martes, 15 de enero de 2013

ENSAYO SOBRE EL GUSTO MOTESQUIEU


ENSAYO SOBRE EL GUSTO
MOTESQUIEU


Digitalizado por
http://www.librodot.com


 Este fragmento se encontró inacabado entre sus papeles;
el autor no tuvo tiempo de darle la última mano;
pero los primeros pensamientos de los grandes maestros
merecen ser conservados para la posteridad,
como los esbozos de los grandes pintores.
ENCICLOPEDIA, TOMO VII, 1757 .
 Ensayo sobre el gusto en las cosas de la naturaleza y del arte

En nuestro modo de ser positivo, nuestra alma gusta de tres clases de placeres: están los que extrae del fondo de su misma existencia; otros, que resultan de su unión con el cuerpo; y final-mente los que se fundan en las costumbres y prejuicios que ciertas instituciones, ciertos usos, le han hecho adoptar .
Son estos diferentes placeres de nuestra alma los que conforman los objetos del gusto, como lo bello, lo bueno, lo agradable, lo inge-nuo, lo delicado, lo tierno, lo gracioso, el no sé qué, lo noble, lo grande, lo sublime, lo majes-tuoso, etc. Por ejemplo, cuando encontramos placer al ver una cosa con cierta utilidad para nosotros, decimos que es buena; cuando encontramos placer en verla, sin que discernamos una utilidad concreta, la llamamos bella.
Los antiguos no habían desentrañado esto correctamente; consideraban cualidades posi-tivas a todas las cualidades relativas de nues-tra alma, lo cual provoca que esos diálogos en los que Platón hace razonar a Sócrates, esos diálogos tan admirados por los antiguos, sean hoy insostenibles, porque se fundan en una fi-losofía falsa: pues todos esos razonamientos aplicados a lo bueno, lo bello, lo perfecto, lo sabio, lo loco, lo duro, lo blando, lo seco, lo húmedo, tratados como cosas positivas, ya no significan nada .
Las fuentes de lo bello, de lo bueno, de lo agradable, etc., están por ende en nosotros mis-mos; y buscar sus razones es buscar las causas de los placeres de nuestra alma.
Examinemos pues nuestra alma, estudié-mosla en sus acciones y en sus pasiones, inda-guémosla en sus placeres; allí es donde ella más se manifiesta. La poesía, la pintura, la es-cultura, la arquitectura, la música, la danza, las diferentes clases de juego, en fin, las obras de la naturaleza y del arte, pueden darle placer: veamos por qué, cómo y cuándo se lo dan; in-tentemos explicar nuestros sentimientos: eso podrá contribuir a la formación de nuestro gusto, que no es otra cosa que la ventaja de descubrir, con delicadeza y prontitud, la me-dida del placer que cada cosa ha de proporcio-nar a los hombres.

 De los placeres de nuestra alma

El alma, aparte de los placeres que le vienen de los sentidos, tiene otros que le sobreven-drían con independencia de aquéllos, y que le son propios; tales son los que le proporcionan la curiosidad, las ideas relativas a su grandeza, a sus perfecciones, la idea de su existencia opuesta al sentimiento de la noche , el placer de abrazarlo todo en una idea general, el de ver una gran cantidad de cosas, etc., el de com-parar, de unir y separar las ideas. Estos placeres están en la naturaleza del alma, independien-temente de sus sentidos, porque pertenecen a todo ser que piensa: y es totalmente indiferente preguntarse si nuestra alma tiene estos placeres como substancia unida al cuerpo, o como separada del cuerpo, porque los tiene siempre, y porque son los objetos del gusto: de modo que aquí no distinguiremos en absoluto los placeres del alma que le vienen de su naturaleza de aquellos que le vienen de su unión con el cuer-po; llamaremos naturales a todos estos placeres, y los distinguiremos de los placeres adquiri-dos que el alma se procura a través de ciertos vínculos con los placeres naturales; y, del mis-mo modo y por la misma razón, distinguiremos el gusto natural y el gusto adquirido.
Es bueno conocer el origen de los place-res, de los que el gusto viene a ser la medida; el conocimiento de los placeres naturales y adquiridos habrá de servirnos para rectificar nuestro gusto natural y nuestro gusto adqui-rido. Es preciso partir del estado en el que se encuentra nuestro ser, y averiguar cuáles son sus placeres, para llegar a medirlos, y a veces incluso a sentirlos .
Si nuestra alma no hubiera estado en abso-luto unida al cuerpo, ella de todos modos habría conocido; y es probable que hubiera amado eso conocido: mientras que tal como son las cosas casi no amamos más que lo que no conocemos.
Nuestra manera de ser es completamente arbitraria; podríamos haber sido hechos tal como somos, o bien de algún otro modo. Pero, de haber sido hechos de otro modo, sen-tiríamos de una manera distinta ; un órgano de más o de menos en nuestro organismo ha-bría determinado otra elocuencia, otra poe-sía: por ejemplo, si la constitución de nuestros órganos nos hubiese vuelto capaces de una atención más sostenida, todas las reglas que proporcionan la disposición del tema a la medida de nuestra atención ya no tendrían lugar; si nos tornásemos capaces de una mayor penetración, todas las reglas que se basan en la medida de nuestra penetración caerían del mismo modo; en fin, todas las leyes establecidas sobre el hecho de que nues-tro organismo es de una cierta manera podrían ser diferentes.
Si nuestra vista hubiese sido más débil y más confusa, se habrían necesitado menos molduras y más uniformidad en los compo-nentes de la arquitectura; si nuestra vista hu-biese sido más clara, y nuestra alma capaz de abrazar más cosas de una vez, más ornamentos habrían hecho falta en la arquitectura; si nues-tras orejas hubiesen sido como las de algunos animales, habría sido necesario reformar mu-chos de nuestros instrumentos musicales. Bien sé que las relaciones que las cosas tienen entre sí habrían subsistido, pero de haber cambiado la relación que tienen con nosotros, las cosas que, en el estado presente, causan en nosotros un cierto efecto, ya no lo causarían; y como la perfección del arte consiste en pre-sentarnos las cosas de forma tal que nos pro-duzcan el mayor placer posible, sería preciso que hubiese modificaciones en las artes, puesto que otra sería la manera adecuada para dar-nos placer.
Uno cree en principio que bastaría con co-nocer las diversas fuentes de nuestros placeres para tener gusto; y que, cuando uno ha leído lo que la filosofía nos dice al respecto, ya alcanzó el gusto, y puede juzgar obras atrevidamente. Pero el gusto natural no es un conocimiento teórico; es una aplicación pronta y exquisita de ciertas reglas que uno ni siquiera conoce. No es necesario saber que el placer que nos pro-duce una determinada cosa proviene de la sor-presa; basta con que ella nos sorprenda, y que nos sorprenda justo en la medida en que debe hacerlo, ni más ni menos.
De modo que todo lo que pudiéramos decir, y todos los preceptos que pudiéramos ofrecer para formar el gusto, no pueden con-cernir sino al gusto adquirido, vale decir que no pueden concernir directamente sino a este gusto adquirido, aun cuando éste se siga ate-niendo indirectamente al gusto natural: pues el gusto adquirido afecta, cambia, aumenta y disminuye el gusto natural; así como el gusto natural afecta, cambia, aumenta y disminuye el gusto adquirido.
La definición más general del gusto, sin considerar si es buena o mala, si es justa o no lo es, consiste en que es aquello que nos liga a una cosa por medio del sentimiento; lo cual no impide que se pueda aplicar a las cosas intelec-tuales, cuyo conocimiento le proporciona al alma tanto placer, que ha sido la única felici-dad que algunos filósofos pudieron comprender. El alma conoce a través de sus ideas y de sus sentimientos; recibe placeres a través de esas ideas y de esos sentimientos : pues, aun-que opusiésemos la idea al sentimiento, cuando el alma ve una cosa, la siente; y no hay cosas tan intelectuales como para que ella no las vea o que no crea verlas, y por ende para que no las sienta.
 Del espíritu en general


El espíritu es el género que abarca muchas es-pecies: el genio, el buen sentido, el discerni-miento, la precisión, el talento, el gusto.
El espíritu consiste en tener los órganos bien constituidos en relación con las cosas a las cuales se aplica. Si la cosa es extremada-mente particular, se lo llama talento; si tiene más que ver con un cierto placer delicado de la gente de mundo, se lo llama gusto; si la cosa particular es exclusiva de un pueblo, el talento se llama espíritu, como el arte de la guerra y la agricultura para los romanos, la caza para los salvajes, etc.

 De la curiosidad

Nuestra alma está hecha para pensar, es decir, para percibir; ahora bien, semejante ser debe tener curiosidad: pues, como todas las cosas están en una cadena en la que cada idea pre-cede a otra y es precedida por una más, a uno no le puede gustar ver una cosa sin desear ver otra; y si no tenemos para esta última tal deseo, no habremos tenido ningún placer en la primera. Así, cuando se nos muestra una parte de un cuadro, anhelamos ver la parte que se nos oculta, en proporción al placer que nos haya causado la que hemos visto.
Es el placer que nos da un objeto, enton-ces, el que nos lleva a otro; es por eso que el alma busca siempre cosas nuevas, y no des-cansa jamás.
De ese modo, siempre estaremos seguros de complacer al alma, en tanto que le haga-mos ver muchas cosas, o más de las que ella esperaba ver.
Podemos explicar así la razón por la que sentimos placer cuando apreciamos un jardín muy regular, aunque también nos agrade ver un lugar agreste y rústico: es la misma causa la que produce ambos efectos.
Como nos gusta ver un gran número de objetos, querríamos extender nuestra vista, estar en muchos lugares, recorrer más espacio; para abreviar: nuestra alma sigue los límites, y querría, por así decir, extender la esfera de su presencia; así que para ella es un gran placer llevar su vista a la lejanía. ¿Pero cómo hacerlo? En las ciudades, nuestra vista está limitada por las casas; en el campo, lo está por mil obstácu-los; apenas podemos ver tres o cuatro árboles. El arte viene en nuestro auxilio, y nos descu-bre la naturaleza que se oculta a sí misma; amamos el arte, y lo amamos más que a la na-turaleza, vale decir, la naturaleza que rehuye nuestros ojos. Pero, cuando encontramos situaciones bellas, cuando nuestra vista en libertad consigue ver a lo lejos prados, arroyos, colinas y las disposiciones que han sido creadas, por así decir, con ese propósito, la vista resulta he-chizada de un modo muy diferente a cuando ve los jardines de Le Nôtre ; porque la na-turaleza no se copia, mientras que el arte se asemeja siempre. Es por eso que, en pintura, preferimos un paisaje al plano del jardín más bello del mundo; es que la pintura no toma a la naturaleza sino allí donde ésta es bella, allí donde la vista puede extenderse a lo lejos y en toda su amplitud, allí donde es variada, allí donde puede ser vista con placer.
Lo que hace generalmente a un pensa-miento grande es que al decir una cosa se haga ver otras en gran número, y que se nos haga descubrir en un solo instante lo que no ha-bríamos esperado descubrir más que al cabo de una larga lectura.
Floro nos representa en pocas palabras todas las faltas de Aníbal: "Mientras que ha-bría podido, dice, servirse de la victoria, prefirió gozarla"; cum victoria posset uti, frui maluit.
Nos da una idea de toda la guerra de Ma-cedonia cuando declara: "No fue más que en-trar allí y vencer"; introisse victoria fuit.
Nos da todo el espectáculo de la vida de Escipión, cuando dice de su juventud: "Es el Escipión que crece para la destrucción de África"; hic erit Scipio, qui in exitium Africae crescit. Uno cree ver a un niño que crece y se alza como un gigante.
Finalmente, nos hace ver el gran carácter de Aníbal, la situación del universo y toda la grandeza del pueblo romano, cuando afirma: "Aníbal, fugitivo, buscaba para el pueblo ro-mano un enemigo por todo el universo"; qui, profugus ex Africa, hostem populo romano toto orbe quarebat.
 De los placeres del orden


No alcanza con mostrar al alma muchas cosas; hay que mostrárselas con orden: pues así nos acordamos de lo que hemos visto, y comenza-mos a imaginarnos lo que veremos; nuestra alma se felicita por su extensión y por su pe-netración. Pero en una obra en la que no existe ningún orden, el alma siente que a cada ins-tante se altera aquél que querría imponerle. El curso que el autor se ha trazado y el que nos hacemos nosotros se confunden; el alma no re-tiene nada, nada prevé; se ve humillada por la confusión de sus ideas, por la inanidad que queda en ella; se fatiga en vano, y no puede degustar ningún placer: es por eso que, cuando el propósito no es expresar o mostrar la confusión, siempre se pone orden en la confusión misma. Así los pintores agrupan sus figuras; así aquellos que pintan las batallas ponen por delante en sus cuadros las cosas que el ojo debe distinguir, y la confusión en el fondo y a lo lejos.
 De los placeres de la variedad


Pero, si hace falta orden en las cosas, se re-quiere también variedad: sin ella el alma lan-guidece; pues las cosas similares le parecen las mismas; y si una parte de un cuadro que se nos descubre se pareciese a otra que había-mos visto, este objeto sería nuevo sin pare-cerlo, y no causaría ningún placer. Y como las bellezas de las obras del arte, a semejanza de las de la naturaleza, no consisten sino en los placeres que nos provocan, hay que hacerlas tan adecuadas como sea posible para variar esos placeres; hay que hacerle ver al alma cosas que no ha visto; es preciso que el senti-miento que se le brinda sea diferente de aquél que acaba de tener.
Es así que las historias nos agradan por la variedad de los relatos, las novelas por la va-riedad de los prodigios, las obras de teatro por la variedad de las pasiones, y que aquellos que saben instruir modifican, todo cuanto pueden, el tono uniforme de la instrucción.
Una larga uniformidad vuelve todo inso-portable; el mismo orden de los períodos, mantenido largamente, resulta agobiante en una arenga; los mismos metros y las mismas rimas en un poema largo aburren. Si es ver-dad que se ha trazado ese famoso sendero desde Moscú a San Petersburgo, el viajero se debe morir de aburrimiento encerrado entre las dos líneas que forman ese recorrido; y aquel que haya viajado durante largo tiempo por los Alpes descenderá hastiado de los si-tios más privilegiados y de las perspectivas más encantadoras.
El alma ama la variedad; pero, ya lo hemos dicho, tan sólo la ama porque está hecha para conocer y para ver: por tanto es preciso que pueda ver, y que la variedad se lo permita; vale decir: es preciso que una cosa sea lo bastante simple para ser percibida y lo bas-tante variada para ser percibida con placer .
Hay cosas que parecen variadas y no lo son en absoluto, otras que parecen uniformes y son muy variadas.
La arquitectura gótica  parece muy va-riada, pero la confusión de los ornamentos fatiga por su pequeñez; lo cual hace que no podamos distinguir uno del otro, y su número hace que no haya ninguno sobre el cual el ojo pueda detenerse: de manera que disgusta por esas mismas partes que han sido elegidas para tornarla agradable.
Un edificio de orden gótico es una especie de enigma para el ojo que lo ve; y el alma se ve en un aprieto, como cuando se le presenta un poema oscuro.
La arquitectura griega, por el contrario, parece uniforme: pero como tiene las divisio-nes que se requiere y tantas como es necesario para que el alma vea precisamente aquello que puede apreciar sin fatigarse, viendo al mismo tiempo lo bastante para tener de qué ocuparse, esa arquitectura tiene una variedad que per-mite mirar con placer.
Es preciso que las grandes cosas tengan grandes partes; los grandes hombres tienen grandes brazos, los grandes árboles grandes ramas y las grandes montañas están compues-tas de otras montañas que se encuentran más arriba y más abajo; es la naturaleza de las cosas la que causa esto.
La arquitectura griega, que tiene pocas y grandes divisiones, imita a las grandes cosas; el alma siente una cierta majestad que reina por doquier en ella.
Es así como la pintura divide en grupos de tres o de cuatro a las figuras que representa en los cuadros; ella imita a la naturaleza, una tropa numerosa se divide siempre en peloto-nes; y es también así como la pintura divide en grandes masas sus claros y sus oscuros.
 De los placeres de la simetría

He dicho que el alma ama la variedad; sin em-bargo, en la mayor parte de las cosas, gusta de ver una especie de simetría . Parece que ello encierra cierta contradicción: he aquí el modo en que lo explico.
Una de las principales causas de los placeres de nuestra alma, cuando ella ve objetos, es
la facilidad que tiene para percibirlos; y la razón que hace que la simetría complazca al alma es que le ahorra trabajo, que la alivia y que corta, por decirlo así, la obra por la mitad.
De ello se sigue una regla general: allí donde la simetría le es útil al alma y puede colaborar con sus funciones, dicha simetría le es agradable; pero allí donde es inútil, resulta insípida, porque suprime la variedad. Y las cosas que vemos sucesivamente deben tener varie-dad; pues nuestra alma no tiene ninguna difi-cultad en verlas. Aquellas que, por el contrario, percibimos en un golpe de vista, deben tener si-metría. Así, cuando percibimos de un solo vis-tazo la fachada de un edificio, un piso, un tem-plo, ponemos allí simetría, que complace al alma por la facilidad que le proporciona el abar-car todo el objeto desde el primer momento.
Como el objeto que hemos de apreciar en un solo vistazo tiene que ser simple, es preciso que sea único, y que las partes se correspon-dan todas con el objeto principal; es por ello también que amamos la simetría: ella confor-ma un todo integral.
Sólo en la naturaleza se encuentra un todo acabado; y el alma, que ve ese todo, quiere que no haya en él ninguna parte imperfecta. Es por eso también que amamos la simetría; se nece-sita una especie de ponderación o de equili-brio: y un edificio con un ala, o con un ala más corta que la otra, está tan poco terminado como un cuerpo con un brazo, o con un brazo demasiado corto.
 De los contrastes

El alma ama la simetría, pero también ama los contrastes; esto exige no pocas explicaciones. Por ejemplo:
Si la naturaleza reclama, de las pinturas y las esculturas, que éstas introduzcan simetría en las partes de sus figuras, también pretende, por el contrario, que introduzcan contrastes en las actitudes. Un pie alineado igual que el otro, un miembro que va en la misma direc-ción que otro son insoportables; la razón para ello es que tal simetría hace que las actitudes sean casi siempre las mismas, como se ve en las figuras góticas, que se parecen todas en ese sentido. Así ya no hay variedad en las producciones del arte. Además, la naturaleza
no nos ha colocado de ese modo; y así como ella nos ha dado movimiento, no nos ha ajus-tado, en nuestras acciones y en nuestras ma-neras, como si fuésemos pagodas. Y si los hombres incomodados y constreñidos de ese modo son insoportables, ¿qué será de las pro-ducciones del arte?
Hay que introducir contrastes, pues, en las actitudes; sobre todo en las obras de la escul-tura, que, fría por naturaleza, no puede agre-gar fuego sino por la fuerza del contraste y de la posición .
Pero, así como de la variedad que se ha buscado introducir en el gótico hemos dicho que le ha proporcionado uniformidad, con frecuencia ocurre que la variedad que se ha intentado introducir por medio de los con-trastes se ha tornado una simetría y una uni-formidad viciosa.
Esto no se siente tan sólo en ciertas obras de la escultura y de la pintura, sino también en el estilo de algunos escritores, que en cada frase ponen siempre el comienzo en contraste con el final, por medio de continuas antítesis, a la manera de San Agustín y otros autores de la baja latinidad, y algunos de nuestros mo-dernos, como Saint-Evremond. El giro siempre repetido y uniforme de las frases desagrada en extremo; este perpetuo contraste se vuelve si-métrico, y tal oposición siempre rebuscada se convierte en uniformidad .
El espíritu encuentra en ello tan poca va-riedad que, cuando uno ha visto una parte de la frase, siempre puede adivinar la otra: uno ve palabras opuestas, pero opuestas de la misma manera; uno ve un giro en la frase, pero es siempre el mismo.
Muchos pintores han caído en el defecto de colocar contrastes por todas partes y sin concierto; de tal suerte que, cuando se ve una figura, se puede adivinar desde el primer mo-mento la disposición de las que la rodean: esta diversidad continua se convierte en algo seme-jante. Por otra parte, la naturaleza, que arroja las cosas en el desorden, no exhibe la afecta-ción de un contraste continuo; sin hablar de que no pone a todos los cuerpos en movi-miento, y en un movimiento forzado. Ella es más variada que eso; pone a unos en reposo, y da a los otros diferentes clases de movimientos.
Si la parte del alma que conoce ama la va-riedad, aquella que siente no la busca menos; pues el alma no puede tolerar por mucho tiem-po las mismas situaciones, porque está ligada a un cuerpo que no las puede soportar. Para que nuestra alma se vea excitada, es preciso que los espíritus se deslicen en los nervios. Y allí hay dos cosas: una lasitud en los nervios y una ce-sación por parte de los espíritus, que ya no se deslizan, o que se disipan de los lugares en los que se han deslizado.
Así, a la larga todo nos fatiga, y en especial los grandes placeres; siempre se los deja con la misma satisfacción con que se los ha tomado; pues las fibras que han sido sus órganos tienen necesidad de reposo; es preciso emplear otras más adecuadas para servirnos, y distribuir, por decirlo así, el trabajo .
Nuestra alma está cansada de sentir: pero no sentir es caer en un aniquilamiento que la aplasta. Todo se remedia variando sus modifi-caciones: ella siente, pero no se cansa.
 De los placeres de la sorpresa


Esta disposición del alma, que la lleva siempre hacia objetos diferentes, hace que ella goce de todos los placeres que vienen de la sorpresa; sentimiento que complace al alma por el es-pectáculo y por la prontitud de la acción: pues ella percibe o siente una cosa que no espera, o de una manera que no esperaba.
Una cosa puede sorprendernos como ma-ravillosa, pero también como nueva, e incluso como inesperada; y, en este último caso, el sen-timiento principal se asocia a un sentimiento accesorio basado en el hecho de que la cosa es nueva o inesperada.
Es por ese lado que pican nuestro interés los juegos de azar: nos hacen ver una continua sucesión de acontecimientos no esperados. Por eso nos gustan los juegos de salón: son de igual modo una sucesión de acontecimientos imprevistos, cuya causa es la habilidad unida al azar.
Y es por ello, también, que las obras de teatro nos agradan: se desarrollan por etapas, ocultan los acontecimientos hasta que éstos arri-ban, nos preparan siempre nuevas razones de sorpresa, y a menudo nos atrapan al mostrár-noslos tal como habríamos podido preverlos.
Por último, generalmente leemos las obras de ingenio sólo porque nos tienden sorpresas agradables, y suplen las conversaciones casi siempre languidescientes y que no producen en absoluto este efecto.
La sorpresa puede ser producida por la cosa o por la manera de percibirla: pues vemos una cosa más grande o más pequeña de lo que en efecto es, o diferente de lo que es; o bien vemos la cosa misma, pero con una idea acce-soria que nos sorprende. Tal es, en una cierta cosa, la idea accesoria de la dificultad de ha-berla llevado a cabo, o de la persona que la ha llevado a cabo, o del tiempo en que fue reali-zada, o de la manera en que fue realizada, o de cualquier otra circunstancia que se le añada.
Suetonio nos describe los crímenes de Ne-rón con una sangre fría que nos sorprende, haciéndonos creer, casi, que no siente en abso-luto el horror de lo que describe. De repente, cambia de tono y dice: Habiendo soportado el universo a ese monstruo durante catorce años, por fin lo abandonó, tale monstrum per quatuor-decim annos perpessus, terrarum orbis tandem destituit. Esto produce en el espíritu diferentes clases de sorpresa: nos vemos sorprendidos por el cam-bio de estilo del autor, por el descubrimiento de su manera diferente de pensar, por la ma-nera de presentar en tan pocas palabras una de las más grandes revoluciones que hayan tenido lugar; así el alma encuentra una gran cantidad de sentimientos diferentes, que contribuyen a estremecerla y a procurarle placer.

De las diversas causas que pueden producir un sentimiento


Es preciso observar que usualmente un senti-miento no tiene en nuestra alma una causa única. Es una cierta dosis, si puedo servirme de este término, la que produce su fuerza y variedad. El ingenio consiste en saber tocar varios órganos a la vez; y si uno examina a los diversos escritores, verá tal vez que los mejo-res, y los que tienen más ventaja, son aquellos que han excitado más sensaciones en el alma al mismo tiempo.
Vean, se los ruego, la multiplicidad de las causas. Preferimos ver un jardín bien arregla-do que una confusión de árboles: 1°, porque nuestra vista, que estaría detenida, ya no lo está más; 2°, cada sendero es uno, y forma
una gran cosa, al contrario de lo que ocurre en la confusión, es decir, que cada árbol sea una cosa, y una cosa pequeña; 3°, apreciamos un arreglo que no tenemos la costumbre de ver; 4°, en cierta medida sabemos el trabajo que ello ha demandado; 5°, admiramos el cui-dado que se pone en combatir sin cesar a la naturaleza, la cual, mediante unas producciones que no se le han solicitado, procura confun-dirlo todo, lo cual es tan cierto como que un jardín descuidado nos resulta insoportable. Al-gunas veces la dificultad de la obra nos agrada, algunas veces es la facilidad la que lo hace; y, así como en un magnífico jardín admiramos el desprendimiento y la grandeza del señor de la casa, a veces vemos con placer que se ha tenido el arte de agradarnos con muy poco gasto y escaso trabajo.
El juego nos gusta porque satisface nuestra avaricia, es decir, la esperanza de poseer más: halaga nuestra vanidad mediante la idea de la preferencia que nos concede la fortuna y de la atención que ponen los otros en nuestra suerte; satisface nuestra curiosidad, al proporcionarnos un espectáculo: en fin, nos entrega los diferen-tes placeres de la sorpresa.
La danza nos agrada por la ligereza, por una cierta gracia, por la belleza y la variedad de las actitudes, por su comunión con la música, siendo la persona que danza una especie de ins-trumento que acompaña; pero sobre todo complace por una disposición de nuestro cere-bro que reduce en secreto la idea de todos los movimientos a determinados movimientos, la mayoría de las actitudes a unas ciertas actitudes.
 De la sensibilidad


Casi siempre las cosas nos agradan y desagradan en diferentes aspectos: por ejemplo, los virtuosi de Italia deben provocarnos muy poco placer: 1°, porque no es nada sorprendente que, confor-mados como lo están, vayan a cantar bien: son como un instrumento en el que el artesano ha suprimido madera para hacerles producir so-nidos; 2 °, porque las pasiones que interpretan son demasiado sospechosas de falsedad; 3°, porque no pertenecen ni al sexo al que ama-mos, ni a aquél al que estimamos. Por otra parte, nos pueden gustar, porque conservan por largo tiempo un aire de juventud, y porque tienen además una voz flexible y que les es característica. Así, cada cosa nos proporciona un sentimiento, que está compuesto de mu-chos otros, los cuales en ocasiones se debilitan y se contrarrestan.
Con frecuencia nuestra alma se compone ella misma razones de placer, y lo consigue sobre todo por medio de las relaciones que es-tablece con las cosas. Así, una cosa que nos ha gustado nos vuelve a gustar, por la única razón de que nos ha gustado, porque gozamos de la antigua idea en la nueva: así una actriz, que nos ha agradado en el teatro, vuelve a gustar-nos en la recámara; su voz, su forma de decla-mar, el recuerdo de haberla visto admirada, ¿qué digo?, la idea de la princesa adherida a la suya, todo eso hace una especie de mezcla que forma y produce un placer.
Estamos completamente llenos de ideas accesorias. Una mujer, que tuviera una gran reputación y un ligero defecto, podrá ponerlo a su cuenta y hacerlo contemplar como una gracia. La mayoría de las mujeres a las que amamos no cuentan para sí con otra cosa que la predisposición hacia su cuna o sus bienes, los honores o la estima de ciertas personas.
 Otro efecto de las relaciones que el alma pone en las cosas


Debemos a la vida rústica que el hombre lle-vaba en los primeros tiempos ese aire risueño que se expande por la fábula; le debemos esas descripciones afortunadas, esas aventuras ino-centes, esas divinidades graciosas, ese espec-táculo de un estado lo bastante diferente al nuestro como para desearlo, y que no está lo suficientemente alejado como para chocar con la verosimilitud, en fin, esa mezcla de pasiones y de tranquilidad. Nuestra imaginación se ríe con Diana, con Pan, con Apolo, con las Ninfas, con los bosques, con los prados, con las fuentes. Si los primeros hombres hubiesen vivido como nosotros en las ciudades, los poetas no habrían podido describirnos otra cosa que lo que vemos todos los días con inquietud o percibimos con disgusto; todo respiraría la avaricia, la ambición y las pasiones que atormentan.
Los poetas que nos describen la vida bu-cólica nos hablan de la edad de oro que ellos añoran, es decir, nos hablan todavía de un tiempo más feliz y más tranquilo.
 De la delicadeza


Las personas delicadas son aquellas que, a cada idea o a cada gusto, le añaden muchas ideas o muchos gustos accesorios. Las personas groseras no tienen más que una sola sensa-ción; su alma no sabe componer ni descom-poner; no añaden ni suprimen nada en lo que la naturaleza otorga; mientras que las personas delicadas en el amor se componen ellas mis-mas la mayor parte de los placeres del amor. Polixeno y Apicio llevaban a la mesa muchas sensaciones desconocidas para nosotros, co-mensales vulgares; y aquellos que juzgan con gusto obras de ingenio tienen y se han hecho una infinidad de sensaciones que los otros hombres no tienen.
 Del no sé qué


En las personas y en las cosas hay a veces un encanto invisible, una gracia natural que no se puede definir, y que uno se ve obligado a lla-mar el "no sé qué". Me parece que es un efecto basado principalmente en la sorpresa. Nos im-presiona el hecho de que una persona nos guste más de lo que en un principio nos había parecido que debía gustarnos; y nos vemos agradablemente sorprendidos de que dicha per-sona haya sabido vencer unos defectos que los ojos nos muestran y que el corazón ya no ve: he allí por qué las mujeres feas tienen gracia con mucha frecuencia, y por qué es tan raro que las bellas la tengan. Pues una persona bella por lo general hace lo contrario de lo que habíamos esperado; llega a parecernos menos amable; después de habernos sorprendido para bien, nos sorprende ahora para mal. Pero la impresión de lo bueno es antigua, y la de lo malo nueva; así que rara vez las personas bellas causan grandes pasiones, casi siempre reserva-das a aquellas que tienen gracia, vale decir, atractivos que no esperábamos en absoluto, y que no teníamos motivo de esperar. Rara vez tiene gracia el gran adorno, y a menudo la tiene la vestimenta de las pastoras. Admiramos la majestad de los ropajes de Paolo Veronese; pero nos emocionamos con la simplicidad de Rafael y con la pureza de Corregio. Paolo Ve-ronese promete mucho: Rafael y Corregio prometen poco y entregan mucho, lo cual nos agrada más.
La gracia se encuentra con más frecuencia en el espíritu que en el rostro, pues un bello rostro se evidencia desde el principio y no es-conde casi nada; pero el espíritu no se muestra sino poco a poco: puede esconderse para ma-nifestarse, y dar esa especie de sorpresa que produce la gracia.
La gracia se encuentra menos en los ras-gos del rostro que en las maneras; pues las maneras nacen a cada instante, y en cada momento pueden crear una sorpresa. En una palabra: una mujer no puede ser bella más que de una sola manera, pero es linda de cien mil modos diferentes.
La ley de los dos sexos ha establecido, tanto en las naciones refinadas como en las salvajes, que los hombres solicitarán y que las mujeres no harán sino conceder: de allí resulta que la gracia esté unida de manera más particular a las mujeres. Como tienen todo que defender, tie-nen todo que ocultar; la más mínima palabra, el menor gesto, todo aquello que, sin chocar con el primer deber, se muestra en ellas, todo lo que se pone en libertad, se vuelve gracia. Y tal es la sabiduría de la naturaleza que aquello que nada sería sin la ley del pudor se vuelve de un valor infinito a consecuencia de esa afortunada ley, que hace a la felicidad del universo.
Como el fastidio y la afectación no serían capaces de sorprendernos, la gracia no se en-cuentra ni en las maneras fastidiosas ni en las maneras afectadas, sino en una cierta libertad o facilidad que se halla entre los dos extremos; y el alma se ve agradablemente sorprendida al ver que se han salvado los dos escollos.
Parecería que las maneras naturales debe-rían ser las más cómodas. Pero lo son menos que ninguna, pues la educación, que nos ator-menta, nos hace perder siempre algo de lo na-tural: por lo demás nos encanta verlo regresar.
Nada nos gusta tanto en el adorno como cuando se encuentra en ese descuido, o inclu-so en ese desorden que nos oculta todos los cuidados que no ha exigido la limpieza, y que sólo la vanidad habría hecho tomar; y no hay gracia en el ingenio, excepto cuando lo que se dice parece hallado, y no buscado .
Cuando decimos cosas que nos han costa-do, podemos hacer ver muy bien que posee-mos ingenio, pero no gracia en el ingenio. Para hacer ver esto es preciso que uno mismo no lo vea, y que los otros, a quienes algo in-genuo y simple en nosotros no les prometía nada de ese orden, se vean suavemente sor-prendidos de advertirlo.
De manera que la gracia no se adquiere; para tenerla, hay que ser ingenuo. Pero ¿cómo se podría trabajar para llegar a ser ingenuo?
Una de las ficciones más hermosas de Ho-mero es la de aquel cinturón que le otorgaba a Venus el arte de agradar. No hay nada más adecuado para hacer sentir ese poder y esa magia de la gracia, que parece otorgada a una persona por un poder invisible y que se dis-tingue de la belleza en sí. Por lo demás, ese cin-turón no habría podido ser dado a otra que no fuese Venus. No podía ajustarse a la majestuosa belleza de Juno: pues la majestad exige una cierta gravedad, vale decir un impulso opuesto a la ingenuidad de la gracia. Tampoco podría ajustarse a la belleza audaz de Palas: pues la audacia se opone a la dulzura de la gracia, y por lo demás con gran frecuencia se la puede sospechar de afectación.
 Progresión de la sorpresa


Lo que caracteriza a las grandes bellezas es que la sorpresa resulta al principio mediocre, se sostiene, aumenta, y nos lleva luego a la admiración. Las obras de Rafael conmueven poco al primer vistazo: imita tan bien a la na-turaleza que al comienzo uno no se ve más sor-prendido que si estuviese viendo el objeto mismo, el cual no causaría ninguna sorpresa. Pero una expresión extraordinaria, un colorido más fuerte, una actitud extraña de un pintor menos bueno, nos atrapa en el primer golpe de vista, porque no tenemos la costumbre de verlos en otra parte. Se puede comparar a Ra-fael con Virgilio; y a los pintores de Venecia, con sus actitudes forzadas, con Luciano. Más natural, Virgilio conmueve menos al comien-zo, para luego conmover mucho más; Luciano conmueve mucho al principio, para conmover menos después .
La exacta proporción de la famosa iglesia de San Pedro hace que al principio no parezca tan grande como es; pues al principio no sabe-mos dónde apoyarnos para juzgar su grandeza. Si fuese menos ancha, nos veríamos impre-sionados por su largo; si fuese menos larga, lo seríamos por su ancho. Pero, a medida que se la examina, el ojo la ve agrandarse, y el asom-bro aumenta . Se la puede comparar con los Pirineos, donde el ojo, que al principio creería poder medirlos, descubre montañas detrás de las montañas, y se pierde siempre más.
A menudo ocurre que nuestra alma siente placer cuando tiene un sentimiento que ella misma no puede desentrañar, y que ve una cosa absolutamente diferente de lo que suele ser; lo cual le da un sentimiento de sorpresa del que no puede salir. He aquí un ejemplo: la cúpula de San Pedro es inmensa; es sabido que Miguel Ángel, al ver el Panteón, que era el templo más grande de Roma, dijo que quería hacer uno semejante, pero que quería ponerlo en el aire. De modo que sobre ese modelo hizo la cúpula de San Pedro: aunque hizo los pilares tan macizos que esta cúpula, que es como una montaña que uno tiene encima de su cabeza, le parece ligera al ojo que la examina . El alma vacila por tanto entre lo que ve y lo que sabe, y no deja de sorprenderse de ver una masa al mismo tiempo tan enorme y tan ligera.
 De las bellezas que resultan de una cierta perplejidad del alma


A menudo la sorpresa le viene al alma del hecho de que no puede conciliar aquello que ve con aquello que ha visto. Hay un gran lago en Italia que se llama lago Maggiore; es un pequeño mar cuyas orillas no exhiben nada que no sea salvaje. Unas quince millas lago adentro, hay dos islas, de un cuarto de milla de contorno, que se llaman las Borromeas, y que son, en mi opinión, el sitio más encantador del mundo. El alma se asombra de ese con-traste novelesco, de recordar con placer las maravillas de los romanos, allí donde, des-pués de haber pasado por peñascos y áridas regiones, uno se encuentra en un lugar hecho para las hadas .
Todos los contrastes nos causan impre-sión, porque dos cosas en oposición se realzan una a otra: así, cuando un hombre pequeño se encuentra junto a un hombre robusto, el pe-queño hace parecer al otro más grande, y el robusto hace parecer al otro más pequeño.
Sorpresas de esta clase son las causantes del placer que se encuentra en todas las belle-zas de oposición, en todas las antítesis y fi-guras parecidas. Cuando Floro dice: "Soro y Álgido, iquién lo diría!, nos han sido formida-bles; Sátrico y Cornículo eran provincias; nos ruborizamos de los borilianos y de los veru-lianos; pero hemos triunfado sobre ellos; por último, Tibur, nuestro suburbio, Prenesto, donde están nuestras casas de recreo, eran el objeto de los votos que íbamos a hacer al Ca-pitolio"; este autor, yo digo, nos muestra al mismo tiempo la grandeza de Roma y la pe-queñez de sus comienzos, y el asombro reside en ambas cosas.
Se puede observar aquí cuán grande es la diferencia entre la antítesis de ideas y la antíte-sis de expresión. La antítesis de expresión no está escondida, la de ideas lo está: una tiene siempre el mismo ropaje, la otra lo cambia como se quiera; una es variada, la otra no.
El mismo Floro, al hablar de los samnitas, dice que sus ciudades fueron destruidas a tal punto que es difícil encontrar ahora el objeto de veinticuatro triunfos ; ut non facile appareat materia quatuor et viginti triumphorum. Y, mediante las mismas palabras que señalan la destrucción de ese pueblo, hace ver la grandeza de su co-raje y de su tenacidad.
Cuando queremos evitar reírnos, nuestra risa se redobla, a causa del contraste que existe entre la situación en la que estamos y aquélla en la que deberíamos estar. Del mismo modo, cuando vemos en un rostro un gran defecto, como, por ejemplo, una nariz muy grande, nos reímos debido a que vemos que ese contraste con los otros rasgos del rostro no debería tener lugar. Así, los contrastes son motivo de los de-fectos, tanto como de las bellezas. Cuando vemos que carecen de razón, que realzan o ilu-minan otro defecto, son los grandes instru-mentos de la fealdad, la cual, en tanto que nos golpea repentinamente, puede excitar una cierta alegría en nuestra alma y hacernos reír. Si nuestra alma la considera como una desdi-cha en la persona que la posee, puede excitar la piedad: si la considera con la idea de algo que nos puede perjudicar, y con una idea de comparación con aquello que tiene costumbre de conmovernos y de excitar nuestros deseos, la contempla con un sentimiento de aversión.
Del mismo modo en nuestros pensamien-tos, cuando éstos contienen una oposición que está contra el buen sentido, y cuando dicha opo-sición es común y fácil de encontrar, esos pen-samientos no agradan y son un defecto, porque no provocan ninguna sorpresa; y, si por el con-trario, son demasiado rebuscados, tampoco agradan. Es preciso que, en una obra, se los sienta porque están allí, y no porque se los ha querido mostrar; pues en ese caso la sorpresa no resulta sino de la estupidez del autor .
Una de las cosas que más nos gustan es el arte ingenuo, pero es también el estilo más di-fícil de captar: la razón de esto es que está precisamente entre lo noble y lo bajo; y está tan cerca de lo bajo que resulta muy difícil bordearlo sin caer allí.
Los músicos han reconocido que la música que se canta con mayor facilidad es la más difí-cil de componer: prueba segura de que nuestros placeres y el arte que nos los proporciona, se encuentran entre límites determinados.
Al ver tan pomposos los versos de Cor-neille, y los de Racine tan naturales, no se adi-vinaría que Corneille trabajaba con mucha fa-cilidad, y que Racine lo hacía con dificultad.
Lo bajo es lo sublime del pueblo, que gusta de ver una cosa que ha sido hecha para él y que se encuentra a su alcance.
Las ideas que se presentan a las personas que han sido bien educadas y que poseen un gran espíritu son o bien ingenuas, o bien no-bles, o bien sublimes.
Cuando una cosa nos es mostrada con cir-cunstancias o accesorios que la engrandecen, aquélla nos parece noble: esto se siente sobre todo en las comparaciones, en las que el espí-ritu debe ganar siempre, y jamás perder; pues siempre deben añadir algo, hacer ver más grande la cosa o, si no se trata de grandeza, hacerla ver más fina y más delicada. Pero es preciso guardarse de mostrar al alma un símil en lo bajo: pues ella se lo habría ocultado, en caso de haberlo descubierto.
Como se trata de mostrar cosas delicadas, el alma prefiere ver que se compara una ma-nera a otra manera, una acción a otra acción, y no una cosa a otra cosa: como un héroe a un león, una mujer a un astro y un hombre veloz a un ciervo .
Miguel Ángel es maestro en otorgar no-bleza a todos sus temas. En su famoso Baco , no hace en absoluto como los pintores flamen-cos, que nos muestran una figura que cae, y que está, por decirlo así, en el aire. Ello sería indigno de la majestad de un dios. Él lo mues-tra firme sobre sus piernas; pero lo dota tan perfectamente de la alegría de la ebriedad y del placer de ver correr el licor en su copa que no hay nada que resulte tan admirable.
En la Pasió , que se encuentra en la gale-ría de Florencia, ha pintado una Virgen de pie que observa a su hijo crucificado, sin dolor, sin piedad, sin arrepentimiento, sin lágrimas. La supone instruida en ese gran misterio, y de tal modo le hace soportar con grandeza el espec-táculo de aquella muerte.
No hay ninguna obra de Miguel Ángel en la que el artista no haya puesto algo noble. Hay algo grande incluso en sus bocetos, como en esos versos que Virgilio dejó sin terminar.
Jules Romain, en su cámara de los gigantes en Mantua, donde ha representado a Júpiter que los fulmina , hace ver a todos los dioses espantados; pero Juno está junto a Júpiter, y ella le señala, con aire seguro, a un gigante sobre el cual es preciso lanzar el rayo. A través de ello le otorga un aire de grandeza de la que los otros dioses carecen: cuanto más cerca están de Júpi-ter, más seguros se los ve; y es de lo más natu-ral, pues en una batalla el pavor cesa allí donde se encuentra aquel que tiene la ventaja ...
 De las reglas


Todas las obras del arte tienen reglas generales, que constituyen guías que no hay que perder de vista nunca. Pero así como las leyes son siempre justas en su ser general pero injustas casi siem-pre en su aplicación, del mismo modo las reglas, siempre verdaderas en la teoría, pueden tor-narse falsas en la hipótesis. Los pintores y los escultores han establecido las proporciones que es preciso dar al cuerpo humano, y han tomado como medida común la longitud del rostro; pero es preciso que violen a cada instante las proporciones debido a las diferentes actitudes en las que tienen que poner a los cuerpos: por ejemplo, un brazo extendido es mucho más largo que aquel que no lo está. Nunca nadie ha conocido más el arte que Miguel Ángel; nadie ha jugado más con esto. Hay pocas de sus obras de arquitectura en las que las proporciones estén guardadas de manera exacta; más bien, con un conocimiento exacto de todo aquello que puede causar placer, parecería que ha te-nido un arte aparte para cada obra.
Aunque cada efecto depende de una causa general, intervienen en él tantas otras causas particulares que cada efecto tiene, en cierto modo, una causa aparte: así el arte proporciona las reglas, y el gusto las excepciones. El gusto nos descubre en qué ocasiones el arte debe someter, y en qué ocasiones someterse.
 Placer fundado en la razón


A menudo he dicho que lo que nos da placer debe estar fundado en la razón; y aquello que en ciertos aspectos no lo está, pero que consi-gue agradarnos por medio de otros aspectos, debe apartarse de ella lo menos posible.
Y no sé cómo llega a suceder que la ton-tería del artífice, muy marcada, hace que uno ya no pueda adaptarse a su obra de arte; pues en las obras de gusto es preciso, para que agra-den, tener una cierta confianza en el artífice, confianza que uno pierde desde el comienzo cuando ve, como primera cosa, que éste peca contra el buen sentido.
Así, cuando estuve en Pisa , no tuve nin-gún placer cuando vi el río Arno pintado en el
cielo con su urna que mueve las aguas. No tuve ningún placer en Génova  al ver a los santos en el cielo, que sufrían atrozmente. Esas cosas son tan groseras que uno ya no las puede mirar.
Cuando en el segundo acto de Tiiestes  de Séneca uno oye a los viejos de Argos que, como ciudadanos de Roma en los tiempos de Séneca, hablan de los partos y de los quirites, y distinguen a los senadores de los plebeyos, desprecian los trigos de Libia, a los sármatas que cierran el mar Caspio y a los reyes que han subyugado a los dacios, semejante igno-rancia en un asunto serio hace reír. Es como si, en el teatro de Londres, se introdujese a Mario diciendo que, con tal de tener el favor de la cá-mara baja, no teme en absoluto la enemistad de la cámara alta, o que aprecia más la virtud que todo aquello que las familias de Roma hacen traer de Potosí.
Cuando una cosa está, en alguna medida, reñida con la razón y, al agradarnos por otros aspectos, el uso o el interés mismo de nuestros placeres hacen que sea considerada como razonable, tal como ocurre con nuestras óperas, hay que procurar que dicha cosa se aparte de la razón lo menos posible. En Italia yo no podía soportar ver a Catón y a César cantar arietas en el teatro; los italianos, que han to-mado de la historia los temas de su ópera, han mostrado menos gusto que nosotros, que los hemos tomado de la fábula o de los romanos. A fuerza de lo maravilloso, el inconveniente del canto disminuye, porque lo que es tan ex-traordinario parece poder expresarse mejor por medio de una manera menos alejada de lo natural; por otra parte, parece que es algo es-tablecido que el canto puede procurarse en los encantamientos y en el comercio de los dioses una fuerza que las palabras no tienen; allí re-sulta, pues, más razonable, y hemos hecho bien en emplearlo.
 De la consideración de la mejor situación


En la mayor parte de los juegos alegres, la fuente más común de nuestros placeres provie-ne de que, a través de ciertos pequeños acci-dentes, vemos a alguien en un aprieto en el que nosotros no estamos, como en los casos en que alguien se cae, o no puede escapar, o no puede seguir;... del mismo modo, en las co-medias, sentimos placer en ver a un hombre en un error en el que nosotros no estamos.
Así como cuando vemos a alguien caerse nos persuadimos de que tiene más miedo del que debería tener y eso nos divierte , del mismo modo, en las comedias, sentimos placer de ver a un hombre más atribulado de lo que debería estar. Así como nos divierte cuando un
hombre solemne hace algo ridículo, o se en-cuentra en una posición que sentimos que no está de acuerdo con su gravedad , del mismo modo, en nuestras comedias, cuando un viejo es engañado, sentimos placer al ver que su prudencia y su experiencia son burladas por su amor y su avaricia .
[Cuando algún atolondrado se cae, nos di-vierte porque está en una situación en la que puede persuadirse de su atolondramiento; así, en nuestras comedias, cuando un joven hace lo-curas, nos regocija porque juzgamos que siente que no puede sino imputarlas a sí mismo. ]
Cuando un niño se cae, en lugar de reírnos sentimos piedad, porque no es exactamente culpa suya, sino de su debilidad; lo mismo cuando un joven, cegado por su pasión, ha co-metido la locura de desposar a una persona a la que ama, y su padre lo castiga por ello, nosotros nos disgustamos de verlo castigado y tornarse infeliz por haber seguido una inclina-ción natural, y haberse plegado a la debilidad de la condición humana.
En fin, así como, cuando una mujer se cae, todas las circunstancias que pueden aumentar su turbación aumentan nuestro placer, del mismo modo, en las comedias, nos divertimos con todo aquello que puede aumentar la tur-bación de ciertos personajes.
Y todos los placeres están fundados, o en nuestra malignidad natural, o en la aversión que por algunos personajes nos instiga el inte-rés que nos tomamos por otros. Y el gran arte de la comedia consiste entonces en administrar bien este afecto y esta aversión, de manera tal que no nos desmintamos de un extremo de la obra al otro, y que no sintamos ninguna re-pugnancia o arrepentimiento por haber amado u odiado. Pues uno no puede soportar que un carácter odioso se torne agradable, excepto cuando en el carácter mismo existe una razón para ello, y cuando se trata de alguna gran ac-ción que nos sorprende y que puede servir al desenlace de la obra.
 Placer causado por los juegos, caídas, contrastes

Así como en el juego del piquet  tenemos el placer de desentrañar lo que no conocemos a través de lo que conocemos, y así como la be-lleza de tal juego consiste en que parece mos-trarnos todo a pesar de ocultarnos mucho, lo cual pica nuestra curiosidad; así, en las obras de teatro, nuestra alma se ve picada de curio-sidad, porque se le muestran ciertas cosas y se le ocultan otras; ella cae en la sorpresa, porque creía que las cosas que se le ocultan ocurrirían de una cierta manera, y ocurren de otra, y por-que hizo, por decirlo así, falsas predicciones a partir de lo que vio.
Así como la belleza del juego del hom-bre  consiste en un cierto suspenso mezclado
con curiosidad por los tres diferentes aconteci-mientos que pueden ocurrir -ganar la partida, voltear o perder codillo , lo cual hace que uno esté siempre en suspenso y a menudo obligado a cambiar-; así, en nuestras obras de teatro, es-tamos de tal manera en suspenso  y en la in-certidumbre, que no sabemos lo que va a ocu-rrir; y tal es el efecto de nuestra imaginación, que cuando hemos visto la obra mil veces, si es bella, nuestro suspenso y -si he de atrever-me a decirlo- nuestra ignorancia persisten aún; pues entonces nos vemos conmovidos de ma-nera tan intensa por lo que oímos efectivamen-te que ya no sentimos más que lo que se nos dice, y lo que nos parece que debería seguirse de lo que se nos dice; y aquello que por otro lado conocemos solamente de memorian o nos hace ninguna impresión.


Digitalizado por  
http://www.librodot.com



lunes, 14 de enero de 2013

Victor Marie Hugo (1802-1885)


Victor Marie Hugo 
(1802-1885) 

Poeta, novelista y dramaturgo francés cuyas voluminosas obras constituyeron un gran impulso, quizá el mayor dado por una obra singular, al romanticismo en aquel país. 
Hugo nació el 26 de febrero de 1802, en Besançon, y fue educado tanto con tutores particulares como en escuelas privadas de París. Era un niño precoz, que a muy corta edad decidió convertirse en escritor. En 1817 la Academia Francesa le premió un poema y, cinco años más tarde, publicó su primer volumen de poemas, Odas y poesías diversas, que fue seguido por las novelas Han `Islande (1823) y Bug-Jargal (1824), y por los poemas de Odas y baladas (1826). En el prefacio de su extenso drama histórico Cromwell (1827), Hugo plantea un llamamiento a la liberación de las restricciones que imponían las tradiciones del clasicismo. Este encendido llamamiento se convirtió muy pronto en el manifiesto del romanticismo. La censura recayó sobre la segunda obra teatral de Hugo, Marion de Lorme (1829), basada en la vida de una cortesana francesa del siglo XVII, por considerarla demasiado liberal. Hugo se resarció de la censura el 25 de febrero de 1830, cuando su obra teatral en verso, Hernani, tuvo un tumultuoso estreno que aseguró el éxito del romanticismo. Hernani fue adaptada por el compositor italiano Giuseppe Verdi y dio como resultado su ópera Ernani (1844). 
El periodo 1829-1843 fue el más productivo de la carrera de Victor Hugo. Su gran novela histórica Nuestra Señora de París (1831), un cuento que se desarrolla en el París del siglo XV, le hizo famoso y le condujo al nombramiento de miembro de la Academia Francesa en 1841. En otra novela de esta etapa, Claude Gueux (1834), condenó elocuentemente los sistemas penal y social de la Francia de su tiempo. Escribió varios volúmenes de poesía lírica que fueron muy bien recibidos. Entre ellos se cuentan Orientales (1829), Hojas de otoño (1831), Los cantos del crepúsculo (1835) y Voces interiores (1837). Obras teatrales de gran éxito suyas son : El rey se divierte (1832), adaptado por Verdi en su ópera Rigoletto (1851), el drama en prosa Lucrecia Borgia (1833) y el melodrama Ruy Blas (1838). En cambio Les Burgraves (1843) fue un estrepitoso fracaso. 
Al disgusto de Hugo por el fracaso de esta obra se le unió ese mismo año la muerte de su hermana mayor y del marido de ésta, ambos ahogados. Se alejó de la poesía y se dedicó de un modo más activo a la política. Su familia siempre había sido bonapartista, y él mismo, en su juventud, había sido monárquico. En 1845 fue nombrado par de Francia por el rey Luis Felipe, pero cuando se produjo la revolución de 1848, Hugo era ya republicano. En 1851, después del fracaso de la revuelta contra el presidente Luis Napoleón, más tarde emperador con el nombre de Napoleón III, Hugo hubo de emigrar hacia Bélgica. En 1855 dio comienzo su largo exilio de quince años en la isla de Guernsey. 
Durante estos años, Hugo escribió la feroz sátira, Napoleón el pequeño (1852), los poemas satíricos Los castigos (1853), el libro de poemas líricos Las contemplaciones (1856) y el primer volumen de su poema épico La leyenda de los siglos (1859-1883). En Guernsey completó su más extensa y famosa obra, Los miserables (1862), una novela que describe vívidamente, al tiempo que condena, la injusticia social de la Francia del siglo XIX. 
Hugo regresó a Francia después de la caída del Segundo Imperio en 1870, y reanudó su carrera política. Fue elegido primero para la Asamblea Nacional y más tarde para el Senado. Entre las obras más destacables de sus últimos quince años se cuentan El noventa y tres (1874), una novela sobre la Revolución Francesa.


RESEÑA: 
Este clásico de la literatura escrito por Victor Marie Hugo y publicado en 1862, es probablemente una de las novelas de crítica social más logradas de la historia de la literatura. 

El relato de Los Miserables comienza cuando Juan Valjean es condenado a prisión por un pequeño hurto. Cuando logra huir, la cárcel lo ha convertido en un ser embrutecido y marginado por la sociedad. 

Pero la aparición de un buen hombre le hará comprender que puede elegir entre el bien y el mal. Desde ese momento sus actos serán desinteresados y estarán encaminados a ayudar a los demás. 

En Los Miserables Victor Hugo describe la realidad desesperanzada de los sectores bajos del París de mediados de siglo XIX y retrata magistralmente una época plagada de revueltas y cambios que marcarán el principio de una sociedad más justa. 

Fuente. NN.

domingo, 13 de enero de 2013

Johann Wolfgang von Goethe


Johann Wolfgang von Goethe (nació el 28 de agosto de 1749, en Fráncfort del Meno, Hesse, Alemania – murió el 22 de marzo de 1832, en Weimar, Turingia, Alemania) fue un poeta, novelista, dramaturgo y científico alemán que ayudó a fundar el romanticismo, movimiento al que influenció profundamente. En palabras de George Eliot fue `el más grande hombre de letras alemán... y el último verdadero hombre universal que caminó sobre la tierra`. Su obra, que abarca géneros como la novela, la poesía lírica, el drama e incluso controvertidos tratados científicos, dejó una profunda huella en importantes escritores, compositores, pensadores y artistas posteriores, siendo incalculable en la filosofía alemana posterior y constante fuente de inspiración para todo tipo de obras. Sus ideas acerca de las plantas y la morfología y homología animal fueron desarrolladas por diversos naturalistas decimonónicos, entre ellos Charles Darwin. Su apellido da nombre al Goethe-Institut, organismo encargado de difundir la cultura alemana en todo el mundo.

Nacido en el seno de una familia patricia burguesa, su padre se encargó personalmente de su educación. En 1765 inició los estudios de derecho en Leipzig, aunque una enfermedad le obligó a regresar a Frankfurt. Una vez recuperada la salud, se trasladó a Estrasburgo para proseguir sus estudios. Fue éste un período decisivo, ya que en él se produjo un cambio radical en su orientación poética. Frecuentó los círculos literarios y artísticos del Sturm und Drang, germen del primer Romanticismo y conoció a Herder, quien lo invitó a descubrir a Homero, Ossian, Shakespeare y la poesía popular.

Fruto de estas influencias, abandonó definitivamente el estilo rococó de sus comienzos y escribió varias obras que iniciaban una nueva poética, entre ellas Canciones de Sesenheim, poesías líricas de tono sencillo y espontáneo, y Sobre la arquitectura alemana (1773), himno en prosa dedicado al arquitecto de la catedral de Estrasburgo, y que inaugura el culto al genio.

En 1772 se trasladó a Wetzlar, sede del Tribunal Imperial, donde conoció a Charlotte Buff, prometida de su amigo Kestner, de la cual se prendó. Esta pasión frustrada inspiró su primera novela, Los sufrimientos del joven Werther, obra que causó furor en toda Europa y que constituyó la novela paradigmática del nuevo movimiento que estaba naciendo en Alemania, el Romanticismo.

De vuelta en Frankfurt, escribió algunos dramas teatrales menores e inició la composición de su obra más ambiciosa, Fausto, en la que trabajaría hasta su muerte, en ella, la recreación del mito literario del pacto del sabio con el diablo sirve a una amplia alegoría de la humanidad, en la cual se refleja la transición del autor desde el Romanticismo hasta el personal clasicismo de su última etapa. En 1774, aún en Frankfurt, anunció su compromiso matrimonial con Lili Schönemann, aunque rompió el noviazgo dos años más tarde, tras aceptar el puesto de consejero del duque Carlos Augusto, se trasladó a Weimar, donde estableció definitivamente su residencia.
Empezó entonces una brillante carrera política (llegó a ser ministro de Finanzas en 1782), al tiempo que se interesaba también por la investigación científica. La actividad política y su amistad con una dama de la corte, Charlotte von Stein, influyeron en una nueva evolución literaria que le llevó a escribir obras más clásicas y serenas, abandonando los postulados individualistas y románticos del Sturm und Drang. En esa época empezó a escribir Los años de aprendizaje de Wilhelm Meister (1795), novela de formación que influiría notablemente en la literatura alemana posterior.

En 1786 abandonó Weimar y la corte para realizar su sueño de juventud, viajar a Italia, el país donde mejor podía explorar su fascinación por el mundo clásico. De nuevo en Weimar, tras pasar dos años en Roma, siguió al duque en las batallas prusianas contra Francia, experiencia que recogió en Campaña de Francia (1822). Poco después, en 1794, entabló una fecunda amistad con Schiller, con años de rica colaboración entre ambos. Sus obligaciones con el duque cesaron (tan sólo quedó a cargo de la dirección del teatro de Weimar), y se dedicó casi por entero a la literatura y a la redacción de obras científicas.

La muerte de Schiller, en 1805, y una grave enfermedad, hicieron de Goethe un personaje cada vez más encerrado en sí mismo y atento únicamente a su obra. En 1806 se casó con Christiane Vulpius, con la que ya había tenido cinco hijos. En 1808 se publicó Fausto y un año más tarde apareció Las afinidades electivas, novela psicológica sobre la vida conyugal y que se dice inspirada por su amor a Minna Herzlieb. Movido por sus recuerdos, inició su obra más autobiográfica, Poesía y verdad (1811-1831), a la que dedicó los últimos años de su vida, junto con la segunda parte de Fausto.



Las desventuras del joven Werther, escrita por Wolfgang Goethe, publicada por primera vez en 1774, es la novela, escrita en forma epistolar, que abrirá el paso al romanticismo y encabezará el movimiento nacional del Sturm und Drang. Además, será la primera obra nacional conocida internacionalmente.

La trama es muy sencilla: Werther, un joven apasionado y sentimental, abandona su ciudad para retirarse a una aldea, donde vive tranquilo, dedicado a la pintura y a la lectura. En un baile conoce a Lotte, que ya está comprometida con Albert. Bailaron juntos la alemana y Werther se enamora de ella perdidamente aún sabiendo que ella ya está prometida con Albert, que se encuentra de viaje. Albert representa el orden, la frialdad la clase social alta de la época. Aprovechando la ausencia de éste, Werther visita con frecuencia a la joven. Cuando Albert vuelve, traba amistad con Werther. Éste aún dudando de los sentimientos de Werther, le permite continuar viendo a Lotte. El amor que siente Werther va en aumento cada día que pasa, y se acrecienta mucho más aún cuando adivina que Lotte, arrastrada por la fuerza de su pasión, se siente atraída hacía él también. Werther decide que alguno de los tres ha de morir, y ése será él. Va a visitar a Lotte el domingo antes de Nochebuena. Lotte pide a Werther que le lea su traducción de Ossian y se echan a llorar porqué veían su propio infortunio en el destino de esos nobles héroes. Entonces es cuando Werther, desesperado, se atreve a besar a Lotte y se despiden con un --¡Adiós para siempre!``, Lotte intuía la idea de Werther. Werther, manda al criado para pedir prestadas las pistolas de Albert para su viaje, que Lotte le entrega temblando. Werther se suicida y es descubierto por su criado, quien avisa al médico y a Albert. Al enterarse de la desgracia, Lotte se desmaya. Expira a las doce del mediodía.

El Werther es un llamamiento a la libertad, al amor, al sensibilismo, al sentimiento, a todo aquello que nos hace humanos y una crítica de la sociedad del Clasicismo.

Fuente: NN.

sábado, 12 de enero de 2013

ENFERMEDAD Y CREATIVIDAD EN LA OBRA DE THOMAS MANN y EN EL PSICOANÁLISIS.




CARPETA
Oscar Espinosa Restrepo
Médico-Psicoanalista
Cali

ENFERMEDAD Y CREATIVIDAD EN LA OBRA
DE THOMAS MANN y EN EL PSICOANÁLISIS.


"La salud ..Evidentemente no tiene mucho en común
con el espíritu y el arte; es más) forma cierto contraste con ellos)
y en todo caso jamás se han preocupado uno del otro >
Thomas Mann, Doctor Faustus.


Thomas Mann es tal vez el más fecundo de
los novelistas alemanes y uno de los ensa
yistas más brillantes de la primera mitad del
siglo XX. Nacido en 1875, casi veinte años
después de Freud, comienza a escribir a finales del siglo
XIX, por la época de Interpretación de los sueños, obra de Freud
que aparece un año antes que la primera gran novela de
Mann, Los Buddenbrook.
Thomas Mann, quien recibió el premio Nobel de literatura
en 1929 por La montaña mágica, interviene activamente
para que Freud reciba a su turno el premio Goethe de literatura
alemana, el más importante reconocimiento a los escritores
de esa lengua. Esta relación personal se fundaba en
la correlación que lenta pero decididamente se fue estableciendo
entre las respectivas obras; Freud no escribió otra
cosa que los resultados de sus investigaciones clínicas y las
elaboraciones teóricas correspondientes y, por supuesto, las
reflexiones que ello le obligaba a formular sobre los grandes
temas humanos; Thomas Mann articula su obra literaria
y ensayística, en un empecinado esfuerzo de penetración
psicológica del mundo moderno, viéndose por esto mismo
conducido hacia el pensamiento de Freud; encuentro
predestinado, además, por el dominio soberano que ambos
tenían de la misma lengua.
"La salud ..Evidentemente no tiene mucho en común
con el espíritu y el arte; es más) forma cierto contraste con ellos)
y en todo casojamás se han preocupado uno del otro >J
Thomas Mann, Doctor Faustus
Nuestro propósito no es, sin embargo, seguir paso a
paso la evolución de la relación de Thomas Mano con Freud
como pensador y con el psicoanálisis como doctrina, sino
enfocar con percepción analítica la evolución de un problema
específico en la obra del novelista: la relación compleja
entre el pensamiento creador y la enfermedad, primordialmente
la enfermedad que se convierte en amenaza constante
a la mente y/o a la vida.
Comenzaremos destacando que los primeros contactos
entre el novelista y el clínico, a nivel de teoría del funcionamiento
de la mente, se dieron según parece por la lectura
que hizo el primero de los Tres ensqyos sobre la teoría de la
sexualidad del segundo, obra que se publicó en 1905. La
evidencia de tal lectura se transparenta en La montaña mágica
y la ambivalencia que suscitó en el ánimo del literato se transparenta
en la ironía con la que matiza el impacto cuando lo
transmite en la representación novelada. Muchos años más
tarde, Mann hablará directamente de ese primer encuentro,
por ahora hace hablar a sus personajes inventados; uno de
estos personajes, el doctor Krokovski, parece creado específicamente
para darle, ambiguamente, la palabra a las primeras
tesis freudianas, pues representa a un psicoterapeuta
que ejercía su oficio con los huéspedes tuberculosos del
Berghof, el sanatorio que sirve de escenario a la novela. La

ambigüedad que menciono se da en el hecho de compartir
el doctor Krokovski su práctica analítica con el hipnotismo,
el espiritismo y en cierta medida con el tipo de conferencias
que dicta a sus pacientes, conferencias sobre el amor y la
sexualidad que resultan francamente estimulantes para los
asistentes. Además, vestía siempre de negro, lo cual, según
Settembrini, otro de los protagonistas principales, portavoz
del discurso racionalista y progresista, se debe a que "representa
las potencias de la noche y de la muerte".
La prueba de la lectura que comento se da en la comparación,
mediante el método de la doble columna, que se
puede hacer entre las palabras de Krokovski en una de sus
conferencias y los conceptos expuestos por Freud en los
Tres ensqyos. Pero para nuestro propósito basta citar frases
de Krokovski y las correspondientes del texto de Freud,
porque las que aparecen en la novela son pura transcripción,
elaborada literariamente, de las del ensayo. Dice éste
último: "La vida sexual de los enfermos se manifiesta exclusivamente,
o en gran medida por esos síntomas. Estos
no son sino vida sexual del enfermo", Krokovski lo reproduce
textualmente, con modificaciones de estilo: "El síntoma
era una actividad amorosa disfrazada y toda enfermedad
era amor metamorfoseado". Podríamos seguir con la
cita doble por mucho rato, pero repito que no es mi intención
probar exhaustivamente algo que es evidente por sí
mismo para quien haya leído el texto de Mann y conozca a
Freud.
Lo que quiero destacar es la tesis de una relación, en
esencia causal según el novelista, entre la enfermedad y la
genialidad. Dicha tesis tiene su más amplio desarrollo en la
gran novela de la segunda postguerra mundial: Doctor Faustas,
publicada en 1949; es la última novela mayor del autor, quien
morirá seis años más tarde, años durante los cuales escribió
numerosos ensayos que suscriben y afinan sus concepciones.
También se puede subrayar que de esa novela yesos
ensayos trasciende una afinidad cada vez mayor con los igualmente
finales planteamientos de Freud en El porvenir de una
ilusión y malestar en la cultura.
El tema de la novela es "el de una inspiración patológicamente
escabrosa", en el curso de la vida de un músico
genial que se hundirá en las tinieblas de la locura sifilitica,
precedidas de una verdadera orgía de creación, de la cual
sobresalen un oratorio apocalíptico y un 'Canto de dolor
del doctor Faustus', agonía y testamento de la razón del
gema.
Las peripecias intelectuales que la enfermedad va a desarrollar
en Adrian Leverkuhn, el protagonista de la obra,
nos hacen pensar en el discurso que su autor puso en boca

de Naphta, 30 años antes, cuando hizo de este judío exjesuita,
un contradictor permanente del discurso humanista
y ftlantrópico del latino Settembrini: "La enfermedad es
perfectamente humana -replicó inmediatamente Naphta-,
pues ser hombre es estar enfermo. En efecto, el hombre es
esencialmente un enfermo, y el hecho de que esté enfermo
es propiamente lo que hace de él un hombre, y quien desee
curarle, llevarle a hacer la paz con la naturaleza, 'volver a la
naturaleza' (en realidad no ha sido nunca natural ), todo lo
que hoy se exhibe en materia de profetas, regeneradores,
vegetarianos, naturistas y otros, toda la especie de Rousseau,
por consiguiente, no busca otra cosa que deshumanizarle y
aproximarle al animal. ¿La humanidad, la nobleza? Lo que
distingue al hombre de toda otra forma de vida orgánica es
el espíritu, ese ser netamente despegado de la naturaleza y
que se siente opuesto a ella. Es, pues, e! espíritu de la enfermedad,
de lo que depende la dignidad del hombre y su
nobleza. 'En una palabra, es tanto más hombre cuanto más
enfermo está, y el genio de la enfermedad es más humano
que el genio de la salud'. Era sorprendente que alguien que
se las echaba de filántropo cerrase los ojos ante tales verdades
fundamentales de la humanidad. El señor Settembrini
no se preocupaba más que del progreso, como si e! progreso,
suponiendo que existiese, no fuese debido únicamente
a la enfermedad, es decir al genio, que no era otra cosa que
la enfermedad. Como si los hombres completamente sanos
no hubiesen vivido siempre de las conquistas de la enfermedad.
Existían hombres que habían penetrado conscientemente
en las regiones de la enfermedad y de la locura
para conquistar, para la humanidad, conocimientos que iban
a convertirse en salud después de haber sido conquistados
por la demencia, y cuya posesión y uso, después de! sacrificio
heroico, ya no se hallarán por más tiempo subordinados
a la enfermedad y a la demencia." (plaza y Janés 1983
p.482).
El desarrollo de los temas novelísticos sigue en Thomas
Mann esta dialéctica que pone e! acento vital en la enfermedad
y por consiguiente en la muerte. Los destinos de los
pensadores atormentados que ama y sus grandes obras
aparecen una y otra vez entretejidos con los destinos de sus
personajes imaginarios. Son incontables las citas secretas, o
las referencias explícitas a Schopenhauer, considerado como
su educador al lado de Nietzsche, a Dostoyevsky, novelista
abisal para quien el alma no tiene secretos, a Chejov minado
por la tuberculosis pero lúcido y heroico, a Schiller, también
carcomido por la tisis y la hipocondría, que sin embargo se
encadena a sí mismo como un galeote al trabajo, paradigma
de! genio enfermo, "sublime hijo de la vida madrastra",

que le "prohibe a su mal influir sobre la jovialidad y la audacia
de su alma", consciente además, y agradecido, de lo
que su sensibilidad le debe a la enfermedad. Y está también
presente en su obra la admiración por Wagner quien desarrolló
un trabajo de gigante con fuerzas enanas y siempre
con el temor de una muerte prematura. Presente, también,
Goethe de quien no deja de señalar que "desde los años del
Werther (...) mantenía una amistad amenazada con la vida.
Pero a él le gustaba jugar al hijo de la tierra, sólido como un
roble, y vanagloriarse de su duración y longevidad".
En uno de los últimos ensayos sobre Schiller y Dostoyevsky
se exalta nuevamente "la grandeza religiosa de los
malditos" y el carácter "sagrado" de la epilepsia; Dostoyevsky
debería a ese "mal místico" "su penetración psicológica,
su familiaridad con el crimen, lo que el apocalipsis
llama profundidades satánicas, y ante todo su aptitud para
sugerir el misterio de la culpa y hacerla surgir del trasfondo
de la existencia y de sus criaturas, a veces aterradoras."
Este tratamiento del tema de Dostoyevsky y su enfermedad
nos permite de nuevo hacer la confrontación con el
psicoanálisis, porque Freud comparte la infinita admiración
por el escritor ruso pero afronta el problema de la enfermedad
y sus desarrollos literarios sin la exaltación, un tanto
melodramática, que acabamos de citar, aunque por supuesto
coincide con la vislumbre genial del novelista alemán al representarse
el ataque epiléptico como un equivalente orgásmico.
En el estudio sobre Dostqyevski y el parricidio, Freud
distingue claramente entre el literato, el neurótico, el pensador
ético y el pecador Dostoyevsky. La contradicción entre
la vida de Dostoyevsky y la de sus personajes la resuelve
"inteligiendo que la fortísima pulsión destructiva de
Dostoyevsky que fácilmente lo habría convertido en un criminal,
en el curso de su vida se dirigió sobre todo a su
propia persona (hacia adentro en lugar de hacia afuera) y
así se expresó como masoquismo y sentimiento de culpa.
Empero le restaban a su persona sobrados rasgos sádicos
que se exteriorizaban en su irritabilidad, manía martirizadora,
intolerancia aún hacia las personas amadas y también
salían a la luz en la manera que trataba a sus lectores como
autor. Vale decir, en las pequeñas cosas era sádico hacia
afuera; en las cosas mayores, sádico hacia adentro y por
tanto masoquista, o sea el más blando, manso y solícito de
los hombres"(Amorrortu XXI 176).
En el pensamiento de Freud, la neurosis no es la causa
de la genialidad de Dostoyevsky sino, por vía del sentimiento
de culpa, un factor inhibitorio del pensamiento que
lo lleva a una identificación con el agresor, a una alianza con
sus carceleros, a una posición reaccionaria en política y religión.
Del diario de la segunda esposa del escritor extrae
Freud la conclusión de que sólo cuando se había expresado
mediante el auto castigo la culpa inconsciente (perder todo
en el juego) quedaba libre la mente para una verdadera orgía
de creación literaria. La pasión masoquista es de lo que
había que desprenderse mediante la catarsis del juego para
que la inspiración llegara; el juego es aquí una conversión de
masoquismo sexual en masoquismo moral, una desviación
de la libido que sustituye un objeto por otro. y, haciéndole
justicia a Thomas Mann, debemos resaltar que, en última
instancia, lo que importa es el origen del mal en el campo
de lo erótico, que conlleva por un lado la compulsión del
síntoma y por otro la pulsión creadora.
También en Nietzsche se subraya el origen erótico de la
enfermedad, con prudencia y belleza se describe como un
"mal cuyo origen sexual es manifiesto e incontestable y en el
cual la ciencia ha descubierto una contaminación erótica"
Henos aquí ante misteriosas enfermedades, sobrecargadas
de sufrimiento y de conocimiento, en las que Eros recibe
de Tánatos el impulso, podríamos decir también, la compulsión,
a la creación y lo podemos leer, textualmente, en
Nobleza de Espíritu: "Es lo propio de tal mal (la sífilis)
provocar por hiperemia de los centros cerebrales afectados,
una embriaguez donde se suceden oleadas de felicidad
y de potencia en las que las fuerzas de la vida se exaltan subjetivamente,
en las que la capacidad de esfuerzo productivo
se acrecienta realmente, aunque médicamente hablando todo
eso no sea sino patología. Antes de hundir su víctima en la
noche intelectual y matarla, le dispensa las experiencias ilusorias,
ilusorias en el sentido del hombre sano y normal, de
la potencia y de la facilidad soberanas, que le sugieren en un
estremecimiento, un sentimiento de respeto por sí mismo,
la convicción que desde hace miles de años nada como eso
se ha producido; lo conduce a considerarse como un instrumento
de la divinidad, como un receptáculo de la gracia
y como un dios en persona"(Noblesse de l'esprit 222).
Por supuesto ni Mann ni Freud piensan que toda enfermedad
cerebral sifilítica puede engendrar a Zaratustra, o todo
epiléptico inventar Los hermanos Karamazov. La enfermedad
como potencia creadora se desarrolla a partir de algo que
sólo hay en los Nietzsche y Dostoyevsky, o sus pares; algo
que tiene que ver con la libertad indómita de un espíritu.
La libertad nos hace verdaderos, lo sabe el psicoanálisis
cuando propone la libre asociación, la libertad de palabra,
para acceder a la verdad de un sujeto. Se invierte la promesa
cristiana: la verdad -¿cual verdad?- os hará libres. ¿Libres a
partir de una verdad preestablecida? Eso parece más bien
la esclavitud.
REVISTA
COLOMBIANA
DE PSICOLOGíA
49
CARPETA
El hombre más creador que ha existido sobre la tierra
ha sido también el más libre: Leonardo da Vinci, del cual
dijo Paul Valery que no se había dado en la historia de la
humanidad libertad más inaudita. Freud por su parte dedica
uno de sus más profundos ensayos a la investigación de la
libertad y la creatividad de Leonardo.
En "Un Recuerdo Infantil de Leonardo da Vinci" (Santiago
Rueda VIII), Freud demostró que la libertad de
Leonardo tuvo que ver con el hecho de que no perteneció a
una sola madre; fue hijo del deseo y no del deber y la madre
natural, en el pleno sentido de la palabra, la campesina que le
dio la vida y los primeros cuidados amorosos, lo entregó a
una segunda ternura, la de la esposa infértil de Ser Piero da
Vinci, que de genitor pasa a ser padre cuando el niño contaba
escasos cinco años. Tampoco le faltó un segundo padre,
el padre ideal que tenían los jóvenes talentos artísticos cuando
se iban a vivir en calidad de aprendices al taller de un
reconocido Maestro en su arte; para Leonardo adolescente
el padre maestro fue El Verrocchio, en hermandad de aprendizaje
con Botticelli y Perugino. Es en este caso a Freud a
quien le toca referirse a la fama de chiflado que se expandía
desde la vida de Leonardo, excéntrica para sus contemporáneos,
quienes se sorprendían de que en vez de terminar
sus cuadros dedicara tanto tiempo a investigaciones extemporáneas.
Pero, eso mismo, es lo que motiva a Freud a buscar
un mecanismo que, más allá de la locura o la enfermedad,
dé cuenta de tan intensa pasión de saber; se trata de
preguntarse por la pulsión responsable de la tendencia a lo
inconcluso.
Textualmente afirma Freud: "La penosa lucha con la
obra, su abandono y la indiferencia con respecto a su destino
subsiguiente pueden ser caracteres comunes a muchos
artistas, pero Leonardo nos lo muestra en su más alto grado"
(173); sin embargo, no todo es neurosis o chifladura, es
más bien fruto de la libertad y la riqueza: "Sería injusto tacharle
de ligero o inconstante. Observaremos por el contrario,
una extraordinaria profundidad y una gran riqueza de
posibilidades entre las que vacila la fortuita elección del artista,
elevadísimas aspiraciones apenas realizables y una intensa
coerción de la ejecución, que no llega a resultar explicable
por la fatal impotencia del artista para conseguir plenamente
su propósito ideal" (174).
Es evidente que Freud no le da el mismo alcance que T.
Mann, a las diferencias radicales entre el hombre genial y la
gente que podríamos considerar normal, aunque sí subraya
de todas maneras esa diferencia al afirmar que Leonardo
"parecía indiferente al bien y al mal y pedía que se le midiera
con una medida especial" (174). Subraya también, por su-
50 No.9AÑOMM
U. NACIONAL DE COLOMBIA
BOGOTÁ. OC.
puesto, la originalidad de su posición libidinal: "En una época
que veía luchar la sensualidad más ilimitada con la más rigurosa
ascesis, era Leonardo un ejemplo de fría repulsa sexual,
inesperada y singular en un artista, pintor de la belleza femenina"
(175).
La clave de la que parte Freud para resolver el enigma
Leonardo, es un aforismo que aparece en sus escritos: "Nessune
cosa sipuó amare ne odiare, seprima non si ha cognition di que/la" .
Leonardo es pues un "Fausto italiano", en concepto de
Freud, pero en contravía como Adrian Leverkühn, el Fausto
de Mann, porque el Fausto de la leyenda, retomado por
Goethe en su obra maestra, es el sabio que anhela diabólicamente
revertir el saber en libido, en Eros, para volver a
vivir; es una ansia de vivir que recupera las energías puestas
en el saber y Leonardo, por el contrario, es el paradigma
más universal de la conversión de la pasión en ansia de saber,
converrir la vida en obra parece ser su divisa, como la
del músico inventado por T. Mann.
Sabemos que tales transformaciones "de la fuerza instintiva
psíquica en diversas actividades no son realizables sin
una pérdida" (180) y por eso "el aplazamiento del amor
hasta después de haber adquirido el conocimiento se convierte
en sustitución". (180) Esto es de alguna manera lo
que plantea T. Mann en la elaboración de sus protagonistas
que encarnan creadores artísticos desde Tonio Kroger hasta
el Doctor Faustus, e igualmente en sus estudios de los grandes
y amados literatos, recogidos en el volumen El artista] la
sociedad (Guadarrama, 1975). Es algo siempre actual que se
rescata del anacronismo del melodrama del genio loco que
se puso de moda en las postrimerías del romanticismo.
La lucidez de Freud nos revela el proceso mismo mediante
el cual una pasión perturba otra, el proceso que en
Leonardo permite que la mente del investigador paralice la
mano del pintor; se trata de una desviación de la libido, la
cual se concentra, en el caso del "Fausto italiano", en el acontecer
físico del mundo hasta tal punto que le permite, gracias
a su poder de observación, escribir con gruesos caracteres
en su cuaderno de notas: Il sole non si muo ve, y es el
primero en afirmarlo después de Aristarco, el griego de
Samas y poco antes que los estudios astronómicos de
Copérnico lo confirmara. Es un poder de observación y
una curiosidad frente a la naturaleza que inevitablemente
debemos considerar, con Freud, ligada a la investigación
sexual de la temprana infancia, que en vez de sucumbir al
fracaso como la de la mayoría de los niños, escapó a la
represión, sublimándose desde un principio, en ansia de saber;
la pulsión originalmente poderosa de por si en vez de
ser reprimida sufre un incremento, el cual incluso le da cier-
to carácter obsesivo, y en este caso particular de Leonardo
pudo llegar a convertirse en un verdadero sustitutivo de la
actividad sexual.
Vale la pena citar aquí textualmente a Freud en los párrafos
en que nos expone con un gran poder de síntesis lo
esencial de su teoría de la sublimación: "Del ansia de saber
del niño, testimonia su incansable preguntar, que tan enigmático
parece al adulto mientras no se da cuenta de que
todas estas preguntas no son sino rodeos en torno a una
cuestión central y que no pueden tener fin porque el niño
sustituye con ellas una única interrogación que, sin embargo,
no planteará jamás directamente ... De todo esto, nos proporciona
una completa explicación la investigación psicoanalítica,
mostrándonos que muchos niños, quizá la mayoría,
y desde luego los más inteligentes, atraviesan, a partir de los
tres años, un estadio que podríamos calificar de período de
la "investigación sexual infantil" (...) La investigación recae
sobre el problema del origen de los niños, como si el infantil
sujeto buscase el medio de evitar un tan indeseado acontecimiento
... el niño rehusa creer los datos que sobre esta
materia le suelen ser proporcionados ... En adelante, investiga
por sus propios medios ... forja teorías ... pero como su
propia constitución sexual no es apta aún para la procreación,
su investigación del origen de los niños tiene que fracasar
necesariamente y es abandonada con el convencimiento
de que nunca conducirá a la solución deseada. La impresión
de este fracaso de la primera tentativa de independencia
intelectual, parece ser muy duradera y deprimente." A partir
de ahí "surgen para los destinos ulteriores del instinto de
investigación, tres posibilidades diferentes, derivadas de su
temprana conexión con intereses sexuales. La investigación
puede, en primer lugar, compartir la suerte de la sexualidad,
y entonces queda coartado, a partir de este momento, el
deseo de saber y limitada la libre actividad de la inteligencia,
quizá para toda la vida ... Es este el tipo de la coerción
neurótica ... En un segundo tipo, el desarrollo intelectual es
suficientemente enérgico para resistir la represión sexual que
sobre él actúa. Algún tiempo después del fracaso de la investigación
sexual infantil, la inteligencia, robustecida ya, recuerda
su anterior conexión y ofrece su ayuda, para eludir la
represión sexual y la investigación sexual reprimida retorna
desde lo inconsciente en forma de obsesión investigadora ...
El tercer tipo, el más perfecto y menos frecuente, elude
tanto la coerción del pensamiento como la obsesión intelectual
neurótica, merced a una disposición especial. La represión
sexual tiene también efecto en este caso, pero no
consigue transferir a lo inconsciente un instinto parcial del
deseo sexual. Por el contrario, escapa la libido a la represión,
sublimándose desde un principio en ansia de saber e
incrementando el instinto de investigación, ya muy intenso
de por sí." (183-184-185).
Esta solución freudiana no necesita plantear la locura y
mucho menos la neurosis como génesis primordial del genio.
La locura es una visión del medio social, que considera
loco todo rompimiento de sus moldes tradicionales, de sus
normas estrechas, de sus costumbres convertidas en leyes.
Digámoslo con precisión: el genio es portador de una lucidez
y de una anticipación, que la sociedad no soporta en su
seno, la expulsa de sí y la sitúa en el espacio de la locura. Es
entonces la locura una categorización producida a partir de
la sociedad, no es una enfermedad producto de un mal.
Establecer una identidad entre mal y enfermedad es idiotez
para T. Mann y también para Freud, quien desde los
primeros esfuerzos para teorizar los resultados de su práctica
clínica no hizo otra cosa que buscar la formulación de
una teoría general del funcionamiento psíquico a partir de la
psicopatología. Es un planteamiento que en T. Mann llega
al arrebato lírico: "La vida no es una remilgada, la enfermedad
fecunda la enfermedad que dispensa el genio, en intensa
lucha arrasa los obstáculos, en un galope irresistible salta
ebria de audacia de roca en roca, esta enfermedad le es mil
veces más cara que la salud que se atasca y se arrastra. La
vida no hace maneras y las distinciones morales entre enfermedad
y salud no le incumben. Ella se apodera de productos
elaborados por el mal en su temeridad, los devora, los
digiere, y cuando los ha asimilado, es la salud." (Noblesse
de l'esprit 225).
En otros términos: para T. Mann "hay conquistas del
alma y del conocimiento que son impensables sin la enfermedad,
sin la locura, sin el crimen del pensamiento" ... "los
grandes enfermos son crucificados, son víctimas inmoladas
a la humanidad, a su ascensión, a la extensión de su sensibilidad
y de su saber, en síntesis, a su más alta salud" (236).
No nos debe extrañar el romanticismo apasionado de
estas formulaciones puesto que T. Mann comienza a escribir
a fines del siglo XlX, cuando después de una reacción
naturalista, la literatura retoma los temas del hastío, la enfermedad
y la muerte como símbolos del siglo que fenece, y
los convierte en refutación de la vida burguesa y del mundo
industrializado. Estos artistas y escritores se auto denominaron
simbolistas, o aceptaron con orgullo el epíteto despectivo
de decadentistas, porque consideraban que nada de la
civilización mercantil que les había tocado en suerte merecía
sobrevivir; coherentemente con ello amaban a Kropotkin,
teórico del anarquismo, publicaron la fórmula de la dinamita
en una de sus revistas parisienses de poesía, aplaudie-
ron las bombas de los seguidores occidentales de Bakunin
y admiraban las almas torturadas a lo Osear Wilde, agotadas
en el combate contra la "plebeyez" del mundo moderno
y la hipocresía de la época conocida como victoriana,
época en la cual tanto Freud como T. Mann comenzaron a
publicar sus escritos.
T. Mann no abandonará nunca su vida burguesa, pero
ya en su primera novela describe con feroz ironía la decadencia
de esa vida, la pérdida de vitalidad, de brillantez, de
prestigio y de creatividad, la cual se refugia en los desadaptados
vástagos que como Hanno Buddenbrook, prefieren
el arte al poder, la invención de la vida a la vida misma.
Hasta los albores del siglo XX resuena el apóstrofe
del escritor simbolista francés, muerto hace cien años, Villiers
de L'Isle-Adam: "¿Vivir? Los sirvientes lo harán por
nosotros" .
Este asco por las exigencias groseras de la vida práctica,
es compartido por una generación de novelistas que inventaron
la novela psicológica, con todos sus buenos y malos
frutos.
También sociólogos y juristas como Max Nordau y
Cesare Lombroso con sus trabajos finiseculares sobre genio
y locura contribuyeron a la propagación del satanismo
fácil y de todo lo que condujo al irracionalismo que cabalga
entre los siglos XIX y XX. Corrientes irracionalistas que
no deben ser confundidas con el psicoanálisis, el cual surge
exactamente en la misma época; dicha confusión, por un
momento se dio en T. Mann, pero él mismo la refutó proclamando
que Freud era el enemigo número uno del irracionalismo,
puesto que su pensamiento lo explica, no lo
promueve, lo disuelve, no lo extiende y pretende reducir su
influencia en la conducta humana hasta donde sea humanamente
posible. "Allí donde ello está he de advenir yo "es la
consigna de Freud, que hace estallar los mitos adorados
por Hitler. No sin razón dijo un día T. Mann que la furia
con que Hitler se apoderó de Viena tenía como blanco
principal a S. Freud, quien podía considerarse su enemigo
personal.
El debate interior que exalta la prosa de T. Mann entre
el irracionalismo del pathos postromántico y la lucidez freudiana,
que también es fruto tardío del romanticismo alemán,
es un debate entre "la genialidad demoníaca" y la
"voluntad de poder" que es fundamentalmente poder sobre
sí mismo, convertido en saber y pensamiento. Este debate
que ya hemos situado entre los dos últimos siglos, en
el tiempo, en el espacio europeo y en la época en que el
romanticismo se convierte en modernismo, produce en T.
Mann percepciones que conservarán plena vigencia hasta

nuestros días, mal llamados postmodernistas y de nuevo
finiseculares, Entre esas percepciones es importante destacar
la crítica a la pseudo neutralidad científica que pretende
definir la enfermedad 'sólo desde un enfoque mezquinamente
biológico. Por consiguiente, también la salud para T.
Mann es algo que se sale de las manos del poder médico
contemporáneo, y de la concepción recreativa de la vida y
se inscribe como gravedad de la existencia, lograda en lucha
ardua contra todo lo que la amenaza interiormente.
Son puntos de vista que T. Mann defiende con seriedad
pero con humor y alegría artísticamente irónica. Para él los
grandes artistas, por enfermos que sean o parezcan, son los
portadores de la verdadera salud que se da en la lucha trágica,
en sentido griego, con el destino. En su concepción no
cabe el simple bienestar orgánico, garante del orden, sino el
"quantum de enfermedad que se es capaz de soportar y
transformar en salud".
Antes del nazismo, durante su tiranía y después de su
aparente liquidación, T. Mann denuncia en sus obras que la
glorificación de la salud física es una idea bárbara de la cual
no es raro que se desprendan purificaciones étnicas y sistemas
totalitarios de control sobre la vida, es una ideología
médica que como lo previó T. Mann se convirtió en culto
racista y pretexto de exterminio genocida.
El mejor aliado que tuvo T. Mann en la acción de criba
que le permitió separar la paja del ir racionalismo del grano
de la verdad psíquica, de la verdad del inconsciente, fue
Freud; pensador que, pese a algunas metáforas y formulaciones
heredadas de su formación positivista, se convierte
en la avanzada de lo que llegaría a ser con Lacan la refutación
de la idea del hombre definido biológicamente, y ello
sin caer en la idea del destino trascendente de la vida humana.
En verdad es un falso dilema, el de biología o trascendencia,
porque convalida disyuntivas igualmente falsas como
enfermo o tarado, loco o peligroso, malo o degenerado;
son categorizaciones que puso de moda la ideología facsista,
las cuales se ven renacer nada menos que en las investigaciones,
cuantiosamente remuneradas del National Institute of
Health de Washington, investigaciones disfrazadas de búsquedas
genéticas de las condiciones de la predelincuencia y
de la violencia que inequívocamente apuntan a la represión
de las minorías étnicas, mediante el desprestigio y la difamación,
considerándolas como portadoras de las semillas
del mal, al igual que sucedió durante siglos con los judíos de
Europa antes de ser convertidos por millones en humo y
cenizas. No dudamos que hoy muchos políticos europeos y
norteamericanos sueñan con esa "solución final" del, para
ellos, problema de negros, moros e hispanos.

En buena lectura, lo que muy pronto aparece en la escritura
de T. Mann es la certidumbre, apoyada con reconocimiento
en el pensamiento de Freud, de la unidad de cuerpo
y espíritu, lo cual tiene efectos simbólicos determinados y
determinantes dentro del proceso cultural que constituye al
hombre a todos los niveles. Se trata de una compleja integración
que involucra a la enfermedad y a la salud en lo
espiritual humano.
T. Mann, con Freud aprendió a sopesar diferencias cualitativascon
diferencias cuantitativas, al igual que Hans Castorp,
su protagonista de La montaña mágica, aprendió con el doctor
Krokovski y de su observación personal que los enfermos
del Berghof no eran sólo tísicos y que lo que sucedía
en sus pulmones tenía sentido y no solo causas; Hans Castorp
tampoco ignora que hay una alquimia transmutante perpetua
y de doble vía entre organismo y mente y sabe, antes
que Lacan lo precise, que el síntoma queda absorbido en
una cadena de significantes sin valor fijo absoluto. Es el síntoma
algo secundario, como todo significante en sí, por no
decir que es nada, por fuera del contexto significante, pues
solo ahí puede hablar; en esa estructura simbólica entregaría,
según Mann, sus dones a enfermos privilegiados, que a
su turno aportan sus bacilos, sus espiroquetas, sus "infinitamente
pequeños" como los denomina el Diablo en el Doctor
Faustus, o sus circunvoluciones cerebrales irritadas, a la
creación y a sus avatares angélico-diabólicos.
En La montaña mágica T. Mann, Hans Castorp y
Krokovski se identifican como "idealistas de lo patológico",
que mantienen una alianza de puntos de vista secretamente
compartidos sobre la "potencia del espíritu" en el
"combate con la materia"
En el Doctor Faustus, escrito casi treinta años más tarde,
con todo el bagaje freudiano ya incorporado a su sabiduría
literaria, el narrador asume plenamente la tesis favorita, que
hoy podríamos denominar psicosomática; cito: "Es necesario
admitir una cierta fuerza milagrosa y naturalmente emanada
del alma, una facultad de acción sobre lo orgánico y lo
corporal apta a condicionarlos y modificarlos". Podríamos
incluso decir que T. Mann dota al inconsciente freudiano de
una potencia demoníaca, en el sentido griego de fuerza creadora,
que tiene la posibilidad de abrir las compuertas detrás
de las cuales el hombre mantiene retenido el conocimiento
profundo en arte, literatura y filosofía. De igual manera en
los últimos ensayos le quita la palabra al eventual neurólogo
de Dostoyevsky y se la da a la epilepsia misma, calificando
sus efectos intelectuales en el escritor como "iluminación
que asciende desde el infierno de la crisis hasta la cima del
saber, orgía del cerebro." Y al construir literariamente la
personalidad del músico genial Adrian Leverkühn, calcándola
en parte de las vicisitudes de la de Nietzsche, tampoco
se queda con el saber médico sobre la sífilis terciaria, sino
que sitúa el mal dentro de un proceso que es fruto del pacto,
que la lucidez firma con los abismos por mediación
mefistofélica. Dicho proceso está construido con base en
una serie de paralelismos freudiano s, claramente edípicos,
entre la vida infantil del protagonista y su acceso al conocimiento
en la juventud y a la genialidad creadora en su madurez,
la cual da sus mejores frutos en el momento mismo
en que la razón sucumbe y el personaje es devuelto a la
tutoría materna y a los espacios de la infancia.
La sífilis tiene que recorrer las profundidades de los paralelismos
entre la voz de la madre y la voz de la única
mujer que amó Leverkühn y deseó conservar a su lado,
entre la protección materna y la hospitalidad cálida de la
mujer que lo cuidó durante sus últimos años creativos en
una granja situada también en paralelo con la granja natal,
escenarios respectivos de los primeros despertares al pensamiento
y a la música y de los últimos resplandores de su
geruo.
T. Mann como todo gran creador, como aquellos creadores
de su permanente referencia, se mueve en sus invenciones
en terrenos simbólicos y no en lo puramente imaginario.
En la trama del Doctor Faustus queda, pues claramente
establecido que Esmeralda, la hetaira contagiante, es un instrumento
del Tentador y de la vocación de Adrian Leverkühn
por lo más extremo de las posibilidades espirituales de la
carne; no es la prostituta, la seductora, ella apenas había insinuado
una caricia, leve como el posarse de una mariposa
y tímida de admiración y respeto; el seductor es el artista
que premedita largamente un nuevo encuentro, desprecia la
advertencia amorosa de la joven sobre el peligro que ofrece
su cuerpo y haciendo gala del "orgullo más cerebral" en
una acto de amor que desterrará de su vida el amor, el calor
humano y la familia, asume el contagio sifilitico que le forzará
a canalizar toda su libido hacia la meta de un trabajo
creador capaz de dar cuenta del destino humano.
Se trata aquí de una espiritualidad orgullosa, que solo
acepta un ascenso desde el infierno, mediante un sí
nietzscheano al instinto. Es una lucidez helada capaz de mirar
a la cara sus orígenes diabólicamente carnales; con ella
Thomas Mann denuncia a la cultura alemana, por haber
caído en complicidad con la barbarie, debido a las mentiras
con las que alimentaba su soberbia. Adrian Leverkühn no
es pues simplemente un artista maldito sino el pensador que
relaciona la crisis del arte con la crisis de la civilización industrial
que llega su fin engendrando infiernos aparentemente

contrapuestos, universos concentracionarios de economía
planificada o de mercado libre que en sus antagonismos
han engendrado millones de muertos. Los simbolistas franceses
de fin de siglo tenían razón cuando pensaban en la
agonía de la civilización industrial, ojalá no dure siglos como
el ocaso de las civilizaciones agrarias que la precedieron.
Digámoslo con las palabras del narrador de Doctor Faustus:
"Aleteante agonía del Estado sanguinario que según la expresión
luterana 'ha puesto sobre su nuca el peso de crímenes
inconmensurables', sus llamados rugientes, sus proclamaciones
que hacen tabla rasa de los derechos del hombre,
han lanzado las multitudes a transportes delirantes. Bajo sus
banderas de colores chillones nuestra juventud ha marchado,
los ojos chispeantes, radiante y orgullosa, fuerte en su
fe".
Para Serenus Zeitblom, el personaje narrador que acabo
de citar, no queda duda de que la cultura alemana, Freud lo
afirmó de toda cultura, ha ido dejando espacios a la barbarie,
que siempre está lista para aprovecharlos, irguiéndose
entre los escombros de las utopías y de las ilusiones humanistas.
La única defensa es enfrentar la verdad, aceptar la
libertad de reconocer los orígenes irracionales de la razón,
los sueños goyescos de la razón. Es necesario el saber freudiano
que previene contra la creencia en las reconciliaciones
absolutas de los instintivo con lo humano espiritual. Adrian
Leverkühn sabe que la fe humanista de su amigo Zeitblom
es peligrosa en cuanto reprime la verdad que afirma que el
hombre también es "un pedazo de horrible naturaleza con
una cantidad bastante mezquinamente medida de espiritualidad
potencial". En dicho reconocimiento Leverkühn está
muy cerca del "malestar en la cultura" revelado por Freud.
El compositor no está dispuesto a aceptar la goetheana
"doble bendición, espiritual y carnal", propuesta por T. Mann
en Joséy sus hermanos; en una especie de autocrítica, el novelista
que lo inventó, pone en labios del compositor novelado
la refutación de sus propias ilusiones anteriores a la catástrofe
de la segunda guerra mundial, la refutación de lo que
ahora considera charlatanerías sobre la "igualdad piadosa
entre el dios apolíneo y las deidades nocturnas", las mentiras
y disfraces que hacen más peligroso el mal, cuyo único
antídoto es la verdad freudiana del inconsciente, del ello,
que se opone radicalmente a la cultura y frente al cual no se
puede bajar la guardia. El Maligno se lo dice a Adrian en el
momento en que lo obliga a reconocer que hay un pacto
entre los dos: "La pretensión de creer que lo general está
incluido armoniosamente en lo particular, se desmiente por
sí misma" y Adrian a su turno con pareja lucidez maligna le
dice a Serenus, su amigo, años más tarde: "No es necesario

que eso sea. -¿Qué pues, Adrian, qué es lo que no debe
ser?- Lo bueno y lo noble, lo que se llama humano, aunque
bueno y noble. Es por lo que los hombres han luchado, es
por lo que los hombres han tomado por asalto las bastillas
de los opresores, es lo que los grandes iniciados han anunciado,
exultando, eso no debe ser! Es preciso que sea borrado!
Quiero borrarlo! -No te comprendo para nada mi querido.
¿Qué quieres borrar?- La novena sinfonía, respondió
y no agregó nada más".
La novena sinfonía es el abrazo universal en el que creyó
la generación intelectual y artística europea contemporánea
de la revolución francesa. Se imaginaron el advenimiento
de una Grecia sin esclavos, y lo que advino fue un nuevo
imperio y el dominio político de la burguesía industrial y
mercantil. Por eso, Adrian dice que no debe haber más
bastillas y lo significa con el borramiento de la novena sinfonía
porque el ideal moral y artístico vigente, con sus mentiras
de armonía preestablecida, sutura los desgarramientos,
"cierra los huecos del universo" según la expresión freudiana,
convierte en mentira "la idea del opus mismo, de la creación
en general, que forma un todo objetivo y armonioso",
cuando en verdad "jamás la obra ha sido fruto de generación
espontánea. Está hecha de trabajo artístico en pos de la
apariencia y se pregunta en el presente si dado el estado
actual de nuestra conciencia, de nuestro sentido de la verdad,
ese juego aún es lícito, aún intelectualmente posible, si
se puede aún tomar en serio. Si la obra como tal... ofrece
una relación legítima con lo incierto, problemático y la ausencia
de armonía de nuestras actuales condiciones sociales,
si toda apariencia, aunque sea la más bella, ha devenido hoy
una mentira ... La apariencia y el juego chocan con la consciencia
del arte. El arte quiere dejar de ser una apariencia y
un juego, quiere devenir un conocimiento lúcido".
El devenir de un conocimiento lúcido llegó a ser para
Thomas Mann la superación de un humanismo anacrónico,
aristocrático, helenístico, renacentista, pero también la superación
del humanismo populista, democrático, modernista,
enfrentado en una falsa contradicción con el discurso del
poder, de exaltación de la fuerza, que ignora las fuerzas que
nos mueven a actuar.
Anuncia Adrian Leverkühn, es decir Thomas Mann, en
el Doctor Faustus, un sometimiento liberador, valga la paradoja,
del arte a "la escritura rigurosa", que sería la "expresión,
no disfrazada, del dolor en el instante mismo de su
realidad". Igual que Leonardo propende a un arte "conocimiento",
capaz como Freud de enfrentar las pulsiones y no
simplemente los humores y afectos, sin "pamplinas de humanista".
Un arte capaz de enfrentarse con una realidad
trágica.

Pero no se puede trabajar en lo demoníaco de oído, hay
que tener la partitura en la mano, la partitura del cataclismo,
la partitura del horror en su verdadera dimensión, que deshace
todo el idealismo goetheano. No es suficiente para T.
Mann declararse demócrata, ni puede ya jugar al ironista; la
vivencia del universo concentracionario en que desemboca
el germanismo político y filosófico, no le permite el tipo de
risa ligera que explota todavía cuando convierte una historia
bíblica en una gran novela histórico psicológica: José y sus
hermanos, en la cual el inconsciente freudiano se convierte en
una veta inagotable de fino humor artístico. Tiene que darle
ahora, al escribir Doctor Faustus en el exilio norteamericano,
al que lo arrojó la catástrofe europea, la razón plena a Freud
en su concepción seriamente desmitificadora de la cultura;
Freud llegó a ser en su madurez lo que Schopenhauer fue
en su juventud: su educador. El sabe muy bien que no cabe
ya el enfermizo hastío de conocimiento de Aschenbach en
La muerte en Venecia, sino el ansia, la pasión de saber musical
convertido en saber sobre el mundo de Adrian Leverkühn
transformado en Doctor Fausto.
El psicoanálisis no es más la psicología de la noche y de
la muerte que critica Settembrini en La Montaña Mágica, sino
un punto de amarre del saber que se afirmará cada nuevo
día en su trabajo literario y ensayístico, trabajo que sitúa a T.
Mann en la exigencia freudiana de "advenir ahí donde ello
estaba".
En síntesis: al final de su vida, Thomas Mann nos incita a
escuchar el reclamo exigente de Freud al final de su vida:
"Sed sobrios y vigilad." \}J
REVISTA
COLOMBIANA
DE PSICOLOGíA
55


Manon Lescaut y el renacer del amor romántico




Manon Lescaut y el renacer del amor romántico


Reseña de Manon Lescaut, del Abate Prévost.


 Me pregunto quién inventó el corazón humano. Dímelo, y muéstrame el lugar donde lo ahorcaron. La cita es de "Justine", de Lawrence Durrel. No es por señalar a nadie pero el Abate Prévost es considerado por muchos como uno de los responsables del renacimiento del amor romántico en en el mundo occidental. No fue el único pero sí de los primeros. Su novela "Manon Lescaut", publicada en 1731, precedió a la "La nueva Eloísa" de Rousseau, "Rojo y negro" de Stendhal, "Noches blancas" de Dostoievski o "Madame Bovary" de Flaubert. En todas ellas aparece el amor romántico como en la novela de Prévost: apasionado y fatal, enfrentado a la razón, dueño y señor del destino de los personajes, fuente sin fin de desgracias.
           


            La patética historia de amor comienza cuando el caballero Des Grieux,  un joven de familia ilustre y de conducta tranquila y morigerada, acaba sus estudios de filosofía y decide volver a casa de sus padres. La noche antes de hacerlo, conoce a Manon Lescaut y cae rendido a sus pies. La posibilidad de presentársela a su familia y empezar una relación de pareja pública y libre es descartada. Están en la Francia del siglo XVIII. Deciden huir juntos dando inicio a una serie de episodios que irán desde la infidelidad hasta el asesinato, pasando por la ruina económica, las trampas en el juego, la cárcel, la prostitución y el proxenitismo, el exilio a Nueva Orleans... Las desgracias se suceden a tal velocidad que no hay quien deje de leer.
            Como novela, Manon Lescaut es ejemplar y entretenida. Quien la lea puede encontrar en ella casi de todo: desde reflexiones sobre la moral de la época hasta el frenesí de acontecimientos dramáticos ya enumerados. Es uno de esos clásicos de lectura atractiva y ágil. El mismo Abate Prévost cita a Horacio en una Advertencia del autor para decir, más o menos, que no se cuente en quinientas páginas lo que se puede contar en cien. Y bien que se aplica el cuento. Además de los méritos literarios de la narración, los que cuentan de verdad, merece la pena reflexionar acerca de la idea de amor romántico desencadenada por la novela.
            El amor entre el Caballero Des Grieux y Manon Lescaut sienta las bases del paradigma del amor romántico que todavía nos domina,  un amor que...
            ...es divino: pero no fuera el amor una divinidad si no operase a menudo tales prodigios. Cuando los amantes piensan que el amor es divino, no hacen otra cosa que dejarse llevar por aires de grandeza. Mi amor es divino. Amo como un dios. También eluden toda responsabilidad. No son ellos los que deciden cómo vivir el amor sino el amor el que parece manejarlos a su antojo, como un marionetista cruel jugando con dos muñecos. Sin embargo, más que un producto de los dioses, el amor es un producto de las personas, construido a base de modelar e interpretar humanamente los impulsos de la naturaleza. Una prueba a esta afirmación se puede encontrar en la respuesta a la siguiente pregunta:  ¿Acaso no nos han enseñado estas novelas, las películas y las teleseries cómo debemos enamorarnos y amar?
            ... es revolucionario. En aquel instante me sentía resuelto a sacrificar por Manon todos los obispados del orbe católico. Según el sociólogo Francesco Alberoni, uno se enamora cuando no está satisfecho con lo que tiene y quiere, de forma consciente o no, darle un vuelco a sus expectativas. Quizás el caballero Des Grieux sacrifica con gusto los obispados porque es algo que, en el fondo, no quiere. La revolución del amor es pequeña, cosa de una o dos personas (quizás tres) pero que, sumándose una a otra, puede provocar importantes cambios sociales. Las mujeres ya no van acompañadas de dote para compensar la carga y el matrimonio homosexual es ley.
            ...es implacable. Cuando alguien se enamora, es capaz de superar cualquier dificultad con tal de estar con la persona amada. Así lo explica el mismo caballero Des Grieux cuando las cosas se les ponen feas en Nueva Orleans: No obstante, perseveré en mi propósito de mantenerme hasta el fin dentro de la mayor moderación, decidido, en caso de que persistiera en la injusticia, a ofrecer a América uno de los espectáculos más sangrientos y horripilantes que jamás el amor haya podido ocasionar.
            ... es sádico. A pesar de verlo claro (Preveo que por ti voy a perder mi reputación y mi fortuna. Leo en tus bellos ojos mi destino; pero tu amor bastará a consolarme de  todas mis pérdidas.) Des Grieux persevera en su amor. Claro que una cosa son las necesidades del contador de historias (¿quién quiere leer una historia en la que todo sea dicha y felicidad?) y otra es que las personas se empeñen en mantener amores desgraciados. A veces, es necesario distinguir realidad de ficción.
            ... es superior a la vida. A los amantes, llevando al paroxismo el sadismo anterior, les gusta coquetear con la muerte. Morir si no me devuelves mi corazón, le dice Manon a Des Grieux. En la novela de Prévost no se llega a extremos bárbaros como en otras. En "Rojo y negro", sin ir más lejos, la señora de Rênal perdona a Julian que le pegara dos tiros porque lo hizo por amor. La frase de Manon ha sido retorcida a lo largo de los años y ha tomado variantes terribles como: Te mataré si no me amas.

            ... es asimétrico. Si Manon hubiese sido fiel, a buen seguro que yo, de temperamento apasionado y constante, fuera feliz toda la vida. Rara, por no decir inexistente, es la pareja en la que alguien no sienta que da más amor del que recibe. En la novela esto se pone de manifiesto en el papel secundario de Manon Lescaut. No es que ella le sea infiel, al fin y al cabo él acepta prostituirla, es que durante toda la historia permanece en segundo plano. Manon es amada locamente pero la intensidad de su amor por Des Grieux no llega a estar del todo clara en ningún momento.

A pesar de todo lo anterior, el Abate Prévost no acabó colgado. Aunque su final no fue mucho mejor. Según cuenta Andrea Macía en el prólogo de la edición de Lípari, el autor de "Manon Lescaut" fue encontrado sin vida, aparentemente, en el bosque de Chantilly. Pero, según un rumor que circuló insisténtemente por la época, la muerte se la provocó el bisturí del forense cuando empezó a realizar la autopsia. Un autor con un final a la altura de sus historias. En todo caso, la maldición de Justine se realizó siglos después de la muerte del Abate Prevost, por lo que podemos confiar en que no haya relación entre una y otra.

Por Federico Montalbán López


jueves, 10 de enero de 2013

Ángel María de Saavedra y Ramírez de Baquedano, III duque de Rivas


Ángel María de Saavedra y Ramírez de Baquedano, III duque de Rivas, grande de España, más conocido por su título nobiliario de duque de Rivas, (Córdoba, 10 de marzo de 1791 – Madrid, 22 de junio de 1865) fue un escritor, dramaturgo, poeta, pintor y político español, conocido por su famoso drama romántico Don Álvaro o la fuerza del sino (1835). Fue presidente del gobierno español (Consejo de Ministros entonces) en 1854, durante sólo dos días.

En 1823, Rivas fue condenado a muerte por sus creencias liberales y haber participado en el golpe de estado de Riego en 1820. Además se le confiscaron sus bienes y huyó a Inglaterra. Luego pasó a Malta en 1825 donde permaneció cinco años. En 1830 se marchó a París. Después de la muerte de Fernando VII en 1833, regresó a España al recibir la amnistía y reclamó su herencia, y además en 1834 murió su hermano mayor, Juan Remigio, y recayó en él por ello el título de Duque de Rivas. Dos años después fue nombrado ministro de la Gobernación. Luego emigró a Portugal por poco espacio de tiempo. A la vuelta desempeñó el papel de senador, alcalde de Madrid, embajador y ministro plenipotenciario en Nápoles y Francia, ministro del Estado, presidente del Consejo de Estado y presidente de la Real Academia Española y del Ateneo de Madrid en 1865.

En la literatura, Rivas fue protagonista del romanticismo español. Don Álvaro, fue estrenado en Madrid en 1835, y fue el primer éxito romántico del teatro español. La obra se tomó más tarde como base del libreto de Francesco Maria Piave para la ópera de Verdi La fuerza del destino (1862). Otra obra teatral romántica fue El desengaño en un sueño. También obras de teatro fueron Malek Adel, Lanuza y Arias Gonzalo y la comedia Tanto vales cuanto tienes, estas obras son más de estilo neoclásico. Como poeta, su obra más conocida es Romances históricos (1841), adaptaciones de leyendas populares en forma del romance, pero además escribió en poesía obras como Poesías (1814), El desterrado, El sueño del proscrito, A las estrellas y Canto al Faro de Malta. En prosa escribió Sublevación de Nápoles, capitaneada por Masaniello e Historia del Reino de las Dos Sicilias. En ensayo destacó en Los españoles pintados por sí mismos. Escribió romances al estilo de leyendas con brillantes descripciones y hábil fantasía histórica como La azucena milagrosa (1847), Maldonado (1852) y El aniversario (1854). Además realizó varios cuadros de costumbres.

El estreno en 1835, supuso el triunfo definitivo del Romanticismo en el teatro español y el alejamiento de las estrechas normas neoclásicas. Este drama complejo y variado funde acciones violentas y escenas costumbristas, el estilo elevado y el llano, el verso y la prosa, todo en rápida sucesión y de la mano del hado fatal que empuja a don Álvaro, paradigma del héroe romántico, a su angustiada destrucción.

Escena primera.
Duque de Rivas

Don Álvaro o la fuerza del sino






DRAMA ORIGINAL EN CINCO JORNADAS, Y EN PROSA Y VERSO

    AL EXCMO. SR. D. ANTONIO ALCALÁ GALIANO en prueba de constante y leal amistad en próspera y adversa fortuna.




ÁNGEL DE SAAVEDRA, DUQUE DE RIVAS





PERSONAS

DON ÁLVARO. UN CAPELLÁN DE REGIMIENTO. 
EL MARQUÉS DE CALATRAVA. UN ALCALDE. 
DON CARLOS DE VARGAS, su hijo. UN ESTUDIANTE. 
DON ALFONSO DE VARGAS, ídem. MESONERO. 
DOÑA LEONOR, ídem. LA MOZA DEL MESÓN. 
CURRA, criada. EL TÍO TRABUCO, arriero. 
PRECIOSILLA, gitana. EL TÍO PACO, aguador. 
UN CANÓNIGO. EL CAPITÁN PREBOSTE. 
EL PADRE GUARDIÁN DEL UN SARGENTO. 
CONVENTO DE LOS ÁNGELES. UN ORDENANZA A CABALLO. 
EL HERMANO MELITÓN, portero del mismo. SOLDADOS ESPAÑOLES, 
ARRIEROS, LUGAREÑOS Y 
PEDRAZA Y OTROS OFICIALES. LUGAREÑAS. 
UN CIRUJANO DE EJÉRCITO. 



Jornada primera

La escena es en Sevilla y sus alrededores

La escena representa la entrada del antiguo puente de barcas de Triana, el que estará practicable a la derecha. En primer término al mismo lado un aguaducho, o barraca de tablas y lonas, con un letrero que diga: Agua de Tomares: dentro habrá un mostrador rústico con cuatro grandes cántaros, macetas de flores, vasos, un anafre con una cafetera de hoja de lata, y una bandeja con azucarrillos. Delante del aguaducho habrá bancos de pino. Al fondo se descubrirá de lejos parte del arrabal de Triana, la huerta de los Remedios con sus altos cipreses, el río y varios barcos en él, con flámulas y gallardetes. A la izquierda se verá en lontananza la alameda. Varios habitantes de Sevilla cruzarán en todas direcciones durante la escena. El cielo demostrará el ponerse el sol en una tarde de julio, y al descorrerse el telón aparecerán: EL TÍO PACO, detrás del mostrador en mangas de camisa; EL OFICIAL, bebiendo un vaso de agua, y de pie, PRECIOSILLA a su lado templando una guitarra; EL MAJO y los DOS HABITANTES DE SEVILLA, sentados en los bancos





ESCENA PRIMERA

   OFICIAL. Vamos, Preciosilla, cántanos la rondeña. Pronto, pronto: ya está bien templada.

   PRECIOSILLA. Señorito, no sea su merced tan súpito. Déme antes esa mano, y le diré la buenaventura.

   OFICIAL. Quita, que no quiero zalamerías. Aunque efectivamente tuvieras la habilidad de decirme lo que me ha de suceder, no quisiera oírtelo... Sí, casi siempre conviene el ignorarlo.

   MAJO. (Levantándose.) Pues yo quiero que me diga la buenaventura esta prenda. He aquí mi mano.

   PRECIOSILLA. Retira usted allá esa porquería... Jesús, ni verla quiero, no sea que se encele aquella niña de los ojos grandes.

   MAJO.(Sentándose.) ¡Qué se ha de encelar de ti, pendón!

   PRECIOSILLA. Vaya, saleroso, no se cargue usted de estera, convídeme a alguna cosita.

   MAJO. Tío Paco, déle usted un vaso de agua a esta criatura, por mi cuenta.

   PRECIOSILLA. ¿Y con panal?

   OFICIAL. Sí, y después que te refresques el garguero y que te endulces la boca, nos cantarás las corraleras. (El aguador sirve un vaso de agua con panal a Preciosilla, y el Oficial se sienta junto al Majo.)

   HABITANTE 1º. Hola; aquí viene el señor canónigo.

miércoles, 9 de enero de 2013

Homero Aridjis.


La pasión del párpado. Una lectura de Mirándola dormir [1964], de Homero Aridjis.
por Laura Mazzocchi
Quien ve y baja los párpados en un devenir apasionado se llama Homero Aridjis, escritor mexicano nacido en 1940. Aparte de poeta es novelista, periodista, profesor, activista ecológico y embajador de México en la UNESCO. En un largo mirar y escribir hacia el devenir, ha transitado también la novela (El poeta niño, La leyenda de los soles, La zona del silencio, entre otros), los libros para niños (El día de los perros locos, El silencio de Orlando) y el teatro (El gran teatro del fin del mundo). Porque, según la poética de Aridjis, los seres van cambiando; los escritores también. Y los lectores. Qué devenir.

Abrir el ojo parpadeando

A primera vista, una lectura de Mirándola dormir habla de la relación entre un hombre y una mujer. Tan simple y primitiva, una lectura que empolvorea con luz incandescente la sombra de una perversidad. Es que no se trata de cualquier mujer; se trata de una mujer voluptuosa, llena de mil voces, habitando la noche de todos los días: una mujer prostituta.
Y eso, como tal, puede no significar nada. Pero también puede que sí. A través de la experiencia formulada con el cuerpo, a través del cuerpo, entre otros tantos cuerpos, Homero Aridjis logra un palimpsesto de cuerpos que se encuentran y... un palimpsesto de escrituras.
¿Y dónde queda el cuerpo de lo escrito, de lo que se escribe? En definitiva, el cuerpo es un ojo bajo un párpado (o el ojo es una parte del cuerpo bajo un párpado).
¿Queda meramente en el texto? ¿En la retina suspendida de un hilo?
Sin embargo, existe una segunda lectura, mucho más solapada, que habla del tiempo y del (des)encuentro. De un pasar de instantes que nunca vuelven a ser los mismos. Claro, no deja de ser otro palimpsesto. Pero "... por qué sobresaltarse, hay horas para el amor y horas para irse". Apenas abiertos los ojos, es necesario preguntarse sobre quién duerme y quién mira... ¿Es necesario? No es casualidad que los protagonistas sean más de dos, si contamos al lector que observa de reojo, que lee y relee tratando de buscar la primera huella de ese crimen nunca cometido, que el tiempo es incesante y no tiene límites: "Ahora en que sólo el ayer es nuestro, y sólo el ayer está perdido y solo" y un "Mañana me dirás que el mañana ha pasado". ¿Quién dirá? ¿Quién dormirá?
"Ay de ti que duermes navegando".



Mover el ojo
("Adivinando lo que puede ser al otro lado de tu pulso")

Miremos ahora a Berenice, la durmiente. Berenice es un nombre (de origen macedonio) que significa "portadora de la victoria". ¿Cuál es la victoria que lleva? Berenice habla mientras duerme. O duerme mientras habla. "Mira mis ojos, mira mis palabras cuando hablo". Un ritmo intacto, un ritmo que abre y cierra en el mismo lugar, la escritura de Aridjis es cíclica, sus imágenes también. Todo se mueve constantemente en la lectura, nada queda fijo en ningún lugar: una mujer prostituta nunca se queda; un lector termina de leer y abandona (y a veces vuelve). Así es que la incertidumbre resplandece.
Pero Berenice es portadora de una sabiduría. Y dice: "Yo bien sé que no perseguiríamos tanto lo que no podemos encontrar". Pero qué podríamos encontrar en los ojos de Berenice, en "esa manera de entornar los ojos como si no hubiese nadie, como si no estuvieses". Lo que es del amor, lo que en palabras de Octavio Paz es "... el pulso inconfundible de aquél que tiene necesidad de decir y que sabe que todo decir es imposible"; el lector adivina lo que puede ser al otro lado del pulso... La búsqueda de un deseo ineludible, el plus de lo instintivo. Querer acercarse, cada vez más.



Acerca del párpado; dialogando con él
("Eres tú misma mirándote bajo párpados secretos")

Los párpados son el límite del sueño, del despertar. Son la barrera entre el todo y la nada. El mundo visto a través de los párpados. ¿Qué no veríamos sin ellos? A través de su magia, Homero Aridjis construye un acontecer del mundo, de las personas. Así las conocemos. Así nos conocemos, como en un contraponer espejos y vernos y reconocernos, pero también vernos y no reconocernos. ¿Cómo lo sabríamos? Simplemente bajando los párpados, dejándose llevar.
Por eso la lectura de Mirándola dormir invita a esa contemplación cuasi pasiva de una relación amorosa, pero que es un encubrimiento sutil para contar algo acerca de las pasiones y los miedos de las personas. Aunque la lectura no deja de ser activa, porque sus personajes son cuerpos activos que dialogan y se superponen como palimpsestos. Todo queda en el texto, con ansiedad de salir (abriendo el párpado.). Y la portadora de la victoria avanza: "No quisiera el crecimiento solo, ni los ojos deslumbrados para mí; le tengo miedo a la realidad del espejismo, a la pedrería de la visión; a veces añoro milagros que no maten". Y el hombre responde: "No te retractes con la luz por haber creído en la sombra; porque de algún modo te fue necesaria, te fue sombra".
Y al final el amor primitivo, y al final los meses y el encuentro, las dos lecturas posibles en juego. "Pero mira, mírame, estamos casi trastornados, uno en otro, otro en uno (...) Caramba, mi pequeño señor, así estuviéramos".



* Todas las citas fueron tomadas de: Aridjis, Homero, Mirándola dormir; Fondo de Cultura Económica (Tierra Firme), México, 1992.


Perséfone   (fragmento)

Un río carnal abre los muslos.
Perséfone se abre como una escalera estrecha y empinada.
Perséfone ríe al borde sus fibras nerviosas.
Navegan barcos por mar desconocido. Navega un dios en
          sí mismo enlazado. 
El cuello de los cisnes en un solo cuello.
Perséfone me mira como yesca que acecha el fuego. 
Pone los codos sobre las rodillas, mete la cabeza entre las manos.
Se sienta en sus cojines suaves. Se sienta sobre un lecho que
          por las arrugas de las mantas parece un trono rudo.
Mis manos friccionan con ardor sus miembros. En sus miembros 
          se confunde lo blanco de su piel, lo rojo de su ardor.
A sus miembros que fricciono llegan su silencio, su emoción, sus gestos.
Un mismo calor anima su corazón, sus pies, sus dedos.
El fuego le abre el cuerpo, igual que un incendio descubre
          en una casa muchas ventanas, muchos ojos.
Igual que si se hubiera vuelto su interioridad hacia afuera,
y un color propio la recorriera matizando sus rasgos.
Me adentra.
No pienso.
Mis sentidos despiertan.
Oigo mi cuerpo, oigo su cuerpo enredarse en el mío. Crecen
          los dos, enmudecen, maduran, se avejentan, mueren.
Oigo el eco de su desaparición, de su nacimiento. Oigo.
Que no están, que llegan, que se van.
Siento su cuerpo. Toca con mil poros abiertos a mi piel.
Me roza con mil manos y muslos. Me roza con pedazos de
          carne que se labia, se hiende.
Mojándome. Huelo su origen. Su deseo. Su deseo. Su ceniza. 
Sus cabellos húmedos de mis cabellos. Su roce que es mi roce.
Veo la palabra que no dice en su lengua curvada, alargada
hasta mi lengua. Su sexo que entraña mi sexo. Sus pies extendidos. 
Su movimiento sacando chispas de las sábanas con las caderas. 
Su hundimiento en el colchón. Su levantarse y caer y sonar. 
La oscuridad momentánea de su boca, de sus axilas, de
          su cuello y sus brazos.
Llena mi ver una rodilla. Un brazo. Un ojo. Un cabello entre
         mis labios. Un trozo de muslo. Un pedazo de vientre. 
El ombligo. Sus cabellos. Su ombligo.
Su cara vuelta a la derecha. Su cara vuelta a la izquierda.
Su mentón apuntando hacia arriba y hacia abajo. Su cuerpo
         recogido. Su cuerpo diagonal.
Su ombligo. Su oreja. Sus cabellos. Su sexo. 
Su boca que se ahonda y se ahonda, que se sumerge por adentro de ella, 
que cae y cae, toca mi sexo, sube por mi cuerpo, 
se convierte en mi boca que la besa en su boca que se ahonda, 
y cae en mí, y cae en ella.


Archivo del blog

DE SOBREMESA Rayuela: los yerros del salto En colaboración: Dr. Enrico Pugliatti y J. Méndez-Limbrick

  Rayuela : los yerros del salto 1. El culto al caos disfrazado de libertad Cortázar propone una lectura no lineal, pero el “tablero de dire...

Páginas