sábado, 20 de febrero de 2021

Princeton, 1975. CORRER EL TUPIDO VELO.

 


Princeton, 1975

 

Mi padre se rehúsa a viajar en avión debido a sus delirios, plagados de presentimientos fatalistas. Planifica, entonces, un viaje en barco desde el puerto de Algeciras a Nueva York. ¡Y cómo viajábamos nosotros! Con perro, miles de maletas, bolsas y cocavíes.

De cualquier modo, esta aventura llena a mis padres de ilusión luego de cuatro años viviendo en Calaceite. Han viajado mucho el último tiempo, pero sólo por temporadas cortas, por lo que la idea de pasar cuatro meses en Estados Unidos y estar tan cerca de Nueva York, donde tienen tantos amigos, los entusiasma. Pero la vida ahí no les resulta tan fácil como esperaban. Para vivir, José Donoso necesita trabajar, generar dinero, pero al mismo tiempo quiere terminar Casa de campo y no estar lejos de su agente literaria, Carmen Balcells, quien le proporciona trabajos con que sobrevivir.

Frecuenta a algunos chilenos que viven ahí en ese momento: al hijo de Gabriel Valdés, al hijo de Volodia Teitelboim y, sobre todo, a Claudio Spies, su amigo de la niñez durante su permanencia en el colegio The Grange. Spies era entonces director del departamento de música de la universidad, y fue muy cercano a Stravinsky, por no decir su confidente. Se reencontró también con otro gran amigo, John Wideman, escritor afroamericano con el que se siente muy acompañado y con quien sostiene largas conversaciones.

Pese a todo, le escribe a su padre, desilusionado por las dificultades que está pasando.

Estoy preocupado porque Pilarcita está inquieta y desazonada, echando de menos su pueblo. En lo que se refiere a María Pilar, también está pasando por un difícil período de adaptación, sobre todo en estos momentos que estamos tratando de solucionar las dificultades básicas —auto, tele, clases, niña, máquina de escribir— hasta que podamos estar viviendo normalmente. Lo malo es que una vez instalados poco nos faltará para partir otra vez. En fin, yo también desazonado porque no logro pescar el hilo de mi novela que tengo perdido desde hace varios meses debido a distintas circunstancias... Espero que pronto se arreglará todo y pueda ver claro, para trabajar y decidir dónde me llevará el futuro.

Todo lo práctico los agobia. Mis padres no saben cómo instalarse para llevar una vida cómoda. Son incapaces de tomar las decisiones domésticas más simples. Yo fui bastante infeliz durante ese tiempo en Princeton, a pesar de lo maravilloso del lugar, que ha quedado guardado en mi memoria. Me sentía tensa, inquieta, echaba de menos el pueblo, a mis amigas, correr libre por todas partes, que todos me conocieran, ser la «reinita mimada» de toda esa buena comunidad que era Calaceite.

Como no hablaba inglés, todo se me hacía muy duro. Me matricularon en un colegio público con negros, chinos, alemanes, coreanos, etcétera, y la única amiga que pude hacer era una niña francesa, hija de un profesor también invitado a la universidad, con la que tenía en común que ninguna de las dos hablaba inglés. Además, yo no hablaba francés ni ella español.

Es ahí cuando mis padres me cuentan que soy adoptada. Sobre eso, mi padre le escribe a su cuñada:

Por el momento, estamos luchando con problemas graves. Finalmente le dijimos a la Pilarcita —presionados por expertos— que es adoptada. Esto ha producido, como era de esperar, grandes problemas en la niña y en María Pilar. Te imaginarás lo que ésta sufrirá cuando, si a veces la trata con mano firme, la niña sale con «tú no eres mi mamá de veras». Es terrible, no han pasado más de dos veces, pero te aseguro que es terrible, me imagino que para las dos. Para mí no tanto. Yo no tengo mucho sentido genético de lo que es ser «padre». Si soy «padre» bueno no es porque soy «padre», sino porque quiero a la niña y porque tenemos una relación específica de cariño que se mantiene sea cual sea la circunstancia de nuestro «parentesco». El hecho de que sea un buen padre no está condicionado, en realidad, por el hecho de que yo sea su padre, sino en mi elección y determinación de serlo. Esto facilita mi relación con ella, y hace posible para mí ver los problemas que se suscitan entre las dos y en lo posible ayudar, lo que a veces no me resulta mucho, pero en fin.

Es una época traumática, difícil, con sufrimientos y complicaciones, tanto para mis padres como para mí. Hay una nueva realidad familiar y el manejo de ésta se hace complejo; es un desafío doloroso para todos. Mi rebelión ante tal descubrimiento es cada día más agresiva. Mi padre confía en que las cosas se están arreglando a pesar de los altibajos. Siente que mi amor hacia él es incuestionable y el de ellos dos hacia mí también.

Desde Chile la familia de mi padre escribe demandando su presencia. Su madre está notablemente deteriorada, el fin se avecina. Él no sabe bien el futuro que tendrá entonces la casa de calle Holanda, ni el de su padre ni de sus sobrinos Martín, Claudia y Gonzalo, que viven ahí. Pero se niega al retorno, no sólo por cuestiones políticas (teme que el gobierno de Pinochet lo deje entrar al país pero no pueda salir más), siente que está desconectado, que su vida se rige en ese momento por coordenadas totalmente diferentes a las de la gente de Santiago. Hace once años que no vive en Chile, tiene una hija española y económicamente depende, también, de España. Mal que le pese, es chileno sólo por su pasaporte y porque su familia vive allí, aunque por sobre estas sensaciones hay también un dejo de añoranza. Escribe en una carta a su hermano Pablo:

Ustedes han disfrutado de algo que ni yo, ni María Pilar, ni mi hija conocemos desde hace mucho tiempo: la seguridad, la familia, la no-soledad, la facilidad de vivir que nosotros desconocemos desde hace tanto y que ustedes han preservado pese a Allende y pese a Pinochet. Para mí, la lucha por sobrevivir es diaria, y se efectúa en un plano que va de mes a mes. Cuando quiero un cambio, unas vacaciones (en mi profesión las vacaciones no existen, ni los permisos), no puedo alquilar una casa y trasladarme con mi familia y amigos. Ni dedicar mis ratos de ocio (no tengo ocios) a algo que bien querría hacerlo. No tenemos amigos verdaderos, de toda la vida, como ustedes... Bueno, es verdad que tenemos otras cosas que también son buenas.

Mientras dura la estadía en Princeton, mis padres deciden definitivamente no volver a vivir en Calaceite. El aislamiento del pueblo terminó por desesperarlos. Si en un momento fue algo positivo, después de cuatro años ya no lo era. Deciden, además, que a mí tampoco me estaba haciendo bien.

Princeton ha despertado en él todos los recuerdos de su paso como estudiante: las amistades que conservó, los maravillosos profesores; los lindos edificios entre los parques, plagados de hojas en otoño y de flores en primavera; las inquietudes literarias que se le abrieron en ese entonces, la publicación de sus primeros cuentos, «Blue Woman» y «The Poisoned Pastries», en la revista literaria MSS de la universidad.

También es un momento en que la pintura vuelve a tomar gran importancia para él. Años antes, en Chile, siendo muy joven y gran dibujante, había tomado clases de pintura e incursionado en la disciplina. Durante sus estudios en Princeton también pintó e incluso en una exposición vendió tres desnudos por cinco dólares cada uno. En una carta dirigida a doña Momo que rescaté del olvido le cuenta en enero de 1951:

Yo cada día más interesado por la pintura. Tengo ahora el curso más maravilloso del mundo, que se llama «The Northern Rennaissance». Tres clases y una discusión cada semana. El examen final es lo siguiente: nos dan la quotation de Eckhardt «What is man that thou art mindful of him?», y uno puede hacer lo que se le dé la real gana con ella. Un amigo mío escribió sólo un soneto; otro, un cuento de cuarenta mil páginas; Waring Biddle hizo un film; John Elliott pintó un tríptico moderno; Bob Belknap escribió una cosa que él llama un «Interplanetary Pastoral», totalmente genial e insano; Tony Devereux, un diálogo entre él y Lutero; Art Windels, un diálogo entre tres bolas de billar blancas, etc. Yo escribí una cosa larguísima llamada «The Private Collection of J. M. Donoso», en la que hago con palabras un grupo de diez pinturas imaginarias, por pintores del Renacimiento. «Retrato de un hombre con un sombrero color ciruela», por Fouquet, representa mi idea del escepticismo. «Retrato de un santo», mi idea sobre el misticismo, éste es por un maestro alemán desconocido, del siglo XV; «Retrato de una mujer noble», por Clouet, mis ideas sobre la belleza; «Hombre y mujer desnudos», por Cranach, mis ideas sobre el amor; «El enano», por Carreño, mis ideas sobre la compasión humana; «Pecador», por Bosch, sobre la degeneración y el pecado; «Alegoría del paraíso», por Memling, mis ideas sobre la felicidad; «Alegoría al infierno», por Van Eyck, ideas de lo contrario de felicidad; «Retrato de una niña con una flor azul en la mano», por Van der Weyden, ideas de inocencia; «Retrato de un Rey», por Holbein, ideas de poder.

Tuvo un success feroz, pues en el estilo de inglés traté de imitar el estilo de pintura, y las ideas eran siempre las mías, no las del pintor, tratando de poner cada cuento —es en realidad una serie de diez cuentecitos de más o menos cuatro páginas de largo cada uno— fuera del tiempo.

La temporada en Estados Unidos se prolonga más de lo esperado, pues le ofrecen dar clases el siguiente semestre en la Universidad de Dartmouth, donde permanecimos hasta ese verano. Luego, pasamos una temporada en Cape Cod, en casa de Kurt Vonnegut. Mi padre lo admiraba inmensamente, pero a la vez se sentía disminuido ante él. A pesar de tener cierta fama y que gran parte de sus obras estuviesen traducidas al inglés, sentía una especie de envidia afectuosa, ya que distaba mucho de la calificación de best-seller, hasta que un día Carmen Balcells le dijo:

—Pepe, tú no eres un best-seller, sino un long-seller.

 

En aquel tiempo siempre había pretextos para juntarse con amigos, profesores y alumnos. La conversación era estimulante y el vino y la alegría llenaban la vida.

Después de estas vacaciones volvimos a Nueva York, desde ahí mi madre y yo volvimos a España, gracias a Dios, en avión.

Mi padre decide quedarse por dos meses más en casa de su amigo John B. Elliott, trabajando en la idea de un guión para una película sobre la vida de Rimbaud en África. Esta propuesta se la hizo un ex alumno suyo de Iowa, Lenny Schrader, convertido entonces en uno de los principales guionistas de cine de Hollywood. Entusiasmado, le escribe a mi madre:

Si el guión cinematográfico pega, si les gusta a los productores, y no hay razón para que no sea así, ya que está dentro de la línea contemporánea de cine de acción —será sobre todo la vida de Rimbaud en África como contrabandista de armas y como traficante de esclavos— y con muy bellas posibilidades para un par de buenos actores. Es un carril que debo tomarme, que me abre las puertas como guionista de Hollywood, donde, trabajando un poco cada año, podré ganar dinero en cantidades. Pero no seamos como la lechera y esperemos. En todo caso, esto no significa que dejo mi novela, sino que la interrumpo por dos meses, para volver después a ser un escritor «serio»; como digo, es un carril, pero un carril que me debo a mí mismo y a mi familia. Veremos. Capaz que me haga rico.

Este proyecto cinematográfico, como muchos otros, tampoco se llevó a cabo.

Los temores e inseguridades que lo han perseguido siempre y lo perseguirán hasta la muerte, no cesan durante este tiempo. Al contrario, se ven reforzados ante este mundo académico americano tan relevante. De hecho, durante su permanencia en Nueva York le confiesa esos temores a mi madre. Es septiembre de 1975 y está lleno de angustia.

No he recibido ni una sola palabra tuya. Para qué te digo lo perturbado que esto me tiene, incluso me cuesta concentrarme en mi trabajo. En la noche no me duermo si no tomo un Valium, cosa rarísima en mí. No he visto a nadie. Tim Braine se dejó caer una tarde. Ni siquiera a María Luisa Bastos, ni a nadie he visto. Pasado mañana estoy invitado a cenar en casa de Kurt Vonnegut, con Susan Sontag, Joe Heller et al. Estoy aterrado. Le dije que no sabía si podía ir... básicamente porque trabajo tanto que termino agotado, y ese día es justamente el día que hemos decidido, Len y yo, terminar la primera parte del screenplay.

Sus miedos finalmente se concretarían unos días después.

Han pasado cosas importantes, no todas buenas, y su carta me llegó, justamente, en el momento mismo del suicidio o poco menos. Figúrese que Kurt Vonnegut me dio una comida: comensales, Susan Sontag, el famoso Michael Arlen (hijo, no el padre) con su mujer, hija del pintor Ivan Albright, y Doctorow, el de Ragtime, best-seller universal y se ha hecho millonario, etc. En la comida me trencé con la Sontag, y después que discutimos le conté lo que estaba haciendo en Nueva York. Ella, que es una maravilla pero insoportablemente arrogante, me dijo: «¿No sabes que hace tres años el director Nelo Risi, en Italia, hizo un film sobre la vida de Rimbaud con Terence Stamp y Florinda Bolkan, que se llamó A Season in Hell, y que fue un flop completo, que casi no se exhibió?». Cuando la oí sentí que me moría. Le pregunté cómo sabía: «I edited it», me respondió. Ya no cabía duda. El fracaso. Habíamos hecho un tercio del guión, pero habíamos trabajado mucho y fue un golpe duro.

De ahí mismo llamé por teléfono a Lenny Schrader. Me dijo: «Estoy escribiendo, pero lo dejo aquí mismo, no sirve para nada seguir». Llamó a Hollywood, donde le dijeron que si así era, iba a ser poco probable vender el guión: «If you’ve been doing that, you’d better go out and get drunk». Which we both did. Pero eso no arregla nada. De modo que al día siguiente me reuní con Lenny para despedirnos e irnos cada uno por su lado, él a Hollywood, yo a España.

Pasados unos días, sin embargo, el desánimo de mi padre desaparece y otra vez su mente se llena de proyectos. Baraja otros temas, otras posibilidades: la vida de Poe, la vida de Gertrude Stein, una película sobre la adopción. Finalmente, recuerda a sir Richard Burton, el gran explorador inglés del siglo pasado, traductor de Las mil y una noches, una de las personalidades más complejas de la época victoriana.

Nuevamente toma contacto con Lenny Schrader y comienza todo de nuevo, a investigar, buscar datos relevantes, leer libros, biografías, comentarios, sus hazañas de cómo entró a La Meca disfrazado de árabe, siendo el primer europeo en hacerlo, y se encanta con este nuevo tema pero sin tener un story-line. Finalmente, les aconsejan seguir con Rimbaud, pues aun existiendo esa versión europea la posibilidad de éxito se mantiene. Entonces el trabajo continúa y lo revitaliza.

También lo mantiene ocupado el lanzamiento de sus Cuentos, de Tres novelitas burguesas y de El obsceno pájaro de la noche por la Editorial Knopf y Godine para el año que viene, todo con la promesa de una gran campaña publicitaria.

Nueva York nunca deja de asombrarlo. Diría que es su ciudad favorita, pues su gran actividad lo nutre y lo abruma. Anota en su diario de ese entonces:

El otro día entré a la famosa librería de segunda mano que se llama The Strand, enorme, una verdadera catedral. Uno de los vendedores me reconoció y me presentó al mánager, un muchacho joven, enormemente dinámico, que tiene una especie de guarida abajo, desde donde organiza y maneja todo como un reloj. Va a publicar un libro de autorretratos de los escritores más famosos (hechos con su propia pluma, sentados entre libros, espontáneamente), y me pidió que hiciera el mío: salí igual a Shakespeare.

Allí conocí al famoso cómico Zero Mostel, que compró mi libro. Gordon Lish estaba también ahí y supo que yo andaba por ahí y quiso conocerme. Ya sabía de las Novelitas y de los cuentos en inglés y quiere publicar algo en Esquire. ¡Qué ciudad esta! Aquí sucede todo.

Mientras tanto, mi madre y yo llegamos a vivir a Sitges, cerca a Barcelona. Mi madre encuentra para alquilar una casa grande, fría; un mausoleo con un pequeño jardín en el sector de los veraneantes, alejada del centro, a tres cuadras del mar. La oportunidad de tomarla por todo el año la hacía muy atractiva económicamente. El duro golpe que significó para mí dejar Calaceite, además de la reciente noticia de mi adopción, acentuaron mi rebeldía, enfocando mi rabia sobre todo en mi madre. Ella no se sentía capacitada para manejarme y lloraba ante cualquier palabra mía. Yo sabía que me era fácil herirla y, por lo mismo, arremetía con frases dolorosas.

A la distancia, mi padre trata de explicarle, desde su perspectiva siempre muy intelectual y poco aterrizada, cómo controlar la situación.

María Pilar, espero que usted se deje de sensiblerías y pueda manejar las cosas con más frialdad y paciencia, ya que lo que va a ayudar a la niña no es tu llanto, sino que tú tengas confianza y le expliques, le hables, mediadas explicaciones y aclaraciones, no hay nada que la asuste. Lo importante es que con mucho amor, mucha paciencia le expliquemos las cosas: ahora sí le podemos hablar libremente, ya que evidentemente no ha reprimido las cosas, sino que las tiene muy presentes. Para manejarla falta sólo paciencia e inteligencia y no obligarla ni a hablar ni no hablar. Usar su sentido competitivo, hacerla sentirse distinta, superior. Ya que además es distinta y es superior. Lo que en cambio sí me asusta es su apego a Calaceite, su absorción de sus valores que veo en parte como una rebelión contra nuestros valores y lo que nosotros somos. Dile que estudie para que sea la mejor del curso y todos la envidien y la admiren mucho, pero que también se divierta. ¿Bastará el colegio de Sitges? ¿No será importante ponerla en un colegio mejor, como los de Barcelona?

Es así como mi padre intelectualizó mi adopción. Desde siempre me hizo creer que «ser distinta» era una virtud que debía explotar y no un karma doloroso. Quiso hacerme creer que el no tener los fantasmas de una historia anterior me daba la posibilidad de reinventarme y me educó siempre para ello, lo que finalmente se volvió en mi contra. Me aislé, y aquello dejó una huella eterna, la de sentir que no pertenecía a ningún lugar, a ninguna historia. Mi adopción se convirtió en un aspecto literario más de su propia imagen del clochard que tanto lo obsesionaba; se identificó conmigo en este aspecto y eso nos unió mucho. Aunque, por otro lado, me dejó como una isla fuera de un mundo al que yo realmente quería o anhelaba pertenecer.

Mi padre pospone nuevamente la vuelta a casa. Nueva York todavía tiene mucho que ofrecerle y, de algún modo inconsciente, o más bien «muy» consciente, elude todos los aspectos prácticos y engorrosos de un cambio de casa y de pueblo. Llega la primera carta a nuestra nueva dirección en Sitges el 28 de septiembre de 1975.

El episodio Sontag segunda parte: me encontré con ella en un cóctel monstruosamente enorme en casa de Roger Strauss... Dorotea disfrazada de Mme. De Guermantes, y el tout New York. Susan Sontag exhibiéndose junto a la escalera: «Shiny black leather tights, a black silk shirt, black leather», redingote hasta el suelo, pelo negro lacio hasta el hombro con un «clarito» de canas a un lado, y, haciéndole juego, un collar discreto de plata. Divina. Me acerqué. Ella me dijo: «I hear you decided to go on with the movie...». «Yes», le dije, «but that was a wonderful kill you did the other day at Kurt’s, you certainly got my skin to put on your wall... and you did it in public too...». Con esto se enfureció, gritándome: «I reaent [sic] your word, kill. I think it is an insult. You must be in your cups (borracho)», se dio vuelta y se fue. No te diré cómo me sentí... si hubieras estado tú allí, estoy seguro, «I would have been more assured», y no me hubiera pasado nada. «This is Granmother Sontag, part 2». Fin de la chica. «No more comments», fuera del hecho de que no voy más a cócteles.

Acaso producto de la distancia, la relación de mis padres ha evolucionado: comparten y disfrutan de ese aspecto más frívolo y divertido que poseían ambos. Él elegía toda la ropa que mi madre usaba y daba todas las directrices necesarias para los arreglos, transformaciones o qué debía ponerse para cada ocasión. Le escribe desde Nueva York, confirmando este aspecto tan peculiar y característico suyo:

Por favor, que te hayan arreglado todos los vestidos cuando yo llegue, especialmente el violeta. Dime si la Carmen Navarro te va a arreglar el gris... y terminarte el rojo, acuérdate de las dos tiritas (más bien largas) para cerrarlo, y que termine y acorte desde el medio de la bufanda. Importante, han salido unos vestidos «slezy» maravillosos en Saks, y no demasiado caros. Mándeme sus medidas. Aquí le mando las medidas que necesito. Me voy a trabajar...

Mi padre dejaba salir así su gusto por lo estético y el lado femenino que había en él. Esto, por lo demás, fue siempre así: dirigió a mi madre en su forma de vestir hasta su muerte. Incluso hay situaciones muy lúdicas al respecto, cuando, tendido en su cama, ya en Santiago de Chile, hacía que mi madre se probara un vestido tras otro hasta decidir con cuál debía salir a la calle o a un cóctel.

Era un ritual, una especie de gran fiesta de disfraces que disfrutábamos y a la que estaban todos invitados: las criadas de la casa, los sobrinos que entonces vivían con nosotros, Martín y Gonzalo, los perros. Y mientras este mágico momento transcurría, las conversaciones eran alegres y nos recordaban los juegos de la niñez, cuando «transformarse» era una posibilidad constante.

La complicidad entre mis padres se basaba en la ironía y en reconocer las propias fisuras sin herirse. Tenían su encuentro en el humor.

En cuanto a nosotros, usted y yo, le he contado a todo el mundo tus parting words:

«Make money, not love, but if you have to make love, make it with a man...», y lo han encontrado maravilloso. «I have not made love to a woman, to a man or to a monkey: my typewriter is your only competition. Tell me you love me, tell me, tell me... yes. I do. So what? I am human too, aren’t I?». Todo mi amor.

Desde Estados Unidos, mi padre organiza la presentación de la nueva edición española de El lugar sin límites en Barcelona y luego en Sevilla, además de pasar por Madrid para una serie de entrevistas. Mientras Luis Buñuel desiste definitivamente de hacer la película (decepción total para mi padre), una compañía cinematográfica española se muestra interesada en el proyecto bajo la dirección de Leopoldo Torre Nilsson y con Paco Rabal en el papel del camionero. Esto le da esperanzas temporales, pero finalmente tampoco se hizo.

Terminado ya el primer draft del guión de A Season in Hell y escribiendo diez horas diarias, mi padre siente que esto ha sido una de las pocas cosas que le han producido tal felicidad; una sensación de juventud, de estar lleno de energía, con una vitalidad mental prodigiosa que Nueva York le ha despertado. Supongo que nada mejor para conocer y amar una ciudad que trabajar en ella. Aunque no está convencido de si va a poder vender realmente el proyecto, la experiencia de escribir para el cine le interesa.

He aprendido a hacerlo. Entiendo el mecanismo y aunque el burro de Mario Vargas, «they are in town» (él y ella), dice que Hollywood está muerto, él simplemente no sabe: «There’s where the money is, baby, and there’s where we’re going». No es improbable que si las cosas van como pensamos, nos pasemos el verano próximo no en Dartmouth, sino en Hollywood.

Cuando me encontré con los Vargas Llosa se quedaron pasmados. Dijeron que era otra persona, que había perdido veinte kilos y veinte años (es verdad que estoy delgado, soy como Coco Chanel, no como nada más que en los week-ends) y que estaba con una alegría y vitalidad y curiosidad increíbles. Esto me tiene dichoso. Y esto, también, corroborado por las fotos que me tomó Jill Krements (me hizo ciento cincuenta fotos, pero tengo que pagar los prints, que son cinco dólares cada uno, de modo que no he mandado a hacer ninguno).

El viernes voy a almorzar con los Vargas Llosa y les mostraré los secretos del Village. Patricia «is going to be shocked indeed» y el sábado vamos a salir a dar vueltas por la ciudad de noche, para llevar a la Patricia a las porno shops y a ver films cochinos. ¿Adivine quién está haciendo el papel de la puta principal en Pantaleón? You’re right, good old Katy Jurado. Mario dice que es un monstruo, terrible de trabajar con ella.

Si A Season in Hell se vende lo primero que voy a hacer es un viaje a Etiopía con usted y la niña, para que ande en camello. Pregúntele si le gustaría andar en camello.

Poco antes de que su temporada en Nueva York llegue a su fin, debe encarar el término de una larga y vieja amistad. John Elliott, en cuya casa estaba viviendo en Manhattan, bebe cinco vodkas antes de cenar y por lo menos ocho después, duerme poco y no trabaja nada. De manera que la convivencia se hace insoportable y la autodestrucción de su amigo lo desespera. Siente que John lo odia y él lo está odiando también. Anota en su diario:

Racista, imperialista, jamás le ha trabajado un día a nadie y se ha dedicado a administrar la fortuna que le dejó su padre, lo que significa, en buenas cuentas, gastarla, porque parece que ha perdido mucho. Me tiene profunda envidia porque trabajo, porque estoy joven, porque soy honrado, porque, según él, «I have achieved something». Con su ética puritana, esto le parece muy importante, y su súper ego lo castiga por no haberlo hecho él. Por eso bebe. Su mente se ha achicado notablemente. Está lleno de agresividad, se enfurece constantemente.

Vuelve a España. Es el reencuentro con nosotras luego de una larga separación.

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