Princeton,
1975
Mi padre se
rehúsa a viajar en avión debido a sus delirios, plagados de presentimientos
fatalistas. Planifica, entonces, un viaje en barco desde el puerto de Algeciras
a Nueva York. ¡Y cómo viajábamos nosotros! Con perro, miles de maletas, bolsas
y cocavíes.
De cualquier
modo, esta aventura llena a mis padres de ilusión
luego de cuatro años viviendo en Calaceite. Han viajado mucho el último tiempo,
pero sólo por temporadas cortas, por lo que la idea de pasar cuatro meses en
Estados Unidos y estar tan cerca de Nueva York, donde tienen tantos amigos, los
entusiasma. Pero la vida ahí no les resulta tan fácil como esperaban. Para
vivir, José Donoso necesita trabajar, generar dinero, pero al mismo tiempo
quiere terminar Casa de campo
y no estar lejos de su agente literaria, Carmen Balcells, quien le proporciona
trabajos con que sobrevivir.
Frecuenta a
algunos chilenos que viven ahí en ese momento: al hijo de Gabriel Valdés, al
hijo de Volodia Teitelboim y, sobre todo, a Claudio Spies, su amigo de la niñez
durante su permanencia en el colegio The Grange. Spies era entonces director
del departamento de música de la universidad, y fue
muy cercano a Stravinsky, por no decir su confidente. Se reencontró también con
otro gran amigo, John Wideman, escritor afroamericano con el que se siente muy
acompañado y con quien sostiene largas conversaciones.
Pese a todo,
le escribe a su padre, desilusionado por las dificultades que está pasando.
Estoy
preocupado porque Pilarcita está inquieta y
desazonada, echando de menos su pueblo. En lo que se refiere a María Pilar,
también está pasando por un difícil período de adaptación, sobre todo en estos
momentos que estamos tratando de solucionar las dificultades básicas —auto,
tele, clases, niña, máquina de escribir— hasta que podamos estar viviendo normalmente.
Lo malo es que una vez instalados poco nos faltará para partir otra vez. En
fin, yo también desazonado porque no logro pescar el
hilo de mi novela que tengo perdido desde hace varios meses debido a distintas
circunstancias... Espero que pronto se arreglará todo y pueda ver claro, para
trabajar y decidir dónde me llevará el futuro.
Todo lo
práctico los agobia. Mis padres no saben cómo instalarse para llevar una vida
cómoda. Son incapaces de tomar las decisiones domésticas
más simples. Yo fui bastante infeliz durante ese tiempo en Princeton, a pesar
de lo maravilloso del lugar, que ha quedado guardado en mi memoria. Me sentía
tensa, inquieta, echaba de menos el pueblo, a mis amigas, correr libre por
todas partes, que todos me conocieran, ser la «reinita mimada» de toda esa
buena comunidad que era Calaceite.
Como no
hablaba inglés, todo se me hacía muy duro. Me
matricularon en un colegio público con negros, chinos, alemanes, coreanos,
etcétera, y la única amiga que pude hacer era una niña francesa, hija de un
profesor también invitado a la universidad, con la que tenía en común que
ninguna de las dos hablaba inglés. Además, yo no hablaba francés ni ella
español.
Es ahí cuando
mis padres me cuentan que soy adoptada. Sobre eso, mi padre le escribe a su cuñada:
Por el
momento, estamos luchando con problemas graves. Finalmente le dijimos a la
Pilarcita —presionados por expertos— que es adoptada. Esto ha producido, como
era de esperar, grandes problemas en la niña y en María Pilar. Te imaginarás lo
que ésta sufrirá cuando, si a veces la trata con mano firme, la niña sale con
«tú no eres mi mamá de veras». Es terrible, no han pasado más de dos veces, pero te aseguro que es terrible, me
imagino que para las dos. Para mí no tanto. Yo no tengo mucho sentido genético
de lo que es ser «padre». Si soy «padre» bueno no es porque soy «padre», sino
porque quiero a la niña y porque tenemos una relación específica de cariño que
se mantiene sea cual sea la circunstancia de nuestro «parentesco». El hecho de
que sea un buen padre no está condicionado, en
realidad, por el hecho de que yo sea su padre, sino en mi elección y
determinación de serlo. Esto facilita mi relación con ella, y hace posible para
mí ver los problemas que se suscitan entre las dos y en lo posible ayudar, lo
que a veces no me resulta mucho, pero en fin.
Es una época
traumática, difícil, con sufrimientos y complicaciones, tanto para mis padres
como para mí. Hay una nueva realidad familiar y el
manejo de ésta se hace complejo; es un desafío doloroso para todos. Mi rebelión
ante tal descubrimiento es cada día más agresiva. Mi padre confía en que las
cosas se están arreglando a pesar de los altibajos. Siente que mi amor hacia él
es incuestionable y el de ellos dos hacia mí también.
Desde Chile la
familia de mi padre escribe demandando su presencia. Su madre está notablemente deteriorada, el fin se avecina. Él no
sabe bien el futuro que tendrá entonces la casa de calle Holanda, ni el de su
padre ni de sus sobrinos Martín, Claudia y Gonzalo, que viven ahí. Pero se
niega al retorno, no sólo por cuestiones políticas (teme que el gobierno de
Pinochet lo deje entrar al país pero no pueda salir más), siente que está
desconectado, que su vida se rige en ese momento por
coordenadas totalmente diferentes a las de la gente de Santiago. Hace once años
que no vive en Chile, tiene una hija española y económicamente depende,
también, de España. Mal que le pese, es chileno sólo por su pasaporte y porque
su familia vive allí, aunque por sobre estas sensaciones hay también un dejo de
añoranza. Escribe en una carta a su hermano Pablo:
Ustedes han
disfrutado de algo que ni yo, ni María Pilar, ni mi
hija conocemos desde hace mucho tiempo: la seguridad, la familia, la
no-soledad, la facilidad de vivir que nosotros desconocemos desde hace tanto y
que ustedes han preservado pese a Allende y pese a Pinochet. Para mí, la lucha
por sobrevivir es diaria, y se efectúa en un plano que va de mes a mes. Cuando
quiero un cambio, unas vacaciones (en mi profesión
las vacaciones no existen, ni los permisos), no puedo alquilar una casa y
trasladarme con mi familia y amigos. Ni dedicar mis ratos de ocio (no tengo
ocios) a algo que bien querría hacerlo. No tenemos amigos verdaderos, de toda
la vida, como ustedes... Bueno, es verdad que tenemos otras cosas que también
son buenas.
Mientras dura
la estadía en Princeton, mis padres deciden definitivamente
no volver a vivir en Calaceite. El aislamiento del pueblo terminó por
desesperarlos. Si en un momento fue algo positivo, después de cuatro años ya no
lo era. Deciden, además, que a mí tampoco me estaba haciendo bien.
Princeton ha
despertado en él todos los recuerdos de su paso como estudiante: las amistades
que conservó, los maravillosos profesores; los lindos edificios entre los
parques, plagados de hojas en otoño y de flores en
primavera; las inquietudes literarias que se le abrieron en ese entonces, la
publicación de sus primeros cuentos, «Blue Woman» y «The Poisoned Pastries», en
la revista literaria MSS de la universidad.
También es un
momento en que la pintura vuelve a tomar gran importancia para él. Años antes,
en Chile, siendo muy joven y gran dibujante, había tomado
clases de pintura e incursionado en la disciplina. Durante sus estudios en
Princeton también pintó e incluso en una exposición vendió tres desnudos por
cinco dólares cada uno. En una carta dirigida a doña Momo que rescaté del
olvido le cuenta en enero de 1951:
Yo cada día
más interesado por la pintura. Tengo ahora el curso más maravilloso del mundo,
que se llama «The Northern Rennaissance». Tres clases
y una discusión cada semana. El examen final es lo siguiente: nos dan la quotation de Eckhardt «What is man that thou art mindful of
him?», y uno puede hacer lo que se le dé la real gana con ella. Un amigo mío
escribió sólo un soneto; otro, un cuento de cuarenta mil páginas; Waring Biddle
hizo un film; John Elliott pintó un tríptico moderno; Bob Belknap escribió una
cosa que él llama un «Interplanetary Pastoral»,
totalmente genial e insano; Tony Devereux, un diálogo entre él y Lutero; Art
Windels, un diálogo entre tres bolas de billar blancas, etc. Yo escribí una
cosa larguísima llamada «The Private Collection of J. M. Donoso», en la que
hago con palabras un grupo de diez pinturas imaginarias, por pintores del
Renacimiento. «Retrato de un hombre con un sombrero color ciruela», por Fouquet, representa mi idea del escepticismo.
«Retrato de un santo», mi idea sobre el misticismo, éste es por un maestro
alemán desconocido, del siglo XV; «Retrato de una mujer noble», por Clouet, mis
ideas sobre la belleza; «Hombre y mujer desnudos», por Cranach, mis ideas sobre
el amor; «El enano», por Carreño, mis ideas sobre la compasión humana;
«Pecador», por Bosch, sobre la degeneración y el
pecado; «Alegoría del paraíso», por Memling, mis ideas sobre la felicidad;
«Alegoría al infierno», por Van Eyck, ideas de lo contrario de felicidad;
«Retrato de una niña con una flor azul en la mano», por Van der Weyden, ideas
de inocencia; «Retrato de un Rey», por Holbein, ideas de poder.
Tuvo un
success feroz, pues en el estilo de inglés traté de imitar el estilo de
pintura, y las ideas eran siempre las mías, no las
del pintor, tratando de poner cada cuento —es en realidad una serie de diez
cuentecitos de más o menos cuatro páginas de largo cada uno— fuera del tiempo.
La temporada
en Estados Unidos se prolonga más de lo esperado, pues le ofrecen dar clases el
siguiente semestre en la Universidad de Dartmouth, donde permanecimos hasta ese
verano. Luego, pasamos una temporada en Cape Cod, en
casa de Kurt Vonnegut. Mi padre lo admiraba inmensamente, pero a la vez se
sentía disminuido ante él. A pesar de tener cierta fama y que gran parte de sus
obras estuviesen traducidas al inglés, sentía una especie de envidia afectuosa,
ya que distaba mucho de la calificación de best-seller, hasta que un día Carmen
Balcells le dijo:
—Pepe, tú no
eres un best-seller, sino un long-seller.
En aquel
tiempo siempre había pretextos para juntarse con amigos, profesores y alumnos.
La conversación era estimulante y el vino y la alegría llenaban la vida.
Después de
estas vacaciones volvimos a Nueva York, desde ahí mi madre y yo volvimos a
España, gracias a Dios, en avión.
Mi padre
decide quedarse por dos meses más en casa de su amigo John B. Elliott, trabajando en la idea de un guión para una película
sobre la vida de Rimbaud en África. Esta propuesta se la hizo un ex alumno suyo
de Iowa, Lenny Schrader, convertido entonces en uno de los principales
guionistas de cine de Hollywood. Entusiasmado, le escribe a mi madre:
Si el guión
cinematográfico pega, si les gusta a los productores, y no hay razón para que
no sea así, ya que está dentro de la línea
contemporánea de cine de acción —será sobre todo la vida de Rimbaud en África
como contrabandista de armas y como traficante de esclavos— y con muy bellas
posibilidades para un par de buenos actores. Es un carril que debo tomarme, que
me abre las puertas como guionista de Hollywood, donde, trabajando un poco cada
año, podré ganar dinero en cantidades. Pero no seamos como la lechera y esperemos. En todo caso, esto no significa
que dejo mi novela, sino que la interrumpo por dos meses, para volver después a
ser un escritor «serio»; como digo, es un carril, pero un carril que me debo a
mí mismo y a mi familia. Veremos. Capaz que me haga rico.
Este proyecto
cinematográfico, como muchos otros, tampoco se llevó a cabo.
Los temores e
inseguridades que lo han perseguido siempre y lo
perseguirán hasta la muerte, no cesan durante este tiempo. Al contrario, se ven
reforzados ante este mundo académico americano tan relevante. De hecho, durante
su permanencia en Nueva York le confiesa esos temores a mi madre. Es septiembre
de 1975 y está lleno de angustia.
No he recibido
ni una sola palabra tuya. Para qué te digo lo perturbado que esto me tiene,
incluso me cuesta concentrarme en mi trabajo. En la
noche no me duermo si no tomo un Valium, cosa rarísima en mí. No he visto a
nadie. Tim Braine se dejó caer una tarde. Ni siquiera a María Luisa Bastos, ni
a nadie he visto. Pasado mañana estoy invitado a cenar en casa de Kurt
Vonnegut, con Susan Sontag, Joe Heller et al. Estoy aterrado. Le dije que no
sabía si podía ir... básicamente porque trabajo tanto
que termino agotado, y ese día es justamente el día que hemos decidido, Len y
yo, terminar la primera parte del screenplay.
Sus miedos
finalmente se concretarían unos días después.
Han pasado
cosas importantes, no todas buenas, y su carta me llegó, justamente, en el
momento mismo del suicidio o poco menos. Figúrese que Kurt Vonnegut me dio una
comida: comensales, Susan Sontag, el famoso Michael
Arlen (hijo, no el padre) con su mujer, hija del pintor Ivan Albright, y
Doctorow, el de Ragtime,
best-seller universal y se ha hecho millonario, etc. En la comida me trencé con
la Sontag, y después que discutimos le conté lo que estaba haciendo en Nueva
York. Ella, que es una maravilla pero insoportablemente arrogante, me dijo:
«¿No sabes que hace tres años el director Nelo Risi,
en Italia, hizo un film sobre la vida de Rimbaud con Terence Stamp y Florinda
Bolkan, que se llamó A Season in Hell, y que fue un flop
completo, que casi no se exhibió?». Cuando la oí sentí que me moría. Le
pregunté cómo sabía: «I edited it», me respondió. Ya no cabía duda. El fracaso.
Habíamos hecho un tercio del guión, pero habíamos trabajado mucho y fue un golpe
duro.
De ahí mismo llamé por teléfono a Lenny Schrader. Me dijo: «Estoy
escribiendo, pero lo dejo aquí mismo, no sirve para nada seguir». Llamó a
Hollywood, donde le dijeron que si así era, iba a ser poco probable vender el
guión: «If you’ve been doing that, you’d better go out and get drunk». Which we
both did. Pero eso no arregla nada. De modo que al día siguiente me reuní con
Lenny para despedirnos e irnos cada uno por su lado,
él a Hollywood, yo a España.
Pasados unos
días, sin embargo, el desánimo de mi padre desaparece y otra vez su mente se
llena de proyectos. Baraja otros temas, otras posibilidades: la vida de Poe, la
vida de Gertrude Stein, una película sobre la adopción. Finalmente, recuerda a
sir Richard Burton, el gran explorador inglés del siglo pasado, traductor de Las mil y una noches, una de las
personalidades más complejas de la época victoriana.
Nuevamente
toma contacto con Lenny Schrader y comienza todo de nuevo, a investigar, buscar
datos relevantes, leer libros, biografías, comentarios, sus hazañas de cómo
entró a La Meca disfrazado de árabe, siendo el primer europeo en hacerlo, y se
encanta con este nuevo tema pero sin tener un story-line.
Finalmente, les aconsejan seguir con Rimbaud, pues
aun existiendo esa versión europea la posibilidad de éxito se mantiene.
Entonces el trabajo continúa y lo revitaliza.
También lo
mantiene ocupado el lanzamiento de sus Cuentos, de Tres novelitas burguesas y de El obsceno
pájaro de la noche por la Editorial Knopf y Godine para el año que
viene, todo con la promesa de una gran campaña publicitaria.
Nueva York nunca deja de asombrarlo. Diría que es su ciudad
favorita, pues su gran actividad lo nutre y lo abruma. Anota en su diario de
ese entonces:
El otro día
entré a la famosa librería de segunda mano que se llama The Strand, enorme, una
verdadera catedral. Uno de los vendedores me reconoció y me presentó al
mánager, un muchacho joven, enormemente dinámico, que tiene una especie de
guarida abajo, desde donde organiza y maneja todo
como un reloj. Va a publicar un libro de autorretratos de los escritores más
famosos (hechos con su propia pluma, sentados entre libros, espontáneamente), y
me pidió que hiciera el mío: salí igual a Shakespeare.
Allí conocí al
famoso cómico Zero Mostel, que compró mi libro. Gordon Lish estaba también ahí
y supo que yo andaba por ahí y quiso conocerme. Ya
sabía de las Novelitas y de los cuentos en inglés y quiere publicar algo
en Esquire.
¡Qué ciudad esta! Aquí sucede todo.
Mientras
tanto, mi madre y yo llegamos a vivir a Sitges, cerca a Barcelona. Mi madre
encuentra para alquilar una casa grande, fría; un mausoleo con un pequeño
jardín en el sector de los veraneantes, alejada del centro, a tres cuadras del
mar. La oportunidad de tomarla por todo el año la
hacía muy atractiva económicamente. El duro golpe que significó para mí dejar
Calaceite, además de la reciente noticia de mi adopción, acentuaron mi
rebeldía, enfocando mi rabia sobre todo en mi madre. Ella no se sentía
capacitada para manejarme y lloraba ante cualquier palabra mía. Yo sabía que me
era fácil herirla y, por lo mismo, arremetía con frases dolorosas.
A la distancia, mi padre trata de explicarle, desde su
perspectiva siempre muy intelectual y poco aterrizada, cómo controlar la
situación.
María Pilar,
espero que usted se deje de sensiblerías y pueda manejar las cosas con más
frialdad y paciencia, ya que lo que va a ayudar a la niña no es tu llanto, sino
que tú tengas confianza y le expliques, le hables, mediadas explicaciones y
aclaraciones, no hay nada que la asuste. Lo
importante es que con mucho amor, mucha paciencia le expliquemos las cosas:
ahora sí le podemos hablar libremente, ya que evidentemente no ha reprimido las
cosas, sino que las tiene muy presentes. Para manejarla falta sólo paciencia e
inteligencia y no obligarla ni a hablar ni no hablar. Usar su sentido
competitivo, hacerla sentirse distinta, superior. Ya que además es distinta y es superior. Lo que en cambio sí me
asusta es su apego a Calaceite, su absorción de sus valores que veo en parte
como una rebelión contra nuestros valores y lo que nosotros somos. Dile que
estudie para que sea la mejor del curso y todos la envidien y la admiren mucho,
pero que también se divierta. ¿Bastará el colegio de Sitges? ¿No será
importante ponerla en un colegio mejor, como los de
Barcelona?
Es así como mi
padre intelectualizó mi adopción. Desde siempre me hizo creer que «ser
distinta» era una virtud que debía explotar y no un karma doloroso. Quiso
hacerme creer que el no tener los fantasmas de una historia anterior me daba la
posibilidad de reinventarme y me educó siempre para ello, lo que finalmente se
volvió en mi contra. Me aislé, y aquello dejó una huella
eterna, la de sentir que no pertenecía a ningún lugar, a ninguna historia. Mi
adopción se convirtió en un aspecto literario más de su propia imagen del clochard que tanto lo obsesionaba; se identificó conmigo en
este aspecto y eso nos unió mucho. Aunque, por otro lado, me dejó como una isla
fuera de un mundo al que yo realmente quería o anhelaba pertenecer.
Mi padre
pospone nuevamente la vuelta a casa. Nueva York
todavía tiene mucho que ofrecerle y, de algún modo inconsciente, o más bien
«muy» consciente, elude todos los aspectos prácticos y engorrosos de un cambio
de casa y de pueblo. Llega la primera carta a nuestra nueva dirección en Sitges
el 28 de septiembre de 1975.
El episodio
Sontag segunda parte: me encontré con ella en un cóctel monstruosamente enorme
en casa de Roger Strauss... Dorotea disfrazada de
Mme. De Guermantes, y el tout New York. Susan Sontag exhibiéndose junto a la
escalera: «Shiny black leather tights, a black silk shirt, black leather»,
redingote hasta el suelo, pelo negro lacio hasta el hombro con un «clarito» de
canas a un lado, y, haciéndole juego, un collar discreto de plata. Divina. Me
acerqué. Ella me dijo: «I hear you decided to go on
with the movie...». «Yes», le dije, «but that was a wonderful kill you did the
other day at Kurt’s, you certainly got my skin to put on your wall... and you
did it in public too...». Con esto se enfureció, gritándome: «I reaent [sic] your
word, kill. I think it is an insult. You must be in your cups (borracho)», se
dio vuelta y se fue. No te diré cómo me sentí... si hubieras estado tú allí,
estoy seguro, «I would have been more assured», y no
me hubiera pasado nada. «This is Granmother Sontag, part 2». Fin de la chica.
«No more comments», fuera del hecho de que no voy más a cócteles.
Acaso producto
de la distancia, la relación de mis padres ha evolucionado: comparten y
disfrutan de ese aspecto más frívolo y divertido que poseían ambos. Él elegía
toda la ropa que mi madre usaba y daba todas las
directrices necesarias para los arreglos, transformaciones o qué debía ponerse
para cada ocasión. Le escribe desde Nueva York, confirmando este aspecto tan
peculiar y característico suyo:
Por favor, que
te hayan arreglado todos los vestidos cuando yo llegue, especialmente el
violeta. Dime si la Carmen Navarro te va a arreglar el gris... y terminarte el
rojo, acuérdate de las dos tiritas (más bien largas)
para cerrarlo, y que termine y acorte desde el medio de la bufanda. Importante,
han salido unos vestidos «slezy» maravillosos en Saks, y no demasiado caros.
Mándeme sus medidas. Aquí le mando las medidas que necesito. Me voy a trabajar...
Mi padre
dejaba salir así su gusto por lo estético y el lado femenino que había en él.
Esto, por lo demás, fue siempre así: dirigió a mi
madre en su forma de vestir hasta su muerte. Incluso hay situaciones muy
lúdicas al respecto, cuando, tendido en su cama, ya en Santiago de Chile, hacía
que mi madre se probara un vestido tras otro hasta decidir con cuál debía salir
a la calle o a un cóctel.
Era un ritual,
una especie de gran fiesta de disfraces que disfrutábamos y a la que estaban
todos invitados: las criadas de la casa, los sobrinos
que entonces vivían con nosotros, Martín y Gonzalo, los perros. Y mientras este
mágico momento transcurría, las conversaciones eran alegres y nos recordaban
los juegos de la niñez, cuando «transformarse» era una posibilidad constante.
La complicidad
entre mis padres se basaba en la ironía y en reconocer las propias fisuras sin
herirse. Tenían su encuentro en el humor.
En cuanto a
nosotros, usted y yo, le he contado a todo el mundo tus parting words:
«Make money,
not love, but if you have to make love, make it with a man...», y lo han
encontrado maravilloso. «I have not made love to a woman, to a man or to a
monkey: my typewriter is your only competition. Tell me you love me, tell me,
tell me... yes. I do. So what? I am human too, aren’t I?». Todo mi amor.
Desde Estados
Unidos, mi padre organiza la presentación de la nueva edición española de El lugar sin límites en Barcelona y luego en Sevilla, además
de pasar por Madrid para una serie de entrevistas. Mientras Luis Buñuel desiste
definitivamente de hacer la película (decepción total para mi padre), una
compañía cinematográfica española se muestra interesada en el proyecto bajo la dirección de Leopoldo Torre Nilsson y con Paco Rabal en
el papel del camionero. Esto le da esperanzas temporales, pero finalmente
tampoco se hizo.
Terminado ya
el primer draft del guión de A
Season in Hell y escribiendo diez horas diarias, mi padre siente que
esto ha sido una de las pocas cosas que le han producido tal felicidad; una
sensación de juventud, de estar lleno de energía, con
una vitalidad mental prodigiosa que Nueva York le ha despertado. Supongo que
nada mejor para conocer y amar una ciudad que trabajar en ella. Aunque no está
convencido de si va a poder vender realmente el proyecto, la experiencia de
escribir para el cine le interesa.
He aprendido a
hacerlo. Entiendo el mecanismo y aunque el burro de Mario Vargas, «they are in
town» (él y ella), dice que Hollywood está muerto, él
simplemente no sabe: «There’s where the money is, baby, and there’s where we’re
going». No es improbable que si las cosas van como pensamos, nos pasemos el
verano próximo no en Dartmouth, sino en Hollywood.
Cuando me
encontré con los Vargas Llosa se quedaron pasmados. Dijeron que era otra
persona, que había perdido veinte kilos y veinte años (es verdad que estoy
delgado, soy como Coco Chanel, no como nada más que
en los week-ends) y que estaba con una alegría y vitalidad y curiosidad
increíbles. Esto me tiene dichoso. Y esto, también, corroborado por las fotos
que me tomó Jill Krements (me hizo ciento cincuenta fotos, pero tengo que pagar
los prints, que son cinco dólares cada uno, de modo que no he mandado a hacer
ninguno).
El viernes voy
a almorzar con los Vargas Llosa y les mostraré los
secretos del Village. Patricia «is going to be shocked indeed» y el sábado
vamos a salir a dar vueltas por la ciudad de noche, para llevar a la Patricia a
las porno shops y a ver films cochinos. ¿Adivine quién está haciendo el papel
de la puta principal en Pantaleón? You’re right, good old
Katy Jurado. Mario dice que es un monstruo, terrible de trabajar con ella.
Si A Season in Hell se vende lo primero que voy a
hacer es un viaje a Etiopía con usted y la niña, para que ande en camello.
Pregúntele si le gustaría andar en camello.
Poco antes de
que su temporada en Nueva York llegue a su fin, debe encarar el término de una
larga y vieja amistad. John Elliott, en cuya casa estaba viviendo en Manhattan,
bebe cinco vodkas antes de cenar y por lo menos ocho
después, duerme poco y no trabaja nada. De manera que la convivencia se hace
insoportable y la autodestrucción de su amigo lo desespera. Siente que John lo
odia y él lo está odiando también. Anota en su diario:
Racista,
imperialista, jamás le ha trabajado un día a nadie y se ha dedicado a
administrar la fortuna que le dejó su padre, lo que significa, en buenas
cuentas, gastarla, porque parece que ha perdido
mucho. Me tiene profunda envidia porque trabajo, porque estoy joven, porque soy
honrado, porque, según él, «I have achieved something». Con su ética puritana,
esto le parece muy importante, y su súper ego lo castiga por no haberlo hecho
él. Por eso bebe. Su mente se ha achicado notablemente. Está lleno de
agresividad, se enfurece constantemente.
Vuelve a
España. Es el reencuentro con nosotras luego de una larga
separación.
No hay comentarios:
Publicar un comentario