jueves, 18 de febrero de 2021

Calaceite, 1971-1974. CORRER EL TUPIDO VELO. PILAR DONOSO.

 

 


 

Calaceite, 1971-1974

 

El hallazgo —o más bien el descubrimiento— del pueblo de Calaceite se produce porque mi padre, cansado de que su traductor al francés, Didier Coste, le escribiera cartas pidiéndole aclaraciones sobre los «chilenismos» que usaba en sus novelas, decidió visitarlo y entenderse directamente con él. Para su sorpresa, resultó que las señas indicaban un pueblo tierra adentro, en la provincia de Teruel. Intrigado, fue a visitarlo y quedó sorprendido con la belleza del lugar, con ese pueblo de casas de piedra, congelado en el siglo XVII.

En cuanto vuelve a Barcelona, convence a mi madre de que es el lugar ideal para ellos y empieza de inmediato a gestionar todo lo necesario para comprar una casa y trasladarse cuanto antes.

En una carta dirigida a doña Momo, madre de Fernando Balmaceda, mujer muy importante en su juventud (según él, gracias a ella pudo estudiar en la Universidad de Princeton), le comenta cómo es Calaceite, a propósito de su amor compartido por los jardines.

Con María Pilar dijimos «basta, no podemos seguir así como gitanos por el mundo». Por terceros me entero de que en la provincia de Teruel —olivares y olivares y olivares y viñashay un pueblo de dos mil habitantes que se llama Calaceite y que es uno de los más bellos y no prostituidos de España. Un pueblo de piedra ocre del siglo XVII, enorme catedral barroca, plaza con estupendos portales de piedra, y como ahora en la carretera que pasa desde Zaragoza a Tarragona han hecho una gasolinera, y los ricos del pueblo se están construyendo casas de estuco rosado y verde y amarillo pipí junto a la gasolinera, que es lo chic, venden palacios de piedra del siglo XVII por tres mil dólares. Los viejos fuman sus pipas en la plaza; su única defensa contra el sol es la sombra de las piedras y la inconmovible y uniforme espesura de la pana negra. Vamos a comprar una casa en este pueblo que es maravilloso y con un silencio verdaderamente balsámico. En el pueblo no hay casas con jardín, y como yo soy amigo de doña Momo necesito casa con jardín, porque ella me enseñó que una vida sin jardín no vale la pena. En las afueras del pueblo, sobre el río, hay un molino, también del siglo XVII, de piedra dorada, con dos balcones con soportes de piedra tallada, con el agua que pasa por debajo de la casa, la planta en ele, que me encanta, cuatro pisos de alto, una hectárea de terreno, tilos seculares, cerezos enormes, y el río abajo, lleno de chopos, y al frente los cerros grises y los olivares que se extienden hasta el infinito. Si no resulta la compra de este molino, otra casa con un jardincito aunque sea minúsculo. Casa, por fin.

Un mes más tarde estaba comprando por seiscientos dólares una casa del siglo XVII casi en ruinas, la cual reconstruyó y arregló dejándola convertida en una especie de laberinto para tener un jardín de un estilo que en un pueblo como Calaceite era imposible de hallar. Este jardín inventado era, en realidad, un patio empedrado que tenía dos niveles. El superior estaba sostenido por dos bóvedas enmarcadas por arcos románicos que aparecieron casualmente al derrumbar un muro (al parecer databan del 1300, según el cura del pueblo). A este jardín se accedía por una pequeña escalera a cuyos pies mi padre había plantado «colas de zorro», que posteriormente serán las gramíneas, protagonistas simbólicas de Casa de campo y que fueron bautizados como Los jardines colgantes de Donoso. Esta escalera conducía al altillo que era su estudio, al que también se podía llegar por detrás de su dormitorio mediante una escalera de gato.

Era una casa bella, toda de piedra, con un living grande que tenía como originalidad dos chimeneas y el cielo de bovedilla catalana; troncos a la vista, cada medio metro, entre tronco y tronco, una pequeña bóveda de yeso y las paredes de piedra descubierta. En el tercer piso estaba la «solana», granero típico de las casas de la región, con una vista incomparable hacia la sierra a través de los campos de olivos.

Mientras reconstruía la casa tuvimos que vivir en la fonda del pueblo, en plena carretera, y parada obligada de los camioneros que iban hacia Zaragoza. La fonda pertenecía a don Enrique Alcalá; su mujer, doña Adoración, estaba a cargo de la cocina. Don Enrique, hombre encantador, ya entonces muy viejo, al menos para mí (seguro la realidad era otra), tenía una energía envidiable y años más tarde fue bautizado como Henry Fonda. Nos atendía con mucho esmero, dejó que yo instalara todos mis juguetes, cocinilla con repisa incluida, al fondo del comedor, donde me la pasaba, mientras el murmullo de las conversaciones de los camioneros, el olor a ajo, el aroma de la leña quemándose en la salamandra y el zumbido de los autos al pasar por la carretera llenaban el ambiente.

La fonda continuó siendo siempre un punto de encuentro, el conejo al ajillo y la ensalada de judías blancas eran los platos preferidos de toda la población itinerante que fue llegando con el tiempo.

El primer y segundo años en Calaceite seguíamos yendo a Barcelona para estar en contacto con todos los del Boom. Fuimos a la casa de los García Márquez, invitados por la Gaba, Mercedes, con los Vargas Llosa y los niños, que éramos el mini Boom, a una especie de festejo para que todos se reunieran. Mi madre cuenta que al llegar a Barcelona, el día antes de la cena, Gabo gritó al vernos aparecer:

—¡Ya llegaron los primos de provincia!

A la celebración también estaban invitados Julio Cortázar con su pareja, Ugné, y Carlos Fuentes.

A nosotros, los niños, nos dejaron jugando juntos, mientras los grandes salieron a celebrar la reunión. Fueron a comer a un restaurante típico catalán. Esta ida a comer tiene un cuento encantador que mi madre relata con mucha gracia en el capítulo que se incluyó en Historia personal del Boom, llamado el «Boom doméstico»:

La cocina catalana es muy sabrosa pero no muy variada. Al llegar al restorán nos sentamos todos en una mesa. Allí, un papelito colocado junto a cada asiento con el menú impreso sirve para anotar, con un lápiz también convenientemente situado junto a los cubiertos, el número de raciones que se desea de cada plato. Luego se entrega el papelito al maître, para que haga los pedidos en la cocina.

En nuestra mesa la conversación se animaba haciendo olvidar la comida y nadie estaba preocupado de anotar lo que quería comer.

El maître, cansado de esperar, recurrió al dueño del establecimiento, que se acercó a la mesa muy decidido. Miró primero detenidamente a los comensales. Se hizo un silencio culpable ante la fuerza de aquella mirada. Silencio que aprovechó el dueño para preguntar muy serio pero haciendo gala del particular sentido del humor catalán: «¿Alguno de ustedes sabe escribir?...». Julio Cortázar, Carlos Fuentes, Gabriel García Márquez, Mario Vargas Llosa, Carlos Franqui y José Donoso se miraron desconcertados, entre inseguros y divertidos. Y el silencio se hizo más pesado aún.

La Gaba salvó la situación, ella es sabia, no sólo es cálida y encantadora, dijo: «Yo, yo sé...», cogió el menú, apuntó los pedidos y entregó el resultado al dueño.

Recuerdo esas reuniones; éramos casi una familia. Todos estaban lejos de sus respectivas patrias y esta suerte de collage latinoamericano nos brindaba seguridad. Como niña, yo intuía esto: me faltaban los vínculos familiares y los hijos de estas «lumbreras» del Boom fueron mis «primos» por un tiempo: María Monterroso, hija de Tito Monterroso; aunque mayores que yo, los hijos de García Márquez, Gonzalo y Rodrigo; y Álvaro y Gonzalo Vargas Llosa, los más importantes para mí. Con ellos compartí muchas vacaciones, temporadas en el parvulario Pedralbes en Barcelona, donde nos dejaban nuestros padres mientras viajaban.

La amistad más estrecha era con los Vargas Llosa y juntos nos organizaban panoramas los fines de semana: títeres, idas al circo o al cine, y luego ellos comían juntos. En estas tertulias mi padre y Mario Vargas Llosa se trenzaban en discusiones literarias que terminaban siempre versando sobre Flaubert. Mario, gran admirador del escritor francés, lo defendía apasionadamente y mi padre lo atacaba, en parte, por molestar a Mario.

También Álvaro y Gonzalo Vargas Llosa pasaban algunos fines de semana en nuestra casa en Calaceite. Un verano estuvieron quince días mientras sus padres viajaban a México. Fue un verano inolvidable para mí, que normalmente estaba sola, ya que por un tiempo estuve con dos chicos de mi edad compartiendo mis juegos, nadando en la piscina municipal, paseando en burro, yendo al campo a cosechar cerezas, compartiendo la libertad total del pueblo. Dormíamos los tres juntos en mi habitación. Risas, llantos, celos porque uno jugaba con el otro y el tercero quedaba solo... nuevamente risas, juegos, peleas.

Mientras desde su habitación mi padre escuchaba nuestros juegos infantiles y pedía reiteradas veces que nos calláramos, se gestaba en su cabeza parte de la novela Casa de campo, donde treinta y cinco primos hermanos juegan a los «juegos del amor y del azar»; todo muy distinto, desde luego, a nuestras inocentes picardías.

El fin de año de 1971 lo pasamos en casa de los Vargas Llosa en Barcelona. Recuerdo que fuimos antes a la Feria de Santa Lucía, alrededor de la catedral gótica, llena de puestos donde se vendían adornos de Navidad, arbolitos, figuras para el pesebre, luces y guirnaldas. Yo, tomada de la mano de mi padre, aún con su pelo oscuro, pero su barba ya blanca, lo escuchaba mientras me mostraba todo y me señalaba a la gente para que la observara, costumbre que no perdió nunca. Quería que yo viera cómo él lo hacía, apreciando también todo detalle físico de alguien: su vestimenta, su porte o algún defecto notorio que describiera lo que esa persona podía ser.

De regreso en la casa de los Vargas Llosa para celebrar el veinticuatro, los niños jugamos con los regalos. A pesar de que en España se entregan para día de Reyes, recibíamos algunas sorpresas para conservar la tradición latinoamericana. Se habló de literatura, era inevitable, y se recordó también las patrias y familias lejanas. Mientras nosotros, agotados, dormitábamos tendidos en cualquier parte.

La fiesta de la que mi padre habló como el fin del Boom, en casa de los Goytisolo, fue unos días después de esa Navidad y definió un momento importante, pues quedaría claro, con el paso del tiempo, aquello de que «nosotros, los de entonces, ya no somos los mismos».

Esa Nochevieja la pasamos en la casa de los García Márquez. Invitados sólo los «íntimos», cenaron, bailaron y se abrazaron todos con real cariño, prometiéndose sinceramente ser amigos siempre y augurándose grandes éxitos literarios. Pero la amistad prometida se puso a prueba muchas veces con el paso del tiempo.

En 1972, mi padre cumplió ocho años fuera de Chile y once de matrimonio con mi madre. Yo tenía cinco años y mi padre sentía una grave «crisis idiomática», lo cual dificultaba su escritura. Su «chileno» fue sometido desde siempre a los embates de una vida anglófona, por su educación en el colegio The Grange, después sometido a los bolivianismos y argentinismos conyugales. Luego, comenzaron a viajar: México, Estados Unidos, Portugal, Madrid, Mallorca, Cataluña, de modo que se sentía escribiendo en una completa esquizofrenia idiomática.

Aparte de los cambios idiomáticos por sus viajes, existe un dato emocional: yo, su única hija, que nací en Madrid, viví en Mallorca y Barcelona, por lo que aprendí a hablar un castellano de España salpicado de catalanismos. No hablaba el idioma de Chile como el suyo y el de los suyos, y me reía cuando decían «pieza» en lugar de «habitación», «ustedes» en lugar de «vosotros», o «pelota» cuando yo decía «balón».

—Así como los padres determinan la primera parte de la vida de sus hijos, los hijos, en gran medida, determinan la segunda parte de la vida de sus padres —me decía a veces.

José Donoso teme comenzar a escribir en un engendro de inglés y un castellano chilenizado, argentinizado, bolivianizado o catalanizado indistintamente con mi madre; además del castellano catalanizado conmigo y los idiomas respectivos de sus amigos que los visitan: peruanos, suizos, franceses, mexicanos, que lo hace dudar. En su cuaderno precisa:

Temo que tendré que usar un collage, inventar un idioma con todos estos elementos, crear, darle vitalidad a este problema que es el mío de este momento, el de un escritor contemporáneo que se está quedando sin idioma. Porque chileno, lo que se llama verdaderamente castellano chileno, creo que ya no podré escribir.

La escritura de El obsceno pájaro de la noche le significó un esfuerzo inmenso para conservar el «chileno», y siente que esa exigencia lo ha dejado estrujado, vacío. Quizás el libro entero sea como uno de esos paquetitos que hacen los personajes de «sus viejas» para que no se escurra la vida, para amarrarlo a sí mismo e identificarse; para poseer ese idioma en la forma más apasionada y definitiva posible, porque, al ir escribiéndolo, va gastándolo, perdiéndolo y cualquier intento por conservarlo es inútil.

Salió de Chile con la intención de permanecer afuera dos o tres meses y luego de ocho años todavía no regresa ni sabe si regresará algún día. Salió en tiempos de la presidencia de Jorge Alessandri y no conoció Chile bajo Eduardo Frei Montalva. Tampoco lo conocerá mientras Salvador Allende está en el poder, ni vivirá el golpe de Estado de Augusto Pinochet.

Una vez me dijo:

—Hay quienes dudan de que José Donoso haya conocido jamás un Chile verdadero. Posible, muy posible, si se refieren a la «realidad» chilena. La realidad chilena es muy importante, pero como todas las realidades, subjetiva y fluctuante.

Mi padre percibe, por la prensa y las noticias que le llegan de los amigos y la familia, a un Salvador Allende ejemplar, que hace un papel espectacularmente positivo, noble y único en el mundo. Hay quienes le dicen que no es verdad, que por debajo los hombres grises del soviet usan a Allende como fachada para estalinizar a Chile. Prefiere creer lo primero, aunque el desastre ocurrido en Cuba, a raíz del asunto de Heberto Padilla, había roto ya definitivamente sus esperanzas.

Así como la ausencia de Chile ha ido atomizando su lenguaje, lo mismo ha ocurrido con el mundo inútil y decadente que alimentaba su fantasía. ¿Volver y elegir otros niveles de su país para estimular su creatividad? No. Sobre esto anota en su diario de entonces:

Me parece que el creador no elige sus temas, que al contrario, es elegido por ellos. Estoy seguro de que uno es impulsado hacia ciertos temas, y hacia ciertos tratamientos de estos temas, por ese oscuro amasijo sepultado que se llama el inconsciente. Que por mucho que se concientice ese inconsciente, siempre será el inconsciente lo que en último término me hace elegir tal palabra, tarjar una para colocar otra en su lugar, desechar una anécdota, desplegar ciertos sectores de un personaje y esconder otros. La lucidez es siempre relativa para un escritor, aunque sea la esencia de su literatura, aquello que él utiliza para recrear lo más oscuro. Uno lee los diarios de los escritores —pienso en los cuadernos de Kafka, en el diario de Virginia Woolf, tan antagónicos y, sin embargo, tan paralelos en este sentidoy no puedo dejar de percibir lo profundamente determinados que todos estuvieron al elegir su tema y sus formas, qué cosa más tremendamente obsesiva y esclavizante es la literatura.

Muchas veces se ha propuesto cambiar de tema, hacer experimentos que lo lleven a otras cosas, cosas que por lo menos, en cierta medida, tengan relación con su vida, tanto con lo que se ve como con lo que se esconde.

Quisiera tener una mejor relación con mi inconsciente, que no me tiranizara como lo hace, que me ofrendara un poco de libertad. Soy un hombre para el cual la belleza formal, lo epidérmico, la estructura de las cosas en sus manifestaciones plásticas, tiene mucha importancia y cumple un papel de gran estímulo. Sin embargo, jamás mi inconsciente me ha permitido incorporar mi deleite por los seres humanos y por las cosas a mi literatura. ¿Por qué? Mi inconsciente me obliga a escribir sobre viejecitas pútridas, asilos y sirvientes, y obedezco, porque si no obedezco —esto lo sé por experienciala palabra me brota muerta. No tengo derecho a celebrar, a manifestar el goce que siento ante algunas cosas.

Entretanto, recibe una carta de su madre. Ella le comenta la lectura de El obsceno pájaro de la noche.

Hace ya varios días terminé de leer El pájaro. Esperé estos días antes de escribirte para «masticarlo». Tú muy bien sabes que yo no soy una persona autorizada para hacer una crítica. Sólo te diré lo que mi corazón sintió al leerlo. Vibré, vibré mucho. Para mí, y creo que para muy pocas personas como a mí, fue algo muy vívido. Trajo a mi mente toda mi vida, que aunque no vivida en una atmósfera tan terrorífica como la que tú describes magistralmente, hay una enormidad de semejanzas y recuerdos, tal vez no en la forma pero sí en el sentir. Mi vida desde muy chica fue vivida en una atmósfera de semiterror; no sé si porque realmente fue así o por mi sensibilidad. Cuando chica vivíamos en la calle San Antonio, a los pies de las monjitas Rosa de Santiago-Concha, en la calle Claras (hoy Mac Iver). Tendría yo unos seis años.

Los pies de la casa, que era de cuatro patios, llena de zaguanes, bodegas, cochera, caballerizas... Los pies de la casa deslindaban con el cementerio de las monjitas. Según mi papá, mi tío Eliodoro, don Vicente Santa Cruz y todos los vecinos decían que en la noche los cadáveres salían a la calle por el tejado de la casa nuestra y metían un ruido tremendo arrastrando sacos. Eso lo oíamos nosotras y vivíamos aterrorizadas. Según decían las empleadas viejas, eran los propios patrones y sus hijos los que hacían los ruidos mientras iban a visitar de noche a las empleadas jóvenes de las otras casas. Nosotras, como éramos chicas, no entendíamos y nos tenían convencidas de que eran las ánimas. Recuerdo que me acostaba y me tapaba bien la cabeza con la sábana porque nos decían que si no nos portábamos bien y nos dormíamos, por la claraboya iban a salir ánimas. ¿Comprendes por qué me acostumbré a hacerme pipí hasta los veinte años? Además de todo esto había vivido siempre al lado de la María Vallejos, que si no era bruja sabía tanto de ellas que pasaba la vida contándonos. Por ejemplo, cuando a los terrenos de su padre en Parral llegó el señor Rivas disfrazado de perro y los echó de sus tierras para quedarse con ellas. Todos los años para el primero de noviembre iba al cementerio en Santiago, se paraba frente al mausoleo de los Rivas y gritaba a toda boca: «Sale sinvergüenza de tu tumba y devuélvele las tierras a mi paire, que le robaste». Así se fue desarrollando mi niñez. Las empleadas de la casa, después las tías viejas de la calle Ejército y todo ese batallón de gente que las visitaba en la casa... Todo esto me lo ha hecho revivir tu libro aunque nada preciso tienen que ver con ello, pero que a ti como a mí se nos quedó muy adentro y tú con tu imaginación le diste forma. Yo le digo a tu padre: «Sé que el tema no es de tu agrado, pero para mí es un rincón de mi vida y se me ha venido todo ese mundo a la cabeza que ya estaba casi borrado en mí...».

La carta sigue. Las evocaciones son muchas, pero, sobre todo, sugiere una cosa central para él: la tremenda relación que hay entre su vida y obra, entre la vieja, la criada, el amor sexual, el miedo, la brujería y la muerte.

A raíz de la carta de su madre, reflexiona y recuerda al escribir en su diario:

Esas viejas, que dormían con mi madre y le decían que los ruidos del techo eran los muertos, pero sabían que eran los patrones que se iban a acostar con criadas jóvenes, como lo habían hecho con ellas, era toda una confabulación tejida por mujeres, sexo, brujería, explotación, miedo. Yo también tuve mi primera experiencia sexual con una criada, no puedo haber tenido más de siete u ocho años. La Marta, parte de una serie de hermanas suplantables que sirvió en casa. Recuerdo una de las primeras escenas, la primera vez: en la habitación de ella, al fondo de la casa de la calle Ejército, al lado del gallinero en el tercer patio. Recuerdo que me dijo que lleváramos unos cuentos de Calleja, para disimular si nos pillaban, Episodios Nacionales, se llamaba, recuerdo, y eran sobre historia de España, estoy viendo la portada, Numancia, Covadonga, la Campana de Huesca, cada uno en un cuadradito. Y mientras la Marta me leía, me iba soltando los pantalones, me iba mostrando su propio sexo, haciéndome recorrer su cuerpo. Desde entonces, también tuve esa vocación tremenda por la clase baja como objeto erótico: las cosas misteriosas, maleficio y magia y belleza, surgen del jergón de una criada, como El pájaro, en el fondo de un cuarto oscuro junto al gallinero.

 

Calaceite, dos mil habitantes, pueblo de piedra, teja y campanario. Una isla entre un mar de viñas y olivares, situado en el ángulo donde confluyen las provincias de Tarragona, Teruel y Castellón. Se habla una mezcla increíble de catalán, castellano de Aragón y valenciano; un dialecto difícil. Tierra de vendimia a la antigua, con cura párroco y viejos vestidos de pana negra, que sentados en la plaza con sus bastones chuecos, hablan de la «guerra nuestra» como si todavía siguiera, y de hordas de gitanos que llegan en temporada de cosecha de aceitunas y de la fonda de Alcalá.

Después del primer año, mi madre empieza a desesperarse en esta soledad y la relación con mi padre se complica. Él se mantiene ocupado con innumerables proyectos que tiene en su mente. Luego de haber terminado Historia personal del Boom, escribirá Tres novelitas burguesas. Pero en ese momento quiere escribir un musical sobre el pintor Mauricio Rugendas, para lo que postula a una beca de la Fundación Guggenheim, la cual obtiene. El proyecto no se realizará y culpará al golpe militar por sucumbir esta idea.

Mi madre, en cambio, ahogada en las tareas domésticas, acompañada de algún libro o de sus trabajos esporádicos de traducción, se siente frustrada y recluida. Sentada bajo un pino en la ermita de San Hipólito, donde iba seguido a llorar para desahogarse y para huir del encierro de la casa por un rato, escribe en su diario en febrero de 1973:

En el campo se siente bien, completamente sola, sin peligro de ninguna interferencia para poder escribir.

La característica de Pepe del rechazo a hacer favores. Pepe siente su individualidad más que yo. Las cosas para mí, en cambio, no tienen realidad absoluta o no han cuajado su realidad hasta que yo no las comparto con Pepe.

Estoy leyendo a Laing que me ayuda bastante. Múltiples y multifacéticas tensiones con Pepe.

Están en plena crisis matrimonial, al igual que años antes, durante la época en que vivieron en Portugal y que se arrastraba desde Iowa, debido, según mi madre, a que de algún modo él se había «enamorado» de sus alumnos en Iowa y estaba cansado del matrimonio debido a los tratamientos de fertilidad y comenzaba a pesarle. Entonces, ella se iba sola al campo y lloraba, como ahora en Calaceite. Mi padre ha descubierto una nueva y gran amistad: Alfredo Capone, un italiano inteligente y agudo con quien comparte largas conversaciones y con quien siente que de verdad se comunica.

Si antes mi madre sintió que no podía coexistir con los alumnos de mi padre, ahora le ocurre lo mismo con Alfredo Capone.

Añoro volver a sentir el estímulo del amor algún día.

Pepe me quiere, a ratos se siente atrapado por el matrimonio y a ratos se ataca con algunos rasgos de mi personalidad, mi comportamiento social, mi parlanchinería. De pronto, le doy pena al notarme ausente y silenciosa. Pepe quiere que yo lo acompañe a todas partes, pero al mismo tiempo está harto de mí.

Pepe está muy cerca de Alfredo y me dice: «Sólo tengo a Alfredo...». Yo le dije: «Sólo no te atacan la niña y Alfredo». Me miró duramente y me contestó: «La niña también me ataca...».

Trataré de vivir lo menos intensamente que pueda la vida de Pepe, que es tan intenso, hasta trágico diría, convulsionado entre superlativos... tan escritor, tan artista. «Cómo sufren, pobrecitos...», dice la Gaba respecto a su marido, Gabriel García Márquez, con esa sabiduría tan terre a terre que tiene ella.

Cada vez más desolada, siente que ha pasado la vida de rodillas, agradeciendo primero a sus padres por haberle dado la vida, a mi padre por haberla convertido de una solterona neurótica en una mujer, y a mí por haber sido la hija que su esterilidad le negó. Necesita sentirse un ser valioso, objeto de amor y se vuelca cada vez más hacia los animales y el alcohol.

Sus diarios reflejan estas angustias:

Desperté a las 6.30 y me tomé otro vaso de vino para dormir un rato más, quiero liberarme de esta esclavitud, de esta compulsión.

Anoche, luego de beber, Pepe se enfrentó furioso a mí, no siente compasión, yo quisiera que me abrazara. Me dijo: «Tú siempre reduces las cosas a términos tuyos». Quizás tenga razón. Él lo hace también, pero en él se universalizan sus conceptos y miedos y reducciones a lo personal en su obra y eso es importante. Aquí es donde acepto de buena gana mi categoría de inferioridad y no me importa; al contrario, lo admiro y lo respeto profundamente y hasta lo compadezco por este regalo de doble filo que son los dones... aparte de que lo amo profundamente.

Mi padre también está en crisis. Empieza a «no sentir» lo que escribe. Cree necesitar volver a Chile; está bastante desorientado. No ha logrado escribir, pues aguarda desesperado que le contesten si obtuvo otra beca Guggenheim. Sus problemas existenciales, literarios y cierta tendencia a la depresión, más su ego ávido e insaciable, lo hacen pasar por momentos difíciles. Además, reaparecen los dolores de úlcera.

Esta vida tan «a dos» que me incluye sólo a mí, al perro y, ocasionalmente, a algunos amigos, ha convertido a mis padres más en hermanos que en pareja, aunque para ella eso no es suficiente.

Hace tiempo, años, que no tenemos relaciones sexuales, desde que el sexólogo que veíamos le dijo a Pepe que me dejara la iniciativa a mí. Pepe dice que mis largos años de tratamiento por esterilidad, con las imposiciones que ello implicaba, lo han enfriado, que espera poder volver a tener una vida sexual conmigo, pero que por ahora es una parte de su ser que está dormida.

Mi madre busca vías de escape a su dolor en el alcohol. Al respecto hay una frase suya que me conmueve, pues refleja la magnitud de su angustia: La sensación de que me quedan horas para dormir aún en el útero de mi cama.

Mi padre, en tanto, planea la idea de una novela corta que podría llamarse La cola de la lagartija. Los elementos son:

a) Un hombre solo que vive en un piso que no le gusta, es un pintor.

b) Temor a la violencia, fantasía de venganza, paranoia, como elemento trágico, inevitable, que lo coloreará todo, el tema de estar destinado a caer en la paranoia. Al final del libro siente que la conciencia ya se está cerrando, y sólo de cuando en cuando percibe que la paranoia es locura y no-realidad. Este temor encarnado en los vengadores de Dors.

c) Vengadores, y la evocación de la juventud, no sólo de Dors, donde se enamoró, sino general, la horrible nostalgia, la sensación de no pertenecer. Personajes: Claudia, Joaquín, Andrea, otros.

d) El idealismo mal planteado y el esteticismo del personaje central.

e) La novela se cierra con la muerte o el anuncio de muerte.

En su diario, el 6 de febrero de 1973 escribe:

Ayer terminé con cierto éxito mi segunda versión del primer capítulo. Ahora es cuestión de seguir adelante lo más que pueda, haciendo cada capítulo minuciosamente como hice el primero, hasta tener toda la novela completa, y después, en una revisión final, fundirlo todo rápidamente, con una sola perspectiva, que pondrá el time sequence en orden (o desorden) y me dirá exactamente lo que tengo que sacar y lo que tengo que agregar, lo que debo subrayar y exagerar y lo que debo hacer más glissé, como diría mi pobre tía Flora.

Ideas que no quiero perder:

1) La Manuelita, mi vecina, con un ataque histérico, que se le caen las piernas, etc. Y yo le doy uno de los valiums que de vez en cuando tomo cuando estoy con problemas. Agradecimiento increíble: «Si no fuera por las pastillas que me dio me hubiera muerto». Luego, cuando viene la reacción en contra, es ella la primera que habla de pastillas extrañas, pociones, de remedios viciosos, y la primera que triggers off la reacción de la gente que habla que he sido yo el corruptor del pueblo.

2) La idea del silencio, vivir lenta y profundamente, la frase de Bergman, esa necesidad a esta edad de «vivir lentamente para recuperar mi espíritu».

3) La frase de Rita Macedo, la primera mujer de Carlos Fuentes: «Ya no tengo edad para gozar lamiendo a un señor de la cabeza a los pies. Por eso no busco amante, ni lo quiero. Prefiero entretenerme en cosas menos humillantes, como las conversaciones y la música, y dejarle eso a los niños».

4) Posibilidad de una relación entre un hombre con un galgo negro, como el de los gitanos. A raíz de la recolección de olivas de los gitanos. Este amor por los perros, tan poco español, me indica que este personaje pueda ser, no griego, como él dice, sino por lo menos en parte gitano y quiere esconderlo porque le da vergüenza. Al poco tiempo que le han dejado al perro, lo mata. El perro se había enamorado de él, lo había buscado desesperadamente, y para borrar toda traza de su relación con la raza calé, lo mata.

5) La idea de dividirlo todo en años, en vez de partes (año uno; año dos, etc., hasta año seis) no me gusta. Aunque la idea de comenzar con año siete, y volver al año uno no me parece mala.

Ahora tengo que organizar el capítulo dos, ya habiendo eliminado de él todo lo innecesario, que creo lo hice ayer. Puedo empezar a trabajar en la redacción misma del capítulo.

Trabaja con decisión en esta novela y elabora una minuciosa cronología del personaje principal. Lleva dos capítulos, cree que puede darle aún una coherencia mayor a la historia y le interesa eliminar mucho de la meditación abstracta. Quiere hacerla lo más activa posible. Sin tanta quejumbre y la cosa entera partida en secciones, según él, «a la Durrell».

Si lograra incorporar ciertos elementos del segundo capítulo, al primero, usando ciertos elementos de cada uno y eliminando otros, creo que sería bueno. Puedo utilizar, también, esos cortes que usa Durrell, y que le da tanta vitalidad a su obra, interponiendo cosas que parece no vienen al caso, con secciones de descripción, de evocación dolorida. ¿Pero puedo realmente hacerlo? ¿No me faltan muchos eslabones? ¿Estaré o no errando en inspirarme en tal forma en el Cuarteto? Quizás no. Más que inspirarme, ya que esta novela no tiene nada en común con aquella, estoy aprendiendo técnica de ella... Una técnica que por cierto no apruebo, pero para escribir mi Sanctuary, por qué no, hay que saber escribir mi Sanctuary.

La historia finalmente quedará escrita, en dos versiones diferentes, a la deriva entre los papeles de la Colección José Donoso en la Biblioteca de la Universidad de Princeton. Su hallazgo, en ese sentido, fue casual: buscaba cuentos inéditos de mi padre para un proyecto de recopilación (en un volumen que incluiría tanto los acabados como los inconclusos) cuando pedí a la Universidad de Princeton un gran listado de material. En esa lectura me encontré con las dos versiones, que en realidad no eran dos ideas sobre la misma novela, sino una la continuación de la otra. Estaban ahí, como sombras del pasado esperando a ser expuestas a la luz del día.

No he podido descubrir aún por qué desechó este proyecto. He buscado en sus diarios y no hallo nada. Creo que la causa fue el golpe de Estado en Chile y las consecuencias psicológicas que este acontecimiento tuvo para él.

La novela fue publicada en 2007, a once años de su muerte.

 

El 2 de septiembre de 1973, mis padres viajaron a Cracovia y luego a Varsovia, invitados por la Sociedad de Escritores de Polonia. Es ahí, por la radio, cuando se enteran del golpe militar en Chile. Su desconcierto es absoluto y ante la angustia deciden volver cuanto antes a España para tener más información y reunirse con otros chilenos. Mi padre estaba desolado, desorientado. No sabía bien qué hacer, pues las noticias eran alarmantes.

Casa de campo empieza a gestarse de inmediato en su mente. Encuentra ahí la manera de canalizar todo el temor que siente por la situación política de su país. Recobra la seguridad en sí mismo a medida que la novela avanza, trabaja incansablemente y le tomará largo tiempo. La rehará una y otra vez; se irán sumando nuevas ideas, personajes y elementos inesperados que fluyen del inconsciente.

Navidad de 1974 en Calaceite: solos, mi padre, mi madre y yo, de siete años. Mi padre no puede sino pensar en la nostalgia de las navidades en Chile, sobre todo las de calle Ejército, donde creció.

Recuerdo el nacimiento que tenía mí tía Clara; recuerdo la «caridad» distribuyendo regalos a los pobres; recuerdo el árbol de la Trini Barriga en la última ventana de atrás de su casa por la calle lateral y cómo distribuía los regalos a los pobres entre los barrotes; recuerdo la compra de petardos a don Santos; recuerdo a la Felicinda Bravo preparando el pesebre de su tía Rosa, muda y en cama; recuerdo el yate rojo que mi padre hizo copiar porque el original era muy caro; recuerdo los mecanos que siempre me vencieron, y a mi tía Berta y a las Cortés y a mi tía Elena Yáñez. Recuerdo también los cajones de fruta que mandaban del fundo de las tías viejas de Talca y del dulce de manzana que se hacía en la casa. Después las navidades ya no fueron tan exclusivamente «nuestras», cuando nos trasladaron a vivir a la calle Holanda, porque poco a poco, ya todo el mundo hacía árboles y tenían nieve artificial y esas guirnaldas de plata que se vendían en todas partes, era bonito siempre, pero más común, no exclusivo. Y mi mamá, siempre al centro, el eje que mantuvo las cosas, conservó esas navidades incambiables, seguras, pese a las pobrezas: una fiesta con la que se podía contar, aunque mi hermano Gonzalo estuviera de malas por estas celebraciones, ya que sus fuertes convicciones comunistas lo hacían verlas como ridículas; aunque no hubiera dinero en la casa; aunque yo hubiera salido mal en todos los exámenes.

Y ahora las navidades tan distintas en Calaceite, con un frío entumecedor y sin regalos, porque en España se dan para Reyes, y con las bandas de muchachos con panderetas después de la misa del gallo que inicia las festividades, recorriendo el pueblo de arriba abajo cantando villancicos, y ya más tarde, cuando el vino ha hecho estragos, jotas muy alegres y al día siguiente el almuerzo del día 25 en que se come lomo de cerdo, cardos y turrón.

Sí, es muy distinto aquí. En España él intenta conectarme con su infancia, busca reintegrarse a la seguridad que sentía cuando niño, pese a todas las incertidumbres que lo merodeaban. Pero no puede dejar de imaginarse el ambiente que debe haber en la casa de la calle Holanda en ese momento: a su mamá atareada y rabiosa con los regalos y siempre atrasada para arreglarse y bajar a cenar porque estuvo ocupadísima haciendo los paquetes hasta última hora; su Nana haciendo los maravillosos helados de guindas agrias que proustianamente llamaría el «sabor patria de las fiestas de mi niñez»; a su papá después de muchos retos de su mamá movilizándose para ir a buscar el árbol; a su cuñada Luisa Larraín, la Lucha, diciéndole a su papá: «Ya pues, Tata, no rezongue y vamos a tomarnos un traguito»; a su hermano Pablo y a sus sobrinos peinados y emperifollados esperando la fiesta.

Es la nostalgia; los espectros de las navidades pasadas; el maestro Bavestrello, Juan Vizcarra y el maestro Torres que ayudaban a plantar el árbol; el miedo que tenía su mamá a las pololas inaceptables que pudiera traer su hermano Gonzalo, como la Kimiko Yamamoto (su mamá una vez lo siguió hasta la Gran Avenida, descubriendo que el padre de ella tenía micros); la Mónica Fett, una griega estupenda, y tantos otros personajes, como su abuela Herminia, la Blanquita Portaluppi, inolvidable y básica en su mitología particular, y su tío Manuel paseando por la casa, ataviado sólo con la chaqueta de su pijama, medio adormecido a las ocho de la noche cuando recién comenzaba a levantarse, pasando por el living con una bacinica llena de pipí y de colillas de cigarrillos para ir a afeitarse al baño. En fin, los recuerdos buenos y malos.

A mí las fiestas en Calaceite me traen remembranzas de tiempos alegres. Mi padre mandaba a cortar un árbol todos los años y lo adornábamos y celebrábamos con los amigos de entonces, y ese árbol quedaba como registro de la Navidad ida en una pequeña casa que mi padre había comprado frente a la nuestra. Era sólo una fachada y tenía como proyecto arreglarla para invitados. Ese árbol quedaba ahí, secándose y dando muestra del paso del tiempo, de que otra Navidad llegaría cuando de éste no quedara nada. Recuerdo mirarlo ahí tendido, seco, y comprobar que aquel instante mágico en que estaba lleno de luces y adornos se había perdido para siempre.

El día de Reyes, el 6 de enero, día tan esperado por mí y por todos los niños, era el momento mágico de los regalos. Todo el pueblo se organizaba para la gran celebración, los padres compraban los juguetes para sus hijos y se los entregaban con el nombre de los destinatarios a los encargados de organizar la llegada de los Reyes Magos. La plaza del pueblo repleta de niños ansiosos que esperaban la aparición de tres tractores manejados por un paje, con cantidades de paquetes de regalos. Avanzaban por las calles empinadas hasta llegar a la plaza. Después, subían al estrado y los pajes les iban pasando a los Reyes Magos los regalos que luego anunciaban por el micrófono al feliz destinatario. Éste subía a recibir su obsequio, obviando que todo era una fantasía y que fácilmente podía descubrirse, bajo aquellos ropajes llenos de brillo, el rostro de algún habitante del pueblo.

Recuerdo mi decepción cuando Baltasar, el mago negro, me llamó. Nunca había visto a nadie de ese color y mi miedo fue paralizante. Mi padre, molesto al pensar que yo era racista —cosa difícil a los siete años—, empezó a hacerme toda clase de recriminaciones y a darme explicaciones acerca de la intolerancia, de modo que me sentí culpable, rompí en llanto y no quise subir a recibir mi regalo.

Poco a poco, gente muy diversa fue llegando al pueblo. «Los catalanes», como nos apodaron a todo el grupo los lugareños. En un principio llegamos un francés, Didier Coste; una familia de chilenos, nosotros; una periodista peruana, Elsa Arana; el escritor chileno Mauricio Wacquez; una familia colombiana, los Gutiérrez, y unos suizos, los Zimmermann. Muchos de ellos no vivían en el pueblo, venían el fin de semana y en las vacaciones de verano. Luego, llegaron pintores, escritores, editores, médicos y arquitectos, quienes encontraron en este pueblo escenarios plagados de olivos y almendros junto a sus habitantes congelados en un tiempo eterno e inmutable, tal como la piedra de sus construcciones. El pregonero anunciaba todas las mañanas alguna noticia que pudiera interesar a sus habitantes, como la llegada de alguna feria ambulante, un perro perdido, una reunión en la alcaldía o bien la muerte de alguno de sus habitantes.

Cuando el invierno pasaba y se avecinaban las fiestas, estos «catalanes» llegaban para hacer del aislamiento en el que vivíamos todo el invierno algo que se podía olvidar por unos meses. Aparecía el caluroso verano y el pueblo volvía a recibir a esta gama de tan diversos y atractivos visitantes. Muchos años después, tanto Mauricio Wacquez como Elsa Arana elegirían Calaceite como residencia definitiva.

Aunque Chile parecía lejano, los amigos llenaban ese espacio vacío, compensando las necesidades de apego y afecto; los Zimmermann, los Gutiérrez, los Gili y, en especial, Elsa Arana y Mauricio Wacquez, pasaban tardes enteras en el jardín empedrado disfrutando largas conversaciones hasta caer el sol. Esos momentos animaban a mi madre, pues si bien en un principio el proyecto de vivir en Calaceite la ilusionó, luego se convirtió en una cárcel para ella. Sin mucho que hacer, sin tener con quién entablar relaciones, se hundió en una profunda depresión. La vida del pueblo para las mujeres consistía en ir a los bares de la carretera en la tarde a tomar el vermouth, después de sus quehaceres domésticos. Mi madre pensó que tendría algún tema que compartir con ellas, el cuidado de los niños o la comida, pero no fue así. Cada vez estaba más lejana y deprimida, creo que poco a poco incluso yo dejé de interesarle. La añoranza de su juventud exótica llena de príncipes rusos y princesas egipcias fue su refugio, los recuerdos poblaron su cabeza para sobrevivir a ese pueblo tan agobiante. Mi padre, mientras el tiempo transcurría, despacio, lento, congelado, refugiado en su altillo, escribía.

Con una visión analítica y retrospectiva que brinda el transcurso del tiempo, mi padre escribe en esa época un ensayo y analiza los primeros orígenes de El obsceno pájaro de la noche. Una novela, decía, nunca surge de una sola idea.

Es un entretejido de innumerables ideas, recuerdos, visiones, obsesiones, sugerencias, observaciones que poco a poco van apoyándose las unas en las otras hasta encontrar la forma, el lenguaje preciso de una novela, sin que, al fin, uno sepa muy claramente qué quiso decir.

La primera de estas visiones la tuvo paseando por el centro de Santiago junto a su amigo Fernando Rivas. Al detenerse en una esquina frente a una luz roja, su atención se fijó en un gran auto negro, muy lujoso. El coche era conducido por un chofer aparentemente nórdico, apuesto y rubio, pero en el asiento trasero vio a un muchacho de edad indefinida, aunque pasada la adolescencia, magníficamente vestido —camisa de seda, traje de franela listado— pero totalmente deforme.

Era un enano, un nomo, una criatura como de feria: la cara cosida, los ojos asimétricos, la nariz estropeada, el labio leporino, todos los accidentes e irregularidades que puede tener un rostro, incluso la saliva en los labios y en la lengua que asomaba un poco. El cuerpo era igualmente deforme, estropeado, las piernas cortas y nudosas, torcidas, la mano que se tomaba de la manilla colgante a su lado, igualmente nudosa y de dedos cortos... En fin, una visión de total intensidad, pura visión, era una visión de fiebre, de alucinación.

Sin embargo, su atención no siguió en el muchacho del auto, sino en la conversación de su amigo Fernando Rivas.

Años después, el día que inició la escritura de El obsceno pájaro de la noche, sentado frente a su máquina de escribir bajo la glicinia blanca en la casa de Santa Ana, escribió lo que sería el párrafo inicial, que luego quedaría como parte del relato, algo cambiado, pero con la misma esencia:

Cuando Jerónimo de Azcoitía entreabrió por fin las cortinas de la cuna para contemplar a su vástago tan esperado, quiso matarlo ahí mismo...

El niño deforme en el auto de lujo, esa imagen, vista durante unos pocos segundos, permaneció dormida, aunque vívida, durante años en un rincón oscuro de su cerebro... hasta que regresó y lo atacó de improviso, convirtiéndose en parte fundamental de la novela. De aquella visión inicial partieron los ochos años de aventura que implicó escribir esta obra.

Otra pregunta que mi padre se hacía al analizar el desarrollo que tomó El obsceno pájaro de la noche fue el porqué del apellido del personaje: Azcoitía.

Es uno de los misterios que mi memoria, pese a todo lo que la he saqueado en diversos psicoanálisis y meditaciones por mi cuenta, jamás lo he podido descubrir. Fuera del hecho de ser un apellido vasco, aunque ni siquiera sabía eso, ahora sé que es un lugar. En ese momento jamás lo escuché como apellido, jamás lo vi escrito en un mapa, ni aludido en un escrito, ni en un texto de historia o de literatura, ni sabía dónde estaba, aunque sí lo identifiqué como vasco. Me imagino que mi memoria lo tiene que haber recogido muy como dato de tercera importancia en alguna lectura y mañosamente lo guardó hasta que pude deshacerme de él, utilizándolo, sacándolo de mí. ¿Cuántas cosas en uno siguen este mismo camino? ¿Este depósito de cosas inútiles, riquezas, de porquerías, de formas, de sonidos, de espacios, existe desconocido y encubierto, hasta que de alguna manera, alguien lo utiliza o algo hace caer ese nombre, esa palabra, ese sonido, ese gesto desde el aparente olvido de la existencia? ¿Qué significado tiene Azcoitía...? Cuando lo sepa, y sepa qué relación tiene ese significado con mi vida, me imagino que ya no voy a tener inquietud respecto a él, ni tal vez respecto a mí mismo.

Otro momento clave fue una visita con sus amigos Poli del Río y Jorge Swinburn a un barrio al otro lado del río, por las calles laterales a la avenida Independencia, en Santiago. Fueron a un antiguo convento donde debían recoger una bicicleta vieja para regalársela al jardinero para Navidad. Se detuvieron frente a la puerta de un edificio gris, de un piso, teja española y ventanas cubiertas con rejas de hierro. La monja portera les abrió y entraron. Un hombrecito enclenque, a quien Poli del Río siguió, arrastraba un carrito. Mientras mi padre recorría los distintos corredores y patios donde había construcciones hechizas que albergaban a antiguas sirvientas de familias importantes, ellas se acercaban a él y a su amigo a pedir limosna. También hubo un grupo de niñas que los acosó. Luego, hallaron un lapidarium, un patio que servía de cementerio de santos de yeso destrozados. Todo un mundo que encontraría lugar en El obsceno pájaro de la noche.

Mi padre detalla así esta visita:

Era un mundo alucinante y la alucinación toma sólo un segundo. Pero este mundo alucinatorio de la casa de la calle Cruz prendió en mi mente con una potencia distinta a la del nombre vasco y del muchacho. En el caso de la casa donde había visto a las viejas con sus paquetes de desechos, se fueron prendiendo otras imágenes.

Recuerdo, además, la muerte de una tía de mi madre, Blanquita Portaluppi, pobrísima, discreta, siempre muy bien presentada, que llegaba a la casa a vernos de vez en cuando. Nunca supimos dónde ni de qué vivía. Se sabía que era pobre, pero jamás se quejaba, no pedía nada. Una noche llamaron a mi padre diciendo que la Blanquita estaba enferma. Era una pensión en la calle República. Estaba grave, agonizó brevemente, como para no molestar a nadie y murió. Fue velada y enterrada. Mi madre me llevó con ella, algunos días después, donde había vivido la Blanquita para desocupar su habitación. Tenía muy pocas pertenencias, pero todo estaba habitado por una loca población de paquetes, paquetitos, porquerías que atiborraban los cajones, debajo de la cama, por todas partes con sus signos sin significado, obsesivos, enfermos, inmundos, de quién sabe cuántos años, recordando quién sabe qué. Una mujer que había desaparecido sin haber dejado una huella, más que los paquetitos; que yo recogí, naturalmente. La casa de la calle Cruz en mi novela se llamó La casa de ejercicios de la Encarnación de la Chimba.

Hay en El obsceno pájaro de la noche otras conexiones significativas que se fueron entretejiendo; residuos de la memoria que permitieron la transformación de todas sus obsesiones y dolores en pura fantasía para lograr escribir esta gran historia.

Me contó una vez, a modo de pedestal de otra parte de la historia, que cuando él era un adolescente, su madre se llevó con ellos a una antigua sirvienta de la casa de la calle Ejército. Como la mujer no tenía otro sitio, iría a morir a la casa de avenida Holanda.

Esta mujer moribunda lo llamó una tarde y le dijo que quería decirle algo. Mi padre entonces oyó la leyenda familiar más rara, más perturbadora que pudiese imaginar: que ella había vivido en el fundo del bisabuelo de mi padre, en Odessa, y que ahí había un galpón al que nadie podía entrar ni acercarse. En ese galpón vivía escondido un niño, negro y curcuncho, que él había tenido con una de las inquilinas.

La historia de ese niño contrahecho, deforme, campechano y rural, se puso en contraposición con el niño deforme que mi padre había visto en la parte de atrás de ese lujoso automóvil. De lo rural salió la falsa conseja, la bruja que agonizó en el cuarto bajo el higüero. De ahí nació el parque lleno de monstruos de La Rinconada.

Los monstruos de La Rinconada, sin ir más lejos, tienen también otro origen: una amiga de juventud de mi padre, María Elena Gertner, encantadora y llena de imaginación, le hablaba de un ser misterioso, llamado Olga. Una noche, María Elena llevó a mi padre al Parque Forestal a conocer a este personaje. Era una mujer de no pocos años, de boca pintada y muy arreglada, que había perdido el uso de sus piernas, o la parte inferior de su cuerpo, y lo arrastraba como la cola de un lagarto, apoyándose en sus grandes manos musculosas. Olga era meticulosa en el vestir y siempre calzaba los zapatos más finos posibles. Mi padre, sin embargo, duda sobre la veracidad de su propia memoria.

Qué parte de esto es sueño y qué parte realidad, ahora, con los años, el recuerdo se me ha confundido, con el discurso de esta Olga, y con la realidad literaria de la Emperatriz y la corte de monstruos que habitaban La Rinconada..., y todos estos elementos, junto con los monstruos esculpidos en los grandes muebles estilo Enrique II, o Enrique III, no sé bien, que eran los muebles de la casa de mi niñez, todo ello junto forjó de algún modo estos monstruos.

Dejando atrás este análisis tardío que él mismo elabora sobre los orígenes de El obsceno pájaro de la noche, decide que quiere incursionar en algo distinto. Mirando desde su estudio por la pequeña ventana, se divisaba el gallinero de la casa de atrás y algunos montes desnudos de vegetación al fondo. En su cuaderno escribe:

Voy a empezar otro libro, se llamará El Boom y serán ensayos que sacarán roncha: ahí sí que agárrese Catalina que vamos a galopar.

Entonces yo era una niña, aún bastante pequeña, pero independiente. La libertad de vivir en un pueblo como Calaceite me permitió sobrevivir a todos los problemas y abandonos que sufría. Podía salir libremente, paseaba por las calles, me quedaba horas en la plaza del pueblo jugando, todos me conocían e invitaban. Me sentía a salvo, pues la vida en casa no era fácil: mi madre empezaba a tomar desde muy temprano y mezclaba el alcohol con Valium, por lo que ya a las ocho de la noche caía inconsciente a su cama; mi padre prefería no ver o no hacerse cargo del problema y permanecía en su altillo hasta lo más tarde posible. A pesar de mi corta edad, mi sistema de autoprotección funcionaba bastante bien, me preparaba mi comida y me acostaba sabiendo que al día siguiente podría correr por el campo, descargando así toda esa frustración interna. La libertad que le da a un niño vivir en un pueblo reafirma su independencia, autonomía y sus futuras seguridades.

En ese sentido, un rol importante cumplió nuestra criada Lourdes, quien no sólo me cuidaba, también me invitaba a su casa a comer, pues muchas veces en la mía no había nada para echarse a la boca. Nunca entendí bien por qué trabajaba para nosotros, tenía mejor auto, tenía campos, tenía televisión, cosa que en mi casa no existía, e incluso se comía mucho mejor en su casa, ya que el menú habitual en la nuestra era sopa de pan. Todavía mi padre no se había consagrado como escritor, a pesar de sus publicaciones, y vivíamos gracias a sus mecenas: Gene y Francesca Raskin, quienes mandaban con rigurosa puntualidad los dólares que nos permitían subsistir para que mi padre pudiera escribir. A ellos les dedicó Tres novelitas burguesas.

Eran tiempos difíciles, pero los recuerdo con encanto y fascinación. Si tuviera que decir adónde pertenezco realmente, sería a Calaceite, tierra donde las extensiones inhabitadas se sienten y el horizonte infinito se agradece; es el pueblo que acogió mi más dolorida infancia, pero a la vez hizo posible grandes lazos: Mauricio Wacquez, Elsa Arana, Yves y Vigna Zimmermann serán siempre parte de nuestras vidas.

Con los primeros aires tibios de la primavera, el fin de semana llegaban amigos y, con ellos, los tan esperados picnics a las distintas ermitas de los pueblos cercanos, como el tradicional paseo al Castillo de Valderrobres, a cuyas ruinas los árboles, arbustos, ortigas y zarzas se han ido adosando. Allí nos escondíamos a jugar, intuyendo que la infancia no duraría por siempre.

Yo miraba a mi padre embelesada. No sé si era algo común entre padre e hija, pero entonces lo veía como a un dios que vivía en el Olimpo —su estudio—, y cuando bajaba a la tierra y podía estar con él, simplemente lo escuchaba absorta. Él solía contarme cuentos, no los comunes y corrientes de la literatura infantil, sino inventados exclusivamente para mí, y dejaba que esa fantasía me transportara. Me lograba hacer creer que en el campo de Chile había unos árboles maravillosos que, en vez de frutas, daban copitas de yogur.

Tiempo después, cuando ya dudaba de la veracidad de esos cuentos, iba donde mi madre para que me confirmara el relato. Ella, para salir del paso, me contestaba:

—Mire, linda, no importa que no sea verdad, porque en esta casa se come de las mentiras de papá.

Él me obligaba a leer, pues lo consideraba fundamental para que mi cultura se ampliara. Me dio La ilíada y La odisea a muy temprana edad. También tenía una antología llamada Los mejores poemas, que aún conservo, donde me marcaba con una cruz cuáles debía leer e incluso memorizar, especialmente las Coplas a la muerte de mi padre, de Jorge Manrique, también Ojitos de pena, de Max Jara, o A Margarita Debayle, de Rubén Darío.

Todo alrededor de mi padre tenía un halo de fantasía. Por supuesto, los otros niños también miraban encantados a este ser con barba, vestido con chilaba blanca, igual a los contadores de cuentos que hay en la plaza de Marrakech y que, como ellos, nos encantaba con sus relatos.

Ejemplo de estas fantasías constantes, confusiones de la realidad-ficción, incluso sobre sí mismo, es un relato que me contó años más tarde sobre uno de los tantos paseos que hacíamos para hacer picnic con los amigos:

—A medio camino, en una taberna, paramos a tomar algo y un hombre porque sí llega a mí y me regala un bastón. Yo le pregunto por qué. Es más bien un garrote que un bastón. Él me dice que con ese bastón los combatientes de la Guerra Civil española guardaban el orden y a quienquiera que no obedeciera le daban un garrotazo en la nuca y lo mataban. Se me hacía difícil creer el cuento. Pero he conservado el garrote. De ahí nos fuimos en busca de un sitio que no conociéramos para hacer nuestro picnic, Beceite, Cretas, tantos otros pueblos ya conocidos. Pero a la vuelta de un camino fuimos a aparecer a un castillo más bien fantasmal: torres, arquerías, casas, todas pintadas de azul, como si Pablo Neruda hubiera andado por ahí. Nos dijimos que este pueblo no lo conocíamos y después de preguntar su nombre, decidimos hacer nuestro picnic en la ladera de una ermita en la cima de un monte que nos quedaba bastante cerca. Tú y los otros niños, que no conocían el lugar, se entretuvieron jugando. Tu mamá y Vigna dispusieron el almuerzo sobre un paño blanco. Se llamó a los niños a comer. Y estaban comiendo cuando uno de los niños lanzó un grito diciendo «muertos». Se le preguntó si estaba loco, pero insistió en que había muertos allí, muchos muertos. Lo tomamos de la mano y lo paseamos para mostrarle que no había muertos. Sin embargo, hacia el lado del río y la pradera, Vigna me agarró de la mano y agarró a los niños y les dijo vamos, para que volvieran a comer. A mí me llevó aparte y me señaló la ladera del monte. Toda la ladera, entera, estaba repleta de cadáveres, de huesos, no había podredumbre, sólo la limpieza de los cadáveres. Qué es esto, pregunté yo. Y nos hicimos muchos planteamientos. Que era un cementerio antiquísimo que se había desgajado con el desmoronamiento del cerro, que era un lugar donde los nacionales tiraban a sus víctimas; en fin, mil teorías más, hasta que Vigna se tapó la cara con las manos y se puso a llorar.

»Fue una de las aventuras más extrañas que he corrido. Muchos años después me aventuré sin Vigna a ir nuevamente a ese lugar. El pueblo estaba remozado, alguien había metido mano sin demasiado gusto. Me atreví a dar la vuelta por el cerro para ver lo que antes había visto, pero ya no existía. ¿Había sido sueño o realidad? Sueño, me dije. Vigna había muerto hacía dos o tres años. Eso no podía seguir existiendo con Vigna en un cementerio en Zurich. Nos quedamos hasta tarde en ese lugar tan apacible, nosotros ya éramos viejos y los niños habían crecido. Pero al caer la tarde oímos un extraño ruido. Miramos. Los perros estaban escarbando en algún sitio y se estaban robando los huesos viejos. Se los oía triturar lo que antes habían sido personas. Y le dije: vamos, no puedo soportar este lugar. Sin embargo, en las noches me despertó durante largo tiempo el ruido de los perros royendo huesos y que todo se terminaba».

Un momento muy importante, y que rompía la rutina del pueblo, eran las fiestas en honor de la santa titular del lugar, Santa Espina, y que duraban una semana. En una de éstas, justamente, le pidieron a mi padre que hiciera el discurso inaugural. Se celebraban en agosto, en pleno verano, cuando la población del pueblo se duplicaba y se elegía una reina entre las jóvenes más bonitas. Era una semana llena de bailes, de encuentros en las peñas, de bares habilitados en las bodegas de las casas y de la fonda, de paseos nocturnos de gente joven que recorre las calles tocando la bandurria y cantando.

Una de esas tardes se realizaba la procesión de la Virgen, a la que acude todo el pueblo. Pero lo más impresionante eran las corridas de toros, dentro de las cuales existía una en especial, la del «toro embolado», que se realizaba de noche en el lavadero municipal.

Al toro se le ponían unas bolas luminosas en los cuernos y los mozos más valientes los corrían y, cuando el animal se acercaba demasiado, ellos se lanzaban a la pila de agua, de donde salían empapados. La última noche era la del «toro de fuego», la más concurrida y la más alegre. Consistía en ponerle a un hombre un artefacto con forma de cabeza de toro que despedía petardos y fuegos artificiales. Esta especie de centauro correteaba a la gente por la plaza y las calles, despidiendo cohetes, mientras todos iban entre asustados y divertidos. Con esto culminaba la alegría de las fiestas y el «toro de fuego» quedaba guardado hasta el año siguiente. Entonces, la vida del pueblo volvía a su tranquilidad, a su aislamiento desolador sólo interrumpido por visitas como Luis Buñuel, Paco Rabal, los escritores Juan Benet y Luis Goytisolo, ambos con sus familias; los poetas Carlos Barral y Luis Rosales, la novelista Ana María Moix y la fotógrafa Colita. Incluso una vez, en los primeros años en Calaceite, vino a pasar una Navidad con nosotros Enrique Lafourcade con su mujer, Marcela Godoy.

En el prólogo de Poemas de un novelista, publicado en 1981, mi padre habla en retrospectiva de esta etapa que vivimos allí.

Era un mundo tremendamente ajeno, tremendamente solitario, tremendamente —así lo sentíamos— frío y hostil. El primer llamado telefónico internacional que se hizo desde el locutorio del pueblo, lo hice yo, noticia que pronto se esparció por el pueblo: comenzaron a respetarnos. Respeto que se consolidó cuando aparecí en Televisión Española, ya que en esas soledades la televisión es fuente de saber. Sin embargo, debo decir, con cierta amargura, fueron años muy solitarios y muy duros, ya que mi núcleo familiar era demasiado distinto a los del pueblo y era inútil ensayar posturas de campesinos. No creo que durante esos años fuimos recibidos —en el sentido chilenomás que por cuatro o cinco familias de la región, aunque sí por los Buñuel, y en Calaceite mismo por mis queridos amigos Tina y Pepe Ferrer, que me abrieron su casa, generosidad que no olvidaré. Pero casi no conocimos otras intimidades y otras mesas.

Mi hija asistía a la escuela pública, compañera de los hijos de los gañanes de la comarca. La que más sufrió fue mi mujer, a quien no le quedaban más que las tareas domésticas y la lectura o una traducción —La letra escarlata—, labores insuficientes para satisfacer su vitalidad.

 

Yo, entretanto, encerrado contento en mi alto estudio desde el que se ve la torre churrigueresca de la iglesia y los tejados que caen colina abajo, me enfrentaba a diario con la población de mis páginas.

Pienso en esta visión que mi padre da sobre Calaceite y la encuentro parcial, distorsionada, quizás por las luces de los distintos mundos que se le abrieron después. Fue una de las épocas más fructíferas para su creación literaria, produjo más novelas que nunca. Para mí, Calaceite es el único lugar que reconozco como propio después de una vida de trashumancia, siguiendo el peregrinaje de mi padre en busca de la tierra prometida, Chile. Para mi madre, en cambio, fue una época desoladora, diría que la más dura y también la más autodestructiva, en la que el alcohol la mantenía aletargada.

Una amistad importante durante ese tiempo fue la de Luis Buñuel y su familia. Nos visitaban con frecuencia. Buñuel era aragonés, del pueblo de Calanda, a cuarenta kilómetros de Calaceite. Siempre venía con su hermana Conchita o con Margarita, o bien con su hermano Leonardo o alguno de sus sobrinos. Caminaba junto a mi padre por el pueblo y al atardecer se sentaban frente a la chimenea y se adentraban absortos en largas conversaciones. Mi padre recuerda que la primera vez que Buñuel visitó el pueblo, lo primero que preguntó fue:

—¿Cómo es el cura del pueblo, Pepe?

Buñuel era ateo.

Mi padre entendió inmediatamente lo que imaginaba el cineasta y le contestó:

—Una lata: joven, moderno, viste ternos claros y hasta camisas deportivas; va a la plaza a conversar por las tardes, al bar con sus amigos... Simpático, pero una verdadera lata.

Nada más alejado del cura clásico de pueblo, el de las películas de Buñuel.

Nosotros pasábamos algunos domingos en la quinta de la familia del cineasta en las afueras de Calanda, pero recuerdo especialmente un Viernes Santo en Calanda, donde los Buñuel tenían un departamento en la plaza misma del pueblo, frente a la iglesia. Esta fiesta se celebra en ese pueblo de una forma muy especial: al mediodía exacto, el alcalde y sus concejales se presentan en el balcón de la alcaldía mientras las campanadas de la iglesia anuncian las doce. Desde allí decreta a las miles de personas que concurren «un día de luto», mientras que con la última campanada comienza el estruendo de miles de tambores que redoblan y retumban durante veinticuatro horas seguidas, sólo con una pausa para comer a las diez. La multitud toca con frenesí los tambores, sujetos al cuello con correas, hasta que las manos les sangran y el pergamino se tiñe de rojo. Es un encantamiento, un trance que une a los fieles en un rito único. Mi padre, agobiado con este ruido ensordecedor, empezó a inquietarse al punto que se desmayó. Su cara estaba desfigurada, con espuma que salía por su boca, en una especie de ataque epiléptico que aterró a todos. Nos fuimos rápidamente al hospital más cercano. No era nada al parecer, simplemente no resistió el golpeteo incesante en su cabeza, pero a mí me quedó grabado el horror de su rostro.

Respecto de Buñuel, años después se encontrarían o despedirían, mejor dicho, en México.

La última vez que estuve con Luis Buñuel fue en México, exiliado voluntario ahí, luego de París y de todo el mundo, luego de casi medio siglo. «El león a su guarida...», me dijo cuando le expliqué que había comprado casa en Chile y pensaba volver a vivir allá en breve plazo. Pero Buñuel celebra, sin embargo, la vuelta a las raíces, a la guarida, pero en los otros, porque él ya no se moverá de ahí. El viejo león de ochenta años sigue vigoroso todavía, divertido, buen bebedor, buen charlador pese a su sordera, ironizando sobre sus prejuicios de español que dice no abandonar. Me repite, una vez más, que no, que no hará cine. Disfruta lo que tiene, pero recordamos nostálgicamente nuestros jamones de Calanda y Calaceite, en su Teruel natal. No vive, sin embargo, en la añoranza ni en el pasado, sino en un vigorosísimo presente en que asume su vejez sin miedo.

Fue amigo también de las hermanas de Luis Buñuel, y en una ocasión ellas invitaron a mis padres a una celebración familiar muy especial: «La fiesta mortuoria de las Buñuel», que así recuerda mi padre:

Cuando uno decide que le está yendo tan mal en la vida que ha llegado el momento de la muerte, uno invita a una fiesta mortuoria: esquelas de luto, con santitos e invitación en verso. El mantel es negro con orla de plata. Hay una gran torta mortuoria, como la de los novios, coronada por un féretro con seis velitas. El menú: caviar, morcillas, olivas negras. Las flores: violetas, lirios morados. La gente debe llevar regalos apropiados, como un almohadón para la cabeza del difunto, ¡qué mono el almohadón!, ¡qué ilusión este sudario!, ¡qué linda la corona! Los invitados, de estricto luto. Música: la marcha fúnebre. Entonces, al final, uno se mete al ataúd y se acaba la fiesta.

Una de las grandes desilusiones en la vida de mi padre fue que Luis Buñuel no llevara al cine El lugar sin límites, novela de la que tuvo los derechos por varios años. Buñuel lo llamaba para decirle que tal actor debía hacer de Manuela, pero luego cambiaba de opinión, incluso una vez le dijo que iba a hablar con Peter O’Toole para el papel. Así se la pasó durante seis años. Hasta había en el living una foto de Buñuel junto a mi madre, que cuando él anunciaba que sí hacía la película, mi padre la ponía en un lugar protagónico, pero cuando nuevamente se perdían las esperanzas lo castigaba dándolo vuelta hacia la pared.

Pero Luis Buñuel quedó siempre como amigo en su vida. También pensó en hacer una película de El obsceno pájaro de la noche, pero, según mi padre, le advirtió que no pensaba hacer el texto tal y como él lo había escrito, de manera que le dijo:

Pepe, a ti ni siquiera te voy a consultar, y ni siquiera te voy a dejar entrar en el plató, porque todavía no sé bien si voy a escribir un texto o lo voy a filmar directamente con el libro en la mano. En todo caso, te puedo adelantar que sólo pienso utilizar la parte de las viejas en la casa de La Chimba, pero la parte de los monstruos en La Rinconada no me gusta y no los voy a utilizar.

Años después, El lugar sin límites fue llevado al cine por Arturo Ripstein, en México. Una buena película que ganó el Premio de la Crítica en el Festival de San Sebastián. Esta versión mexicana, llena de colorido, es bastante distinta al ambiente gris y opaco de los burdeles del campo chileno que inspiraron a mi padre. Manuel Puig realizó el guión y agregó un baile de la Manuela, que enriqueció aún más la película.

 

También rompió la monotonía apacible de Calaceite la visita de mis abuelos maternos. Ellos llegaron a pasar una larga temporada, aunque, como condición, mi madre les pidió que alquilaran algo independiente. Para mí fue fantástico. Yo, que no sabía muy bien qué era tener una familia, me sentía cuidada y mimada. Aunque para mi padre fue un verdadero calvario.

Fue un desastre, cualquier cosa mía era interpretada como egoísmo, y cualquier cosa de María Pilar la interpretaba yo como un abuso. Las peleas eran diarias, cuando se fueron dimos un respiro de alivio. Yo tengo unos amigos que, cuando van a llegar sus padres, se dan un beso de despedida y se dicen «nada de lo que sucederá entre nosotros mientras ellos están aquí cuenta», porque la conducta de ambos es completamente anómala.

Las posibilidades de huir por un rato del pueblo no eran muchas y mis padres aprovechaban cada una: París, Inglaterra, Polonia y Lucca, en Italia. Estos viajes, en especial para mi madre, eran muy estimulantes, la hacían olvidar por un rato la soledad del pueblo.

En 1973, mi padre fue invitado a París para el lanzamiento de la versión francesa de El obsceno pájaro de la noche, a cargo de Editions du Seuil. La situación económica no le permitía ir con mi madre y pagar el alojamiento, así que le escribió a Jorge Edwards, en ese entonces era ministro consejero de la Embajada de Chile en Francia, cuando Pablo Neruda era embajador, para que los alojara durante unos días. Neruda y Matilde le contestaron inmediatamente: Tienen alojamiento en el Hotel Neruda por el tiempo que quieran. Avisen fecha de llegada.

Esta invitación los llenó de alegría. Llegaron a París una mañana de primavera y se dirigieron a la embajada en avenue de la Motte-Picquet, un palacio que un día fue de los príncipes de la Tour D’Auvergne.

Sobre su estadía, mi madre describe en sus memorias:

Nos abrió el portero de la embajada. Nos invitó a pasar y nos dijo que don Pablo y la señora Matilde no habían llegado aún de Condé-sur-Iton en Normandía, su casa de campo, donde habían pasado el fin de semana. Nos condujo a nuestra habitación, subimos al segundo piso, donde se encontraban las habitaciones privadas del embajador, y nos instalamos. En el primer piso se encuentran los salones y en el tercero las oficinas de la cancillería. A eso de las doce y media bajó Jorge Edwards de la cancillería y nos dijo que Pablo y Matilde nos esperaban en «su» living para tomar una copa antes de almorzar. Neruda había logrado transformar en tal forma las habitaciones del imponente palacio, que al atravesar la alfombra del pasillo que separaba nuestro dormitorio de las habitaciones privadas, nos pareció que atravesábamos el mar y la enorme cordillera, reencontrando el Chile de Neruda en ese entorno que él había creado, inventándolo, como era su costumbre. Había hecho que retiraran los muebles franceses entre los que «no se halló», como se dice en Chile, y compró unos cuantos muebles y unos cuantos trastes a su gusto y los instalaron. Un sofá y unos sillones Morris de cuero, una mesa y unas sillas amapola de Saarien, un pequeño bar lleno de botellas raras y vidrios azules. Todo muy nerudiano. También cuadros de pintores chilenos, objetos traídos de Chile o comprados en anticuarios. Y, por supuesto, juguetes.

Sobre el mesón del bar había un muñeco de madera que tirando de una cuerda se quedaba en calzoncillos. En la pared, un tiro al blanco, y en sitio de honor en el living un enorme león de peluche. El león de peluche era como un símbolo del cambio de los tiempos, de su persona y sus circunstancias. Y no sólo el poeta disfrutaba con él. Nunca olvidaré la visión tan estética de Matilde peinando su melena de color parecido a la suya mientras conversábamos tomando el té una tarde de domingo en el palacio de la Motte-Picquet.

Para festejar la salida de El obsceno pájaro de la noche, los Neruda dieron un gran cóctel, en el que agasajaban también al Coro de la Universidad de Chile, presente por esos días en París. Todos los asistentes esa noche escucharon muy atentos las canciones chilenas que removieron las nostalgias de la patria. El menú combinaba magistralmente, como Pablo Neruda solía hacer: una ligera sopa francesa, luego empanadas y humitas, acompañadas de vinos y licores.

Mis padres habían participado en otros tiempos en algunas fiestas nerudianas. Una especialmente memorable fue la que el poeta organizó en La Chascona para los intelectuales invitados al encuentro organizado por la Universidad de Concepción en 1962. Un «civet» de jabalí decidió Neruda como menú para esa ocasión, y fue un acierto. Entre los invitados estaban los escritores Alejo Carpentier, Carlos Fuentes, el poeta Thiago de Mello, Benjamín Carrión, Roa Bastos, el pintor ecuatoriano Guayasamín, el científico Premio Nobel Linus Pauling, Jorge Edwards, Jaime y Mercedes Valdivieso, Fernando Alegría, Juan Marín, Miguel Serrano, entre otros. Fue una gran fiesta, muy alegre, todos los comensales aplaudieron el resultado y se llevaron en recuerdo de esa noche memorable un menú escrito y dibujado por el dueño de casa.

La relación de mi padre con Pablo Neruda no fue muy cercana, pero sí marcó algunos momentos clave de su historia. En alguna oportunidad conversamos sobre eso:

—Nunca fui muy amigo de Neruda, nunca le tuve un gran cariño. Pero de alguna manera me sorprendía, me llenaba de planes. Me acuerdo que fuimos con Juan de Dios Vial Larraín a una conferencia suya, hasta entonces no lo conocía, y yo desde arriba, en el aula de la Universidad de Chile, lo veía hablar de su niñez, de su pobreza. Me acuerdo especialmente que habló de la música de las cacerolas, cuando llovía en el sur era única, la lluvia caía y se ponía a escuchar los distintos ruidos. Yo me quedé tan impresionado, fue muy violento que un hombre así pudiera hacer eso, había grandeza.

»Habló también de los veranos en Puerto Saavedra, de los muelles abandonados a la hora del alba, de los aromos amarillos en los campos de Loncoche. Cuando tuve vacaciones lo primero que hice fue ir a ver esas cosas. Viajé al sur a recorrer la geografía del poeta. Llegué a Puerto Saavedra después de leer el canto a «La lluvia austral, personaje de mi niñez», y me quedé dos meses en la casa de una familia de pescadores, la familia Leal, que vivía en las dunas al otro lado de la desembocadura del río Imperial.

»Era un mundo increíble, en que los ratones andaban por arriba de mi cabeza, en la noche me despertaban porque trataban de comerme las uñas, pero eso me gustó.

»Uno de los Leal era botero a remos que cruzaba a la gente de esa boca a Puerto Saavedra, yo iba con él muchas veces y me gustaba observar y hablar con la gente. Otras veces hacíamos excursiones a caballo, a playas extraordinarias.

»Luego, escribí lo que sería el primer cuento de mi primer libro, Veraneo.

»Cuando quise irme de mi casa a vivir solo para poder iniciar Coronación, me fui a una casa en el barrio Bellavista, que era un barrio muy nerudiano, donde estaba su casa La Chascona. Ahí pude escribir y luego dejé la novela por seis meses. La volví a retomar cuando Hernán Díaz Arrieta, el gran crítico Alone, me dijo que era una locura que tuviera la mitad de la novela hecha. Entonces me fui a Isla Negra para terminarla, donde Pablo Neruda tenía su casa de playa. Viví nuevamente en una casa de pescadores. Me instalé en una pieza que estaba llena de sacos de papas, y donde en un rincón frente a una ventana puse una mesa donde trabajaba con mi máquina de escribir mirando el mar. Fue en ese entonces cuando fui más amigo de Neruda, yo los visitaba a menudo porque la casa de los pescadores no tenía baño, y Pablo y la Matilde me ofrecieron que me bañara ahí. Fueron muy cariñosos. De alguna manera, Pablo Neruda me guió involuntariamente».

Mientras seguíamos viviendo en Calaceite, mi padre recibió la noticia de la muerte de Pablo Neruda. A pesar de que sabía que estaba muy enfermo, le dolió, quizás no como la partida de un gran amigo, pero sí como algo suyo que se perdía para siempre.

Sin embargo, la relación de mi padre con Matilde Urrutia, la mujer de Neruda, se volvió bastante difícil por un tiempo. De hecho, Matilde dejó de hablarle durante varios años a causa de un comentario, un «pelambre», que hizo mi padre en una carta a Margarita Aguirre, donde le comenta que Neruda ni siquiera nombraba a Delia del Carril, la Hormiguita, en su autobiografía, y que en ello veía la mano de Matilde. Ella se enteró y evitó a mi padre.

Años más tarde, en Barcelona, se reanudó la amistad. Luego, al volver a vivir a Chile, Matilde los invitaba bastante a su casa, pero al poco tiempo ella murió. Su entierro es el comienzo del libro La desesperanza, que marcó nuestra vuelta a Chile en 1980.

Nosotros quisimos a la Matilde, su etapa de agonía nos conmovió, le dejábamos flores, pues no nos dejaba entrar a verla. La Matilde, siendo una mujer de origen humilde, con el tiempo aprendió a vestirse, era una mujer elegantísima. No era sensible literariamente, Neruda no tenía esa cosa de buscar a un igual, los amigos de Neruda eran todos inferiores a él, también es cierto que él era superior al resto.

 

Durante dos años veraneamos en la ciudad de Lucca, Italia, donde tenían casa Alfredo y Marina Capone. Los padres de Marina eran propietarios de una lujosa villa rodeada por un parque. Creo que ahí nació mi inclinación por la estética y la decoración. Los frescos trompe l’oeil del salón principal y del salón de baile, la sala de música con un piano de cola maravilloso, los tapices, los brocatos... A través de los ventanales se podía divisar la pequeña laguna con cisnes atravesada por un puente. Nos prestaban, para que nos alojáramos, una de las antiguas casas de los trabajadores, que habían sido remodeladas para recibir invitados. Es allí cuando aparece otro elemento decisivo para Casa de campo: la mansión campestre donde se desarrolla la novela es muy parecida a la Villa Rossi, en Lucca.

 

En uno de esos viajes a Italia pasamos a Roma, donde el cineasta Antonioni pidió conocer a mi padre y le propuso hacer un soggetto, pues había leído la versión italiana de El obsceno pájaro de la noche y quería algo nuevo, no el libro mismo, que era muy diferente a lo que él hacía, de modo que le interesaba algo absolutamente nuevo. Fue uno de los muchos proyectos cinematográficos que quedaron sin hacer.

Mi padre está a un mes de cumplir cincuenta años y ciertos temores se apoderan de él. Estos fantasmas lo hacen escribir a su hermano Pablo. Le pide, en caso de que él y mi madre mueran, que acepte legalmente hacerse cargo de mí.

Si se diera la circunstancia de que tanto María Pilar como yo nos muriéramos al mismo tiempo —lo que no es probable, pero tampoco imposible, ya que viajamos y dejamos a la niña sola, y se puede hundir el barco, o descarrilar el tren o caer el avión— les dejáramos a la Pilarcita como hija, para que la criaran junto a los tuyos. Pilarcita no sería una carga económica para ti: llevaría propiedades, el income, ahora relativamente grande de mis derechos de autor, que le pertenecen por cincuenta años después de mi muerte. Si no me contestas esto —tú o la Lucha— sé que no aceptan este papel. Pefiero que no escriban una negativa, sino que guarden silencio; pero si aceptan, me gustaría mucho que me pusieran que sí aunque no fuera más que una tarjeta postal si no quieres darte más trabajo, ya que en ese caso tendríamos que tomar pasos legales y así estaríamos más tranquilos y saber que la Pilarcita no se quedaría totalmente sola en el mundo.

Ante la necesidad de tener un ingreso estable, mi padre acepta dar clases por un semestre en la Universidad de Princeton. En la víspera se siente excitado, con mil cosas por hacer, pero la fecha de la partida llega y Calaceite quedará atrás, pues luego de nuestra estadía en Estados Unidos volveremos a vivir en Sitges, un pequeño balneario próximo a Barcelona. La casa de Calaceite pasó a ser un refugio al cual volver y al que regresamos siempre mientras vivimos en España.

Cuando yo me casé, sin embargo, mi padre decidió venderla para regalarme el dinero, pues no tenía sentido tener una casa a quince mil kilómetros de distancia. Hoy la habita Jane Alexander, una inglesa que la ha mantenido como estaba desde el día que la dejamos por última vez.

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