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martes, 13 de octubre de 2020

Historia de la eternidad (1936) . OBRAS COMPLETAS. EMECÉ EDITORES. JORGE LUIS BORGES.



Historia de la eternidad

(1936) 

HISTORIA DE LA ETERNIDAD 351

P R Ó L O G O

Poco diré de la singular "historia de la eternidad" que da nombre

a estas páginas. En el principio hablo de la filosofía platónica;

en un trabaja que aspiraba al rigor cronológico, más razonable hubiera

sido partir de los hexámetros de Parménides ("no ha sido

nunca ni será, porque es"). No sé cómo pude comparar a "inmóviles

piezas de museo" las formas de Platón y cómo no entendí,

leyendo a Schopenhauer y al Erígena, que éstas son vivas, poderosas

y orgánicas. El movimiento, ocupación de sitios distintos

en instantes distintos, es inconcebible sin tiempo; asimismo lo es

la inmovilidad, ocupación de un mismo lugar en distintos puntos

del tiempo. ¿Corno pude no sentir que la eternidad, anhelada

con amor por tantos poetas, es un artificio espléndido que nos

libra, siquiera de manera fugaz, de la intolerable opresión de lo

sucesivo?

Dos artículos he agregado que complementan o rectifican el

texto: La metáfora de 1952, El tiempo circular de 1943.

El improbable o acaso inexistente lector de Las kenningar

puede interrogar el manual Literaturas germánicas medievales,

que escribí con María Esther Vázquez. Quiero no omitir la mención

de dos aplicadas monografías: Die Kenningar der Skalden,

Leipizg, 1921, de Rudolf Meissner y Die Altenglischen Kenningar,

Hale, 1938, de Herta Marquardt.

El acercamiento á Almotásim es de 193?; he leído hace poco

The Sacred Fount (1901), cuyo argumento general es tal vez

análogo. El narrador, en la delicada novela de james, indaga si

en B influyen A o C; en El acercamiento a Almotásim, presiente

o adivina a través de B la remotísima existencia de Z, a quien B

no conoce.

El mérito o la culpa de la resurrección de estas páginas no

tocará por cierto a mi karma, sino al de mi generoso y tenaz

amigo José' Edmundo Clemente. '

JLB.

Fuente:

© Emecé Editores, S.A, 1974

Alsina 2062 - Buenos Aires, Argentina

Ediciones anteriores: 62.000 ejemplares

14a edición en offset: 5.000 ejemplares

Impreso en Compañía Impresora Argentina S.A., Alsina 2041/49,

Buenos Aires, septiembre de 1984

IMI'HLSO EN LA ARGENTINA - PRINTED IN ARGENTINA

Queda hecho el depósito que previene la ley 11.723.

I.S.B.N.: 950-04-0217-3

39.009

sábado, 10 de octubre de 2020

Apéndice EL APRENDIZAJE DEL ESCRITOR por Jorge Luis Borges


 (En la gráfica: Adolfo Bioy Casares y Jorge Luis Borges).

Apéndice


EL APRENDIZAJE DEL ESCRITOR



por Jorge Luis Borges


   

El oficio del poeta, el oficio del escritor, es un oficio raro. Chesterton dijo: «only one thing is needful, everything» (solo una cosa es necesaria, todo). Ese todo para un escritor es más que una palabra genérica; ese todo para un escritor es literal. Representa lo capital, lo esencial, representa las experiencias humanas. Por ejemplo, un escritor necesita soledad, y consigue su parte. Un escritor necesita amor, y será amado y amante. Un escritor necesita amistad. De hecho, un escritor necesita el universo. Ser un escritor es, en un sentido, ser el que sueña despierto; vivir una suerte de doble vida.

Yo publiqué el primer libro mío, Fervor de Buenos Aires, en el año 1923. Este libro no fue un elogio de Buenos Aires; en cambio, yo traté de expresar cómo me sentía en relación con mi ciudad. Sé que entonces quedó en falta de muchas cosas, porque aunque en mi casa viví en una atmósfera literaria —mi padre fue un hombre de letras— aún eso no fue suficiente. Yo necesitaba algo más, que eventualmente encontré en la amistad y en la conversación literaria.

Lo que una gran universidad debería ofrecer a un joven escritor es precisamente eso: conversación, discusión, el arte del acuerdo y, lo que es acaso más importante, el arte del desacuerdo. Y como resultado de todo eso, es posible que llegue el momento en que el joven escritor sienta que puede transmutar sus emociones en poesía. Un joven escritor debería empezar, desde luego, imitando a los escritores que le gusten. De modo que el escritor se convierte en sí mismo perdiéndose a sí mismo —esa extraña forma de doble vida, de vivir en la realidad tanto como se pueda y al mismo tiempo de vivir en esa otra realidad, aquella que uno tiene que crear, la realidad de sus sueños.

Este es el propósito esencial del programa de escritura de la Facultad de Artes de la Universidad de Columbia. Hablo en nombre de los muchos jóvenes en Columbia quienes se esfuerzan por ser escritores, los muchos jóvenes que todavía no han descubierto la entonación de sus propias voces. He pasado recientemente dos semanas aquí, pronunciando conferencias ante ávidos estudiantes escritores. Puedo ver lo que estos talleres significan para ellos; puedo ver cuán importantes son para el avance de la literatura. En mi propia tierra, los jóvenes no tienen tales oportunidades.

Pensemos en los aún anónimos poetas, aún anónimos escritores, a quienes debiéramos reunir y mantenerlos juntos. Estoy seguro de que es nuestra responsabilidad ayudar a estos futuros bienhechores a alcanzar ese descubrimiento final de sí mismos que hace a la gran literatura. La literatura no es un mero juego de palabras; lo que importa es lo que no queda dicho, o lo que puede ser leído entre líneas. Si no fuera por este profundo ímpetu íntimo, la literatura no sería más que un juego, y todos nosotros sabemos que puede ser mucho más que eso.

Todos tenemos el placer de la lectura, pero el escritor tiene asimismo el placer y la tarea de la escritura. Debemos a todos los jóvenes escritores la oportunidad de reunirse, les debemos la oportunidad de acordar o desacordar y, finalmente, les debemos la oportunidad de lograr el arte de la escritura. Muchas gracias.

 

 

   


JORGE FRANCISCO ISIDORO LUIS BORGES (Buenos Aires, 24 de agosto de 1899 – Ginebra, 14 de junio de 1986). Fue un escritor argentino y uno de los autores más destacados de la literatura del siglo XX.

Jorge Luis Borges procedía de una familia de próceres que contribuyeron a la independencia del país. Su antepasado, el coronel Isidro Suárez, había guiado a sus tropas a la victoria en la mítica batalla de Junín; su abuelo Francisco Borges también había alcanzado el rango de coronel. Pero fue su padre, Jorge Guillermo Borges Haslam, quien rompiendo con la tradición familiar se empleó como profesor de psicología e inglés. Estaba casado con la uruguaya Leonor Acevedo Suárez, y con ella y el resto de su familia abandonó la casa de los abuelos donde había nacido Jorge Luis y se trasladó al barrio de Palermo, a la calle Serrano 2135.

En su casa se hablaba en español e inglés, así que desde su niñez Borges fue bilingüe, y aprendió a leer inglés antes que castellano, a los cuatro años y por influencia de su abuela materna. Estudió primaria en Palermo y tuvo una institutriz inglesa. En 1914 su padre se jubila por problemas de visión, trasladándose a Europa con el resto de su familia y, tras recorrer Londres y París, se ve obligada a instalarse en Ginebra (Suiza) al estallar la Primera Guerra Mundial, donde el joven Borges estudió francés y cursó el bachillerato en el Lycée Jean Clavin.

Es en este país donde entra en contacto con los expresionistas alemanes, y en 1918, a la conclusión de la Primera Guerra Mundial, se relacionó en España con los poetas ultraístas, que influyeron poderosamente en su primera obra lírica. Tres años más tarde, ya de regreso en Argentina, introdujo en este país el ultraísmo a través de la revista Proa, que fundó junto a Güiraldes, Bramón, Rojas y Macedonio Fernández. Por entonces inició también su colaboración en las revistas Sur, dirigida por Victoria Ocampo y vinculada a las vanguardias europeas, y Revista de Occidente, fundada y dirigida por el filósofo español José Ortega y Gasset. Más tarde escribió, entre otras publicaciones, en Martín Fierro, una de las revistas clave de la historia de la literatura argentina de la primera mitad del siglo XX. No obstante su formación europeísta, siempre reivindicó temáticamente sus raíces argentinas, y en particular porteñas.

Ciego desde 1955 por la enfermedad congénita que había dejado también sin visión a su padre, desde entonces requerirá permanentemente de la solicitud de su madre y de un escogido círculo de amistades que no dudan en realizar con él una solidaria labor amanuense, colaboración que resultará muy fructífera. Borges accedió a casarse en 1967 con una exnovia de juventud, Elsa Astete, por no contrariar a su madre, pero el matrimonio duró solo tres años y fue «blanco». La noche de bodas la pasó cada uno en su casa. Sus amigos coinciden en que el día más triste de su vida fue el 8 de julio de 1975, cuando tras una larga agonía fallece su madre.

Fue profesor de literatura inglesa en la Universidad de Buenos Aires —donde obtiene la cátedra en 1956—, presidente de la Asociación de Escritores Argentinos y director de la Biblioteca Nacional, cargo del que fue destituido por el régimen peronista y en el que fue repuesto a la caída de este, en 1955. Tradujo al castellano a importantes escritores estadounidenses, como William Faulkner, y publicó con Bioy Casares una Antología de la literatura fantástica (1940) y una Antología de la poesía gauchesca (1956), así como una serie de narraciones policíacas, entre ellas Seis problemas para don Isidro Parodi (1942) y Crónicas de Bustos Domecq (1967), que firmaron con el seudónimo conjunto de H. Bustos Domecq.

Publicó ensayos breves, cuentos y poemas. Su obra, fundamental en la literatura y en el pensamiento universal, y que además, ha sido objeto de minuciosos análisis y de múltiples interpretaciones, trasciende cualquier clasificación y excluye todo tipo de dogmatismo.

Es considerado uno de los eruditos más reconocidos del siglo XX. Ontologías fantásticas, genealogías sincrónicas, gramáticas utópicas, geografías novelescas, múltiples historias universales, bestiarios lógicos, silogismos ornitológicos, éticas narrativas, matemáticas imaginarias, thrillers teológicos, nostálgicas geometrías y recuerdos inventados son parte del inmenso paisaje que las obras de Borges ofrecen tanto a los estudiosos como al lector casual. Y sobre todas las cosas, la filosofía, concebida como perplejidad, el pensamiento como conjetura, y la poesía, la forma suprema de la racionalidad. Siendo un literato puro pero, paradójicamente, preferido por los semióticos, matemáticos, filólogos, filósofos y mitólogos, Borges ofrece —a través de la perfección de su lenguaje, de sus conocimientos, del universalismo de sus ideas, de la originalidad de sus ficciones y de la belleza de su poesía— una obra que hace honor a la lengua española y la mente universal.

Doctor Honoris Causa por las universidades de Cuyo, los Andes, Oxford, Columbia, East Lansing, Cincinnati, Santiago, Tucumán y La Sorbona, Caballero de la Orden del Imperio Británico, miembro de la Academia de Artes y Ciencias de los Estados Unidos y de la The Hispanic Society of America, algunos de los más importantes premios que Borges recibió fueron el Nacional de Literatura, en 1957; el Internacional de Editores, en 1961; el Premio Internacional de Literatura otorgado por el Congreso Internacional de Editores en Formentor (Mallorca) compartido con Samuel Beckett, en 1969; el Cervantes, máximo galardón literario en lengua castellana, compartido con Gerardo Diego, en 1979; y el Balzan, en 1980. Tres años más tarde, el gobierno español le concedió la Gran Cruz de la Orden de Alfonso X el Sabio y el gobierno francés la Legión de Honor.

A pesar de su enorme prestigio intelectual y el reconocimiento universal que ha merecido su obra, sus posturas políticas le impidieron ganar el Premio Nobel de Literatura, al que fue candidato durante casi treinta años, posturas que evolucionaron desde el izquierdismo juvenil al nacionalismo y después a un liberalismo escéptico desde el que se opuso al fascismo y al peronismo. Fue censurado por permanecer en Argentina durante las dictaduras militares de la década de 1970, aunque jamás apoyó a la Junta militar. Con la restauración democrática en 1983 se volvió más escéptico.

El 26 de abril de 1986 se casa por poderes en Colonia Rojas Silva, en el Chaco paraguayo, con María Kodama —secretaria y acompañante de sus viajes desde 1975—. El escritor nunca llegó a convivir con Kodama, con quien se casó 45 días antes de su muerte. La apresurada boda, que levantó la suspicacia de algunos conocidos del escritor y de los medios de comunicación, convirtió a Kodama en heredera de un gran patrimonio tanto económico como intelectual. «Borges y yo somos una misma cosa, pero la gente no puede entenderlo», sentenció. Kodama se convirtió en presidenta de la Fundación Internacional Jorge Luís Borges.

El escritor falleció en Ginebra el 14 de junio de 1986.

 Fuente:

Título original: Borges on Writing

Jorge Luis Borges, 1972

Traducción: Julián Ezquerra

Diseño de cubierta: Eduardo Ruiz

EDITORIAL SUDAMERICANA


 

lunes, 5 de octubre de 2020

El tamaño de mi esperanza Buenos Aires, Editorial Proa, 1926. JORGE LUIS BORGES.

 


En El tamaño de mi esperanza, segundo libro de ensayos de Jorge Luis Borges, se encuentra ya la característica mezcla de apego a lo criollo, a la pampa y al suburbio, de inquietud por la literatura y de preocupación por el lenguaje que caracteriza buena parte de la obra del maestro argentino. Como ocurriera también con «Inquisiciones» y «El idioma de los argentinos», el libro, publicado en 1926, fue preterido en seguida por su autor, probablemente por el uso que hace en él de un vocabulario y ortografía criollistas y por su implacable autoexigencia: «Como el Gran Inquisidor —dice María Kodama en el prólogo al volumen y refiriéndose al mismo—, a través de un donoso escrutinio, Borges creyó haber alcanzado su destrucción […]. Quizá el Gran Inquisidor, en su afán de buscar lo perfecto, fue injusto con ese libro de juventud. Creo que los lectores se alegrarán de que la obra exista.»

Jorge Luis Borges


 El tamaño de mi esperanza


 

 

Título original: El tamaño de mi esperanza

Jorge Luis Borges, 1926


 

 

 El tamaño de mi esperanza



A los criollos les quiero hablar: a los hombres que en esta tierra se sienten vivir y morir, no a los que creen que el sol y la luna están en Europa. Tierra de desterrados natos es ésta, de nostalgiosos de lo lejano y lo ajeno: ellos son los gringos de veras, autorícelo o no su sangre, y con ellos no habla mi pluma. Quiero conversar con los otros, con los muchachos querencieros y nuestros que no le achican la realidá a este país. Mi argumento de hoy es la patria: lo que hay en ella de presente, de pasado y de venidero. Y conste que lo venidero nunca se anima a ser presente del todo sin antes ensayarse y que ese ensayo es la esperanza. ¡Bendita seas, esperanza, memoria del futuro, olorcito de lo por venir, palote de Dios!

¿Qué hemos hecho los argentinos? El arrojamiento de los ingleses de Buenos Aires fue la primer hazaña criolla, tal vez. La Guerra de la Independencia fue del grandor romántico que en esos tiempos convenía, pero es difícil calificarla de empresa popular y fue a cumplirse en la otra punta de América. La Santa Federación fue el dejarse vivir porteño hecho norma, fue un genuino organismo criollo que el criollo Urquiza (sin darse mucha cuenta de lo que hacía) mató en Monte Caseros y que no habló con otra voz que la rencorosa y guaranga de las divisas y la voz póstuma del Martín Fierro de Hernández. Fue una lindísima voluntá de criollismo, pero no llegó a pensar nada y ese su empacamiento, esa su sueñera chúcara de gauchón, es menos perdonable que su Mazorca. Sarmiento (norteamericanizado indio bravo, gran odiador y desentendedor de lo criollo) nos europeizó con su fe de hombre recién venido a la cultura y que espera milagros de ella. Después ¿qué otras cosas ha habido aquí? Lucio V. Mansilla, Estanislao del Campo y Eduardo Wilde inventaron más de una página perfecta, y en las postrimerías del siglo, la ciudá de Buenos Aires dio con el tango. Mejor dicho, los arrabales, las noches del sábado, las chiruzas, los compadritos que al andar se quebraban, dieron con él. Aún me queda el cuarto de siglo que va del novecientos al novecientos veinticinco y juzgo sinceramente que no deben faltar allí los tres nombres de Evaristo Carriego, de Macedonio Fernández y de Ricardo Güiraldes. Otros nombres dice la fama, pero yo no le creo. Groussac, Lugones, Ingenieros, Enrique Banchs son gente de una época, no de una estirpe. Hacen bien lo que otros hicieron ya y ése criterio escolar de bien o mal hecho es una pura tecniquería que no debe atarearnos aquí donde rastreamos lo elemental, lo genésico. Sin embargo, es verdadera su nombradla y por eso los mencioné.

He llegado al fin de mi examen (de mi pormayorizado y rápido examen) y pienso que el lector estará de acuerdo conmigo si afirmo la esencial pobreza de nuestro hacer. No se ha engendrado en estas tierras ni un místico ni un metafísico, ¡ni un sentidor ni un entendedor de la vida! Nuestro mayor varón sigue siendo don Juan Manuel: gran ejemplar de la fortaleza del individuo, gran certidumbre de saberse vivir, pero incapaz de erigir algo espiritual, y tiranizado al fin más que nadie por su propia tiranía y su oficinismo. En cuanto al general San Martín, ya es un general de neblina para nosotros, con charreteras y entorchados de niebla. Entre los hombres que andan por mi Buenos Aires hay uno solo que está privilegiado por la leyenda y que va en ella como en un coche cerrado; ese hombre es Irigoyen. ¿Y entre los muertos? Sobre el lejanísimo Santos Vega se ha escrito mucho, pero es un vano nombre que va paseándose de pluma en pluma sin contenido sustancial, y así para Ascasubi fue un viejito dicharachero y para Rafael Obligado un paisano hecho de nobleza y para Eduardo Gutiérrez un malevo romanticón, un precursor idílico de Moreira. Su leyenda no es tal. No hay leyendas en esta y tierra y ni un solo fantasma camina por nuestras calles. Ése es nuestro baldón.

Nuestra realidá vital es grandiosa y nuestra realidá pensada es mendiga. Aquí no se ha engendrado ninguna idea que se parezca a mi Buenos Aires, a este mi Buenos Aires innumerable que es cariño de árboles en Belgrano y dulzura larga en Almagro y desganada sorna orillera en Palermo y mucho cielo en Villa Ortúzar y proceridá taciturna en las Cinco Esquinas y querencia de ponientes en Villa Urquiza y redondel de pampa en Saavedra. Sin embargo, América es un poema ante nuestros ojos; su ancha geografía deslumhra la imaginación y con el tiempo no han de faltarle versos, escribió Emerson el cuarenta y cuatro en sentencia que es como una corazonada de Whitman y que hoy, en Buenos Aires del veinticinco, vuelve a profetizar. Ya Buenos Aires, más que una ciudá, es un país y hay que encontrarle la poesía y la mística y la pintura y la religión y la metafísica que con su grandeza se avienen. Ese es el tamaño de mi esperanza, que a todos nos invita a ser dioses y a trabajar en su encarnación.

No quiero ni progresismo ni criollismo en la acepción corriente de esas palabras. El primero es un someternos a ser casi norteamericanos o casi europeos, un tesonero ser casi otros; el segundo, que antes fue palabra de acción (burla del jinete a los chapetones, pifia de los muy de a caballo a los muy de a pie), hoy es palabra de nostalgia (apetencia floja del campo, viaraza de sentirse un poco Moreira). No cabe gran fervor en ninguno de ellos y lo siento por el criollismo. Es verdad que de enancharle la significación a esa voz —hoy suele equivaler a un mero gauchismo— sería tal vez la más ajustada a mi empresa. Criollismo, pues, pero un criollismo que sea conversador del mundo y del yo, de Dios y de la muerte. A ver si alguien me ayuda a buscarlo.

Nuestra famosa incredulidá no me desanima. El descreimiento, si es intensivo, también es fe y puede ser manantial de obras. Díganlo Luciano y Swift y Lorenzo Sterne y Jorge Bernardo Shaw. Una incredulidá grandiosa, vehemente, puede ser nuestra hazaña.

Buenos Aires. Enero de 1926

Fuente:

El tamaño de mi esperanza
Buenos Aires, Editorial Proa, 1926

Ejecución de tres palabras. INQUISICIONES. 1925. JORGE LUIS BORGES.



 Ejecución de tres palabras

    San Agustín —hombre que invoco adrede para fortalecer la opinión de quienes me juzgan agusanado de antiguallas— escribió una vez que, en el discurso, habíamos de apreciar la verdad y no las palabras: In verbis verum amare non verba. Conjeturando que una verdad sin palabras, quiero decir un pensamiento sin enunciación, es un antojo asaz difícil, quizá convenga más parafrasear lo antedicho y apuntar prolijamente que en el discurso no hemos de consentir vocablos horros de contenido sustancial. Basta hojear un poema rubenista para convencerse que existen esas palabras fantásticas, más enclenques que una neblina y gariteras como naipe raspado.

  Yo, ante la afrancesada secta de voces que embolisman la charla, descalabran toda cuartilla y salen fatalmente a relucir en las composiciones de quienes se dedican a vocear nubes y a gesticular balbuceos, he determinado alzar un Dos de Mayo en estos apuntes. Apuntes que para la jerigonza ritual de los novecentistas serán un síntoma de inquisición y unos garabatos de hoguera. Empezaré quemando la palabra

  Inefable


  Este adjetivo sucede en todos los escritos, y es un conmovedor desvarío de los que generosamente lo desparraman el no haberse jamás parado a escudriñarle la significación y desenterrarle la estirpe. Inefable es, por definición etimológica, aquello que no alcanza las palabras.

  Aplicarlo a cualquier sustantivo es, pues, una confesión de impotencia, y escribir, por ejemplo, tarde inefable, equivale a decir: A mí no se me ocurre nada… o No he logrado encontrar el adjetivo definidor de la tarde. Además, como si ya no fuese bastante aventurada la viaraza de andar enjaretando una palabra que a semejanza de sus congéneres infinito, inenarrable, inextenso, es una simple casualidad gramatical permitida por la arbitraria costumbre de conceder al prefijo in una significación negativa, los que así obran tienen la usanza perversa de llamar inefables a los momentos de máxima intensidad de sentir, que son precisamente los de más pronta expresión y constituyen la permanencia de la lírica y la tragedia. Inefable podría denominarse acaso la cotidianería de la vida, pero nunca los besos, las miradas y la contemplación del cielo.

  Los que negando esto negaren la eficacia del lenguaje y creyeren que hay cosas inefables, deberán suspender acto continuo el ejercicio de la literatura y sólo despabilarse de vez en cuando las entendederas hojeando el Ermitaño usado, los poemas de Arrieta o cualquier otro consciente desbarajuste de frases… Ahora viene el zarpazo contra la palabra

  Misterio


  que es santo y seña de los poetas rebañegos. No desconozco las sofisterías que abogan en su favor: el prestigio teológico que la ensalza, la insinuación de las fiestas de Eleusis, la supuesta enormidad que encajona y lo demás. Con todo y a pesar de esas mentirosas ventajas, estoy convencido que es una trampa su numeroso empleo. Mis razones son éstas: La poesía no es para mí la expresión de aquel azoramiento ante las cosas, de aquel asombro del Ser que todos hemos sentido tras de un suceso excepcional o sencillamente después de una disputa metafísica, sino la síntesis de una emoción cualquiera, que si es clara y precisa no ha nunca menester vocablos inhábiles y borrosos como misterio, enigma y otros semejantes. El asombro e inquietud que esas palabras dicen es lo contrario del pleno adentramiento espiritual que la poesía supone: adentramiento que no hay que confundir con las ligazones corrientes que ata la ley de causalidad, pero que es tan real como aquéllas. Tampoco hemos de arrimar la poesía entera a la mística, según muchísimos han hecho, e imaginar que el tal adentramiento equivale a un hallazgo de afinidades ocultas y parentescos escondidos; en realidad, no hay tales armazones ni recovecos soterraños, y equivócanse de medio a medio los que creen en el alma de las cosas. Las cosas sólo existen en cuanto las advierte nuestra conciencia y no tienen residuo autónomo alguno. La actividad metafórica es, pues, definible como la inquisición de cualidades comunes a los dos términos de la imagen, cualidades que son de todos conocidas, pero cuya coincidencia en dos conceptos lejanos no ha sido vislumbrada hasta el instante de hacerse la metáfora. Así, cuando San Juan de la Cruz relata: Y el ventalle de cedros aires daba, la semejanza que establece entre un abanico y los árboles no está ni en la verdad científica ni en trabazones misteriosas y sí en la yuxtaposición de frescura y de apacible meneo: aspectos que todos —aisladamente— conocen.

  Mi postrer ofensa va enderezada contra el universal y cortesano y debilitador vocablo

  Azul


  que apicarado de gandules, frondoso de abedules y a veces impedido de baúles, se arrellana por octosílabas y sonetos en los sitiales donde antaño pontificaron los rojos con su arrabal de abrojos, rastrojos y demás asperezas consabidas.

  Apareado a nombres abstractos el adjetivo azul nada dice. La indecisión que suelen mostrar esos nombres no ha menester las adicionales neblinas con las cuales el suso mentado epíteto las borronea. Bástame copiar un ejemplo —que pudiera también serlo de metáfora turbia— para señalar cómo la palabreja de que hablo, antes despinta que define. Dice un compatriota nuestro, en verso que ha espoleado admirativos asombros:

  Esa fiebre azulada que nutre mi quimera

  Y pues de azul hablamos, aludiré a cierta controversia de tintorería literaria que nos alborota desde hace un siglo y cuyo sujeto es el color de la noche. Desde que Juan Pablo Richter lo proclamó, la noche es azul. Antes fue sempiternamente renegrida. La tal contrariedad escandaliza a Martínez Sierra, que en no sé qué recoveco de su Glosario espiritual increpa a los poetas que durante tanto tiempo amancillaron con adjetivación proterva el cielo nocturno y les acusa de no haberlo jamás contemplado. Yo no creo tal cosa. Y pues el altercado no atañe propiamente a la pintura sino a las letras, no hemos de resolverlo asomándonos al patio y clavando nuestra curiosidad en las alternativas del cielo. Hemos de meditar el asunto que alguna significancia tiene, aunque mínima.

  Yo, por mi parte, me arrimo a la siguiente componenda: Ambos bandos —nochinegristas y nochiazulistas— llevan razón. Los clásicos tuvieron de la noche un concepto de cosa dura, lóbrega, hostil, que halló cabida en lo de negro, útil además como antítesis del esplendor que muestra el día. Ciega noche, afirmó Quevedo. Noche cansada… noche pavorosa, escribió Shakespeare. Los románticos la consideraron en cambio como una época de placentera mansedumbre o de felina suavidad e hicieron bien en azulearla. La noche sobre el mundo vivamente se abate / con sus cálidas sombras y su olor de combate, declara Lugones, literalizando la visión antedicha.

  (Oh fácil y acariciador y dulce traslado que emancipando de su horror antiguo la noche, la vuelves comparable no a la ceniza fatigosa del día que ardió en hoguera del poniente, sino a la selva que conmovida de activísima savia florecerá en regalo de aurora, oh tú, metáfora bisoña que has trasmutado en arrimadero de besos la carcelaria y dura tiniebla, en increpándote, vuélvase dulzura mi burla, pues de las hondonadas del corazón me despiertas las noches de la patria, fragantes como un ramo de alhucema y aventureras como un barco sin rumbo.)

  Con este brusco empellón lírico doy fin a las apuntaciones presentes, encomendando a algún estudiantón de mal humor, buenos odios, breve inventiva y voluntad berroqueña la escritura de un libro que podría intitularse Hospicio de palabras desahuciadas. Para compaginarlo basta enristrar en orden alfabético todas las palabras que ha escrito en el decurso de su vida Rafael Lasso de la Vega y remacharles notas puntiagudas.

 BORGES-INQUISICIONES. 1925

Autor: Jorge Luis BORGES.

Título: Inquisiciones.

Edición: Buenos Aires, Editorial Proa,  (tall. gráf. "El Inca"), 1925. 1ª edición.

Datos: 18,5 x 14 cm. 160 p.

Herrera y Reissig. INQUISICIOINES. 1925. JORGE LUIS BORGES.

Borges y su madre: doña Leonor Acevedo de Borges.


 Herrera y Reissig

  La lírica de Herrera y Reissig es la subidora vereda que va del gongorismo al conceptismo; es la escritura que comienza en el encanto singular de las voces para recabar finalmente una clarísima dicción. De igual manera que en la cosmogonía mazdeísta se oponen belicosos el mal y el bien, fueron armipotentes en su yo la realidad poética y el simulacro de esa realidad. Fue un posible forastero de la literatura, pero al fin entró a saco en ella.

  Le sojuzgó el error que desanima tantos versos de su época: el de confiarlo todo a la connotación de las palabras, al ambiente que esparcen, al estilo de vida que ellas premisan. Esa falacia es bien merecedora de que la escudriñemos. Su preferencia busca lo lucido de la objetividad, las cosas cuya virtud está en la forma o en la riqueza de recordación que estimulan. Es manifiesto que la palabra cequí sabe resplandecer; es innegable que en el solo dictado de voces como cisterna, patio, alcarraza, parecen ya ir incluidas la generosidad de tiempo, la compostura varonil y el anhelo de fresco y de quietud que informan el ambiente moro. El error del poeta (y de los simbolistas que se lo aconsejaron) estuvo en creer que las palabras ya prestigiosas constituyen de por sí el hecho lírico. Son un atajo y nada más. El tiempo las cancela y la que antes brilló como una herida hoy se oscurece taciturna como una cicatriz.

  A ese empeño visual juntó una terca voluntad de aislamiento, un prejuicio de personalizarse. Remozó las imágenes; vedó a sus labios la dicción de la belleza antigua; puso crujientes pesadeces de oro en el mundo. Buscó en el verso preeminencia pictórica; hizo del soneto una escena para la apasionada dialogación de dos carnes. Significativa de esa época es la secuencia de poesías que intituló Los parques abandonados, escrita en los alrededores del novecientos. Traslado un soneto de su iniciación:

  Fundióse el día en mortecinos lampos

  y el mar y la cantera y las aristas

  del monte, se cuajaron de amatistas,

  de carbunclos y raros crisolampos.

  Nevó la luna y un billón de ampos

  alucinó las caprichosas vistas,

  y embargaba tus ojos idealistas

  el divino silencio de los campos.

  Como un exótico abanico de oro,

  cerró la tarde en el pinar sonoro…!

  sobre tus senos, a mi abrazo impuro,

  ajáronse tus blondas y tus cintas,

  y erró a lo lejos un rumor obscuro

  de carros, por el lado de las quintas!

 

  Este poema suscita en mí varias anotaciones. Inicialmente, quiero confesar la regalada irrealidad del comienzo. Es evidente que la entereza del primer cuarteto no hace sino parafrasear una imagen que iguala el resplandor de los paisajes en el atardecer al duradero resplandor de las joyas. Individualizar las piedras, deteniendo lo que es morado en amatistas, lo encarnado en carbunclos y lo áureo en crisolampos, es un prolijo elaborar que nada justifica. (Concedo a crisolampo la significación etimológica de brillo de oro. El epíteto raros es una indecidora cuña). En lo de nevó la luna ya se recaba una eficaz incantación poética; pero enseguida viene ese billón, tan fácilmente reemplazando a millar, y esos dos balbucientes adjetivos ¡y ese silencio que se introduce en los ojos! Después, en vivida secuencia, el abanico es una reiterada salpicadura de lujo, la frase abrazo impuro es promisoria de la realidad y los dos admirables versos últimos redimen el poema. Con el incidente que narran entra en escena el tiempo, una intrínseca luz subleva el mármol de las líneas y la vehemencia de lo transitorio dramatiza el conjunto.

  Esta gradual intensidad y escalonada precisión del soneto —ya tan vecina de nosotros que su numerosa ausencia en los clásicos nos zahiere como una decepción— es asimismo significativa del arte actual. No la practicó el Siglo de Oro cuyo conjetural anhelo fáustico vinculábase aún a las tutelas apolíneas de la ataraxia y la ecuanimidad. (Los versos más ilustres de Quevedo no están situados casi nunca en el remate de la última estrofa. Su intensidad no es subidora; quiere ser lisa y fiel. Apartando algunos sonetos de una evidente configuración escolástica, realizaremos que tal vez los únicos desmentidores de esta igualdad son el soneto LXXXI de la segunda musa y el XXXI de los enderezados a Lisi en el libro que canta bajo la invocación a Erato.) Ganoso de una más quieta y remansada hermosura, el propio Herrera varió la forma de sus composiciones. Puso su voz en la montaña, acalló su eviterna confesión de amante en el crepúsculo y enseñoreó las arduas amplitudes del verso alejandrino. Hizo poemas en que todas las líneas sobresalen, como las de un alto relieve. Por lo manejos de una sagaz alquimia y de una lenta transustanciación de su genio, pasó del adjetivo inordenado al iluminador, de la asombrosa imagen a la imagen puntual. En ese entonces —he aludido a la fecha en que Los éxtasis de la montaña se hicieron— su docta perfección pudo mentir alguna vez leve facilidad. No de otra suerte el lidiador mata con sencillez. Fue siempre muy generoso de metáforas, dándoles tanta preeminencia que varios hoy lo quieren trasladar a precursor del creacionismo. No es ésa su mejor ejecutoria y en el concepto intrínseco de precursor hay algo de inmaduro y desgarrado, que mal le puede convenir. Herrera y Reissig es el hombre que cumple largamente su diseño, no el que indica bosquejos invirtuosos que otros definirán después. Está todo él en sí, con aseidad, nunca en función de forasteras valías. No es el Moisés merodeador que vislumbra la tierra de promisión y sólo alcanza de ella el racimo de uvas que atravesado en un madero los exploradores le traen y la certeza de que la pisarán sus hijos; es el Josué que entre el apartamiento de las aguas cruza a pie enjuto la corriente y pisa la ribera deleitosa y celebra la pascua en tierra deseada y duerme en ella como en mujer sumisa a su querer. No es primavera balbuciente su verso. Lo anterior, claro es, mira a Los éxtasis de la montaña, que están situados por entero en la lírica. Luego, su estro andariego tornó a solicitarle y prefirió esquivarse en caprichos a recabar dos veces una misma hermosura. He de añadir un par de observaciones que harán más pensativa mi alabanza y de algún provecho al leyente. La inicial es atañedera a un peculiar linaje de metáforas que Herrera y Reissig frecuentó. Quiero hablar de esas frases traslaticias que para esclarecer los sucesos del mundo aparencial, los traducen en hechos psicológicos. Ya Goethe y Hólderlin nos pueden ministrar algún ejemplo de esa figura. En castellano, ninguno es tan ilustremente hermoso como el incluido en este dístico del uruguayo:

  Y palomas violetas salen como recuerdos

  de las viejas paredes arrugadas y oscuras.

 

  Mi observación final atañe a la exactitud de la métrica y a la estudiosa uniformidad de sus temas: gentiles o católicos, pero invariadamente realizándose en el mismo escenario montañés. Esta uniformidad que muchos culparán de pobrería y que sólo mi pluma sabrá calificar de acierto, incluye para los avisados una resplandeciente didascalia. Entendió Herrera que la lírica no es pertinaz repetición ni desapacible extrañeza; que en su ordenanza como en la de cualquier otro rito es impertinente el asombro y que la más difícil maestría consiste en hermanar lo privado y lo público, lo que mi corazón quiere confiar y la evidencia que la plaza no ignora. Supo templar la novedad, ungiendo lo áspero de toda innovación con la ternura de palabras dóciles y ritmo consabido. Lo antiguo en él pareció airoso y lo inaudito se juzgó por eterno. A veces dijo lo que ya muchos pronunciaron; pero le movió el no mentir y el intercalar después verdad suya. Lo bienhablado de su forma rogó con eficacia por lo inusual de sus ideas.

  Este concepto abarcador que no desdeña recorrer muchas veces los caminos triviales y que permite la hermanía de la visión de todos y del hallazgo novelero, alcanza innumerable atestación en la segura dualidad de la vida. El arcano de tu alma es la publicidad de cualquier alma. Intensamente palpa el individuo aquellos sentires que se entrañaron con la especie: miedo ruin, la amotinada y torpe salacidad, la esperanza lozana, el desamor de sitios inhabitados y estériles, la sorpresa implacable y pensativa que suscita la idea de un morir, la reverencia de las límpidas noches. Ellas encarnan la sustancia del arte, que no es sino recordación. El grato anunciamiento que hacen duradero los mármoles, que cimbran las guitarras y que las estrofas persuaden, es pasadizo que nos devuelve a nosotros, a semejanza de un espejo.

 

 

domingo, 4 de octubre de 2020

Examen de metáforas. INQUISICIONES. 1925. JORGE LUIS BORGES.


 

Examen de metáforas


  Su principio


Los preceptistas Luis de Granada y Bernard Lamy se acuerdan en aseverar que el origen de la metáfora fue la indigencia del idioma. La traslación de los vocablos se inventó por pobreza y se frecuentó por gusto, arbitra el primero. La lengua más abundante se manifiesta alguna vez infructuosa y necesita de metáforas, corrobora el segundo.

  Algún detenimiento metafísico reforzará impensadamente ambas afirmaciones. El mundo aparencial es un tropel de percepciones baraustadas. Una visión de cielo agreste, ese olor como de resignación que alientan los campos, la gustosa acrimonia del tabaco enardeciendo la garganta, el viento largo flagelando nuestro camino y la sumisa rectitud de un bastón ofreciéndose a nuestros dedos, caben aunados en cualquier conciencia, casi de golpe. El idioma es un ordenamiento eficaz de esa enigmática abundancia del mundo. Lo que nombramos sustantivo no es sino abreviatura de adjetivos y su falaz probabilidad, muchas veces. En lugar de contar frío, filoso, hiriente, inquebrantable, brillador, puntiagudo, enunciamos puñal; en sustitución de ausencia de sol y progresión de sombra, decimos que anochece. Nadie negará que esa nomenclatura es un grandioso alivio de nuestra cotidianidad. Pero su fin es tercamente práctico: es un prolijo mapa que nos orienta por las apariencias, es un santo y seña utilísimo que nuestra fantasía merecerá olvidar alguna vez. Para una consideración pensativa, nuestro lenguaje —quiero incluir en esta palabra todos los idiomas hablados— no es más que la realización de uno de tantos arreglamientos posibles. Sólo para el dualista son valederas su traza gramatical y sus distinciones. Ya para el idealista la antítesis entre la realidad del sustantivo y lo adjetivo de las cualidades no corrobora una esencial urgencia de su visión del ser: es una arbitrariedad que acepta a pesar suyo, como los jugadores en la ruleta aceptan el cero. Ninguna prohibición intelectual nos veda creer que allende nuestro lenguaje podrán surgir otros distintos que habrán de correlacionarse con él como el álgebra con la aritmética y las geometrías no euclidianas con la matemática antigua. Nuestro lenguaje, desde luego, es demasiadamente visivo y táctil. Las palabras abstractas (el vocabulario metafísico, por ejemplo) son una serie de balbucientes metáforas, mal desasidas de la corporeidad y donde acechan enconados prejuicios. Buscarle ausencias al idioma es como buscar espacio en el cielo. La inconfidencia con nosotros mismos después de una vileza, el ruinoso y amenazador ademán que muestran en la madrugada las calles, la sencillez del primer farol albriciando el confiado anochecer, son emociones que con certeza de sufrimiento sentimos y que sólo son indicables en una torpe desviación de paráfrasis.

  El lenguaje —gran fijación de la constancia humana en la fatal movilidad de las cosas— es la díscola forzosidad de todo escritor. Práctico, inliterario, mucho más apto para organizar que para conmover, no ha recabado aún su adecuación a la urgencia poética y necesita troquelarse en figuras.

  Su inasistencia en la lírica popular



  Esa apetencia de uniformidad justiciera que informa tantas opiniones, ha prejuzgado que la lírica popular no es menos numerosa de metáforas que la culta. Dos causas discernidas colaboran en esa especie: una esencial y la otra accidental. La esencial es la falsa oposición que establecieron los románticos entre la versificación académica, considerada con falsía como una ineficaz jactancia de trabas, y la espontaneidad del pueblo. Este contraste tiene la rareza de ser ficticio de ambos lados. En el academismo cabe mucho fervor, y buena prueba de ello es que a las épocas de docto rebuscar siguen las épocas barrocas. La imitación erudita es invariable prólogo de los afligimientos verbales.

  La otra falacia estriba en suponer que toda copla popular es improvisación. Pocos versos habrá menos repentizados que esos cantares públicos que rebosantes de guitarra en guitarra, son rehechos por cada nuevo cantaor. De cada copla suelen convivir diversas lecciones, que ya no incluyen la primitiva tal vez. La causa accidental es el vistoso y llamativo prestigio que para los literatizados muestra la imagen. En la eventualidad de algunas coplas metafóricas, propaladas en demasía, se ha creído dar con el canon.

  Yo afirmo la infrecuencia de metáforas en las coplas anónimas. Lo pruebo con los ocho mil cantares que recogió Rodríguez Marín y publicó en Sevilla el ochenta y tres.

  Donde son turbamulta los testigos, no han de faltar muchísimos que me desmientan, pero llevo razón en lo esencial. Apartando muchas hipérboles que luego manifestaré, todas las traslaciones populares están en esas equivalencias sencillas que confunden la novia con la estrella, la niña con la flor, los labios y el clavel, la mudanza y la luna, la dureza y la piedra, el gozamiento de un querer y el viñedo. Claras imágenes ante cuya lisa evidencia es dócil todo corazón y cuyo inicial pecado de hallazgo fueron ungiendo y perdonando los siglos.

  La poesía del pueblo, nada curiosa de comparaciones, se desquita en hipérboles altivas. Esto no es asombroso, pues hay una esencial desemejanza entre ambas figuras. La metáfora es una ligazón entre dos conceptos distintos: la hipérbole ya es la promesa del milagro. Con esperanza casi literal manifestó el salmista: Los ríos aplaudirán con la mano, y juntamente brincarán de gozo los montes delante del Señor. Con esa misma voluntad de magia, con ese ahínco milagroso, dicen los cantaores (obra citada, 2):

  1599

  Cuando mi niña ba a misa

  la iglesia se resplandece;

  hasta la yerba que pisa

  si está seca, reberdese.

  1513

  El naranjo de tu patio

  cuando te acercas a él

  se desprende de las flores

  y te las echa a los pies.

  1389

  Cuando b’andando

  rosas y lirios ba derramando.

 

  Grandiosa hipérbole, ya sin ahínco de alucinación, es esta que copio:

  2775

  Quisiera ser el sepulcro

  donde te van a enterrar,

  para tenerte abrazada

  por toda la eternidad.

 

  Quiero añadir alguna observación sobre la parcidad de metáforas en la poesía popular y el vocinglero alarde que hacen de ellas los literatos cultos. La aclaración es fácil. Al coplista plebeyo, constreñido por la costumbre no sólo a ciertos temas sino a un manejo tradicional de esos temas, no puede interesarle la metáfora nueva, cuyo efecto más inmediato es el azoramiento. Sorpresa y burla se le antojan sinónimos. Las anchas emociones primordiales —dolor de ausencia, regocijo de un amor contestado, ensalzamiento de la novia— son las únicas poetizables para su instinto. Le atañe lo sobresaliente que hay en toda aventura humana, no las parciales excepciones. Al literato le interesa su vida, su costumbre de vida en función de desemejanza con los existires ajenos.

  El coplista versifica lo individual; el poeta culto, lo meramente personal. (Una psicología desaliñada suele confundir ambos términos, pero ellos son contrarios. Diré un ejemplo. La personalidad no colabora en el acto genésico, donde se manifiesta por entero la individualidad.)

  Su Ordenación



  Allende la secuencia de traslaciones que ya legalizaron los preceptistas clásicos, he concertado la siguiente ordenanza que a pesar de ser incompleta es apta para evidenciar la poquedumbre de los elementos que componen la lírica.

  a) La traslación que sustantiva los conceptos abstractos Es artimaña de hombre sensitivo a quien lo aparencial y ajeno del mundo se le antoja más evidente que la propia conciencia de su yo. Ejemplos:

  Palabras como remordimiento, gloria, cultura. La estrofa:

  Mas nos llevan los rigore

  como el pampero a la arena.

  (Martín Fierro)

  b) Su inversión: La imagen que sutiliza lo concreto

  Es artimaña propia de insensuales y de meditabundos y es muy escasa aún.

  Ejemplos:

  Las hojas soñolientas y cansadas de sol.

  (Lenau)

  La estrofa:

  Y palomas violetas salen como recuerdos

  de las viejas paredes arrugadas y oscuras.

  (Herrera y Reissig)

  c) La imagen que aprovecha una coincidencia deformas

  Es artimaña muy vistosa y traviesa, más eficaz para asombrar que para enternecer.

  Ejemplos:

  Los pájaros remando con las alas

  (Virgilio).

  La luna equiparada a un cero, a un girasol, a una jofaina, a un trompo, a una calavera, a un ovillo, a un semáforo, a una pantalla, a una moneda, a un globo, a un as de oros.

  (Lugones).

  d) La imagen que amalgama lo auditivo con lo visual, pintarrajeando los sonidos o escuchando las formas

  Es artimaña tan usual que toda erudición por indigente que sea puede ostentarse generosa en mostrarla. De paso, cabe recordar los dogmas que acerca del color de las vocales fueron propuestos por los simbolistas —tal vez en pos de incitaciones de asombro— y que tras de haber atareado la estupidez internacional de los doctos, fueron adjudicados al olvido.

  Ejemplos:

  Tacitum lumenluz callada

  (Virgilio).

  Voz pintada, canto alado


  (Quevedo, a un pájaro canoro).

  El esplendor sangriento que el día en alejándose lanza como una maldición


  (Browning).

  El horizonte se ha tendido como un grito a lo largo de la tarde.


  (Norah Lange)

  e) La imagen que a la fugacidad del tiempo da la fijeza del espacio

  Ejemplos:

  Cuando su cabellera está dispuesta en tres oscuras trenzas, me parece mirar tres noches juntas

  (Las 1001 Noches).

  Una última noche, angosta como un lecho, leñosa, rectangular y húmeda


  (J. Becher).

  f) La inversa: La metáfora que desata el espacio sobre el tiempo

  Ejemplos:

  El puente como un pájaro vuela encima del río

  (Hólderlin).

  El acueducto, gran galope de piedra a través de los campos

  (Ramón).

  Los arco iris saltan hípicamente el desierto.

  (Guillermo de Torre)

  g) La imagen que desmenuza una realidad, rebajándola en negación

  Es artimaña predilecta de todos nuestros clásicos que abatieron a pura nadería la inestabilidad de las cosas.

  Ejemplos:

  Que pasados los siglos, horas fueron

  (Calderón).

  El hombre es nadería consciente de sí misma

  (Julius Bahnsen).

  h) La inversa: La artimaña que sustantiva negaciones

  Ejemplos:

  Por la oscura región de vuestro olvido

  (Garcilaso).

  Habla el silencio allí

  (Cervantes).

  …eran tantos ausentes en el café que a faltar una persona más, ya no cabe…

  (Macedonio Fernández).

  i) La imagen que para engrandecer una cosa aislada la multiplica en numerosidad

  Conviene recordar aquí el pluralis maiestaticus de los teólogos y la hechura plural del nombre Elohim que adjudica a Dios la Escritura. Plural es asimismo la voz behemoth que en el libro de Job es la designación de un monstruo temible.

  Ejemplos:

  Me arremetió el tropel de un borracho bostezador de bodegas

  (Torres Villarroel).

  Toda la charra multitud de un ocaso

  (J. L. B.).

  Pero es inútil proseguir esta labor clasificatoria comparable a un diseño sobre papel cuadriculado. Ya he desentrañado bastantes imágenes para que sea posible y casi segura la suposición de que cada una de ellas es referible a un arquetipo, del cual pueden deducirse a su vez pluralizados ejemplos, tan bellos como el inicial.

  Hay libros que son como un señalamiento de la enteriza posibilidad metafórica de un alma o de un estilo. En castellano deben señalarse como vivas almácigas de tropos los sonetos de Góngora; la Hora de todos, de Quevedo; los Peregrinos de piedra, de Herrera y Reissig; El divino fracaso, de Rafael Cansinos Asséns, y el Lunario sentimental, de Lugones. Un ordenamiento que bastase para la intelección total de las metáforas que cualquier libro de los antedichos incluye sería —tal vez— aplicable a toda la lírica, y su escritura no ofrecería grandes trabas. Tal sistema sólo parecerá imposible a quienes niegan el infinito poder arreglador de nuestra inteligencia. A Eugenio Montes le regalo esta geométrica soñación.

BORGES-INQUISICIONES. 1925

Autor: Jorge Luis BORGES.

Título: Inquisiciones.

Edición: Buenos Aires, Editorial Proa,  (tall. gráf. "El Inca"), 1925. 1ª edición.

Datos: 18,5 x 14 cm. 160 p.

viernes, 2 de octubre de 2020

Menoscabo y grandeza de Quevedo. Inquisiciones. 1925. Jorge Luis Borges.


  

Menoscabo y grandeza de Quevedo



  Hay la aventura personal del hombre Quevedo: el tropel negro y desgarrado que eslabonaron con dureza sus días, el encono que hubo en sus ojos al traspasar con sus miradas el mundo, la numerosa erudición que requirió de tanto libro ya lejano, la salacidad que desbarató su estoicismo como una turbia hoguera, su ahínco en traducir la España apicarada y cucañista de entonces en simulacros de grandeza apolínea, su aversión a lechuzos, alguaciles y leguleyos, sus tardeceres, su prisión, su chacota: todo su sentir de hombre que ya conoció el doble encontronazo de la vida segura y la insegura muerte. Ya se desbarató y hundió la plateresca fábrica de su continuidad vital y sólo debe interesarnos el mito, la significación banderiza que con ella forjemos. Aquí está su labor, con su aparente numerosidad de propósitos, ¿cómo reducirla a unidad y cuajarla en un símbolo? La artimaña de quien lo despedaza según la varia actividad que ejerció no es apta para concertar la despareja plenitud de su obra. Desbandar a Quevedo en irreconciliables figuraciones de novelista, de poeta, de teólogo, de sufridor estoico y de eventual pasquinador, es empeño baldío si no adunamos luego con firmeza todas esas vislumbres. Quevedo a mi entender, fue innumerable como un árbol, pero no menos homogéneo.

  Hay un rasgo en su obra que puede ser de algún provecho para la conceptualización que buscáis. Quiero indicar que casi todos sus libros son cotidianos en el plan, pero sobresalientes en los verbalismos de hechura. El Buscón es todo él un aprovechamiento de la esencia del Guzmán de Alfarache, esto es, de prometer la vida de un gran pícaro para historiar después algunas travesuras de escolar y algunas malandanzas en la cuales, por lo común, sale apaleado el héroe (procedimiento propio de moralistas que no contentos con censurar la picardía, quieren también contradecir su existencia); los Sueños son reflejo de Luciano, en que la inventiva muéstrase inhábil y necesita recurrir a oraciones, a censos de heresiarcas y a incitadas apostrofes para terminar su dictado: la Hora de todos —¡tan alborotadísima de vida!— no ejecuta el milagro jubiloso que los primeros incidentes amagan; la Política de Dios, pese a su bizarría varonil en desbravecer ambiciones, no es sino un largo y enzarzado sofisma y el Parnaso español recuerda el juego de un admirable y docto ajedrecista que las más veces no se empeña en ganar. En cuanto a su Discurso de la inmortalidad del alma es un resumen y alguna vez un literatizar de añejos argumentos doctrinales, siendo curioso que el mejor alegato de Quevedo en pro de la inmortalidad no se halle en él, sino esquiciado breve y hondamente en una estrofa de grandioso erotismo. Me refiero al soneto XXXI de los enderezados a Lisi en el libro que canta bajo la invocación a Erato. En esa composición el goce genésico es atestiguamiento de la eternidad que vive en nosotros:

  Alma, a quien todo un Dios prissión ha sido,

  venas que humor a tanto fuego han dado,

  médulas que han gloriosamente ardido,

  su forma dejarán, no su cuidado;

  serán cenica, mas tendrá sentido

  polvo serán, mas polvo enamorado.

 

  Pero el mejor signáculo de la dualidad de Quevedo está en la Espístola censoria que escribió al Conde de Olivares y que después, con justificada largueza, prodigaron tantas imprentas.

  Jamás versos tan nobles altivecieron tanta cotidianidad espiritual. Iniciase Quevedo encareciendo su sinceridad temeraria y luego se dilata en fácil diatriba contra los mohatreros, contra el abajamiento del ejército, contra las comilonas, contra el lujo, contra las fiestas de toros. Lo señalado está en la forma que asume su polémica. No moteja la lidia de matanza inútil y zafia, pero pondera las leyendas que ennoblecen al toro, la aventura de Zeus, la gran constelación que es simulacro de su hechura. Frente al charco de sangre y a la vergüenza del dolor primordial, Quevedo ensalza la fabulosa proceridad de la bestia

  Que un tiempo endureció manos Reales

  i detrás de él los Cónsules gimieron

  i rumia luz en Campos Celestiales;

  ¿Por qual enemistad se persuadieron

  a que su apocamiento fuese hacaña

  i a las miesses tan grande offensa hicieron?

 

  Versos tan eminentes, como inaptos para alcanzar la compasión que se busca.

  Todo lo anterior es señal del intelectualismo ahincado que hubo en la mente de Quevedo. Fue perfecto en las metáforas, en las antítesis, en la adjetivación; es decir, en aquellas disciplinas de la literatura cuya felicidad o malandanza es discernible por la inteligencia. El ejercicio intelectual es hábil para establecer la virtud de esas artimañas retóricas, ya que todas ellas estriban en un nexo o ligamen que aduna dos conceptos y cuya adecuación es fácil examinar. La vialidad de una metáfora es tan averiguable por la lógica como la de cualquier otra idea, cosa que no les acontece a los versos que un anchuroso error llama sencillos y en cuya eficacia hay como un fiel y cristalino misterio. Un preceptista merecedor de su nombre puede dilucidar, sin miedo a hurañas trabazones, toda la obra de Quevedo, de Milton, de Baltasar Gracián, pero no los hexámetros de Goethe o las coplas del Romancero.

  Una realzada gustación verbal, sabiamente regida por una austera desconfianza sobre la eficacia del idioma, constituye la esencia de Quevedo. Nadie como él ha recorrido el imperio de la lengua española y con igual decoro ha parado en sus chozas y en sus alcázares. Todas las voces del castellano son suyas y él, en mirándolas, ha sabido sentirlas y recrearlas ya para siempre. Bien le conocen las más opuestas y apartadas provincias de nuestro castellano, siendo igualmente sentencioso su gesto en la latinidad del Marco Bruto como en la jerigonza soez de las jácaras, barro sutil y quebradizo que sólo un alfarero milagroso pudo amasar en vasija de eternidad.

  Poco duran los valientes,

  mucho el verdugo los gasta

 

  ocurre en una de sus composiciones burlescas, y lo lapidario en ella no es excepción.

  Fue don Francisco un gran sensual de la literatura, pero nunca fió todo su dictado a la inconsecuente virtud de las palabras prestigiosas. Estas palabras, testificando la doctrina de Spengler, son hoy las que señalan disparidades en el tiempo y lejanía en el espacio; en los comienzos del siglo XVII fueron aquellas por las cuales el mundo manifestaba su lucida riqueza en monstruos, en variedad de flores, en estrellas y en ángeles. El poeta no puede ni prescindir enteramente de esas palabras que parecen decir la intimidad más honda, ni reducirse a sólo barajarlas. Quevedo las menudeó en estrofas galantes y el no poder echar mano a ellas en sus composiciones jocosas motivó tal vez el raudal de metáforas y de intuiciones reales que hay en su burlería. Le atareó mucho lo problemático del lenguaje propio del verso y es lícito recordar que fingió en uno de sus libros un altercado entre el poeta de los picaros y un seguidor de Góngora (esto es, entre un coplero y un rubenista), tras el cual se evidencia que su desemejanza está en emplear el uno voces ilustres y el otro voces ruines y plebeyas, sin existir entre ambos el menor contraste ideológico. El conceptismo —la solución que dio Quevedo al problema— es una serie de latidos cortos e intensos marcando el ritmo del pensar. En vez de la visión abarcadora que difunde Cervantes sobre el ancho decurso de una idea, Quevedo pluraliza las vislumbres en una suerte de fusilería de miradas parciales.

  El gongorismo fue una intentona de gramáticos a quienes urgió el plan de trastornar la frase castellana en desorden latino, sin querer comprender que el tal desorden es aparencial en latín y sería efectivo entre nosotros por la carencia de declinaciones. El quevedismo es psicológico: es el empeño en restituir a todas las ideas el arriscado y brusco carácter que las hizo asombrosas al presentarse por vez primera al espíritu.

  Quevedo es, ante todo, intensidad. No descubrió una sola forma estrófica (proeza lograda de hombres cuya valía fue incomparablemente menor: verbigracia, Espinel); no agregó a universo una sola alma; no enriqueció de voces duraderas la lengua. Transverberó su obra de tan intensa certitud de vivir que su magnífico ademán se eterniza en una firme encarnación de leyenda. Fue un sentidor del mundo. Fue una realidad más. Yo quiero equipararlo a España, que no ha desparramado por la tierra caminos nuevos, pero cuyo latido de vivir es tan fuerte que sobresale del rumor numeroso de las otras naciones.

Fuente:

BORGES-INQUISICIONES. 1925

Autor: Jorge Luis BORGES.

Título: Inquisiciones.

Edición: Buenos Aires, Editorial Proa,  (tall. gráf. "El Inca"), 1925. 1ª edición.

Datos: 18,5 x 14 cm. 160 p.

lunes, 8 de junio de 2020

Jacobo Fijman Obra poética 2: Estrella de la mañana. Poemas dispersos. POEMAS DEL I al XX.



Jacobo Fijman

 Obra poética 2:
 

Estrella de la mañana.

Poemas dispersos

 

 VISIONES DE FIJMAN

 

 

Estrella de la Mañana —esta Estrella que según Fijman es la encarnación del Verbo— es tanto un punto de arribo como de comienzo, habla tanto de la muerte como de un renacer: estado de gracia que se alcanza sólo por un absoluto despojamiento, de la visión desolada, y de las palabras que hasta aquí lo sostenían en el mundo y en la vida: Los ojos mueren en la visión desnuda de carne y de palabras.
Los ojos son el vehículo esencial en la poesía de Jacobo Fijman. A través de ellos la obra vuelve a ser mirada y se transforma. Si Molino rojo es la realidad alucinada y giratoria, fijada en poemas; Hecho de estampas es el tránsito inmóvil de la mirada hacia lo vislumbrado más allá de las palabras. Los ojos trazan un recorrido que va del signo al símbolo, de la locura a la mística, avistan las distintas zonas de pasaje de ese alto camino desierto que en Estrella de la Mañana florecerá en puro canto.
Los poemas de Estrella de la Mañana bordean el misterio del alumbramiento, en el que la sustancia renace en la esencia, cuerpo de luz; punto de nada donde la gracia toca y que después se revela como la fuente donde han sido lavados los ojos, contemplación absorta de sentido: La gracia limpia mis ojos en la gracia, mis ojos alumbrados en el Nombre.
El cisne se ha convertido en un cordero de Dios, dará testimonio de su transformación en un canto de alabanza, no exento de la memoria del dolor —incluso por momentos el canto se abisma allí, en un reflejo del pavor real de la vida vivida aquí—, ya que el dolor, la soledad, la muerte, es decir, lo humano, es la condición necesaria para la redención por amor que Cristo significa. Es importante remarcar esta significación del amor, ya que por su intermedio, por el renunciamiento que ello implica, el alma del hombre es redimida y puede reordenar el sin sentido en una especie de perfección trascendente: Alma mía somos en Dios desnudez ordenada.
Desnudez de la carne, en este reino ya no hay máscaras; desnudez de los ojos perdonados, enamorados ahora, sostenidos en la perfección del estado divino; desnudez de la desnudez que implica la libertad del renunciamiento total del hombre en nombre de esa promesa de redención y sosiego que la más absoluta comunión con Dios significa. Y hecho he sido en lo interior de todo y nada.
Diez años después de la publicación de Estrella de la Mañana es internado en el Borda, definitivamente. Se alega una nueva crisis espiritual; se le suma la pobreza. A estas alturas se puede entrever el conflicto que la presencia de este poeta auténtico causó en los círculos literarios; este loco de bondad —judío entre los católicos, cristiano entre los judíos— en el seno de la iglesia y en el perverso sistema de salud y de represión. Pero el conflicto en realidad señala la hipocresía anidada en los circuitos sociales, literarios, hospitalarios, que juzgan la propiedad (mental y material) como requisito de pertenencia, lo que ha impedido a la crítica, a la iglesia, a la psiquiatría, darle a este hombre que sólo cometió «pecados de lengua» el lugar y trato que merecía; y que, en cambio, lo único que pudo hacer con él fue arrojarlo a una marginalidad avergonzante.
La mucha luz alaba su inocencia.

CARLOS RICCARDO



 ESTRELLA DE LA MAÑANA

 

 


 ESTRELLA DE LA MAÑANA

 

 

«Et dabo illi stellam matutinam».

 I

 

 

Los ojos mueren en la alegría de la visión desnuda de carne y de palabras,

en la tierra desnuda y en el cielo desnudo,

en el día desnudo y en la noche desnuda bajo los cielos todo crecidos.

Es demasiado bella la noche de oro de muros y banderas luminosas.

Corremos en la noche de plata bajo la noche de oro.

Tierra desnuda, tierra perfecta, cielo desnudo, cielo perfecto.

Voces desnudas de la voz eterna.

En la noche de oro nos llaman las campanas,

y oímos el vuelo de las palomas desde la noche de plata bajo la noche de oro.




 II

 

 

¡Levantaron las albas sus sentidos en el día de mi pavor con su noche de muerte.

Pavor de días y secretos de días.

Recogemos aromas de los días en el misterio de los misterios.

Caen los muros.

Veo la tierra sabrosa de vida y muerte.

Y sobre mí lloraron las criaturas y cantaron los niños cantores

Los ejércitos de la gracia desnudaron espadas ante el alba.




 III

 

 

Amor, Amor, Amor,

estamos en el abrazo de la tierra y el cielo;

veo fragancias abiertas; siento fragancias abiertas.

Corren fragancias de las aguas, corren fragancias de las llamas.

Soplos perfectos del azul de la noche perfecta, besan las almas.

Besan en nuevo, suben en nuevo las moradas de oro.

En las rodillas de Cristo se asientan las moradas.

Todo de todo se asienta en mi morada,

soplos perfectos del azul de la noche perfecta que sube de la nada a las criaturas.

Amor, Amor, Amor,

la oscuridad del viento, la luz del viento.

Aspiran las estrellas por mi alma y tu alma y el sabor de los días con sus noches

de tierras olorosas donde vienen los soles a aspirar los bosques olorosos.


IV

 

 

Tu alma canta, mi alma reza.

Salta tu canto, vuela mi rezo en Cristo unidos,

en la fragancia preciosa de los ángeles de la muerte.


Tu canto desciende en los silencios y en las llamas de la alabanza.

Tu alma canta, mi alma reza: viento interior de frío, viento interior de llama,

y el frío de los días con sus noches y el frío de las vidas y las muertes.

Tu alma canta, mi alma reza

en reinos florecidos de palomas en el día y la noche interior de la vida y la muerte.

Avivan las palomas el frío de la vida y las llamas de muerte florecida

sobre la muerte fría de la vida.

Rezan mis días la voz de voces, sabor de voces.

En voz de voces ama mi alma tu alma.

Tu alma canta la vigilia de las palomas;

mi alma reza con voz preciosa de la muerte la vigilia de las palomas.




 V

 

 

En la misma belleza saborean las lunas su soledad dichosa.

Caen todas mis muertes en el espanto

de la nada del mal de la nada irreal de la nada.

En las tinieblas puse mis manos cuajadas de llanto.

Arreó la gracia mis ojos perdonados,

y hecho he sido en lo interior de todo y nada.

He sido en el que es de todo y nada en bella gracia.




 VI

 

 

Sobre mis manos agudas

descienden las llamas de las visiones.

Soles y soles.

Corren los soles soles y soles.

Aguas y aguas corren las aguas sobre la luz, sobre las aguas multiplicadas.

Mi boca grande de oración derrama vuelos.

Amo tu nombre con pavor amoroso.

Con pavor amoroso mi camino se alegra y regocija con tu nombre.

Oye mi soledad; mira en mi llanto.

Mi sed crece en mi llanto; tu soledad llega a mi llanto.

Ha entrado la noche en nuestro llanto.




 VII

 

 

El agua oscura, la luz oscura de mi alma quiere morir en Cristo.

Alcanzaremos las palomas crecidas

y las albas crecidas y los corderos crecidos de todas las muertes.

Alcanzaremos el reposo de las palomas, de la una a la otra, de paloma en paloma;

alcanzaremos los corderos, de uno en otro, de cordero en cordero.

En los brazos de Cristo he visto tierra y cielo,

agua y luz, agua y luz, agua de paz y luz de paz,

agua y luz, palomas olorosas, agua y luz, corderos olorosos,

agua de paz y luz de paz, palomas y corderos.

He visto los ángeles que llevan en sí la luz y el agua de la gracia.




 VIII

 

 

Oye tu soledad mi soledad.

Oye en mi soledad la canción amorosa

debajo de mis labios.

Miran los cielos el día de mi corazón.

Oye en mi soledad tu soledad:

río de luz es tu garganta.

Eternidad en los caminos.

Espero en Cristo regocijado de muerte y alegre de muerte.

Paz, paz, en el camino delante de mis ojos.

Reza la sangre, la sangre de mi cuerpo en esperanza.

Pone mi corazón su desnudez perfecta sobre la noche movida en toda gracia

sobre la noche movida en esperanza.

Paz, paz,

en tierras donde corren los soles amorosos del monte santo;

mis noches iluminadas de pavor, alegres de muertes,

regocijadas de muerte.




 IX

 

 

Agua del día y agua de la noche, oración en mi día y en mi noche.

Crecen en la oración,

y alumbra el tiempo levantado de albas.

Gracia del siervo que escuchó los cielos,

niño en la luz y con la luz y por la luz de Cristo.

Resplandece en sus manos los días y las noches, los días escondidos, las noches escondidas.

Vienen los soles escondidos en la criatura llena de muertes;

árbol crecido en oración donde paran los días y las noches revestidos de gracia.

El agua llena de luz y canción escondida.

El agua llena de cielos y silencios de días con sus noches.

El agua pura de adoración lava la muerte de tu ojo bajo los cielos.




 X

 

 

Está contigo la paloma santa.

Alma mía, somos en Dios desnudez ordenada.

Nos levantan las manos olorosas de paraíso.

Ando sobre la tierra

y en nuestra sangre muero y resucito en la sangre de Cristo.

Desnudez ordenada

en las manos cubiertas de sueños y prodigios de sueño y de prodigio.

Desnudez ordenada por la pasión y la muerte.

Desnudez ordenada que cae en la primera muerte y que levanta la primera vida.

Se pone multiplicada de misterios, y la manzana conviértese en palomas,

y los vientos se cubren por sus vuelos.

Nuestras tierras alumbran recostadas en cielos y mediodías.




 XI

 

 

Puesta está la creación toda en el Misterio con Dios visible en Cristo.

Soy el hombre que oye el soplo primero lleno de la frescura de toda eternidad.

Sobre la tierra, sobre los cielos.

Lavan mis soledades para las bodas,

para las bodas de su presencia.

Sobre las piedras, sobre las noches de las piedras se derraman vientos dichosos.

Mis manos se aniquilan y tocan mi soledad de criatura.

Estoy cubierto de soledad para las bodas.

Abro las puertas.

Vuelan los soles olorosos de soledad profunda;

praderas y cielos,

y lluvias de gracias sobre las praderas.

Nuestras almas son las palomas nuevas.

Antiguas puertas se han abierto.

Yo entro bajo la estrella.




 XII

 

 

Los días anchos, las noches largas,

los días altos y las noches profundas entran por muertes de cruz.

Días y noches en luz donde los muertos reposan su soledad comenzada y desmenuzada.

Días y noches acabados

comienzan a desmenuzar las tierras y los cielos.

La noche en luz

donde los muertos reposan su soledad de niños cantores arraigados en Cristo, desmenuzados en Cristo.

La tierra se reposa en la belleza de toda la semejanza en su belleza.

Aman los días entrados en misterios,

días de amor de adentro de los días del más puro gozar.

Días cuajados de padecer de días en llanto.

Padre nuestro que estás en los cielos…




 XIII

 

 

Mañanas olorosas de la visión eterna

en las mañanas de todas las criaturas profundizadas en misterio.

Mañanas olorosas de todas las criaturas en la visión eterna.

Toco las tierras en la misma belleza

de las mañanas olorosas de la visión eterna:

miran a Cristo las criaturas.

Todas las manos levantadas en la misma belleza.

En mis noches oscuras

los júbilos dibujan sobre los muros luces de espada.

Dichosa el alba de las ciudades que hacen en Cristo sus murallas.

Se enlazan en amor perdidas a sí mismas albas, palomas y corderos.

Cristo levanta los caminos de la oración profunda.

Vigilo mis ojos cubiertos de púrpuras sonoras;

desfallecen las albas sobre las tierras amorosas.




 XIV

 

 

Duermo bajo la estrella mi estrella.

Vísperas de la noche en luz donde comienzan

los días y las noches a desmenuzar las tierras

y los cielos.

Amor, Amor, Amor,

se levanta tu luz y el agua salta.

Se levantan tus albas olorosas de suavidad profunda;

se levantan tus soles olorosos de suavidad toda crecida;

se levantan tus lunas olorosas de iluminada suavidad de niños;

y el agua salta albas, lunas y estrellas.

Saltan las albas, saltan las lunas y saltan las estrellas.




 XV

 

 

Ama tu alma mi alma, paz de los días, paz de las noches nacidas en los espantos de muertes,

y en los gozos de muerte y esperanza de muerte.

Amor, Amor, Amor,

tu alma canta dolor de carne, dolor de vida, pavor de muerte

bajo los cielos llovidos de esperanza.

Amor, Amor, Amor,

viste tu desnudez el agua capaz de las criaturas.




 XVI

 

 

Ha entrado la noche,

la noche de los días con sus noches, las tierras frías y los bosques muertos.

Ha entrado la noche de la carne y de los sentidos,

la noche de las tierras caídas y los cielos muertos.

A luz de alma crece tu alma, crece mi alma;

a luz de alma padecemos en cosas,

y tu pavor en mi pavor, y mi pavor en tu pavor,

toda tu soledad, toda mi soledad.

Ha entrado la noche:

y yo rezo en tu canto,

tu canto en la oración en la noche de los sentidos.

Tu corazón se enciende en tu esperanza;

mi corazón se enciende en mi esperanza.

En sí se gozan las lunas de sueño y los soles de paz de tu alma y mi alma.

Asidas con tus manos lunas de amor; asidos con tus manos soles de amor.




 XVII

 

 

Cae en amor tu alma, cae en amor mi alma,

nuestras almas envueltas en palomas.

Llevo en mis brazos tu alma olorosa de canciones en el día callado

y alegría de cielos del corazón profundo.

Cae en profundidad tu alma, cae en profundidad mi alma

desnuda de imágenes y cosas.

Amo tu alma en el amor del mediodía.

Amo tu alma en mis moradas donde saltan corderos amorosos del mediodía.

Cae en aromas tu alma, cae en aromas mi alma,

en el abrazo de la tierra y el cielo,

y envueltas en palomas asientan las estrellas su oscuridad de espanto.

Amor, Amor, Amor,

los soplos de tus nombres abren las puertas de uno en otro de todo en nada,

y el silencio escondido se derrama desde tu nombre santo de todo en nada de uno en otro amor ceñido.

Amor, Amor, Amor.




 XVIII

 

 

Nos levanta la cruz hacia el río de los aromas.

Entre sí suben las criaturas mansas tendidas en amor a Cristo.

Entre sí las criaturas fuertes sobre asientos de paz

que cuidan las espadas en amor de Cristo.

Amor abre la luz, y se derraman soles y bailan los corderos.

Tu alma canta, mi alma reza en los días cerrados, en las noches cerradas,

en la vida cerrada, en la muerte cerrada bajo los vuelos abiertos de los cielos.

Entre sí suben las criaturas mansas

en los asientos puros de olorosos maderos.

Amada,

afuera nos besaremos desnudos de tinieblas y pavores, tendidos en amor de Cristo.




 XIX

 

 

Miran mis ojos amorosos ensalzados de llamas

los días amorosos y mansos y amorosos.

La gracia limpia mis ojos en la gracia, mis ojos alumbrados en el Nombre.

Nacen y crecen

los angélicos vuelos de la vida y la muerte.

Tu alma canta, mi alma reza

en el olor de voces de voz que nace y olor de voces de voz que muere en suavidad de Cristo.

Corren los días alumbrados, corren las noches alumbradas de su paso.

Mis ojos son los ojos en sus ojos; mis manos son las manos en sus manos.




 XX

 

 

Crecen palomas y un reino de corderos;

crecen palomas multiplicadas y un reino de corderos multiplicados.

La manzana es la muerte,

y el vuelo de las palomas crecidas y el reino de los corderos crecidos, la vida eterna en cielos escondida.

Palomas santificadas en la paloma santa

corderos santificados en el cordero santo.

Se hace la luz en las palomas y los corderos.

Caían las manzanas de muerte en muerte sobre el todo y la nada de la vida.

Fuente:
Jacobo Fijman, 1999

Editor digital: Titivillus

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