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domingo, 2 de abril de 2023

Gustaw Herling-Grudzinski UN MUNDO APARTE INTRODUCCIÓN.

 




 Gustaw Herling-Grudzinski

 UN MUNDO APARTE

 

 


 Un mundo aparte es la novela-testimonio que Gustaw Herling-Grudzinski escribió sobre los dos años que pasó en el campo de trabajo de Arkangelsk en el Gulag soviético. Pero este libro no es únicamente un testimonio del horror, sino también una obra que analiza el sufrimiento humano en clave de piedad y esperanza. Su autor escribió esta obra en polaco entre julio de 1949 y julio de 1950, coincidiendo con una estancia en Inglaterra. En 1951 la editorial londinense Heinemann publicó la versión inglesa con un prólogo de Bertrand Russell. Era uno de los primeros testimonios del horror en los campos de trabajo soviéticos, por lo que su autor fue objeto de una auténtica caza de brujas por parte de la izquierda europea que negaba la existencia de los campos. En 1953 apareció la primera edición en su lengua original publicada por la editorial polaca en el exilio Kultura. En Francia, ninguna editorial tuvo el valor de publicarlo a pesar de que los derechos se compraron varias veces y de que Camus recomendó el libro a varios editores, aun así el libro tardó más de treinta años en publicarse allí. En 1990 pudo por fin publicarse en Rusia y en Polonia, donde durante décadas había encabezado el índice de libros prohibidos por el régimen comunista. Esta edición presenta por primera vez al lector español el texto traducido directamente del polaco. «Este libro tendría que ser publicado y leído en todos los países, tanto por lo que es como por lo que dice.» Albert Camus, 1956
   

 Título Original: Inny Swiat

 Traductor: Agata Orzeszek y Francisco Javier Villaverde González

 

 © del prólogo, Jorge Semprún, 1985

 ©2012, Herling-Grudzinski, Gustaw

 ©1986, Libros del Asteroide

 ISBN: 9788492663859

 Diseño de colección y cubierta: Enric Jardí

 Este libro ha recibido una ayuda del Instytut Książki-Programa de Traducción ©POLAND

 Generado con: QualityEbook v0.37

 
Prólogo a la edición francesa

Si no recuerdo mal, fue en 1970, en la Rue Guénégaud, en una galería de arte. Józef Czapski exponía cuadros de un realismo minucioso, meticuloso, casi maniaco: expresionista a fuerza de jugar con las inquietudes de la ilusión de realidad, desenmascarada en su trabajo sobre la apariencia de la materia pictórica. El autor de Tierra inhumana es, en efecto, un gran pintor.

Estábamos hablando tres personas, sentadas bajo la mirada irónica de los personajes de Czapski, que reducía a fragmentos de una confusa nada nuestra inocente certeza de existir. O al menos la mía. Además de Czapski y de mí, estaba Elisabeth Poretski, de quien un año antes había leído Nuestra propia gente, relato que me había apasionado. Nos habíamos convertido en amigos.

Les hacía preguntas. Durante todos esos años, cuando nos veíamos, no dejaba de hacerles preguntas. Me gustaba escuchar sus relatos, la historia y las historias de la larga aventura —tan distinta, a veces incluso opuesta, pero esencialmente similar— de sus vidas. Polonia, la Europa de los años treinta, la GPU, los campos de Stalin, el desastre que siguió al pacto germano-soviético: la larga aventura de unas vidas rotas y forjadas en la experiencia directa del totalitarismo ruso.

Ese día, sin embargo, más allá de la conversación habitual, se me ha quedado grabado porque de pronto Józef Czapski me dio un libro y me recomendó vivamente que lo leyera. Tenía razón: es una lectura del todo aconsejable.

Fue así como tuve por primera vez en mis manos un ejemplar de la traducción inglesa del libro de Gustaw Herling-Grudziński Un mundo aparte. No sabía nada del autor, lo confieso. Fue Czapski quien me dio los primeros datos sobre él.

Nacido en 1919 en Kielce (Polonia), Gustaw Herling-Grudziński estudió literatura en la Universidad de Varsovia. Desde muy joven militó en las juventudes socialistas y a los diecinueve años publicó una aguda crítica de la novela de Witold Gombrowicz Ferdydurke, en una revista literaria de izquierdas. Tras la partición de Polonia, en 1939, estuvo entre los fundadores de una de las primeras organizaciones de la Resistencia polaca. En marzo de 1940 fue arrestado por el NKVD cuando trataba de cruzar la frontera entre Lituania y la Unión Soviética, dispuesto a sumarse al ejército polaco en Francia. Pasó dos años en prisiones y campos soviéticos, experiencia que luego relatará en Un mundo aparte. En 1942 logró llegar al ejército polaco y participó en la campaña de Italia. Es uno de los fundadores y principales colaboradores de la revista de la emigración polaca Kultura.

Con estos datos me sumergí en la lectura del libro de Herling-Grudziński. Lo leí de una tirada, fascinado y conmovido; desde entonces sigo leyéndolo, todo o en partes. Y recientemente lo he vuelto a leer en la excelente traducción de William Desmond. Desde el principio no dejó de sorprenderme que este libro no se hubiera traducido nunca al francés. Por fin se ha hecho: nunca es demasiado tarde para publicar un texto con un valor ético y literario tan grande.

En el prólogo a la edición inglesa de Un mundo aparte, Bertrand Russell insiste en la calidad del testimonio. «De los muchos libros que he leído», dice Russell, «sobre experiencias de las víctimas de las cárceles y los campos de trabajo soviéticos, Un mundo aparte, de Gustaw Herling-Grudziński, es el más impresionante y el mejor escrito. Este libro posee una extraña fuerza descriptiva, sencilla y vívida, y es absolutamente imposible dudar de su sinceridad en todos los aspectos.»

No olvidemos que Bertrand Russell escribió estas palabras a principios de los años cincuenta. En esos momentos la ceguera con respecto a la Unión Soviética, la tenaz labor de negar la verdad del totalitarismo, estaba todavía ampliamente difundida —mejor dicho, era hegemónica— entre los intelectuales de las izquierdas europeas. Esta es la razón por la que Russell insiste en la veracidad del testimonio, y continúa diciendo: «Los compañeros de viaje que se niegan a creer en la evidencia de libros como este son a todas luces seres inhumanos, porque si no lo fueran no negarían lo evidente, sino que se sentirían completamente apesadumbrados».

En esa época Russell tenía toda la razón al plantear la cuestión en tales términos. Es, sin duda, el rechazo, la negación sistemática de la verdad sobre la Unión Soviética, uno de los motivos que explican el silencio en Francia en torno a este libro. Albert Camus encontraba deplorable esta actitud y escribía a Herling-Grudziński en junio de 1956: «Su libro me ha gustado mucho y he hablado de él con entusiasmo. Sin embargo, la decisión ha sido, al final, negativa; sobre todo, creo, por razones comerciales. Este hecho me ha desilusionado mucho y por lo menos quiero decirle que, a mi juicio, su libro tendría que ser publicado y leído en todos los países, tanto por lo que es como por lo que dice».

Desde entonces, es cierto, las cosas han cambiado. Primero se produjo el breve deshielo de la desestalinización de Nikita Jruschov, que no transformó la naturaleza profunda del totalitarismo soviético, pero que sí modificó sus formas históricas y, sobre todo, quebrantó definitivamente la fe ciega y enfermiza en los beneficios del socialismo real. Se produjo también el torbellino de Solzhenitsyn, el estallido mundial de una verdad sobre el Gulag reservada hasta entonces a círculos reducidos, gracias a toda una serie de mecanismos ideológicos, pero convertida en universal e irreversible tras su gigantesca obra.

No obstante, y es lo principal en el presente contexto, aunque Un mundo aparte de Gustaw Herling-Grudziński se publique en francés con evidente retraso —treinta años—, se trata de un libro que no ha perdido nada de su fuerza, de su extraña y serena belleza.

Porque Un mundo aparte es un testimonio. Una especie de reportaje de genial precisión sobre los campos soviéticos de la región de Kárgopol, en los bosques del Gran Norte, en un periodo determinado, fechado: 1940-1942. Para los historiadores, para los sociólogos que se interesan por la experiencia del Gulag, el testimonio de Herling-Grudziński, sin énfasis ni grandilocuencias, es una fuente de datos, de información, de una exactitud difícil de encontrar. Además, como el autor está dotado de una curiosidad sin límites, de unas poco comunes dotes de observación, de una prodigiosa capacidad de empatía, de comprensión hacia los demás, incluso hacia los más perdidos y pervertidos del universo de los campos de concentración soviéticos, se trata de un testimonio rico en comentarios y conclusiones de valor general.

Pero Un mundo aparte no es solo un testimonio. Bertrand Russell, con razón, señalaba que era uno de los libros «mejor escritos» sobre el tema. Y Albert Camus, en una frase final apasionante, afirmaba que el libro tendría que ser leído «tanto por lo que es como por lo que dice». Exacto. Porque se trata de una obra literaria perfecta. Es literatura. Lleva el sello, la firma, la huella que no traiciona a un verdadero escritor. No solamente es sincero y auténtico en lo que se refiere al contenido histórico (el Gulag soviético a inicios de los años cuarenta). Es auténtico también con respecto a las formas de la literatura, a los valores morales y culturales de una relación transparente, compleja y rica con la literatura, esa extraña ocupación que caracteriza a la especie humana.

JORGE SEMPRÚM (1985)

sábado, 26 de diciembre de 2020

EL REY DE LAS HORMIGAS MITOLOGÍA PERSONAL (Fragmento) ZBIGNIEW HERBERT

 




 EL REY DE LAS HORMIGAS

 

MITOLOGÍA PERSONAL

 

ZBIGNIEW HERBERT

 

 

EDICIÓN Y NOTAS DE RYSZARD KRYNICKI

 

TRADUCCIÓN DEL POLACO DE ANNA RUBIÓ Y JERZY SŁAWOMIRSKI

 



 



 



 

 

I

EL CUENCO DE FIGURAS NEGRAS DEL ALFARERO EXEQUIAS

 

A Joseph Brodsky

 

Adónde navega Dioniso a través del mar rojo como el vino

hacia qué islas peregrina bajo la vela de pámpana?

Duerme y no sabe nada, luego tampoco nosotros sabemos

adónde llevan las corrientes su barca veloz de madera de haya.


 II

LOS DIOSES DE LOS CUADERNOS ESCOLARES

H. E. O.

Para Kasia.

—¿Es necesario?—pregunta Eurídice.

Hermes sonríe y permanece callado. Caminan. Las tinieblas se abren frente a ellos, para cerrarse al instante. Cruzan así innumerables puertas.

—¿Es realmente necesario?—pregunta Eurídice—. Orfeo es viejo—prosigue—, ya no me queda mucho tiempo junto a él. He olvidado por completo a base de qué hierbas se prepara la pócima para su garganta dolorida por el canto. Y qué significa levantarse de madrugada. Y qué quiere un hombre cuando toca mi vientre.

—Te acordarás de todo—dice Hermes con voz dulce y poca convicción.

—Es hermoso que intentes consolarme—dice Eurídice.

La vereda se encarama. No es una vereda, sino un hendirse sumiso de las rocas. Los pedernales huelen a relámpago reseco y los guijarros bajo sus pies han perdido por completo la memoria del mar.

—¿Nos está viendo?—pregunta Eurídice con desasosiego.

Hermes niega con la cabeza.

—Pero yo sí veo sus espaldas. Siempre, es decir, mientras estaba viva, me han conmovido las espaldas masculinas. Son indefensas. Pero ahora ya no lo siento así. ¿Ternura? ¿Qué es la ternura?

—La alegría del roce. Un éxtasis inferior—contesta Hermes.

—Ya no tengo dedos vivos—se queja Eurídice—. Ni siquiera sabría enhebrar una aguja o sacar una mota de polvo del ojo de mi amado.

Un giro más y empieza la pendiente. Una oscuridad, diríase sesgada, inclinada sobre otra más profunda.

—Eurídice—dice Hermes en voz queda—, te voy a revelar el secreto del destino. Orfeo morirá pronto en circunstancias sospechosas. Entonces serás libre. Tomarás por esposo a un fortachón sano, de brazos como las ramas de un roble; a un joven de pocas luces, pero lo bastante sabio para no desear lo inalcanzable. No puedes imaginar cuán reconfortante te resultará esto, tras toda una vida al lado de un llorón talentoso.

—Me temo—dice Eurídice precipitadamente—que mis paisanos me lapidarán antes de consentir que vuelva a contraer matrimonio. Seré para ellos un anuncio publicitario de la fidelidad y de la poesía, una especie de viuda nacional. Me harán permanecer sentada sobre una roca para que balbucee oráculos inspirados o, lo que da lo mismo, me encerrarán en un templo. Y luego volveré a morir. ¿Cómo se vuelve a morir? Espero que la segunda vez no sea tan dolorosa y molesta como la primera.

Orfeo escucha todo aquello a través de la oscuridad borrascosa. Por primera vez, la cordura de Eurídice lo deja admirado. ¿De veras hay que morir para madurar?

Ante sus ojos se abre un paisaje esculpido en basalto, venerable como un bosque quemado, impertérrito como el ojo de un volcán, el seno de la densa materia, el azul de la noche reducido a cenizas.

Canté albas y coronaciones del sol

la travesía de los colores entre amanecer y ocaso

mas a ti te olvidé,

perpetua noche.

De pronto, Orfeo se vuelve hacia las sombras de Eurídice y de Hermes y, transportado, profiere a voz en grito una sola palabra: «¡Eureka!».

Las sombras se desvanecen. Orfeo sale a la luz del día. El pecho se le hincha de orgullo jubiloso por haber experimentado una iluminación y haber descubierto un nuevo género literario, que será llamado desde entonces lírica de la meditación y las tinieblas.


 ANTEO

Anteo era hijo de Poseidón y Gaia, un matrimonio—por decirlo suavemente—poco armonioso. Pero ¿qué otra cosa podía esperarse de dos elementos, el mar y la tierra, enredados en una lucha sin cuartel? Así pues, parece más que probable que Anteo fuera un niño—¡cuánto nos cuesta imaginar la infancia de un gigante!—abandonado y desatendido. Las discusiones salvajes de sus padres debieron de influir negativamente en el desarrollo de su carácter.

Todas las fuentes coinciden en que Anteo se convirtió en un bucéfalo violento dotado de una fuerza sobrenatural. Su acervo intelectual era más bien escaso, a diferencia de su cuerpo, que creció sobremanera. Y aunque Anteo nunca frecuentó la escuela, sacó de esta asimetría una conclusión correcta desde el punto de vista de la lógica, a saber, se hizo deportista.

Cualquier intento de situar a Anteo en un mapamundi tropieza con serias dificultades. En los mitos antiguos, su patria era Libia—es allí donde se encontró con Heracles—pero, más tarde, a raíz de la colonización griega de la costa norteafricana, aquella figura fabulosa se vio empujada cada vez más hacia Occidente, hasta Mauritania, es decir, el país de donde los mercaderes púnicos habían desalojado a los griegos. Los colonizadores no crean mitos, pero trabajan sin tregua en su distribución geográfica. Sencillamente, colocan monstruos en los territorios ocupados por sus competidores. Este procedimiento ha perdurado gloriosamente hasta nuestros días.

Poco sabemos de Anteo, excepto que se alimentaba a base de la carne de los leones que mataba a brazo partido, puesto que despreciaba la civilización moderna: la porra, la lanza y la trampa excavada en el suelo. Su ocupación predilecta era retar a un combate de lucha libre a los transeúntes que se le cruzaban por el camino. Aquellas pugnas acababan inevitablemente en la muerte del adversario, obligado por la fuerza a pelear.

Un modo de vida así no puede despertar simpatía ni merece aprobación. Pero he aquí—cosa extraordinaria—que al poeta Píndaro se le ocurre erigirse en defensor de Anteo, arremetiendo contra quienes lo acusan de ser un vulgar asesino o un repugnante genocida. En una de las odas ístmicas, intenta descubrir el sentido de sus actividades delictivas, o al menos hacerlas comprensibles.

En los parajes donde vivía Anteo, la piedra escaseaba. Sólo de vez en cuando, el viento erigía ilusorios monumentos de arena y, en el horizonte agostado, aparecían ciudades de mármol imaginarias.

Píndaro humanizó a Anteo, le atribuyó la encomiable virtud del amor filial. Dice que soñaba con erigir un templo en honor a su padre. Y que la única sustancia sólida de la que disponía eran los restos mortales de sus desdichados adversarios. No tuvo otro remedio que aprovecharlos como material de construcción. Esta idea, bastante macabra en sí, no está muy alejada de la estética del Barroco.

De modo que Anteo reunía los huesos de los muertos como un buen constructor reúne amorosamente piedras, ladrillos y maderamen. Procuraba que estuvieran al socaire, a la sombra, protegidos de las arenas omnívoras y de la humedad.

Cada dos por tres, modificaba el proyecto de su edificación. Deseaba que el mausoleo que construía para honrar a sus padres tuviese las proporciones ideales del cuerpo humano.

Los ábsides estaban hechos de costillas, y las costillas servían también para sustentar la bóveda del templo. De la bóveda colgaban huesecillos de las muñecas a modo de abalorios, creando la ilusión de lámparas y candelabros.

Las espinas dorsales hacían de columnas. Las ataba en haces para proporcionar la resistencia necesaria al edificio.

Año tras año, el templo se venía abajo durante la temporada de lluvias y vendavales, y todo el esfuerzo del constructor recordaba un campamento de hienas abandonado.

Los huesos yacían desparramados sobre la arena. Aquello parecía un escarnio de los dioses, que castigan la soberbia.

Y año tras año, Anteo empezaba desde cero, con igual tesón, piedad y amor desesperado.

Visto de lejos e iluminado desde las alturas, Anteo parecía un peñasco que surca lentamente los páramos. Sus andares recordaban los de los actores amanerados de las películas del oeste. Sólo que, en el caso del gigante, aquello no era amaneramiento, sino necesidad pura y dura: sacaba toda su energía y todas sus fuerzas de la tierra, del contacto físico con las rocas, el barro e incluso con el polvo.

Si no hubiera sido hijo de dioses—cosa que nadie se atrevía a poner en duda—, podría decirse que la naturaleza lo había tratado como una madrastra y, por un descuido, le había negado un puesto definido en el orden de las especies ¿Quién sabe si la forma de un árbol—pongamos por caso un cedro—no habría sido más adecuada para su esencia? Pero Anteo era una criatura de superficie, privada de raíces y marcada por el miedo a las inmensidades del aire que lo asediaban de todos lados. Los pájaros y las estrellas suspendidas en las alturas le repugnaban, y cada brinco le costaba un mareo y un desvanecimiento.

Cuando el sol se inclinaba hacia el ocaso—en el desierto, anochece muy pronto: el relámpago gris del crepúsculo y, luego, nada más que la oscuridad—, Anteo, que no tenía casa ni paradero fijo, se construía un refugio, una profunda galería subterránea tan estrecha que sólo cabía en ella su cuerpo tendido. Se embutía en aquel asilo tenebroso y húmedo cual si fuera un gusano enorme, y conciliaba un sueño dulce y reparador.

Aquellas prácticas nocturnas de Anteo se prestan a explicaciones simbólicas: pueden significar el retorno al seno materno o un peregrinaje nostálgico a los orígenes. Pero ¿a qué multiplicar significados ocultos, si todo puede explicarse de un modo sencillo, a saber, en términos de ciclos vegetativos?

Quienquiera que haya estado en el desierto, sin duda ha visto el viento arrastrar haces de ramillas y hojas, aparentemente del todo marchitas. Parecen basura de la creación, migajas que han caído de la mesa de la Madre Naturaleza. Pero, con las primeras lluvias, se produce una metamorfosis repentina, y lo que parecía repudiado para siempre por la vida echa raíces, florece, despide un perfume embriagador y da fruto o, para decirlo en pocas palabras, vive con profusión, lozano y magnífico.

Hay buenas razones para creer que el encuentro de Anteo con Heracles fue una casualidad no prevista en la agenda del héroe—una función de tantas de su gira por el mundo—y, por lo tanto, no consta en las tablas de bronce que recogen sus trabajos más importantes. Todas las fuentes coinciden en el resultado de la lucha, pero relatan su desarrollo de mil maneras distintas.

Diodoro Sículo describe el duelo como un combate de lucha libre en el que los contendientes apostaron la vida (aunque no dice si el perdedor tenía que morir por mano propia o ejecutado por el vencedor). Ésta es una versión insulsa y vulgar que hace pensar en las luchas de los gladiadores o, todavía peor, en las reglas de la ruleta rusa.

Otras crónicas, tampoco muy edificantes, sostienen que Heracles cubrió con su cuerpo la entrada del refugio subterráneo de Anteo, maniobra que en el lenguaje de los estrategas de tiempos venideros iba a llamarse «asedio por hambre».

Pero, en realidad, fue un duelo abierto entre dos varones, mano nella mano, letal.

Píndaro no fue el único en humanizar a Anteo. Platón hizo otro tanto al atribuirle una buena dosis de inteligencia profesional, y en particular la invención de algunas llaves de lucha libre. Así pues, la poesía, el paso del tiempo y la filosofía han colaborado codo con codo para otorgar a aquel combate las características de un verdadero agón, donde los adversarios tenían estadísticamente las mismas posibilidades de ganar.

Heracles comprendió enseguida que estaba librando una lucha sin precedentes. Tanto las batallas como las competiciones de forzudos tienen la finalidad de hacer perder al enemigo la posición vertical y reducirlo a la categoría de objeto tendido en el suelo. Sin embargo, cada vez que Anteo caía derribado en tierra, se levantaba aún más robusto, decidido, vocinglero y agresivo.

De modo que el héroe se vio obligado a abandonar su táctica habitual y, por si fuera poco, tuvo que sobreponerse a la noción espacial del «arriba-abajo» tan arraigada en nuestras mentes, al enaltecimiento del triunfador y a la caída en el polvo del vencido. Porque, para Anteo, ser alzado significaba precisamente morir.

Los relatos literarios sobre aquel encuentro son escasos, por lo que resulta complicado reconstruir con detalle su desarrollo. Por naturaleza, los mosaicos, las esculturas y las pinturas inmortalizan el instante, no el proceso.

En mi opinión, es el pintor renacentista Antonio Pollaiuolo quien mejor ha logrado captar el contenido del duelo, su pura esencia. El cuadro es pequeño, casi una miniatura que puede esconderse bajo una mano, pero desprende tanta energía que, en cuanto a expresividad, está a cien leguas de los grandilocuentes frescos.

Pollaiuolo no cedió a la tentación de representar a Anteo como un gigante. Las reglas del humanismo prohibían tamaña bravata expresionista, de modo que los dos adversarios tienen proporciones humanas. Y carecen de la belleza clásica; son más bien una pareja de salvajes melenudos y anchos de espaldas que se parecen como dos gotas de agua. Una intuición muy acertada, porque el duelo fue brutal y tuvo un final naturalista, vulgar, sin rastro de noble sencillez ni de tácita grandeza.

Los brazos de Heracles se estrechan alrededor de las caderas de su contrincante como aros de hierro. El héroe lo ha arrancado de la tierra y lo levanta hasta la altura de los hombros como un campesino espatarrado que forcejea con un saco para echárselo a cuestas.

Anteo ya no se defiende. Apoya sus puños contra los codos de Heracles, y echa la cabeza y las piernas dobladas hacia atrás. Su impotente resistencia recuerda las convulsiones de un gran pez atrapado en la red: una sacudida del cuerpo hacia atrás, luego hacia delante, hasta que el movimiento pendular se detiene.

Tiene la boca muy abierta, pero aparentemente no grita. Los asmáticos que bregan por ingerir migajas de aire no malgastan sus fuerzas en alaridos e improperios. El final está a punto de llegar.

Heracles esperará prudentemente a que los brazos de su adversario caigan a lo largo del cuerpo y las piernas empiecen a columpiarse, inertes como las de un ahorcado. Entonces auscultará con atención el corazón silencioso de Anteo. Y luego, aliviado, arrojará aquel peso al suelo. Permanecerá un rato mirándolo desde arriba. Tal vez reflexione con una pizca de melancolía sobre la ausencia del concepto de resurrección en la mitología griega.

Y, sin embargo, Anteo regresa, llama a las puertas de nuestra memoria. Ya no salvaje y primitivo, sino despojado de violencia y casi nostálgico.

En el Alto Egipto le concedieron la dignidad de dios a título póstumo. Bautizaron con su nombre una de las ciudades. ¡Quién podía imaginar que aquel monstruo ctónico se transformaría en un apóstol de la civilización y del aburguesamiento!

En las inmediaciones de la ciudad mauritana de Tingis fue descubierto un otero, bajo el cual—según la creencia general—descansan los restos mortales del gigante. Era una sepultura, pero también un lugar de brujería. Basta con retirar una capa de tierra para que lleguen las precipitaciones atmosféricas. ¡De salteador de caminos a conjurador de tormentas, menuda carrera asombrosa!

Podemos aventurar la tesis de que el significado profundo del mito de Anteo es el apego—un sentimiento más que una ideología, por ello resulta tan difícil transmitirlo a los demás—. Resulta tremendamente complicado convencer a alguien de que merece la pena amar un miserable trocito de tierra, pequeño como la sombra de un asno o de un álamo, una casa derruida, o una ciudad asolada a orillas de un río seco, es decir, el lugar que nos vio nacer y que no pudo alimentarnos ni darnos amparo.

Para los nómadas de la civilización moderna, para los que habitan en los aviones a reacción, Anteo será siempre el símbolo del bárbaro primitivo. Parecen dejarse llevar por la ilusión de que romper los vínculos y moverse de forma enfermiza son condiciones imprescindibles del progreso. Y olvidan que la persecución del sol, las utopías globales, acabarán por fuerza en catástrofe. En última instancia, todo se reduce a la elección o a la adjudicación de un sitio en el cementerio.

A la sombra de los amplios brazos de Anteo, encontrarán apacible refugio todos los exiliados estrambóticos que, a los implacables ojos de los lugareños, parecen adefesios o incluso monstruos.

Sólo han podido salvar dos tesoros insignificantes: su lengua y su nombre que, en los oídos extranjeros, suenan como los cascabeles del gorro de un bufón. Les han arrebatado la tierra y los han despojado del agua que reflejaba los rostros de su dios y de sus invasores.

Y ahora agonizan en silencio en el aire enrarecido de la libertad ajena.

 


 EL CAN INFERNAL

A Julia Hartwig

y Artur Międzyrzecki.

Se han conservado bastantes testimonios sobre la anatomía de Cerbero y su vida vegetativa y psíquica, pero todos contienen incongruencias inquietantes. La ambición del presente estudio es arrojar un haz de luz nueva sobre este asunto tan intrincado.

Según el archipoeta, Cerbero era sencillamente un perro. Dante lo define como gusano. Hesíodo lo menciona en dos ocasiones en su Teogonía, pero no puede decidir si sólo tenía una cabeza o si tenía cincuenta. Píndaro dobla el número, y Horacio adorna a Cerbero con una melena hecha de serpientes. Los escultores y pintores, en cambio, se limitan a representarlo con un máximo de tres cabezas. Y los trágicos también se muestran contenidos y se conforman igualmente con tres. Llegados a este punto, se nos ocurre que el lenguaje incita a la hipérbole y a la exageración, o—¿quién sabe?—tal vez incluso a la mentira, mientras que un enunciado esculpido en mármol o pintado sobre un lienzo impone una sencillez objetiva.

Por culpa de la escasa iluminación del lugar de los hechos, el desarrollo de la lucha de Heracles con Cerbero, el guardián del Reino del Más Allá, resulta confuso. Aquél era el duodécimo, el último y el más arduo de los trabajos del héroe. De ahí esa tenebrosidad de ultratumba.

¿Qué clase de lucha fue aquélla? Los restos literarios no permiten formarse una opinión inequívoca: las versiones no coinciden y a veces se contradicen. Oscilan entre un combate sangriento a brazo partido y una simple partida de caza dominical en busca de una presa fácil. Algunos dicen que Cora le regaló Cerbero a Heracles, tal como suena, a semejanza de los progenitores que le regalan una bicicleta a su retoño, en recompensa por una buena conducta. Otros sostienen que Hades, el soberano del inframundo, se aburría mortalmente y decidió organizar una especie de torneo. El combate entre el animal y el hombre fue largo y doloroso.

Otra cuestión es el carácter de Cerbero. Aunque ha sido terriblemente demonizado, en los dominios de Hades desempeñaba en realidad el papel decorativo de un portero de hotel. La cantidad de muertos que deseaban volver a la tierra era insignificante. Cerbero no se mataba a trabajar. Era como uno de esos carteles que advierten CUIDADO CON EL PERRO o CALLEJÓN SIN SALIDA. ¿Qué clase de demonio se deja sobornar con pasteles de miel? Toda su temible función se reducía a menear la cola.

Comoquiera que fuese, el hecho es que ninguno de los dos adversarios resultó herido, lo que nos lleva a la conclusión de que no se trató de una batalla sensu stricto, sino de una maniobra estratégica, de un cerco al enemigo para forzar su rendición incondicional. Probablemente, Heracles utilizó su método clásico: la estrangulación. Pero esto es sólo un detalle. Lo importante es que el héroe salió jadeante a la superficie del mundo, llevando su botín consigo.

Aquello ocurrió…, sí, exacto, ¿dónde ocurrió? Las fuentes vacilan otra vez y señalan varios puntos del mapamundi. Es un problema puramente académico. La experiencia nos enseña que todas las civilizaciones maduras disponen de múltiples vías de descenso al infierno. Incluso son más numerosas que los puestos de bebidas o los buzones de correos.

Cerbero ladraba en el infierno con su voz estentórea de bajo. En el Museo del Louvre, hay un ánfora silente en la que Andócides captó el sentido del duelo entre Heracles y Cerbero. Heracles adopta la posición de un corredor en la línea de salida: el cuerpo inclinado hacia delante, la mano derecha tendida hacia la frente de la bestia y, en la izquierda, una pesada cadena. Cerbero es bicéfalo: una de sus cabezas parece atenta y amenazadora, pero la otra está gacha, como si aguardara la caricia del hombre. Es el comienzo de la tragedia llamada domesticación.

¿Qué sentía Cerbero, la víctima del atentado? Ya se había repuesto del ligero trauma causado por la lucha, y ahora tenía que enfrentarse a otro, un trauma tan potente que ponía en peligro su corazón. Cerbero era como un pez abisal arrojado sobre la arena.

Los sonidos, las formas y los olores se le echaron encima como un alud. El mundo se le manifestó con los colores rabiosamente intensos de los lienzos fauvistas: la hierba flameante, el rojo cinabrio de los árboles, el morado oscuro de las rocas calcáreas y el verde del cielo. Sólo Heracles tenía una tonalidad suave y los contornos de su figura palpitaban delicadamente.

Lo más difícil de soportar era aquella avalancha de quinientos mil olores.

Un sol flamígero sobre la tierra agostada.

En una colina encumbrada bajo un roble, yacían uno junto al otro el hombre y el perro.

No dejaban de observarse. Desconfiados, más que hostiles.

Heracles olía a sangre, cuero y tempestades. Cerbero, a proteínas en descomposición. Pertenecían a dos mundos irreconciliables.

De repente, a Heracles se le ocurrió que si Cerbero quisiera abandonarlo, no lograría impedírselo. Decidió hablar. En casos como éste, el sonido de la palabra tiene una fuerza arrolladora.

HERACLES: ¡Escúchame, monstruo, eres mi prisionero! Si intentas huir, te romperé la cabeza, las cabezas—rectificó—, y lo haré de acuerdo con el derecho internacional.

Cerbero profirió un gruñido prolongado.

Es de noche y brilla una luna enorme.

Cerbero se levanta sobre las patas traseras. Heracles busca con la mano su maza ensangrentada. Y entonces suena un canto.

No tiene mucho sentido describir la música. Sólo quien durante una noche de invierno ha oído alguna vez la voz del lobo en las planicies nevadas puede hacerse la idea de lo que era la cantata de Cerbero. A los que jamás han presenciado este milagro, les ofrecemos una burda transcripción, tan poco lograda como pueda serlo, en comparación con el original, la reproducción de un cuadro de Rembrandt publicada en un periódico.

Citamos aquí la paráfrasis que Alexander Schmook propone en su estudio titulado Der Wolf: sein Wesen und seine Stimme (Tubinga, 1848):

Húrr hau-u-uh

hau hau

Ú-i jaur-huuu

ho hau

Húrrrrr ho hauuuh

jaú-jaú ho hurrr hau-uh

Luego, un silencio estridente. Y repeticiones a intervalos iguales.

La voz de Cerbero arrebató a Heracles como una gran oleada del océano. Siguió escuchando. Ardía en deseos de aullar con él, pero sabía que haría el ridículo, porque no era capaz de arrancar de su garganta tanto orgullo y tanta desesperación. Intentaría en vano describir con el sonido las cordilleras de tierra, los abismos de aire, las innumerables fuentes de sangre ocultas en el cuerpo de los animales, los secretos del agua y de la sed, los escondrijos de la luz y la inmensidad de la negrura.

El camino que conducía al rey Euristeo, que tenía que liberar a Heracles de la maldición, era largo. Cerbero empezó a tomarle cariño al héroe sin que éste lo pretendiese. Su naturaleza de monstruo sufrió una metamorfosis y se transformó en naturaleza de perro.

Un sentimental podría encontrar algo conmovedor en eso, pero el testigo de aquella transformación poseía un temperamento vehemente y estaba desprovisto de sentimientos. Tenía que esforzarse mucho por controlar la ira al ver que, cada vez que levantaba la cabeza, Cerbero lo imitaba. El perro se convirtió en el espejo del amo, aunque, todo sea dicho, el cuadrúpedo era por fuerza un espejo deformante.

Pero lo peor aún estaba por llegar. Cerbero empezó a hablar. Al principio, sólo sabía pronunciar torpemente, echando babas, las palabras mimir y ñam-ñam, pero su vocabulario se fue enriqueciendo día a día, y su sintaxis se volvió cada vez más compleja.

A ratos, y especialmente por la noche, Heracles llegaba a olvidar que peregrinaba acompañado de un perro. Reprimía sus sentimientos, ya que seguía teniendo muy presente su papel de escolta de un prisionero.

HERACLES: No me gustas, no me gustas nada.

CERBERO (en tono filosófico): No todos podemos ser Heracles.

HERACLES: No se trata de ir a la moda, pero por lo menos podrías fingir que eres un perro normal. Me temo que, en este plan, no tendrás mucho éxito con las perras.

Llegado a este punto, Heracles enmudeció. Había tocado un tema delicado. Por el camino, se habían cruzado con algunos ejemplares femeninos de la especie canina, pero Cerbero no les había hecho ningún caso.

CERBERO: Si hubieras vivido como yo entre cuerpos en estado de descomposición, también habrías perdido todos los apetitos.

HERACLES: ¿Por qué comes hierba y olisqueas flores, en vez de cazar algo, ni que sea alguna liebre? ¡Habrase visto semejante despropósito! (Suavemente) Cerbero, ¿y si aullaras un poco? ¿Recuerdas nuestra primera noche bajo el roble? ¡Dios mío, cómo pasa el tiempo! Aúllas muy bien.

CERBERO: ¡Pero ¿qué dices?! ¿Aullar yo? ¿Y tus esfuerzos por domesticarme?

HERACLES: Oye, chucho. Hablar sabe cualquier imbécil. Tú tienes que aullar, ¿entendido?

CERBERO: No aullaré.

HERACLES: Pues, duerme.

«Sí—pensaba Heracles febrilmente—, hay que romper esta absurda relación. Cuando el rey Euristeo vea a Cerbero, se dará cuenta de que es un personaje más cómico que temible y me endilgará otro trabajo más. Y la gente, a su vez, comprobará con sus propios ojos que la vida de ultratumba no vale un pimiento. ¿Y qué pasará entonces con la moda de morir y la presencia discreta a la par que llena de reticencias de la muerte en vida?».

Amanece. Heracles y Cerbero se despiertan al mismo tiempo, como si su sueño y su vigilia estuviesen conectados por un hilo.

HERACLES: Oye, tuso, hace mucho que no hago una ofrenda, por tu culpa.

CERBERO: ¿Cómo que por mi culpa?

HERACLES: Tengo que vigilarte.

CERBERO: ¡Muy bonito!

HERACLES: De bonito, nada, me estoy volviendo ateo, desatiendo mis deberes religiosos. Ya es hora de ponerle remedio. Ahora se presenta una buena ocasión. ¿Ves aquel templo en el horizonte?

CERBERO: La verdad es que me falla la vista; tantos años a oscuras…

HERACLES: ¡Basta de autocompasión! El templo está bastante lejos. Llegaré antes de que anochezca. Mañana al romper el alba haré mis ofrendas. Regresaré a la medianoche, tal vez un poco más tarde. Y tú, ¡quieto aquí! No te muevas ni un paso para que no tenga que buscarte. ¿Ha quedado claro?

CERBERO: Me estaré quieto.

Y así empezó la evasión del héroe.

Corría a ciegas. De vez en cuando, se detenía alarmado, aguzaba los oídos y miraba inquieto a su alrededor. Culebreaba, cambiaba de rumbo, se colocaba de cara al viento, atajaba a través de las ciénagas y cruzaba los arroyos para no dejar pistas y neutralizar aquella vaharada persistente que se pegaba a cada hierba y a cada grano de arena, aquella mezcla de olores del amo y de su perro que cualquier cuadrúpedo reconoce de inmediato como una fragancia única, familiar y divina.

En fin, no sólo se huye de los enemigos, sino también del peso de los vínculos (lo hacemos todos o, por lo menos, todos conocemos bien esta tentación).

A la puesta del sol, Heracles se preparó una yacija entre las ramas gruesas de un viejo olmo para pasar la noche. Se durmió como si estuviese en lo alto de una torre, lejos de la zona de peligro.

Por la mañana, dos pares de ojos seguían cada movimiento del héroe recién despierto.

Continuaron la peregrinación—¿puede llamarse peregrinación a una carrera pertinaz hasta los límites de la resistencia de un corazón humano y un corazón canino?—, acortando las horas de sueño y los descansos.

Heracles se aburría y decidió darle clases de historia natural a Cerbero tomando en cuenta los descubrimientos más recientes de la ciencia.

Como buen partidario del método descriptivo, hundió su mano en la hierba cual si de agua verde se tratara:

—Mire usted, señorito, esto es el Trifolium pratense, llamado popularmente trébol. Planta perenne o bianual de raíz pivotante con ejes secundarios. En sus delicadas raíces, se forman nódulos que contienen las bacterias fijadoras del nitrógeno (como en todas las papilionáceas). Tiene tallos pilosos y flores rosadas o intensamente purpúreas, recogidas en racimos esféricos y envueltas por debajo en brácteas. Cáliz tubular acampanado.

Volvió a hurgar en la hierba y sacó un objeto oblongo de color rojizo.

—Y aquí tenemos un ciervo volante menor, el Dorcus parallelopipedus. Muy voraz, su hábitat natural son los bosques caducifolios. Las larvas se hallan en los robles y las hayas carcomidos. ¿Me sigues?

»Mañana hablaremos de la fotosíntesis y de una obra temprana de Kant titulada Allgemeine Naturgeschichte und Theorie des Himmels. Y ahora duérmete, tontorrón.

Al anochecer, llegaron a Micenas.

La ciudad parecía abandonada. Caía una llovizna fría y pertinaz, porque el otoño estaba cerca. Caminaron a través de las calles desiertas a lo largo de la muralla de color hígado. A la cabeza, Heracles, que hacía lo imposible por poner cara de vencedor. En pos de él, Cerbero, con un aire cretinamente alegre, intentando marchar al compás como un recluta disciplinado.

O sea que no hubo entrada triunfal ni nada parecido. Y eso que aquél era un acontecimiento dramático de los que ocurren sólo una vez en la historia del mundo y, por lo tanto, merecen guirnaldas, vítores de la multitud, toques de añafil y campanillazos.

Pero, desde el principio hasta el final, un gusano roía la hermosa flor de la victoria y, sobre el héroe, se cernía el peor de los hados, el de la banalidad, que lo atenuaba todo, lo despojaba de gloria y hacía que aquello que tenía que haber sido una hazaña cayera muy bajo, bajísimo, hasta el nivel de la pura anécdota.

Tal vez hubiera sido un consuelo para Heracles saber que, mientras se abría paso a través de la lluvia y el barro en compañía de su espantajo, el rey Euristeo los observaba con un terror creciente desde una ventana de su palacio.

Cerbero enloqueció. Jamás había visto a tanta gente que oliera a vino y a ajo. Se convirtió en el terror de los mercados de verduras. Devoraba cantidades infinitas de coliflores—su manjar preferido—, alcachofas y pepinos. Merodeaba entre los puestos impregnados de fragancia a apio, ahuyentando a los vendedores. Los niños lo idolatraban y lo montaban a pelo.

El rey Euristeo se negó a recibir a Heracles y a Cerbero. Ni corto ni perezoso, ordenó que se largaran de la ciudad.

—¿Sabes qué, chucho?—dijo Heracles—. Ya estoy harto de peregrinar sin más de ciudad en ciudad. Deberíamos fundar un circo. Caminarás sobre las patas traseras ante una muchedumbre de mirones y yo haré chasquear amenazadoramente el látigo. ¿Sabes caminar sobre las patas traseras?

—¡Cómo no!—contestó Cerbero, un poco dolido. La idea le había gustado.

Un día, Heracles se trajo de un pueblo cercano un saco de esparto y, como quien no quiere la cosa, le mencionó a Cerbero que iba a utilizarlo como colchón, ya que sus huesos empezaban a resentirse de las noches pasadas sobre el duro suelo. Cerbero se lo creyó como solía creerse todo lo que decía su amo, y por ninguna de sus dos cabezas se le pasó la idea de que se avecinaba el final trágico de aquella historia.

Para siempre quedará sin respuesta la apremiante pregunta de cómo tuvo Heracles agallas para enterrar en el fondo de un hoyo oscuro aquel saco sucio y húmedo, repleto de gritos de impotencia y aullidos de amor traicionado.

 


 TRIPTÓLEMO

He aquí un mito para los que están cansados de la crueldad del mundo (la irreflexiva crueldad de los hombres y la calculada crueldad de los dioses), un mito llano como una pradera, un mito sedante, razón por la que los narradores ávidos de sangre e intrigas lo esquivan desde lejos.

Triptólemo era hijo de Céleo, rey de Eleusis, en cuya corte se hospedó Deméter.

Así pues, era un modesto héroe de ámbito local, pero su significado supera con creces la excelsitud del Gotha.

Agradecida por la ayuda que la casa de Triptólemo le había prestado en la búsqueda de Perséfone, Deméter inició al joven vástago en el rito de la siembra.

Y Triptólemo se puso a recorrer el mundo, predicando el evangelio de la siembra, de la cosecha, del trigo, del centeno, y de la avena. Pregonaba el evangelio de los cereales desde un carro de guerra tirado por dos serpientes.

¡A fe que el aspecto de los pueblos recolectores provocaba una mezcla de compasión y de repugnancia! Imaginemos enormes hatajos de vagabundos de ambos sexos—niños, adultos y ancianos—que recorren las lindes de los bosques primarios, de los calveros y de los matorrales, se agachan, arrancan de un zarpazo un manojo de hierbajos, toman del suelo algo pegajoso, lo introducen a toda prisa en su orificio bucal abierto con avidez y luego lo mastican con una mueca de desgana.

El lugar de acampada preferido de los recolectores eran los vertederos de la naturaleza, los bordes accidentados de los barrancos, de los cenagales y de las oquedades misteriosas donde pululaban ranas, escorpiones y arañas.

Así eran los recolectores.

Si alguien deseara pintar el retrato de alguno de ellos, tendría que representarlo con un puñado de hierbas arrancadas de cuajo en la mano derecha—al igual que en la efigie de un astrónomo suele aparecer un anteojo, y en la de un geógrafo, un globo terráqueo—, y el brazo izquierdo caído a lo largo del cuerpo, con la muñeca doblada en un gesto de resignación.

Y precisamente a esas manos, a esos brazos y a esos hombros apelaba Triptólemo, los incitaba a luchar y les inculcaba el hábito de hacer movimientos intencionados. Imbuía en esas espaldas dobladas con sumisión el movimiento del sembrador, aquel meneo narcótico y pendular de los hombros, tan semejante a las braceadas de un guerrero durante una gran batalla.

Así pues, Triptólemo era una necesidad histórica. Cualquier omisión suya constituía para los recolectores la amenaza de iniciar un proceso de retrogradación, una caída libre hasta lo más bajo de la escala evolutiva de las especies: la promiscua familia de los homínidos.

Sólo había un instante en que los recolectores ascendían a un nivel superior. Al atardecer, se sentaban en cuclillas en el umbral de sus miserables guaridas y contemplaban la puesta del sol. Extasiados, no podían controlar los esfínteres. En momentos así, estaban totalmente indefensos. Siendo por naturaleza poco agraciados, conseguían volar hacia la región de la gran belleza, por lo que la estética, que busca desesperadamente una razón de ser, debería guardar grata memoria de ellos.

La clase de los jinetes era otra cosa.

Los jinetes dedicaban toda su vida a la caza. Vestidos con elegantes uniformes multicolores de todos los ejércitos coloniales del mundo, arrastraban sus trofeos hasta las casas solariegas ocultas en los calveros de los bosques milenarios, y colgaban pieles y cornamentas en las paredes de sus espaciosos aposentos como si de exvotos se tratara, lo que ponía de manifiesto no tanto su devoción, como su vanidosa opulencia. Los jinetes:

- vivían períodos de entusiasmo que alternaban con períodos de melancolía, y sucumbían a la peligrosa costumbre de registrar sus pensamientos por escrito,

- mostraban una clara tendencia, ora al ascetismo, ora al desenfreno seguido de abatimiento y desesperación,

- hacían caso omiso de los recolectores, excepto un día marcado en el calendario, en el que se entregaban a la masacre ritual de sus primos hermanos.

Un mejor acceso a los alimentos hizo que, a medida que los primates superiores evolucionaban, su dentadura delantera fuera perdiendo gradualmente el predominio prístino a favor de los molares.

El precavido Triptólemo emprendió sus viajes apostólicos pertrechado de una cuantiosa biblioteca científica y de todo lo que solemos llamar una buena infraestructura: diagramas, tablas, mapas y laboratorios.

Recolectores eminentes asistían a sus clases y a sus prácticas, primero a regañadientes, pero luego en masa. Al apóstol del trigo, el corazón no le cabía en el pecho. Sabía que la adopción de la agricultura amansaría a las fieras.

Sin embargo, resulta difícil ceñirse a la imagen de Triptólemo que nos ha transmitido el mito: un agrónomo inspirado que recorre el mundo enseñándole a la gente el beneficioso arte de arrojar semillas en un surco para cosecharlas luego centuplicadas, y diseñando un way of life propio, cuyos pilares eran el trabajo y el ahorro.

Aunque no disponemos de ninguna prueba fehaciente de ello, es de suponer que Triptólemo cumplía a rajatabla la voluntad de la vieja diosa Deméter, pero, al tiempo que educaba, también se perfeccionaba interiormente. Sus actos y sus enseñanzas ganaban en precisión, aunque adquirían el toque maniático propio de los cuerpos docentes, a saber: desviaciones ideológicas o esperanzas vanas, convertidas en la fe—una fe que iba a ser el cimiento de los futuros partidos campesinos—en que es posible cambiar al hombre y hacerlo más perfecto, y en que existe el orgullo de ser agricultor, un oficio mucho mejor que cualquier otra profesión, vocación u orientación de las manos y de la mente.

El invariable buen humor de Triptólemo se basaba en su convicción de personificar los avances de las fuerzas del progreso de la humanidad. Por eso, en vista de lo que estaba ocurriendo, los dioses que tan celosamente guardaban el secreto del fuego optaron por una política de no intervención y se limitaron a hacer de espectadores. Creían a pies juntillas que los hombres sabrían inventar y aplicarse un castigo lo bastante severo. De hecho, tal castigo era inmanente al concepto de fiesta de la recolección, ya que los bodorrios, las consagraciones de la primavera y las celebraciones de la cosecha terminaban invariablemente en jubilosos sacrificios humanos. El bueno de Triptólemo ignoraba por completo este efecto colateral de su piadosa misión.

Triptólemo ardía en ansias de popularizar la agricultura, pero carecía de imaginación, por lo que debía ilustrar con láminas y diagramas sus clases teóricas de agronomía y pedología o sus lecciones sobre el ciclo del nitrógeno en los seres vivos. Decía que, después de una temporada de duro trabajo, los campesinos disfrutarían de largos meses de ocio en los que algunos podrían dedicarse a la literatura y a la música sinfónica o a la música ligera, mientras que para otros, de gustos menos refinados, estaría reservada la política (visión que a los devoradores de caracoles les parecía paradisíaca a la par que totalmente abstracta).

Ingenuo como un niño, ¿cómo pudo sospechar el pacífico Triptólemo que los campesinos le tomarían gusto a la guerra, se lanzarían a las conquistas y se meterían en las trifulcas de ilíadas y egiptos de variado pelaje, convirtiéndose en sujetos y objetos de la historia? ¿O que los de a caballo, que habían sido la aristocracia del género humano, sufrirían un profundo declive convirtiéndose en la presa predilecta de los campesinos, y serían diezmados y esclavizados sin piedad hasta perder por completo la memoria de sus orígenes?

Cada advenimiento de Triptólemo iba precedido por la fama de sus logros milagrosos. Su retirada era discreta, sin adioses ni ceremonias de agradecimiento. Los apóstoles no deben volver la cabeza. Un benefactor no debe mirar atrás. Como recordatorio, ha quedado este canto:

Triptólemo, Triptólemo,

Triptólemo, Triptólemo (bis)

Todavía hoy, numerosos grupos de rock and roll diseminados a lo largo y ancho de este mundo lo incluyen en su repertorio. Pero su protagonista no reclama elogios ni espera aplausos. Entre la niebla, desaparece su rostro dócil, algo afeado por un belfo colgante, el belfo de un fanático del cooperativismo, misionero de los cereales y evangelista del almidón.

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SILVINA OCAMPO CUENTO LA LIEBRE DORADA

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