3. La cultura colonial
(Tercera entrega).
(En la gráfica: Carlos Fuentes, María José Paz, esposa de Octavio Paz, y Octavio Paz).
1. Juan Bodino, el autor de los Seis Libros de la República sobre los cuales se fundan la teoría y la práctica de la monarquía centralizadora francesa, ofrece una variante típicamente gálica al tema de la utopía en el Nuevo Mundo.
Escribe en 1566 para dudar, simplemente, que la utopía pueda tener lugar entre pueblos «primitivos» o que éstos estén a punto de regenerar a la corrupta Europa. Bien pudiera ser que los nobles salvajes viviesen también «en una edad de hierro» y no en una edad de oro. De acuerdo con Bodino, lo que el Nuevo Mundo tenía para ofrecer era una vasta geografía, no una historia feliz: un futuro, no un pasado.
Antes de que esta profecía original de América-como-futuro se volviese indebidamente optimista, Bodino puso todos nuestros pies sobre la tierra mediante el elogio sencillo aunque elegante de la realidad: el Nuevo Mundo es extraordinario por la muy ordinaria razón de que existe.
América es y el mundo, al fin, está completo.
América no es Utopía, el lugar que no es. Es Topía, el lugar que es. No un lugar maravilloso, pero el único que tenemos.
Semejante realismo, sin embargo, no logra apagar el sueño del Nuevo Mundo, la imaginación de América. Pues si la realidad es América, América primero fue un sueño, un deseo, una invención, una necesidad. El «descubrimiento» sólo prueba que jamás encontramos sino lo que primero hemos deseado.
Irving Leonard sostiene que los conquistadores llegaron al Nuevo Mundo armados con lo que el investigador norteamericano llama «los libros de los valientes», las epopeyas de caballerías que enseñaban las normas del arrojo y el honor. ¿A quiénes? Seguramente no a los aristócratas españoles que las habían mamado, sino a los protagonistas de la epopeya española en América: hombres de una clase media emergente, bachilleres destripados como Hernán Cortés; cristianos nuevos de dudosa asociación con la corte, como Gonzalo Fernández de Oviedo (alias) Valdés; miembros de la pequeña nobleza andaluza, como Álvar Núñez Cabeza de Vaca; pero también plebeyos iletrados como los hermanos Pizarro, y don nadies como Diego de Almagro, de quien el cronista Pedro de Cieza de León nos dice que su origen era tan bajo y su linaje tan reciente, que comenzaba y terminaba con él. Corsarios como Hernando de Soto, que se hizo rico con el botín del Inca asesinado, Atahualpa, y luego lo perdió en su expedición a la Florida. O más antiguos, como Pedro de Mendoza, el fundador de Buenos Aires, quien financió su propia empresa en el Río de la Plata con el botín del saco de Roma por Carlos V:
A conquista de paganos
Con dinero de romanos.
Ricos como Alfonso de Lugo, el Adelantado de Canarias, y deudores en fuga como Nicuesa. Andaluces y extremeños en su mayoría, los brillos de utopía y topía, de la gloria y la riqueza, se fundían en la quimera de Eldorado.
Hijo de un regidor, lector de Amadís de Gaula y los demás «libros de los valientes», Bernal Díaz del Castillo, como hemos visto, es el prototipo del hombre nuevo que se arriesga a viajar de España a las Indias llevado por dos impulsos: el interés y el sueño, el esfuerzo individual y la empresa colectiva: la epopeya y la utopía.
Los viajes de exploración son tanto causa como reflejo de un hambre de espacio. Los descubridores y conquistadores son hombres del Renacimiento. José Antonio Maravall, historiador español, incluso describe el descubrimiento de América como una gran hazaña de la imaginación renacentista.
Estos hombres, llenos de la confianza que les daba saberse actores de su propia historia, aunque ello signifique también ser víctimas de sus propias pasiones, no llegaron solos. La Pinta, la Niña y la Santa María fueron seguidas por la nave de los locos, la navis stultorum del famoso grabado de Brant. El vigía se llamaba Maquiavelo, Tomás Moro era el piloto en nuestra embarcación de los necios y el cartógrafo era el encorvado y vigilante Erasmo de Rotterdam. Sus consignas, los estandartes de su nave eran, respectivamente, esto es, esto debe ser y esto puede ser.
Maquiavelo venía de la Italia pulverizada de las ciudades-estado y sus conflictos: un mundo de violencia para el cual Maquiavelo reclamaba un jefe realista, terrenal pero también poseído del idealismo necesario para construir una nación y un Estado. Moro venía de la Inglaterra que perdía su inocencia agraria y capitulaba ante las exigencias del enclosure, la partición de las antiguas tierras comunales y su entrega a la explotación y concentración capitalista. Erasmo, en fin, era el observador irónico de la locura histórica, testigo a la vez de Topía y de Utopía, de la razón y de la sinrazón, tanto de la fe tradicional como del nuevo realismo. A ambas —la razón y la fe— las conmina Erasmo a ser razonables, es decir, relativas. El humanismo erasmista significa el abandono de los absolutos, sean de la fe o de la razón, a favor de una ironía capaz de distinguir el saber del creer, y de poner cualquier verdad en duda, pues «todas las cosas humanas tienen dos aspectos». Esta razón relativista del humanismo es juzgada una locura por los absolutos de la Fe y de la Razón. Erasmo traza en sus cartas una ruta intermedia entre la realpolitik y el idealismo, entre topía y u-topía: su ironía significa un compromiso sonriente entre la fe y la razón, entre el mundo feudal y el mundo comercial, entre la ortodoxia y la reforma, entre el rito externo y la convicción interna, entre la apariencia y la realidad. No desea sacrificar ningún término: es el padre de Cervantes y de las ficciones irónicas que, entre nosotros, culminan en Borges y Cortázar. De allí El elogio de la locura, cuyo título latino es Moraei Encomium, que es también, de esta manera, el elogio de Moro.
En el Nuevo Mundo, Moro buscaba una sociedad basada nuevamente en el derecho natural y no en la expansión desordenada del capitalismo. Era preferible imaginar una utopía que compartiese las virtudes y los defectos de las sociedades precapitalistas, cristianas o salvajes.
El realismo político y la energía de Maquiavelo; el sueño de una sociedad humana justa de Tomás Moro; y el elogio erasmiano de la postura irónica que permite a los hombres y a las mujeres sobrevivir sus locuras ideológicas. Los tres harán escalas en el Nuevo Mundo.
Pero a menudo les resulta difícil —incluso imposible— llegar a buen puerto, porque la nave de los locos barrena en los bajíos del individualismo estoico que España hereda de Roma y transmite a América; o se inmoviliza en el mar de los sargazos del organicismo medieval; o es golpeada por las exigentes tormentas de la autocracia imperial.
Erasmo, Moro y Maquiavelo llegan al Nuevo Mundo a pesar de estos accidentes, llegan porque son parte no de la herencia romana y medieval de América, sino de la «invención de América».
Tengo en mi estudio las reproducciones de los retratos de Tomás Moro y Desiderio Erasmo por Holbein el Joven, mirándose el uno al otro mientras yo los miro a ellos. Confieso mi temor de tener cerca de mí un retrato de Maquiavelo. Su rostro impenetrable tiene algo del animal rapaz, la mirada afilada y hambrienta que Shakespeare atribuye a Casio en el drama Julio César. Y añade Shakespeare, como si describiese al florentino: «Piensa demasiado. Tales hombres son peligrosos».
Erasmo y Moro, en cambio, poseen tanto gravedad en sus actitudes como una chispa de humor en las miradas, representando perpetuamente su primer encuentro, en el verano de 1499, en Hertfordshire:
—Tú debes ser Moro o nadie.
—Y tú debes ser Erasmo, o el Diablo.
Si Nicolás Maquiavelo se hubiese unido a ellos, ¿qué habría añadido? Quizá sólo esto: «Todos los profetas que llegaron armados tuvieron éxito, mientras que los profetas desarmados conocieron la ruina».
Ésta gran tríada renacentista escribió sus delgados y poderosos volúmenes dentro de la misma década: El elogio de la locura de Erasmo aparece en 1509; la Utopía de Tomás Moro en 1516; y Maquiavelo termina su Príncipe en 1513, aunque el libro sólo es publicado póstumamente, en 1532. Es decir: coinciden con la «invención de América».
Los tres libros, en fechas distintas, hacen su aparición en el Nuevo Mundo. La Utopía de Moro, como nos lo ha enseñado Silvio Zavala, es el libro de cabecera del obispo de Michoacán, Vasco de Quiroga, y le sirve de modelo para la creación de sus fundaciones utópicas, en Santa Fe y Michoacán, en 1535. También lo leyó el primer obispo de México, fray Juan de Zumárraga. El Elogio de la locura se encontraba en la biblioteca de Hernando Colón, el hijo del Descubridor, en 1515, y la obra más influyente del sabio de Rotterdam en España, el Enchiridion, es traducida en 1526 y se transforma en el evangelio de un cristianismo interno y personalizado, en oposición a las formas puramente externas del ritual religioso. El príncipe, en fin, es publicado en traducción castellana en 1552 e incluido en el Index Librorum Prohibitorum por el cardenal Gaspar de Quiroga en 1584.
Llegan a nosotros, de esta manera, «a pesar de», no «gracias a». Como el continente mismo, ellos son, en cierto modo, figuras inventadas, deseadas, necesitadas y nombradas por el «Nuevo Mundo» que primero fue imaginado y luego encontrado por Europa.
2. Montaigne no tiene la suerte de Vespucio. El ensayista francés no ha estado, como el cartógrafo florentino, en Utopía, pero quisiera haber tenido «la fortuna de… vivir entre esas naciones, de las que se dice que viven aún en la dulce libertad de las primeras e incorruptibles leyes de la naturaleza».
Este deseo nace de una desesperación, perfectamente expresada por Alfonso de Valdés, el erasmista español y secretario del emperador Carlos V: «¿Qué ceguera es ésta? Llamámosnos cristianos y vivimos peor que turcos y que brutos animales. Si nos parece que esta doctrina cristiana es alguna brujería, ¿por qué no la dejamos del todo?».
Con menos énfasis pero con idéntica persuasión, Erasmo le pedía al cristianismo que creyera en sí mismo y adaptara su fe a su práctica: el cristianismo exterior debería ser el reflejo fiel del cristianismo interior. Predicó, en efecto, la reforma de la Iglesia por la Iglesia. Como suele pasar, mientras esto no ocurrió Erasmo gozó de la popularidad inmensa que el enfermo reserva al médico que le dice: «Vas a curarte». Pero cuando el cirujano se presentó, cuchillo en mano, a arrancar el tumor, el amable crítico fue arrojado fuera de la ciudad, a reunirse con el temible quirúrgico de la Iglesia de Roma, Martín Lutero. Erasmo resistió esta asimilación, se mantuvo fiel a Roma, pero el educador de la cristiandad era ya el hereje, el réprobo, el autor prohibido.
Existe en la Cosmografía de Münster un retrato de Erasmo censurado por la Inquisición española: las facciones nobles del humanista están rayonadas brutalmente con tinta, sus cuencas vaciadas como una calavera, su boca deformada y sangrante como la de un vampiro. El verdadero Erasmo es la imagen de la inteligencia irónica pintada por Holbein, como Martín Lutero es la dura, plebeya, estreñida imagen pintada por Cranach e interpretada por Albert Finney en la pieza teatral de John Osborne.
Erasmo, el primer teórico de la Reforma, jamás se unió a la reforma práctica de Lutero, no sólo por fidelidad a la Iglesia sino por una profunda convicción de la libertad humana. Erasmo reprochaba a Lutero sus ideas sobre la predestinación y reclamaba, desde la Iglesia pero para la sociedad civil capitalista prohijada por el protestantismo, «un poder de la voluntad humana… aplicable en múltiples sentidos, que llamamos el libre arbitrio»: «¿De qué serviría el hombre —medita Erasmo— si Dios lo tratase como el alfarero a la arcilla?». La paradoja de este debate, claro está, es que la severidad fatalista de Lutero desembocaría en sociedades de creciente libertad civil y desarrollo económico, en tanto que la fidelidad erasmiana al libre arbitrio dentro de la ortodoxia cristiana contemplaría la parálisis económica y política impuesta al mundo español por el Concilio de Trento y la Contrarreforma. Entre estas opciones, Europa se desangra en las guerras de religión, esa época terrible que Brecht evoca en la figura de la Madre Coraje, «vestida de hoyos y de podredumbres», en la que «la victoria o la derrota» es «una pérdida para todos». Pero adiós ilusiones: «La guerra se hace para el comercio. En vez de manteca, se vende plomo. Y nuestros hijos mueren». Dulce bellum inexpertis, escribe Erasmo: la guerra sólo es dulce para quienes no la sufren.
Tomás Moro respondió a estas realidades con la idea de Utopía. En la sociedad excéntrica de Utopía, una sociedad sin cristianismo pero con derecho natural, tanto los vicios como las virtudes del paganismo y del cristianismo podrían observarse con más claridad. Moro escribe su Utopía como una respuesta a la Inglaterra de su tiempo y al tema económico que apasionaba a sus contemporáneos: el fin de la comunidad agraria antigua y su sustitución por el sistema capitalista de la enclosure, que acabó en el siglo XVI con las tierras comunales, cercándolas y entregándolas a la explotación privada.
Al invocar en la Utopía una sociedad basada en el derecho natural, Moro imaginó el encuentro del Viejo Mundo y el Nuevo Mundo no sólo como el encuentro del cristianismo y el paganismo, sino como la creación de una nueva sociedad que acabaría por compartir tanto las virtudes como los defectos de las sociedades cristianas y aborígenes.
La Utopía de Moro no es la sociedad perfecta. Abundan en ella rasgos de crueldad y exigencias autoritarias. En cambio, la codicia ha sido extirpada y la comunidad restaurada. Pero los rasgos negativos amenazan constantemente a los positivos: Utopía no es un libro ingenuo, y gracias a su dinámica de claroscuros y opciones constantes, es una obra que deja abiertas dos cuestiones interminables, que continúan siendo parte legítima de nuestra herencia, y de nuestra preocupación.
La primera es la cuestión de los valores de la comunidad y su situación respecto de los valores individuales y los valores del Estado. Moro coloca los valores comunitarios por encima del individuo y del Estado, porque considera que estos últimos sólo son una parte de la comunidad. En este sentido, Utopía es una continuación de la filosofía tomista que da preferencia al bien común sobre el bien individual. La escolástica, apoyada por la utopía, será la escuela trisecular de la política iberoamericana.
La segunda es la cuestión, derivada de las dos anteriores, de la organización política. Si la comunidad es superior al individuo y al Estado, entonces, nos dice Moro, la organización política debe estar constantemente abierta y dispuesta a renovarse, para reflejar y servir mejor a la comunidad. Así, Utopía puede leerse como un anticipo democrático de la Ilustración dieciochesca y la filosofía política de la independencia iberoamericana.
Éstos son valores utópicos positivos que conviene tener presentes mientras damos forma a nuestra historia y a nuestra cultura contemporáneas. Pero hay más: la modernidad de Moro, más que nada, se encuentra en su celebración del placer del cuerpo y la mente.
La Utopía de Tomás Moro es un libro sumamente personal. Es, como casi todos los grandes libros, un debate del autor consigo mismo: un debate de Moro con Moro, pues como dijo William Butler Yeats, de nuestros debates con los demás hacemos retórica, pero del debate con nosotros mismos hacemos poesía. Nos permite ver a Moro y a su sociedad en el acto de entrar a la edad laica. En efecto, lo que Moro hace en la Utopía es explorar la posibilidad de la vida secular para él y para todos. Explora el tema, infinitamente fascinante, de la relación del intelectual con el poder: ¿debe un hombre sabio servir al rey? Explora la combinación de elementos que podrían crear una sociedad buena. Al permitirles a los habitantes de Utopía que vivan como le gustaría vivir a él, Moro ofrece un ideal de vida muy personal. Los aspectos desagradables, disciplinarios y misóginos de Utopía son, al cabo, valores para Tomás Moro, porque a él le hubiese gustado ser un sacerdote casado que trae el claustro a la corte. Pero acaso el aspecto más interesante del libro es que Moro ofrece esta imagen del mundo posiblemente más feliz, o más feliz posible, sometiéndolo a una crítica que no renuncia a la ambigüedad y a la paradoja como instrumentos de análisis.
Retengamos estas lecciones mientras pasamos a considerar el arribo de Tomás Moro en el Nuevo Mundo, llevado de la mano de su más fervoroso lector, el fraile dominico Vasco de Quiroga.
3. Los frailes humanistas llegaron al Nuevo Mundo pisándole los talones a los conquistadores. En 1524, los llamados Doce Apóstoles del orden franciscano desembarcaron en el México de Hernán Cortés; fueron seguidos en 1526 por los dominicos, entre ellos Quiroga. Llegaron a asegurarse de que la misión civilizadora del cristianismo —la salvación de las almas— no se perdiese en el ajetreo de la ambición política y la premura de la afirmación maquiavélica.
Bartolomé de las Casas fue el denunciador supremo de la destrucción de Utopía por quienes inventaron y desearon la utopía. Pero Vasco de Quiroga no vino a denunciar, sino a transformar la utopía en historia.
Llega con el libro de Tomás Moro bajo el brazo. La lectura de Moro simplemente identifica la convicción del obispo dominico: Utopía debería ser la Carta Magna, la constitución de la coexistencia pacífica entre el mundo devastado de los indios y el mundo triunfalista del hombre blanco en el Nuevo Mundo. Quiroga, cariñosamente llamado Tata Vasco por los indios purépechas, es animado por la visión del Nuevo Mundo como Utopía: «Porque no en vano sino con mucha causa y razón este de acá se llama Nuevo Mundo, y eslo Nuevo Mundo, no porque se halló de nuevo sino porque es en gentes y cuasi en todo como fue aquel de la edad primera y de oro, que ya por nuestra malicia y gran codicia de nuestra nación ha venido a ser de hierro y peor». (Vasco de Quiroga citado por Silvio Zavala.)
La influencia de Moro y las tareas de Quiroga en la Nueva España han sido objeto de brillantes y exhaustivos estudios realizados por Silvio Zavala. Recuerdo asimismo que Alfonso Reyes llamó a Quiroga uno de «los padres izquierdistas de América». Estos hombres religiosos pusieron pie en tierras que los ángeles no se atrevían a pisar, pero donde los conquistadores ya habían entrado, pisando fuerte y hasta dando patadas.
Voraces conquistadores, descritos por Pablo Neruda en una secuencia de sus memorias: «Devorándolo todo, patatas, huevos fritos, ídolos, oro, pero dándonos a cambio de ello su oro: nuestra lengua, la lengua española».
Ruidosos conquistadores, cuyas voces ásperas y resonantes contrastaban con las voces de pájaro de los indios. Una vez escuché a un mexicano de voz dulce y discreta preguntarle al poeta español León Felipe:
—¿Por qué hablan tan fuerte ustedes los españoles?
A lo cual León Felipe contestó imperativamente:
—Porque fuimos los primeros en gritar: ¡tierra!
Crueles conquistadores: los humanistas los acusaron de pisotear las tierras de Utopía y devolverlas a la edad de hierro. Los religiosos, que eran humanistas, los denunciaron también.
Acaso Vasco de Quiroga sea el único utopiano verdadero. Sabiéndose en la «edad de hierro» de la conquista española, intenta restaurar una mínima comunidad humana entre seres concretos: los indios del reino purépecha sojuzgado.
Quiroga ilustra más que nadie la verdad de que la historia sólo es digna del hombre cuando éste construye, sobre las ruinas de una civilización anterior, el edificio de una nueva convivencia. Las huellas de Alvarado, Cortés y Nuño de Guzmán ardían aún en los senderos indios de México. Quiroga los irrigó con su sabiduría, paciencia e infinito respeto hacia los vencidos. Su utopía era parte de un vasto empeño educativo que iba más allá de la evangelización, aunque la incluía. En la escuela de Santiago Tlatelolco, los indígenas demostraron muy rápidamente su aptitud para las lenguas, la escritura y las artes de la memoria. Aprendieron español, griego y latín. En Michoacán, aprendieron a respetarse de nuevo a sí mismos en el orden del trabajo y la convivencia cotidiana. Que ambas experiencias hayan fracasado es una de las grandes tristezas de México. Utopía, como paideia de la potencia creativa y de la convivencia civilizada, fue real, por un instante, en los albores de la Nueva España.
Persistente, sin fatiga, la llama utópica volvió a encenderse en las misiones jesuitas del Paraguay. En el siglo XVIII, la población de las misiones entre el Alto Paraná y el río Uruguay llegó a exceder las cien mil almas. El orden jesuita impuso un régimen de tutela para la población guaraní, que quedó desprotegida al ser expulsados los religiosos de la Orden en 1767. Charles Gibson, en su argumentación, añade los ejemplos de la región yaqui del Norte de México y su trabajo agrícola comunitario bajo la organización jesuita durante los siglos posteriores a la Conquista.
4. En 1550, durante la controversia de Valladolid sobre los derechos de conquista, aun fray Bartolomé de las Casas aceptó el concepto de guerras justas e injustas. Juan Luis Vives respondió que semejante distinción era una trampa que podría justificar todos los principios de destrucción y esclavitud. Dulce bellum inexpertis: en el Enchiridion, Erasmo les pide a las naciones recordar que la guerra sólo es dulce para quienes no la sufren. Los pueblos aborígenes la apuraron hasta extremos inauditos de crueldad, exterminio y esclavitud. El sermón de fray Antonio de Montesinos en Santo Domingo el día de Navidad de 1511, la campaña de fray Bartolomé, los dibujos de la crónica del Perú de Poma de Ayala y del Códice Osuna dan prueba clamorosa de la violencia que los conquistadores ejercieron contra los conquistados.
No obstante, de estos hechos no surgió una literatura trágica, a pesar de que la tragedia es explicada por Max Scheler como un conflicto de valores condenados a la mutua extinción. La conquista se tradujo en la exterminación mutua de la Utopía y la Épica fundadoras del Nuevo Mundo. Pero la historia no se resolvió en la tragedia porque la evangelización cristiana no transmitía valores trágicos, sino un optimismo ultra-terreno, y el mundo de los vencidos se desplomó sin instrumentos críticos para salvarse del azoro y de la fatalidad. La praxis de la colonización sólo ahondó estos abismos. La oportunidad trágica de la América española —ese acto de renovación que ilumina y trasciende lo que hemos sido a fin de seguir siendo sin sacrificio de ninguno de los componentes; la tragedia como conciencia y contemplación de nosotros mismos y del mundo— quedó en reserva, latente en el corazón de nuestra cultura.
El vacío fue llenado por el barroco doloroso del Nuevo Mundo, respuesta formal de la naciente cultura hispanoamericana a la derrota de la utopía de la invención de América y a la épica de su conquista: derrota compartida de Moro y Maquiavelo, del deber ser y del querer ser, del deseo y de la voluntad. En el abismo entre ambas surge, hambriento y desesperado, Nuestro Señor el Barroco, como lo llama Lezama. El arte de la contraconquista.
En el arte de la contraconquista, Nuestro Señor el Barroco es el anónimo constructor y decorador de la capilla de Tonantzintla en México, y de la catedral de Puno en Perú. Es, ya con nombre, el constructor ahora llamado el indio Kondori, autor de «la voluntariosa masa pétrea de las edificaciones de La Compañía» en Potosí. Es, sobre todo, el mulato embozado, el artista que picoteó la piedra barroca con el rostro escondido porque, como recuerda Lezama, el Brasil progresa de noche, mientras duermen los brasileños, y Aleijadinho, «culminación del barroco americano», necesita la noche del alma para esculpir las maravillas del Ouro Preto en secreto, en disfraz, en el lenguaje barroco de la abundancia y la parodia, la sustitución y la condensación y, finalmente, el erotismo. Mulato, leproso y manco, la noche es su aliada y el barroco su espejo, su salud, su claridad: Aleijadinho.
Un erotismo sostenido por la voracidad intelectual barroca que es la de la América ibérica: saberlo todo, acumularlo todo, aprovechar hasta la muerte la gran concesión de la Contrarreforma al mundo de los sentidos para emborracharlos de saber y de formas desparramadas: el barroco llega a parecerse, en un momento dado, a nuestra libertad. Fue la gran válvula de escape del mundo colonial americano. Pero también refleja la economía del desperdicio hispánico. El barroco: nombre de la riqueza de la pobreza. El protestantismo: nombre de la pobreza de la riqueza.
El erotismo barroco pertenece a la historia del desperdicio; es cohete millonario que convierte en cenizas luminosas del cielo los ahorros miserables de una aldea campesina de la Sierra Madre o de la Cordillera de los Andes. Si Lutero y Calvino condenan la imagen, el decorado, la profusión de cualquier tipo en las iglesias reformistas, la Contrarreforma subraya hasta el delirio la decoración, la ingeniería, la abundancia, el gasto.
El gasto del barroco: si el protestantismo es la religión del ahorro y su arte es el de las paredes blancas de las iglesias del norte de Europa y las paredes desnudas de las iglesias de la Nueva Inglaterra, el catolicismo será la religión del derroche, del gasto suntuario, de la prodigalidad. Concesión de la Iglesia al Renacimiento, en América el barroco es, además, concesión de la Conquista a la Contraconquista y la proliferación barroca permite no sólo esconder a los ídolos detrás de los altares, sino sustituir los lenguajes, dándole cabida, en el castellano, al silencio indígena y a la salmodia negra, a la cópula de Quetzalcóatl con Cristo y de Tonantzin con Guadalupe. Parodia de la historia de vencedores y vencidos con máscaras blancas y sonrientes sobre rostros oscuros y tristes. Canibalizar y carnavalizar la historia, convirtiendo el dolor en fiesta, creando formas literarias y artísticas intrusas, entrometidas unas en las otras, como lo son hasta la fecha las de Borges, Neruda y Cortázar, sin respeto de reglas o géneros. Literatura de textos prestados, permutados, mímicos, payasos, como lo son hasta la fecha los de Manuel Puig, Luis Rafael Sánchez o Severo Sarduy. Textos en blanco, asombrados entre el desafío del espacio de una página, lenguaje que habla del lenguaje, de Sor Juana y de Sandoval y Zapata, a José Gorostiza y a José Lezama Lima.
El barroco, nacido del hambre de espacio, no es base de narración, no es historia en los dos sentidos —cronología sucesiva o imaginación combinatoria; pasado como tal y pasado como presente; hecho registrable y evento continuo— si no es, por todos estos motivos, tiempo. Sospecho que la vieja pugna entre los partidarios de un barroco-como-caos-original y los de un barroco-como-voluntad-de-artificio tiene su origen en este testimonio del Nuevo Mundo. Mientras el barroco fue la tierra nueva, deseada primero y luego necesariamente descubierta para calmar el hambre de espacio del Renacimiento, mientras sólo fue extensión sufrió a la historia: historia de las botas, las ruedas de cañón y los cascos de caballería que la hollaron. Mientras sólo fue espacio, sólo fue épica devastadora del mundo previo, mítico, del indígena americano. El europeo en América sustituyó el mito aborigen con su propio mito: la utopía. Ésta tampoco sobrevivió al empuje épico de la conquista. Ambos —mito indígena, utopía europea— sobrevivieron sólo gracias a la síntesis del barroco americano, respuesta al caos histórico y voluntad salvadora de artificio ante el vacío. Los refleja a ambos. Es su palabra, su forma.
La cultura iberoamericana se construye así sobre una serie de contradicciones.
Primera contradicción: Entre el humanismo renacentista y el absolutismo monárquico.
Segunda contradicción: Entre la reforma protestante y la Contra-reforma católica.
Tercera contradicción: Entre el puritanismo del Norte y la sensualidad del Sur.
Cuarta contradicción: Entre la conquista europea de América y la contraconquista indo (y afro) americana de Europa.
Tanto en Europa como en América, el arte del barroco aparece como la conciliación —abrupta a veces, destilada otras; de estas contradicciones—. El barroco europeo salva al Sur católico de la continencia dogmática y le ofrece una salida voluptuosa. El barroco americano salva al mundo conquistado del silencio y le ofrece una salida sincrética y sensual.
5. La conquista y la colonización de las Américas por las armas y las letras de España fue una paradoja múltiple. Fue una catástrofe para las poblaciones aborígenes, notablemente para las grandes civilizaciones nativas de México y el Perú. Pero una catástrofe, nos advierte María Zambrano, sólo es catastrófica si de ella no se desprende nada que la redima.
De la catástrofe de la conquista nacimos todos nosotros, los indo-iberoamericanos. Fuimos, inmediatamente, mestizos, hombres y mujeres de sangres indígena, española y poco más tarde, africana. Fuimos católicos, pero nuestro cristianismo fue el refugio sincrético de las culturas indígenas y africanas. Y hablamos castellano, pero inmediatamente le dimos una inflexión americana, peruana, mexicana, a la lengua.
Porque en cuanto abrazó a los pueblos de las Américas, en cuanto mezcló su sangre con la de los mundos indígenas primero y negro más tarde, la lengua española dejó de ser la lengua del imperio y se convirtió en algo, mucho, más.
Se convirtió, de nuestro lado del Atlántico, la orilla americana, en lengua universal del reconocimiento entre las culturas europea e indígena cuyos frutos superiores fueron la poesía de la monja mexicana Sor Juana Inés de la Cruz y la prosa del cronista peruano, el Inca Garcilaso de la Vega, en los siglos XVI y XVII.
Sor Juana vio en su propia poesía un producto de la tierra. «¿Qué mágicas infusiones / de los indios herbolarios / de mi Patria, entre mis letras / el hechizo derramaron?» El Inca Garcilaso fue más lejos y se negó a ver en la América indo-española una región excéntrica o aislada, sino que conectó la cultura del Nuevo Mundo a la visión de un globo unido por muchas culturas: «Mundo sólo hay uno», exclamó el Inca, para su edad y para la nuestra.
Porque del otro lado del Atlántico, sujeta a la vigilancia de la Inquisición, los dogmas religiosos y la exigencia de la pureza de sangre, la propia literatura de España creó todo un nuevo reino de la imaginación. Si la Iglesia y el Estado impusieron las reglas de la Contrarreforma, la literatura de España inventó, en cambio, una contra-imaginación y un contralenguaje.
De Fernando de Rojas a Miguel de Cervantes, de Francisco Delicado a Francisco de Quevedo —el abuelo instantáneo de los dinamiteros, según César Vallejo— todo lo que no puede decirse de otra manera se expresa gracias a la literatura.
Contra la adversidad de la prohibición, contra las evidencias de la decadencia moral y política, España afirma, con más vigor que el resto de Europa, el derecho a definir la realidad en términos de la imaginación. Lo que imaginamos es, a la vez, posible y real. Verdad de Cervantes, verdad de Velázquez.
Hoy celebramos, de este modo, no la lengua del imperio, sino la lengua de encuentros, la lengua de reconocimientos, la lengua que liga a Lorca y Neruda, a Galdós y Gallegos, pero también a Juan Goytisolo en España y a Juan Rulfo en México.
Nadie la representó a más alto grado, durante la Colonia, que Sor Juana Inés de la Cruz.
Nacida como Juana de Asbaje en el centro de México, en 1648, fue probablemente hija ilegítima. Cuando cumplió siete años, le rogó a su madre vestirla como un muchacho para poder estudiar en la universidad. Su brillante inteligencia la condujo a la corte virreinal cuando llegó a la adolescencia. Ahí, asombró a los profesores universitarios con su conocimiento de todo lo que había bajo el sol, desde el latín hasta las matemáticas. Ganó elogios y fama, pero pronto se percató de las dificultades de ser una mujer escritora en el México colonial. No sólo tenía que encarar la oposición masculina y el escrutinio eclesiástico, sino que vería socavado su tiempo y amenazada su seguridad. Así que fue a la Iglesia, esperando, quizá, encontrar la protección de la que un día se volvería contra ella. Aun así, su celda en el Convento de San Jerónimo conjuró cualquier atisbo de peligro. Ahí coleccionó más de cuatro mil volúmenes, sus documentos, sus plumas y tinta, sus instrumentos musicales. Ahí pudo escribir sobre todo lo que el sol alumbra, desde una celda donde estaba permitido el conocimiento: ahí pudo desplegar su imaginación y su sabiduría tanto en el solaz como en la disciplina. Ahí, en el mundo de la religión y de las letras, unidos por un momento en el tiempo, ella sería conocida como Sor Juana Inés de la Cruz —la hermana Juana.
Ahí, como escribe Roald Hoffman en un hermoso poema dedicado a ella, «mezcló las tierras», intentó juntar el cielo y la tierra, pero también el alma y el cuerpo, Europa y América, Blanco e Indio, Razón y Misterio, Vida y Muerte. Un Sueño lo contuvo todo junto, un «Primero sueño», un sueño iniciático, como llamó a uno de sus mejores poemas. En ese sueño pretende ver las cosas tan claras como es posible:
… sigan tu sombra en busca de tu día
los que con verdes vidrios por anteojos,
todo lo ven pintado a su deseo;
que yo, más cuerda en la fortuna mía,
tengo en entrambas manos ambos ojos
y solamente lo que toco veo.
Lo que ella ve, con una lucidez casi clínica, es el cruel juego del amor, ya no disfrazado de metáfora mística, sino casi proustiano en su agudeza psicológica:
Al que ingrato me deja, busco amante;
al que amante me sigue, dejo ingrata;
constante adoro al que mi amor maltrata,
maltrato a quien mi amor busca constante.
Ella debe saberlo todo, porque ella tiene «una negra inclinación al saber». Especialmente debe saber más que cualquier europeo de su tiempo, creando así una tradición para el escritor latinoamericano, la de saber tanto como cualquier europeo, pero también algo que los europeos no saben: abrumadora obligación para el escritor de América Latina. Debemos conocer a Descartes, pero también el Popol Vuh, el libro sagrado de los mayas. Su conocimiento es admirado en Europa y ella reconoce esto con tímida coquetería en un poema:
Vergüenza me ocasionáis
con haberme celebrado,
porque sacan vuestras luces
mis faltas más a lo claro.
Pero ella debe saber más que cualquier hombre:
Hombres necios que acusáis
a la mujer sin razón,
sin ver que sois la ocasión
de lo mismo que culpáis…
Con el favor y el desdén
tenéis condición igual,
quejándoos si os tratan mal,
burlándoos si os quieren bien.
Con todo, esos claros ojos que no serán seducidos por anteojos verdes saben perfectamente que todo en esta vida es «engaño colorido»:
… es un afán caduco, y bien mirado,
es cadáver, es polvo, es sombra, es nada.
Sor Juana vio una vez a dos niñas que hacían girar un trompo. Así que hizo que se regara harina sobre el piso y, al perder fuerza el trompo, podía verse su rastro en espiral. El mundo, después de todo, no era circular, sino una espiral. Unas décadas más tarde, el filósofo napolitano Giambattista Vico fundaría la moderna historiografía en tal principio. La Historia está hecha por hombres y mujeres, procede no en una línea recta, no en un círculo, sino en una espiral de constantes cursos y recursos, hacia adelante y hacia atrás, recogiendo lo que los predecesores, otros pueblos, diferentes culturas, han hecho. Sor Juana anticipó ciertamente, en el teatro, en sus villancicos, la naturaleza multicultural del Mundo Americano.
Pero más que esto, ella propuso constantemente la poesía como una alternativa, como la otra voz de la sociedad. Y como nadie en la colonia estaba más silenciado que la mujer, quizá sólo una mujer pudo haber dado una voz a esa sociedad, mientras admitía lúcidamente las divisiones de su corazón y de su mente:
En dos partes dividida
tengo el alma en confusión:
una, esclava a la pasión,
y otra, a la razón medida…
¿Pasión? ¿Razón? ¿Esclavitud? ¿Dónde está la certeza, la fe, la ciega aceptación de los preceptos religiosos, no los de la razón, ni la pasión? ¿Quién fue, después de todo, esta monja presuntuosa, admirada en Europa, congraciada, quizá sexualmente, con la esposa del virrey, de vida cortesana en su celda, admitiendo que «Sufro en amar y ser amada»? ¿Por quién? ¿Cuándo? ¿A qué horas?
Finalmente, su celda monástica no era protección suficiente de la autoridad, masculina y rígidamente ortodoxa, encarnada en su perseguidor, el arzobispo de México, Aguiar y Seijas. A la edad de cuarenta años, fue privada de su biblioteca, de sus instrumentos musicales, de su pluma y su tinta. Fue reintegrada a su silencio y murió, quizá, por deber. Tenía cuarenta y tres años cuando murió, en 1695. No hables más, hermana Juana.
Ella venció a sus silenciadores. Su poesía barroca tiene la capacidad de contener, para siempre, las formas y palabras de la abundancia del Nuevo Mundo, sus nuevos nombres, su nueva geografía, su flora y su fauna nunca antes vistos por los ojos europeos. Porque ella misma deambulaba en su poesía y no era más que el producto de la tierra, «mágicas infusiones / de los indios herbolarios / de mi Patria».
6. Si algo se necesitaba para profundizar y amplificar la cultura europea, india y mestiza de las Américas, era abrazar el universo africano que llegó a nosotros apesadumbrado y sometido sólo para regalarnos libertad y gozo. Desde el Mississippi de Faulkner a la Cuba de Carpentier, a la Isla Dominica de Jean Rhys, a la Santa Lucía de Derek Walcott, a la Martinica de Aimé Césaire, a la Barranquilla de García Márquez, una corriente de reconocimientos, negros, blancos y mulatos dio otro color más al rostro humano de las Américas, y fue el negro.
La Corona española reguló la trata de esclavos para beneficiarse. En 1518, Carlos V otorgó una concesión a uno de sus favoritos flamencos para introducir a cuatro mil esclavos africanos a las colonias españolas. Desde entonces, la población negra de Hispanoamérica crecería a una proporción de ocho mil personas por año, a 30.000 en 1620. A Brasil arribaron los primeros negros en 1538. En los tres siglos siguientes, tres millones y medio de esclavos africanos cruzarían el Atlántico: Portugal importaría al Brasil algunas veces más negros que los indios que encontró ahí. Y hoy, el continente americano tiene la mayor población negra fuera de África. Nacieron en el Nuevo Mundo en medio de dolor y sufrimiento. No debemos olvidar que los hombres, mujeres y niños negros vinieron a las Américas en buques negreros. Incluso antes de embarcar, muchos trataron de cometer suicidio. Una vez a bordo, eran desnudados, marcados en el pecho y encadenados por parejas. Eran vendidos por peso, y ahora viajaban en el espacio de un sepulcro, en lo hondo de las bodegas, apiñados, sin prevenciones sanitarias y en una atmósfera irrespirable, e incluso intentaron revueltas, pero generalmente fracasaron. Pero a donde quiera que llegaron, los esclavos fueron maniatados rígidamente a la economía de la plantación, esto es, al cultivo intensivo y extensivo de los productos tropicales.
La rígida ecuación —esclavos negros más economía de plantación— se complicó por una rivalidad entre grandes poderes para controlar tanto el tráfico de esclavos del África como la fuente de los productos del Nuevo Mundo. Aplastados por estas demandas de la política y el comercio internacionales, los esclavos negros no podían apelar ni siquiera a la conciencia de sus sojuzgadores cristianos. Eran cazados por los gobernantes africanos para su provecho. Eran traídos por comerciantes europeos que proclamaban haberlos liberado de la violencia tribal, mientras la Iglesia cristiana declaraba que habían sido salvados del paganismo. Este grandilocuente ejercicio de hipocresía e injusticia no consiguió destruir el espíritu creativo e incluso rebelde de los esclavos negros en las Américas. Los insurrectos, los prófugos, los saboteadores, solían fracasar en su propia liberación. Otras veces, lograban su libertad: se convertían en capataces, artesanos, granjeros, carreteros. Su labor fue intensa, no sólo en el campo, sino como albañiles y joyeros, pintores y carpinteros, sastres, zapateros, cocineros y panaderos. Difícilmente encontramos una actividad laboral en la vida del Nuevo Mundo que no esté marcada por la cultura africana. En Brasil, llegaron a ayudar en la exploración y conquista del interior. Los regimientos negros con comandantes negros lucharon contra los holandeses y defendieron Río de Janeiro contra los franceses. Fueron esenciales para la conquista, colonización y desarrollo del Brasil. También se sublevaron.
Y, muchas veces, simplemente desaparecieron por los territorios y fundaron asentamientos llamados quilombos. En uno de ellos, Palmares, en Alagoas, Brasil, permanecieron hasta muy entrado el siglo XVII. Con 20.000 pobladores, Palmares se convirtió en un estado africano en el corazón de América del Sur, con su propia tradición africana. Pero, como con los nativos indios, en el encuentro con los europeos los negros se convirtieron, aún más a pecho, en moradores de un Nuevo Mundo creador de una cultura mixta, de una nueva imaginación.
Desde luego, es tan importante como interesante conocer, tanto como se pueda, el origen africano de los negros del Nuevo Mundo. La razón de esto es que fortalece el sentido de continuidad que considero crucial en la identidad del universo latinoamericano que, insisto, es indio, africano y europeo. Pero aún más importante para nosotros es, ciertamente, la nueva cultura creada por los negros de las Américas. Porque de donde quiera en África que ellos provinieran, tan pronto como fueron aglutinados en un puerto de embarque en Senegal, se les forzó a establecer nuevas relaciones, con sus nuevos amos, pero sobre todo con otros esclavos venidos de muchas partes de las costas atlánticas africanas. Todo un nuevo sistema de relaciones, y la cultura que esto implicaba, vino así a depender de los trabajos que los esclavos debían realizar en el Nuevo Mundo, ya fuesen veteranos o recién llegados a la plantación; en este caso, ¿de dónde venían, en qué tipo de embarcación viajaron, adónde arribaron? En aquél, ¿cuál era ahora su «color», se habían casado con otras etnias o no, eran mulatos, hijos de negra y blanco, o zambos, hijos de negro e india? ¿Y qué tanto habían influido en todos ellos las dos culturas previas a su llegada, la europea y la indígena?
La lengua tuvo que adaptarse con agilidad proteica a estas realidades: eso si uno quería comprender y ser comprendido por los capataces o por los compañeros de labores, también negros, pero de una región distante de la propia; o, desde luego, por la propia recién desposada. ¿Y qué lengua hablarían los hijos?
La cultura negra del Nuevo Mundo fluyó naturalmente hacia el barroco. Porque así como surgió un barroco hispanoamericano, desde Tonantzintla en México hasta el Potosí en el Alto Perú, gracias al encuentro entre el indígena y el europeo, también la fusión de los negros y portugueses creó uno de los mayores monumentos del Nuevo Mundo: el barroco afro-brasileño-portugués de Minas Gerais, la región productora de oro más opulenta del mundo en el siglo XVIII.
Ahí, el mulato Antonio Francisco Lisboa, conocido como Aleijadinho, forjó lo que puede considerarse la culminación del barroco latinoamericano. Aleijadinho fue el hijo de una esclava negra y de un arquitecto portugués blanco. Ambos padres, y el mundo, lo desampararon. El joven sufrió de lepra. Así que en lugar de la sociedad de los hombres y mujeres, se afilió a la sociedad barroca de la piedra. Las doce estatuas de los profetas talladas por Aleijadinho en la escalinata que conduce a la iglesia de Congonhas do Campo eluden la simetría de las esculturas clásicas. Como las figuras italianas de Bernini (¡pero en qué geografía tan absolutamente remota!), éstas son estatuas tridimensionales en movimiento que se precipitan hacia el espectador; estatuas rebeldes, retorcidas en su angustia mística y furor humano, pero también estatuas liberadoras, imbuidas de un sentido nuevo y afirmativo del cuerpo y sus potencialidades.
La redondez del barroco, su negativa a conceder a nadie ni a nada un punto de vista privilegiado, su proclamación del cambio perpetuo, su conflicto entre el mundo ordenado de los pocos y el mundo desordenado de los muchos, son ofrendados por este arquitecto mulato de la Iglesia de Nuestra Señora del Pilar, en Ouro Preto (literalmente: Oro Negro, la gran capital minera del Brasil colonial). El exterior del templo es un rectángulo perfecto, pero adentro todo es curvo, poligonal, oval, como el orbe de Colón, como el auténtico descubrimiento del huevo. Porque el mundo es circular y puede ser visto desde muchas perspectivas, la visión de Aleijadinho se une a la de los artistas ibéricos y a la de los indoamericanos del Nuevo Mundo. En Congonhas y Ouro Preto, nuestra visión se unifica, vemos con ambos ojos y nuestros cuerpos están completos de nuevo. Paradójicamente, todas estas visiones confluyen en la de un hombre marginado, un joven leproso que, según se decía, trabajaba sólo de noche, cuando nadie podía verlo. Pero ¿acaso no se ha dicho de Brasil mismo que crece de noche mientras los brasileños duermen?
Trabajando de noche, rodeado de sueño, Aleijadinho otorga un cuerpo a los sueños de sus congéneres, hombres y mujeres. Porque no tiene otro modo de hablar con ellos excepto a través del silencio de la piedra.
7. Todos estos perfiles —indígenas, negros, ibéricos y, a través de Iberia, mediterráneos: españoles y portugueses, pero también judíos y árabes, romanos y griegos— fueron amasados en una vasta cultura mestiza, la cultura de las Américas.
Todos estos factores convergieron en las nacientes culturas urbanas del Nuevo Mundo, pues si al comienzo —y por largo tiempo— fue el interior el que proveyó de temas y personajes, espacio y tiempo, finalmente fue la ciudad la que devino protagonista tanto de nuestra novela moderna como de la tradicional. Buenos Aires en Arlt, Borges, Macedonio, Sábato, Cortázar, Bioy Casares; Santiago en los novelistas chilenos; Lima en Vargas Llosa y Bryce Echenique; La Habana en Lezama Lima; la Ciudad de México en Gustavo Sainz y Fernando del Paso.
La tierra en la época colonial latinoamericana estuvo dominada por el poder político central de la gran Ciudad Barroca o, más bien, por un collar de ciudades creadas por la energía española en América con los brazos indios, negros y mestizos, desde California hasta el Río de la Plata: no sólo enclaves fronterizos, no sólo asentamientos, sino grandes puertos —San Juan de Puerto Rico, La Habana, Veracruz, Cartagena de Indias—, ciudades mineras —Guanajuato, Potosí— y soberbias capitales —México, Guatemala, Quito, Lima—, todos nacidos bajo el signo del barroco. La descripción más precisa que tenemos de la vida de una gran metrópolis barroca del Nuevo Mundo es la de Bernardo de Balbuena, un poeta español que arribó niño al Nuevo Mundo y escribió sobre la grandeza de la ciudad de México en 1604.
Solamente en la sección sobre las artes y entretenimientos, Balbuena habla de mil «regalos y ocasiones de contento», incluyendo conversaciones, juegos, recepciones, cacerías y fiestas en jardines, días de campo, saraos, conciertos, visitas, carreras, paseos, «comedias nuevas cada día», modas, la autoridad de palanquines y carruajes, los tocados quiméricos de las damas, los apuros y preocupaciones de los maridos, y todo esto entre joyas, oro y plata, perlas y sedas, brocados y broches, y servidos por criados con librea. Todo capricho que pueda desearse, dice Balbuena, es cumplido.
Estas pretensiones extraordinarias son vueltas a la realidad, notoriamente, por los cronistas de otra capital virreinal, Lima. Mateo Rosas de Oquendo ridiculiza a la oligarquía de Lima, rodeada de «mil poetas de escaso seso, cortesanos de honra dudosa y más fulleros de calzas de los que se podría hacer cuento».
El virrey, dice, está rodeado de «trotamundos y duelistas, embusteros y charlatanes», mientras que los policías eran «ladrones en rueda». Una ciudad, termina por decir, de «soles dañosos y oscuros linajes». Simón de Ayanque, en su propia descripción de la Lima colonial, va más allá y con mayor temeridad: ésta es una ciudad, y que nadie lo olvide, de «indias, zambas y mulatas; chinos, mestizos y negros». «Verás en todos oficios», escribe Ayanque, «chinos, mulatos y negros, y muy pocos españoles», así como a «muchos indios que de la sierra vinieron para no pagar tributo y meterse a caballeros».
Pretensión: la pretensión de ser algo o alguien más, si se era moreno, blanco; si se era pobre, rico; si se era rico, cortesano y europeo. Ésta parece ser una de las marcas distintivas de las sociedades urbanas coloniales, divididas entre ricos y pobres, confrontadas por disputas entre las órdenes eclesiásticas, desgarradas por devaneos pasionales e igualmente apasionadas condenas del sexo y del cuerpo.
Nuestras modernas ciudades, desde 1821 y el triunfo de la Independencia, mientras luchaban por volverse cosmopolitas e industrializadas, no habían superado completamente las contradicciones del periodo colonial, sus extremos de necesidad disfrazada con un barniz de opulencia, o el choque entre sus componentes culturales.
Por eso me gustaría elegir, finalmente, una imagen de una novela moderna latinoamericana, más que una de entre las imágenes espectrales del pasado, un símbolo contemporáneo de la cultura viva de Latinoamérica.
Viene de Paradiso, la novela de Lezama Lima en la cual tres jóvenes, en busca de su identidad cultural y afectiva, deambulan por las calles de La Habana en la noche oscura del alma. De pronto, una casa en el centro de la ciudad, en el corazón de la oscuridad, se ilumina por un instante, deslumbrando a los tres muchachos con su esplendor y opulencia.
Es la luz renovada de las artes del pasado, parece decirnos Lezama Lima, que sirve a la función moderna de la polis contemporánea, la ciudad de Latinoamérica. Esta función es recordar que ni la conquista ni la contraconquista de América Latina han concluido, que seguimos oprimidos y suprimimos a nuestros compatriotas latinoamericanos con tanta crueldad —aunque a veces sea sólo la crueldad de la indiferencia— como los conquistadores ibéricos; que debemos continuar dando respuestas culturales a los problemas de nuestra vida cotidiana, política y económica. En Latinoamérica poseemos una continuidad cultural que es nuestra mayor riqueza de cara a la fragmentación y desorganización económica y política. Y esta cultura fue creada por una sociedad civil, por hombres y mujeres que también viven vidas políticas y económicas: la cuestión de América Latina, hoy, es: ¿podemos hacer sentir el peso de la autenticidad de la cultura sobre la vida de la ciudad, sobre nuestras vidas políticas y económicas?
Sí, responde el pensador incluyente, fluido, que es José Lezama Lima, claro que sí, si nos damos cuenta de que una cultura es su imaginación, de que una historia es su memoria y de que una cultura incapaz de crear sus propias imágenes, o una historia incapaz de imaginar su propia memoria, están destinadas a desaparecer.
El pasado es nuestra agenda.
Fuente: Alfaguara. Barcelona. España. Año 2011.