven St. Leger.
Recuerdo que en cierta ocasión mi padre me dio un soberano por una observación ingeniosa que hice sobre ella. Yo era un niño a la sazón; no debía tener más de trece años de edad. Pero los miembros de nuestra familia han sido siempre inteligentes desde muy jóvenes, y mi padre me contaba muchas cosas sobre la familia St. Leger. Por supuesto, mi familia no había visto a nadie de esta rama desde la muerte del capitán St. Leger —el círculo al que pertenecemos no se preocupa de los parientes pobres—, y mi padre me estaba explicando lo que pintaba en ella Mrs. MacKelpie. Debió de ser una especie de niñera, pues Mrs. St. Leger le dijo en cierta ocasión que le había sido de grandísima ayuda para criar a su hijo.
—¡Entonces, padre —dije—, si ella ayuda a criar niños pequeños debería llamarse más bien Miss MacSkelpie!
Cuando Rupert, mi tío segundo, tenía doce años, murió su madre, a la que estuvo llorando más de un año. Pero Miss MacSkelpie siguió viviendo con él en la casa. ¡Cómo se iba a largar! ¡Cómo se iba a volver a su chamizo si podía vivir en una casa mejor pegando la gorra! Al ser mi padre el jefe de la familia, era, por supuesto, uno de los fideicomisarios del joven, al igual que su tío Roger, hermano del testador. El tercero era el general MacKelpie, un terrateniente escocés empobrecido que tenía grandes extensiones de terreno sin valor en Croom, en el condado de Ross. Recuerdo que mi padre me dio un billete nuevo de diez libras esterlinas cuando lo interrumpí, mientras me estaba contando lo de la falta de previsión del joven St. Leger, para puntualizarle que estaba confundido en cuanto a las tierras. Por lo que oí sobre las tierras de MacKelpie, estas solo producían una cosa; al preguntarme mi padre de qué cosa se trataba, le contesté: «¡Hipotecas!». Yo sabía que mi padre había comprado, no hacía mucho tiempo, un montón de ellas a un precio que un compañero mío de Facultad, que era de Chicago, solía llamar «de risa». Al reconvenir a mi padre por habérsele ocurrido comprarlas, deteriorando con ello la herencia familiar que en su día pasaría a mí, me dio esta astuta contestación, que no he olvidado desde entonces:
—Lo hice para mantener mejor controlado al osado general, en caso de que alguna vez planteara algún problema. Y, en caso de que ocurriera lo peor, Croom siempre es un buen terreno para los urogallos y los ciervos. —Poca gente le gana a mi padre en previsión.
Cuando mi primo Rupert St. Leger —lo llamaré primo en lo sucesivo en la presente relación para evitar que alguna persona malintencionada que la pueda leer en el futuro piense que quería mofarme de su posición un poco oscura al insistir en la lejanía de su parentesco respecto de mi familia— quiso cometer cierto acto sandio en el plano financiero, vino a ver a mi padre, presentándose en nuestra propiedad de Humcroft en un momento inoportuno, sin previa autorización y sin ni siquiera haber tenido la cortesía de avisar diciendo que venía a vernos. Yo no era entonces más que un crío de seis años de edad, pero no pude por menos de reparar en su aspecto desastrado. Venía manchado de polvo y desgreñado. Al verlo mi padre —entré en el estudio con él—, exclamó horrorizado:
—¡Qué horror! —Y más se horrorizó aún cuando el muchacho reconoció bruscamente, en respuesta al saludo de mi padre, que había viajado en tercera clase. Por supuesto, todos mis familiares han viajado siempre en primera clase; y nuestra servidumbre viaja incluso en segunda. Mi padre se enfadó muchísimo cuando confesó haber llegado andando desde la estación.
—¡Bonito espectáculo para mis arrendatarios y comerciantes! ¡Ver a mi…, a un pariente mío, por lejano que este sea, arrastrando los pies, como un pordiosero, por el camino que conduce a mi propiedad! ¡Camino que, por cierto, mide dos millas y cinco yardas y media! No cabe duda de que eres un joven sucio e insolente. —La verdad es que Rupert (no puedo llamarlo primo aquí) se había pasado de insolente con mi padre.
—He venido andando, señor, porque no tenía dinero; pero le aseguro que no he pretendido ser insolente. He venido simplemente aquí porque quería pedirle consejo y ayuda, no porque sea usted persona importante y tenga un camino de entrada a su casa muy largo —como he podido comprobar demasiado bien—, sino simplemente porque usted es uno de mis fideicomisarios.
—¿Yo fideicomisario tuyo, amiguito? —exclamó mi padre, interrumpiéndolo—. ¿Yo fideicomisario tuyo?
—Disculpe, señor —dijo sin inmutarse—. Quería decir fideicomisario del testamento de mi querida madre.
—¿Y qué tipo de consejo, si puede saberse —repuso mi padre—, busca usted de uno de los fideicomisarios del testamento de su querida madre? —Rupert se puso colorado, e iba a decir algo improcedente —lo adiviné por su mirada—; pero luego se contuvo y dijo con el mismo tono ecuánime:
—Quiero su consejo, señor, sobre cuál sería la mejor manera de hacer algo que me gustaría hacer y que, como quiera que soy menor de edad, no puedo hacer por mí mismo, sino que tiene que hacerse a través de los fideicomisarios del testamento de la madre.
—¿Y qué tipo de ayuda desea? —preguntó mi padre, llevándose la mano al bolsillo. Yo sé qué tipo de acción significa esto cuando estoy hablando con él.
—La ayuda que deseo —dijo Rupert, poniéndose más colorado que nunca— es la ayuda propia de… de un fideicomisario. Es para llevar a cabo lo que quiero hacer.
—¿Y de qué se trata exactamente? —preguntó mi padre.
—Me gustaría, señor, hacer cesión de mi herencia a favor de mi tía Janet… —Mi padre le interrumpió con la siguiente pregunta (obviamente, había recordado mi burla):
—¿A favor de Miss MacSkelpie? —Rupert se puso aún más colorado, y yo miré a otra parte: no quería que me viera reír. Él prosiguió sosegadamente:
—¡MacKelpie, señor! Mis Janet MacKelpie, mi tía, que siempre ha sido muy buena conmigo, y a quien amaba tanto mi madre… Quiero hacer cesión a su favor del dinero que me dejó mi querida madre. —Mi padre ciertamente quería que el asunto tomara unos derroteros menos serios, pues los ojos de Rupert estaban relucientes de lágrimas, aún no vertidas; así, tras una pequeña pausa, dijo con una indignación que yo sabía simulada:
—¿Tan pronto te has olvidado de tu madre, Rupert, que ya quieres desprenderte del postrer regalo que te hizo? —Rupert estaba sentado, pero se puso de pie como un resorte y se enfrentó a mi padre con el puño cerrado. Ahora estaba completamente pálido, y sus ojos parecían tan fieros que pensé que le iba a golpear. Habló con una voz tan vigorosa y profunda que no parecía la suya:
—¡Señor! —aulló. Supongo, si fuera escritor (lo que, gracias a Dios, no soy, pues no tengo necesidad de dedicarme a trabajos de medio pelo), que escribiría «atronó». «Atronó» tiene una letra más que «aulló», y, por supuesto, ayudaría a ganar el penique que el escritor obtiene por una línea. Mi padre se quedó también pálido, y permaneció completamente inmóvil. Rupert lo miró fijamente durante medio minuto, un tiempo que me pareció más largo entonces, y de repente sonrió mientras se volvía a sentar.
—Disculpe —agregó—. Claro, usted no entiende de estas cosas. —Y siguió hablando, antes de que mi padre tuviera tiempo para reaccionar—: Pero volvamos a los negocios. Como usted no parece seguirme, permítame que le explique que es precisamente porque no olvido por lo que quiero hacer eso. Recuerdo el deseo de mi querida madre de hacer feliz a tía Janet, y quisiera imitarla en esto.
—¿Tía Janet? —exclamó mi padre, soltando una risita más que fundamentada ante su ignorancia—. No es tía tuya. Y, para que lo sepas, su propia hermana, que se casó con tu tío, fue solo tía tuya por cortesía. —No pude por menos de notar que Rupert quería ser desagradable con mi padre, aunque sus palabras fueron perfectamente educadas. Si yo le hubiera llevado los años que él me llevaba, me habría abalanzado sobre él; pero era un tipo bastante grande para su edad. Yo, sin embargo, soy más bien delgado. Mi padre dice que la delgadez es un «apanage de buena cuna».
—Mi tía Janet, señor, es tía mía por amor. La cortesía es una palabrita que se queda muy corta comparada con la devoción que ella ha mostrado con nosotros. Pero yo no quiero molestarlo con tales cosas, señor. Supongo que las relaciones de parentesco por el otro lado de mi familia no le conciernen particularmente. ¡Yo soy un Sent Leger! —Mi padre pareció cogido por sorpresa. Permaneció un rato sentando antes de hablar.
—Bien, Mr. St. Leger, reflexionaré sobre este asunto unos momentos y le daré a conocer dentro de un rato mi decisión. Entre tanto, ¿no quiere comer algo? Supongo que ha debido levantarse muy temprano. ¿No ha tomado nada para desayunar? —Rupert sonrió con bastante cordialidad:
—Eso es cierto, señor. No he probado bocado desde la cena de anoche, y estoy que me muero de hambre. —Mi padre tocó la campanilla, y dijo al lacayo que había asomado que fuera a buscar al ama de llaves. Cuando esta acudió, mi padre le dijo:
—Mrs. Martindale, llévese a este joven a su habitación y sírvale algo de desayunar. —Rupert permaneció muy tranquilo durante unos segundos. Su rostro había vuelto a enrojecer después de su palidez. Luego se inclinó ante mi padre y siguió a Mrs. Martindale, que salía ya por la puerta.
Casi una hora después, mi padre mandó a un criado para que le dijera que ya podía venir al estudio. Mi madre estaba también allí —yo había venido con ella—. El criado volvió y dijo:
—Señor, Mrs. Martindale desea saber, con sus debidos respetos, si puede hablar un momento con usted. —Antes de que pudiera contestar mi padre, mi madre le dijo que la hiciera entrar. El ama de llaves no podía estar muy lejos —este tipo de personas suelen estar pegadas a los ojos de las cerraduras—, pues se presentó al punto. Cuando apareció, se quedó en la puerta haciendo reverencias y con el rostro pálido. Mi padre dijo:
—¡A ver, qué pasa! —Mi padre tiene una manera muy severa de tratar a los criados. Cuando yo sea el jefe de la familia, los trataré a patadas. Es la mejor manera de ganarse su total sumisión.
—Si permite que le diga, señor, me llevé al joven gentilhombre a mi cuarto y ordené que le prepararan un buen desayuno, pues se notaba que tenía mucha hambre: ¡un joven que está creciendo, como él, y tan alto! El desayuno llegó al punto. ¡Y vaya desayuno tan bueno! Solo el olorcillo daba hambre a cualquiera. Había huevos, jamón y riñones a la parrilla, café y tostada con mantequilla, y pastel de arenque.
—No nos dé la lata hablándonos de desayunos —exclamó mi madre—. Siga contando.
—Cuando ya estaba todo preparado, y la doncella se había ido, acerqué una silla a la mesa y dije: «Señor, su desayuno está listo». Él se levantó y dijo: «Gracias, señora; es usted muy amable», y me hizo una reverencia, como si yo fuera una dama, señora.
—Siga —conminó mi padre.
—Luego, señor, alargó la mano y dijo: «Adiós, y gracias», y cogió su gorra.
»“Pero ¿no va a tomar nada para desayunar, señor?”, le pregunto yo. “No, gracias, señora”, me dice él. “Yo no podría comer aquí…, quiero decir en esta casa”. Bueno, señora, parecía tan desvalido que el corazón se me enterneció, y me aventuré a preguntarle si había alguna cosa en este mundo que pudiera hacer por él.
»“Dígame, querido joven”, me aventuré a decirle, “yo soy una mujer ya mayor, y usted no es más que un muchacho, aunque se ve que va a ser todo un caballero, al igual que su querido y excelente padre, a quien recuerdo muy bien, y gentil como su pobre madre”.
»“Es usted muy amable”, dijo, y entonces tomé su mano y la besé, pues recuerdo perfectamente a su pobre y querida madre, que murió hace solo un año. En fin, en esto que apartó su cabeza, y cuando lo cogí por un hombro y lo hice volverse hacia mí —es muy joven aún, señora, pese a lo grandote que está—, vi que unas lágrimas estaban rodando por sus mejillas. Así pues, dejé reposar su cabeza sobre mi pecho —yo tengo también hijos, como usted sabe, señora, aunque todos están ahora fuera—. Él aceptó mi afecto y estuvo unos momentos sollozando. Luego se enderezó, y yo seguí respetuosamente a su lado.
»“Diga a Mr. Melton”, me dijo, “que no quiero molestarlo con lo del fideicomiso”.
»“Pero ¿no se lo dirá usted mismo, cuando lo vea ahora?”, le pregunté.
»“Ya no lo voy a ver”, me dice; “me marcho ahora mismo”.
»En fin, señora, yo sabía que no había desayunado, aunque estaba hambriento, y que volvería a pie, como había venido, por lo que me aventuré a decirle:
»“Si no lo considera una falta de respeto, señor, ¿puedo hacer algo yo para que su regreso resulte menos penoso? ¿Tiene dinero suficiente, señor? Si no, ¿puedo darle, o prestarle, un poco? Será para mí un gran orgullo poder hacerlo”.
»“Sí”, me dice con toda la espontaneidad del mundo. “Si quiere, podría prestarme un chelín, pues no tengo dinero. Nunca lo olvidaré”. Y, mientras cogía la moneda, añadió: “Le devolveré el dinero, aunque nunca podré devolverle la amabilidad. Aceptaré la moneda”. Cogió el chelín, señor —no quiso nada más— y luego me dijo adiós. En la puerta se volvió y avanzó hacia donde yo estaba, y me echó los brazos al cuello, como hacen los niños pequeños, mientras decía: “Mil gracias, Mrs. Martindale, por su infinita bondad, por su simpatía y por la manera como ha hablado de mi padre y mi madre. Usted me ha visto llorar, Mrs. Martindale”, dijo. “Yo lloro muy pocas veces. La última vez fue cuando volví solo a casa tras el entierro de mi pobre madre. Pero ni usted ni ninguna otra persona volverá a ver una lágrima mía”. Tras lo cual, enderezó sus grandes hombros e irguió su hermosa y altiva cabeza, y se marchó. Yo lo vi por la ventana alejarse de la finca a grandes zancadas. ¡Vaya que si tiene orgullo ese chico, señor! Un auténtico honor para su familia, señor, permítame que le diga con todos mis respetos. Y ese orgulloso mozalbete se ha ido con el estómago vacío, y estoy segura de que nunca se servirá de ese chelín para comprar comida.
Como era de suponer, mi padre no podía aceptar aquellas apreciaciones y le hizo la siguiente precisión:
—Permítame que le diga que no pertenece a mi familia. Es cierto que está emparentado con nosotros por el lado materno; pero nosotros no lo consideramos, ni a él ni a su rama, de la familia. —Dicho lo cual, le dio la espalda y se puso a leer un libro. Aquello fue un claro desaire para ella.
Pero mi madre tenía aún algo que decirle a Mrs. Martindale antes de que se retirara. Mi madre tiene también bastante orgullo y no tolera la insolencia de parte de los inferiores, y la conducta del ama de llaves le pareció un tanto presuntuosa. Por supuesto, mi madre no es enteramente de nuestra clase, aunque el suyo es también un linaje muy digno y enormemente rico. Mi madre pertenece a la familia de los Dalmallington, famosa en el negocio de la sal y que adquirió un título de nobleza cuando los conservadores salieron del gobierno. Así pues, dijo al ama de llaves:
—Mrs. Martindale, creo que no voy a necesitar sus servicios de aquí en adelante. Y como no albergo a los criados en mi casa cuando los despido, aquí tiene lo que se le debe hasta la fecha, día veinticinco de mes, más otro mes en concepto de despido. Firme ahora este finiquito. —Esto último lo dijo mientras redactaba el documento. La otra lo firmó sin decir palabra, y luego se lo devolvió. Parecía completamente atónita. Mi madre se levantó y, como hace siempre que está enojada, salió precipitadamente de la estancia.
Consignaré, antes de que se me olvide, que el ama de llaves despedida fue contratada aquel mismo día por la condesa de Salop. Puedo decir a modo de explicación que el conde de Salop, K. G., que es primer magistrado del condado, está celoso de la posición de mi padre y de su creciente influencia. Mi padre va a presentarse a las próximas elecciones por el bando conservador, y está seguro de ser nombrado barón dentro de muy poco tiempo.
CARTILLA ELECTRÓNICA DEL ESCRITOR J MÉNDEZ-LIMBRICK. Premio Nacional de Narrativa Alberto Cañas 2020. Premio Nacional Aquileo j. Echeverría novela 2010. Premio Editorial Costa Rica 2009. Premio UNA-Palabra 2004.
lunes, 6 de febrero de 2017
domingo, 5 de febrero de 2017
Élmer Mendoza LA PRUEBA DEL ÁCIDO.
Vuelve el detective Edgar «el Zurdo» Mendieta, protagonista de la novela Balas de plata, ahora encargado de investigar el asesinato de una bailarina de striptease llamada Mayra Cabral de Melo: el Zurdo nunca la vio bailar, pero la había conocido meses atrás y le había dejado un buen recuerdo. Sus pesquisas lo llevarán a introducirse en el mundo del narco, que responde a la guerra que le ha declarado el gobierno mexicano. El país es un polvorín. El detective tendrá contacto con oscuros políticos y visitará una reserva de caza donde el padre del presidente de Estados Unidos acaba de sufrir un atentado. Junto a la agente Gris Toledo, su ayudante, que no pasa precisamente por su mejor momento, el Zurdo se enfrentará al FBI, al contrabando de armas y a extraños coleccionistas de objetos de rockeros. En su camino se cruzará de nuevo Samantha Valdés, que se ha convertido en jefa del Cártel del Pacífico. Y poco a poco, mientras lucha por librarse de sus demonios interiores, Mendieta vislumbrará las claves del asesinato de Mayra. Fuente: n.n.
Élmer Mendoza
LA PRUEBA DEL ÁCIDO
Edgar «el Zurdo» Mendieta - 02
Título original: La prueba del ácido
Élmer Mendoza, 2010
Para Leonor
Hay una salpicadura de sangre en el origen de todo lo que es humano.
Guido Ceronetti, El silencio del cuerpo
¿Será tarea del escritor traer más miedo a este mundo?
Rubem Fonseca, Novela Negra
El miedo es lo que arma al asesino.
Patrizia Cavalli, Yo casi siempre duermo
Uno
Ante una noche que crecía, Mayra Cabral de Melo se rindió, percibió que ese varón que abría la portezuela y la obligaba a bajar sería el último en su vida; que Dios, a pesar de su gran poder, no alteraría su destino; y que en algo, tal vez en todo, se había equivocado. Trastabilló. ¿Para cuántas cosas sirve un hombre? La ciudad era un frío ciclorama a su espalda. Para todo y para nada. El tipo, un enamorado de dos meses a quien últimamente evitaba, la conducía por la cintura con brusquedad castrense. Ay, Dios, después de tantos momentos especiales. Recordó que de niña había querido ser bombero, policía, enfermera, médico, futbolista, actriz, cantante, bailarina. Lo máximo del barrio y del país. La reina. Sí. Pero quemó su juventud como una nave llena de serpientes: noche tras noche, cuando el fuego más cala y envenena. Cuando asumes todos los nombres. En ese momento nada tenía sentido, lejos del sueño y de su espacio, tras ese gran almacén de granos, entre hierbas chaparras que no la lastimaban, con falda corta y blusa strapless, llevada por ese hombre alto con el que había bromeado y atendido invitados; y con quien se había acostado tantas veces, menos la última semana a pesar de su insistencia.
Sin embargo, minutos antes, cuando él la incitara ofreciéndole una cantidad exorbitante, ella consintió y le hizo un par de caricias que él rechazó irónicamente: porque no lo hacía con muertas. Vamos, mi vida, tranquilo, ¿te hago lo que tanto te gusta? Lo digo en serio. ¿De qué hablas?, ¿qué dices en serio? No hubo respuesta. ¿Hice algo mal, mi amor, mi osito de peluche? Si es así, ¿me perdonas? Él no se volvió a verla.
No terminó la carta a su madre ni le mandó el dinero. Pagó la luz, el agua y el teléfono. Fue al súper, el sábado pidió cita con el ginecólogo y la pedicura para el lunes, ¿y los mazatlecos? Olvidó, primera vez que le pasaba, el cumpleaños de Yhajaira, su compañera de casa. Nadie se burla de mí y menos una puta pendeja. Varias veces pensó comprar gas pimienta sin decidirse, ¿para qué? No era una ciudad de peligro extremo y en ese momento ni su bolso llevaba. Habían dejado en él los dieciocho mil dólares que su macho le había obsequiado para que no fuera a trabajar desde el viernes, la carta inconclusa, su crema relajante, sus pastillas para dormir y mucho más. Todo quedaría en poder de ese desgraciado, quien si la había acercado a personas importantes no era para tanto. ¿Por qué no guardé el dinero en casa? Por prisa. No quise ofenderte. ¡Cállate! Te hice millonaria, ¿qué más querías? Los hierbajos le rozaban las piernas pero ya no los sentía. Que no me amenazaras, mi rey, que no me intimidaras con tu ira cuando no quería estar contigo. Dejó pendiente hablar con. Escuchó el disparo y fue eso: la noche que crecía de súbito. Quedó de cara al cielo, hacia la luna blancuzca. El asesino se dio tiempo, un sujeto alto, algo grueso, pelo corto, no para cerrarle los ojos, sí para bajarle la blusa y cortarle un pezón oscuro.
Por la cercana carretera circulaba el olvido.
Dos
Dos de la mañana. Edgar «el Zurdo» Mendieta se incorporó haciendo un ruido extraño al jalar aire con la boca. Sentía que buscaba en una cueva oscura que era su estómago y daba consigo mismo disminuido, asustado, sin pasado o futuro. Eso sentía. Moriré primero que Mick Jagger, especuló. En la tele ofrecían aparatos para ejercicios físicos. El cabrón se hizo vegetariano y se la pasa ingiriendo omega seis y calcio mejorado. La apagó. ¿Quién soy?, ¿quién dice que hago lo correcto?, ¿qué valgo?, ¿en qué punto de mi vida me equivoqué?, ¿vale la pena vivir? Un idiota sin amor, sin éxito, con una profesión vilipendiada; un pendejo de 43 años viviendo solo, en casa de su hermano, sin padre y lo que es peor: sin madre; un desgraciado sin un maldito divorcio porque jamás me casé, sin un padrinazgo de bautizo o primera comunión; un imbécil destinado a morir primero que ese puñetero de Jagger que ahora es Sir e incordia a Keith Richards. Se sentó en la cama. Dormía con camiseta blanca y blúmer. Encendió la luz. El aire acondicionado era silencioso. Sobre el buró La casa de los budas dichosos, de João Ubaldo Ribeiro, con un separador a la mitad. Se escuchaba un ladrido. Soy un fracasado, continuó, un pobre infeliz sin más futuro que ser un desgraciado nadie, porque un don nadie es demasiado. La pistola en el carro. Se puso de pie. Salió de la habitación. Hay cosas que no tienen remedio. Traspuso la puerta hacia la cochera, abrió el Jetta y tomó la Beretta de la guantera. No me explico por qué he vivido tanto, ¿realmente vale la pena que gente como yo viva más de la cuenta?, ¿qué es más de la cuenta? Pues eso, que pasen años y años y uno no dé pie con bola, que después de los 18 ya no sepas para qué naciste, qué debes hacer y te pases los días dándole la vuelta a la vuelta. Una persona así no merece vivir, una persona así no tiene por qué gastar oxígeno. Revisó cargador y tiro montado. Del interior del carro tomó un cigarrillo y lo encendió. En ese momento reparó en el perro que ladraba. Pinche sabandija, seguro se está mordiendo la cola. Fue hasta el cancel y salió a la calle. La luna era grande y rojiza y el perro le ladraba. Estás jodido, pinche animal. Le habló en voz baja. ¿Qué haces ladrándole a la luna? Igual que yo, estás fuera del mundo; igual que yo, haces puras pendejadas; ni modo perrito, ¿te matas tú o me mato yo?, porque, ¿no es lo que he estado haciendo toda mi vida, ladrándole a la luna, clavado en la Biblia? No me vengan con que es poético ladrarle a la luna, poéticos son mis huevos y no les ladra nadie. El perro, que se hallaba en el pequeño jardín de la casa de enfrente, conocía al Zurdo; caminó hacia la reja moviendo la cola. ¿Quieres ser primero? Qué cabrón me saliste, pinche can. Vio su sombra y la de la 92FS en su mano. El perro, atento, hizo un gañido. ¿Qué connivencia es esta, pinche alimaña?, ¿terco en encabezar? Advirtió su silueta y se fijó bien en ella, alzó el arma y vio su sombra moverse sobre la calle; la colocó en su sien y así caminó hasta que se perdió en la cochera. Unos segundos después salió sin la pistola y con un nuevo cigarro. A ver, cabrón, tú que todo lo sabes y lo que no, lo inventas, ¿por qué he pensado lo que he pensado?, ¿qué se desató en mí?, ¿qué pinche aminoácido, anfetamina o célula se encabritó que me ha puesto delirante? Cruzó la calle hasta llegar al perro y le acarició la testa. ¿Qué provoca que un hombre que no es suicida considere que ésta no es una posibilidad deleznable? El perro movía la cola. Sonrió. Está bien, animal, mañana veré al doctor Parra, le pediré cita para ti pero me vas a prometer algo: no le harás el menor caso; si te gusta ladrarle a la luna, pues ládrale, cabrón, total, ¿qué puedes perder? Fumó, el perro lo observaba. ¿Quieres un cigarro? Te pasaste, pinche animal: eres un costal de vicios. Aplastó la colilla en el pavimento. Bueno, trata de descansar, mañana será otro día; y regresó a su casa sin mirar la luna que se había puesto blancuzca.
Tres
Nadie sabía quién era realmente McGiver. Unos decían que era inglés, otros que alemán. Nunca dijeron que fuera iraní o argentino. Había nacido en la Col Pop 56 años atrás y se dedicaba al contrabando. ¿Necesitaba usted un cargamento de fusiles AK-47, otro de Barret 50, una flotilla de helicópteros?, ¿le urgía un Dom Pérignon del 54, una confesión de Nicole Kidman o el diamante de Elizabeth Taylor? Leo McGiver era su hombre; aceptaba encargos de los buenos, de los malos y de los peores, y se le podía ubicar con cierta facilidad en la ciudad de México. Le gustaban los bares de lujo, la media luz y una mujer sonriendo y sin palabras. Los bares de ahora están diseñados para sonreír, beber y practicar la eterna gestualidad del galanteo, no para conversar. Cuando alguien intentaba dar su opinión, la enmudecía. Sonríe, mi Lady, es lo único que quiero de ti. Ahora disfrutaba en el Jazz del hotel San Luis, en Culiacán, sexualmente saciado; estaba, entre otras cosas, para obtener apoyo de una banda de narcos y cerrar un extraño negocio que le había requerido días de suma atención. No se negó porque el trato fue con un antiguo conocido, quizá el único paisano con el que mantenía relaciones cordiales y el único que sabía su historia. Lo menos que debía hacer era cumplir como correspondía. Me cae bien mi amigo, un loco que inventó la imprenta de tipos móviles. La morena de lentes de contacto verdes sonreía y bebía a sorbos pausados un ruso blanco. ¿Sabes lo que es la imprenta de tipos móviles? Negó con la cabeza. Pues él la inventó; un cabrón bien hecho que está loco. La morena afirmó sin emitir palabra; si alguna cosa comprendió en un rápido entrenamiento fue que el cliente es el que manda y si este imbécil la quería en silencio ya encontraría la ocasión de hablar.
Sumaban dos horas juntos y McGiver se estaba pasando de copas. ¿Por qué la gente toma vodka como si fuera agua? Ha inventado otros instrumentos, por ejemplo, la pluma fuente, ¿has escrito con pluma fuente? Ella negó de nuevo. La inventó una noche que no tenía qué hacer; así, sin un plan preconcebido, y aquí vive, en esta ciudad donde todo cambia tan rápido. Era de esos que al departir miraba a los ojos y la chica lo percibió a los tres minutos de acompañarlo. Salud por mi amigo y sus inventos. McGiver acabó su resto, la joven dio un pequeño sorbo y preparó el vaso del hombre. Sin embargo, ahora se le pasó la mano, no en alguna invención, que no tengo la menor idea de lo que estará urdiendo en estos días, sino por la pieza que me encargó y que gracias a mis contactos en Europa pude conseguir después de increíbles dolores de cabeza y viajes surrealistas. Bebió. Si te digo que está loco es que está loco; pero no es esa locura de hospital y camisa de fuerza, no, su locura lo induce a pretender tratos absurdos y hasta descabellados, ¿entiendes? La chica afirmó. Un hombre no puede desear cosas tan disparatadas, ¿tienes idea de adónde puede llegar la humanidad con tipos así? Ella negó. Al caos más inverosímil, al desmadre universal; es algo que no quiero ver. Sus deseos, sencillamente son inconcebibles, si te revelara lo que me mandó a encontrar te sorprenderías, algo de insospechado valor porque no reparó en gastos, ¿sabes quién es Jeff Beck? La chica volvió a negar. Lo imaginaba, ¿has visto una película llamada Blow-up? Tampoco. Hizo un gesto de que comprendía y bebió. Lástima que no se pueda fumar aquí, con el alcohol se me antoja un cigarrillo, ah, y lo que te digo: se necesita estar más loco que una cabra para invertir en cosas como ésta; mañana le voy a entregar su preciado tesoro que rastreé como idiota en Bruselas y Turín, para al final encontrarlo en Lisboa, en el segundo piso de una casa en el barrio de Santa Catarina, ¿sabes dónde está Lisboa? Ella miró el techo.
Señor, necesito tratar algo con usted. Hey hey hey, nada, estamos muy bien, no rompas el encanto, sólo eso te pido. Seré breve. Nada nada, salud, ella se fastidió. Minutos después el contrabandista preguntó por su mesero. La chica hizo señas a un joven que se acercó. La cuenta. Como eran los últimos, la tenía preparada. No acostumbro traer efectivo encima, ¿puede agregar lo de la señorita y proporcionárselo? Tres mil, expresó ella y volvió a sonreír. Qué sean cuatro mil, realmente eres una compañera encantadora, ¿cuál es tu nombre? Lo expresó sin pronunciarlo. ¿Con dobles? Afirmó. Sonrieron. McGiver rubricó el voucher y se puso de pie. Pídame un taxi. Afuera hay, señor. ¿Puedo decirle lo bien que la pasé? El contrabandista negó con el índice y se marchó con el cuerpo flojo. La chica lo siguió con rostro ceñudo. De un rincón surgió el Muerto, un joven alerta que se sentó con ella, justo en la silla de McGiver. Intercambiaron gestos, ella, de desaliento; él, de amor. Se pusieron de pie y salieron.
Cuatro
Mendieta leía el periódico en su escritorio. Gris Toledo se limaba las uñas. Bebían, ella, Coca-Cola de dieta; él, café. Los agentes se diluían por los pasillos luego de recibir sus órdenes. Sonó el celular con la conocida fanfarria del séptimo de caballería que tanto motiva en los hipódromos del mundo. Aquí Mendieta. ¿Por qué hablas así? ¿Cómo? Raro, como si te hubieras tragado una letra. Te dije que tanta cogedera te iba a afectar, cabrón, te estás quedando sordo. No inventes Zurdo, de verdad te oí diferente, además el médico soy yo. ¿Qué onda? Pues nada, voy a estar fuera de circulación un rato. No me digas. En cuanto me desocupe, te llamo. ¿Cómo son sus ojos? Grandes y brillantes, lo más hermoso que haya visto en mi miserable vida. No te vayas a quedar sordo, ¿eh? Sordos los topos y. Colgó. Es Montaño, ¿verdad? Musitó Gris. En su viaje matutino. Qué tipo más nefasto. Agente Toledo, mientras usted sea harina de otro costal, que le valga madre. Claro que no, si lo sorprendo con una menor lo refundo en el bote al pinche sátiro, ¿qué se está creyendo? ¿Estás celosa? Nomás eso me faltaba. Jefe, ni de broma, ese tipo a mí no me toca un pelo ni aunque lo vuelvan a parir. El Zurdo sonrió. No todo es culpa de él, un par de veces he visto cómo se le resbalan las morritas. Pues le repito: me entero de que se acuesta con una menor y no se la va a acabar. Entró Ortega con el periódico abierto. ¿Vieron la declaración del presidente? Es lo que estoy leyendo. ¿Está loco o qué? Le está declarando la guerra al narco, ¿sabes cuántos policías pueden morir? Todos. El tipo no sabe lo que dice. Lo bueno es que dice algo, ¿se imaginan un presidente mudo? Intervino Gris. Algo así como un policía vegetariano. Sería lo último. No me gusta ese rollo. Tranquilo, todos lo hacen y al final no pasa nada. Pues sí, pero este necesita legitimarse, ya ves lo que comentan. Tampoco pierdas el sueño por eso, si hicieron fraude también ya ocurrió antes. En este país la originalidad es un milagro. Algo me dice que esta vez será diferente. Que la lengua se te haga chicharrón. Oye, ¿qué onda con el caso de la chica sin tetas, traen un pinche salivero y yo, ni enterado, ¿quién es? A nosotros que nos esculquen, lo único que hemos escuchado son chismes y que al parecer es de familia poderosa. Poderosa es poco, manifestó Gris, según se oye, silenciaron a la prensa, si se fijaron nada se publicó sobre el caso. ¿Tú crees que la prensa se preste a eso? No en nuestro país, papá. Claro, ni en nuestra época.
Angelita, la esbelta secretaria, se asomó. Buenos días, ¿se cayeron de la cama? ¿Qué comentario es ese, Angelita? Es que pocas veces los veo tan temprano. Usted llegó tarde, que es diferente, y como es lunes ni las gallinas ponen. Sonrió. Viene filoso, ¿eh, jefe?, lo llama el comandante, a ver si es tan felón con él. Risas.
¿Y qué chingados hago yo en Madrid? Mendieta y Briseño se miraron sin parpadear. El comandante lo había requerido para informarle que el caso de la chica sin tetas se suspendía. No nos fue asignado. Lo sé, pero no quiero comentarios de pasillo, suficiente tenemos con el promedio de muertos diarios; estamos a punto de alcanzar a Tijuana y a Ciudad Juárez en el ranking nacional. No estaría mal un trofeo, imagine un AK-47 en miniatura sobre un pedestal dorado en su escritorio, conozco un compa que se haría rico con ese negocio. No es cosa de burlas, Mendieta, y me cae de a madre tu comentario. El Zurdo sonrió, hizo un gesto y lo dejó en paz. Y en relación con esa señora, nada, ¿entendiste? Hazlo saber a los demás; ah, tenemos una invitación de la DEA para un curso de investigación sobre el combate a la delincuencia organizada. Debe ser para Pineda, le acercó la carta. Es para ti, ahí lo dice muy claro: Mr. Edgar Mendieta. Leyó el contenido, luego expresó que se metieran su curso por donde les cupiera. Con los gringos, entre más lejos mejor, mi comandante, y con los de la DEA, ni a las canicas. Lo miró con reproche. También tenemos una invitación de Madrid.
Antes de reunirse con Gris llamó al doctor Parra. A las ocho en mi consultorio. ¿No puede ser antes? Me siento raro, se me acabaron los deseos y como si tuviera un hoyo en el cuerpo; desperté en la madrugada pensando que mi vida era una mierda, hasta fui a buscar mi pistola. Llama en dos horas para ver si te puedo atender.
Se oyó la fanfarria de la caballería y respondió. Era Ger. Ya sé que no le gusta que lo moleste pero ahora fue necesario, ¿va a venir a comer? No puedo, debemos resolver el asesinato de una chica a la que le cortaron las tetas. Santo Dios, ¿me lo jura? Con la mano en el corazón. Dios mío, qué crueldad, ¿adónde iremos a parar con esta violencia? No tengo idea, lo único que te aseguro es que estamos ahora con eso y es terrible. No le quito más su tiempo, fíjese que acaba de telefonear el gringo, dice que le urge hablar con usted. Mendieta se había negado a conversar con el hijo de Susana Luján, pero el chico era tenaz y marcaba una vez al día. Si vuelve a llamar, dile que ando de viaje, que a la vuelta seguro le contesto. Ay Zurdo, no entiendo su negativa, siempre me pregunta cómo es usted, qué le gusta, cómo viste, cuánto mide; cuando le conté que le encantaban las playeras negras se puso contento. Dile que regreso en diez días. Cortó. Sólo pensar que su hermano Enrique tuviera razón le aterraba, si se parecía a él no era su culpa, ¿o sí? Hay gente que no nace para ser padre y de esos soy yo.
Jefe, lo encontró Gris; reportan un S-26 por la carretera libre a Mazatlán, la gente de Ortega se adelantó.
Llegaron resueltos al lugar de los hechos. Ortega observaba el espacio balizado por su gente y un practicante de forense enviado por Montaño anotaba sus apreciaciones en una libreta. El cadáver, cubierto, se hallaba entre un bledal alejado unos ocho metros de un almacén de semillas para siembra. Mendieta se adelantó decidido, le descubrió la cara pero se detuvo en seco. ¿Eres poli? No pareces. Te ves algo mustio, ¿te sientes desubicado? ¿Eres el Zurdo? La mujer tenía los ojos abiertos y la belleza de su rostro, aunque con rigor mortis, era inclemente. El Zurdo permaneció impactado: Los policías tienen un aire cruel que los explica, en cambio tú te ves tan normal, ¿haces mucho ejercicio? La encontraron tal cual, informó Ortega, la mataron de un tiro, tenemos el casquillo, le rebanaron un pezón; encontramos huellas de zapatos rudos y de las zapatillas de ella. Paralizado. En el caso de la intocable, ¿fue pezón o la chichi completa? Zurdo, ¿te sientes bien?, porque estás amarillo. Sin embargo, no pudo evitar sus ojos: uno de color miel, el otro verde. El forense se acercó. ¡Eres zurdo! Yo también. La temperatura del cuerpo indica que probablemente lleva de seis a siete horas muerta y tiene piquetes de hormigas, informó. En la morgue buscaremos una muestra de semen.
Las hormigas se ensañaron, añadió el perito, aunque no veo demasiadas. El tiro le salió por la oreja izquierda y la mataron aquí. Gris Toledo observaba detenidamente, siguiendo su inteligencia espacial: zapatos rudos, ¿de explorador? Nuevos, ¿un narco se la escabechó? Tal vez, sólo que ellos usan botas vaqueras. Una agente del ministerio público tomaba fotos e intercambiaba impresiones con Gris. Botas grandes, como de soldado, ¿se atrevería una mujer a usar botas de hombre para despistar? Los pasos son amplios. El Zurdo se alejó, los rizos de Mayra Cabral de Melo lucían revueltos. Debaixo dos caracóis dos seus cabelos, uma história pra contar. Recordó la canción de Roberto Carlos. Bien, cuando tengan los informes completos me los pasan, Gris te espero en el carro. Ortega lo alcanzó. Zurdo, tú conocías a esa morra, se te ve a un kilómetro. Claro que no, sólo que es tan linda que es una lástima que haya muerto. No te hagas pendejo, papá, hasta uno de mis hombres sabe quién es. Lo dejó con la palabra en la boca. De acuerdo, amigo, si necesitas a alguien con quién tratar el asunto, soy el primero de la lista. Sonó el celular de Ortega. ¿Qué pasó, Pineda? Escuchó. Vamos para allá, ¿crees que haya empezado la guerra? Dos muertos en la Obregón, cerca del entronque con La Primavera.
El Zurdo se metió al Jetta, lo encendió, sintió el aire acondicionado y después, el suave ritmo de Peter Frampton en Baby, I love your way. Hay recuerdos que hacen futuro mientras otros lo destruyen. ¿De verdad te gusta esa música? Eres el poli más romántico que he conocido, recordó sus labios apabullantes, su voz quebrada, su acento brasileño. Creo que los portugueses le dicen «pimba». Se abrió la puerta del copiloto pero no fue Gris quien se sentó: Daniel Quiroz, el reportero más sagaz de la ciudad, sonreía. ¿Qué haces aquí mi Zurdo? Chupándome el dedo, ya te extrañaba. Fui primero con Pineda. Ya me enteré que están enamorados, ¿cuándo es la boda? ¿Ya identificaron a la chava? Ya. Eso me dijeron los polis, trabajaba en el Alexa, ¿tienes diarrea? Porque estás muy pálido. Cuál pálido, pinche Quiroz, estoy bien. Ah, ¿a poco eras su cliente?, es una debilidad que no te conocía, mi Zurdo. ¿Quieres callarte? Se volvió al periodista con la cara descompuesta. Por una desgraciada vez cierra el pico, pinche Quiroz. Ay cabrón, te di en la llaga. ¿Sabes qué? Mejor bájate, no vaya a ser que te rompa la madre. No quieras verte en esa, Zurdo: «Policía agrede a reportero indefenso», imagínate. Mendieta intentó distraerse en la carretera atascada de camiones que llegaban a la ciudad llenos de mercaderías, en los curiosos que pretendían traspasar la cinta amarilla. Gris interrogaba a dos trabajadores del almacén que negaban constantemente.
Sé que era brasileña, que era exclusiva del Alexa y que acostarse con ella costaba un huevo y la mitad de otro, ¿qué sabes tú, mi Zurdo? Nada, y sólo por esta vez, si me tienes aprecio, no preguntes más y bájate. Quiroz lo contempló: Te duele tanto que jamás encontrarás al culpable. No se movió. Lo encontraré, ya verás, así se esconda en el vientre de su puta madre.
Jefe, no hay gran cosa; los muchachos dicen que era bailarina del Alexa y Ortega piensa que usted la conocía. Llamé al velador y me dio la dirección del gerente en la colonia Las Vegas, ¿vamos con él o al negocio? Gris Toledo cerró la puerta del Jetta y guardó sus preguntas para después. Mendieta simplemente siguió las indicaciones de su compañera. Meses antes había conocido a Mayra Cabral de Melo, en Mazatlán, y habían hecho clic: ¿Eres poli? No tienes cara, te ves tan inocente, tan dulce, como que no rompes un plato y todos los tienes rotos; pero tienes bonitos ojos, un poco tristes pero expresivos; de ahora en adelante me sentiré protegida por la ley; debes venir a ver mi show al Alexa, no es solamente el tubo o la iluminación o toda esa calentura colectiva que se despierta; es la danza, la belleza del cuerpo insinuando cositas; además hay una tradición que debo mantener, ¿cuándo has visto una brasilera que no baile? Traemos la danza en el cuerpo y desde niñas empezamos a afinar, a encontrarle un sitio y un movimiento a cada emoción como si fuera un conjuro. Digamos que expreso la dicha de vivir, si algunos van con otra idea espero que salgan cuando menos desconcertados. No, no me gusta beber, pero podemos conversar, comer, pasear, algo de vino si es preciso; a los brasileros nos gusta la cerveza pero a mí me hincha el estómago y prefiero otra cosa; vine a trabajar, no te puedo contar pero tienes razón, fue una fiesta particular; casi aciertas, eran tan notables que no pocos quisieron que me fuera con ellos, no me atreví, es un aspecto delicado y a veces es mejor dejarlo como se acordó, si alguien insiste, se atiende posteriormente y hasta ahora nadie me ha buscado. Lo entiendo, no creas, la vida es algo más que bailar. De verdad tienes bonitos ojos. Claro que puedes hablar de los míos, aunque te costará ser original.
Alonso Carvajal, de 38 años, recibió la noticia en su casa de Las Vegas en short y camiseta. Soñoliento. Su esposa en su trabajo y sus hijos en la escuela. Pobre muchacha, era nuestra estrella. Mayra Cabral de Melo, ¿era brasileña? Gris Toledo, con voz dura. Mendieta observaba asumiendo el papel de viudo. Eso decía. ¿Por qué lo duda? Las chicas son astutas y de todas partes, si mienten no es asunto nuestro. Claro, para ustedes con que sepan mover el trasero es suficiente. El Zurdo la miró. Es un trabajo como cualquiera. No me diga, sin embargo, ahora no hablemos de eso; ¿desde cuándo bailaba Mayra en el Alexa? Más o menos cuatro meses, por cierto, las tres últimas noches faltó. ¿Qué hacen si faltan? Averiguamos, pero a Mayra no la hallamos, ni su compañera de casa, que tampoco trabajó, supo de ella hasta ayer. ¿Cómo se llama esa compañera? Yolanda Estrada, baila como Yhajaira, vivían juntas. ¿Dónde? Zaragoza 2516-B, cerca del Casino de la Cultura. El Zurdo marcó a la jefatura: Robles, localiza a Terminator, que vayan él y el Camello. Le pasó nombre y dirección. Que estén con la morra hasta que lleguemos y que me mantengan informado. Mayra se hacía llamar Roxana. ¿Cuántas chicas bailan en su congal? Varía, ahora una docena. ¿Quiénes tienen relación directa con ellas, además de usted? Elisa Calderón, mi asistente, vigila que lleguen a tiempo y si se van con alguien toma nota, además las coordina a la hora de la pasarela. Óscar Olivas, el cantinero, a quien le decimos el Fantasma, y los meseros, sobre todo con José Escamilla, el encargado de vender los privados. Les contó que tenía 14 meses en el puesto, que al principio no le gustaba pero que ya le había tomado el modo. Era el primer asesinato que sufrían. ¿Cómo contrató a Mayra? Llegó en un grupo de Veracruz, hay un circuito en que las chicas van de ciudad en ciudad, se mueven cada tres o cuatro meses. O sea que estaba por irse. Quería quedarse, tenía buenos clientes y como le digo, era el atractivo principal, creo que lo iba a conseguir. ¿Cómo? Pues… Dudó. Uno de sus clientes es socio. ¿Y se llama? Luis Ángel Meraz. Gris miró de soslayo al Zurdo. ¿El político? Ni más ni menos; si no es mucho pedir, cuando vayan con él no mencionen mi nombre. Quiero una lista de sus clientes ahora mismo. Es algo que no podemos. Fue lo que alcanzó a decir antes de que el Zurdo le cayera apretándole la cara. Esa lista, pendejo, ¿estás sordo? La queremos ahora y agrega al resto de los socios. Está bien. El Zurdo se sentó: como que no rompes un plato y todos los tienes rotos. Gris lo miró azorada. ¿Y bien? Al principio salía con una docena, más o menos, al final sabíamos que se veía con dos o tres. ¿Quiénes? Me va a costar el puesto. Si te embotello te va a costar la virginidad, cabrón, amenazó Mendieta, que poco a poco se trasmutaba de viudo a villano. Miguel de Cervantes. El Zurdo se levantó como fiera, puso de pie al tipo que era grueso y de estatura regular y le atizó un rodillazo en la entrepierna. Ugg. No quieras vernos la cara, imbécil, ese nombre es de escritor. Les juro que así me dijo que se llamaba, es un ingeniero que instala invernaderos, vive en La Primavera y es español. Uno que escribió Don Quijote. Lo aventó al sillón. Por favor, no tienen que usar conmigo ese método, estoy cooperando, estoy diciendo lo que sé, y conozco a Cervantes, en la prepa me obligaron a leer El licenciado Vidriera. ¿Los otros? El licenciado Meraz, que ya mencioné, que fue presidente del PRI y diputado, y el Richie Bernal, de quien ustedes deben saber más que yo. Gris anotó. Desconozco sus domicilios. ¿Los del principio? No recuerdo sus nombres, fue cuando recién llegó; pediré a Elisa que les llame y se los pase. Necesitamos su dirección y teléfono: debe declarar. Vive en Las Quintas, por el bulevar Sinaloa. Anotó los datos. Estos señores, ¿iban por Mayra? No, llamaban y nosotros la enviábamos, es parte del trabajo de Elisa. ¿Adónde? A hoteles, casas, a la playa, es lo usual; con Cervantes siempre a su domicilio, por eso sabemos dónde vive. ¿Y los demás? Al licenciado Meraz a casas que él fijaba de antemano y Bernal la recogía aquí o la mandábamos a alguna fiesta privada; esto de las fiestas era un buen negocio para Mayra, hasta en Mazatlán tenía clientes; si mal no recuerdo, el fin de semana debía ir allá. Mendieta se puso pálido de nuevo pero nadie reparó en ello. ¿Eso también lo acuerda Elisa Calderón? Así es, últimamente se había quejado de que Mayra concertaba ella misma sus compromisos y de que se tomaba días de descanso sin autorización. ¿Quiénes son los mazatlecos? Eso nomás lo sabe Elisa. ¿Y los socios? Aparte de Meraz, Bernardo Almada, que vive en Estados Unidos, y el licenciado Rodrigo Cabrera, a quien ustedes deben conocer. Claro, el ex procurador de justicia. Othoniel Ramírez es el apoderado legal del grupo. Además de Meraz, ¿los otros se aclientaban con las chicas? A Almada nunca lo he visto, Cabrera pocas veces, ninguna con Roxana; el que es frecuente es Ramírez. ¿También con Mayra? Nunca, eran terrenos de Meraz. Dijiste que había faltado tres días, ¿tienes idea de adónde fue? No, anoche Elisa tampoco sabía y estaba enojada; Yhajaira nos informó ayer que en la mañana había descansado unas horas en su casa.
Transcurridos treinta y cinco minutos recibieron la llamada de Terminator. ¿Qué onda, mi Termi? Nada, mi Zurdo, que ya tenemos la información que solicitó, estamos en el lugar de los hechos y hay una mujer joven con un tiro en el corazón. Órale. Alguien no está de acuerdo en que las viejas sean mayoría, mi Zurdo, ¿cómo la ve? Primera pista, mi Termi: el cabrón sabe de estadísticas.
sábado, 4 de febrero de 2017
PRINCIPIOS NOCTURNOS. NOVELA. Fragmento.
(Años de 1939-1946, 1987). El encuentro: el pacto. Inglaterra. México, DF.
J. Méndez-Limbrick.
Pero, a pesar de mis charlas políticas, reuniones literarias, conferencias en algunas universidades acá en Latinoamérica porque la Segunda Guerra Mundial estaba a pocos meses de su inicio en el Viejo Continente, – y muy dentro de mi persona- lo sabía, me faltaba el espaldarazo inicial para que otros escritores de primer orden me tomaran en serio.
Entonces entré en crisis: viajé a Europa en el primer semestre de 1939, a muy pocos meses antes que se iniciara la Segunda Guerra Mundial. Visité Italia, Francia, Alemania, me iba por varias semanas aprovechando que mi padre me adelantaba unos dineros prometidos seis meses antes.
Pero, fue en Inglaterra – lugar de mis futuros proyectos literarios- en donde tuve mi encuentro con Astaroth. No... si ustedes están pensando que su aparición fue en un salón y en un claroscuro están equivocados.
Tampoco, se me presentó en forma de perro de aguas, o se me revelaría con una enorme chiva mientras yo escribía aperezado en mi mansión de la campiña inglesa. Menos se presentó con los cachos en su frente o con patas de carnero. ¡Atavismos tontos! ¡Equivocados! Esas son habladurías de la gente para atemorizar, para hacer apoteósicos encuentros con este ser. ¡No!
Sucede que en Inglaterra, me matriculaba en un curso de Teoría Literaria en la Universidad de Oxford, para olvidarme de mis fracasos literarios y para avivar en mi persona esa necesidad de empujarme a unos deseos que se debilitaban más y más sin yo proponérmelo.
Llegué esa mañana al auditorio principal de la Universidad de Oxford. Estaba colmado de estudiantes como yo que hacían diferentes cursos universitarios y en algunas carreras, la signatura era un simple requisito.
Fue ahí, que tuve mi encuentro. Fue ahí que se me presentó.
Estaba sentado en el auditorio como un oyente o un estudiante. Yo diría, más que estudiante parecía un profesor que escuchaba a un colega porque, por alguna razón tenía interés en lo que su colega hablaba en el auditorio. Yo, me senté a varios asientos detrás del hombre y en oportunidades podía observarlo, esa observación que hacemos en forma involuntaria, y percibimos un objeto o persona pero, lo hacemos sin precisar en realidad lo que estamos mirando.
Terminada la charla el auditorium en pocos minutos quedó sin un solo estudiante, fue en los segundos que me aprestaba a salir quedé de frente con el hombre. No lo podía creer porque, el hombre estaba a unos cinco metros de mi persona pero, sin saber el cómo apareció delante de mí.
- Yo a usted lo conozco. Dijo el hombre y calló con perfecto acento británico.
- Creo que se equivoca señor. Respondí. Aunque, mi curiosidad me sobrepasó, el hombre se me parecía a una persona de vieja y añeja alcurnia y yo debía de averiguar de quién se trataba. Me cautivó su acento británico de clase alta, me atrajo su bello traje de casimir color azul cobalto. Usaba unos espejuelos de oro, redondeados, de bastón negro y que me pareció su empuñadura poseía una bestia mitológica que no pude interpretar. Y, en el auditorium estaban solo dos personas: mi interlocutor misterioso y yo. El auditorium minutos antes con unos cincuenta estudiantes, ahora me parecía el lugar más desolado del mundo: me quedaba solo como por arte de magia. Una especie de paisaje sin vida, frío, monocromático, estaba a nuestro alrededor. Ahora, las butacas eran de piedra y el recinto de maderas acogedoras y de una luz sensible al ojo, se convirtió en un paisaje ancestral en donde intuía que ningún mortal había estado allí y, tampoco había visto jamás un paisaje semejante. Me quedé petrificado escuchando al hombre una vez que respondí en mi negativa que nos conocíamos. La luz del auditorium se transformó en una luz opaca, sin brillo, para luego, pasar a un color llameante y dorado lo que, me produjo cierta modorra. El hombre replicó sin tomar nota de mis últimas frases.
- ¿No es usted acaso el escritor Byron Deford? ¿Es usted, verdad? Dijo. Y se me quedó mirando con esa curiosidad del interlocutor que solo espera que le confirmen lo preguntado. Pero, no dejó que yo contestara. Agregó: Sí, es usted, yo a usted lo conozco desde hace mucho tiempo atrás. Usted está acá en Inglaterra porque, desea darse un respiro a toda esa frustración que siente en su alma, en su espíritu. Su juventud se rebela cada vez que escribe en su vieja máquina Underwood para luego botar cientos de hojas papel periódico, ¿verdad que no me equivoco? Añadió el hombre con una gran insolencia pero que, a la vez por su sinceridad me dejaba desarmado. Confieso, que la curiosidad no me permitía ser tampoco grosero con mi interlocutor. La curiosidad comenzó a corroer mi persona. ¿Cómo sabía que yo, Byron Deford, estaba pasando por una crisis existencial y más que existencial una crisis de escritor? ¿Cómo sabía de mi vieja máquina de escribir y los cientos de borradores que botaba al cestillo de la basura en semanas anteriores? Mucho gusto en conocernos, mi nombre es Lord John Rutland y Archiduque de... pero, este título, jejejeje, no sería oportuno que le dijera archiduque de qué región, jejejeje. Replicó el hombre extendiendo su mano y se me quedó mirando con esa mirada de complacencia y más que de complacencia de complicidad a sus últimas palabras acerca de mis frustraciones literarias que en ese tiempo no le confesaba a nadie ni a mi amigo Horacio Guerra. No perdía nada en contestarle al hombre afirmativamente a lo preguntado. El hombre en verdad me llamaba a la curiosidad – y para qué mentir- hasta me simpatizó su elegancia como su acento británico y aristocrático, vuelvo a repetir.
- Sí, lo soy... digo soy Byron Deford. Está usted en lo correcto, Lord Rutland. Contesté. Y, disparé la pregunta: equivocado o no si era conveniente pero, no lo soporté, deseaba saber el cómo un hombre de anteojos con aro de oro, de impecable porte inglés y de una educación y modales dignos de sus títulos nobiliarios me confesaba sabía de mi persona. ¿Y cómo se enteró usted de mi máquina Underwood? Pregunté sin atreverme a preguntar el resto: del cómo conocía que también tiraba al cesto de la basura cientos de páginas. Lord Rutland, no me dejó que continuara.
- Y también sé muchas cosas más de usted, secretos suyos. Conozco su pasado igual a la palma de mi mano como dicen las personas, joven Byron Deford. Al afirmar el hombre esto último, sentí un frío que me corroía por dentro, una frialdad y todo a mi alrededor lo percibí sin vida: era una zona gris entre la vida y la muerte desde donde el hombre me dirigía sus palabras. Golpeteó levemente con su bastón el suelo para que yo lo escuchara. Continuó: ¡Y perdone, no es que yo sea una persona indiscreta... es que está en mi naturaleza conocer: el hoy, el pasado y el futuro de las personas! Y, agregó: ¡Ahhh, qué inmodesto de mi parte, perdón, perdón joven Byron Deford! ¡ Hablo más de la cuenta! Sonreí. Agregué.
- En verdad que usted me ha intrigado, Lord Rutland con lo que me ha comentado de mi persona. Sí, en efecto, estoy acá en Inglaterra más que por estudios, estoy para obtener un nuevo aire, una especie de limpieza del alma, para recuperar fuerzas. Interrumpió.
- ¡Limpieza del alma! Me gusta, me encanta esa afirmación suya. No se imagina cuántas veces la he escuchado.
- ¿Es usted acaso una especie de mago? Digo, porque ese asunto de conocer las intimidades de las personas son temas de magia. Aseguré con aire semi-jocoso, en el límite que el interlocutor no sabe si lo dice en serio o por el contrario es una burla.
- La respuesta usted la sabe joven Byron Deford, si yo soy un mago u otra persona que no desea aceptar. ¿Usted sabe quién soy? ¿Me tiene miedo? ¡No lo creo! ¿Todavía usted posee dudas? A lo mejor, soy un simple charlatán o un loco escapado de algún psiquiátrico de Londres. Digo... por ejemplo sé, que su frustración proviene que usted tiene ya 21 años y también, acaba de publicar un libro de cuentos en su país con uno de los “grandes” escritores, con su padrinazgo pero, no ha sucedido nada: una crítica famélica, raquítica, insulsa, ni buena ni mala. Y eso, a usted joven Byron Deford lo tiene mordisqueado en su orgullo... lo tiene devastado... y lo entiendo, lo entiendo, no es para menos... porque, usted tiene razón, usted es bueno como escritor, se lo digo pero... y el hombre se quedó como dudando a lo que quería decir, a lo que me quería confesar. Me armé de fuerzas y dejé los protocolos a un lado. ¿Qué podía perder si le seguía el juego al hombre? ¡Nada! ¿Y si en verdad, era cierto lo que yo pensaba: que el tal Lord Rutland era un mensajero del Maligno? ¿Me estaba volviendo loco en mi frustración? ¿Cómo enfrentar una situación como la que estaba viviendo?
- ¿Y qué más conoce de mí? Pregunté. (Sentí un cosquilleo en el estómago inevitable).
- Yo por el contrario, le pregunto: ¿qué daría usted por ser el mejor escritor de su generación? Argumentó el hombre. ¿Lo desea en verdad? ¿Qué sacrificaría? ¿Amores? ¿Hijos? ¿Matrimonios? ¿Aún más? ¿A usted mismo si fuera del caso?
- Le sigo el juego, Lord Rutland o como quiera que el señor se llame. Interrumpí asustado.
- Joven Deford, no es cuestión de seguirme el juego... si usted lo desea llamar así, pues así lo llamaremos. Deje que mi persona termine la idea. ¡Usted está en problemas! Se siente estéril, esa esterilidad y que usted no sabe cuánto tiempo durará. Digamos el fracaso “anunciado” del libro de cuentos a usted lo ha dejado con un temor en su corazón que lo violenta día y noche. Mmmm ... ssssiiii, pues esa frustración y esos temores yo puedo hacer que sean razones del pasado. Por ejemplo, sé de su amor no correspondido de una actriz de teatro y cine, de su terquedad, de sus desvelos... no se perturbe, yo puedo hacer que sea suya, la puedo poner postrada a sus rodillas... no hay límites para lo que yo puedo hacer por usted. La luz dorada continuó y el hombre entonces, buscó asiento a unos metros de mi persona sin antes pedir permiso. El hombre quien decía llamarse Lord Rutland tomó asiento y lo pude observar en los mínimos detalles. Su cara: poseía una leve barba al ras de la piel en donde se le notaban partes con canas. De una blancura aporcelanada tanto en su rostro como en sus manos y en las cuales le percibí un anillo con una piedra de color negra. Su cabello entrecano y lacio, estaba levemente engominado. En efecto, el hombre poseía unos anteojos de aro dorado que supuse eran de oro y en los cuales se percibían unos ojos azulísimos. Llevaba una camisa blanca de puño francés que se le adivinaban unos gemelos de oro. Los puños de la camisa sobresalían cada vez que mi interlocutor gesticulaba con sus manos. La corbata hacía juego con su traje de casimir azul cobalto, la corbata de nudo medio Windsor supuse era de seda porque su caída se percibía leve tomando los pliegues en la camisa y el nudo cortamente se fijaba en el cuello, deduje que estaba hecho sin apretar. El pantalón parecía recién puesto, no le percibí una sola arruga. Y aún estando sentado, los quiebres o los dobladillos lucían una perfección que no dejaba de observar una y otra vez. Las medias negras de seda y los zapatos Oxford full-brogue y de color negro, hacían del conjunto y con su dueño una estampa perfecta del buen gusto. Continuó hablando: si me sigue el juego y soy un farsante, ¿qué podría perder? Aunque lo sé, lo sé, usted sabe en su interior de quién soy. ¡Por favor no diga mi nombre! Yo solo soy su emisario del gran Señor, porque tenemos jerarquías y somos muchos.
- ¿Decir nombres, Lord Rutland? Eso, jamás. Sí no estoy convencido de con quién estoy hablando no digo nombres. Y ese detalle me intriga, lo acepto.
- -¿Qué prueba última desea? Pregunte por su mayor secreto que yo le responderé. Pensé en varias preguntas. No importaba que en verdad fueran o no fueran grandes secretos, existían muchas preguntas que si yo se las hacía solo mi persona conocería las respuestas y sus detalles. Pensé por unos segundos que se me hicieron eternos. El hombre a la espera, sacó de su chaqueta un paquete de cigarros y un encendedor de oro, fumaba. Recordé entonces, que una revista universitaria de mi país, me pedía un ensayo sobre Marlowe, sobre el Doctor Faustus, coincidencia o no de la situación en la que me encontraba, quise hacerle una jugarreta al hombre. A miles de kilómetros y sin tener ninguna relación con la universidad ni con las personas que me solicitaban el ensayo con el supuesto Lord Rutland, me pareció una buena idea preguntar si en la última semana laboraba en un proyecto literario mío o por el contrario me encomendaban uno y qué clase de trabajo era. Pero, antes que pudiera hacerle la pregunta el hombre me dijo:
- Ahhh por cierto, joven Byron Deford... tome, es un regalo de mi parte, creo que le va a servir para su trabajo... y antes de que yo hiciera la pregunta, el hombre me entregó un libro de un empaste amarillento y viejo: el libro se trataba de la primera edición del “Doctor Faustus del dramaturgo Cristopher Marlowe”. En la portada se leía: “La trágica historia de la vida y muerte del Doctor Faustus”. La edición era una edición de 1604 con una dedicatoria a mi interlocutor: Lord Rutland. No podía dejar de temblar, sudé y luego volvía a mirar en derredor, estaba y no estaba en el auditorium de la Universidad de Oxford. El hombre adelantó: ¿Le sirve el libro? No lo vaya a mostrar en público porque es un original. Y si lo muestra, empezarán las preguntas y la gente dirá que usted joven Byron Deford lo hurtó. Aclaro que yo tampoco lo he hurtado como se puede percatar por la dedicatoria. ¡Pobre Cristopher Marlowe... qué muerte más fea! ¡Yo estaba esa noche en la taberna... ni me acuerdo del cómo se inició la disputa entre los hombres que acabó con la muerte de nuestro protegido: Marlowe! Pero, no pude intervenir, mi jefe no me dejó! Aseguró el hombre y, una voluta de humo se posó junto a mis zapatos, en lugar de subir hasta el techo del Auditorium, bajaba, bajaba hasta quedar a mis pies. El hombre continuó: ¿Era esa su pregunta? ¿Del ensayo, de su ensayo que está usted preparando? ¡Ahhhh... estos mortales y estos jóvenes... uno tiene que emplearse a fondo en nuestro trabajo para que a uno le crean. Comentó el hombre con cierto aire retozón y de victoria. Y otra voluta de humo se fue a posar a mis pies. Ahora tenía dos volutas de humo que jugueteaban por mis zapatos como dos gatos sin que quisieran abandonarme. No comenté nada. Estaba en una situación precaria en la que los límites de lo racional ya no juegan ningún papel, en una zona límite, bordeando lo irracional. No aguanté, lancé la pregunta...
- Supongo que todo es un trueque. El ofrecimiento. Su Amo, su Jefe, me ofrece... y yo a cambio, también ofrezco. ¿Paridad en condiciones? ¡No lo creo!
- Joven, Byron Deford, no se haga la víctima ahora. Rezongó el hombre con cierta autoridad. ¿Acaso no es usted el que necesita de nosotros? ¿No es usted el que ha estado pensando que si la historia del Dr. Faustus fuera real usted hubiera hecho lo mismo? ¿Llegar a un acuerdo? Venga tome asiento. Necesitamos una charla, una buena charla. Y no se preocupe con los jóvenes y profesores de la universidad... no vendrá nadie a interrumpirnos. No se preocupe que sea media mañana... Para usted y para mi persona, el Tiempo transcurre diferente del cómo lo ven y lo captan los simples mortales. Por ejemplo, ¿ve el rosal? ( más allá de unos ventanales se observaba un jardín y en el jardín en varias hileras se percibían un grupo de rosas). Yo puedo hacer que las rosas se marchiten o vuelva a florecer el rosal. ¿Lo desea joven Byron Deford? ¿Quiere ver el rosal en su muerte y en su nacimiento? No comenté nada acerca del rosal y me enfoqué en las propuestas.
- Lord Rutland – por favor deje que así le llame en esta charla- a su eminencia. Dije bastante serio. La cuestión había tomado un matiz que segundos antes no me imaginé: no me cupo la menor duda de con quién estaba hablando era un emisario del Maligno. ¿Propuestas? ¿Contrapropuestas? El hombre se me quedó mirando y aspiró de nuevo el cigarro que nunca se le acababa, parecía recién encendido aunque, ya habían pasado unos diez minutos. Botó una voluta de humo e igual que las anteriores bajó, bajó, bajó hasta mis pies e inició una danza con las otras volutas muy cerca de mi lado. Y las bolutas, se deslizaban entre ellas mismas unas encima de las otras a ras del suelo, luego daban pequeños saltos y cuánto más brincaban más azul era el color de las volutas. Jugueteaban de un lado para el otro en medio del auditorium para de nuevo regresar a mi lado.
- Joven Byron Deford, quizá no me he expresado del todo bien, o quizá en medio de la conversación, no me ha entendido. ¿Propuestas? Sí, las tenemos por parte de mi Señor. ¿Contrapropuestas? Se quedó pensativo, cruzó la pierna, se acomodó los anteojos, bastoneó el piso con cierto desenfado y autoridad... respondió: Contrapropuestas no las hará. Usted, es el interesado en todo este “tema” de la escritura, de la creación literaria, en esta enfermedad de su narcisismo – y esto último- lo digo con el mayor respeto, porque, ¿quién no lo es? Digo narcisista. ¡La gente miente de que no lo es! Pero, le repito, no existirán contrapropuestas por parte suya. Es simple: lo toma o lo deja como dicen ustedes los mortales, es así de sencillo. Pero, no crea que mi Señor, es del todo autocrático, creo que en medio del trato existe una prebenda hacia su persona. ¿La razón? ¡Usted le simpatiza! (Y me guiñó un ojo - cómplice). Terminó diciendo el hombre con aire jocoso. Continuó: la propuesta: usted tendrá todo lo que desee... ser un gran escritor y, además... tendrá como sus ayudantes y secretarios a los 7 demonios de los pecados capitales quiénes le cooperarán en su aventura literaria. Cada pecador de cada uno de los 7 pecados deberá morir en el pecado para que así su alma no pueda arrepentirse. Otro punto: usted no podrá intervenir en su muerte directamente ni por medio de un acto o evento. ¿La prebenda? Si usted escritor Byron Deford, en su gran aventura literaria de tantos años le entrega a nuestro Amo y Señor un alma (ya sea con engaños o no, esto último es optativo, jejejeje) por cada uno de los 7 pecados capitales, usted quedará libre, su alma quedará en libertad, de lo contrario, se convertirá en un demonio menor como nosotros.
- Acepto. Dije sin titubear, aunque por dentro tenía temor y a la vez creía que soñaba por lo que acontecía en el auditorium.
- ¡Lo sabía, lo sabía! ¡Viva! Exclamó lleno de júbilo el emisario del Maligno que se hacía llamar Lord Rutland. Venga, acérquese, firme acá - y sin saber del dónde-, tenía entre sus manos un documento viejo y amarillento como el texto de Marlowe que me obsequiaba. Al firmar, el espíritu infernal pasó su mano por mi nuca y, me sentí desfallecer, sentí que la muerte me visitaba, que llegaba hasta mí y que recorría todas las células de mi ser, se inoculaba en mí como una enfermedad. Me ardía la nuca una vez que retiró su mano y empecé a sentir una leve erupción en mi piel. Agregó: no se preocupe, joven Byron Deford, no se preocupe, este absceso que se le hará en los próximos cinco días es parte del pacto. Es un absceso que estará con usted mientras dure la relación, su relación con mi Señor. Y mientras usted esté creando su obra allí estará. Repito, al quinto día el absceso será un ojo y lo tendrá en la frente cuando trabaje en su obra. Usted se lo pondrá en su frente para escribir. Será su tercer ojo. Sentí asco a lo comentado pero, ya estaba echo el trato. ¿Qué era un absceso - ojo por la creación literaria, la inmortalidad como escritor, la fama, ser el mejor entre los mejores de escritores de mi generación? ¡Muy poco! Por último, le presento desde ahora a sus 7 secretarios. Y como tratándose de una representación teatral fueron saliendo de un lado del escenario uno por uno. El primero en aparecer fue: Aamón cc Fabiano Stirge, me hizo una reverencia y se quedó a pocos metros de Lord Rutland. Le siguieron: Adremelech cc Lord Ruthven, con su chaqué impecable –e igual que lo hiciera Aamón- saludó con respeto. Salió Esfria, de frac, sus gemelos se adivinaron en la camisa de puño francés: me hizo una genuflexión. Esfria dijo que en el mundo de los mortales se le conocía con el nombre de Conde Estruch. Pasó y al aparecer en el escenario se disculpó con grave y hermoso acento británico: era Goodfellow de enorme cabeza cc desde la Edad Media con el nombre de Gorgus Black. Malfas, de levita estaba recorriendo con apuro el escenario. Dijo que en el mundo de los mortales se le conocía como Onofre de Dip. Nergal comentó algo entre dientes a su hermano cc Lord Rutland y disculpó su tardanza que, en verdad no la entendí. Agregó, que era cc Gilles II Barón de Rais pero que, no era tan perverso como al hombre que él le usurpaba su patronímico. Y por último, salía Belfegor, de smoking, de monóculo y al saludarme su ojo flamígero relampagueó en señal de agrado. Y, las volutas de humo continuaron jugueteando por el auditorio, más luego se enredaron como ovillos a los pies de Lord Rutland quien agregó: bien mi tarea está cumplida pero, antes de despedirme le diré mi nombre: soy Astaroth, Archiduque de los infiernos de Occidente... y recuerde, recuerde... este acertijo: ¿qué dijo la primera rana? Y las volutas de humo comenzaron a agrandarse agrandarse hasta que Astaroth desapareció en medio de una niebla. Y los 7 espíritus infernales y yo volamos, volamos por el cielo hasta una mansión en la campiña inglesa: ¡ya era de noche!
viernes, 3 de febrero de 2017
jORGE LUIS BORGES. REVISTA SUR. TEXTOS
VARIACIÓN
Doy gracias a la luna por ser la luna, a los peces por ser los peces, a la dpiedra imán por ser el imán.
Doy gracias por aquel Alonso Quijano que, a fuer de crédulo lector, logró ser don Quijote.
Doy gracias por la torre de Babel, que nos ha dado la diversidad de las lenguas.
Doy gracias por la vasta bondad que inunda como el aire la tierra y por la belleza que acecha.
Doy gracias por aquel viejo asesino, que en una habitación desmantelada de la calle Cabrera, me dio una naranja y me dijo: "No me gusta que la gente salga de mi casa con las manos vacías". Serían las doce de la noche y no nos vimos más.
Doy gracias por el mar, que nos ha deparado la Odisea. Doy gracias por un árbol en Santa Fe y por un árbol en Wisconsin.
Doy gracias a De Quincey por haber sido, a despecho del opio o por virtud del opio, De Quincey.
Doy gracias por los labios que no he besado, por las ciudades que no he visto.
Doy gracias a las mujeres que me han dejado o que yo he dejado, lo mismo da.
Doy gracias por el sueño en el que me pierdo, como en aquel abismo en que los astros no conocían su camino.
Doy gracias por aquella señora anciana que, con la voz muy tenue, dijo a quienes rodeaban su agonía "Déjenme morir tranquila" y después la mala palabra, que por única vez le oímos decir.
Doy gracias por las dos rectas espadas que Mansilla y Borges cambiaron, en la víspera de una de sus batallas.
Doy gracias por la muerte de mi conciencia y por la muerte de mi carne.
Sólo un hombre a quien no le queda otra cosa que el universo pudo haber escrito estas líneas.
Sur, Buenos Aires, N° 325, julio-agosto de 1970.
jueves, 2 de febrero de 2017
Richard Jenkyns Un paseo por la literatura de Grecia y Roma.
2
LA GRECIA ARCAICA
A lo largo de la Antigüedad, la épica homérica gozó de una especial prominencia y autoridad. Los griegos no tenían textos sagrados en el sentido de un cuerpo de escrituras canónicas que requiriesen consentimiento. Esto dejaba un vacío para que otro tipo de textos asumiesen una autoridad cultural dirigente, y Homero ocupó dicho espacio. Estos poemas eran propiedad común de los griegos. Se le atribuye a Esquilo el haber dicho que sus obras no eran más que sobras del gran banquete de Homero. [ 64] La idea implícita en ello no es tanto que los argumentos de las tragedias estuviesen inspirados en Homero (en la mayoría de los casos no era así), sino que éste había proporcionado el modelo por el que podía representarse noblemente la experiencia humana. Como veremos, la primera vez que de verdad se escribió historia se consideró también, y con razón, como algo de carácter homérico. Es posible que el ejemplo de Homero fortaleciera el apego de los griegos por la mitología como fuente de literatura imaginativa. Pero desde el principio siempre hubo una faceta bastante diferente de poesía hexamétrica. Como sucede con la Ilíada, su primer representante, Hesíodo, es probablemente el heredero de una larga tradición de poesía que sólo es visible para nosotros en el momento en que se puso por escrito.
Hesíodo procedía de las agrestes montañas que formaban el extremo sur del territorio de Beocia, al noroeste del Ática, y estuvo activo en torno a 700 a. C. Dos de sus poemas están esencialmente incompletos: la Teogonía («Nacimiento de los dioses») y Los trabajos y los días. Pasar de Homero a Los trabajos y los días es intercambiar el pasado por el presente y el heroísmo por la dura lucha. Se trata de un poema didáctico, una ayuda para vivir. Los «días» al final de la obra son una lista de días de buena y mala suerte: el decimotercero del mes es un día malo [ 65] para sembrar, pero bueno para plantar; en el octavo hay que castrar a cerdos y ganado, y los mulos en el duodécimo. Se trata de una información útil. Los «trabajos» tienen mucho en común con la «literatura sapiencial» hallada en varias culturas del Oriente Próximo, y resulta harto familiar para nosotros por el libro de los Proverbios del Antiguo Testamento. Hay máximas que transmiten una sabiduría proverbial, a menudo expresada con mordacidad, y perlas de instrucción gnómica. Sáciate de vino cuando el tonel esté lleno (aconseja el poeta) y cuando esté acabándose, pero economiza cuando esté por la mitad. [ 66] También esto es útil, aconsejar al oyente la mejor manera de hacer tolerable la vida en condiciones difíciles.
Los trabajos y los días contiene también etiologías; es decir, historias de «así fue» que explican el origen de las cosas. De este modo, la historia de Prometeo [ 67] (narrada en su forma completa sólo en la Teogonía) explica de dónde vino el fuego y por qué los dioses apenas comen la carne tras un sacrificio. La historia de las edades [ 68] (los dioses crearon y después destruyeron, primero una raza de oro de hombres, luego de plata, después de bronce, y ahora estamos en la edad de hierro) es un mito «primitivista suave», es decir, un mito que supone que la humanidad ha perdido un paraíso original (como la historia del Jardín del Edén). Y Hesíodo añade otro elemento a la mezcla: a sí mismo. Nos da detalles acerca de su familia, sus experiencias y su forma de vida, y se convierte así en el primer individuo de Europa. Revela que su padre emigró desde Asia Menor a Beocia y que él vive en Ascra, [ 69] lugar que califica de «pueblo mísero, malo en invierno, duro en verano, nunca bueno». Dice también que nunca ha estado en el mar, [ 70] salvo una vez, cuando cruzó desde Áulide en Beocia hasta Calcis en la isla de Eubea, donde ganó un premio de poesía. Esto resulta irónicamente humorístico: Calcis está a menos de doscientos metros del continente. Algunas de sus advertencias morales van dirigidas en general a los poderosos, otras a su hermano Perses, con el que se ha peleado sobre una herencia. Todo esto es extraño, pero vívido, y da al poema un toque de individualidad.
El hosco sabor campesino de esta obra no significa que careza del elevado sentido del oficio del poeta épico. En la Teogonía cuenta cómo le visitaron las Musas [ 71] mientras cuidaba de sus ovejas en el monte Helicón, le dieron una vara y le insuflaron una voz divina. Este poema relata cómo la Tierra alumbró al Cielo, y la Noche dio a luz al Éter y al Día, cómo el Cielo yació con la Tierra y alumbró a Océano y a otros Titanes, y cómo el Cielo fue castrado por su hijo Cronos. De forma natural damos a la Teogonía la categoría de poesía y mitología, pero hay otro modo de considerar el asunto. El poema es un intento de explicar cómo surgió el mundo, qué leyes lo gobiernan y por qué la condición humana ha llegado a ser lo que es. Podemos ver aquí la prehistoria de la ciencia y del pensamiento griegos.
Los primeros pensadores griegos se conocen, con la inteligencia de la retrospectiva, como presocráticos, anteriores a Sócrates (469-399). Tales, el primero de todos (a comienzos del siglo VI), dijo que todas las cosas están llenas de dioses. ¿Es esto teología? Dijo que el agua es el inicio de todas las cosas. ¿Es esto física? Más adelante, en el siglo V, Empédocles dijo que el mundo es un equilibrio o conflicto entre Amor y Lucha (y convirtió estas fuerzas en los dioses Afrodita y Ares). Una vez más, nos resulta difícil encajar todo esto en nuestras categorías modernas. Homero fue a la vez poeta e historiador: ante todo solicita a las Musas, [ 72] cosa sorprendente, su arduo catálogo de la flota aquea que navegó hacia Troya, porque ellas tienen conocimiento y nosotros no sabemos nada. No obstante, el logro del pensamiento griego en los siglos VI y V fue el descubrimiento de las diferencias. Aprendieron que el hecho era diferente de la ficción, la historia del mito y las ciencias naturales de la filosofía. Éstas no son verdades tan obvias como nos parece. También aprendieron a separar las funciones del verso y de la prosa. Algunos de los presocráticos escribieron en prosa, pero otros utilizaron el verso, siendo Empédocles el último de ellos. Los fragmentos que se han conservado de él transmiten fuerza y energía.
La Ilíada y la Odisea siempre fueron únicas en cuanto a envergadura y calidad, pero en los siglos VII y VI aparecieron otras épicas acerca de héroes y acontecimientos heroicos: algunas tenían la mitad de la longitud de su equivalente homérico. Nos han llegado escasos restos. Sin embargo, se han conservado una serie de «himnos homéricos», llamados así porque fueron atribuidos al supuesto autor de la Ilíada y la Odisea. No son himnos en el sentido moderno del término, sino poemas en honor a los dioses y a las diosas, y normalmente narran algún episodio en el que estos intervienen. Varían en tamaño: de unos pocos versos a más de quinientos. La mayoría de autores de la Grecia arcaica, es decir, del período que abarca desde el siglo VIII hasta comienzos del siglo V, de los que casi nada sabemos, tan sólo existen en unos pocos fragmentos, y esta circunstancia nos obliga a tener en cuenta cómo han sobrevivido los textos clásicos.
Hasta la Antigüedad tardía la forma habitual de un libro era el rollo de papiro. La cantidad de escritura que cabía en un rollo sin que éste resultase imposible de manejar era limitada: en un texto poético parece ser que dos mil versos eran el máximo absoluto, y muchos libros de poesía constituyen la mitad de esto o menos. Por lo tanto, las obras más largas se dividían en libros (o cantos), que eran mucho más cortos de lo que la palabra «libro» nos sugiere. El libro tal como lo consideramos hoy en día, una secuencia de hojas encuadernadas —técnicamente un códice—, apareció por primera vez en torno al siglo I d. C. y poco a poco se fue convirtiendo en la forma dominante. En un mundo sin imprenta, los textos sólo se conservaban si se copiaban repetidamente. Gran parte de la literatura clásica que tenemos hoy ha llegado hasta nosotros a través de una tradición manuscrita, es decir, de uno o más manuscritos copiados de un manuscrito anterior en algún momento de la Edad Media. Todos estos manuscritos son copias de copias de copias, no tenemos ningún texto autográfico de ningún autor clásico. En algunos textos, el manuscrito más antiguo conservado fue escrito en el siglo IX, pero a menudo suelen fecharse algunos siglos después. En algunos casos muy raros los manuscritos son anteriores: así tenemos unos pocos manuscritos de Virgilio, siempre el más extensamente leído y admirado de los poetas latinos, fechados en los siglos V o VI, pero ninguno de ellos está completo. Algunos escribas hacen correcciones, pero todos los escribas cometen errores. Por consiguiente, los textos de todos los autores clásicos han sufrido cierto grado de distorsión. En consecuencia, decir que un texto conservado está completo es hacer una declaración aproximada, que no significa que tengamos absolutamente todas las palabras, puesto que el escriba no sólo puede haber escrito la palabra equivocada, sino que es posible que se hayan añadido o eliminado frases. En algunos casos se han perdido cincuenta líneas o más.
Las obras se conservaban sólo si las personas seguían queriendo leerlas. Algunos libros de historia muy aburridos han sobrevivido porque servían para enseñar y aprender. La poesía lírica griega pereció porque la gente perdió el interés. A pesar de ello, las pérdidas y las pervivencias podían ser fortuitas. La supervivencia de Homero y Virgilio era bastante probable porque eran parte de la educación de todo escolar, pero no siendo así incluso los mejores autores corrían el riesgo de desaparecer. De entre los poetas latinos del siglo I a. C., Lucrecio y Catulo se conservan, mientras que Galo y Vario han desaparecido, pero podía haber sido diferente porque estos autores fueron muy admirados en su tiempo. Todo nuestro conocimiento de Catulo, salvo un poema, procede de un manuscrito del siglo IX encontrado en el siglo XIV y copiado antes de que se extraviara de nuevo. El conocimiento que tenemos de Lucrecio viene de dos manuscritos del siglo IX que a su vez derivan de un manuscrito anterior perdido hace mucho tiempo. En el siglo VIII, un escriba empezó a copiar el Tiestes de Vario y después cambió de idea, destruyendo así nuestra posibilidad de leer la obra dramática más importante de la era augústea.
Hay vías por las que las palabras que no nos han llegado a través de la tradición manuscrita puedan sin embargo sobrevivir: tres en particular. Pueden ser citadas por otros autores, pueden haber sido inscritas en bronce o piedra o pueden hallarse en papiros. Los papiros, en su mayoría descubiertos en el Alto Egipto a partir del siglo XIX, han transformado nuestra percepción de algunos ámbitos de la literatura griega, entre ellos la poesía lírica y la comedia. A veces un papiro nos da un texto completo, pero la mayoría de las veces no son más que fragmentos literalmente hechos jirones, trozos con los bordes raídos o con agujeros. Estos accidentes tienen importantes consecuencias para la interpretación de la literatura clásica, porque limitan nuestra capacidad de ofrecer una historia equilibrada de la misma sea cual sea el período. El historiador romano Veleyo Patérculo, de la primera mitad del siglo I d. C., pensaba que Rabirio, [ 73] perdido para nosotros, era el mejor poeta augústeo después de Virgilio. ¿Estaríamos de acuerdo? Si Lucrecio hubiera perecido, no habríamos podido adivinar su grandeza o su influencia. Con Galo y Vario nos quedamos con la duda. Deberíamos guiarnos por el espíritu de Sócrates, que admitió que después de todo podría ser el más sabio de los hombres, [ 74] porque por lo menos sabía que no sabía nada, mientras que el resto ni siquiera sabía esto.
Además del hexámetro, a lo largo de toda la Antigüedad clásica se utilizó con frecuencia otra forma de poesía: la elegía. Para los griegos el género de la elegía quedaba definido sencillamente por su metro: era verso compuesto en dístico elegíaco, que consiste en una alternancia entre hexámetro y pentámetro. El hexámetro es como en Homero, pero el pentámetro es simétrico: toma el metro de los dos primeros pies y medio del hexámetro, y después lo repite. Los dos últimos pies son siempre dáctilos. Tennyson proporciona un ejemplo inglés de este dístico, medido a la manera griega por la cantidad, no por la sílaba tónica:
No-but a most burlesque barbarous experiment. [ *]
La estructura del dístico alentó a los poetas a pensar y a componer en bloques de dos versos, puesto que se acomodaba maravillosamente al epigrama y al verso que aspiraba a la nitidez y a la concisión, pero dada su comparativa inflexibilidad resulta sorprendente su gran popularidad a lo largo de la Antigüedad.
La palabra «elegía» acabaría asociándose en la tradición occidental a dos temas, amor y lamentación, pero desde un principio esta forma métrica se utilizó para muchos propósitos. Tirteo y Calino escribieron a mediados del siglo VII a. C. temas marciales, endureciendo el vigor de los jóvenes, y el estadista ateniense Solón (muerto en c. 560) la utilizó para sus declaraciones políticas. El cuerpo de elegías más extenso que ha sobrevivido se atribuye a Teognio (mediados del siglo VI), pero la mayor parte del mismo no es suya, por lo que ha tenido la desgracia de convertirse tanto en problema como en poeta. Otro autor de elegías del siglo VI es el irónico Jenófanes. Éste observó que los dioses de los germánicos tenían el cabello rubio, exactamente como ellos, y añadió que si los caballos tuvieran dioses tendrían su mismo aspecto. No se trata de escepticismo, sino más bien de un intento divertido pero serio de investigar la naturaleza de lo divino, de demostrar que la idea antropomórfica de los dioses no era más que una representación local de una realidad más profunda. Este autor está clasificado entre los presocráticos y, efectivamente, nos muestra cuán indivisibles podían ser en aquellos tiempos la poesía y la filosofía.
Los fragmentos más atractivos de la poesía elegíaca temprana proceden, a finales del siglo VII, de Mimnermo, en el que encontramos por primera vez una nota de voluptuoso pesimismo que de vez en cuando suena en la literatura europea posterior. Sería él quien proporcionara al símil de las hojas la triste cualidad que nos parece tan natural: somos como hojas que se abren al sol de la primavera, y como ellas nuestro tiempo es breve. La muerte viene rauda, o la vejez, y una vez superada nuestra plenitud es mejor morir que vivir. ¿Qué es la vida?, pregunta en otro poema, ¿qué es placentero sin la dorada Afrodita? Una vez terminado el amor oculto, los regalos y la cama, esas flores de juventud, ya se puede morir, porque la vejez es fastidiosa y despreciable. Incluso la naturaleza, desde su punto de vista, puede parecer lánguida: la tarea del Sol es trabajar todo el día y para él nunca hay descanso. A riesgo de anacronismo, uno puede imaginar en todo esto un toque del Eclesiastés y un toque de Oscar Wilde. Parece que algunos de sus poemas eran bastante diferentes de los que todavía podemos leer, pero el erudito poeta alejandrino Calímaco consideró, en el siglo III, que era más competente en poemas cortos que en los extensos.
Arquíloco (que murió c. 652) utilizó la poesía elegíaca para un epigrama en el que afirmaba que había abandonado su escudo en el campo de batalla; no importa, pronto tendría otro igual de bueno. Esto incumplía deliberadamente el código de honor. Arquíloco es el primer incordio de Europa: quizá fuera original en esto o quizá es el primer superviviente de una tradición más antigua de obstinación. No obstante, utilizó preferentemente metros basados en el troqueo (largo corto) y en el yambo (corto largo); el «yambo» se convertiría en un término para designar la poesía insolente. El más escabroso de los poetas impertinentes fue Hiponacte (finales del siglo VI), un ladrón obsceno y pendenciero que se decantó por el «yambo cojo» (coliambo), un verso en el que el espondeo sustituye al yambo en el último pie. Su nombre era el que más a menudo invocaban los posteriores poetas cuando querían ser ofensivos.
Arquíloco a menudo fue proveedor de sabiduría proverbial («Muchas cosas sabe el zorro, pero el erizo sabe una sola y grande»), y tenía buen ojo: su descripción de la isla de Tasos «como lomo de asno, coronada de agreste bosque» es la primera descripción, por lo que sabemos, que transmite el carácter individual de un paisaje identificado del mundo real. Fue famoso por sus insultos a un tal Licambo, quien supuestamente había ofrecido la mano de su hija Neobule a Arquíloco, y que después rompió su promesa. Sus poemas hablan de su actividad sexual y de la de otros con ella en términos harto explícitos; en un poema la rechaza con desprecio y seduce, en cambio, a su hermana. El fragmento más largo conservado de poesía yámbica arcaica es un ejercicio de misoginia de mediados del siglo VII de Semónides de Amorgos, en el que se comparan diferentes tipos de mujeres con diferentes animales (todos ellos desagradables, a excepción de la mujer equiparada a una abeja). No es muy divertido.
Para los griegos el término «lírico» tenía un significado más preciso que el que tiene para nosotros: la poesía lírica era poesía escrita para ser cantada. Había dos clases de poetas líricos: los monodistas, que escribían composiciones para cantarlas ellos mismos o alguna otra persona sola; y los que escribían para una representación coral. Estas dos clases se distinguían por la forma métrica. Los monodistas elegían sus estrofas de un repertorio de formas conocidas: el catálogo era amplio pero no ilimitado. Algunas de estas formas reciben el nombre de los poetas que más las usaron, y que muy probablemente inventaron: por ejemplo, las estrofas sáficas y alcaicas. El poeta coral, en cambio, inventaba una nueva estrofa para cada composición. Normalmente escribía una «estrofa» (literalmente un «turno»), seguida de una estrofa de respuesta (la «antistrofa») de idéntico metro (y presumiblemente utilizando el mismo tono); a continuación solía seguir un «epodo», de métrica distinta a la precedente. Este modelo podía repetirse una o más veces. Los dramaturgos griegos compusieron sus líricas corales bajo este mismo principio.
Los eruditos de Alejandría, que se convirtió en un centro de aprendizaje y de investigación en el siglo III, recopilaron las obras de aquellos a los que consideraban los nueve mejores poetas líricos, y crearon así un canon. El más antiguo de todos es Alcmán, que vivió y trabajó en la segunda mitad del siglo VII en Esparta, antes de que ésta hubiese desarrollado por completo el militarismo que la hizo famosa. Era especialmente conocido por las «canciones para vírgenes», compuestas para ser interpretadas por coros de mujeres jóvenes. Al parecer era habitual que estas composiciones contuvieran chanzas y bromas entre las doncellas, y una buena dosis de sentimiento homoerótico. Una de ellas incluye las palabras «… con deseo que afloja los miembros, y ella lanza miradas más ardientes que el sueño y la muerte». Esta es la primera vez en la literatura europea que el sexo se asocia a la muerte, una inesperada nota a lo Tristán en este lugar arcaico. En otra composición, en un contexto desconocido, fue el primero en expandir la falacia patética más allá de una palabra o expresión: «Ahora duermen las cumbres de los montes y los barrancos, las alturas y los torrentes», y añade bestias y abejas, los «monstruos del abismo del mar púrpura» y «las tribus de las aves de largas alas». También se conservan cuatro versos hexámetros en los que habla de sí mismo y se lamenta de su vejez diciéndoles a las vírgenes de melosa voz que sus miembros ya no lo sostienen en la danza. Ojalá fuera él aquel pájaro marino de azul oscuro que vuela con los alciones sobre la flor de la ola con un corazón valiente. Se han conservado más de cincuenta versos de una canción para vírgenes, aparentemente simples en cuanto a expresión pero notablemente difíciles de interpretar. A pesar de ello oímos una voz inconfundible aunque esquiva.
Los primeros monodistas de los que tenemos conocimiento, Safo y Alceo, procedían ambos de la isla de Lesbos. Ella nació en torno a 630, él quizá un poco después. La mayoría de monodistas interpretaban sus composiciones en el sumposion (en castellano «simposio»). La palabra significa «banquete en el que se bebe», y todas estas reuniones masculinas eran una importante institución social. Safo no podía asistir a ellas; sin embargo, parece que estaba en el centro de un círculo cambiante de mujeres jóvenes, en el que se podían expresar abiertamente los sentimientos homoeróticos. La vulnerabilidad es el estímulo de la poesía amorosa: el poeta tiene algo sobre lo que escribir precisamente cuando el amado es capaz de decir no. Los hombres griegos normalmente tenían relaciones sexuales con dos clases de mujeres: sus esposas, que obedecían, y las prostitutas, a las que pagaban. Por lo tanto, no es de extrañar que la mejor poesía amatoria griega sea homosexual, porque el muchacho ha de ser cortejado, y puede rechazar. El mejor de todos los poetas de amor era doblemente vulnerable, pues era mujer y homosexual: la muchacha no sólo puede decir no, sino que a su debido tiempo se marchará para casarse. De hecho, varios poemas de Safo tratan de la separación o de la ausencia.
Tenemos la suerte de que uno de sus poemas fundamentales haya sobrevivido completo. Y el hecho de que lo consideremos una suerte muestra lo escasos que son los restos de poesía lírica. Se trata de un himno o plegaria a Afrodita, aunque diferente de cualquier otro. Se dirige a la diosa de colorido trono, inmortal y tejedora de ardides: es una mezcla fascinante, remota, resplandeciente, pícara. En palabras sencillas, Safo le pide ayuda y recuerda su anterior visita, cuando vino de la casa de su padre en su carro de oro tirado por gorriones sobre la tierra negra. La poetisa recuerda aquella epifanía: «sonrientes tus labios inmortales» (un verso excepcionalmente bello en griego), la diosa se burla de ella: ¿qué te ocurre esta vez, Safo? Luego, con palabras que mecen suavemente como una nana, la consuela incondicionalmente: «Porque incluso si te rehúye, pronto habrá de buscarte; si no acepta regalos, pronto te los dará; si no ama, pronto habrá de amar aunque ella no lo quiera». El poema termina con una nueva súplica sincera y urgente de ayuda: que la libre de sus desvelos y que cumpla los anhelos de su corazón.
El himno convierte a Afrodita en un personaje de la historia de Safo, distante y a la vez íntimo. A través de Afrodita, Safo se ve a sí misma con otros ojos, con una especie de distanciamiento, como alguien que se enamora con bastante frecuencia. Sin embargo, esta objetividad se combina con la pasión. La ternura que aflora en el corazón del poema y su delicado humor no disminuyen su intensidad: el sufrimiento del amor se percibe vívidamente y se expresa con exquisitez con el lenguaje de la simplicidad, transparencia y fuerza. Tenemos el poema entero porque fue citado por Dionisio de Halicarnaso, un crítico del siglo I a. C.; lo admiraba sobre todo por la belleza del sonido y disposición de las palabras.
En otro poema Safo convoca a Afrodita a una cueva sagrada, con altares humeantes de incienso. Describe con hermosas frases el agua fría que discurre a través de las ramas de los manzanos, el lugar entero ensombrecido por las rosas y el sueño embrujado que desciende de las hojas relucientes: este es el lugar al que invita a la diosa para que vierta graciosamente en copas de oro el néctar mezclado con la celebración. Es una exquisita descripción de un escenario natural, pero a la vez misterioso. La evocación es vívida y borrosa. La realidad, el estado de ánimo y la abstracción se mezclan: el agua a través de los árboles, el duermevela del parpadeo del follaje, las flores que parecen oscurecerse en vez de brillar, una diosa que es divina pero también compañera e incluso, por lo que parece, sirvienta. Vista, sonido, aroma, santidad, vino y letargo se funden, y todo se produce con gran simplicidad y economía de medios.
Longino citó cuatro estrofas de un poema que probablemente tenía cinco para ilustrar la habilidad de Safo en captar detalles reveladores y aunarlos en un todo. «Aquel hombre me parece semejante a los dioses —le dice a una mujer cuyo nombre no revela—, que está sentado delante de ti y escucha atento tu dulce hablar y encantadora risa», y describe los síntomas que la afligen: su corazón palpita, no puede hablar, un delgado fuego fluye bajo su piel, tiembla y palidece más que la hierba. El lenguaje es controlado, pero la experiencia es físicamente directa. No hay análisis sino pura sensación sin mediación, y preguntarse si esto es amor o celos o ambas cosas es irrelevante.
Safo valora la experiencia particular y privada. Algunos, declara, dicen que un despliegue de caballería, de infantería o de barcos es la cosa más hermosa que hay sobre la negra tierra, «pero yo digo que es lo que uno ama». Su ejemplo es Helena, que no tuvo en cuenta ni hijos ni padres y abandonó a su marido, el mejor de los hombres, por Paris. Lo mismo piensa de Anactoria, que no está aquí: ella preferiría ver su adorable forma de caminar y el destello de su rostro antes que toda la panoplia de los lidios. Pero también había una parte pública en Safo, pues también era famosa por sus canciones de bodas, en lírica y hexámetros. Algunas de las primeras tienen un áspero sabor popular. De sus hexámetros tan sólo quedan dos símiles. «Como el Jacinto que, en el monte, el pastor pisa con el pie, y en la tierra la flor púrpura…»: posiblemente fuera una metáfora de la pérdida de la virginidad de la novia. En otro fragmento, la desposada es «como la manzana que, roja, se empina en la alta rama, en lo alto de la rama más alta, y que los recolectores olvidaron, no, no la olvidaron, sino que no pudieron llegar a ella». Esto es especialmente hermoso: la muchacha es enaltecida e inaccesible, pero ¿qué hace una manzana cuando está madura? Cae. Ambos símiles sugieren una tensión (¿en broma?, ¿en serio?) entre el gozo nupcial y el lamento por la virginidad perdida.
Hay algo especial en Safo que no es fácil de definir. Quizá deberíamos decir que hasta un límite insólito sus poemas son puramente poesía. La poesía de nivel verdaderamente alto suele ser también algo más: es poesía y drama, o poesía y filosofía, o poesía y teología, o propugna una cierta idea de moralidad, de sociedad o de la condición humana. Sin embargo, los versos de Safo parecen ser simplemente ellos mismos. La literatura por su naturaleza no puede ser un arte abstracto, pero si todo arte aspira a la condición de música, el de Safo aspira a ello con una insólita plenitud.
Safo y Alceo vivieron en la misma isla y escribieron en el mismo dialecto, y al parecer se admiraban mutuamente. Por lo tanto, a menudo se analizan juntos. No obstante, por las evidencias que tenemos, Alceo no parece ser rival para ella: los fragmentos que de él se han conservado muestran vigor y energía, pero no dan señales de grandeza. Quizá no hayamos tenido suerte con lo que nos han dado las arenas de Egipto. Cuando Horacio escribió su lírica latina en el siglo I a. C., utilizó la métrica alcaica más que cualquier otro metro lírico, tomó prestados algunos temas e ideas de Alceo, y le rindió debidos honores, pero es posible que el metro y los temas le gustaran no tanto por su valor original como por los nuevos propósitos a los que podía doblegarlos. A menos que aparezcan más papiros, la calidad de Alceo seguirá siendo dudosa.
El más grande de todos los poetas líricos fue Estesícoro (primera mitad del siglo VI), cuyas obras llevaron la épica narrativa a la métrica coral: su Gerioneida tenía unos mil trescientos versos y su Orestíada («Relato de Orestes») ocupaba dos libros. Estesícoro («Maestro del coro») puede que sea más un título que el nombre con el que nació, pero muchos dudan de que estas obras tan largas se pudieran haber cantado y bailado en coro. Quizá se utilizara una combinación de solo y coro. Se ha conservado más de la Gerioneida que de cualquier otro poema de Estesícoro: el personaje del título era un monstruo muerto a manos de Heracles, y los fragmentos que han sobrevivido muestran una sorprendente compasión por su funesto destino. A la madre de Gerión se le concede también un discurso de patética súplica. Longino calificó a Estesícoro [ 75] de «homérico», y el retórico romano Quintiliano se hizo eco [ 76] de este criterio, a pesar de que lo consideraba demasiado disperso.
Anacreonte (nacido c. 570) se haría famoso por un sencillo hedonismo, teñido de notas de humor y melancolía. En una fiesta le dice a un sirviente que mezcle diez partes de agua con cinco de vino «para que yo pueda divertirme sin desmesura». En otra ocasión le pide al esclavo que traiga vino, agua y guirnaldas «para que pueda boxear con amor». Parece que tuvo que lidiar mucho con el desengaño erótico. Le pregunta a una «potra tracia» por qué le mira de reojo y huye de él. Le dice a un «muchacho de mirada de doncella» que lo busca «pero no me escuchas; no sabes que de mi alma llevas las riendas». Está dolido con gran pesar porque un joven se ha cortado el pelo que cubría su tierna nuca. Puede ser vistosamente decorativo: Eros de cabellos de oro le arroja una pelota púrpura y le invita a jugar con una muchacha de hermosas sandalias. Pero ella (que proviene de Lesbos) rechaza sus cabellos porque son blancos y queda boquiabierta ante los de otros. El término «cabello» es femenino en griego, y el significado aparente es que ella admira cabelleras más jóvenes y oscuras, pero captamos también un doble sentido: va tras otra muchacha. Anacreonte conocía el efecto de deshacerse en dulzura: «A Cleóbulo yo quiero, por Cleóbulo enloquezco y a Cleóbulo vuelvo la mirada».
Otra composición, con el mismo ritmo ligero que empleaba, habla de la vejez y de la muerte: su cabeza es canosa, sus dientes viejos y poco tiempo le queda de la dulce vida. Teme a la muerte, porque la morada del Hades es estrecha, el descenso es penoso y «no es fácil que aquel que lo ha emprendido vuelva a subir». Aquí utiliza el poder del sobreentendido, y no volveremos a encontrar esta nota de sombría levedad en quinientos años, hasta Catulo. Ejemplifica lo que podría llamarse la característica de Mimnermo en la sensibilidad griega, una conciencia del esplendor y la brevedad de la vida, manejada con gracia. Siglos después otros poetas lo imitarían en la poesía conocida hoy como anacreóntica. Algunos poemas están bastante logrados, pero tienden a un mero preciosismo, y su modelo proporcionaba siempre algo más que esto.
«Eros, cual leñador, me ha herido con su potente hacha —escribió Anacreonte—, y me ha arrojado a las aguas furiosas del torrente». Esta forma metafórica parece haber sido más típica de Íbico (también del siglo VI). En una composición, Eros le lanza lánguidas miradas por debajo de sus oscuros párpados y lo empuja hacia la red de Afrodita, pero él tiembla como un viejo caballo de carreras uncido de nuevo al carro. En el mejor de sus fragmentos es elaboradamente figurativo. En primer lugar evoca «el jardín inviolado de las doncellas», donde en primavera florecen los membrillos y el fruto de las viñas se hincha bajo la sombra del follaje; «pero para mí el amor no duerme en ninguna estación». Al contrario, está azotado y marchito por el viento impetuoso mezclado con relámpagos. El jardín intacto aparecerá de nuevo como imagen de la virginidad en Hipólito de Eurípides.
En la primera mitad del siglo V, tres de los nueve poetas corales canónicos estaban en activo. El más antiguo era Simónides, que desarrolló su actividad desde finales del siglo VI hasta comienzos del V. La suya es también otra gran reputación que hoy resulta difícil de evaluar. Era famoso por sus epigramas elegíacos, pero aunque tenemos ejemplos de este género que se han conservado de su época, apenas hay nada que se le pueda atribuir con seguridad. Su fragmento lírico más memorable contiene las palabras que Dánae le dirige a su hijo Perseo, mitad lamento, mitad canción de cuna, mientras van a la deriva por el mar en un arca. «Hijo —le dice—, envuelto en mantas de púrpura… Duerme, mi niño, te lo pido. ¡Que duerma también el mar y nuestra inmensa desgracia!». El verso del sobrino de Simónides, Baquílides (c. 520c. 450), es fluido y agradable. En un poema dio una nueva vuelta de tuerca al símil de las hojas: Heracles en el inframundo ve «las almas de los desdichados mortales [ 77] junto a las corrientes del Cocito, como hojas que el viento por las cumbres fúlgidas del Ida criador de ovejas arremolina». Antes de encontrar a Baquílides en papiro, se pensaba que la aplicación del símil de las hojas a las almas de los muertos había sido idea de Virgilio, pero el poeta griego fue el primero, y este arremolinar en un contexto refulgente aporta una nueva intensidad visual.
Píndaro (c. 518-c. 445) tiene en común con Hesíodo su procedencia de Beocia, pero nada más, porque fue un celebrante tardío de los valores aristocráticos que infunden los poemas homéricos; es decir, la exaltación de hombres con cualidades excepcionales de cuerpo, mente y valor. Compuso muchos tipos de poemas, pero para nosotros su fama reside en las únicas obras de los poetas líricos que han sobrevivido en tradición manuscrita: sus odas o canciones de victoria, compuestas para coros y para ser cantadas en honor a los vencedores de las principales competiciones deportivas de Grecia. Tenemos cuarenta y cinco, conservadas en cuatro libros: odas olímpicas para los acontecimientos en los juegos olímpicos, odas píticas para los de Delfos (donde la sacerdotisa de Apolo se llamaba Pitia), nemeas para los de Nemea e ístmicas para los de Corinto (el Istmo). Con diferencia, la más larga de todas es la cuarta oda pítica, que dedica una buena parte al viaje de Jasón y los argonautas. Sin duda estaba en la mente de Gerard Manley Hopkins cuando escribió «El naufragio del Deutschland», basado en la narración de un viaje por mar. Este poema, con su osado lenguaje, su forma única de estrofa, y su energía rapsódica encuadrada dentro de una forma férreamente disciplinada, es quizá lo más cercano al espíritu de Píndaro que se pueda hallar en inglés (las «odas pindáricas» de los siglos XVII y XVIII no son muy parecidas).
Estas canciones eran poemas ocasionales, encargados por el vencedor o por su ciudad, y tenían que incluir la alabanza al ganador. Píndaro combina esto con la narración del mito y con una reflexión moral. Sus pasos de uno de estos temas al otro pueden ser repentinos e impredecibles. Hasta ahora, el lenguaje de la lírica había sido más bien claro y bastante simple, pero el estilo de Píndaro es denso y difícil, y su contenido mucho más denso y metafórico. Los griegos y romanos posteriores lo calificaron de voz profunda y poderosa, de inmenso; Horacio lo comparó [ 78] con un torrente montañoso burbujeante y rebosante por la lluvia. Longino agrupó a Píndaro [ 79] y Sófocles juntos en la categoría de hombres cuya fuerza lo incendia todo, aunque (añade) también pueden apagarse sin motivo alguno. Fue también considerado un ejemplo del estilo «austero» o «severo», término que parece indicar no austeridad de actitud (puesto que se deleita en cosas suntuosas), sino una mezcla de audacia, vigor y tono exaltado.
Píndaro podía ser elegante: el romance del joven dios Apolo y de la fortachona Cirene, narrado en la novena canción pítica, tiene un gran encanto. No obstante, como es habitual en él, su imaginación es grandiosa y espectacular. La séptima olímpica fue escrita para un boxeador de Rodas (el nombre en griego significa «rosa»). Relata cómo la isla, destinada a ser generosa con los hombres y rica en rebaños, antaño yacía en las profundidades del mar, pero después emergió de la humedad, y el Sol, padre de los rayos penetrantes, la poseyó. El Sol yació con Rosa (que ahora es una ninfa), y procreó hijos que se repartieron la tierra entre ellos. Aquí se mezclan el mito, la tierra, el sexo y la fertilidad. La primera pítica, escrita para Hierón, gobernante de Siracusa en Sicilia, empieza con una invocación al áurea lira: cuando Apolo toca, puede incluso adormecer al águila de Zeus, porque la música derrama una oscura nube sobre su curva cabeza y sella sus párpados, pero (un toque brillante) sus húmedas plumas ondean mientras dormita. Los dioses olímpicos están embelesados, pero sus enemigos sienten terror, como el monstruo Tifón, cautivo en Sicilia bajo el Etna, una montaña que es «todo el año nodriza de punzante hielo», pero que también vierte fuego y humo vomitados por el monstruo que hay en su interior. Aquí el mito y la naturaleza aparecen juntos, pero hay también una alegoría implícita del buen gobernante que reprime la violencia. Con ayuda de Zeus este hombre puede dirigir al pueblo hacia la «armónica paz» (sumphonos es la palabra que usa Píndaro, de la que se deriva nuestra «sinfonía»), y eso evoca el poder de la música al inicio del poema. Este es el modo en que conjuga Píndaro su disparatado material.
Su lenguaje, tan a menudo sonoro o voluptuoso, también puede ser sencillo. En la tercera pítica, con elocuente simplicidad, dice de una joven mujer en un mito que «ansiaba cosas ausentes; muchas han sufrido lo mismo». Aquí, a través de los sentimientos de una muchacha aparece una expresión intemporal de añoranza romántica. En la octava pítica, probablemente la última de sus odas, por un momento se hace llano y sombrío: «Seres de un día. ¿Qué es uno? ¿Qué no es? Sueño de una sombra es el hombre». En griego las dos preguntas son «¿ti de tis?, ¿ti d’ou tis?». Tis puede significar «quien» (como en «¿quién hizo esto?»), pero también «alguien» o «nadie». Ti es la forma neutra, «¿qué…?», o «algo» o «nada». De es una partícula, una de las diminutas palabras con las que el griego ajustaba el significado, a veces «y», a veces «pero», a veces ni siquiera eso, apenas traducible, un ligero cambio en el curso del pensamiento. Ou es «no». A partir de este material Píndaro ha creado algo ligero y sutil, como un sueño de una sombra. No necesita verbos: la traducción castellana ha utilizado «es» tres veces, pero el griego puede omitirlo y adelgazar todavía más la textura. La palabra única «seres de un día» (epameroi) parece no tener sintaxis alguna. Y el pensamiento ¿es nihilista? El poema continúa: «Pero cuando llega la gloria, regalo de los dioses, hay luz brillante entre los hombres y amable existencia». Aquí y en otros lugares combina el sentido de la brevedad y fragilidad de los asuntos humanos con la posibilidad de gloria. Esta idea de la grandeza y pequeñez del hombre puede recordar la visión trágica de la Ilíada, pero Píndaro mantiene también la esperanza de una serenidad que en la épica pertenece sólo a los dioses.
Los siglos VII y VI se han denominado «edad de la lírica» de Grecia, y es natural pensar que esta era llegó a su punto álgido y conclusión con Píndaro en la primera mitad del siglo V. No obstante, la mayor parte de la poesía lírica griega que podemos leer hoy todavía tenía que escribirse: inmersa en la tragedia y en la comedia. Entre los contemporáneos de Píndaro se encuentra el poeta lírico más grande de todos, originario de una ciudad que hasta entonces no había hecho nada digno de la atención del historiador literario. Su nombre era Esquilo, y la ciudad, Atenas.
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