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jueves, 23 de abril de 2020

Funes el Memorioso. BORGES A CONTRALUZ. ESTELA CANTO.




He elegido el cuento Funes el Memorioso, escrito por Borges antes de conocerme, porque si la frase de Bernard Shaw es cierta, Funes es una confesión, una imagen de la forma en que se veía a sí mismo a finales de la década de los treinta y de lo que esperaba -de lo que no espera­ba más bien- del destino.
El cuento se basa probablemente en un hecho real. Fu­nes, cuya historia transcurre hacia 1888, es un indiecito de Fray Bentos, en la costa oriental del río Uruguay, de prodigiosa memoria. Ireneo Funes se enorgullece de re­petir, al saludar, los nombres completos de las personas que se cruzan con él, y sabe la hora exacta con sólo mi­rar al cielo. La historia de este gauchito llegó tal vez a Borges por intermedio de Ester Haedo, la mujer de Enri­que Amorim.
Funes tiene dieciocho años. A los diecinueve sufre una caída de caballo y queda paralizado, pero desde su catre de inválido Ireneo logra crear un cosmos. Adiestra su mente, averigua, deduce, intuye; el mundo entero, ese mundo que nunca va a conocer, desfila inagotable y lu­minoso por la mente del indiecito postrado en su cama de un rancho de Fray Bentos. Dos años después, tras ha­ber explorado el universo, haber rozado los arcanos y ha­ber entrevisto que quizás en esa investigación mental es­tá toda la dicha de que podemos disponer, Funes muere.
Dos cosas llaman la atención en este cuento. En pri­mer lugar, Ireneo Funes no es un cuchillero, ni un deser­tor, ni un hombre fuera de la ley, un asesino o un cuatre­ro, como son todos los personajes de clases inferiores presentados por Borges. Funes es un hombre de trabajo.
En segundo lugar, hay aquí una especie de compasión que, sin querer, se le escapa al autor. En toda su literatu­ra Borges cuida meticulosa, casi obsesivamente, que la compasión no asome. «Ni el sentimentalismo ni el mie­do» intervienen en sus cuentos.
Funes solo, inmovilizado y sumido en sus visiones, se parece al Borges conferenciante, hablando como consi­go mismo ante un público que él siente como una vaga nube receptiva. Borges, que todavía veía en los años en que se inició como conferenciante, entraba anticipada­mente en el mundo de los que no ven. De ahí, quizás, esa inusitada caridad por Funes, esa piedad por sí mismo a la cual él nunca se entregó. Y Borges no era entendido por lo que decía: se lo entendía por lo que él era. El pú­blico estaba fascinado por él y esta fascinación iba a re­petirse después en países extranjeros.
La gente no lo veía como se ve a un gran escritor, un hombre excepcional, sino con la veneración que inspira un iluminado. Era la recreación de una situación religio­sa, ese antiguo, olvidado sentimiento entre un bardo y su público. La gente no iba a una conferencia: iba a misa.
Y hay que decir que su ceguera futura no lo dejó nun­ca en la oscuridad. Muchos años después iba a decirme que su mundo era un mundo de nubes blancas, a veces refulgentes; tal vez identificaba estos fulgores con su glo­ria. Él, que no sabía aprovechar nada, supo -como Funes su parálisis- utilizar su ceguera.
Y hablando de esto he de mencionar -a él no le gusta­ba demorarse en el punto- algunos episodios de los co­mienzos de su ceguera. (Es verdad que el proceso se ha­bía iniciado mucho antes, pero de algún modo el mal le dio una tregua. Entre finales del treinta y tantos y finales del cuarenta y tantos puede decirse que Borges veía relativamente «bien».)
Una noche de comienzos de la década de los cincuen­ta, cuando estábamos comiendo en un restaurante de Constitución -ya la relación amorosa entre nosotros había entrado en su período final, pero seguíamos conser­vando la misma rutina- me dijo que creía tener despren­dimiento de retina. Me asusté; le pregunté por qué decía eso, qué síntomas había. Me dijo que en ese instante só­lo podía ver la mitad inferior de mi cara; encima había una especie de banda negra.
No se había equivocado. Los médicos decidieron que había que operar cuanto antes. Cuando mi madre pre­guntó por teléfono a la señora Borges si el médico que iba a operar a su hijo era competente, Leonor Acevedo con­testó que sí, que ese oculista ya había operado hacía unos quince años a Georgie y antes a su marido. Era un hom­bre de mucha experiencia, dijo.
Dados los resultados obtenidos con el señor Borges, que había muerto ciego, mi madre sugirió que se lo hi­ciera ver por un especialista más joven, tal vez un extran­jero. Doña Leonor repitió que todo estaba bien y que no había nada que temer.
Cuando Borges salió del sanatorio había perdido ente­ramente la visión del ojo operado. Con este ojo sólo veía, me dijo, una nube rojiza.
Al principio se pensó que esto iba a ser pasajero, ya que, pese a la nubosidad, él afirmaba percibir de cuando en cuando un color vivo, y decía que podía distinguir de qué lado «estaba la luz».
Una vez, en casa, quiso que hiciéramos una prueba: yo debía encender una lámpara de luz fuerte, taparle el ojo sano y hacerle dar varias vueltas por la habitación para desorientarlo. Guiándose por el resplandor, él debía en­contrar dónde estaba la luz.
No la encontró. Es más: se equivocó totalmente. Pero esto, por el momento, no parecía preocuparle: «Me las arreglo bastante bien con el ojo que me queda», decía, y contaba algún detalle escalofriante: cuando lo operaban con anestesia local había oído el rumor del bisturí cortan­do. «Era el crujido de un papel de seda, como si cortaran papel de seda.» Y recalcaba que le había dado mucho más miedo una visita al dentista. Muchos se maravillaron de su valor; para él, esto no era valor.
Este hombre, de apariencia tan mansa, tenía una fija­ción con el valor, aunque no admiraba el valor real –en este caso, el suyo-. El valor lo emocionaba en los cuchi­lleros, en los «fuera de la ley». De niño había confundido el crimen con el valor y esta impresión infantil nunca fue corregida.
En 1955 tuvo que volver a operarse de desprendimien­to de retina en el otro ojo, el bueno. Quedó viendo colo­res y vagas formas; entre los colores distinguía el anaranjado, el amarillo y el rojo. Hasta 1961-1962 podía, de todos modos, haciendo un esfuerzo, con una mueca que fue registrada en muchas fotos, percibir por unos segundos unas facciones. En uno de esos vislumbres registró a una muchacha de rasgos orientales que asistía a sus cla­ses en la Facultad de Filosofía.
Cuando tras la caída de Perón lo nombraron director de la Biblioteca Nacional, se lo podía ver yendo de la ca­lle de México a la entrada del subterráneo en Indepen­dencia. Iba tanteando con un bastón y solía detenerse en las esquinas para que lo ayudaran a cruzar. Su fama ya era grande, pero no era reconocido por el público en ge­neral. Era frecuente verlo cuando bajaba las escaleras de la estación del subterráneo de Esmeralda y Lavalle, gol­peando la pared con su bastón. Se resistió durante mu­cho tiempo a trasladarse en auto. Se movía como un ex­perto entre los cambios de nivel de los subterráneos y conocía bien todas las combinaciones. Sólo dejó de usar­lo cuando su ceguera fue casi total y su fama creciente le volvía incómodo andar por la calle como un transeúnte cualquiera.
Se hubiera dicho que esta ceguera habría de robuste­cer los cerrojos de su «prisión»; curiosamente, contribuyó a su liberación. Se convirtió en el Bardo Ciego, una fi­gura venerada en toda la ciudad.
En estos años lo llamaban continuamente a mesas re­dondas o entrevistas por televisión. Al poco tiempo se re­trajo y me dijo que había decidido concurrir lo menos po­sible a estas entrevistas. Pensaba, y no se equivocaba, que su nombre era utilizado para levantar algún programa mediocre. Y nombró a algunos directores de programa, o periodistas (muy conspicuos algunos), que le habían dado la sensación de «querer aprovecharse de él».


Las conferencias cambiaron fundamentalmente la vi­da de Borges y lo acercaron a nuevos medios y grupos.
Él siempre se había sentido atraído por personajes es­trafalarios, como el pintor Xul Solar, inventor de una es­pecie de ajedrez de cuatro colores que representaban distintos estratos sociales, como en la Historia del Joven Rey de las Islas Negras de las Mil y una noches. Tal vez el re­cuerdo de este cuento influyó en la simpatía que Borges sentía por Xul (recordemos que el joven rey estaba con­vertido en mármol negro de la cintura para abajo). Xul Solar había inventado también un idioma que suprimía algunas vocales para ahorrar tiempo al hablar. Así, por ejemplo, él llamaba «cuidra» a la cuidadora de su casa, con quien terminó casándose muy prosaicamente.
Una vez me llevó a casa de Xul Solar. El vestíbulo es­taba lleno de colgaduras de arpillera que cerraban el pa­so formando una especie de laberinto.
Quedé impresionada y procuré reproducir la atmósfera de esa casa y los «inventos» de Xul Solar en mi nove­la La hora detenida.
Como ya dije, Borges tomó la costumbre de quedarse a comer afuera, después de sus conferencias, con algunas de sus amigas más asiduas. Las favoritas éramos la princesa de Faucigny-Lucinge, Ema Risso Platero, Delfina Mitre, a quien él llamaba «la mística práctica», y yo. Bor­ges tenía una especial debilidad por la princesa y creo que, al nombrarla, saco del olvido a una persona que, a su manera, fue importante para él.
María Lidia Lloveras, princesa de Faucigny-Lucinge, era una mujer más bien baja, algo entrada en carnes, de más de cincuenta años, con el pelo teñido de un tono rojizo. En su juventud había sido famosa por su cabellera roja. La llamaban «la Colorada Lloveras».
La Colorada Lloveras había sido inmensamente rica. Buena parte de las manzanas de la calle Corrientes en el tramo comprendido entre Leandro Alem y el Obelisco le había pertenecido. Con esto, su pelo rojo y su trato amable, no tuvo dificultades en conquistar uno de los primeros tí­tulos nobiliarios de Francia. Su marido, Bertrand de Fau­cigny-Lucinge, recuperó al casarse su status principesco y se dedicó a dilapidar las rentas de la princesa. Pero en la Argentina sucedió algo peor. Como apoderado y adminis­trador de su fortuna, la princesa había nombrado a un po­lítico conservador de renombre. Este caballero no demoró en hacer que pasaran a su cuenta personal las cuantiosas propiedades de la princesa ausente. El príncipe, viendo que las rentas disminuían, abandonó a su mujer, o tal vez ella, alarmada, lo abandonó. De todos modos, tuvo que volver sola a la Argentina y, tras perder algunos pleitos, vivía aho­ra de una modesta pensión y de la ayuda que le prestaban sus amigas. (Situaciones como ésta han sido moneda co­rriente en los altibajos de las fortunas argentinas. Personalmente he alcanzado a ver algunos de estos derrumbes.)
Esto conmovía a Borges. Como en el caso de Elvira de Alvear, se sentía atraído por mujeres en situaciones de es­ta clase, maniobradas y traicionadas por hombres desco­razonados.
Años después, cuando recordábamos a la princesa, ya muerta, me dijo algo que me sorprendió: «¿Sabes? La princesa es una de las mujeres que más me ha excitado. Sólo estar a su lado me excitaba».
Sin duda esperaba que yo me sorprendiera, dado que la princesa, cuando la conocí, no era joven ni bonita.
No dije nada y él quedó desconcertado. Preguntó: «¿Te parece normal?» «Perfectamente normal», le dije. «El de­seo sexual es caprichoso y no siempre elige la belleza.»
La princesa agradecía las atenciones de Borges. Yo lle­gué a ser bastante amiga de ella. Era una mujer espontá­nea, cordial, que soportaba con estoicismo la pérdida de su fortuna, algo penoso en todas partes, catastrófico en la Argentina.
La princesa era despreciada por haber perdido esa for­tuna y, para castigarla aún más, se achacaba ese despre­cio al hecho de que había sido una mujer de costumbres ligeras. La sociedad prefería olvidarla. Borges compensa­ba esto de alguna manera.
Él siempre la llamó «princesa» y nunca se tomó la li­bertad de tutearla, como era costumbre entonces en ciertos medios, antes de que la televisión estableciera para las nuevas generaciones un tuteo (voseo entre los argen­tinos) general. Pese a esta aparente distancia, Borges se divertía mucho comentando con la princesa la pasión de­saforada (y no correspondida) que había inspirado a una conocida lesbiana. Borges, que veía con diversión y has­ta simpatía la homosexualidad femenina, nunca hacía alusión a la masculina, ni siquiera para denigrarla. La ig­noraba en sus amigos o la ponía a un lado cuando trope­zaba con ella en la literatura. (En Melville, por ejemplo, negándose a ver el siniestro fondo homosexual de Billy Budd.) Cuando era inevitable, usaba la antigua designa­ción bíblica -sodomía- que implicaba la desaprobación divina, con su relente medieval de azufre y hogueras. Años después iba a comentar, conmovido, que se había alojado en París en el mismo hotel en que había vivido Oscar Wilde y solía hablar de la Balada de la cárcel de Reading, pero nunca comentó la tragedia de Wilde. Sospecho que las piezas de teatro de Wilde tampoco le atraían de­masiado. Quizá le gustaba Wilde por haberlo leído en voz alta en casa de S. D., una especie de curiosa fidelidad.
Antes de terminar con Funes, recordemos que Borges siempre se refiere al protagonista de este cuento como el «oriental». «Oriental» es la antigua denominación, hoy ya casi perdida, de los rioplatenses que viven en la mar­gen este del río. Borges nunca usó la palabra «uruguayo», como no fuera de paso. Para él era un neologismo, como «vivencia» o «problemática», palabras que le irritaban y que tanto usan ahora los argentinos y «orientales» que es­criben sobre la «problemática borgiana», expresión que le estremecería de horror y suscitaría en él torrentes de merecidos sarcasmos.
La palabra «oriental» tiene un resabio masónico. Es­tas resonancias aún se encuentran en el Uruguay, desde la cruzada del general Lavalleja con sus 33 hombres has­ta el nombre de la ciudad de Montevideo -basado al pa­recer en un antiguo mapa marcado Monte VI Deo, o sea Monte Sexto para Dios. En fin, la masonería aparece hasta en la plaza Matriz de la ciudad, en su fuente de már­mol, con cuatro emblemas: la Escuadra, el Compás y el Martillo, el Caduceo y la Colmena; y, no más y no menos, en el propio escudo de la República Oriental del Uruguay.
Creo que la simpatía de Borges por el Uruguay se ex­plica en parte por este trasfondo masónico. Se sentía atraído por la masonería, aunque nunca lo dijo. Como siempre, se limitaba a aludir a lo que le era más entraña­ble, pero no lo nombraba.
Otro detalle curioso: el gauchito Funes parece un yo­gui, aunque Borges, este hombre tan interesado en las culturas foráneas, nunca se interesó en el mundo espiritual de la India.


Borges era un hombre que no tenía sentido pictórico ni musical. Sus gustos en pintura eran infantiles. Le lla­maban la atención las láminas de los cuentos para niños. Su artista favorito era William Blake, con sus estampas de Jehovás barbudos, en camisón, abriéndose paso entre las nubes. Estas imágenes le parecían magníficas. No ad­vertía la trivialidad del diseño. También admiraba a los prerrafaelistas, que hablaban a su imaginación, a su al­ma. La gran pintura lo dejaba frío. Burne-Jones le pare­cía superior a Leonardo o a Rembrandt.
En el terreno del arte, era un hombre que sólo acepta­ba lo que sentía. En esto era auténtico. Y de muy pocas personas -artistas o escritores incluidos- puede decirse esto. Algo le gustaba y eso era suficiente. El hecho de que su literatura fuera valorada tan alto no lo hacía sentirse obligado a ajustar sus gustos al nivel establecido del va­lor estético, a la cultura como establishment.
Tampoco lo conmovía la música clásica. Sospecho que, pese a lo que haya podido decir más adelante, lo aburría bastante la pasión de Silvina Ocampo por Brahms. Esta música, tan despreciada en el siglo XIX y tan exaltada a mediados del siglo XX, que era el telón de fondo de las reuniones en casa de los Bioy, lo hacía correr al piso ba­jo del tríplex, donde se ponía a trabajar con Bioy Casares. Otra cosa era si se tocaba un negro spiritual, una milon­ga o algún viejo tango. En todo caso, hizo esfuerzos por apreciar las dilatadas frases musicales de Brahms, que parecen perderse y siempre vuelven a encontrarse.
Una vez, después de una conferencia, fuimos a un res­taurante del centro y me propuso que, en vez de ir al ci­ne, como era lo habitual, fuéramos al bar Richmond, de Florida, donde nos esperaba «el hombre más buen mozo que vas a ver en tu vida».
Quien nos esperaba era el escritor español Francisco Ayala, el mismo que había leído las palabras de Borges en ocasión del premio de honor que le concedió la SADE (Sociedad Argentina de Escritores) cuando él no se atrevía a hablar en público. Borges había olvidado sin duda que yo ya conocía a Ayala.
Ayala era un hombre de rasgos regulares, bien pareci­do, un hombre maduro que prestaba poca atención a su físico. Y esto se notaba. Ayala hubiera sido el primer sorprendido en caso de enterarse que había despertado esta admiración en Borges.
Pero Borges insistió siempre en la belleza de Ayala. Creo que le encontraba cierto parecido con los mazorqueros de Rosas o con lo que él suponía que debía ser la ca­beza de un gaucho. La cabeza de Ayala, con un tupido bi­gote y sus largas mejillas españolas, se acercaba tal vez a la imagen que tenía Borges de un mazorquero.
Esa noche, tras reunirnos con Ayala, Borges propuso inopinadamente que fuéramos al Parque Lezama. Ayala, supongo, quedó algo desconcertado. Probablemente ha­bía citado a Borges para conversar de algo concreto o mantener una charla intelectual.
Fuimos al parque, esta vez en taxi. Borges, creo que a causa de mi presencia en aquel lugar que, para él, era ca­si sagrado, estaba eufórico. La conversación intelectual no se produjo en ningún momento. Tampoco se llegó a nada concreto, si ésta había sido la intención de Ayala.
Tras caminar por los senderos bordeados de macetones con estatuas de jardín italiano representando a dio­ses del Olimpo, llegamos a la entrada flanqueada por dos grandes leones de bronce de lo que había sido la casa so­lariega de los Lezama, ahora convertida en museo, con cañones viejos y balas redondas en el patio. Borges em­pezó a cantar, a voz en cuello, viejos tangos y milongas.
No le gustaban los tangos y las milongas posteriores a 1920, cuando el tango había dejado de bailarse con cor­te y había llegado a los salones. La queja nostálgica había sucedido al ritmo bravío de las primeras dos décadas del siglo. Para él esos tangos tenían un sabor alegre, vi­brante y brioso y había que cantarlos así. (Nunca aceptó a Carlos Gardel, de quien decía que «cantaba el tango co­mo si fuera una ópera». Nunca fue sensible al atractivo de Gardel sobre el público ni entendió su manera de can­tar el tango.) En todo caso, él empezó a cantar vigorosa­mente aquella noche. Eligió El apache argentino, un tan­go estrenado en 1913. No lo cantaba con la letra oficial, sino con la indecente letra original:

Yo quiero ser canfinflero
para tener una mina
mandársela con bencina
y hacerle un hijo aviador,
para que bata el récord
de la aviación argentina...

Otro de sus favoritos era:

Acordate que a mi lado
te pusiste un sombrero
y una pollera papusa
toda de seda crepé...
Y aquella crema Lechuga
que aumentaba tu hermosura...

No desdeñaba alguna copla con música de milonga:

A mí me llaman Pie Chico
y soy de Montevideo.
Lo que digo con el pico
lo sostengo con el cuero.

En otra versión estos primeros versos se convierten en:

Soy del barrio 'e Montserrat
donde relumbra el acero..., etc.

Fue una extraña noche aquella, con Borges cantando a toda voz estas canciones que lo divertían o lo excitaban. Desafinaba, pero lo que conmovía era su entusiasmo, un entusiasmo que se expresaba a través de estas letras más o menos canallescas del folclore porteño.


jueves, 16 de abril de 2020

BORGES. A CONTRALUZ. ESTELA CANTO.





Este libro no tiene bibliografía.
Hablo aquí del Borges vivo, del hombre que conocí. Lo presento en una dimensión que se ignora, a través de las cartas que me escribió, aunque todo el tiempo indago la relación entre el hombre y su obra, explicando a ésta por aquél y a aquél por ésta.
Borges aparece como ser humano, dentro del marco de su país y de las vicisitudes que le tocó vivir.
Él pensaba que la patria es una «decisión», que uno es argentino porque ha decidido serlo. Con esta sim­plificación negaba la otra cara de la moneda: la fata­lidad de haber nacido en un lugar, la fatalidad de un condicionamiento. En estas páginas tomo en cuenta la cara de la fatalidad -que él negaba- cotejándola to­do el tiempo con la patria como elección, que él reco­nocía.
Paso de lo íntimo a lo político, de lo anecdótico a lo fi­losófico, componiendo su figura con estos elementos de distintos planos, incesantemente referidos al contacto personal que tuve con él.
Las anécdotas son numerosas, pero únicamente de dos clases: las que viví con él y las que él me contó. Sólo en el caso de su hermana, Norah Borges, me he permitido con­tar dos anécdotas de oídas. En dos ocasiones cedo a las conjeturas, a las cuales era él tan aficionado. En el caso del Poema conjetural, cuando se refiere a «un remoto día de la niñez», y al indagar los motivos que lo impulsaron a su primer casamiento.





La perfecta forma que supo
Dios desde el principio.

Jorge Luis Borges



Sólo frente a la muerte podrá ver un hombre «su in­sospechado rostro eterno». Sólo frente a la muerte podre­mos nosotros, los que quedamos, ver indicios de ese ros­tro insospechado, «la forma perfecta» que supo Dios.
Borges insistió en casi todos sus cuentos, en sus poe­mas, hasta en algunas entrevistas deformadas -como son la mayoría- que un hombre es «todos los hombres». Es decir, el hombre encierra en sí todas las posibilidades; el hombre es el microcosmos.
La idea, por cierto, no era nueva. Se remonta a la An­tigüedad tardía, fue alambicada infinitamente por los cabalistas españoles de la Edad Media, rejuvenecida por los ardorosos filósofos del Renacimiento, y sigue vivien­do hasta el día de hoy, sin gloria, en los manuales popu­lares de teosofía. Borges no la halló en éstos, sino en los libros cabalísticos -en El Libro de los Esplendores, en Moisés de León-, que tanta atracción tenían para él. Hay dos vertientes de esta idea del hombre como microcosmos: una débil (esotérica y aria) y otra fuerte (secre­ta, tradicional y judía). Borges seguía la tradición de sig­no fuerte.
Esta tradición exige que se tienda un velo sobre las úl­timas verdades, y Borges, un hombre gárrulo, cumplió a un cierto nivel con el mandamiento. Desde sus primeras obras fue enigmático y contradictorio. Uno de sus tem­pranos ensayos está encabezado por una cita de Thomas De Quincey que expresa plenamente su ambigua actitud: «Un modo de verdad, no de verdad central y coherente, sino angular y fragmentada».
La personalidad de Borges era elusiva, escurridiza; era un cierto hombre para cada una de las personas que lo conocían, o creían conocerlo. Y muchas veces éste tenía poco que ver con el hombre que otros habían visto, ad­miradores ocasionales que lo visitaban en su apartamen­to de la calle de Maipú. Su básica coquetería, velada y que solía pasar inadvertida, lo llevaba a mostrar a esta gente el Borges que ellos querían ver.
Yo tuve la suerte de conocerlo en los años tal vez más decisivos de su vida, los años de su madurez como escri­tor; fui su íntima amiga desde sus cuarenta y cinco has­ta sus cincuenta y dos años. Entonces me dedicó el cuen­to que muchos consideran su obra más importante: El Aleph.
Voy a escribir sobre el Borges de El Aleph, el hombre a medio camino entre una juventud que él consideraba fra­casada y una vejez en la cual el triunfo llegó a ser, por mo­mentos, abrumador.
Borges ha sido probablemente el escritor más original de la segunda mitad de nuestro siglo. El Aleph arroja luz sobre su compleja, patética, exaltada y dramática perso­nalidad. Las cartas que me escribió en esos años son un flagrante ejemplo de sus ilusiones, frustraciones y espe­ranzas.
Aunque he de concentrarme en el Borges de este perío­do, nuestra amistad duró, con altibajos, hasta los últimos días de 1985. En noviembre de ese año lo vi por última vez, antes de irse de Buenos Aires a dar la forma final a su vi­da, cerrar el círculo, rubricar su destino y morir.
La tarea no es fácil; demasiadas cosas de mi juventud están implicadas en ese período que va de 1945 a 1952. Me veré forzada a referirme a hechos que tal vez parezcan desagradables o indiscretos. Todos somos entidades cerradas, sólo podemos adivinar a los otros y, por lo ge­neral, vemos en ellos lo que queremos ver.
Borges ha dado claves para penetrar en el laberinto que era su carácter. Una es El Aleph; otra, El Zahír; otra, La escritura del dios, que inventó una mañana que está­bamos en el Jardín Zoológico, junto a una jaula, contem­plando el paseo continuo, desesperado, detrás de las re­jas, de un magnífico tigre de Bengala. Hay otras claves {Funes el Memorioso, El Sur, La intrusa, etc.) que comen­taré reiteradamente en este estudio. La clave de estas cla­ves son dos o tres de las cartas que me escribió.
Cuando se publicó El Aleph, yo lo comenté en una re­vista (Sur). Allí me refería yo a un estado de ánimo mís­tico; a él le gustó el comentario. El agnóstico Borges no era un místico, por supuesto, pero sí una persona capaz de momentos místicos.
Muchos años más tarde, un periodista me preguntó de repente: «¿Qué es El Aleph?» y yo contesté: «Es el re­lato de una experiencia mística». Cuando mencioné es­to a Georgie, me encontré con que él no había olvidado mi artículo, escrito treinta y cinco años antes. Me dijo: «Has sido la única persona que ha dicho eso», dando a entender que podía haber cierta verdad en la cosa. Le gustaba esta apreciación, que se oponía a la difundida idea entre los escritores argentinos, que lo juzgaban un autor frío y geométrico, un creador de juegos puramen­te intelectuales.
Una experiencia mística es secreta, inefable, como el acto del amor o la creación del arte. En el arte y el amor, cuando son genuinos, tratamos de romper una barrera. Si lo logramos, alcanzamos una especie de experiencia mística. Esta clase de secretos no se puede compartir. Co­mo el nombre de Dios para los hebreos, es algo que no se puede pronunciar.
Por naturaleza y por circunstancias, Borges era un hombre sumiso. Él aceptaba el fardo de convenciones y las ataduras establecidas por un medio social presuntuo­so, profundamente tribal, tosco y primitivo.
Los místicos hablan de «la noche oscura del alma». «¿Quién puede distinguir entre la oscuridad y el alma?», se pregunta Yeats, un poeta muy admirado por Borges. Y más allá de esa noche están los éxtasis de la liberación. A su manera tenue, pero empecinada, él luchaba por alcan­zar esa liberación. Los místicos suelen ser tácitos, a veces escriben, rara vez hablan.
Borges, que tanto habló en su larga vida, comentaba sus enamoramientos o pequeños chascos amorosos, pe­ro el pudor le impedía mencionar lo que realmente le im­portaba. Picasso solía decir que para él no había nada más que dos clases de mujeres: las diosas y los felpudos. Borges se acercaba a las mujeres como si fueran diosas, pero algún hecho en su vida demuestra que eventualmente tropezó con algún felpudo.
Para ciertos místicos, el sexo puede ser un medio de romper las barreras. Para otros, la mayoría de ellos, es un instrumento diabólico. La actitud de Borges hacia el sexo era de terror pánico, como si temiera la revelación que en él podía hallar. Sin embargo, toda su vida fue una lu­cha por alcanzar esa revelación.
No era un hombre convencional, pero sí un prisione­ro de las convenciones. Anhelaba la libertad por encima de todas las cosas, pero no se atrevía a mirar a la cara esa libertad.
En la Argentina, su elección de Ginebra para morir fue sentida como una especie de traición. Sólo el enorme res­peto que inspiraba su celebridad -no su obra, no entendida, apenas leída, conocida a través de fatigados clichés, repetidos ad nauseam- inhibió los reproches «patrióti­cos». No fue eso: fue su gran gesto de liberación.
Por otra parte, amaba intensamente la vida y quería «entender». Los hindúes dicen que la meta de la vida no es la felicidad, sino el conocimiento, que sólo a través del conocimiento podremos alcanzar la felicidad. Borges buscó esa felicidad en los libros y en algunas mujeres. Co­mo todos, debió aprender en la dura escuela del dolor y del fracaso. La felicidad la encontró finalmente en el conocimiento, en el amor sublimado y -no más y no me­nos- en la admiración que suscitaba en todas partes. Es­to era una especie de amor. Una de las últimas veces que lo vi me dijo: «No hay un solo día en que no tenga uno o dos momentos de felicidad perfecta».
Esto quería decir que «el círculo se iba a cerrar», que la espera estaba terminando, que la muerte, su «libera­ción», ya estaba ahí. Y sólo sentía curiosidad por el lugar, la hora, las últimas imágenes. El lugar lo eligió.
Nuestra amistad es el relato de un amor frustrado. To­dos sus amores lo fueron hasta una tarde, en Nara, cuan­do al tocar un Buda descubrió su voz verdadera, esa voz que también eran sus ojos. El hecho de que lo entendie­ra creó sentido, trazó la forma perfecta que él estaba bus­cando y que Dios le tenía destinada.


Voy a contar la historia de un desencuentro. Tal vez es­te desencuentro sirva para lograr un mejor entendimien­to de Borges.
Él era un hombre cauteloso. Temía herir o escandali­zar. Sabía que era distinto y esto creaba una inhibición. (A veces, cuando sentía celos o no le gustaba una perso­na, podía salir de su reserva y ser agresivo, pero esto no era frecuente.)
En vez de mencionar, él prefería aludir. Todos sus es­critos -cuentos, poemas o artículos- abundan en insinua­ciones, en cosas nombradas a medias, en nombres cambiados. Era una especie de juego secreto en él. Daré un ejemplo. En La muerte y la brújula, curioso relato, una alegoría que el autor disfraza de «cuento policial», el hé­roe, Erik Lönnrot, es llevado por sus conclusiones y cálcu­los a tres de los puntos cardinales de la ciudad. Un hom­bre había muerto en cada uno de esos puntos: sólo queda el Sur. Y a ese sur se dirige Erik Lönnrot, sabiendo que la muerte lo está esperando en un paraje determinado, Triste-le-Roy.
Triste-le-Roy era Las Delicias de Adrogué, un hotel donde «gente bien», de mediana posición económica, solía tomarse unos días de vacaciones a principios de siglo. Esa gente no iba a Mar del Plata, donde grandes mansiones, en forma de chateaux franceses, empezaban a ser construidas por los terratenientes con prosapia o sin ella. Los Borges, una vieja familia del Río de la Pla­ta, no eran terratenientes. Sus medios eran limitados. En consecuencia, pasaban el verano en el hotel de Adro­gué. Más adelante iban a una casita en Adrogué, desde donde me escribió algunas de sus cartas más conmove­doras.
Borges adoraba Las Delicias, donde la familia ya no se alojaba, aunque solía ir a comer allí. No sé qué recuerdos el lugar encerraba para él, pero las caminatas por los sen­deros del jardín, bajo los grandes y viejos eucaliptos, eran uno de sus placeres. Y se sintió apenado cuando echaron abajo los árboles.
En la década de los cuarenta Las Delicias era un edifi­cio venido a menos, con el encanto nostálgico y la elegan­cia inesperada de los nuevos pobres. Las palmeras y helechos en tiestos habían desaparecido, pero las grandes ventanas con rombos rojos, azules y amarillos de vidrio fascinaban a Borges. En La muerte y la brújula describe estos rombos, dotándolos de un significado mágico.
Las Delicias aparece en el cuento con el extravagante nombre francés de «Triste-le-Roy». Me pregunto si esto no es una alusión a sí mismo, a alguna triste experiencia de su adolescencia en ese lugar. ¿Era él mismo Triste-le-Roy? ¿Era él mismo que se veía destinado a la muerte después de ver las señales en tres puntos de la ciudad, en ese Adrogué donde quizá conoció una fugaz dicha, una duradera melancolía? «La primera letra del nombre ha sido articulada», del nombre que no debemos mencionar. La última letra está en Triste-le-Roy. ¿Era él ese rey tris­te y derrotado? ¿Era Borges mismo ese Erik Lönnrot que marcha deliberadamente hacia su muerte? En todo caso, él marchó conscientemente a la suya, que no fue en el de­solado sur de las pampas, sino en el norte y el este, por donde sale el sol.
En sus cartas a mí hay alusiones a lugares que, en su mente, estaban asociados a mi persona: el Parque Lezama, Constitución, el Hervidero, en el Uruguay, donde la familia de mi madre había tenido tierras.
Estas anotaciones han sido necesarias antes de contar la historia, a veces dolorosa, a veces trivial, de nuestras relaciones.
Espero ser clara. La sinceridad la tengo. Nada que no sea sincero y fidedigno tiene interés. Y Jorge Luis Borges no merece nada menos.

Fuente:

Diseño de cubierta: Mario Blanco
Diseño de interior: Orestes Pantelides
© 1989, Herederos de Estela Canto
© 1989 y 1999 Espasa Calpe, S. A., Madrid (España)
Primera edición argentina: mayo de 1999
Derechos exclusivos de edición en castellano:
© 1999, Compañía Editora Espasa Calpe Argentina S. A.
Independencia 1668, 1100 Buenos Aires
Grupo Editorial Planeta
ISBN 950-852-140-6
Hecho el depósito que prevé la ley 11 723
Impreso en la Argentina

jueves, 3 de octubre de 2019

Ezra Pound,Chesterton,Leconte de Lisie,Flaubert,Hugo, Verlaine, Toulet, Mallarmé,Neruda, etc. Bioy Casares. Diarios íntimos. Borges.


Miércoles, 5 de junio. 1963.
 Come en casa Borges. Sobre el nuevo divancito
dice: «Qué lindo diván. Parece que él mismo descansara... Cómo no va
1. Véanse declaraciones de Bioy en: El Búho, nº 5 (1963) [«PREGUNTA: ¿En qué consistirá
el Arte poética que está escribiendo? BIOY: Mi poética acaso consistirá en una suerte de
extracto de mi experiencia de ese arte. Un ABC o cartilla para escritores que empiezan, con
listas de lecturas»]; Cl, 16/12/76 [«Pensamos hacer un libro sobre técnicas literarias o, mejor
dicho, una suerte de ordenamiento alfabético, un diccionario de temas literarios, libros
y autores. Un poco como el ABC de la lectura de Ezra Pound»]; La Opinión, 14/12/77 [«Hace
un tiempo entusiasmé a Borges con la idea de escribir un diccionario de procedimientos literarios,
algo así como la retórica desde adentro»].
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a ser cómodo, si él mismo descansa». Se pregunta: «¿Se dice: "Cuatro sillas
sentadas a la mesa"?».
Leemos «Le jaguar» de Leconte de Lisie:
Sous le rideau lointain des escarpements sombres
la lumière, par flots écumeux, semble choir;
et les mornes pampas où s' allongent les ombres
frémissent vaguement à la fraîcheur du soir.1
BORGES: «Lástima que puso rideau. Si quería describir un mundo primitivo,
no debió emplear palabras así. En este sentido está bien Chesterton:
cuando describe un mundo primitivo no emplea palabras de la civilización;
Milton, en cambio, pone teatros... Les escarpements revelan al
europeo que no puede, aunque se lo proponga, imaginar un paisaje sin
montañas. Además vio en el mapa los Andes, de modo que no se priva de
ellos. Los dos últimos versos de esta estrofa están bien. Justifican la afirmación
de Groussac, de que Leconte de Lisie intuyó la pampa... La intuyó
a golpes de enciclopedia». Leo:
Des marais hérissés d'herbes hautes et rudes,
des sables, des massifs d'arbres, des rochers nus,
montent, roulent, épars, du fond des solitudes,
de sinistres soupirs au soleil inconnus.
La lune, qui s'allume entre des vapeurs blanches,
sur la vase d'un fleuve aux sourds bouillonnements,
froide et dure, à travers l'épais réseau des branches,
fait reluire le dos rugueux des caïmans.
Les uns, le long du bord traînant leurs cuisses torses,
pleins de faim, font claquer leurs mâchoires de fer;
d'autres, tels que des troncs vêtus d'âpres écorces,
gisent, entre-bâillant la gueule aux courants d'air.2
1. [Bajo el lejano telón de las escarpaduras sombrías,/ la luz cae como en mareas de espuma;/ y
las tristes pampas donde las sombras se alargan/ tiemblan vagamente ante la frescura de la noche.]
2. [Desde los pantanos, erizados de hierbas altas y ásperas,/ desde las arenas, macizos de árboles
y los roquedales desnudos;/ se elevan, rodando en desorden desde el fondo de las soledades,/ suspiros si-
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BORGES: «LOS caimanes —que son figurantes— están de más. En ese
paisaje hay demasiada botánica y demasiada mineralogía: recuerda esas
láminas de enciclopedias en que están la fauna y la flora de una región;
los animales están mirando para el mismo lado, unos al lado de los otros,
y no se dan cuenta de los que tienen cerca». Leo:
Mais voici qu'il [el jaguar] se tait, et, tel qu'un bloc de pierre,
immobile, s'affaisse au milieu des rameaux:
un grand boeuf des pampas entre dans la clairière,
corne haute et deux jets de fumée aux naseaux.1
BORGES: «NO está bien esta entrada de los animales. Parece que los empujaran;
no tienen vida: parecen animales embalsamados». BIOY: «Además,
uno siente que el autor se propuso el poema como un tema; composición,
tema: El jaguar. En ningún momento se deja llevar por la inspiración; uno
pediría hasta un abandono a una ocasional negligencia». BORGES: «No, se
mató todo con este poema. ¿Cómo no se dio cuenta, cuando trabajaba
tanto, que con esos personajes no conseguiría mucho? Un grand boeuf des
pampas, el jaguar y los caimanes, como figurantes, en un paisaje hecho à
coup d'encyclopédie. Más aceite da un ladrillo. Pero está bien que se vea el
miedo del toro; están bien el jaguar y los ojos del jaguar:
l'oeil mi-clos et le mufle en avant...».2
BIOY: «LO malo es que uno ve los aciertos meramente como pasajes bien
resueltos». BORGES: «La poesía no puede ser eso. ¿Por qué le gustaría tanto
a Groussac? Porque era un escritor serio, no un macaneador». BIOY: «Serio
es, desde luego, pero con una seriedad sin vida». BORGES: «George Moore
compara a Leconte de Lisie con una visita al Palacio de Justicia por donde
corre un chiflón frío. Tiene el sistema de Flaubert: se documenta bien y essiniestros
que no conoce el día.// Entre blancos vapores encendida, la luna,/ sobre el limo de una corriente
que barbotea sordamente,/ fría y dura, a través del espeso ramaje,/ hace relucir el lomo rugoso
de los caimanes.// Unos, estirando morosamente sus patas torcidas a lo largo de la orilla,/ chasquean
hambrientos sus mandíbulas de hierro;/ otros, como troncos cubiertos de ásperas cortezas,/ yacen con
las fauces entreabiertas a las corrientes de aire.]
1. [Pero entonces (el jaguar) se calla, y, como un bloque de piedra,/ inmóvil, se hunde en medio del
ramaje:/ un gran toro de las pampas ha entrado en el claro,/ cuernos en alio y dos chorros de humo en los
ollares.]
2. [el ojo entrecerrado y el hocico hacia adelante].
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escribe. Yo creo que aspiraban a no equivocarse; no a acertar, sino a no equivocarse.
Entonces no hubieran debido tomar temas lejanos. Si uno escribe
sobre la China, no importa que no se equivoque: la impresión de falsedad
la da igual. Mejor me parece el sistema de Longfellow, que escribió su poesía
sobre los pieles rojas,1 y les inventó mitos. Valencia imitaba sin duda a
Leconte de Lisle, pero de cualquier modo, sin mayor esfuerzo. También Rafael Obligado
sigue el sistema de cuadritos». BIOY: «Cuadritos poblados de animales
embalsamados, de botánica que proviene de listas preparadas de antemano
». BORGES: «En casa, Carriego leía una traducción de Pérez Bonalde
del "Cuervo" de Poe. En el libro había grabados en acero: en uno está el
cuervo y, escuchándolo, la cara del mismo Poe». BIOY: «Pedro Miguel [Obligado]
tradujo "To my Mother"».2 BORGES: «La traducción no será peor que
otras. No será peor que el original».
Hablamos de grandes poetas franceses: Hugo, Verlaine, Toulet, Mallarmé
sin duda, Baudelaire, por momentos Rimbaud. BORGES: «Racine
ha de ser un gran poeta. ¿Y Henri de Régnier no será bueno? Todos los
poetas de este continente han de corresponder a uno u otro de estos poetas
franceses». BIOY: «SÍ, se los repartieron». BORGES: «¿Por qué Samain
gustaría tanto a Lugones? Otro misterio es Éluard. Los otros días, no sé
quién, que hablaba con conocimiento, atinadamente, de Toulet, después
reconoció que, es claro, Éluard era un gran poeta». BIOY: «¿A quién se
parecerá? A Molinari. Un Molinari más azucarado: no por buen gusto
Molinari no es azucarado, sino porque todo él es reseco». BORGES: «¿NO
habrá franceses que escriban poemas tan insensatos como los de Neruda?
¿Vos creés que allá también habrá santones, como acá? Qué absurda
la idea de Heredia, de suponer que de toda la Historia sólo quedarían
cuadritos. Ese poema grotesco de Rimbaud sobre el cura,3 ¿no
está bien? (Pausa) Aunque no está muy bien... En cuanto a Baudelaire,
todo es tan feo y tan lujoso... Wilde, que no era buen poeta, hacía lo
mismo, pero un poco en broma. Poe, que tampoco era buen poeta, se le
parecía mucho. Bueno, tal vez Poe sea un poco mejor». BIOY: «NO creo.
Todo es demasiado fabricado».
Leemos a Apollinaire. BORGES: «ES muy casual. Llevado por la rima
puede tomar para cualquier rumbo. En sus mejores momentos está muy
bien: en "La jolie rousse", en "Cors de chasse" hay versos que uno qui-
1. The Song of Hiawatha (1855).
2. POE, Edgar Alian, «A mi madre» [H, nº 1279 (1934)].
3. «Les premières communions» (c. 1871)
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quisiera repetir. En Neruda no hay versos que uno quisiera repetir. Además,
si uno lee a Apollinaire, tiene la impresión de que, por momentos al menos,
siente lo que dice y lo dice porque quiere. Neruda no ha de recordar
sus propios poemas. Nadie puede recordarlos, y si alguien se los leyera
y salteara un verso, Neruda no se daría cuenta... Apollinaire puede
ser sentimental. Los franceses no temen ser sentimentales, y lo hacen
bien. Escribe sus versos con un poco de descuido, por momentos como
si no le importaran mucho. Eso está bien. Los argentinos (y sudamericanos)
que lo imitan son más secos: los poemas les resultan muertos. Apollinaire
es un poeta que uno puede admirar, pero no respetar mucho».
BIOY: «Y hasta querer un poco». BORGES: «Neruda cambia de estilo y de
tono en un poema, sin darse cuenta. Es un bruto. Empieza bien el poema
sobre Walt Whitman porque sin duda le quedó en el oído el ritmo de
versos de Whitman que estaría leyendo, pero después llega al disparate y
de pronto se le llena de negros el poema, que se convierte en otro: en un
poema contra los Estados Unidos.1 Es un discípulo de Lorca, mucho
peor que Lorca. El mejor Lorca es el que escribe poemas andaluces y gitanos.
Cuando creyó que podía escribir de todo, cuando escribió los versos
libres de Poeta en Nueva York, escribió poemas horribles. Estos poetas,
en cierto modo, son muy hábiles. No se les puede acusar de insensatos,
porque están jugando a ser insensatos. De todos modos, una barba con
mariposas o una barba marinera2 son ridiculeces bastante feas». BIOY: «Neruda
gusta porque a veces es cursi sin asco. Gusta a gente a quien gusta
Pedro Miguel (que es mucho mejor), pero que sabe que Pedro Miguel
está desacreditado. Aquí pueden abandonarse al placer de la cursilería,
porque viene entre modernidades feas y concretas, que les garante que
el poeta no es cursi, sino moderno». BORGES: «Pero, ¿cómo les gusta? Esa
gente ¿nunca leyó un buen poema de Bécquer? ¿Ignora el placer que da
un buen poema? Yo creo que Neruda está por debajo de Molinari. Siquiera
Molinari es un poco misterioso». BIOY: «Octavio Paz, con dolor en
el alma, condenaba en Neruda al hombre y admiraba al poeta. Estaba
muy apenado».
1. «Yo no recuerdo/ a qué edad, / ni dónde, / si en el gran Sur mojado/ o en la costa/
temible, bajo el breve/ grito de las gaviotas, / toqué una mano y era/ la mano de Walt Whitman:
[...] Pero no sólo/ tierra/ sacó a la luz/ tu pala:/ desenterraste/ al hombre/ y el/ humillado/
esclavo, / contigo, balanceando/ la negra dignidad de su estatura, / caminó conquistando/
la alegría» [«Oda a Walt Whitman». In: Nuevas odas elementales (1956)].
2. «[...] he dejado de ver tu barba llena de mariposas» [«Oda a Walt Whitman». In: Poeta
en Nueva York (p. 1 9 4 0 ) ] .
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Leemos poemas de Neruda y de Paz. Los de Paz, no libres de fealdades
y estupideces, parecen mejores. BORGES: «En la "Oda a Lorca", Neruda
hacia el final habla de su melancolía de hombre varonil.1 Está escribiendo
sobre un manflora y que no vayan a confundirlo: qué miseria.
Incomparablemente mejor es el poema de Machado sobre la muerte de
Lorca:2 tiene inspiración. Yo le decía a Amorim que el poema de Martínez
Estrada sobre Whitman3 era mejor que el de Neruda. "¿Cómo vas a
comparar —me preguntaba— a ese viejo confuso con un gran poeta?" Yo
le decía: "Olvidate de Martínez Estrada, olvidate de Neruda: leé los poemas,
compará los poemas". El pobre Amorim no tuvo suerte. Era muy
cordial, muy amigo de todos, pero no creo que Neruda ni nadie lo recuerde...
». BIOY: «Por una razón misteriosa, quedó huérfano de apoyos.
Ni los uruguayos ni los comunistas, que valoran tanto lo que tienen, se
interesan mayormente por él».
BORGES: «Hay un poema de Matthew Arnold en que se pregunta: si
la vida es tan breve, ¿por qué todo ese esplendor de palabras?».4 Dice los
versos y observa: «La idea está bien y no fue expresada antes. Arnold escribió
poemas espléndidos, como el admirable "Dover Beach", pero también
muchos muy fríos».
Fuente:

Autor: ADOLFO BIOY CASARES
Título: BORGES
Edición al cuidado de Daniel Martino
Destino, 2006, 1ª edición – Colección Imago Mundi, 101
Cartoné editorial y sobrecubierta ilustrada – 1663 páginas – 23x15 cm

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