12
Lázaro
Leónidas Andreiev
LEÓNIDAS ANDREIEV nació en 1871, en Orel, Rusia.
Llevó una vida pobre y desdichada a la que alguna vez quiso poner fin por su
propia mano. Su obra, en la que hay un dejo de cinismo y aún de morbosidad,
tiene sin embargo extraordinaria fuerza. Citaremos, entre sus novelas, Judas Iscariote, La Risa Roja, Los Siete
Ahorcados. Murió en Finlandia en 1919.
1
Cuando Lázaro salió del sepulcro, donde tres días y
tres noches yaciera bajo el misterioso poder de la muerte, y, vuelto a la vida,
tornó a su casa, no advirtieron sus deudos, al principio, las malignas rarezas
que, con el tiempo, hicieron terrible hasta su nombre.
Alborozados con ese claro júbilo de verlo
restituido a la vida, amigos y parientes prodigábanle caricias y halagos sin
cesar y ponían el mayor esmero en tenerle a punto la comida y la bebida y ropas
nuevas.
Vistiéronle hábitos suntuosos con los colores
radiantes de la ilusión y la risa, y cuando él, semejante a un novio con su
traje nupcial, volvió a sentarse entre los suyos a la mesa, y comió y bebió con
ellos, lloraron todos de emoción y llamaron a los vecinos para que viesen al
milagrosamente resucitado.
Y los vecinos acudieron y también se regocijaron; y
vinieron también gentes desconocidas de remotas ciudades y aldeas y con
vehementes exclamaciones expresaban su reverencia ante el milagro… Como
enjambres de abejas revoloteaban sobre la casa de María y Marta.
Y lo que de nuevo se advertía en el rostro de
Lázaro y en sus gestos, reputábanlo naturalmente como huellas de la grave
enfermedad y de las conmociones padecidas. Era evidente que la labor
destructora de la muerte, en el cadáver, había sido detenida por milagroso
poder, pero no borrada del todo; y lo que ya la muerte lograra hacer con el
rostro y el cuerpo de Lázaro, venía a ser cual el diseño inconcluso de un
artista, bajo un fino cristal.
En las sienes de Lázaro, por debajo de sus ojos y
en las demacradas mejillas, perduraba una densa y terrosa cianosis; y esa misma
cianosis terrosa matizaba los largos dedos de sus manos y también en sus uñas,
que le crecieran en el sepulcro, resaltaba ese mismo color azul, con tonos
rojizos y oscuros. En algunos sitios, en los labios y en el cuerpo, habíasele
resquebrajado la piel, tumefacta en el sepulcro, y en esos sitios mostraba
tenues grietas rojizas, brillantes, cual espolvoreadas de diáfana mica. Y se
había puesto obeso.
El cuerpo, hinchado en el sepulcro, conservaba
aquellas monstruosas proporciones, aquellas protuberancias terribles, tras las
cuales adivinábase la hedionda humedad de la putrefacción. Pero el cadavérico
hedor de que estaban impregnados los hábitos sepulcrales de Lázaro, y, al
parecer, su cuerpo todo, no tardó en desaparecer por completo y al cabo de
algún tiempo amortiguóse tambien la cianosis de sus manos y su rostro y se
igualaron aquellas hinchazones rojizas de su piel, aunque sin borrarse del todo.
Con esa cara presentóse a la gente, en su segunda existencia; pero aquello
parecía natural a quienes le habían visto en el sepulcro.
Lo mismo que la cara pareció haber cambiado también
el carácter de Lázaro; pero tampoco eso asombró a nadie ni atrajo sobre él
demasiado tiempo la atención. Hasta el día de su muerte, había sido Lázaro un
hombre jovial y desenfadado, amigo de risas y burlas inocentes. Por esa su
jovialidad simpática e inalterable, exenta de toda malignidad y sombra de mal
humor, cobrárale tanto cariño el Maestro.
Ahora, en cambio, habíase vuelto serio y taciturno;
jamás gastaba bromas a nadie ni coreaba con su risa las ajenas; y las palabras
que rara vez salían de sus labios, eran las más sencillas, corrientes e
indispensables y tan faltas de sustancia y enjundia, cual esos sonidos con que
el animal expresa su dolor y su bienestar, la sed y el hombre. Palabras que un
hombre puede pronunciar toda su vida, sin que nadie llegue a saber de que se
duele o se alegra su profunda alma.
Así, con la faz de un cadáver, sobre el que, por
espacio de tres días, señoreara la muerte en las tinieblas… vestido con sus
nupciales ropas, brillantes de amarillo oro y sanguinolenta púrpura, pesado y
silencioso, vuelto otro hasta el espanto, pero aún reconocible para todos…
sentábase a la mesa del festín, entre sus amigos y deudos.
En anchas ondas, ora dulces, ora sonoramente
aborrascadas surgían en torno a él, las ovaciones; y miradas, encendidas de
amor, iban a posarse en su rostro, que aún conservaba la frialdad de la tumba;
y la tibia mano de un amigo acariciaba la suya, pesada y azuleante. Tocaba la
música. Habían llevado músicos y éstos tocaban cosas alegres; y vibraban
címbalos y flautas, cítaras y guzlas. Como enjambres de abejas, bordoneaban…
como cigarras estridentes… como pájaros, cantaban sobre la venturosa mansión de
María y Marta.
2
Un imprudente levantó el velo. Con el soplo
indiscreto de una palabra lanzada al azar, rompió el luminoso encanto y en toda
su informe desnudez dejó ver la verdad. Aún no se concretara del todo en su
mente la idea, cuando sus labios, sonriendo, preguntaron:
—¿Por que Lázaro, no nos cuentas… lo que viste
allí?
Y todos guardaron silencio, sorprendidos de aquella
pregunta. Parecía como si, por primera vez entonces, se diesen cuenta de que
Lázaro había estado muerto tres días y miráronlo curiosos, aguardando su
respuesta. Pero Lázaro callaba.
—¿No quieres contárnoslo? —insistió el preguntón
con asombro—. ¡Tan terrible era aquello!
Y otra vez su pensamiento fuéle a la zaga a sus palabras;
de haberle ido por delante, no habría formulado esa pregunta, que en aquel
mismo instante, le destrozaba el corazón con irresistible pánico. Inquietáronse
también todos y con ansia aguardaban las palabras de Lázaro; pero éste seguía
guardando un silencio grave y frío y sus ojos tenían una mirada vaga. Y otra
vez volvieron a notar, como al principio, aquella terrible cianosis de su
rostro y aquella repugnante obesidad; sobre la mesa, como olvidadas por Lázaro,
yacían sus manos, de un azul rojizo… y todas las miradas involuntariamente
fijas, convergían en ellas, cual si de ellas aguardasen la respuesta anhelada.
Y seguían tocando los músicos; pero no tardó en correrse hasta ellas el
silencio y así como el agua apaga un rescoldo, también aquel silencio apagó los
alegres compases. Callaron las flautas; callaron también los sonoros címbalos y
las bordoneantes guzlas; y lo mismo que una cuerda que salta, gimió desmayada
la canción… y como un trémulo, intermitente sonido, enmudeció también la
cítara. Y todo quedó en silencio.
—¿No quieres decírnoslo? —repitió el preguntón,
incapaz de contener su lengua. Reinaba el silencio y sobre la mesa descansaban
inmóviles las azulosas, rojizas manos de Lázaro. Y he aquí que aquellas manos
moviéronse levemente y todos respiraron aliviados y alzaron los ojos; y las
fijaron en ellas, y todos a una, con una sola mirada, pesada y terrible,
quedáronse contemplando al resurrecto Lázaro.
Era aquél el tercer día, después que Lázaro saliera
del sepulcro. De entonces acá, muchos habían sentido el poder aniquilador de su
mirada; pero ni aquellos que por ella quedaron destruidos para siempre ni
aquellos otros que en las primordiales fuentes de la vida, tan misteriosas como
la propia muerte, encontraron valor para afrontarla… jamás pudieron explicarse
lo horrible que, invisible, yacía en el fondo de sus negras pupilas. Miraba
Lázaro de un modo sencillo y sereno, sin deseo de descubrir cosa alguna, ni
intención de decir nada… hasta miraba fríamente cual si fuese del todo ajeno al
espectáculo de la vida. Y eran muchos los despreocupados que tropezaban con él
y no lo notaban, y, luego, con asombro y pavor, reconocían quien era aquel
hombre obeso y flemático que los rozaba con la orla de su lujosa y brillante
túnica. Seguía brillando el sol cuando miraba él, y seguía manando, cantarina,
la fuente y no perdían los cielos su color cerúleo; pero el hombre que caía
bajo su mirada enigmática, ya no oía el rumor de la fuente ni reconocía los
nativos cielos.
Unas veces, rompía a llorar con amargura; otras,
desesperado, se arrancaba los cabellos y, como loco, gritaba pidiendo socorro;
pero lo más frecuente era que, con toda calma e indiferencia, empezara a
morirse y siguiera muriéndose durante largos años, muriéndose a vista de todos,
muriéndose descolorido, bostezante y tedioso como un árbol que se va agotando
en silencio sobre una tierra pedregosa. Y los primeros, los que gritaban y
enloquecían, volvían luego a la vida; pero los otros… nunca.
—¿De modo, Lázaro, que no quieres contarnos lo que
viste allí? —Por tercera vez repitió el preguntón. Pero ahora su voz era
indiferente y brumosa y mortecina y un tedio gris miraba por sus ojos. Y sobre
todas las caras extendióse como polvo, aquel mismo tedio mortal y con romo
asombro miráronse unos a otros los comensales, sin comprender por que se habían
reunido allí, en torno a aquella rica mesa. Dejaron de hablar. Con indiferencia
pensaban que debían irse a sus casas, pero no podían sacudirse aquel pegajoso e
indolente tedio, que paralizaba sus músculos, y continuaban sentados, apartados
unos de otros, cual nebulosas lucecillas desparramadas por los nocturnos
campos.
Pero a los músicos les habían pagado para que
tocasen y volvieron a coger sus instrumentos y volvieron a surgir y saltar sus
sones estudiadamente alegres, estudiadamente tristes. Toda aquella armonía
vertíase sobre ellos, pero no sabían los comensales qué falta les hacía aquello
ni a qué conducía el que aquellos individuos pulsasen las cuerdas, inflando los
carrillos y soplasen en las tenues flautas y armasen aquel raro, discordante
ruido.
—¡Qué mal tocan! —dijo uno.
Los músicos diéronse por ofendidos y se largaron.
Detrás de ellos, uno tras otro, fuéronse también los comensales, porque ya
estaba anocheciendo. Y cuando por los cuatro costados envolviólos la sombra, y
ya empezaban a respirar a sus anchas… súbitamente, ante cada uno de ellos, con
el fulgor de un relámpago, surgió la figura de Lázaro; rostro azuleante de
muerto, vestidura nupcial lujosa y brillante y fría mirada, del fondo de la
cual destilaba, inmóvil, algo espantoso. Cual petrificados quedáronse ellos en
distintos sitios y la sombra los circundaba; pero en la sombra, con toda
claridad, destacábase la terrible visión, la sobrenatural imagen de aquel que,
por espacio de tres días yaciera bajo el enigmático poder de la muerte. Muerto
estuvo tres días; tres veces salió y se puso el sol y él estaba muerto; jugaban
los chicos, bordoneaba el agua en los guijarros, ardía el polvo, levantado en
el camino por los pies de los viandantes… y él estaba muerto. Y ahora otra vez
se hallaba entre los hombres…, los palpaba…, los miraba…, ¡los miraba!… Y por
entre los negros redondeles de sus pupilas, como al través de opaco vidrio,
miraba a las gentes el más incomprensible Allá.
3
Nadie se preocupaba de Lázaro, amigos y deudos,
todos sin excepción, lo habían abandonado y el gran desierto que rodeaba la
ciudad santa, llegaba hasta los umbrales mismos de su casa. Y en su casa se
metía y en su cuarto se instalaba cual si fuese su mujer y apagaba los fuegos.
Nadie se preocupaba de Lázaro. Una tras otra,
fuéronse de su lado sus hermanas… María y Marta… Resistióse mucho a hacerlo
Marta, porque no sabía quien iría luego a alimentarlo y le daba lástima y
lloraba y oraba. Pero una noche, habiéndose levantado en el desierto un huracán
que, silbando, zarandeaba los cipreses sobre el techo, vistióse sus ropas con
sigilo y con el mismo sigilo se fue. Seguro que Lázaro oiría el ruido de la
puerta que, mal cerrada, volteaba sobre sus goznes bajo los intermitentes
embates del viento… pero no se levantó ni salió a mirar. Y toda la noche, hasta
ser de día, estuvieron zumbando sobre su cabeza los cipreses y crujiendo,
quejumbrosa, la puerta, dando paso franco hasta el interior de la casa, al frío
y ansiosamente galopante desierto.
Cual a un leproso huíanle todos y como a un leproso
querían colgarle al cuello una campanilla, con el fin de evitar oportunamente
su encuentro. Pero hubo quién, palideciendo, dijo que sería terrible eso de oír
en el silencio de la noche, al pie de la ventana, el tintineo de la campanilla
de Lázaro… y todos también, palideciendo, le dieron la razón.
Y como tampoco él se cuidaba de sí mismo, es
posible que se hubiera muerto de hambre, si sus vecinos, por efecto de cierto
temor, no se hubieran encargado de llevarle la comida. Valíanse para esto de
los niños, que eran los únicos que no se asustaban de Lázaro; sino que, lejos
de eso, burlábanse de él, como suelen hacerlo, con inocente crueldad, de todos
los desdichados.
Mostrábansele indiferentes, y con la misma
indiferencia pagaba Lázaro; no sentía el menor antojo de acariciar sus negras
cabecitas ni mirar a sus ojillos, brillantes e ingenuos. Rendida al poder del
tiempo y del desierto, derrumbóse su casa, y mucho hacía ya que se le fueran
con sus vecinos sus hambrientas escuálidas cabras.
Desgarráronsele también sus lujosas vestiduras
nupciales. Según se las pusiera aquel venturoso día, en que tocó la música, así
las llevó sin mudárselas, cual si no advirtiese diferencia alguna entre lo
nuevo y lo viejo, entre lo roto y lo entero. Aquellos vistosos colores se
destiñeron y perdieron su brillo; los malignos perros de la ciudad y los agudos
abrojos del desierto convirtieron en andrajos su delicado cíngulo.
Un día, que el implacable sol volviérase un verdugo
de toda cosa viva y hasta los escorpiones permanecían amodorrados bajo sus
piedras, conteniendo su loca ansia de morder, Lázaro, sentado inmóvil bajo los
rayos solares, alzaba a lo alto su azulesco rostro y sus greñudas y salvajes
barbazas.
Cuando todavía los hombres le hablaban,
preguntáronle una vez:
—Pobre Lázaro, ¿es que te gusta estarte sentado,
mirando al sol?
Y contestó él:
—Sí.
Tan grande debía de ser el frío de tres días en la
tumba y tan profunda su tiniebla, que no había ya en la tierra calor ni luz
bastantes a calentar a Lázaro y a iluminar las sombras de sus ojos, pensaban
los preguntones y, suspirando, se alejaban.
Y cuando el globo rojizo, incandescente, se
inclinaba hacia la tierra, salíase Lázaro al desierto e iba a plantarse frente
al sol como si quisiera cogerlo. Siempre caminaba cara al sol, los que tuvieron
ocasión de seguirlo y ver lo que hacía por las noches en el yermo, conservaban
indelebles en la memoria la larga silueta de aquel hombre alto, sombrío sobre
el rojo y enorme disco encendido del astro. Ahuyentábalos la noche con sus
terrores y no llegaban a saber lo que hacía Lázaro en el desierto; pero su
imagen negra sobre rojo, quedábaseles grabada en el cerebro, con caracteres
imborrables. Como una fiera, que revuelve los ojos y se frota el hocico con sus
patas, así también apartaban ellos la vista y se restregaban los ojos; pero la
imagen de Lázaro quedaba impresa en ellos hasta la muerte.
Pero había individuos que vivián lejos y nunca
habían visto a Lázaro y sólo tenían de él vagas referencias. Por efecto de esa
curiosidad irresistible, más poderosa todavía que el miedo, aunque del miedo se
nutre, con una íntima burla en el alma, llegábanse a Lázaro, que estaba sentado
al sol, y lo interpelaban. Por aquel entonces, ya el aspecto exterior de Lázaro
había mejorado y no resultaba tan imponente; así que, al pronto, ellos
chascaban los dedos y pensaban que los habitantes de la ciudad santa eran unos
estúpidos. Pero luego de terminarse el breve coloquio, cuando ya se iban a sus
casas, mostraban un aspecto tal, que en seguida los habitantes de la ciudad
santa los conocían y comentaban:
—Todavía hay locos que van a ver a Lázaro —y
sonreían compasivos y alzaban al cielo los brazos. Llegaban, con estruendo de
armas, valientes guerreros que no conocían el miedo; llegaban, con risas y
canciones, jóvenes felices; y discretos publicanos, preocupados con el dinero,
y los arrogantes ministros del templo detenían sus rebaños junto al hebreo
Lázaro…, pero ninguno volvía de allí como había ido. La misma sombra terrible
caía sobre las almas y confería un nuevo aspecto al viejo mundo conocido.
Así expresaban sus sentimientos aquellos que se
prestaban aún a hablar:
«Todos los objetos, visibles para los ojos y
tangibles para la mano, vuélvense vacíos, livianos y translúcidos… semejantes a
claras sombras en la bruma nocturna, así se vuelven porque esa misma gran bruma
que envuelve toda la creación, no iluminada por el sol ni por la luna, ni por
las estrellas, que cual velo negro infinito arropa a la tierra como una madre,
envolvíalos a todos; todos los cuerpos penetrábamos, así el hierro como la
piedra y soltábanse las partes del cuerpo, faltas de encaje, y en lo hondo de
esas partes penetraba también y disgregábanse las partes en partículas; porque
ese gran vacío, que envuelve la creación no se colmaba ni con el sol ni con la
luna o las estrellas, sino que imperaba sin límites, por doquiera calaba,
separándolo todo, cuerpos de cuerpos y partes de partes; en el vacío hundían
sus raíces los árboles y ellos tambien estaban vacíos; en el vacío, amenazando
con espectral caída, gravitaban los templos, los palacios y las casas y ellos
tambien estaban vacíos; y en el vacío agitábase inquieto el hombre y también
resultaba vacío y leve cual una sombra: porque no existía el tiempo y el
principio de cada cosa fundíase con su fin; apenas labraban un edificio y aun
sus constructores daban martillazos; cuando ya se dejaban ver sus escombros y
en el lugar de ellos, el vacío; apenas nacía una criatura, cuando ya sobre su
cabeza ardían los blandones fúnebres y se apagaban y ya el vacío ocupaba el
lugar del hombre y de los fúnebres blandones; y abrazado por el vacío y la
sombra, temblaba sin esperanza el hombre ante el horror de lo Infinito».
Así decían aquellos que aún se prestaban a hablar.
Pero es de suponer que aún habrían podido decir más aquellos otros que se
negaban a hablar y en silencio morían.
4
Por aquel tiempo había en Roma un escultor famoso.
Del barro, el mármol y el bronce creaba cuerpos de dioses y hombres y era tal
su divina belleza que todos la reputaban sin igual.
Él, sin embargo, no estaba satisfecho de sus obras
y afirmaba que aún había algo más bello que no podía reproducirse ni en el
mármol ni en el bronce.
—Aún no pude captar el fulgor de la Tuna —decía— ni
tampoco el del sol… y mis mármoles no tienen alma ni mis bellos bronces, vida.
—Y cuando las noches de luna, vagaba despacio el artista por la ciudad y,
recortando las negras sombras de los cipreses, se deslizaba con su blanco jirón
bajo la luna, los amigos que se lo encontraban, echábanse a reír afectuosamente
y decían:
—¿Es que andas tras de cazar el fulgor de la luna,
Aurelio? ¿Por qué no te trajiste un cesto?
Y él, también riendo, señalaba a sus ojos:
—Estos son mis cestos, en los que recojo la luz de
la luna y el resplandor del sol.
Y era verdad; brillaba en sus ojos la luna y el sol
resplandecía en ellos. Sólo que no podía trasladarlos al mármol y aquél era el
luminoso dolor de su vida.
Procedía de antiguo linaje patricio, estaba casado
con una mujer de buena condición, tenía hijos y no podía sufrir deficiencia de
ninguna clase.
Luego que hubo llegado a sus oídos la vaga fama de
Lázaro, consultó con su mujer y sus amigos y emprendió la larga peregrinación a
Judea, al solo fin de ver con sus propios ojos a aquel hombre milagrosamente
resucitado. Sentíase por aquel entonces un tanto aburrido y esperaba reavivar
con aquel viaje su adormecida atención. Cuanto le habían referido del
resucitado, no fue parte a intimidarlo; había meditado mucho sobre la muerte, y
aunque no le resultaba simpática, menos simpáticos le eran todavía aquellos que
la descartaban de su vida.
—A este lado… la bellísima vida; a este otro… la
enigmática muerte —pensaba él— y nada mejor podía discurrir el hombre que lo
vivo…, alegrarse con la vida y la belleza es lo vivo. Y hasta sentía cierto
presuntuoso deseo; ver a Lázaro con la verdad de sus ojos y volver a la vida su
alma de igual modo que volviera su cuerpo. Lo cual le parecía tanto más fácil
cuanto que aquellos rumores sobre el resucitado, raros y medrosos, no
expresaban toda la verdad acerca de él y solamente de un modo confuso prevenían
contra algo espantoso.
Ya se levantaba Lázaro de la piedra para seguir al
sol que iba a ocultarse en el desierto, cuando hubo de llegarse a él un
opulento romano, seguido de un esclavo armado, y en voz recia, le dijo:
—¡Lázaro!
Y reparó Lázaro en el bello arrogante rostro
nimbado por la fama y las radiantes vestiduras y las gemas que centelleaban al
sol. Los rojizos rayos del astro daban a la cabeza y a la cara un cierto
parecido con el bronce vagamente brillante… y Lázaro lo advirtió. Sentóse
dócilmente en su sitio y agobiado, bajó la vista.
—Sí… no tienes nada de bello, mi pobre Lázaro —dijo
lentamente el romano, jugando con su cadenilla de oro—. Incluso terrible
pareces, mi pobre amigo; y la muerte no anduvo perezosa el día que tan
imprudentemente caíste en sus brazos. Pero estás inflado como un tonel y los
gordos son gente buenaza, por lo general —decía el gran César— y no me explico
por qué la gente te tiene tanto miedo. ¿Me permitirás pasar la noche en tu
casa? Es tarde ya y no tengo posada.
Nadie hasta entonces pidiérale hospitalidad por una
noche en su casa al resucitado.
—Yo no tengo casa —dijo Lázaro.
—Yo soy algo marcial y puedo dormir sentado
—respondióle el romano—. Encenderemos lumbre…
—Yo no tengo fuego.
—Pues entonces, nos sentaremos en la sombra, como
dos amigos y conversaremos. Pienso que tendrás algo de vino…
—Yo no tengo vino.
El romano echóse a reír.
—Ahora comprendo por que estás tan sombrío y descontento
de tu segunda vida. ¡Te falta el vino! Bien…; es igual, nos pasaremos sin él;
mira, hay manantiales cuyas aguas se suben a la cabeza lo mismo que el falerno.
Despidió con un gesto al esclavo y ambos se
quedaron solos. Y de nuevo rompió a hablar el escultor; pero habríase dicho
que, juntamente con el sol declinante, íbase la vida de sus palabras y
quedábanse pálidas y hueras… cual si se tambaleasen sobre sus mal seguros pies,
como si resbalasen y cayesen, ebrias de un vino de pena y desesperanza. Y
dejáronse ver negros resquicios entre ellas…, cual remotas alusiones al gran
vacío y a la gran tiniebla.
—¡Ahora soy tu huésped y no me ofenderás, Lázaro!
—dijo—. La hospitalidad es un deber, incluso para quién estuvo muerto tres
días. ¡Porque tres días, según me han dicho, estuviste en el sepulcro!… ¡Oh y
qué frío debe de hacer allí!… Allí debiste aprender esa mala costumbre de
prescindir del fuego, aún en invierno… Con lo amante que soy yo de la luz… y lo
pronto que oscurece aquí… Tienes un diseño muy interesante de cejas y frente;
se diría las calcinadas ruinas de un palacio, después de un terremoto. ¿Pero
por qué vas vestido de un modo tan raro y feo? Yo he visto a los recién casados
en vuestro país y hay que ver como van vestidos… de un modo tan ridículo… ¡Tan
horrible!… Pero ¿acaso eres tú uno de ellos?
Ocultábase ya el sol, negras sombras gigantescas
venían del oriente…; cual pies enormes y descalzos hacían crujir la arena y un
leve escalofrío corríase por la espalda.
—En la sombra pareces todavía más grande, Lázaro;
se diría que has engordado en este instante. ¿No será que te alimenta la
sombra?… Pero yo daría algo por tener aquí fuego…, por poco que fuere…,
solamente unas brasas… Si no estuviera esto tan oscuro, diría que me estás
mirando, Lázaro… Sí, no hay duda que me miras… Porque lo siento…; sí…, y ahora
te has sonreído.
Hízose de noche y el aire se llenó de una pesada
negrura.
—¡Qué gusto mañana, cuando vuelva a salir el sol!…
Porque has de saber que yo soy un gran escultor, por lo menos eso dicen mis
amigos. Yo creo…; sí…, eso se llama crear…; pero para eso necesito la luz del
día. Infundo vida al frío mármol, moldeo en el fuego el sonoro bronco, en el
radiante, cálido fuego. ¿Por qué me has tocado con tu mano?
—Vámonos —dijo Lázaro—. Eres mi huésped.
Y ambos se encaminaron a la casa. Y la larga noche
tendióse por la tierra. No aguardaba el esclavo a su señor y marchó en su busca
cuando ya iba alto el sol. Y vio con asombro, cara a los quemantes rayos del
sol, que estaban sentados, uno junto al otro, Lázaro y su amo, y fijos en lo
alto los ojos, callaban. Echóse a llorar el esclavo y gritó recio:
—Señor, ¿qué te pasa? ¡Señor!
Aquel mismo día regresó el escultor a Roma. Todo el
camino fue Aurelio ensimismado y silencioso, mirándolo todo de hito en hito… la
gente, los barcos, el mar…, y habríase dicho que hacía esfuerzos por recordar
algo. Sobrevino en el mar una recia tempestad y todo el tiempo que duró
estúvose Aurelio sobre cubierta mirando las olas que se encrespaban y caían. Al
llegar a su casa chocóles a sus deudos el terrible cambio que sufriera; pero él
los tranquilizó diciéndoles estas ambiguas palabras:
—Lo encontré.
Y sin quitarse aquel sucio traje con que hiciera el
camino, puso inmediatamente manos a la obra, y el mármol plegábase dócil, retumbando
bajo los recios martillazos. Larga y tensamente estuvo trabajando el artista,
sin siquiera interrumpir su labor para tomar un bocado, hasta que, al fin, una
mañana anunció estar ya terminada su obra y mandó llamar a los amigos, severos
estimadores y expertos en achaques de buen gusto. Y en tanto llegaban, vistióse
ropas suntuosas, de fiesta, brillantes de oro rubio, rojas de púrpura.
—He ahí lo que he creado —dijo pensativo. Miraron
sus amigos y la sombra del más profundo agravio cubrió sus semblantes. Era
aquello algo monstruoso, sin forma conocida habitual, pero no exento de cierto
aire novedoso, de cosa nunca vista. Sobre una tenue, encorvada florecilla, o
algo semejante, posábase torcido y raro, el ciego, informe y arrugado pecho de
alguien vuelto hacia adentro, de unos trazos que pugnaban impotentes por huir
de sí mismos. Y al azar, por debajo de uno de esos salientes, bárbaramente
clamantes, veíase una mariposa admirablemente esculpida, de alitas
translúcidas, como temblando en impotente ansia de volar.
—¿Por que esa admirable mariposa, Aurelio?
—preguntó uno, indeciso.
—No sé —respondióle el escultor.
Pero era preciso decir la verdad; y uno de los
amigos, aquel que quería más a Aurelio, con tono firme dijo:
—¡Eso es algo informe, mi pobre amigo! Hay que
destruirlo. Dame acá el martillo. —Y de dos martillazos destrozó al monstruoso
grupo, dejando sólo aquella mariposa, admirablemente esculpida.
A partir de aquel día, ya no volvió Aurelio a crear
nada. Con absoluta indiferencia miraba el mármol y el bronce y todas sus
divinas creaciones anteriores, en las cuales anidara la belleza inmortal.
Pensando despertarle su antiguo fervor por el trabajo, vivificar su alma
mortecina, lleváronlo a contemplar las más bellas obras de otros artistas…,
pero no sacudió ante ellas su apatía y la sonrisa no vino a caldear sus
cerrados labios. Y sólo, después que le hubieron hablado largo y tendido de la
belleza, objetó cansado y bostezante:
—Pues para que lo sepáis, todo eso es… mentira.
Pero de día, en cuanto brillaba el sol, salíase a
su espléndido jardín construido con un alarde de arte y buscando allí un lugar
adonde no hiciese sombra, entregaba su desnuda cabeza y sus nublados ojos a su
brillo y su flama. Revoloteaban por allí mariposas rojas y blancas; en la marmórea
fuente corría, chapoteaba el agua, manando de las crispadas fauces de un
sátiro; y él se estaba allí sentado, sin moverse… cual pálido trasunto de aquel
que en la profunda lejanía, en las mismas puertas del pedregoso yermo,
permanecía así también, sentado y sin moverse, bajo los ardientes rayos del
sol.
5
Y hete aquí que hubo de llamar a Lázaro a su
palacio, el propio divino Augusto.
Vistieron suntuosamente a Lázaro, con solemnes
atavíos nupciales, como si el tiempo los legitimase y hasta el fin de sus días
hubiese de seguir siendo el navío de una novia ignorada. Parecía como si a un
viejo y podrido féretro que ya empezaba a pudrirse y deshacerse, le hubiesen
dado capa de oro y colgádole nuevos y alegres cascabeles. Y triunfalmente
llevándolo entre todos, todos ataviados y brillantes, cual si de verdad fuese
aquel un viaje de bodas y trompeteaban los batidores en sus trompetas pidiendo
paso para el legado del emperador. Pero desiertos estaban los caminos de
Lázaro; su país entero maldecía ya el nombre del resucitado y el pueblo huía al
solo anuncio de su aproximación terrible. Las trompetas eran las únicas que
sonaban y el desierto les respondía con sus largos ecos.
Lleváronlo luego por el mar. Y fue el más lujoso y
el más triste navío que jamás se hubiese reflejado en las ondas del
Mediterráneo. Muchos pasajeros iban a bordo de él, pero resultaba silencioso
como una tumba y parecía cual si llorase el agua, al hendirla la aguda y
esbelta proa. Solo iba allí sentado Lázaro, expuesta al sol la frente; escuchaba
el rumor de las olas y callaba mientras lejos de él, en confuso enjambre de
tristes sombras, sentábanse y bostezaban marineros y embajadores. Si en
aquellos momentos hubiese estallado una tempestad y desgarrado el viento las
rojas velas, es seguro que el bajel habríase hundido, sin que ninguno de los
que a bordo llevaba hubiese tenido fuerzas ni deseo de luchar por su vida.
Haciendo un supremo esfuerzo, asomábanse algunos a la borda y fijaban ansiosos
la vista en el azul, diáfano abismo… ¿No se deslizarían por entre las ondas los
hombros rosados de una náyade?… ¿No retozaría en ellas, levantando con sus
cascos ruidosos surtidores, algún ebrio centauro, loco de alegría? Pero
desierto estaba el mar y mudo y vacío el ecuóreo abismo.
Indiferente recorrió Lázaro las calles de la ciudad
eterna. Habríase dicho que toda su riqueza, sus grandes edificios, erigidos por
titanes, todo aquel brillo y belleza de un vivir refinado…, eran para él apenas
otra cosa que el eco del viento en el desierto, el reflejo de las muertas
inestables arenas. Rodaban las carrozas, pasaban densos grupos de gentes
recias, gallardas, bellas y altivas, fundadoras de la ciudad eterna y
orgullosas partícipes de su vida; sonaban canciones…, reían las fuentes y las
mujeres con su risa perlada…, filosofaban los borrachos… y los que no lo
estaban escuchaban sus discursos, y los cascos de los corceles aporreaban a más
y mejor las piedras del pavimento. Y rodeado por doquiera de alegre rumor, cual
un frío manchón de silencio, cruzaba la ciudad el sombrío, pesado Lázaro,
sembrando a su paso el desánimo, sombra y una vaga, consuntiva pena.
—¿Quién se atreve a estar triste en Roma?
—murmuraban los ciudadanos y fruncían el ceño; pero ya, al cabo de dos días,
nadie ignoraba en la curiosa Roma al milagrosamente resucitado y con terror se
apartaban de él.
Pero también allí había muchos osados que querían
probar sus fuerzas y Lázaro acudía dócilmente a sus imprudentes llamadas.
Ocupado en los asuntos de Estado, tardó el emperador en recibirlo y por espacio
de siete días enteros anduvo el milagrosamente resucitado por entre la
muchedumbre.
Y una vez hubo de llegarse Lázaro a un alegre
borracho y éste riendo con sus rojos labios, lo saludó diciendo:
—¡Ven acá, Lazaro, y bebe!… ¡Que Augusto no podrá
contener la risa, cuando te vea borracho!
Y reían aquellas mujeres desnudas, borrachas, y
ponían pétalos de rosa en las azulosas manos de Lázaro. Pero no bien fijaban
los borrachos sus ojos en los ojos de Lázaro… ya se había acabado para siempre
su alegría. Toda su vida seguían ya borrachos; no bebían ya, pero no se les
pasaba la jumera… y en vez de esa jovial locuacidad que el vino infunde, sueños
espantables ensombrecían sus mentes infelices. Sueños horribles venían a ser el
único pábulo de sus almas desatentadas. Sueños horribles, lo mismo de noche que
de día, tenían los cautivos de sus monstruosos engendros y la muerte misma era
menos horrible que aquellos sus fieros pródromos.
Pasó una vez Lázaro por delante de una parejita de
jóvenes, que se amaban y eran bellísimos en su amor. Estrechando ufano y recio
entre sus brazos a su amada, dijo el joven con honda compasión:
—Míranos, Lázaro, y alégrate con nosotros. ¿Hay
acaso en la vida algo más poderoso que el amor?
Y miró Lázaro. Y toda su vida siguieron ellos
amándose, pero su amor se les volvió triste y sombrío cual aquellos cipreses
sepulcrales, cuyas raíces se nutren de la podredumbre de las tumbas y cuyas
agudas y negras copas tiéndense afanosamente al cielo en la plácida hora
vespertina. Lanzados por la misteriosa fuerza de la vida uno en brazos del
otro, iban sus besos mezclados con lágrimas, su placer, con dolor, y ambos
sentíanse como dos esclavos; cual dos sumisos esclavos de la vida exigente y
servidores sin rechistar de la amenazante silenciosa Nada. Eternamente unidos,
eternamente separados, chisporroteaban como chispas y como chispas se apagaban
en la ilimitada oscuridad.
Y pasó Lázaro junto a un orgulloso sabio y el sabio
le dijo:
—Yo ya sé todo cuanto puedas decir de horrible,
Lázaro… ¿Con qué podrías tu asustarme ya?
Pero al cabo de breve tiempo, ya sintió el sabio
que conocer lo horrible… no es todavía lo horrible y que la visión de la
muerte… no es todavía la muerte. Y sintió asimismo que la sabiduría y la
necedad vienen a ser iguales ante la faz de lo Infinito, porque el Infinito no
sabe nada de ellas. Y borróse el lindero entre visión y ceguera, entre verdad y
mentira, entre el arriba y el abajo, y su pensamiento informe quedóse colgando
en el vacío. Y entonces llevóse el sabio las manos a la cana cabeza y clamó,
desolado:
—¡Ay, que no puedo pensar! ¡Que no puedo pensar!
Así perecía, ante la mirada indiferente del
milagrosamente resucitado, todo cuanto contribuye a afianzar la vida, el
pensamiento y su gozo. Y empezaron los hombres a decir que era peligroso
llevarlo a presencia del emperador y que era preferible matarlo y enterrarlo en
secreto y decirle al César que había desaparecido no se sabía dónde. Y ya se
afilaban los cuchillos y jóvenes leales al poder de la vida, apréstabanse con
abnegación al homicidio… cuando Augusto mandó que a la mañana siguiente le
llevasen a Lázaro y con ello frustró aquellos planes crueles.
Pero ya que era imposible eliminar del todo a
Lázaro acordaron los cortesanos atenuar por lo menos la penosa impresión que
producía su rostro. Y a ese fin, reunieron hábiles artistas que, toda la noche
trabajaron modelando la cabeza de Lázaro. Le recortaron las barbas, y se las
rizaron, dándoles una apariencia grata y bella. Desagradable resultaba aquel
mortal viso azul de sus brazos y su cara y con colorete se lo quitaron;
blanqueáronle las manos y le arrebolaron las mejillas. Repelentes resultaban
aquellas arrugas que el sufrimiento marcara en su rostro senil y se las
quitaron y borraron del todo y sobre aquel fondo limpio grabáronle con finos
pinceles las arrugas de una benévola risa y de una jovialidad simpática y
bonachona.
Con absoluta indiferencia sometióse Lázaro a cuanto
quisieron hacerle y quedó pronto convertido en un anciano naturalmente gordo,
guapo, apacible y cariñoso abuelo de numerosos nietos. Aún no huyera de sus
labios la sonrisa con que contara d divertidos chascarrillos, aún perduraba en
el rabillo del ojo una mansa ternura senil… tal hacía pensar. Pero a quitarle
sus vestiduras nupciales, no se atrevieron, como tampoco lograron cambiarle los
ojos…, aquellos cristalillos opacos y terribles, al trasluz de los cuales
miraba a las gentes el propio inescrutable Allá.
6
No impresionaron a Lázaro lo más mínimo los
imperiales aposentos. Cual si no advirtiese la diferencia entre su derruida
casa, a cuyos umbrales llegaba el desierto, y aquel sólido y bello palacio de
mármol…; con esa misma indiferencia miraba y no miraba, al pasar.
Y los recios pisos de mármol parecían volverse bajo
sus pies semejantes a las movedizas arenas del yermo y aquella muchedumbre de
gentes bien vestidas y arrogantes convertíase en algo así como la vacuidad del
aire, bajo su mirada. No lo miraban a los ojos al pasar, temiendo quedar
sometidos al terrible poder de sus pupilas; pero cuando por el pesado ruido de
sus pisadas sentían que ya pasaba de largo… erguían la frente y con medrosa
curiosidad contemplaban la figura de aquel anciano sombrío, corpulento,
levemente encorvado, que despacio se adentraba en el propio corazón del
imperial palacio.
Si la muerte misma hubiera pasado ante ellos, no
los hubiera aterrado más; porque hasta entonces sólo los muertos habían
conocido a la muerte, y los vivos sólo de la vida habían, y no había puente
alguno entre una y otra. Pero aquel hombre extraordinario conocía a la muerte y
tenía una significación ambigua y terriblemente maldita.
—¡Va a matar a nuestro grande, divino Augusto!
—pensaban los cortesanos llenos de pavor y lanzaban impotentes maldiciones a la
zaga de Lázaro, el cual lentamente y con indiferencia absoluta seguía adelante,
adentrándose cada vez más en las honduras del palacio.
Ya estaba también informado el César de la clase de
hombre que era Lázaro, y aprestábase a recibirlo. Pero era hombre varonil,
sentía toda la magnitud de su enorme e invencible poder y en su fatal
entrevista a solas con el milagrosamente resucitado no quería apoyarse en la
débil ayuda de la gente. Solo con él, cara a cara los dos, recibió el César a
Lázaro.
—No levantes hasta mí tu mirada, Lázaro —ordenóle
cuando aquél entró en la cámara—. Me han dicho que tu rostro es semejante al de
Medusa y que conviertes en piedra a quien miras. Pero yo quiero mirarte a ti y
hablar contigo antes que me conviertas en piedra —añadió con imperial
jovialidad, no exenta de terror.
Y llegándose a Lázaro contempló de hito en hito su
rostro y sus extrañas vestiduras nupciales. Y padeció el engaño del artístico
aliño, aunque su mirar seguía siendo agudo e insolente.
—¡Vaya! Al parecer, no tienes nada de espantoso,
respetable anciano. Pero tanto peor para la gente el que lo horrible asuma tan
respetable y simpático aspecto. Hablemos ahora.
Sentóse Augusto e interrogando con la mirada tanto
como con la palabra, inició el diálogo:
—¿Por que no me has saludado, al entrar?
Lázaro con indiferencia, contestóle:
—No sabía que hubiera que hacerlo.
—Pero ¿quién eres tú?
Con cierto esfuerzo respondió Lázaro:
—Yo he sido un muerto.
—Bien. Ya lo he oído decir. Pero y ahora ¿quién
eres?
Lázaro tardó en responder y al cabo repitió con
indiferencia y vaguedad:
—Yo he sido un muerto.
—Escúchame, desconocido —dijo el emperador,
expresando clara y severamente lo que ya antes pensara— mi imperio es un
imperio de vivos; mi pueblo, un pueblo de vivos y no de muertos. Y tú estás de
más aquí. No sé quién seas, no sé lo que allí hayas visto…; pero si mientes,
abominaré de tu mentira; y si dices verdad…, abominaré de tu verdad. Siento en
mi pecho el palpitar de la vida; en mis manos, el poder… y mis altivos
pensamientos, igual que las águilas, recorren con sus alas el espacio. Y allí,
a mis espaldas, bajo la salvaguardia de mi poderío, bajo las redes de las leyes
por mí promulgadas, viven y trabajan y se alegran los hombres. ¿No oyes esta
portentosa armonía de la vida? ¿No oyes ese grito de guerra que lanzan las
gentes a la faz del que pasa, provocándole a lucha?
Augusto extendió los brazos en actitud de rezo y
solemnemente exclamó:
—¡Bendita seas, grande, divina vida!
Pero Lázaro callaba; y con severidad creciente,
continuó el emperador:
—Tú estás de más aquí. Tú, despojo lamentable,
medio roído por la muerte, infundes a los hombres tristeza y aversión a la
vida; tú, como la oruga de los campos, devoras la pingüe mies de la alegría y
dejas la baba de la desesperación y el encono. Tu verdad es semejante al puñal
tinto en sangre de nocturno asesino… y como a un asesino voy a entregarte al
verdugo. Pero antes quiero mirarte a los ojos. Puede que sólo a los cobardes
metan miedo y a los valientes les despierten ansias de combate y victoria…, y,
si así fuere, no serás digno del suplicio, sino de un premio… Mírame también tú
a mí, Lázaro.
Y al principio parecióle al divino Augusto que era
un amigo el que lo miraba… que así era de mansa, de tiernamente halagadora la
mirada de Lázaro. No terror, sino una dulce serenidad prometía, y a una tierna
amante, a una compasiva hermana… o a una madre parecíase lo Infinito. Pero sus
abrazos volvíanse cada vez más fuertes y ya la respiración faltábale a los
labios ávidos de besos y ya por entre el suave talle del cuerpo asomaban los
férreos huesos, apretados en férreo círculo… y unas garras de no se sabía quién
rozaban el corazón y en él se clavaban.
—¡Oh, qué dolor! —exclamó el divino Augusto—. ¡Pero
mira, Lázaro, mira!
Lentamente abrióse una pesada puerta, cerrada de
siglos y por el creciente resquicio, entróse fría y tranquilamente el
amenazante horror de lo Infinito. Y he aquí que como dos sombras penetraron
allí el inabarcable vacío y la inabarcable tiniebla, y apagaron el sol;
lleváronse la tierra de debajo de los pies y la techumbre de sobre las cabezas.
Y dejó de doler el desgarrado corazón.
—Mira, mira, Lázaro —ordenó Augusto, tambaleándose.
Detúvose el tiempo y terriblemente se juntaron el
principio y el fin de toda cosa. Aún recién levantado el trono, de Augusto
derrumbóse y ya el vacío vino a ocupar el lugar del trono y de Augusto. Sin
duda alguna, desplomóse Roma y una nueva ciudad vino a ocupar su puesto y
también, a su vez, se la tragó el vacío. Cual colosales espectros, caían y
desaparecían en el vacío ciudades, imperios y países y con indiferencia se los
tragaban, sin hartarse, las negras fauces de lo Infinito.
—Deténte —ordenó el emperador. Y ya en su voz
vibraba la indiferencia e inertes colgaban sus manos y en su afanosa lucha con
la creciente tiniebla encendíanse y se apagaban sus aquilinos ojos.
—Me has matado, Lázaro —dijo de un modo vago y
bostezante.
Y aquellas palabras de desesperanza lo salvaron.
Acordóse del pueblo, a cuya defensa venía obligado y un agudo, salvador dolor
penetró en su corazón agonizante. «¡Condenados a perecer! —pensó con pena—.
Sombras luminosas en la tiniebla de lo infinito —pensó con espanto—, frágiles
arterias con hervorosa sangre, corazones que saben del dolor y la gran alegría
—pensó con ternura».
Y así pensando y sintiendo, inclinando la balanza
ya del lado de la vida, ya del lado de la muerte, volvióse con lentitud a la
vida para en sus dolores y sus goces, encontrar amparo contra las tinieblas del
vacío y el espanto de lo Infinito.
—¡No; no me has matado, Lázaro! —dijo con firmeza—.
¡Pero yo voy a matarte a ti! ¡Ven acá!
Aquella noche, comió y bebió con especial fruición
el divino Augusto. Mas de cuando en cuando flaqueábale en el aire la levantada
mano y un opaco brillo deslucía el radiante fulgor de sus ojos aquilinos… otras
el horror corríale en doloroso escalofrío por las piernas. Vencido, pero no
muerto, esperando fríamente su hora, cual una negra sombra permaneció toda su
vida a su cabecera, imperando por las noches y cediendo dócilmente los claros
días, a los sufrimientos y goces del vivir.
Al día siguiente, por orden del emperador, con un
hierro candente quemáronle a Lázaro los ojos y lo volvieron a su tierra. A
quitarle la vida no fue osado el divino Augusto.
Volvió Lázaro a su desierto y acogiólo el desierto
con sus vientos de alentar sibilante y su calcinante sol. De nuevo se sentó
sobre la piedra, levantando a lo alto sus greñudas barbas salvajes y dos negros
huecos en lugar de sus quemados ojos, miraban estúpida y terriblemente al
cielo. En la lejanía, zumbaba y rebullíase inquieta la ciudad santa; pero en su
proximidad todo estaba yermo y mudo; nadie se acercaba al lugar donde dejaba
correr los días el milagrosamente resucitado y hacía ya mucho tiempo que los
vecinos abandonaran su casa.
Traspasado por el hierro candente hasta lo hondo
del meollo, su maldita fama manteníase allí como en emboscada; como desde una
emboscada lanzaba él miles de ojos invisibles sobre el hombre… y ya no osaba
nadie mirar a Lázaro.
Pero al atardecer, cuando enrojeciendo y guiñando,
declinaba el Sol hacia su ocaso, lentamente íbase tras él el ciego Lázaro.
Tropezaba con los guijos y caía, obeso y débil; a duras penas se levantaba y
seguía andando; y sobre el rojo fondo del poniente, su negro torso y sus
tendidos brazos, dábanle un prodigioso parecido con la cruz.
Y sucedió que salió un día al desierto y ya no
volvió más. Así por lo visto, acabó la segunda vida de Lázaro, el que había
pasado tres días bajo el misterioso poder de la muerte y resucitado
milagrosamente después.
(Tomado de las Obras Completas de Andreiev, traducidas
del ruso por Rafael Cansinos Assens, y publicadas en la colección Obras Eternas
de Editorial Aguilar, que ha autorizado la inclusión de este cuento en la
presente edición).