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sábado, 25 de abril de 2020

Reinaldo Arenas El portero. (Novela. Fragmento).

             
            
SINOPSIS

             
            Una vez concluida la publicación de la «pentagonía» con la que Reinaldo Arenas quiso alegorizar y criticar la represión de Cuba bajo el régimen castrista, recuperamos ahora la novela El portero, escrita en Nueva York, entre 1984 y 1986, y en la que se recrea el microcosmos de un rascacielos bajo la mirada perpleja del portero, un cubano exiliado, al igual que el propio Arenas, incapaz también de adaptarse a la American way of life.
             
            Juan, después de fracasar en diferentes trabajos, consigue un puesto como portero en un rascacielos de Manhattan. Allí, obsesionado con abrirles a los inquilinos la puerta no sólo del edificio sino también la de «la verdadera felicidad», topará con una extravagante galería de personajes, entre otros: Roy Friedman, de sesenta y cinco años, obsesionado con regalar caramelos a diestro y siniestro; Brenda Hill, «mujer algo descocada, soltera y ligeramente alcohólica»; Arthur Makadam, donjuán entrado en años e impotente; Casandra Levinson, «propagandista incesante de Fidel Castro» que al mismo tiempo goza de las comodidades capitalistas; los señores Oscar Times, «ambos homosexuales y tan semejantes física y moralmente que en realidad conforman como una sola persona»; Walter Skirius, científico obseso de los implantes artificiales… Al final, Juan sólo logra entenderse con las mascotas de los inquilinos del edificio, y con ellas emprenderá un viaje sin retorno.



             
            Reinaldo Arenas

             
            El portero

             
             

             
   



             
            REINALDO ARENAS

             
            Nació en Holguín (Cuba) en 1943, en el seno de una familia de campesinos. Desengañado de la Revolución (a la que, sin embargo, se había adherido al principio y con la que incluso había colaborado), pasó dos años encarcelado por ser considerado un «peligro social» y «contrarrevolucionario». En 1980 logró salir de Cuba y se instaló en Nueva York, ciudad en la que, enfermo de sida, se suicidó en 1990. Tusquets Editores, en su propósito de rescatar parte de la obra de Reinaldo Arenas, ha publicado, además de El portero (Andanzas 526, ahora también en la colección Fábula), la pentagonía que incluye los títulos Celestino antes del alba, El palacio de las blanquísimas mofetas, Otra vez el mar, El color del verano y El asalto (Andanzas 395, 428, 463, 357 y 497), la novela El mundo alucinante (Andanzas 314 y Fábula 177) y su estremecedora autobiografía Antes que anochezca (Andanzas 165 y Fábula 55), llevada al cine por Julian Schnabel y protagonizada por Javier Bardem.



             
            Para Lázaro, su novela




             
            Aquella luz verdadera, que alumbra a todo hombre, venía a este mundo.
             
            Juan, 1,9




             

 Primera parte

 




             

 1

 

             
            Ésta es la historia de Juan, un joven que se moría de penas. No podemos explicar cuáles eran las causas exactas de esas penas; mucho menos, cómo eran ellas. Si pudiéramos, entonces las penas no hubiesen sido tan terribles y esta historia no tendría ningún sentido, pues al joven no le hubiese ocurrido nada extraordinario y, por lo tanto, no nos hubiésemos tomado tanto interés en su caso.
            A veces todo su rostro se ensombrecía como si la intensidad de la tristeza hubiese llegado a su punto culminante, pero luego, como si el sufrimiento le concediese una breve tregua, sus facciones se suavizaban y la tristeza adquiría una suerte de apacible serenidad, como si el mismo desencanto se estabilizase o fluyese ahora lentamente, comprendiendo, tal vez, que su caudal, de tan inmenso, no se agotaría nunca, sino que, por el contrario, estaría siempre creciendo y renovándose.
            Es cierto que hacía diez años que había dejado su país (Cuba) en un bote y se había establecido en los Estados Unidos. Tenía entonces diecisiete años y atrás había quedado toda su vida. Es decir, humillaciones y playas, enemigos encarnizados y gratas compañías que la misma persecución hacía extraordinarias, hambre y esclavitud, pero también noches cómplices y ciudades a la medida de su desasosiego; horror sin término, pero también una humanidad, una manera de sentir, una confraternidad ante el espanto –cosas que aquí, como su propia manera de ser, eran extranjeras...–. Pero también nosotros (somos un millón de personas) dejamos todo eso y sin embargo no morimos de pena –o al menos no se nos ha visto morir– con la misma desesperación que este muchacho. Pero, como ya dijimos hace un momento, no pretendemos ni podemos explicar este caso, sino, sólo en la medida de lo posible, exponerlo. Y todo eso con la pobreza de un idioma que por motivos obvios hemos tenido que ir olvidando, como tantas cosas.
            No pretendemos vanagloriarnos de que hayamos tenido con él preferencias exclusivas. No había por qué tenerlas. Él era, como casi todos nosotros, al llegar aquí, un joven descalificado, un obrero, una persona más que venía huyendo. Tenía que aprender, como aprendimos nosotros, el valor de las cosas, el alto precio que hay que pagar para alcanzar una vida estable. Un empleo bien remunerado, un apartamento, un auto, unas vacaciones y, finalmente, una casa propia, si es posible cerca del mar... Porque el mar es para nosotros nuestro elemento. Pero el mar verdadero, dentro del cual podamos sumergirnos y convivir, no estas extensiones heladas y grises a las que tenemos que acercarnos casi enmascarados... Sí, sabemos que estamos haciendo confesiones sentimentaloides que nuestra poderosa comunidad –nosotros mismos– negaría en su totalidad o las tacharía por ridículas e innecesarias: somos ciudadanos prácticos, respetables, muchos enriquecidos, y miembros de la nación hoy por hoy más poderosa del mundo. Pero este testimonio tiene como objeto un caso excepcional. Es la historia de alguien que, a diferencia de nosotros, no pudo (o no quiso) adaptarse a este mundo práctico; al contrario, exploró caminos absurdos y desesperados y, lo que es peor, quiso llevar por esos caminos a cuanta persona conoció. Las malas lenguas, que nunca faltan, dicen que también desequilibró a los animales, pero de eso ya hablaremos más adelante... También se nos objetará –ya vemos a los periodistas, profesores y críticos abalanzarse sobre nosotros– que siendo ésta la historia de Juan no hay motivos para que la interrumpamos a fin de interpolar nuestros asuntos. Permítasenos aclarar que: primero, no constituimos (afortunadamente) un gremio de escritores y por lo tanto no tenemos que obedecer sus leyes; segundo, que nuestro personaje, al pertenecer a nuestra comunidad, forma parte también de nosotros mismos; y tercero, que fuimos nosotros quienes le abrimos las puertas en este nuevo mundo y quienes en todo momento hemos estado dispuestos a «darle una mano», como se dice allá, en el lugar de donde huimos.
            Desde que llegó –y muy desmejorado que llegó– le dimos ayuda material (más de doscientos dólares) y le «viabilizamos» (otra palabra de allá) rápidamente el Social Security (lo sentimos, pero no tenemos equivalente para esa expresión en español) para que pudiera pagar los impuestos, y casi de inmediato le conseguimos un empleo. Claro está que no podía ser uno de estos empleos que tenemos nosotros, después de veinte o treinta años de trabajar duro. Le conseguimos un empleo en la construcción, al sol, naturalmente. Al parecer, Juan comenzó entonces a ser atacado por fuertes dolores de cabeza, por insolaciones. En plena actividad se detenía (los cubos con la mezcla en las manos) y así se quedaba, de pie, absorto, mirando a ningún sitio o a todos los sitios, como si una misteriosa revelación en ese mismo instante lo deslumbrase. Imagínense ustedes, en medio de los trabajos febriles de la construcción, a aquel muchacho completamente paralizado, sin camisa, con dos cubos en las manos, delirando entre la algarabía de mandarrias y serruchos... El capataz, enfurecido, le gritaba en inglés (idioma que el joven aún no dominaba) todo tipo de órdenes e insultos. Pero sólo cuando aquella visitación o locura lo abandonaba, Juan volvía a sus faenas.
            Desde luego, tuvimos que cambiarlo de empleo numerosas veces. Fue camarero en un bar de la sauecera, encargado de la limpieza de los urinarios en un hospital para refugiados haitianos, planchador en una factoría (o fábrica) del midtown de Nueva York, taquillero en un cine de la calle 42... ¿Qué querían ustedes, que le ofreciéramos nuestras piscinas? ¿Que así, por su linda cara (y realmente no era feo, como ninguno de nosotros, gente morena, no como esas cosas fofas, pálidas y desproporcionadas que abundan por acá), sí, por su linda cara le abriéramos las puertas de nuestras residencias en Coral Gables, que le entregáramos nuestro carro del año para que conquistase a nuestras hijas que con tanto esmero hemos educado, y que lo dejáramos, en fin, vivir la dulce vida sin antes conocer el precio que en este mundo hay que pagar por cada bocanada de aire? Eso sí que no.
            Finalmente, como vimos que no era apto para ningún empleo en el que hubiera que tener carácter, iniciativa, «chispa» –como decíamos allá, en nuestro mundo–, nos agenciamos, con bastante dificultad por cierto (pues ese ramo está aquí controlado por la mafia), para conseguirle un empleo en el cuerpo de servicios de un edificio residencial en la parte más lujosa de Manhattan. Su trabajo no podía ser menos complejo ni menos problemático: se limitaba a abrir la puerta y saludar respetuosamente a los habitantes del edificio. Doorman,  perdón, portero, queremos decir, ése era su nuevo oficio.
            Pero si antes ya habíamos tenido problemas con Juan en relación con sus trabajos, aquí sí podemos decir que comenzaron nuestros verdaderos dolores de cabeza y no precisamente por negligencia en su cargo, sino por lo que podríamos llamar «exceso de celo en el mismo». Porque, de pronto, nuestro portero descubrió, o creyó descubrir, que su labor no se podía limitar a abrir la puerta del edificio, sino que él, el portero, era «el señalado», «el elegido», «el indicado» (escojan ustedes de estas tres la mejor palabra) para mostrarles a todas aquellas personas una puerta más amplia y hasta entonces invisible o inaccesible; puerta que era la de sus propias vidas y, por lo tanto (y así hay que escribirlo aunque parezca, y sea, ridículo, pues citamos textualmente a Juan), «la de la verdadera felicidad».
            Sobra decir que ni él mismo sabía qué puerta o puertas eran aquéllas, ni dónde estaban, ni cómo llegar a ellas, ni mucho menos cómo abrirlas. Pero en su exaltación, en su desvarío o en su demencia (escojan ustedes de las tres palabras la mejor) estaba seguro de que la puerta existía y que de alguna misteriosa manera se podría llegar a ella y abrirla.
            Él pensaba y así lo ha dejado testimoniado (¿«testimoniado»? ¿Existe esa palabra en nuestra lengua?) en los numerosos papeles que garabateó, que las casas o los apartamentos continuaban después de las habitaciones y las últimas paredes, y que la vida de aquellas personas del edificio donde él era el portero no podía limitarse a un eterno transitar de la cocina al baño, de la sala al cuarto de dormir, o del ascensor al automóvil. De ninguna manera podía concebir que la existencia de toda aquella gente, y por extensión la de todo el mundo, fuese sólo un ir y venir de un cubículo a otro, de espacios reducidos a espacios aún más reducidos, de oficinas a dormitorios, de trenes a cafeterías, de subterráneos a ómnibus, y así incesantemente... Él les mostraría «otros sitios», pues él no sólo les abriría la puerta del edificio, sino que, seguimos citándolo, «los conduciría hacia dimensiones nunca antes sospechadas, hacia regiones sin tiempo ni límites materiales...». Y en estas cavilaciones ya iba y venía de uno a otro extremo del salón o lobby del edificio, murmurando incoherencias, aunque siempre –hay que reconocerlo– atento a la puerta y con su uniforme impecable (chaqueta y pantalones azules, sombrero de copa negro, guantes blancos y galones dorados). Así, cuando imaginaba que no era observado, atisbaba temeroso hacia los rincones, avanzaba hacia su propia imagen que se reflejaba en el gran espejo del salón o se detenía frente a la amplia puerta que da al jardín interior y, subrepticiamente, hacía algunas anotaciones en la libreta que siempre llevaba encima. Otras veces se paseaba por el patio interior, las manos enguantadas tras la espalda, preguntándose de qué manera podría mostrarles a todas aquellas personas el sendero que, desde luego, él también desconocía. Y súbitamente abandonaba sus meditaciones y corría a abrirle la gran puerta de cristal a algún inquilino, y hasta a llevarle los paquetes hasta el apartamento mientras le preguntaba por su estado de salud y también por la salud del perro, del gato, de la cotorra, del mono o del pez... No olviden, por favor, que en este país, quien no tiene un perro, tiene un canario, un gato, un mono o cualquier otro tipo de animal (no importa de qué especie) en su casa.
            Aberraciones o pasatiempos morbosos, lo reconocemos, propios de gente ociosa o solitaria que no tiene en qué entretenerse. Cosas, en fin, de viejas locas o de señores no menos chiflados aunque a veces, al parecer, decentes.
            Ahora comprendemos que tantas atenciones por parte de Juan obedecían a un método. Pues su «tarea», llamémosla así, consistía en desplegar una amabilidad extrema hacia todas aquellas personas para ganarse su amistad e infiltrarse en sus apartamentos y luego en sus vidas con el propósito de cambiarlas.
            Consignaremos aquí, a manera de presentación, rápida y concisa –somos gente ocupadísima y no podemos dedicarle toda nuestra vida a este caso–, las personas con las cuales nuestro portero tuvo una relación más o menos profunda.
            Entre ellas se destacan el señor Roy Friedman, hombre de unos sesenta y cinco años, a quien Juan nombra en sus escritos como «el señor de los caramelos», pues siempre tenía un caramelo en la boca y varios en los bolsillos, y cada vez que se encontraba con el portero, lo cual desde luego sucedía varias veces al día, le obsequiaba con una de esas confituras. También Juan sostuvo conversaciones con el señor Joseph Rozeman, eminente mecánico dental gracias a quien muchas de las más bellas estrellas de la televisión y del cine exhiben glamorosas sonrisas (notables miembros de nuestra comunidad han utilizado los servicios de mister Rozeman, y les aseguramos que son realmente recomendables). Sigue, de acuerdo con nuestra lista, el señor John Lockpez, ecuatoriano naturalizado en los Estados Unidos, pastor de la Iglesia del Amor a Cristo Mediante el Contacto Amistoso e Incesante, casado, con hijos, todos religiosos al igual que su esposa; este señor (su nombre de origen es Juan López), al parecer, le tomó gran aprecio a nuestro portero e intentó ganárselo para su causa (la del señor Lockpez), por lo que podemos afirmar que entre los dos hombres se estableció una fanática contienda, ya que cada uno quería catequizar al otro para sus respectivas y extrañas doctrinas. De todos modos ya explicaremos con más detalles todas esas relaciones que ahora sólo estamos enumerando. Continuemos pues: la señorita, o señora, Brenda Hill, mujer algo descocada, soltera y ligeramente alcohólica; el señor Arthur Makadam, caballero entrado en años y aun libertino; la señorita Mary Avilés, la supuesta prometida del portero; el señor Stephen Warrem, el millonario del edificio que habita con su familia en el penthouse; la señora Casandra Levinson, titulada «profesora de ciencias sociales», pero propagandista incesante de Fidel Castro; el señor Pietri, el súper (perdón, el encargado del edificio) y su familia; los señores Oscar Times (Oscar Times I y Oscar Times II), ambos homosexuales y tan semejantes física y moralmente, que en realidad conforman como una sola persona, hasta el punto de que muchos inquilinos que nunca los habían visto juntos afirmaban que se trataba de un solo personaje. Pero nosotros sabemos que son dos y que, incluso, uno de ellos es cubano... La señorita Scarlett Reynolds, actriz jubilada, obsesionada por el sentido del ahorro, también sostuvo varios diálogos con el portero, al igual que el profesor Walter Skirius, científico de nota e inventor incesante.

            De casi todas estas personas mencionadas, nuestro portero logró, con amabilidad, halagos y favores que iban más allá de sus funciones, ganarse la amistad o por lo menos cierta aparente simpatía, llegando a veces a ser no sólo el portero sino también el huésped. Con lo cual, así al menos pensaba Juan, había avanzado un gran trecho en sus propósitos proselitistas. 

domingo, 24 de febrero de 2019

CARPENTIER ALEJO. EL ACOSO. Fragmento.. Prólogo. Julio Travieso Serrano.




Prólogo

Julio Travieso Serrano

Hacia 1956, Alejo Carpentier es ya un escritor de renombre en las letras latinoamericanas con una conocida obra literaria. En 1949 ha publicado, en México, El reino de este mundo, importante novela, tanto por ella misma como por el prólogo que la acompaña, en el cual explica su concepción de lo que él llamó lo real maravilloso americano. Luego, en 1953, edita, también en México, otra obra fundacional de la novelística latinoamericana: Los pasos perdidos.
Ambas obras (unidas a dos relatos publicados anteriormente, “Viaje a la semilla”, en 1944 y “Semejante a la noche”, en 1946) transitan por los caminos de lo real maravilloso. Mientras los recorren, se adentran en el frondoso bosque de lo barroco, de lo fastuoso americano que, en palabras de otro gran escritor cubano, José Lezama Lima, es una “manera del saboreo y del tratamiento de los manjares que exhalan un vivir completo, refinado y misterioso”.
En aquellos años, quizá los más importantes de su creación intelectual, Carpentier, viajero incansable, radica en Caracas, no entregado precisamente a la literatura, sino al periodismo y a actividades publicitarias, porque la literatura, por lo menos en estas tierras, nunca ha dado para vivir enteramente de ella, a no ser que te llames García Márquez o Isabel Allende. En esos tiempos el cubano, con todo y sus buenas novelas anteriores, era sólo Alejo Carpentier Valmont, hijo de un emigrado francés y una emigrada rusa que se habían asentado en la gran isla del Caribe, y no don Alejo Carpentier, Premio Cervantes de las letras, unos cuantos premios internacionales más, y posible candidato al Nobel, que finalmente no le otorgaron con toda injusticia, al igual que no se lo dieron a Rulfo.
Antes de Caracas ha vivido en su ciudad natal, La Habana, y antes en París y ha estado en España, Haití y en otras muchas partes, lo que, unido a su gran cultura, le da a su literatura, independientemente de los temas latinoamericanos, un marcado carácter cosmopolita que se refleja en sus referencias y en sus entornos.
Con ese bagaje a cuestas, Carpentier publica, en 1956, El acoso, un año después que Rulfo su Pedro Páramo, y casi al mismo tiempo que Guimaraes Rosa nos entregara Gran Sertón Veredas, otra de las grandes obras de las letras iberoamericanas.
El acoso, novela muy diferente a las suyas anteriores, rompe con una de las reglas de oro del éxito comercial: “No te apartes de lo que ya ha gustado”. Por supuesto, Carpentier no era un mercachifle ni un comerciante, sino todo un señor intelectual que se respetaba a sí mismo, a su obra, a la literatura, y no creía en reglas comerciales. Por desgracia, en la actualidad, muchos no son como él y, día tras día, nos abruman con sus mismos temas de siempre, trillados y más que trillados, en el más puro estilo de Corín Tellado.
Con frecuencia se ha escrito sobre el hecho de que El acoso mantiene la estructura de una sonata. El propio Carpentier se encargó de reafirmarlo al decir en una entrevista: “Mi novela El acoso está construida en forma de sonata, sobre tres temas iniciales (dos masculinos y uno femenino) con variaciones centrales y una coda. Y, para más, el relato entero cabe en el tiempo exacto que dura una correcta interpretación de la Sinfonía heroica de Beethoven”.
Lo anterior es cierto, pero a nuestro entender, no es lo más relevante de esta obra que, comparada con sus hermanas El reino de este mundo, Los pasos perdidos y El siglo de las luces, ha quedado un tanto relegada. No hay que olvidar que la mayoría de los lectores de literatura no está formada de musicólogos y, por tanto, se les hace indiferente si una obra guarda relación o no con determinada forma musical.
Como señala Sergio Chaple, un conocido investigador cubano:
Lo expresado por Carpentier nos parece inobjetable (…) pero pretender de ahí establecer una correlación exacta entre estos lenguajes en la dirección de los trabajos mencionados al ocuparnos de la vertiente crítica que estudia la obra en sus relaciones musicales, lo creemos poco productivo del análisis propiamente literario.
Lo primero que salta a la vista en El acoso es la ausencia de lo real maravilloso, tan magistralmente presentado en sus producciones anteriores. Nada hay aquí de prodigios y portentos, de manos sumergidas en aceite hirviente que no sufren quemaduras, de misteriosos caminos en la selva, de Adelantados, Conquistadores, y viejos que retornan a la niñez, guerreros que completan un ciclo histórico, ni un discurrir circular del tiempo, en búsqueda de la libertad y la evasión, como en El reino de este mundo, Los pasos perdidos, “Viaje a la semilla” y “Semejante a la noche”.
Aquí no encontramos personajes que se muevan en un mundo maravilloso, sino en un escenario muy real: La Habana de los años 40.
Probablemente El acoso sea la novela más complicada de Carpentier desde el punto de vista de la técnica literaria utilizada, con sus monólogos interiores, sus frecuentes y repentinos cambios de puntos de vista, su estructura composicional, que pueden confundirnos. No espere el lector una lectura sencilla. “Rompecabezas de trebejos cuidadosamente mezclados”, le llamó Enrique Anderson Imbert.
Estamos frente a una obra de innovaciones formales para su tiempo, que nos obligará, una y otra vez, a releer lo leído para no perder las pistas de la narración, como sucede en las buenas novelas policiacas. Y es que El acoso nos pudiera recordar, a veces, por el tema, una novela policiaca, con esa caza de un hombre, del cual no sabemos mucho, sentenciado a muerte. Esa muerte tan cara para algunos autores de lo policiaco.
Pero, por su estilo, su composición, nada más lejano de lo policiaco que esta novela, en la cual una constante es el lenguaje barroco y, ya lo sabemos, barroquismo y lenguaje detectivesco no van de la mano.
Si en El acoso no hallamos lo real maravilloso, es aquí donde quizá el barroco se hace más presente dentro de la obra carpenteriana, ese barroco exuberante, estallido magnificente en las descripciones internas y externas, y en los estados de ánimo de los personajes.
Éstos, también a diferencia de sus otras novelas (recordemos El siglo de las luces o Los pasos perdidos) son sólo unos pocos, fundamentalmente tres: un ex revolucionario, un espectador fortuito y una prostituta.
Trama sencilla en su esencia y complicadísima en su tratamiento es la de El acoso, en la que un joven revolucionario, cuyo nombre no conocemos, milita en un partido político (no nombrado en la obra, pero, con seguridad, comunista), lo abandona por no confiar en sus métodos de lucha, se une a grupos que esgrimen la violencia rápida, como método de lucha, con quienes participa en actos que hoy en día llamaríamos de terror, a los que también abandona para unirse a bandas de matones, cuya finalidad es el ajuste de cuentas y el crimen por encargo. Y en ese peligrosísimo camino, él resulta víctima de su propio juego mortal y se convierte en el acosado.
Al final, ya condenado, redescubre a Dios en el que cree, ante quien reconoce sus crímenes, y solicita protección. Dios al cual el ex revolucionario llega a través de una de las múltiples pruebas de su existencia, la causal.
El narrador de la novela, refiriéndose al acosado, nos dice:
La portentosa novedad era Dios. Dios, que se le había revelado en el tabaco encendido por la vieja, la víspera de su enfermedad (…) La mano traía, al sacar la lumbre, un fuego venido de lo muy remoto, fuego anterior a la materia (…) Pero si ese fuego presente era una finalidad en sí, necesitaba de una acción ulterior para alcanzarla. Y esa acción, de otra y de otras anteriores, que no podían derivar sino de una Voluntad Inicial.
Muchos siglos antes, Santo Tomás nos había dicho: “Todo lo que se mueve es movido por otro (…) Por consiguiente, es necesario llegar a un primer motor que no sea movido por nadie, y éste es el que todos entienden por Dios”.
Sin embargo, ya es tarde y no habrá tiempo ni oportunidad para la redención de el acosado.
En resumen, la creencia en una ideología (forma embozada de la fe), el descreimiento, el pecado, otra vez la fe, el castigo. Algo común y corriente, como la vida misma, pero que Carpentier eleva a grandes planos gracias a su maestría de gran escritor. Ese es, precisamente, uno de los mayores méritos de esta obra, replantear un problema tan viejo de la civilización y obligar al lector a interrogarse sobre normas de conducta y el sistema de valores de los seres humanos.
Al leer El acoso me acuerdo de una pequeña obra maestra, “Tema del traidor y del héroe”, de otro inmenso escritor, tan admirado por todos: Jorge Luis Borges. Por supuesto, ambos relatos se hallan muy lejos entre sí. Éste es brevísimo y se desarrolla en la Irlanda del siglo XIX; aquél es una novela y tiene como escenario La Habana de 1940. Y sin embargo, en los dos aparece el mismo tema recurrente: la traición, el crimen, el castigo, al igual que estos últimos aparecen en Dostoyevski, a través de un Raskólnikov, asesino de la vieja usurera Aliona Ivánovna.
¿Por qué descree un hombre, por qué traiciona? Infinitos son los caminos que conducen a Roma y muchas las razones por las cuales alguien se envilece, en especial en épocas convulsas y de confusión, como las que vivió Cuba en los años en los cuales se desarrolla la trama de El acoso.
¿Es justificable la traición? Ciertamente que no, al igual que no es justificable el crimen. Y, sin embargo, ¿cuál debe de ser el castigo? ¿El último, el más fuerte? ¿Debe de ser un hombre acosado hasta la muerte, o puede redimirse?
La vieja sentencia bíblica proclama: “ojo por ojo y diente por diente”. Cristo, sin embargo, vino para redimir.
Muchas son las respuestas que salen del marco de una obra de ficción y caen dentro del terreno de la especulación filosófica y ética.
Cabe preguntarse por qué Carpentier escribió una novela así, tan lejana de sus otras novelas y relatos históricos. ¿Quizá quiso darnos el retrato del antihéroe? Pregunta difícil que sólo el autor podría responder. Según Umberto Eco, el autor no debe facilitar interpretaciones de su obra. El texto debe hablar por sí mismo, al margen de su creador.
El escritor cubano no es el italiano y, refiriéndose a El acoso, nos da algunas pistas, en particular de carácter histórico. En una entrevista de 1963, nos explica:
Es un reflejo de la época en que yo era estudiante en la Universidad, en que viví mis primeras luchas políticas. Era una época en que los estudiantes (…) tenían ideas políticas avanzadas y estaban descontentos con el régimen de entonces (…) la famosa tiranía de Machado (…) esos estudiantes derrocharon heroísmo y algunos dieron su vida en esa lucha, pero tenían un defecto: y era el heroísmo por el heroísmo, era la indignación, era la rebelión por la rebelión. (…) Por esta razón El acoso es quizá mi único libro, creo, que puede parecer pesimista, algo desesperado porque es la historia de un esfuerzo inútil.
También por otras declaraciones suyas y por investigaciones realizadas se sabe que un hecho, semejante al relatado en El acoso, sucedió en La Habana y Carpentier tuvo conocimiento de él.
Aquél era su mundo, el mundo de las primeras rebeliones estudiantiles y de la lucha, frustrada a la larga, contra una dictadura, una de las tantas que han tenido lugar en nuestra América Latina. En el caso de Cuba, tal lucha devino más tarde, a la caída del dictador, pelea entre grupos por el reparto del botín y el encumbramiento políticos.
Ese proceso, convertido en argumento particular de El acoso, deja un sabor amargo en la boca, como si nos recordara el esfuerzo inútil de Sísifo. La frustración de lo que pudo ser y no fue. No en balde, Carpentier consideró que la obra podía parecer pesimista.
Más allá de lo histórico circunstancial, El acoso se nos revela como libro de reflexión, donde la aventura ocupa un segundo plano.
Carpentier es autor que obliga a sus lectores a pensar y reflexionar. El destino del ser humano, la repetición de sus ciclos vitales, la búsqueda de libertad, el libre albedrío, fueron cuestiones inseparables de su discurso narrativo a las cuales une, en El acoso, el tema del crimen y el castigo. Esa constante reflexión, sumada a una colosal capacidad para fabular y darnos tramas apasionantes, llenas de peripecias, y a un manejo exquisito del lenguaje, explica la excelencia de sus obras y su atracción en el lector, aquel lector que no va en busca de conflictos del corazón y combates de kung fu.
No es necesario repetir que la música constituye una constante en la literatura de Carpentier, que era un excelente musicólogo. Como escribimos más arriba, él mismo afirma que la novela está construida con la estructura de una sonata. El acoso es la obra donde la influencia musical se hace más fuerte y palpable.
Finalmente, y no por ello menos importante, El acoso es (si exceptuamos la fallida, según Carpentier, Écue-Yamba-Ó) su primera novela de tema urbano en La Habana del siglo XX.
La Habana, la ciudad soñada por muchos, cantada por otros, amada por todos, la Perla del Caribe. A pesar de sus prolongadas estancias en París (1928-1939, 1966-1980) y Caracas (1945-1959), Carpentier amó intensamente su ciudad natal, maravillosamente descrita por él en sus artículos y en su ensayo “La ciudad de las columnas”.
Pero, a diferencia de lo que otros hicieron, antes y después de él, en El acoso no intenta recrear la ciudad en su belleza tropical, de cielo y mar, en sus noches de fiesta, en su rumbosa alegría o en sus ocultos ritos afrocubanos. Nada hay que recuerde a Tres tristes tigres, Nuestro hombre en La Habana, o una bella joyita de la literatura sobre la capital cubana como Nostalgia de Troya, obras, por supuesto, muy diferentes en todo al estilo carpenteriano y a El acoso.
La ciudad que recrea Carpentier es una ciudad casi desierta, en la cual los personajes se mueven en un área restringida, a veces de difícil localización y en un marco temporal también restringido.
Y, sin embargo, ahí está La Habana, con sus mansiones de tan diferentes estilos, sus comercios, iglesias, fuentes.
Para que todo ese escenario aparezca en su totalidad habrá que aguardar muchos años, hasta 1978, por La consagración de la primavera, pero allí ya habrá una historia totalmente diferente a la narrada en El acoso. En ésta encontraremos la opaca tristeza de los perdedores, en aquella la desbordante alegría de los ganadores.
¿Cuál es y será la jerarquía de El acoso dentro de la rica obra carpenteriana? Pregunta quizá ociosa y de difícil respuesta. Si nos hiciéramos una pregunta similar en relación con Cervantes, la contesta es más que conocida. En cambio, si habláramos de Shakespeare las dudas aflorarían: ¿Macbeth, Hamlet, Otelo, El rey Lear? Lo mismo pudiera suceder al referirnos a autores de nuestro continente si pensamos en Gallegos, Borges, Arlt, Fuentes, Vargas Llosa. Cada lector, cada crítico, tendrá su respuesta.

Personalmente no me gustan tales comparaciones entre las obras de un autor. A cada una la disfruto (o no la disfruto) dentro de su momento y contexto. En todo caso, se pudiera afirmar que unas son más conocidas que otras, pero no siempre la fama es sinónimo de calidad. Y lo que hoy se considera como muy valioso, mañana podrá ser desdeñado por absurdo e incongruente. De todas maneras, si tuviera que dar una opinión diría que El acoso, aunque sea una de las menos conocidas, se halla entre las obras mayores de Carpentier, lo cual, dada la calidad de todas ellas, es un gran elogio. Le corresponde ahora al lector de esta nueva edición corroborar la justeza de mi afirmación.
***
(Fragmento).

I

 

Sinfonia Eroica, composta perfesteggiare il souvvenire di un grand’Uomo, e dedicata a Sua Altezza Serenissima il Principe di Lobkountz, da Luigi van Beethoven, op. 53, N° III delle Sinfonie… Y fue el portazo que le quebró, en un sobresalto, el pueril orgullo de haber entendido aquel texto. Luego de barrerle la cabeza, los flecos de la cortina roja volvieron a su lugar, doblando varias páginas al libro. Sacado de su lectura, asoció ideas de sordera —el Sordo, las inútiles cornetas acústicas…— a la sensación de percibir nuevamente el alboroto que lo rodeaba. Sorprendidos por el turbión, los espectadores dispersos en la gran escalinata regresaban al vestíbulo, riendo y empujando a los hacinados que se llamaban a veces por entre los hombros desnudos, rodeados de una lluvia que demoraba en el acunado de los toldos para volcarse, como a baldazos, sobre peldaños de granito. A pesar de que estuviese sonando la segunda llamada, permanecían todos allí, enracimados, por respirar el olor a mojado, a verde de álamos, a gramas regadas, que refrescaba los rostros sudorosos, mezclándose con alientos de tierra y de cortezas cuyas resquebrajaduras se cerraban al cabo de larga sequía. Después del sofocante anochecer, los cuerpos estaban como relajados, compartiendo el alivio de las plantas abiertas entre las pérgolas del parque. Las platabandas, orladas de bojes, despedían vahos de campo recién arado. “El tiempo está bueno para lo que yo sé”, murmuró alguno, mirando a la mujer que se adosaba a la reja de la contaduría, de perfil oculto por el pelaje de un zorro, y que no parecía considerar como hombre a quien estaba detrás, ya que acababa de desceñirse de la molestia de una prenda muy íntima —no le importaba, evidentemente, que él la viera— con gesto preciso y desenfadado. “Detrás de una reja como los monos”, decían los acomodadores en burla de aquel taquillera distinto a todos los demás taquilleras, que permanecía hasta el final de los conciertos, cuando le estaba permitido marcharse después del arqueo de las diez —aunque el Reglamento especificara: “Media hora antes de la terminación del espectáculo”—. Quiso humillar a la del zorro, haciéndole comprender que la había visto, y, con mañas de contador, hizo correr un puñado de monedas sobre el angosto mármol del despacho. La otra, asomando el perfil, le miró las manos suspendidas sobre dineros —nunca le miraban sino las manos— y volvió a hacer el gesto. Tal impudor era prueba de su inexistencia para las mujeres que llenaban aquel vestíbulo tratando de permanecer donde un espejo les devolviera la imagen de sus peinados y atuendos. Las pieles, llevadas por tal calor, ponían alguna humedad en los cuellos y los escotes, y, para aliviarse de su peso, las dejaban resbalar, colgándoselas de codo a codo como espesos festones de venatería. La mirada huyó de lo cercano inalcanzable. Más allá de las carnes, era el parque de columnas abandonadas al chaparrón y, más allá del parque, detrás de los portales en sombras, la casona del Mirador —antaño casa-quinta rodeada de pinos y cipreses, ahora flanqueada por el feo edificio moderno donde él vivía, debajo de las últimas chimeneas, en el cuarto de criadas cuyo tragaluz se pintaba, como una geometría más, entre los rombos, círculos y triángulos de una decoración abstracta—. En la mansión, cuya materia vieja, desconchada sobre vasos y balaustres, conservaba al menos el prestigio de un estilo, debía estarse velando a un muerto, pues la azotea, siempre desierta por demasiado sol o demasiada noche, se había visto abejeada de sombras hasta el retumbo del primer trueno. Contemplaba con ternura, desde abajo, aquel piso destartalado, caído en descuido de pobres, tan semejante a las mal alumbradas viviendas de su pueblo, donde el encenderse de las velas por una muerte, entre paredes descascaradas y jaulas envueltas en manteles, equivalía a una suntuaria iluminación de tabernáculo, en medio de muebles cuya pobreza se acrecía, junto al relumbrante enchapado de los candelabros. Por una velada se tenían pompas, bajo el tejado de los goterones, con presencias de la plata y del bronce, solemnidad de dignatarios enlutados, y altas luces que demasiado mostraban, a veces, las telarañas tejidas entre las vigas o las pardas arenas de la carcoma. (Luego, los que, como él, estaban estudiando algún instrumento, tenían que explicar al vecindario que el repaso de los ejercicios no significaba una trasgresión del luto, y que el aprendizaje de la “música clásica” era compatible con el dolor sentido por la muerte de un pariente…) En aquellos días oculta a los hombres su enfermedad; vive a solas con sus demonios: el amor herido, la esperanza y el dolor. Si estaba ahí, trepado en el taburete, adosado a la cortina de damasco raído, en aquella contaduría del ancho de una gaveta, era por alcanzar el entendimiento de lo grande, por admirar lo que otros cercaban con puertas negadas a su pobreza. Esa conciencia le devolvía su orgullo frente a las espaldas muelles, como presionadas por pulgares en los omóplatos, que la mujer apoyaba, bajado el zorro, en los delgados barrotes, tan al alcance de su mano. “El valor que me poseía a menudo, en los días del estío, ha desaparecido”, escribe en el Testamento. Y es el frío de la fosa y el olor de la Nada. En la casa perdida de Neiligenstadt, en esos días sin luz, Beethoven aúlla a muerte… Había vuelto a la lectura del libro, sin pensar más en los que rebrillaban por sus joyas y almidones, yendo de los espejos a las columnas, de la escalinata a las liras y sistros del grupo escultórico, en aquel intermedio demasiado prolongado por el Maestro, que todavía hacía repasar a los cornos el Trío del Scherzo, levantando sonatas de montería en los trasfondos del escenario. “Detrás de una reja como los monos.” Pero él, al menos, sabía cómo el Sordo, un día, luego de romper el busto de un Poderoso, le había clamado a la cara: “¡Príncipe: lo que sois, lo sois por la casualidad del nacimiento; pero lo que soy, lo soy por mí!” Si hacía tal oficio, en las noches, era por llegar a donde jamás llegarían los alhajados, los adornados, que nunca le miraban sino las manos movidas sobre el mármol del despacho. La mujer se apartó de la reja, de pronto, volviendo a subirse la piel. Alzando el vocerío de los últimos diálogos, todos se apresuraban, ahora, en volver a la sala cuyas luces se iban apagando desde arriba. Los músicos entraban en la escena, levantando sus instrumentos dejados en las sillas; iban a sus altos sitiales los trombones, erguíanse los fagotes en el centro de las afinaciones dominadas por un trino agudo; los oboes, probadas sus lengüetas con mohines golosos, demoraban en pastoriles calderones. Se cerraban las puertas, menos la que quedaría entornada hasta el primer gesto del director, para que los morosos pudieran entrar de puntillas. En aquel instante, una ambulancia que llegaba a todo rodar pasó frente al edificio, ladeándose en un frenazo brutal. “Una localidad”, dijo una voz presurosa. “Cualquiera”, añadió impaciente, mientras los dedos deslizaban un billete por entre los barrotes de la taquilla. Viendo que los talonarios estaban guardados y que se buscaban llaves para sacarlos, el hombre se hundió en la oscuridad del teatro, sin esperar más. Pero ahora llegaban otros dos, que ni siquiera se acercaron a la contaduría. Y como se cerraba la última puerta, corrieron adentro, perdiéndose entre los espectadores que buscaban sus asientos en la platea. “¡Eh!”, gritó el de las rejas. “¡Eh!” Pero su voz fue ahogada por un ruido de aplausos. Frente a él quedaba un billete nuevo, arrojado por el impaciente. Debía tratarse de un gran aficionado, aunque no tuviera cara de extranjero, ya que la audición de una Sinfonía, ejecutada en fin de concierto, le había merecido un precio que era cinco veces el de la butaca más cara. De ropas muy arrugadas, sin embargo: como de gente que piensa; un intelectual, un compositor, tal vez. Pero el hombre que agoniza oye, de repente, una respuesta a su imploración. Desde el fondo de los bosques que lo rodean, donde duerme, bajo la lluvia de octubre, la futura Pastoral, responde a la llamada del Testamento, el sonido de las trompas de la Eroica… Aquel dinero parecía hincharse en la mano que le latía. Un puente apartaba las rejas, atravesaba las paredes, se alargaba hacia la que esperaba —no podía pensarla sino esperando— en la penumbra de su comedor adornado de platos, con aquel perezoso gesto, muy suyo, que le llevaba de las sienes a los pechos, de las corvas a la nuca —y lo dejaba descansar luego en el regazo— el abanico que tenía alientos de sándalo en la armadura de los calados. La mujer del entreacto, con su gesto; el pelaje fosco sobre la piel sudorosa; los hombros que se repartían, a tanteos, el frescor de los barrotes de metal, lo habían enervado. Pero aún podía volver el espectador presuroso a reclamar su parte de lo arrojado al mármol con largueza de gran señor —la Biografía, de páginas abiertas, le había enseñado, por lo demás, a desconfiar de Príncipes y Grandes Señores—. Un gesto resignado, muy distinto del que debió ser gesto de júbilo al cabo de la larga preparación, de la ansiosa espera, apartó la cortina de damasco que lo separaba de la sala, donde el silencio había inmovilizado a los músicos en posición de ataque. Sinfonia Eroica composta per festeggiare il souvvenire di un grand’Uomo. Sonaron dos acordes secos y cantaron los violoncellos un tema de trompa, bajo el estremecimiento de los trémolos. Hay tres estados de este principio en los apuntes coleccionados por Nottebohem, decía el libro. Pero el libro quedó cerrado de un manotazo. El lector husmeaba el olor a tierra, a hojas, a humus, que entraba en el desierto vestíbulo, recordándole los traspatios de su pueblo, después de la lluvia, cuando las bateas apretaban las duelas bajo el regodeo de los patos que se holgaban en el agua turbia. Así también olía —luego de los chubascos del verano— el cobertizo de los trastos, donde, subido en una incubadora inservible, mirando por el hoyo de un ladrillo caído, había contemplado tantas veces el baño de la Viuda, endurecida en lutos de nunca acabar, cuyo cuerpo era tan liso aún, bajo la enjabonadura que le demoraba en el vientre y se le escurría lentamente, en espumas, a lo largo de los muslos, hacia las piernas que se tornaban de vieja, repentinamente, al bajar de las rodillas. Él había conocido el secreto de ese pecho terso, de ese talle arqueado, como hecho todavía para brazos de hombre, entre una voz regañona y acida, cansada de dar clases a los niños del vecindario, y unos tobillos descarnados por el siempre andar en lo mismo. Ahora, el recuerdo de quien le hubiera enseñado el solfeo no hacía tanto tiempo, mientras él, midiendo el compás, le detallaba lo oculto bajo telas vueltas a ser teñidas de negro, se añadía a las incitaciones de la noche, acabando de vencer sus escrúpulos. Nadie, aquí, podría jactarse de haberse acercado a la Sinfonía con mayor devoción que él, al cabo de semanas de estudio, partitura en mano, ante los discos viejos que todavía sonaban bien. Aquel director de reciente celebridad no podía dirigirla mejor que el insigne especialista de sus placas —el mismo que había conocido, entonces estudiante, ella nonagenaria, a una corista del estreno de la Novena—. Podía arrogarse la facultad de no escuchar lo que sonaba en aquel concierto, sin faltar a la memoria del Genio. “Letra E”, dijo, al advertir que se alzaba una tenue frase de flautas y primeros violines. Y bajó la escalinata a todo correr, salpicado por una lluvia que rebotaba en el pesado herraje de los faroles. Hasta el lanudo hedor de su ropa mojada se le hacía deleitoso, íntimo, cómplice, de pronto, por sentirse poseedor de aquel billete que lo haría dueño de la casa sin relojes —de puertas cerradas, aunque tocaran y llamaran— por una noche entera. Y luego del despertar juntos, oyendo el alboroto de los canarios, sería el último retozo en la cocina; la lumbre prendida bajo los jarros del desayuno con el abanico oloroso a sándalo, y el sabor de las galletas que deslizaban al alba por la boca del buzón —donde las guardaba calientes el sol que daba a la casa de enfrente, por sobre la India empenachada de la panadería.
(…ese latido, que me abre a codazos; ese vientre en borbollones, ese corazón que se me suspende, arriba, traspasándome con una aguja fría; golpes sordos que me suben del centro y descargan en las sienes, en los brazos, en los muslos; aspiro a espasmos; no basta la boca, no basta la nariz; el aire me viene a sorbos cortos, me llena, se queda, me ahoga, para irse luego a bocanadas secas, dejándome apretado, plegado, vacío, y es luego el subir de los huesos, el rechinar, el tranco; quedar encima de mí, como colgado de mí mismo, hasta que el corazón, de un vuelco helado, me suelte los costillares para pegarme de frente, abajo del pecho; dominar este sollozo en seco; respirar luego, pensándolo; apretar sobre el aire quedado; abrir a lo alto; apretar ahora; más lento: uno, dos, uno, dos, uno, dos… Vuelve el martilleo; lato hacia los costados; hacia abajo, por todas las venas; golpeo lo que me sostiene; late conmigo el suelo; late el espaldar, late el asiento, dando un empellón sordo con cada latido; el latido debe sentirse en la fila entera; pronto me mirará la mujer de al lado, recogiendo su zorro; me mirará el hombre de más allá; me mirarán todos; de nuevo el pecho en suspenso; arrojar esta bocanada que me hincha las mejillas, que está detenida. Alcanzado en la nuca, se vuelve el que tengo delante; me mira; mira el sudor que me cae del pelo; he llamado la atención: me mirarán todos; hay un estruendo en el escenario, y todos atienden al estruendo. No mirar ese cuello: tiene marcas de acné; había de estar ahí, precisamente —único en toda la platea—, para poner tan cerca lo que no debe mirarse, lo que puede ser un Signo; lo que los ojos tratarán de esquivar, pasando más arriba, más abajo, para acabar de marearse; apretar los dientes, apretar los puños, aquietar el vientre —aquietar el vientre—, para detener ese correrse de las entrañas, ese quebrarse de los riñones, que me pasa el sudor al pecho; una hincada y otra; un embate y otro; apretarme sobre mi mismo, sobre los desprendimientos de dentro, sobre lo que me rebosa, bulle, me horada; contraerme sobre lo que taladra y quema en esta inmovilidad a que estoy condenado, aquí, donde mi cabeza debe permanecer al nivel de las demás cabezas; creo en Dios Padre Todopoderoso, Creador del Cielo y de la Tierra, y en Jesucristo su único hijo, Nuestro Señor, que fue concebido por obra del Espíritu Santo y nació de Santa María Virgen, padeció bajo el poder de Poncio Pilatos, fue crucificado, muerto y sepultado; descendió a los infiernos, y al tercer día resucitó de entre los muertos… No podré luchar mucho más; tiemblo de calor y de frío; agarrado de mis muñecas, las siento palpitar como las aves desnucadas que arrojan al suelo de las cocinas; cruzar las piernas; peor, es como si el muslo alto se derramara en mi vientre; todo se desploma, se revuelve, hierve, en espumarajos que me recorren, me caen por los flancos, se me atraviesan, de cadera a cadera; borborigmos que oirán los otros, volviéndose, cuando la orquesta toque más quedo; creo en Dios Padre Todopoderoso, Creador del Cielo y de la Tierra; creo, creo, creo. Algo se aplaca, de pronto. “Estoy mejor; estoy mejor; estoy mejor”; dicen que repitiéndolo mucho, hasta convencerse… Lo que bullía parece aquietarse, remontarse, detenerse en alguna parte; debe ser efecto de esta posición; conservarla, no moverse, cruzar los brazos; la mujer hace un gesto de impaciencia, poniendo el zorro en barrera; su cartera resbala y cae; todos se vuelven; ella no se inclina a recogerla; creen que soy yo el del ruido; me miran los de delante; me miran los de detrás; me ven amarillo, sin duda, de pómulos hundidos; la barba me ha crecido en estas últimas horas; me hinca las palmas de las manos; les parezco extraño, con estos hombros mojados por el sudor que vuelve a caerme del pelo, despacio, rodando por mis mejillas, por mi nariz; mi ropa, además, no es de andar entre tantos lujos: “Salga de aquí”, me dirán, “está enfermo, huele mal”; hay otro gran estrépito en el escenario; todos vuelven a atender al estrépito… Debo vigilar mi inmovilidad; poner toda mi fuerza en no moverme; no llamar la atención; no llamar la atención, por Dios; estoy rodeado de gente, protegido por los cuerpos, oculto entre los cuerpos; de cuerpo confundido con muchos cuerpos; hay que permanecer en medio de los cuerpos; después, salir con ellos, lentamente, por la puerta de más gente; el programa sobre la cara, como un miope que lo estuviera leyendo; mejor si hay muchas mujeres; ser rodeado, circundado, envuelto… ¡Oh!, esos instrumentos que me golpean las entrañas, ahora que estoy mejor; aquel que pega sobre sus calderos, pegándome, cada vez, en medio del pecho; esos de arriba, que tanto suenan hacia mí, con esas voces que les salen de hoyos negros; esos violines que parecen aserrar las cuerdas, desgarrando, rechinando en mis nervios; esto crece, crece, haciéndome daño; suenan dos mazazos; otro más y gritaría; pero todo terminó; ahora hay que aplaudir… Todos se vuelven, me miran, sisean, llevándose el índice a los labios; sólo yo he aplaudido; sólo yo; de todas partes me miran; de los balcones, de los palcos; el teatro entero parece volcarse sobre mí. “¡Estúpido!” La mujer del zorro también dice “estúpido” al hombre de más allá; todos repiten: “estúpido, estúpido, estúpido”; todos hablan de mí; todos me señalan con el dedo; siento esos dedos clavados en mi nuca, en mis espaldas; yo no sabía que aplaudir aquí estaba prohibido; llamarán al acomodador: “Sáquelo de aquí; está enfermo, huele mal; mire cómo suda”… La orquesta vuelve a tocar; algo grave, triste, lento. Y es la extraña, sorprendente, inexplicable sensación de conocer eso que están tocando. No comprendo cómo puedo conocerlo; nunca he escuchado una orquesta de éstas, ni entiendo de músicas que se escuchan así —como aquel, de los ojos cerrados; como aquellos, de las manos cogidas— como si se estuviera en algo sagrado; pero casi podría tararear esa melodía que ahora se levanta, y marcar el compás de ese detenerse y adelantar un pie y otro pie, lentamente, como si fuera caminando, y entrar en algo donde domina aquel canto de sonido ácido, y luego la flauta, y después esos golpes tan fuertes, como si todo hubiera acabado para volver a empezar. “¡Qué bella es esta marcha fúnebre!”, dice la mujer del zorro al hombre de más allá. Nada sé de marchas fúnebres; ni puede ser bella ni agradable una marcha fúnebre; tal vez haya oído alguna, allá, cerca de la sastrería cuando enterraron al negro veterano y la banda escoltaba el armón de artillería, con el tambor mayor andando de espaldas: ¿y se visten, se adornan, sacan sus joyas, para venir a escuchar marchas fúnebres?… Pero ahora recuerdo; sí, recuerdo; recuerdo. Durante días he escuchado esta marcha fúnebre, sin saber que era una marcha fúnebre; durante días y días la he tenido al lado, envolviéndome, sonando en mi sueño, poblando mis vigilias, contemplando mis terrores; durante días y días ha volado sobre mí, como sombra de mala sombra, actuando en el aire que respiraba, pesando sobre mi cuerpo cuando me desplomaba al pie del muro, vomitando el agua bebida. No pudo ser una casualidad; estaba eso en la casa de al lado, porque Dios quiso que así fuera; no eran manos de hombre, las que ponían ahí, tan cerca, esa música de cortejo al paso, de tambores sordos, de figuras veladas; era Dios en lo después, como en la leña sin prender está el fuego antes de ser el fuego; Dios, que no perdonaba, que no quería mis plegarias, que me volvía las espaldas cuando en mi boca sonaban las palabras aprendidas en el libro de la Cruz de Calatrava; Dios, que me arrojó a la calle y puso a ladrar un perro entre los escombros; Dios, que puso aquí, tan cerca de mi rostro, el cuello con las horribles marcas; el cuello que no debe mirarse. Y ahora se encarna en los instrumentos que me obligó a escuchar, esta noche, conducido por los truenos de su Ira. Comparezco ante el Señor manifiesto en un canto, como pudo estarlo en la zarza ardiente: como lo vislumbré, alumbrado, deslumbrado, en aquella brasa que la vieja elevaba a su cara. Sé ahora que nunca ofensor alguno pudo ser más observado, mejor puesto en el fiel de la Divina Mira, que quien cayó en el encierro, en la suprema trampa —traído por la inexorable Voluntad a donde un lenguaje sin palabras acaba de revelarle el sentido expiatorio de los últimos tiempos—. Repartidos están los papeles en este Teatro, y el desenlace está ya establecido en el después —hoc erat in votis!—, como está la ceniza en la leña por prender… No mirar ese cuello; no mirarlo; fijar la vista en un punto del piso; en una mancha de la alfombra; en el pandero que adorna, arriba, el marco del escenario; Dios Padre, Creador de los Cielos, ten misericordia de mí; no te he invocado en vano; sabes cómo yo te pensaba en mis clamores; aún confío en tu Misericordia, aún confío en tu infinita Misericordia; he estado demasiado lejos de ti, pero sé que a menudo ha bastado un segundo de arrepentimiento —el segundo de nombrarte— para merecer un gesto de tu mano, aplacamiento de tormentas, confusión de jaurías… Ha concluido la marcha fúnebre, repentinamente, como quien, luego de recibir un ruego, una imploración, responde con un simple “¡Sí!”, que hace inútiles otras palabras. Y esto fue cuando decía que confiaba en su Misericordia. Silencio. Tiempo de aplacamiento, de reposo. Silencio que el director alarga, con la cabeza gacha, caídos los brazos, para que algo perdure de lo transcurrido. Ya no laten tanto mis venas, ni mi respiración es dolor. Esta vez no se me ocurrió aplaudir… “A ver cómo suena el…” ¿qué? —dice la mujer del zorro, sin mirar siquiera el programa—. Una palabra que no oí bien. Comprendo ahora por qué los de la fila no miran sus programas; comprendo por qué no aplauden entre los trozos; se tienen que tocar en su orden, como en la misa se coloca el Evangelio antes del Credo, y el Credo antes del Ofertorio; ahora habrá algo como una danza; luego, la música a saltos, alegre, con un final de largas trompetas como las que embocaban los ángeles del órgano de la catedral de mi primera comunión; serán quince, acaso veinte minutos; luego aplaudirán todos y se encenderán las luces. Todas las luces.)
Fuente: Título original: El acoso
Alejo Carpentier, 1956
Editor digital: orhi
ePub base r1.2
Recopilador:
Dr. Enrico Pugliatti.

sábado, 26 de diciembre de 2015

Alejo Carpentier. Premio Internacional Alfonso Reyes. Año: 1975.


Alejo Carpentier. Premio Internacional Alfonso Reyes. Año: 1975.
Premio a investigación literaria y trayectoria literaria.
Otorgado por Consejo Nacional para la Cultura y las Artes (CONACULTA), Instituto Nacional de Bellas Artes, Sociedad Alfonsina Internacional, Universidad Autónoma de Nuevo León, Universidad Regiomontana, Instituto Tecnológico de Monterrey.

VIAJE A LA SEMILLA.
El tiempo nos devora y atraviesa, nos concede el don de la esperanza o la repetición del hastío. El tiempo baila de continuo en nuevos instantes y alberga la expectativa del futuro, del mañana desconocido. Pero, a pesar de sus propagaciones hacia nuevas bocanadas de segundos, el tiempo contiene siempre un corredor de regreso hacia el origen, el comienzo, la semilla.

En la celebre narración El viaje a la semilla de Alejo Carpentier, el tiempo de la narración literaria es, paralelamente, magia metafísica, alquimia de la conciencia abrumada por el presente y la expectativa del futuro. La lectura ya no es sólo un avanzar en el despliegue del relato. Es también el proceso ficcional que trasciende el tiempo corriente, y un acercarse a la semilla inicial donde el tiempo oculta su matriz, su fuente de la que surgen todos los instantes.
«Viaje a la semilla [...] es una biografía tomada en tiempo recurrente, es decir, en vez de hacer una biografía de un hombre desde el momento en que nace hasta el momento en que muere, se le toma en el momento en que está muriendo, en el momento en que se muere, y se reconstruye su vida desde la muerte hasta su nacimiento. Me dirán ustedes que hay, tal vez, en ello un juego gratuito. No, porque precisamente ese tratamiento de una biografía, viene a mostrarnos la coincidencia que hay entre los primeros días del hombre y los últimos días del hombre [...]. Se desarrolla en La Habana, en una Habana barroca, en una Habana de comienzos del siglo XIX, está relacionada con la pintura de Amelia Peláez».

La cultura en Cuba y en el mundo,
Editorial Letras Cubanas, 2003.

***
Alejo Carpentier
Viaje a la semilla

VIAJE A LA SEMILLA. FRGAMENTO.I

—¿Qué quieres, viejo?...
Varias veces cayó la pregunta de lo alto de los andamios. Pero el viejo no respondía. Andaba de un lugar a otro, fisgoneando, sacándose de la garganta un largo monólogo de frases incomprensibles. Ya habían descendido las tejas, cubriendo los canteros muertos con su mosaico de barro cocido. Arriba, los picos desprendían piedras de mampostería, haciéndolas rodar por canales de madera, con gran revuelo de cales y de yesos. Y por las almenas sucesivas que iban desdentando las murallas aparecían —despojados de su secreto— cielos rasos ovales o cuadrados, cornisas, guirnaldas, dentículos, astrágalos, y papeles encolados que colgaban de los testeros como viejas pieles de serpiente en muda. Presenciando la demolición, una Ceres con la nariz rota y el peplo desvaído, veteado de negro el tocado de mieses, se erguía en el traspatio, sobre su fuente de mascarones borrosos. Visitados por el sol en horas de sombra, los peces grises del estanque bostezaban en agua musgosa y tibia, mirando con el ojo redondo aquellos obreros, negros sobre claro de cielo, que iban rebajando la altura secular de la casa. El viejo se había sentado, con el cayado apuntalándole la barba, al pie de la estatua. Miraba el subir y bajar de cubos en que viajaban restos apreciables. Oíanse, en sordina, los rumores de la calle mientras, arriba, las poleas concertaban, sobre ritmos de hierro con piedra, sus gorjeos de aves desagradables y pechugonas.
Dieron las cinco. Las cornisas y entablamentos se desploblaron. Sólo quedaron escaleras de mano, preparando el salto del día siguiente. El aire se hizo más fresco, aligerado de sudores, blasfemias, chirridos de cuerdas, ejes que pedían alcuzas y palmadas en torsos pringosos. Para la casa mondada el crepúsculo llegaba más pronto. Se vestía de sombras en horas en que su ya caída balaustrada superior solía regalar a las fachadas algún relumbre de sol. La Ceres apretaba los labios. Por primera vez las habitaciones dormirían sin persianas, abiertas sobre un paisaje de escombros.
Contrariando sus apetencias, varios capiteles yacían entre las hierbas. Las hojas de acanto descubrían su condición vegetal. Una enredadera aventuró sus tentáculos hacia la voluta jónica, atraída por un aire de familia. Cuando cayó la noche, la casa estaba más cerca de la tierra. Un marco de puerta se erguía aún, en lo alto, con tablas de sombras suspendidas de sus bisagras desorientadas.

jueves, 17 de septiembre de 2015

Cabrera Infante. Todo está hecho con espejos. Cuentos casi completos.


Cuento.
La soprano vienesa

   El fonógrafo siempre distorsionará

   Thomas Alva Edison

 
   I

   Creo que llegó la hora de contar el cuento del escultor
húngaro sobre la soprano vienesa.
   El escultor se llama (o se llamaba: no sé decir) Carol
Tobir, pero éste no era (es) su nombre verdadero, ya que su
verdadero nombre (Tibor Karolyi) le dio bastantes dolores de
cabeza con las bromas que la sola mención del mismo
desencadenaba como reflejos verbales condicionados. Un ligero
cambio en las sílabas, un trueque en la ordenación de nombre y
apellido (cosa que importa bien poco a los húngaros, ya que
nunca se ha sabido si Lajos Zilahy se llamaba en realidad
Zilahy Lajos) y el maestro Tobir pudo vivir en paz: ya no
recordó más en su apellido que era pariente del primer
presidente húngaro (Michel Karolyi o Karolyi Michel), pero
tampoco ningún otro cubano volvió a defecar metáforas dentro
de su nombre. (Tibor en Cuba no es "un vaso grande de barro
decorado exteriormente" sino algo más íntimo: un orinal.)
   Carol era un hombre grande y aquí quiero decir que era tan
alto como gordo y tenía un tipo que solamente su acento
extranjero y cierta aura europea evitaba que fuera un mulato
lavado ejemplar o un ejemplar de mulato lavado. Se parecía ya
bastante a Dan Seymour, el actor, cuando decidió acentuar el
parecido (después de ver "Tener y no tener") echándose una
boina negra sobre la cabeza que comenzaba a calvear.
   Sus amigos ven aquí la razón profunda para calarse el
"beret", como él decía, más que la frivolidad de seguir a Dan
Seymour, después de todo un actor bastante oscuro. Si ustedes
no recuerdan a Dan Seymour es porque está olvidado. Pero puedo
refrescarles la memoria añadiendo que Dan Seymour se parecía
bastante a un busto (apócrifo) de Metrodoro de Kyos que hay en
el museo de Bellas Artes de La Habana. Si todavía no lo
describo bien, añado que Julián Orbón, el compositor premiado
en el Festival de Caracas de 1957, siempre gustaba de
compararse (al pararse al lado) al busto (apócrifo) de
Metrodoro de Kyos. Para los que no conozcan a Orbón tan bien
como el peripatético poeta habanero Lezama Lima, sería bueno
decir que Julián es el vivo retrato de Dan Seymour. Pero no
creo que haga falta completar la imagen de Carolón, como le
llamábamos sus amigos. Quiero decir, el retrato físico. Sí
añado unos cuantos rasgos que podemos llamar, por no decirlo
de otra manera, morales.
   Carol había venido a Cuba alrededor del año cuarenta
huyéndoles a esas facciones que lo hacían en Hungría un tipo
de judío sefardita ejemplar. Había sido escultor laureado (un
parque de Pest, junto al Danubio, tiene todavía una fuente
firmada al pie, o a la cola, de un delfín con su nombre
húngaro) y gozaba de cierta fama centroeuropea, que se
convirtió, por la magia de la ignorancia antillana, en una
anonimidad total. No vivió mucho tiempo, sin embargo, en el
anónimo (en la nómina del Ministerio de Obras Públicas) porque
por aquella época Batista decidió inmortalizar su alma en
piedra de cantería y Carol hizo una o dos fuentes que nunca
firmó. Luego, durante la guerra, se inició con unos refugiados
flamencos (Beno Cravieski, ciudadano cubano de Amberes, lo
recuerda muy bien), en el negocio de joyería y ganó (y gastó)
una fortuna cubana. Los años cincuenta lo vieron de nuevo
pobre, pero en camino de una fama centroamericana como
escultor de masivos grupos humanos. Para su mal, de la noche a
la mañana decidió hacerse escultor abstracto y el arte de la
soldadura aprendida en la joyería, lo puso al servicio de
enormes brazaletes de bronce que querían ser estatuas
ecuestres o férreas maternidades que semejaban un "pendantif"
o aun anillos de compromiso en vías de derretirse en pietás
con un Cristo ausente -y dejó de aparecer en los anuarios de
"Art News Magazine".

   Ii

   Después de la Revolución lo vi pocas veces, porque yo
estaba muy ocupado escribiendo las memorias de un viejo
político ortodoxo (del Partido Ortodoxo) que murió, a resultas
de un derrame cerebral, en la amnesia total, mientras que
Carolón parecía mirar a La Habana con sus ajados ojos de
Budapest. Un día me lo encontré en la Biblioteca Nacional.
Hacía yo una investigación
literaria-policialhistórico-geográfica de los trabajos de
espías enemigos infiltrados en Cuba poco antes de la toma de
La Habana por los ingleses, para una monografía a editar por
las Fuerzas Armadas Revolucionarias, que luego apareció como
un capítulo de la obra titulada "Detección de la Infiltración
desde Colón, hasta la Revolución", afortunadamente firmada por
el capitán ÑIco Núñez.
   Me contó este cuento en el camino al café de Ayestarán
(muchos escriben todavía Ayesterán, incorrectamente) y 20 de
Mayo. Al regreso, lo dejé en la biblioteca leyendo el magazine
dominical del "New York Times". Antes de marcharse me puso una
de sus infinitas pero limitadas manos sobre (pesante) un
hombro y me dijo, "Acabo lerr una phrase de Marrcell Duchán
que serrá mi divisa", dijo, pero dijo difiso en vez de divisa.
"Dice Duchán que el ferdaderro arte es siempre subersifo. ?Qué
te parrese¿" Él había dicho arete en vez de arte y me quedé
pensando en unos pendientes de tNT.
   Cuando por fin entendí, ya me decía, "Voy irr suterránio
con mi esculturra". Me parecieron palabras de una cierta
profundidad y lo dejé allí, a que el silencio de la sala de
lectura le sirviera de eco histórico. No volví a saber de él,
hasta que pocos días antes del Primer Congreso de Escritores,
alguien me dijo que Carol había desaparecido. Ahora
probablemente esculpe estalactitas figurativas en una cueva de
Pinar del Río o los parques de Santo Domingo (República
Dominicana) comienzan a tener fuentes con delfines o en
Greenwich Village, Nueva York, hay una joyería de limallas de
hierro más.

   Iii

   Nunca fue tan esperado el debut de una soprano. Al menos,
ustedes y yo con ustedes (y el lector nunca sabe hasta qué
punto el escritor se ve atrapado por su trama literaria) hemos
bogado ansiosamente por este río discursivo, hecho tirabuzón
navegable por los meandros sucesivos de innúmeras digresiones,
para llegar al puerto escondido del secreto de la soprano que
vino de Viena.
   Pues bien, puedo decirles que sé poco de esta soprano
vienesa: ni siquiera sé si vino o no de Viena, porque por
aquella época (años 1939, 1940, 1941) todas las sopranos
venían de Viena. Por lo menos, eso es lo que de ellas decía la
prensa habanera y lo que decía la prensa habanera era lo que
ellas decían, ya que la crítica musical de ese tiempo se
reducía a elogios más o menos bien pagados. Lo cierto es que
la soprano tuvo su hora de éxito y por un momento pareció ser
más bien una ventrílocua (no estoy muy seguro de que esta
palabra tenga uso femenino: son muy pocas las mujeres que
hablan con el estómago), porque una tarde estaba cantando en
un recital de "lieder" de Hugo Wolf (todo su "Spanische
Liederbuch") en el saloncito recién inaugurado del Lyceum y a
prima noche tenía su acostumbrada media hora por Radio O.Shea
y de nueve a diez cantaba siempre en (?dónde si no¿) el
restaurant Vienés, usando en la emisora y en el restaurant las
mismas melodías de Strauss y Franz Lehar y de "ese músico que
ofende a Bach", como decía Tobir, Offenbach, y casi ya a
medianoche estaba en casa de Zaydín, entonces Primer Ministro,
o en una "soirée" musical de la Casa Cultural de Católicas o
en el programa sabatino o dominical del anfiteatro municipal,
cantando habaneras con un acento musical perfecto.
   Su gran momento, sin embargo, ocurrió un día, para decirlo
con palabras de Polonio, histórico-religioso-patriótico. Fue
el 12 de octubre de 1941 o el 10 de Tishri, año 5701 en el
calendario hebreo, o Día de las Américas o Aniversario del
Descubrimiento, en las efemérides del almanaque. Ese domingo
glorioso ella cantó en la Catedral por la mañana en una misa
(Te Deum) ofrecida en honor o en recuerdo o de gracia o de
descanso al alma emprendedora de Cristóbal Colón, cantó por la
tarde, ocasión del Yon Kippur, en la B.Naith B.Rith o en la
sinagoga del Vedado, y cantó en una velada ofrecida por el
Centro Gallego esa noche, en celebración del Día de la Raza.
Por muy poco falló en celebrar también el advenimiento del
nuevo año musulmán, ya que el Muharram en esa ocasión cayó
diez días más tarde.
   Ella se llamaba (o se hacía llamar) Militza Dolfus. No creo
que tuviera la menor intención de recordar en cada "lied" la
memoria asesinada del incauto canciller Engelbert Dollfuss, ni
mucho menos de condenar en toda aria al astuto regicida Otto
Planetta. No solamente las simples eses y eles de su apellido
me persuaden, sino que sé que "fr)ulein" Dolfus (siempre
tendré esta duda de su estado civil: ?señora o señorita¿)
había visto muy poco el Danubio o si lo vio no fue el mismo
Danubio que convocó en el daltónico compositor Johan Strauss
las recurrentes inundaciones musicales que padecimos tantas
veces en su voz de soprano ligera: nadie se inspira dos veces
en el mismo río. Pienso que había en ese seudónimo (porque
persona tuvo nunca dudas de que era un "nombre para el arte":
ella misma lo declaraba) algo más simple y más vil. El afán
comercial de parecerse aún más (cabellera oxigenada, nariz de
alas batientes al compás, manos entrelazadas sobre la organza
ventral o bajo el pecho capaz de dar el do, mientras exhibe
otras cualidades menos sonoras pero más visibles por los
escotes oportunamente abiertos), de ser posible, a otra
soprano vienesa famosa en aquel tiempo, que solía desplegar en
marquesinas y carteles el fílmico y notorio nombre
centroeuropeo de Miliza Korjus. Aun la sabia semejanza sonora
y la más hábil desemejanza ortográfica del nombre (que regula
la conocida ley que afirma que más se parece lo que no se
parece del todo, que lo absolutamente idéntico) lo indican.
Pero hay otra prueba concluyente: ambas millizas... perdón,
ambas Milizas fueron mellizas, al menos en la fama: cuando
ascendió una, subió la otra y las dos conocieron la decadencia
por el mismo tiempo, con la misma velocidad, en igual ausencia
de estela notoria. Pero las estrellas (las nuestras, las de
este mundo) declinan, no se apagan y un historiador acucioso
siempre encontrará su cola luminosa, perdida en el negro
espacio interestelar solamente para los ciegos ojos legos.
Nosotros, los astrónomos de la fama, sabemos sin embargo
situar en las cartas del cielo de la farándula estas novas,
supernovas y estrellas negras (me ocuparé de Sabor Vidal, la
mulata rumbera, otro día) que por años luz de olvido
parecieron extinguidas. Pueden brillar todavía con luz propia,
si existe el telescopio literario capaz de alcanzar, con su
potencia verbal, las débiles huellas de luz pública que deja
en el firmamento el paso de uno de estos astros del arte del
bel canto. Lo que hizo Nabokov con La Slavska, lo hago yo
ahora con la Dolfus. Quizás otra vez otro maestro (Jorge Luis
Borges, Ionesco, S.J. Perelman) rescatará del olvido cósmico
también a Miliza Korjus, ese facsímil.

   Iv

   Sé que me he dejado llevar por un arranque lírico, casi un
aria. Pero quiero reproducir en mis palabras la vehemencia con
que Carol Tobir me contaba en el largo viaje del día hacia el
café, la vida y los milagros de Militza Dolfus. Anoto ahora un
impromptu que compuso Carol en la ocasión, para mostrar su
carácter pendenciero y comunicativo y entusiasmado,
típicamente humano. Pasamos por un parque con una fuente al
medio y nos acercamos. Estaba firmada por Rita Longa, nuestra
conocida escultora. Había en el parque también dos o tres
grupos escultóricos. La fuente representaba o quería
representar un tiburón fugitivo de su detenida piedra al que
rodeaban sucesivas sardinas de hormigón y cantería, en
actitudes beligerantes. Todos echaban un agua sucia por la
boca en la que se bañaban después (como ocurre con todas las
fuentes: no hay nada más antihigiénico) y Tobir me sugirió que
el grupo parecía un tanto alegórico, aunque "en la mejorr
trradición del peorr gusto", me dijo riendo. "Parrecen
políticas de una phábula". Seguimos caminando y casi bojeamos
el parque, reconociendo cada una de las estatuas. Había una
tropa de ciervos de bronce o de yeso pintado de bronce, unas
aves estilizadas hasta perder toda capacidad para el vuelo y
una reunión heroica que parecía más bien un pulpo abarrotado
de brazos combativos. (Recordé ante estas pétreas imágenes un
cartel entonces popular representando a un negro rompiendo las
cadenas raciales en una metáfora cruda que hacía pensar a su
vez, automáticamente, en el Congo: la figura del negro, por un
cruel fallo técnico o una intención torcida, parecía un gorila
en atuendo de obrero militante al que superpusieran !la cabeza
de Patrice Lumumba¡) Todas las masas escultóricas estaban
firmadas por Rita Longa. Carolón las miró una a una y en cada
estatua ("de alguna manera hay que llamarlas", me dijo) dejaba
la impronta de una o dos frases lapidarias, más definitivas
que las piedras que enfrentábamos. Finalmente pareció abarcar
todo el parque con sus brazos de escultor y allí, bajo el sol
implacable, dijo una frase más implacable que el sol: "Ars
brevis, Rrita Longa".

   V

   La señora Dolfus dejó de cantar paulatinamente. Hoy una
velada musical en el salón de actos del Comité por un Quemado
de Güines Mejor, mañana un recital de fados en los salones de
la Artística Gallega, luego un ágape cantado en el Club Atenas
(banquete con pretexto en el centenario del primer concierto
ejecutado por Brindis de Salas, "el Paganini negro"), más
tarde una aparición ni al comienzo ni al final en el tercer
homenaje de despedida de Zoila Gálvez, soprano oficial, y,
finalmente, avisado en caritativas gacetillas "de gratis", su
propio homenaje (que se anunciaba, como siempre se anuncian
los autohomenajes, "nacional"), en gran función de mutis en el
teatro de los Yesistas. El teatro (contra lo que se pueda
pensar no pertenecía a una sociedad religiosa, sino al
sindicato de los obreros del yeso) estaba lleno aquella noche.
Lo que no es una hazaña musical, pues los Yesistas tienen
cabida solamente para ciento setenta y cinco personas. Tobir
me contó que esa noche de la primavera (que en Los Yesistas se
convirtió en noche de tórrido verano) de 1951 el teatro estaba
lleno, pero no de personas que pagaran la entrada, sino de
viandantes y vecinos y gente del barrio de la Victoria que
habían venido a oír tocar gratis a su pianista acompañante,
Juan Bruno Tarraza, entonces en vogue. Sin embargo, todas las
entradas se vendieron entre la colonia israelita y las
amistades europeas y cubanas de La Dolfus. (Así se hacía
llamar ella.) Por un tiempo La Dolfus disfrutó su bonanza
económica, y solamente los empresarios del teatro que venían a
diario a su casa a cobrar su parte (y nunca encontraban a
nadie) y la persuasión de dos o tres amigas, impidieron que
ese "adiós a la farándula" tuviera tantas repeticiones como la
dilatada despedida de Romeo de la alcoba de Julieta. Es que la
fama suele ser también una amante pegajosa.
   Tobir la veía, de vez en cuando, porque coincidían en el
Café Vienés una que otra noche, o a la hora del almuerzo
ocasional en Moshe Pippi, o en Fraga y Vázquez (12 y 23) en
las raras cenas de madrugada que Carolón se permitía (siempre
padeció de hipertensión) y en otros sitios parecidos: café
Ambos Mundos, Lucero Bar, Bodeguita del Medio, que él llamaba
del Miedo. La Dolfus venía invariablemente acompañada por un
viejo vienés, delgado, distinguido, de sempiterno sombrero
tirolés calado sobre la sien derecha, que apenas murmuraba un
saludo confuso siempre realizado con una cortesía nítida. A
Carol le pareció que el viejo vienés rejuvenecía. Hasta que un
día se dio cuenta de que el viejo era tan viejo como siempre:
era La Dolfus la que se derrumbaba físicamente bajo el peso de
los años y el tinte para el pelo y sus horribles "manteaus"
centroeuropeos, llevados aún en el memorable agosto de 1953,
cuando el termómetro subió a cuarenta y cuatro grados
centígrados a la sombra -y de día como de noche. Fue
precisamente poco después de ese verano que vio a La Dolfus
sola varias veces y al preguntar a amigos mutuos, supo que el
barón G9norres (tal era su nombre y Tobir sintió una difusa
pero intensa simpatía por el difunto barón, al saber que ambos
habían padecido el mismo suplicio nominal: ni siquiera el
título nobiliario lograba contener las desaforadas
asociaciones verbales cubanas una vez que la adventicia crema
del apellido del barón era olvidada, lo que ocurría a menudo)
había muerto en una batalla campal entre sus leucocitos y
fagocitos de un bando (el blanco) y sus hematíes del bando
contrario (el rojo). Una víctima más de esa guerra civil de la
sangre llamada por los médicos leucemia.

   V

   Habían pasado seis meses o un año cuando una tarde La
Dolfus se apareció en el estudio que Carol tenía en la Plaza
del Vapor. Ella conocía bien el lugar, porque en otros tiempos
de más fama artística y mayor esplendor físico (y no me estoy
refiriendo tan sólo a la voz), La Dolfus había cantado varias
veces en su ducha, por la mañana temprano, después de una
"noche rromántica". Esta vez no venía en busca de caricias,
sino de consejos: ella quería ser escultora. El salto que
alguno de ustedes ha dado (no ahora, sino al sentarse sobre un
clavo) fue discreto en comparación con el estrépito de Tobir
al caer de su banqueta de escultor. ?Una soprano escultora¿
?Por qué¿ ?Cuándo¿ Y además, ?de qué manera¿ La Dolfus lo
explicó bien. Ella tenía algún dinero (dejado por el barón en
recuerdo de noches en que su sangre era más roja), se aburría
en casa, quería tener un hobby y había pensado en la
escultura. ?Por qué había pensado en la escultura¿ Porque
cuando joven, en Viena, había tenido un novio escultor llamado
Miguel Angel, nacido, doble curiosidad, en Florencia, pero,
ay, sin talento.
   ?No le había contado esto a Carolito una madrugada en que
los dos llegaron borrachos al parque Maceo y montaron los
caballos de bronce y los espolearon hacia el mar para salir de
Cuba y volver a Europa, decretando la infalibilidad hípica
para la navegación¿ Los caballos nunca se hunden ni los
torpedea nadie, ?no¿ Tobir no recordaba una palabra. Además,
estaba cansado, no servía para dar lecciones a nadie y había
roto, completa y definitivamente "con la figuración". Eso no
era obstáculo para La Dolfus: "Enséñame el arete de
lesculturra avstrakta, Carolín", fue lo que le dijo. Tobir
comprendió que nunca sacaría de su estudio aquel mal recuerdo
y decidió enseñarle el abecé de la escultura usando la
plastilina Woolworth.
   Un mes más tarde, sin embargo, La Dolfus regresó trayendo
en una balsa una yegua plástica que recordaba a un perro
mutilado, una paloma que parecía más bien un pavorreal enano y
una vaca que de haber tenido debajo a Cástor y a su carnal
Pólux, habría sido una copia pasable de la loba romana. "No
modelaba más que animales", me dijo Tobir, que le preguntó qué
significaba aquella "ménagerie". "Parra ser abstraksiones son
demasiada rreales y para ser figurrasiones son demasiados
abstraktas", le dijo. Ella no se inmutó (se recordará que una
vez en la escena del teatro Alkázar, en el show obligado que
se intercalaba entonces entre película y película, un operador
disgustado por la espera interminable de un agudo sostenido
más allá del umbral de la paciencia le "echó encima" la
película y sin embargo la voz de La Dolfus superó los fieles
rugidos del león de la Metro, la espesa música de George
Bakhaleinikoff (?o era de Daniel Amfitheatrof¿) y los
atronadores cañonazos del departamento de sonido del estudio.
El do sostenido final de "Il baccio", en la voz de la soprano
vienesa, acompañó unos cuantos segundos de acción bélica en
las fingidas Ardenas de "Sangre en la nieve") y le respondió
simplemente a Tobir: "Soy una primitiva sophisticada". Pero
ella no venía a discutir su arte, sino a perfeccionarlo.
"Vengo me ensegnes a esculpir", le dijo a Tobir. Carolón
acababa de dejar la escultura tradicional y no tenía
disposición más que para la soldadura, por lo que la barra de
aleación, el soplete y el tanque de acetileno y el yelmo
protector ocupaban todo su estudio, donde esculpía (es un
decir) por las noches, mientras de día trabajaba con Ernesto
González en las obras esculpidas del Palacio de Bellas Artes.
Pero de alguna manera la Dolfus convenció a Carolón, que le
dio unas cuantas lecciones rudimentarias del arte de la
escultura y además le regaló un tronco de ácana y varios
trozos de baría y sabicú y caoba, y una gubia, un formión y un
mallete. "Empieza con la maderra", le dijo. "Que es muy
noble".
   Si Carolón creyó que allí terminaba su misión didáctica, se
equivocaba, porque La Dolfus regresó al mes por más: ahora
quería completar su curso. "Quierro me ensegnes la pietra a
esculpirr", le dijo a Tobir, que le respondió: "Se dice
trabagar". "Bueno", dijo ella, "quiero me ensegnes la pietra a
trabagar". A lo que respondió Carolón: "Es lo mismo que la
maderra, solamente que más dura. Tienes comprarte un cincel y
una sierrra para mármol". "?Y tú no podrías todo
regalármelo¿", fue su penúltima pregunta. "Nein", dijo Tobir.
"Traurig", dijo ella queriendo decir lástima en alemán. Antes
de irse hizo la última pregunta: "Wollen wir Morgen abend
ausgehen?". Pero Tobir que no tenía ganas de ir a ninguna
parte con aquella bola de primavera, grasa y maquillaje,
cubierta conspicuamente por la pelliza, a la que los años y el
calor y la humedad le habían dado un aspecto arratonado, dijo:
"Nicht. Danke sch9n". Y ella respondió, casi cerrando la
puerta: "Traurig. bitte sch9n". Algo en la voz, en esta mano
demorada en la puerta, en aquel rabo de ratón mojado que se
escurría entre la hoja y el marco al cerrarla, le hizo
llamarla y regalarle un mallete para mármol y el cincel y la
sierra. Solamente exigió Carol un favor (la verdad) a cambio y
La Dolfus le pagó en moneda falsa (la mentira). "¿Qué haces
con l.esculturra? ¿Te ganas la fida así ahorra?" "Nein", dijo
ella, tratando de sonreír. "Te dije, "Dumm Kopf", que más no
es que un hobby". La mano húmeda cerró la puerta.

 
   Vi

   Pero no es por gusto que un chachachá llamado "La
engañadora" fue durante años casi el himno nacional cubano.
Hay un verso de su letra que dice: "Pero todo en esta vida se
sabe". Lo cual es cierto, aunque más cierto aún es el final de
esta feliz frase musical: "Sin siquiera averiguar". Carolón se
enteró de todo sin preguntar a nadie. La Dolfus era ahora
escultora, pero no era la vieja enloquecida por la cultura que
tomaba la escultura como pasatiempo, como él creía, sino una
profesional que se ganaba la vida haciendo toda clase de
encargos esculpidos: la Rita Longa del rico. porque La Dolfus
no había heredado del barón la apreciable fortuna que ella
decía, pero sí su círculo de amistades escogidas, que por una
actitud muy cubana (y muy colonial), aceptaron a la amante
como amiga por el simple hecho de que era una extranjera,
cuando en otra ocasión no habrían aceptado a la esposa
legítima. De este grupo, tres amigas fueron más que sus
íntimas, sus compañeras de canasta. Hay algo en este largo y
complejo juego uruguayo que predispone a la amistad, a la
confesión, a una intimidad solamente aparejada por la cama, y
en su frivolidad intensa hay mucho de los amores físicos
violentos: tan sólo una noche de despliegue sexual puede dejar
tanta fatiga física y tal exaltación espiritual como seis o
siete horas seguidas de canasta. En uno de estos maratones, La
Dolfus dejó ver que su estrella declinaba (en realidad estaba
apagada hacía tantos años que nadie lo recordaba) y en otro
juego con pareja discreción sugirió su penuria económica (se
trataba en verdad de otra palabra, miseria) y en otro match
sabatino ("El sábado es el día imaginado para la canasta",
Virgilio Piñera) dijo en una suerte de proclama, que era una
escultora ahora y mostró las piedras creadas. Ese día jugaban
en su casa. Todas tres, sus compañeras de mesa cambiaron
miradas inteligentes (sí, eso dije: miradas inteligentes) y a
la salida se coaligaron para ayudar a La Dolfus -"sin que ella
supiera nada".
   Ahora quiero hablar, brevemente, de las amigas. Una es una
princesa rusa que es una de las reliquias habaneras más
preciadas. Por este tiempo estaba tan arruinada como La
Dolfus, pero nunca se quejaba y vestía con una elegancia tan
antigua que había pasado de moda y se había vuelto a poner de
moda. Poco después de este tiempo, esta princesa que se
llamaba Tania o Zinia o quizás Sonia y a quien llamaremos la
princesa Olga para simplificar, abandonó para siempre la
canasta y redujo el cuarteto a sonata trío. La princesa Olga
había venido de Rusia, por supuesto, muy joven, en aiag o
1918, "huyendo de la Revolución de Octubre o de Noviembre",
decía ella, con su padre, coronel de cosacos y príncipe: nada
excepcional, como se ve, para un exilado ruso de 1917, y que
debe de haber muerto hace años o desapareció sin dejar
rastros, porque nadie parecía haberlo conocido. Pero la
princesa Olga sí es excepcional. Es un personaje del folklore
habanero, con sus boinas o sombreros o tocados que parecen
adornar su cabeza como una segunda cabellera, y su eterna
boquilla de ámbar con un cigarrillo incesante humeando sobre
su ojo izquierdo, que guiña siempre a su destino. En zigzag.
El penúltimo zigzag (esta palabra inconsistente) del errático
fatum de la princesa Olga fue que la alcanzara una revolución
socialista fatalmente (estas tres mujeres fueron afectadas por
la revolución de una manera aparatosa y diversa), a ella que
había viajado diez mil kilómetros escapada de una revolución
semejante, para encontrar refugio en el único sitio de la
tierra donde una revolución comunista no sólo no parecía
factible, sino escasamente probable. El último rasgo de esta
zeta fatal fue que la Revolución llegó como providencial
salvavidas para la princesa Olga, casi ahogada en un océano de
acreedores. Hoy ella enseña ruso en la tierra firme de la
academia nacionalizada de idiomas John Reed (apodada Diez Días
que Conmovieron a Berlitz), y por primera vez en muchos años
gana un sueldo decente y ha conseguido un nuevo nombre: la
princesa Olga se llama ahora, cosas de la historia, la
compañera Vernisjaya.
   La segunda mujer es más oscura y está muerta: la oscuridad
en la oscuridad: "noches para una noche", que diría el Bardo
que siempre responde cuando Avón llama. Se llamaba María Luisa
Bonichea, era condueña del Frontón Jai-alai y cuando llegó la
Revolución pensó que pasaría de rica a millonaria, porque el
turismo norteamericano tendría que aumentar por fuerza, ahora
que había caído batista. Error de cálculo se llama esa figura
retórica: en este caso craso error patético. (Se oye una
marcha fúnebre que se parece a la Sinfonía Patética.) La
armonía (para encarrilar el pensamiento sobre el pentagrama:
"Todas las artes aspiran a la música") de su alarma fue un
pesar in crescendo, para llegar a una serie de secuencias con
las sucesivas nacionalizaciones y culminar en un tutti e
fortissimo el Día que Cambiaron la Moneda. Doña María Luisa
tenía en su casa cerca de %s250,000 (doscientos cincuenta mil
pesos) escondidos en una caja fuerte, un colchón del último
cuarto y una caja de zapatos en su armario. El golpe produjo
un eco "in lontano" en su corazón y no recobró el conocimiento
ya más. La enterraron con doscientos pesos de sus ahorros que
su vieja y fiel criada tenía en el banco. Como cosa casi
ejemplar, Doña María Luisa (que tenía horror a las colas y
había contratado un hombre para que le hiciera las
imprescindibles) Bonichea tuvo que esperar seis horas en una
fila funeral en el cementerio de Colón para ser enterrada.
   La historia de la tercera mujer es el final de esta
historia.

   Vii

   Mariamelia Maciá es (o debe ser, porque una mujer que podía
refutar la evidencia bien puede alejar la muerte eternamente
por el simple expediente de negarse a creer en ella) una mujer
de carácter y una mujer de carácter tiene que ser viuda por
fuerza y por idéntica causa, tener un hijo sin carácter.
Mariamelia Maciá no tuvo un hijo débil de carácter, sino de un
carácter peculiar, por no decir otra palabra y añadir a la
pornografía la obscenidad. Mariano Pi y Maciá (conocido por
ciertos amigos suyos por otros nombres: María Nopi, Dalia
Maciapí y La Maciá) era, en fin, una loca. No era una loca
cualquiera pero era una loca "con su fama". Alguien la
describió una vez como "una loca de tacón, peineta y encaje
antiguo", tal vez porque su aspecto español era marcado. Su
gran momento (exceptuada, claro está, la culminación
sacrosanta) lo tuvo en las reuniones del Marqués de Pinar del
Río. Carol Tobir me contó que el poeta Ovidio Chato (atrapado
en la gran cacería de prostitutas, proxenetas y pederastas,
conocida como la Larga Noche de las Tres Pes, en La Habana, el
1 de octubre de 1961, detenido aparentemente por error, pero
juzgado por actos contra natura o contra la sociedad o contra
el estado (no recuerdo), enviado luego a un campo de
rehabilitación en Cayo Largo. A pesar de su nombre y de sus
relaciones y de las muchas cartas que escribió a funcionarios
que eran también poetas laureados, solicitando un perdón que
nunca llegó, y muerto finalmente como el vate latino, el otro
Ovidio, en su destierro insular) tenía una carta de un amigo,
enviada a su casa de Camagüey ("La ciudad de los tinajones"),
mucho antes de cometer el error inmortal de venir a vivir a La
Habana, donde le relataba una de estas provincianamente
depravadas soirées del Divino Marqués de P. R. Decía el
corresponsal, luego de describir un momento brillante de la
reunión (había, además, algunas insensateces y chismes de
comunidad cursis y otros detalles poco edificantes, pero es
solamente esta mención a Mariano Pi y Maciá lo que interesa),
decía: "... y ése fue el instante, querida, que Marianito Pi
escogió para atravesar el salón, dejando a su paso un reguero
de mariconería".
   Por supuesto que Mariamelia Maciá viuda de Pi, su nombre
completo en la "Guía Social de 1959* (la última que se editó
en La Habana), ignoraba todo esto: para ella, mujer devota (no
mujer "de botas", linotipista amable pero descuidado, como
ocurrió en mi inquisitiva biografía "¿Fue Cornelia la única
madre de los Graco?"), su hijo era un santo. No un santo
imaginado, sino un santo real. La muestra fehaciente estaba en
su devoción por los pobres (a menudo, Marianito traía, casi
siempre de noche, "invitados de baja estofa", como se solía
decir) y en su aspecto piadoso (es evidente que esta madre
ejemplar había visto demasiados Grecos: "Don.t you see that El
Greco is a maricón¿", (preguntó retórico Hemingway) y en su
virginidad a toda prueba.
   Tengo que decir que Mariamelia Maciá había puesto a
Marianito en cada una de sus etapas hacia el cielo "pruebas de
santidad". Lo había alejado de los humildes. Antes Marianito
siempre andaba por los muelles, por el Parque Central y la
Manzana de Gómez y el Dirty Dick.s: por los "barrios bajos".
Había intentado enfurecerlo, llevarlo a la desesperación, casi
al frenesí (al de ella), pero Marianito siempre conservaba su
natural calmado, de voz apagada, de gestos lívidos. Trajo a su
casa a sus ahijadas más bellas, empleó a las criadas más
atractivas y hasta una que otra exuberante mujer fácil, que no
sólo prodigaban sus atenciones al unigénito misógino y
melancólico (el gótico es esdrújulo), sino que llegaban a
exhibirle sus encantos en un despliegue que convertía al
"strip-tease" alevoso y nocturno en una ocasión deportiva,
sana. Pero Marianito ("Las situaciones de vodevil hay que
describirlas con frases de vodevil", Eugene Labiche),
Marianito, nada, nada, nada.
   No es extraño que cuando murió de repente, después de haber
atravesado la vida como se cruza un salón y dejado a su paso
una estela de pederastia, su madre, casi viuda y mártir,
pensara que era hora de tener una imagen del santo de su hijo
en la iglesia. Por supuesto, no era cosa de iniciar un lento
proceso de beatificación a través de los conductos
eclesiásticos. Mariamelia Maciá viuda de Pi tenía dinero y el
dinero lo consigue (o lo conseguía) casi todo en Cuba, hasta
la canonización: ella donaría una imagen monumental a la nueva
iglesia de Jesús de Miramar. ?Qué había de singular si por un
azar errático o por la segura mano de Dios esa imagen santa
sería también la vera efigie del hijo beato¿

   Viii

   Tobir cree todavía (o creía el soleado día que me hizo
largo este cuento corto) que en el proceso se produjo un
milagro cierto: la imagen del santo (Santo Tomás, no el
teólogo de Aquino sino el incrédulo) tenía un indudable
parecido con María Nopi. Perdón, con Mariano Pi y Maciá. ?Cómo
La Dolfus había logrado con sus rudimentos escultóricos aquel
parecido asombroso¿ Carol nunca se lo explicó. "Un milacro,
chico", me decía. "Un ferdaderro milacro". La estatua era
colosal y La Dolfus la había esculpido en pura piedra de San
José, en su casa -o mejor dicho, en su
apartamento-cuarto-estudio de la calle Baños. Cuando estuvo
terminada, vino un camión a cargarla y llevarla atravesando
toda La Habana hasta la Quinta Avenida, en Miramar, como el
que atraviesa un salón asfaltado.
   Hubo una ceremonia discreta (la viuda no quería publicidad
para aquella donación dolorosamente piadosa) y un
emplazamiento, ay, demasiado apropiado: todo el que llegaba a
la iglesia topaba (físicamente) de pronto con la imagen de
Marianito Pi, que ahora inundaba el sagrado recinto con sus
efluvios rarificados. Para última desazón y entendimiento
tardío de la madre y la viuda, algunos amigos indiscretos de
Marianito también vieron la imagen (pía no Pi) y notaron el
parecido y preguntaron. El resultado final fue que se enteró
la parroquia y la junta de feligreses y el patronato de la
iglesia, y todo paró en un reporte a la Nunciatura Apostólica.
Un recado discreto al Palacio Cardenalicio consiguió que la
escultura (ya no era más una imagen venerable, sino un trozo
de piedra tallada) se removiera con menos ruido que se instaló
y el mismo camión la transportó de la iglesia -?adónde¿ Por
supuesto que la madre dolida no quiso ver ante sí la muestra
palpable (en piedra de San José) del escarnio y del engaño -y
del fracaso. No quedaba más que un camino y era el camino de
regreso (dejando detrás las huellas de las pisadas sodomitas)
a la casa de su Frankenstein: La Dolfus tuvo que recibir aquel
monstruo hierático pero culpable. Todavía debe estar en su
salaestudio...

   Ix

   La última vez que Carol Tobir vio a Militza Dolfus, la
soprano vienesa, fue porque ella lo mandó a llamar urgente,
fingiéndose enferma de muerte. Cuenta Carol que llegó al
edificio y sintió el choque nemotécnico del olor que casi
había olvidado de la comida israelí (o de la cocina askenazi),
con su espeso aroma eslavo, y subió las escaleras oscuras
hasta el quinto piso y tocó en la oscuridad una puerta
invisible. Una mujer envuelta en una bata de grandes flores
naranjas sobre un fondo azul pastel y el pelo en ganchos de
onda (recordó, dijo, a Elsa Lanchester en "La novia de
Frankenstein") y un cigarrito en la boca, lo recibió con algo
que sonó como una sonrisa, si es que este sonido existe.
Cuando ella se hizo a un lado y pudo reconocer a la antigua
doble de Miliza Korjus con otro golpe de recuerdos que entraba
esta vez por la vista, casi quedó mudo y fue porque vio una
enorme masa de piedra en medio del cuarto, que tocaba al
techo. No distinguió facciones ni ademanes ni estilos (además,
él ya no tenía ojo para nada que no fueran las "formas en sí")
y solamente pudo preguntar: "?Y por dónde carrajo sacas tú
este Golem¿" La Dolfus le explicó que "ya (dejá", dijo, sin
darse cuenta de que hablaba en francés) lo habían sacado y, lo
que es peor, metido (otros: aquí vino, más o menos, el cuento
contado) con una grúa, por la ventana (demostración con
gesticulación semita), el no convidado de piedra fue
desmontado previamente y armado después, dos veces, pero
(creía, todavía con los dedos que indicaban el infeliz doble
viaje de la efigie demasiado veraz, levantados ante la cara
grasosa que antes fue graciosa, creía que él le estaba dando
consejos antes de oír su petición) ella no tenía dinero para
repetir el proceso. ("?Qué hacer¿", V. I. Lenin.) Tobir se
olvidó de la enfermedad supuesta y La Dolfus no la recordó,
porque juntos empezaron a calcular la manera de derribar,
destruir, deshacer, demoler, desbaratar, desmantelar,
desmoronar, desgastar, talar, arrasar, romper, roer, moler,
hacer trizas, quebrar, partir, gastar, hacer polvo,
volatilizar, desintegrar, no dejar piedra sobre piedra de
aquel mamut de pecado. No había nada que hacer y Carol dio una
solución práctica: "Chica, te fas tenerr que quedarr con tu
hijo en la barriga". Fue su brutal diagnóstico profesional y
La Dolfus, la soprano vienesa, se tiró con un crujido (?fueron
sus huesos¿, ?fueron los muelles¿, ?fue una imagen literaria
de Carolón¿) en el único mueble de la sala capaz de recibirla:
un sillón Viena.

   X

   --?Qué te parece¿ -me dijo Carol Tobir, alias Carolón, ci
devant Tibor Karolyi-. ?No verdad que un buen cuento¿
   Le dije que sí.
   --?Por qué no lo escribe, chico¿

 
   Fin de la obra.
_
Fuente:
Cabrera Infante
Todo está hecho con espejos
Cuentos casi completos
Alfaguara S.A.

 

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