Calaceite,
1971-1974
El hallazgo —o
más bien el descubrimiento— del pueblo de Calaceite se produce porque mi padre,
cansado de que su traductor al francés, Didier Coste, le escribiera cartas
pidiéndole aclaraciones sobre los «chilenismos» que usaba en sus novelas,
decidió visitarlo y entenderse directamente con él. Para su sorpresa, resultó que las señas indicaban un pueblo tierra
adentro, en la provincia de Teruel. Intrigado, fue a visitarlo y quedó
sorprendido con la belleza del lugar, con ese pueblo de casas de piedra,
congelado en el siglo XVII.
En cuanto
vuelve a Barcelona, convence a mi madre de que es el lugar ideal para ellos y
empieza de inmediato a gestionar todo lo necesario para comprar una casa y
trasladarse cuanto antes.
En una carta
dirigida a doña Momo, madre de Fernando Balmaceda, mujer muy importante en su
juventud (según él, gracias a ella pudo estudiar en la Universidad de
Princeton), le comenta cómo es Calaceite, a propósito de su amor compartido por
los jardines.
Con María
Pilar dijimos «basta, no podemos seguir así como gitanos por el mundo». Por
terceros me entero de que en la provincia de Teruel
—olivares y olivares y olivares y viñas— hay un pueblo de dos
mil habitantes que se llama Calaceite y que es uno de los más bellos y no
prostituidos de España. Un pueblo de piedra ocre del siglo XVII, enorme
catedral barroca, plaza con estupendos portales de piedra, y como ahora en la
carretera que pasa desde Zaragoza a Tarragona han hecho una gasolinera, y los
ricos del pueblo se están construyendo casas de
estuco rosado y verde y amarillo pipí junto a la gasolinera, que es lo chic,
venden palacios de piedra del siglo XVII por tres mil dólares. Los viejos fuman
sus pipas en la plaza; su única defensa contra el sol es la sombra de las
piedras y la inconmovible y uniforme espesura de la pana negra. Vamos a comprar
una casa en este pueblo que es maravilloso y con un silencio
verdaderamente balsámico. En el pueblo no hay casas con jardín, y como yo soy
amigo de doña Momo necesito casa con jardín, porque ella me enseñó que una vida
sin jardín no vale la pena. En las afueras del pueblo, sobre el río, hay un
molino, también del siglo XVII, de piedra dorada, con dos balcones con soportes
de piedra tallada, con el agua que pasa por debajo de la casa, la planta en ele, que me encanta, cuatro pisos de alto, una hectárea
de terreno, tilos seculares, cerezos enormes, y el río abajo, lleno de chopos,
y al frente los cerros grises y los olivares que se extienden hasta el
infinito. Si no resulta la compra de este molino, otra casa con un jardincito
aunque sea minúsculo. Casa, por fin.
Un mes más
tarde estaba comprando por seiscientos dólares una casa del
siglo XVII casi en ruinas, la cual reconstruyó y arregló dejándola convertida
en una especie de laberinto para tener un jardín de un estilo que en un pueblo
como Calaceite era imposible de hallar. Este jardín inventado era, en realidad,
un patio empedrado que tenía dos niveles. El superior estaba sostenido por dos
bóvedas enmarcadas por arcos románicos que aparecieron casualmente al derrumbar
un muro (al parecer databan del 1300, según el cura
del pueblo). A este jardín se accedía por una pequeña escalera a cuyos pies mi
padre había plantado «colas de zorro», que posteriormente serán las gramíneas,
protagonistas simbólicas de Casa de campo y que fueron
bautizados como Los jardines colgantes de Donoso. Esta escalera conducía al
altillo que era su estudio, al que también se podía llegar
por detrás de su dormitorio mediante una escalera de gato.
Era una casa
bella, toda de piedra, con un living grande que tenía como originalidad dos
chimeneas y el cielo de bovedilla catalana; troncos a la vista, cada medio
metro, entre tronco y tronco, una pequeña bóveda de yeso y las paredes de
piedra descubierta. En el tercer piso estaba la «solana»,
granero típico de las casas de la región, con una
vista incomparable hacia la sierra a través de los campos de olivos.
Mientras
reconstruía la casa tuvimos que vivir en la fonda del pueblo, en plena
carretera, y parada obligada de los camioneros que iban hacia Zaragoza. La
fonda pertenecía a don Enrique Alcalá; su mujer, doña Adoración, estaba a cargo
de la cocina. Don Enrique, hombre encantador, ya entonces muy viejo, al menos para mí (seguro la realidad era otra), tenía una
energía envidiable y años más tarde fue bautizado como Henry Fonda. Nos atendía
con mucho esmero, dejó que yo instalara todos mis juguetes, cocinilla con
repisa incluida, al fondo del comedor, donde me la pasaba, mientras el murmullo
de las conversaciones de los camioneros, el olor a ajo, el aroma de la leña
quemándose en la salamandra y el zumbido de los autos
al pasar por la carretera llenaban el ambiente.
La fonda
continuó siendo siempre un punto de encuentro, el conejo al ajillo y la
ensalada de judías blancas eran los platos preferidos de toda la población
itinerante que fue llegando con el tiempo.
El primer y
segundo años en Calaceite seguíamos yendo a Barcelona para estar en contacto
con todos los del Boom. Fuimos a la casa de los
García Márquez, invitados por la Gaba, Mercedes, con los Vargas Llosa y los
niños, que éramos el mini Boom, a una especie de festejo para que todos se reunieran.
Mi madre cuenta que al llegar a Barcelona, el día antes de la cena, Gabo gritó
al vernos aparecer:
—¡Ya llegaron
los primos de provincia!
A la
celebración también estaban invitados Julio Cortázar con su pareja, Ugné, y Carlos Fuentes.
A nosotros,
los niños, nos dejaron jugando juntos, mientras los grandes salieron a celebrar
la reunión. Fueron a comer a un restaurante típico catalán. Esta ida a comer
tiene un cuento encantador que mi madre relata con mucha gracia en el capítulo
que se incluyó en Historia personal del Boom, llamado
el «Boom doméstico»:
La cocina
catalana es muy sabrosa pero no muy variada. Al
llegar al restorán nos sentamos todos en una mesa. Allí, un papelito colocado
junto a cada asiento con el menú impreso sirve para anotar, con un lápiz
también convenientemente situado junto a los cubiertos, el número de raciones
que se desea de cada plato. Luego se entrega el papelito al maître, para que
haga los pedidos en la cocina.
En nuestra
mesa la conversación se animaba haciendo olvidar la
comida y nadie estaba preocupado de anotar lo que quería comer.
El maître,
cansado de esperar, recurrió al dueño del establecimiento, que se acercó a la
mesa muy decidido. Miró primero detenidamente a los comensales. Se hizo un
silencio culpable ante la fuerza de aquella mirada. Silencio que aprovechó el
dueño para preguntar muy serio pero haciendo gala del particular sentido del humor catalán: «¿Alguno de ustedes sabe
escribir?...». Julio Cortázar, Carlos Fuentes, Gabriel García Márquez, Mario
Vargas Llosa, Carlos Franqui y José Donoso se miraron desconcertados, entre
inseguros y divertidos. Y el silencio se hizo más pesado aún.
La Gaba salvó
la situación, ella es sabia, no sólo es cálida y encantadora, dijo: «Yo, yo
sé...», cogió el menú, apuntó los pedidos y entregó
el resultado al dueño.
Recuerdo esas
reuniones; éramos casi una familia. Todos estaban lejos de sus respectivas
patrias y esta suerte de collage latinoamericano nos brindaba seguridad. Como
niña, yo intuía esto: me faltaban los vínculos familiares y los hijos de estas
«lumbreras» del Boom fueron mis «primos» por un tiempo: María Monterroso, hija
de Tito Monterroso; aunque mayores que yo, los hijos
de García Márquez, Gonzalo y Rodrigo; y Álvaro y Gonzalo Vargas Llosa, los más
importantes para mí. Con ellos compartí muchas vacaciones, temporadas en el
parvulario Pedralbes en Barcelona, donde nos dejaban nuestros padres mientras
viajaban.
La amistad más
estrecha era con los Vargas Llosa y juntos nos organizaban panoramas los fines
de semana: títeres, idas al circo o al cine, y luego
ellos comían juntos. En estas tertulias mi padre y Mario Vargas Llosa se
trenzaban en discusiones literarias que terminaban siempre versando sobre
Flaubert. Mario, gran admirador del escritor francés, lo defendía
apasionadamente y mi padre lo atacaba, en parte, por molestar a Mario.
También Álvaro
y Gonzalo Vargas Llosa pasaban algunos fines de semana en nuestra casa en Calaceite. Un verano estuvieron quince días
mientras sus padres viajaban a México. Fue un verano inolvidable para mí, que
normalmente estaba sola, ya que por un tiempo estuve con dos chicos de mi edad
compartiendo mis juegos, nadando en la piscina municipal, paseando en burro,
yendo al campo a cosechar cerezas, compartiendo la libertad total del pueblo.
Dormíamos los tres juntos en mi habitación. Risas,
llantos, celos porque uno jugaba con el otro y el tercero quedaba solo...
nuevamente risas, juegos, peleas.
Mientras desde
su habitación mi padre escuchaba nuestros juegos infantiles y pedía reiteradas
veces que nos calláramos, se gestaba en su cabeza parte de la novela Casa de campo, donde treinta y cinco primos hermanos juegan
a los «juegos del amor y del azar»; todo muy distinto,
desde luego, a nuestras inocentes picardías.
El fin de año
de 1971 lo pasamos en casa de los Vargas Llosa en Barcelona. Recuerdo que
fuimos antes a la Feria de Santa Lucía, alrededor de la catedral gótica, llena
de puestos donde se vendían adornos de Navidad, arbolitos, figuras para el
pesebre, luces y guirnaldas. Yo, tomada de la mano de mi padre, aún con su pelo
oscuro, pero su barba ya blanca, lo escuchaba
mientras me mostraba todo y me señalaba a la gente para que la observara,
costumbre que no perdió nunca. Quería que yo viera cómo él lo hacía, apreciando
también todo detalle físico de alguien: su vestimenta, su porte o algún defecto
notorio que describiera lo que esa persona podía ser.
De regreso en
la casa de los Vargas Llosa para celebrar el veinticuatro, los niños jugamos con los regalos. A pesar de que en España se
entregan para día de Reyes, recibíamos algunas sorpresas para conservar la
tradición latinoamericana. Se habló de literatura, era inevitable, y se recordó
también las patrias y familias lejanas. Mientras nosotros, agotados,
dormitábamos tendidos en cualquier parte.
La fiesta de
la que mi padre habló como el fin del Boom, en casa de los
Goytisolo, fue unos días después de esa Navidad y definió un momento
importante, pues quedaría claro, con el paso del tiempo, aquello de que
«nosotros, los de entonces, ya no somos los mismos».
Esa Nochevieja
la pasamos en la casa de los García Márquez. Invitados sólo los «íntimos»,
cenaron, bailaron y se abrazaron todos con real cariño, prometiéndose
sinceramente ser amigos siempre y augurándose grandes
éxitos literarios. Pero la amistad prometida se puso a prueba muchas veces con
el paso del tiempo.
En 1972, mi
padre cumplió ocho años fuera de Chile y once de matrimonio con mi madre. Yo
tenía cinco años y mi padre sentía una grave «crisis idiomática», lo cual
dificultaba su escritura. Su «chileno» fue sometido desde siempre a los embates
de una vida anglófona, por su educación en el colegio
The Grange, después sometido a los bolivianismos y argentinismos conyugales.
Luego, comenzaron a viajar: México, Estados Unidos, Portugal, Madrid, Mallorca,
Cataluña, de modo que se sentía escribiendo en una completa esquizofrenia
idiomática.
Aparte de los
cambios idiomáticos por sus viajes, existe un dato emocional: yo, su única
hija, que nací en Madrid, viví en Mallorca y
Barcelona, por lo que aprendí a hablar un castellano de España salpicado de
catalanismos. No hablaba el idioma de Chile como el suyo y el de los suyos, y
me reía cuando decían «pieza» en lugar de «habitación», «ustedes» en lugar de
«vosotros», o «pelota» cuando yo decía «balón».
—Así como los
padres determinan la primera parte de la vida de sus hijos, los hijos, en gran
medida, determinan la segunda parte de la vida de sus
padres —me decía a veces.
José Donoso
teme comenzar a escribir en un engendro de inglés y un castellano chilenizado,
argentinizado, bolivianizado o catalanizado indistintamente con mi madre;
además del castellano catalanizado conmigo y los idiomas respectivos de sus
amigos que los visitan: peruanos, suizos, franceses, mexicanos, que lo hace dudar.
En su cuaderno precisa:
Temo que
tendré que usar un collage, inventar un idioma con todos estos elementos,
crear, darle vitalidad a este problema que es el mío de este momento, el de un
escritor contemporáneo que se está quedando sin idioma. Porque chileno, lo que
se llama verdaderamente castellano chileno, creo que ya no podré escribir.
La escritura
de El obsceno pájaro de la noche le significó un esfuerzo inmenso para conservar el «chileno», y
siente que esa exigencia lo ha dejado estrujado, vacío. Quizás el libro entero
sea como uno de esos paquetitos que hacen los personajes de «sus viejas» para
que no se escurra la vida, para amarrarlo a sí mismo e identificarse; para
poseer ese idioma en la forma más apasionada y definitiva posible, porque, al
ir escribiéndolo, va gastándolo, perdiéndolo y
cualquier intento por conservarlo es inútil.
Salió de Chile
con la intención de permanecer afuera dos o tres meses y luego de ocho años
todavía no regresa ni sabe si regresará algún día. Salió en tiempos de la presidencia
de Jorge Alessandri y no conoció Chile bajo Eduardo Frei Montalva. Tampoco lo
conocerá mientras Salvador Allende está en el poder, ni vivirá el golpe de
Estado de Augusto Pinochet.
Una vez me
dijo:
—Hay quienes
dudan de que José Donoso haya conocido jamás un Chile verdadero. Posible, muy
posible, si se refieren a la «realidad» chilena. La realidad chilena es muy
importante, pero como todas las realidades, subjetiva y fluctuante.
Mi padre
percibe, por la prensa y las noticias que le llegan de los amigos y la familia,
a un Salvador Allende ejemplar, que hace un papel
espectacularmente positivo, noble y único en el mundo. Hay quienes le dicen que
no es verdad, que por debajo los hombres grises del soviet
usan a Allende como fachada para estalinizar a Chile. Prefiere creer lo
primero, aunque el desastre ocurrido en Cuba, a raíz del asunto de Heberto
Padilla, había roto ya definitivamente sus esperanzas.
Así como la
ausencia de Chile ha ido atomizando su lenguaje, lo
mismo ha ocurrido con el mundo inútil y decadente que alimentaba su fantasía.
¿Volver y elegir otros niveles de su país para estimular su creatividad? No.
Sobre esto anota en su diario de entonces:
Me parece que
el creador no elige sus temas, que al contrario, es elegido por ellos. Estoy
seguro de que uno es impulsado hacia ciertos temas, y hacia
ciertos tratamientos de estos temas, por ese oscuro amasijo sepultado que se
llama el inconsciente. Que por mucho que se concientice ese inconsciente,
siempre será el inconsciente lo que en último término me hace elegir tal
palabra, tarjar una para colocar otra en su lugar, desechar una anécdota,
desplegar ciertos sectores de un personaje y esconder otros. La lucidez es
siempre relativa para un escritor, aunque sea la
esencia de su literatura, aquello que él utiliza para recrear lo más oscuro.
Uno lee los diarios de los escritores —pienso en los cuadernos de Kafka, en el
diario de Virginia Woolf, tan antagónicos y, sin embargo, tan paralelos en este
sentido— y
no puedo dejar de percibir lo profundamente determinados que todos estuvieron
al elegir su tema y sus formas, qué cosa más tremendamente
obsesiva y esclavizante es la literatura.
Muchas veces
se ha propuesto cambiar de tema, hacer experimentos que lo lleven a otras
cosas, cosas que por lo menos, en cierta medida, tengan relación con su vida,
tanto con lo que se ve como con lo que se esconde.
Quisiera tener
una mejor relación con mi inconsciente, que no me tiranizara como lo hace, que
me ofrendara un poco de libertad. Soy un hombre para
el cual la belleza formal, lo epidérmico, la estructura de las cosas en sus
manifestaciones plásticas, tiene mucha importancia y cumple un papel de gran
estímulo. Sin embargo, jamás mi inconsciente me ha permitido incorporar mi
deleite por los seres humanos y por las cosas a mi literatura. ¿Por qué? Mi
inconsciente me obliga a escribir sobre viejecitas pútridas, asilos y
sirvientes, y obedezco, porque si no obedezco —esto
lo sé por experiencia— la palabra me brota muerta. No
tengo derecho a celebrar, a manifestar el goce que siento ante algunas cosas.
Entretanto,
recibe una carta de su madre. Ella le comenta la lectura de El
obsceno pájaro de la noche.
Hace ya varios
días terminé de leer El pájaro. Esperé estos días
antes de escribirte para «masticarlo». Tú muy bien
sabes que yo no soy una persona autorizada para hacer una crítica. Sólo te diré
lo que mi corazón sintió al leerlo. Vibré, vibré mucho. Para mí, y creo que
para muy pocas personas como a mí, fue algo muy vívido. Trajo a mi mente toda
mi vida, que aunque no vivida en una atmósfera tan terrorífica como la que tú
describes magistralmente, hay una enormidad de semejanzas y recuerdos, tal vez
no en la forma pero sí en el sentir. Mi vida desde
muy chica fue vivida en una atmósfera de semiterror; no sé si porque realmente
fue así o por mi sensibilidad. Cuando chica vivíamos en la calle San Antonio, a
los pies de las monjitas Rosa de Santiago-Concha, en la calle Claras (hoy Mac
Iver). Tendría yo unos seis años.
Los pies de la
casa, que era de cuatro patios, llena de zaguanes, bodegas,
cochera, caballerizas... Los pies de la casa deslindaban con el cementerio de
las monjitas. Según mi papá, mi tío Eliodoro, don Vicente Santa Cruz y todos
los vecinos decían que en la noche los cadáveres salían a la calle por el tejado
de la casa nuestra y metían un ruido tremendo arrastrando sacos. Eso lo oíamos
nosotras y vivíamos aterrorizadas. Según decían las empleadas viejas, eran los
propios patrones y sus hijos los que hacían los
ruidos mientras iban a visitar de noche a las empleadas jóvenes de las otras
casas. Nosotras, como éramos chicas, no entendíamos y nos tenían convencidas de
que eran las ánimas. Recuerdo que me acostaba y me tapaba bien la cabeza con la
sábana porque nos decían que si no nos portábamos bien y nos dormíamos, por la
claraboya iban a salir ánimas. ¿Comprendes por qué me
acostumbré a hacerme pipí hasta los veinte años? Además de todo esto había
vivido siempre al lado de la María Vallejos, que si no era bruja sabía tanto de
ellas que pasaba la vida contándonos. Por ejemplo, cuando a los terrenos de su
padre en Parral llegó el señor Rivas disfrazado de perro y los echó de sus
tierras para quedarse con ellas. Todos los años para el primero de noviembre iba al cementerio en Santiago, se paraba frente al
mausoleo de los Rivas y gritaba a toda boca: «Sale sinvergüenza de tu tumba y
devuélvele las tierras a mi paire, que le robaste». Así se fue desarrollando mi
niñez. Las empleadas de la casa, después las tías viejas de la calle Ejército y
todo ese batallón de gente que las visitaba en la casa... Todo esto me lo ha
hecho revivir tu libro aunque nada preciso tienen que
ver con ello, pero que a ti como a mí se nos quedó muy adentro y tú con tu
imaginación le diste forma. Yo le digo a tu padre: «Sé que el tema no es de tu
agrado, pero para mí es un rincón de mi vida y se me ha venido todo ese mundo a
la cabeza que ya estaba casi borrado en mí...».
La carta
sigue. Las evocaciones son muchas, pero, sobre todo, sugiere una cosa central
para él: la tremenda relación que hay entre su vida y
obra, entre la vieja, la criada, el amor sexual, el miedo, la brujería y la
muerte.
A raíz de la
carta de su madre, reflexiona y recuerda al escribir en su diario:
Esas viejas,
que dormían con mi madre y le decían que los ruidos del techo eran los muertos,
pero sabían que eran los patrones que se iban a acostar con criadas jóvenes,
como lo habían hecho con ellas, era toda una
confabulación tejida por mujeres, sexo, brujería, explotación, miedo. Yo
también tuve mi primera experiencia sexual con una criada, no puedo haber
tenido más de siete u ocho años. La Marta, parte de una serie de hermanas
suplantables que sirvió en casa. Recuerdo una de las primeras escenas, la
primera vez: en la habitación de ella, al fondo de la casa de la calle Ejército, al lado del gallinero en el tercer
patio. Recuerdo que me dijo que lleváramos unos cuentos de Calleja, para
disimular si nos pillaban, Episodios
Nacionales,
se llamaba, recuerdo, y eran sobre historia de España, estoy viendo la portada,
Numancia, Covadonga, la Campana de Huesca, cada uno en un cuadradito. Y
mientras la Marta me leía, me iba soltando los pantalones, me iba mostrando su propio sexo, haciéndome recorrer su cuerpo. Desde
entonces, también tuve esa vocación tremenda por la clase baja como objeto
erótico: las cosas misteriosas, maleficio y magia y belleza, surgen del jergón
de una criada, como El pájaro, en el fondo de un
cuarto oscuro junto al gallinero.
Calaceite, dos
mil habitantes, pueblo de piedra, teja y campanario. Una isla entre un mar de viñas y olivares, situado en el ángulo donde confluyen
las provincias de Tarragona, Teruel y Castellón. Se habla una mezcla increíble
de catalán, castellano de Aragón y valenciano; un dialecto difícil. Tierra de
vendimia a la antigua, con cura párroco y viejos vestidos de pana negra, que
sentados en la plaza con sus bastones chuecos, hablan de la «guerra nuestra»
como si todavía siguiera, y de hordas de gitanos que
llegan en temporada de cosecha de aceitunas y de la fonda de Alcalá.
Después del primer
año, mi madre empieza a desesperarse en esta soledad y la relación con mi padre
se complica. Él se mantiene ocupado con innumerables proyectos que tiene en su
mente. Luego de haber terminado Historia personal del Boom,
escribirá Tres novelitas burguesas. Pero en ese
momento quiere escribir un musical sobre el pintor
Mauricio Rugendas, para lo que postula a una beca de la Fundación Guggenheim,
la cual obtiene. El proyecto no se realizará y culpará al golpe militar por
sucumbir esta idea.
Mi madre, en
cambio, ahogada en las tareas domésticas, acompañada de algún libro o de sus
trabajos esporádicos de traducción, se siente frustrada y recluida. Sentada
bajo un pino en la ermita de San Hipólito, donde iba
seguido a llorar para desahogarse y para huir del encierro de la casa por un
rato, escribe en su diario en febrero de 1973:
En el campo se
siente bien, completamente sola, sin peligro de ninguna interferencia para
poder escribir.
La
característica de Pepe del rechazo a hacer favores. Pepe siente su individualidad
más que yo. Las cosas para mí, en cambio, no tienen
realidad absoluta o no han cuajado su realidad hasta que yo no las comparto con
Pepe.
Estoy leyendo
a Laing que me ayuda bastante. Múltiples y multifacéticas tensiones con Pepe.
Están en plena
crisis matrimonial, al igual que años antes, durante la época en que vivieron
en Portugal y que se arrastraba desde Iowa, debido, según mi madre, a que de
algún modo él se había «enamorado» de sus alumnos en
Iowa y estaba cansado del matrimonio debido a los tratamientos de fertilidad y
comenzaba a pesarle. Entonces, ella se iba sola al campo y lloraba, como ahora
en Calaceite. Mi padre ha descubierto una nueva y gran amistad: Alfredo Capone,
un italiano inteligente y agudo con quien comparte largas conversaciones y con
quien siente que de verdad se comunica.
Si antes mi
madre sintió que no podía coexistir con los alumnos
de mi padre, ahora le ocurre lo mismo con Alfredo Capone.
Añoro volver a
sentir el estímulo del amor algún día.
Pepe me
quiere, a ratos se siente atrapado por el matrimonio y a ratos se ataca con
algunos rasgos de mi personalidad, mi comportamiento social, mi parlanchinería.
De pronto, le doy pena al notarme ausente y silenciosa. Pepe quiere que yo lo acompañe a todas partes, pero al mismo tiempo
está harto de mí.
Pepe está muy
cerca de Alfredo y me dice: «Sólo tengo a Alfredo...». Yo le dije: «Sólo no te
atacan la niña y Alfredo». Me miró duramente y me contestó: «La niña también me
ataca...».
Trataré de
vivir lo menos intensamente que pueda la vida de Pepe, que es tan intenso,
hasta trágico diría, convulsionado entre
superlativos... tan escritor, tan artista. «Cómo sufren, pobrecitos...», dice
la Gaba respecto a su marido, Gabriel García Márquez, con esa sabiduría tan terre a terre que tiene ella.
Cada vez más
desolada, siente que ha pasado la vida de rodillas, agradeciendo primero a sus
padres por haberle dado la vida, a mi padre por haberla convertido de una
solterona neurótica en una mujer, y a mí por haber
sido la hija que su esterilidad le negó. Necesita sentirse un ser valioso,
objeto de amor y se vuelca cada vez más hacia los animales y el alcohol.
Sus diarios
reflejan estas angustias:
Desperté a las
6.30 y me tomé otro vaso de vino para dormir un rato más, quiero liberarme de
esta esclavitud, de esta compulsión.
Anoche, luego
de beber, Pepe se enfrentó furioso a mí, no siente
compasión, yo quisiera que me abrazara. Me dijo: «Tú siempre reduces las cosas
a términos tuyos». Quizás tenga razón. Él lo hace también, pero en él se universalizan
sus conceptos y miedos y reducciones a lo personal en su obra y eso es
importante. Aquí es donde acepto de buena gana mi categoría de inferioridad y
no me importa; al contrario, lo admiro y lo respeto profundamente y hasta lo compadezco por este regalo de doble filo que son los
dones... aparte de que lo amo profundamente.
Mi padre
también está en crisis. Empieza a «no sentir» lo que escribe. Cree necesitar
volver a Chile; está bastante desorientado. No ha logrado escribir, pues
aguarda desesperado que le contesten si obtuvo otra beca Guggenheim. Sus
problemas existenciales, literarios y cierta tendencia a
la depresión, más su ego ávido e insaciable, lo hacen pasar por momentos
difíciles. Además, reaparecen los dolores de úlcera.
Esta vida tan
«a dos» que me incluye sólo a mí, al perro y, ocasionalmente, a algunos amigos,
ha convertido a mis padres más en hermanos que en pareja, aunque para ella eso
no es suficiente.
Hace tiempo,
años, que no tenemos relaciones sexuales, desde que el
sexólogo que veíamos le dijo a Pepe que me dejara la iniciativa a mí. Pepe dice
que mis largos años de tratamiento por esterilidad, con las imposiciones que
ello implicaba, lo han enfriado, que espera poder volver a tener una vida
sexual conmigo, pero que por ahora es una parte de su ser que está dormida.
Mi madre busca
vías de escape a su dolor en el alcohol. Al respecto hay una frase suya que me conmueve, pues refleja la magnitud de su
angustia: La sensación de que me quedan horas para dormir aún
en el útero de mi cama.
Mi padre, en
tanto, planea la idea de una novela corta que podría llamarse La cola de la lagartija. Los elementos son:
a) Un hombre
solo que vive en un piso que no le gusta, es un pintor.
b) Temor a la
violencia, fantasía de venganza, paranoia, como
elemento trágico, inevitable, que lo coloreará todo, el tema de estar destinado
a caer en la paranoia. Al final del libro siente que la conciencia ya se está
cerrando, y sólo de cuando en cuando percibe que la paranoia es locura y
no-realidad. Este temor encarnado en los vengadores de Dors.
c) Vengadores,
y la evocación de la juventud, no sólo de Dors, donde se enamoró, sino general, la horrible nostalgia, la sensación de no pertenecer.
Personajes: Claudia, Joaquín, Andrea, otros.
d) El
idealismo mal planteado y el esteticismo del personaje central.
e) La novela
se cierra con la muerte o el anuncio de muerte.
En su diario,
el 6 de febrero de 1973 escribe:
Ayer terminé
con cierto éxito mi segunda versión del primer capítulo. Ahora es cuestión de
seguir adelante lo más que pueda, haciendo cada
capítulo minuciosamente como hice el primero, hasta tener toda la novela
completa, y después, en una revisión final, fundirlo todo rápidamente, con una
sola perspectiva, que pondrá el time sequence en orden (o desorden) y me dirá
exactamente lo que tengo que sacar y lo que tengo que agregar, lo que debo
subrayar y exagerar y lo que debo hacer más glissé,
como diría mi pobre tía Flora.
Ideas que no
quiero perder:
1) La
Manuelita, mi vecina, con un ataque histérico, que se le caen las piernas, etc.
Y yo le doy uno de los valiums que de vez en cuando tomo cuando estoy con
problemas. Agradecimiento increíble: «Si no fuera por las pastillas que me dio
me hubiera muerto». Luego, cuando viene la reacción en contra, es ella la
primera que habla de pastillas extrañas, pociones, de
remedios viciosos, y la primera que triggers off la reacción de la gente que
habla que he sido yo el corruptor del pueblo.
2) La idea del
silencio, vivir lenta y profundamente, la frase de Bergman, esa necesidad a
esta edad de «vivir lentamente para recuperar mi espíritu».
3) La frase de
Rita Macedo, la primera mujer de Carlos Fuentes: «Ya
no tengo edad para gozar lamiendo a un señor de la cabeza a los pies. Por eso
no busco amante, ni lo quiero. Prefiero entretenerme en cosas menos
humillantes, como las conversaciones y la música, y dejarle eso a los niños».
4) Posibilidad
de una relación entre un hombre con un galgo negro, como el de los gitanos. A
raíz de la recolección de olivas de los gitanos. Este amor por los perros, tan poco español, me indica que este personaje pueda
ser, no griego, como él dice, sino por lo menos en parte gitano y quiere
esconderlo porque le da vergüenza. Al poco tiempo que le han dejado al perro,
lo mata. El perro se había enamorado de él, lo había buscado desesperadamente,
y para borrar toda traza de su relación con la raza calé, lo mata.
5) La idea de
dividirlo todo en años, en vez de partes (año uno;
año dos, etc., hasta año seis) no me gusta. Aunque la idea de comenzar con año
siete, y volver al año uno no me parece mala.
Ahora tengo
que organizar el capítulo dos, ya habiendo eliminado de él todo lo innecesario,
que creo lo hice ayer. Puedo empezar a trabajar en la redacción misma del
capítulo.
Trabaja con
decisión en esta novela y elabora una minuciosa
cronología del personaje principal. Lleva dos capítulos, cree que puede darle
aún una coherencia mayor a la historia y le interesa eliminar mucho de la
meditación abstracta. Quiere hacerla lo más activa posible. Sin tanta quejumbre
y la cosa entera partida en secciones, según él, «a la Durrell».
Si lograra
incorporar ciertos elementos del segundo capítulo, al primero, usando ciertos
elementos de cada uno y eliminando otros, creo que
sería bueno. Puedo utilizar, también, esos cortes que usa Durrell, y que le da
tanta vitalidad a su obra, interponiendo cosas que parece no vienen al caso,
con secciones de descripción, de evocación dolorida. ¿Pero puedo realmente
hacerlo? ¿No me faltan muchos eslabones? ¿Estaré o no errando en inspirarme en
tal forma en el Cuarteto? Quizás no. Más que
inspirarme, ya que esta novela no tiene nada en común con aquella, estoy
aprendiendo técnica de ella... Una técnica que por cierto no apruebo, pero para
escribir mi Sanctuary, por qué no, hay que saber escribir mi Sanctuary.
La historia
finalmente quedará escrita, en dos versiones diferentes, a la deriva entre los
papeles de la Colección José Donoso en la Biblioteca de la Universidad de Princeton. Su hallazgo, en ese sentido, fue casual: buscaba
cuentos inéditos de mi padre para un proyecto de recopilación (en un volumen
que incluiría tanto los acabados como los inconclusos) cuando pedí a la
Universidad de Princeton un gran listado de material. En esa lectura me
encontré con las dos versiones, que en realidad no eran dos ideas sobre la
misma novela, sino una la continuación de la otra.
Estaban ahí, como sombras del pasado esperando a ser expuestas a la luz del
día.
No he podido
descubrir aún por qué desechó este proyecto. He buscado en sus diarios y no
hallo nada. Creo que la causa fue el golpe de Estado en Chile y las
consecuencias psicológicas que este acontecimiento tuvo para él.
La novela fue
publicada en 2007, a once años de su muerte.
El 2 de septiembre de 1973, mis padres viajaron a Cracovia
y luego a Varsovia, invitados por la Sociedad de Escritores de Polonia. Es ahí,
por la radio, cuando se enteran del golpe militar en Chile. Su desconcierto es
absoluto y ante la angustia deciden volver cuanto antes a España para tener más
información y reunirse con otros chilenos. Mi padre estaba desolado,
desorientado. No sabía bien qué hacer, pues las
noticias eran alarmantes.
Casa
de campo
empieza a gestarse de inmediato en su mente. Encuentra ahí la manera de
canalizar todo el temor que siente por la situación política de su país.
Recobra la seguridad en sí mismo a medida que la novela avanza, trabaja
incansablemente y le tomará largo tiempo. La rehará una y otra vez; se irán
sumando nuevas ideas, personajes y elementos inesperados
que fluyen del inconsciente.
Navidad de
1974 en Calaceite: solos, mi padre, mi madre y yo, de siete años. Mi padre no
puede sino pensar en la nostalgia de las navidades en Chile, sobre todo las de
calle Ejército, donde creció.
Recuerdo el
nacimiento que tenía mí tía Clara; recuerdo la «caridad» distribuyendo regalos
a los pobres; recuerdo el árbol de la Trini Barriga en la última ventana de atrás de su casa por la calle lateral y cómo
distribuía los regalos a los pobres entre los barrotes; recuerdo la compra de
petardos a don Santos; recuerdo a la Felicinda Bravo preparando el pesebre de
su tía Rosa, muda y en cama; recuerdo el yate rojo que mi padre hizo copiar
porque el original era muy caro; recuerdo los mecanos que siempre me vencieron,
y a mi tía Berta y a las Cortés y a mi tía Elena
Yáñez. Recuerdo también los cajones de fruta que mandaban del fundo de las tías
viejas de Talca y del dulce de manzana que se hacía en la casa. Después las
navidades ya no fueron tan exclusivamente «nuestras», cuando nos trasladaron a
vivir a la calle Holanda, porque poco a poco, ya todo el mundo hacía árboles y
tenían nieve artificial y esas guirnaldas de plata que se vendían en todas partes, era bonito siempre, pero más común, no
exclusivo. Y mi mamá, siempre al centro, el eje que mantuvo las cosas, conservó
esas navidades incambiables, seguras, pese a las pobrezas: una fiesta con la
que se podía contar, aunque mi hermano Gonzalo estuviera de malas por estas
celebraciones, ya que sus fuertes convicciones comunistas lo hacían verlas como
ridículas; aunque no hubiera dinero en la casa;
aunque yo hubiera salido mal en todos los exámenes.
Y ahora las
navidades tan distintas en Calaceite, con un frío entumecedor y sin regalos,
porque en España se dan para Reyes, y con las bandas de muchachos con
panderetas después de la misa del gallo que inicia las festividades,
recorriendo el pueblo de arriba abajo cantando villancicos, y ya más tarde,
cuando el vino ha hecho estragos, jotas muy alegres y
al día siguiente el almuerzo del día 25 en que se come lomo de cerdo, cardos y
turrón.
Sí, es muy
distinto aquí. En España él intenta conectarme con su infancia, busca
reintegrarse a la seguridad que sentía cuando niño, pese a todas las
incertidumbres que lo merodeaban. Pero no puede dejar de imaginarse el ambiente
que debe haber en la casa de la calle Holanda en ese
momento: a su mamá atareada y rabiosa con los regalos y siempre atrasada para
arreglarse y bajar a cenar porque estuvo ocupadísima haciendo los paquetes
hasta última hora; su Nana haciendo los maravillosos helados de guindas agrias
que proustianamente llamaría el «sabor patria de las fiestas de mi niñez»; a su
papá después de muchos retos de su mamá movilizándose para ir a buscar el
árbol; a su cuñada Luisa Larraín, la Lucha,
diciéndole a su papá: «Ya pues, Tata, no rezongue y vamos a tomarnos un
traguito»; a su hermano Pablo y a sus sobrinos peinados y emperifollados
esperando la fiesta.
Es la
nostalgia; los espectros de las navidades pasadas; el maestro Bavestrello, Juan
Vizcarra y el maestro Torres que ayudaban a plantar el árbol; el miedo que
tenía su mamá a las pololas inaceptables que pudiera
traer su hermano Gonzalo, como la Kimiko Yamamoto (su mamá una vez lo siguió
hasta la Gran Avenida, descubriendo que el padre de ella tenía micros); la
Mónica Fett, una griega estupenda, y tantos otros personajes, como su abuela
Herminia, la Blanquita Portaluppi, inolvidable y básica en su mitología
particular, y su tío Manuel paseando por la casa, ataviado sólo con la chaqueta de su pijama, medio adormecido a las ocho de la noche
cuando recién comenzaba a levantarse, pasando por el living con una bacinica
llena de pipí y de colillas de cigarrillos para ir a afeitarse al baño. En fin,
los recuerdos buenos y malos.
A mí las
fiestas en Calaceite me traen remembranzas de tiempos alegres. Mi padre mandaba
a cortar un árbol todos los años y lo adornábamos y celebrábamos con los amigos de entonces, y ese árbol quedaba como
registro de la Navidad ida en una pequeña casa que mi padre había comprado
frente a la nuestra. Era sólo una fachada y tenía como proyecto arreglarla para
invitados. Ese árbol quedaba ahí, secándose y dando muestra del paso del
tiempo, de que otra Navidad llegaría cuando de éste no quedara nada. Recuerdo
mirarlo ahí tendido, seco, y comprobar que aquel
instante mágico en que estaba lleno de luces y adornos se había perdido para
siempre.
El día de
Reyes, el 6 de enero, día tan esperado por mí y por todos los niños, era el
momento mágico de los regalos. Todo el pueblo se organizaba para la gran
celebración, los padres compraban los juguetes para sus hijos y se los
entregaban con el nombre de los destinatarios a los encargados de organizar la llegada de los Reyes Magos. La plaza del
pueblo repleta de niños ansiosos que esperaban la aparición de tres tractores
manejados por un paje, con cantidades de paquetes de regalos. Avanzaban por las
calles empinadas hasta llegar a la plaza. Después, subían al estrado y los
pajes les iban pasando a los Reyes Magos los regalos que luego anunciaban por
el micrófono al feliz destinatario. Éste subía a
recibir su obsequio, obviando que todo era una fantasía y que fácilmente podía
descubrirse, bajo aquellos ropajes llenos de brillo, el rostro de algún
habitante del pueblo.
Recuerdo mi
decepción cuando Baltasar, el mago negro, me llamó. Nunca había visto a nadie
de ese color y mi miedo fue paralizante. Mi padre, molesto al pensar que yo era
racista —cosa difícil a los siete años—, empezó a
hacerme toda clase de recriminaciones y a darme explicaciones acerca de la intolerancia,
de modo que me sentí culpable, rompí en llanto y no quise subir a recibir mi
regalo.
Poco a poco,
gente muy diversa fue llegando al pueblo. «Los catalanes», como nos apodaron a
todo el grupo los lugareños. En un principio llegamos un francés, Didier Coste;
una familia de chilenos, nosotros; una periodista
peruana, Elsa Arana; el escritor chileno Mauricio Wacquez; una familia
colombiana, los Gutiérrez, y unos suizos, los Zimmermann. Muchos de ellos no
vivían en el pueblo, venían el fin de semana y en las vacaciones de verano.
Luego, llegaron pintores, escritores, editores, médicos y arquitectos, quienes
encontraron en este pueblo escenarios plagados de olivos y almendros junto a sus habitantes congelados en un tiempo eterno e
inmutable, tal como la piedra de sus construcciones. El pregonero anunciaba
todas las mañanas alguna noticia que pudiera interesar a sus habitantes, como
la llegada de alguna feria ambulante, un perro perdido, una reunión en la
alcaldía o bien la muerte de alguno de sus habitantes.
Cuando el
invierno pasaba y se avecinaban las fiestas, estos
«catalanes» llegaban para hacer del aislamiento en el que vivíamos todo el
invierno algo que se podía olvidar por unos meses. Aparecía el caluroso verano
y el pueblo volvía a recibir a esta gama de tan diversos y atractivos
visitantes. Muchos años después, tanto Mauricio Wacquez como Elsa Arana
elegirían Calaceite como residencia definitiva.
Aunque Chile
parecía lejano, los amigos llenaban ese espacio
vacío, compensando las necesidades de apego y afecto; los Zimmermann, los
Gutiérrez, los Gili y, en especial, Elsa Arana y Mauricio Wacquez, pasaban
tardes enteras en el jardín empedrado disfrutando largas conversaciones hasta
caer el sol. Esos momentos animaban a mi madre, pues si bien en un principio el
proyecto de vivir en Calaceite la ilusionó, luego se convirtió en una cárcel
para ella. Sin mucho que hacer, sin tener con quién
entablar relaciones, se hundió en una profunda depresión. La vida del pueblo
para las mujeres consistía en ir a los bares de la carretera en la tarde a
tomar el vermouth, después de sus quehaceres domésticos. Mi madre pensó que
tendría algún tema que compartir con ellas, el cuidado de los niños o la
comida, pero no fue así. Cada vez estaba más lejana y
deprimida, creo que poco a poco incluso yo dejé de interesarle. La añoranza de
su juventud exótica llena de príncipes rusos y princesas egipcias fue su
refugio, los recuerdos poblaron su cabeza para sobrevivir a ese pueblo tan
agobiante. Mi padre, mientras el tiempo transcurría, despacio, lento,
congelado, refugiado en su altillo, escribía.
Con una visión
analítica y retrospectiva que brinda el transcurso
del tiempo, mi padre escribe en esa época un ensayo y analiza los primeros
orígenes de El obsceno pájaro de la noche. Una novela,
decía, nunca surge de una sola idea.
Es un
entretejido de innumerables ideas, recuerdos, visiones, obsesiones,
sugerencias, observaciones que poco a poco van apoyándose las unas en las otras
hasta encontrar la forma, el lenguaje preciso de una
novela, sin que, al fin, uno sepa muy claramente qué quiso decir.
La primera de
estas visiones la tuvo paseando por el centro de Santiago junto a su amigo
Fernando Rivas. Al detenerse en una esquina frente a una luz roja, su atención
se fijó en un gran auto negro, muy lujoso. El coche era conducido por un chofer
aparentemente nórdico, apuesto y rubio, pero en el asiento trasero vio a un muchacho de edad indefinida, aunque pasada la
adolescencia, magníficamente vestido —camisa de seda, traje de franela listado—
pero totalmente deforme.
Era un enano,
un nomo, una criatura como de feria: la cara cosida, los ojos asimétricos, la
nariz estropeada, el labio leporino, todos los accidentes e irregularidades que
puede tener un rostro, incluso la saliva en los labios y en la lengua que asomaba un poco. El cuerpo era igualmente deforme,
estropeado, las piernas cortas y nudosas, torcidas, la mano que se tomaba de la
manilla colgante a su lado, igualmente nudosa y de dedos cortos... En fin, una
visión de total intensidad, pura visión, era una visión de fiebre, de
alucinación.
Sin embargo,
su atención no siguió en el muchacho del auto, sino en la conversación de su
amigo Fernando Rivas.
Años después,
el día que inició la escritura de El obsceno pájaro de la
noche, sentado frente a su máquina de escribir bajo la glicinia blanca
en la casa de Santa Ana, escribió lo que sería el párrafo inicial, que luego
quedaría como parte del relato, algo cambiado, pero con la misma esencia:
Cuando
Jerónimo de Azcoitía entreabrió por fin las cortinas de la cuna para contemplar a su vástago tan esperado, quiso matarlo ahí
mismo...
El niño
deforme en el auto de lujo, esa imagen, vista durante unos pocos segundos,
permaneció dormida, aunque vívida, durante años en un rincón oscuro de su
cerebro... hasta que regresó y lo atacó de improviso, convirtiéndose en parte
fundamental de la novela. De aquella visión inicial partieron los ochos años de
aventura que implicó escribir esta obra.
Otra pregunta
que mi padre se hacía al analizar el desarrollo que tomó El
obsceno pájaro de la noche fue el porqué del apellido del personaje:
Azcoitía.
Es uno de los
misterios que mi memoria, pese a todo lo que la he saqueado en diversos
psicoanálisis y meditaciones por mi cuenta, jamás lo he podido descubrir. Fuera
del hecho de ser un apellido vasco, aunque ni
siquiera sabía eso, ahora sé que es un lugar. En ese momento jamás lo escuché
como apellido, jamás lo vi escrito en un mapa, ni aludido en un escrito, ni en
un texto de historia o de literatura, ni sabía dónde estaba, aunque sí lo
identifiqué como vasco. Me imagino que mi memoria lo tiene que haber recogido
muy como dato de tercera importancia en alguna lectura y mañosamente lo guardó
hasta que pude deshacerme de él, utilizándolo,
sacándolo de mí. ¿Cuántas cosas en uno siguen este mismo camino? ¿Este depósito
de cosas inútiles, riquezas, de porquerías, de formas, de sonidos, de espacios,
existe desconocido y encubierto, hasta que de alguna manera, alguien lo utiliza
o algo hace caer ese nombre, esa palabra, ese sonido, ese gesto desde el
aparente olvido de la existencia? ¿Qué significado
tiene Azcoitía...? Cuando lo sepa, y sepa qué relación tiene ese significado
con mi vida, me imagino que ya no voy a tener inquietud respecto a él, ni tal
vez respecto a mí mismo.
Otro momento
clave fue una visita con sus amigos Poli del Río y Jorge Swinburn a un barrio
al otro lado del río, por las calles laterales a la avenida Independencia, en
Santiago. Fueron a un antiguo convento donde debían
recoger una bicicleta vieja para regalársela al jardinero para Navidad. Se
detuvieron frente a la puerta de un edificio gris, de un piso, teja española y
ventanas cubiertas con rejas de hierro. La monja portera les abrió y entraron.
Un hombrecito enclenque, a quien Poli del Río siguió, arrastraba un carrito.
Mientras mi padre recorría los distintos corredores y patios donde había
construcciones hechizas que albergaban a antiguas
sirvientas de familias importantes, ellas se acercaban a él y a su amigo a
pedir limosna. También hubo un grupo de niñas que los acosó. Luego, hallaron un
lapidarium, un patio que servía de cementerio de
santos de yeso destrozados. Todo un mundo que encontraría lugar en El obsceno pájaro de la noche.
Mi padre
detalla así esta visita:
Era un mundo alucinante y la alucinación toma sólo un segundo. Pero
este mundo alucinatorio de la casa de la calle Cruz prendió en mi mente con una
potencia distinta a la del nombre vasco y del muchacho. En el caso de la casa
donde había visto a las viejas con sus paquetes de desechos, se fueron
prendiendo otras imágenes.
Recuerdo,
además, la muerte de una tía de mi madre, Blanquita Portaluppi, pobrísima, discreta, siempre muy bien presentada, que llegaba a la
casa a vernos de vez en cuando. Nunca supimos dónde ni de qué vivía. Se sabía
que era pobre, pero jamás se quejaba, no pedía nada. Una noche llamaron a mi
padre diciendo que la Blanquita estaba enferma. Era una pensión en la calle
República. Estaba grave, agonizó brevemente, como para no molestar a nadie y
murió. Fue velada y enterrada. Mi madre me llevó con
ella, algunos días después, donde había vivido la Blanquita para desocupar su
habitación. Tenía muy pocas pertenencias, pero todo estaba habitado por una
loca población de paquetes, paquetitos, porquerías que atiborraban los cajones,
debajo de la cama, por todas partes con sus signos sin significado, obsesivos,
enfermos, inmundos, de quién sabe cuántos años, recordando quién sabe qué. Una mujer que había desaparecido sin haber
dejado una huella, más que los paquetitos; que yo recogí, naturalmente. La casa
de la calle Cruz en mi novela se llamó La casa de ejercicios de la Encarnación
de la Chimba.
Hay en El obsceno pájaro de la noche otras conexiones
significativas que se fueron entretejiendo; residuos de la memoria que
permitieron la transformación de todas sus obsesiones
y dolores en pura fantasía para lograr escribir esta gran historia.
Me contó una
vez, a modo de pedestal de otra parte de la historia, que cuando él era un
adolescente, su madre se llevó con ellos a una antigua sirvienta de la casa de
la calle Ejército. Como la mujer no tenía otro sitio, iría a morir a la casa de
avenida Holanda.
Esta mujer
moribunda lo llamó una tarde y le dijo que quería
decirle algo. Mi padre entonces oyó la leyenda familiar más rara, más
perturbadora que pudiese imaginar: que ella había vivido en el fundo del
bisabuelo de mi padre, en Odessa, y que ahí había un galpón al que nadie podía
entrar ni acercarse. En ese galpón vivía escondido un niño, negro y curcuncho,
que él había tenido con una de las inquilinas.
La historia de
ese niño contrahecho, deforme, campechano y rural, se
puso en contraposición con el niño deforme que mi padre había visto en la parte
de atrás de ese lujoso automóvil. De lo rural salió la falsa conseja, la bruja
que agonizó en el cuarto bajo el higüero. De ahí nació el parque lleno de
monstruos de La Rinconada.
Los monstruos
de La Rinconada, sin ir más lejos, tienen también otro origen: una amiga de juventud de mi padre, María Elena Gertner,
encantadora y llena de imaginación, le hablaba de un ser misterioso, llamado
Olga. Una noche, María Elena llevó a mi padre al Parque Forestal a conocer a
este personaje. Era una mujer de no pocos años, de boca pintada y muy
arreglada, que había perdido el uso de sus piernas, o la parte inferior de su
cuerpo, y lo arrastraba como la cola de un lagarto,
apoyándose en sus grandes manos musculosas. Olga era meticulosa en el vestir y
siempre calzaba los zapatos más finos posibles. Mi padre, sin embargo, duda
sobre la veracidad de su propia memoria.
Qué parte de
esto es sueño y qué parte realidad, ahora, con los años, el recuerdo se me ha
confundido, con el discurso de esta Olga, y con la realidad literaria de la
Emperatriz y la corte de monstruos que habitaban La
Rinconada..., y todos estos elementos, junto con los monstruos esculpidos en
los grandes muebles estilo Enrique II, o Enrique III, no sé bien, que eran los
muebles de la casa de mi niñez, todo ello junto forjó de algún modo estos
monstruos.
Dejando atrás
este análisis tardío que él mismo elabora sobre los orígenes de El obsceno pájaro de la noche, decide que quiere incursionar en algo distinto. Mirando desde su estudio por la
pequeña ventana, se divisaba el gallinero de la casa de atrás y algunos montes
desnudos de vegetación al fondo. En su cuaderno escribe:
Voy a empezar
otro libro, se llamará El Boom y serán ensayos que
sacarán roncha: ahí sí que agárrese Catalina que vamos a galopar.
Entonces yo
era una niña, aún bastante pequeña, pero independiente.
La libertad de vivir en un pueblo como Calaceite me permitió sobrevivir a todos
los problemas y abandonos que sufría. Podía salir libremente, paseaba por las
calles, me quedaba horas en la plaza del pueblo jugando, todos me conocían e
invitaban. Me sentía a salvo, pues la vida en casa no era fácil: mi madre
empezaba a tomar desde muy temprano y mezclaba el alcohol con Valium, por lo
que ya a las ocho de la noche caía inconsciente a su
cama; mi padre prefería no ver o no hacerse cargo del problema y permanecía en
su altillo hasta lo más tarde posible. A pesar de mi corta edad, mi sistema de
autoprotección funcionaba bastante bien, me preparaba mi comida y me acostaba
sabiendo que al día siguiente podría correr por el campo, descargando así toda
esa frustración interna. La libertad que le da a un
niño vivir en un pueblo reafirma su independencia, autonomía y sus futuras
seguridades.
En ese
sentido, un rol importante cumplió nuestra criada Lourdes, quien no sólo me
cuidaba, también me invitaba a su casa a comer, pues muchas veces en la mía no
había nada para echarse a la boca. Nunca entendí bien por qué trabajaba para
nosotros, tenía mejor auto, tenía campos, tenía televisión,
cosa que en mi casa no existía, e incluso se comía mucho mejor en su casa, ya
que el menú habitual en la nuestra era sopa de pan. Todavía mi padre no se
había consagrado como escritor, a pesar de sus publicaciones, y vivíamos
gracias a sus mecenas: Gene y Francesca Raskin, quienes mandaban con rigurosa
puntualidad los dólares que nos permitían subsistir para que mi padre pudiera
escribir. A ellos les dedicó Tres
novelitas burguesas.
Eran tiempos
difíciles, pero los recuerdo con encanto y fascinación. Si tuviera que decir
adónde pertenezco realmente, sería a Calaceite, tierra donde las extensiones
inhabitadas se sienten y el horizonte infinito se agradece; es el pueblo que
acogió mi más dolorida infancia, pero a la vez hizo posible grandes lazos:
Mauricio Wacquez, Elsa Arana, Yves y Vigna Zimmermann
serán siempre parte de nuestras vidas.
Con los
primeros aires tibios de la primavera, el fin de semana llegaban amigos y, con
ellos, los tan esperados picnics a las distintas ermitas de los pueblos
cercanos, como el tradicional paseo al Castillo de Valderrobres, a cuyas ruinas
los árboles, arbustos, ortigas y zarzas se han ido adosando. Allí nos
escondíamos a jugar, intuyendo que la infancia no
duraría por siempre.
Yo miraba a mi
padre embelesada. No sé si era algo común entre padre e hija, pero entonces lo
veía como a un dios que vivía en el Olimpo —su estudio—, y cuando bajaba a la
tierra y podía estar con él, simplemente lo escuchaba absorta. Él solía
contarme cuentos, no los comunes y corrientes de la literatura infantil, sino
inventados exclusivamente para mí, y dejaba que esa
fantasía me transportara. Me lograba hacer creer que en el campo de Chile había
unos árboles maravillosos que, en vez de frutas, daban copitas de yogur.
Tiempo
después, cuando ya dudaba de la veracidad de esos cuentos, iba donde mi madre
para que me confirmara el relato. Ella, para salir del paso, me contestaba:
—Mire, linda,
no importa que no sea verdad, porque en esta casa se
come de las mentiras de papá.
Él me obligaba
a leer, pues lo consideraba fundamental para que mi cultura se ampliara. Me dio
La ilíada y La odisea a muy
temprana edad. También tenía una antología llamada Los
mejores poemas, que aún conservo, donde me marcaba con una cruz cuáles
debía leer e incluso memorizar, especialmente las Coplas a la
muerte de mi padre, de Jorge Manrique, también
Ojitos de pena, de Max Jara, o A
Margarita Debayle, de Rubén Darío.
Todo alrededor
de mi padre tenía un halo de fantasía. Por supuesto, los otros niños también
miraban encantados a este ser con barba, vestido con chilaba blanca, igual a
los contadores de cuentos que hay en la plaza de Marrakech y que, como ellos,
nos encantaba con sus relatos.
Ejemplo de
estas fantasías constantes, confusiones de la
realidad-ficción, incluso sobre sí mismo, es un relato que me contó años más
tarde sobre uno de los tantos paseos que hacíamos para hacer picnic con los
amigos:
—A medio
camino, en una taberna, paramos a tomar algo y un hombre porque sí llega a mí y
me regala un bastón. Yo le pregunto por qué. Es más bien un garrote que un
bastón. Él me dice que con ese bastón los combatientes
de la Guerra Civil española guardaban el orden y a quienquiera que no
obedeciera le daban un garrotazo en la nuca y lo mataban. Se me hacía difícil
creer el cuento. Pero he conservado el garrote. De ahí nos fuimos en busca de
un sitio que no conociéramos para hacer nuestro picnic, Beceite, Cretas, tantos
otros pueblos ya conocidos. Pero a la vuelta de un camino fuimos a aparecer a
un castillo más bien fantasmal: torres, arquerías,
casas, todas pintadas de azul, como si Pablo Neruda hubiera andado por ahí. Nos
dijimos que este pueblo no lo conocíamos y después de preguntar su nombre,
decidimos hacer nuestro picnic en la ladera de una ermita en la cima de un
monte que nos quedaba bastante cerca. Tú y los otros niños, que no conocían el
lugar, se entretuvieron jugando. Tu mamá y Vigna
dispusieron el almuerzo sobre un paño blanco. Se llamó a los niños a comer. Y
estaban comiendo cuando uno de los niños lanzó un grito diciendo «muertos». Se
le preguntó si estaba loco, pero insistió en que había muertos allí, muchos
muertos. Lo tomamos de la mano y lo paseamos para mostrarle que no había
muertos. Sin embargo, hacia el lado del río y la pradera, Vigna me agarró de la
mano y agarró a los niños y les dijo vamos, para que
volvieran a comer. A mí me llevó aparte y me señaló la ladera del monte. Toda
la ladera, entera, estaba repleta de cadáveres, de huesos, no había
podredumbre, sólo la limpieza de los cadáveres. Qué es esto, pregunté yo. Y nos
hicimos muchos planteamientos. Que era un cementerio antiquísimo que se había
desgajado con el desmoronamiento del cerro, que era un lugar donde los nacionales tiraban a sus víctimas; en fin,
mil teorías más, hasta que Vigna se tapó la cara con las manos y se puso a
llorar.
»Fue una de
las aventuras más extrañas que he corrido. Muchos años después me aventuré sin
Vigna a ir nuevamente a ese lugar. El pueblo estaba remozado, alguien había
metido mano sin demasiado gusto. Me atreví a dar la vuelta por el cerro para
ver lo que antes había visto, pero ya no existía.
¿Había sido sueño o realidad? Sueño, me dije. Vigna había muerto hacía dos o
tres años. Eso no podía seguir existiendo con Vigna en un cementerio en Zurich.
Nos quedamos hasta tarde en ese lugar tan apacible, nosotros ya éramos viejos y
los niños habían crecido. Pero al caer la tarde oímos un extraño ruido.
Miramos. Los perros estaban escarbando en algún sitio
y se estaban robando los huesos viejos. Se los oía triturar lo que antes habían
sido personas. Y le dije: vamos, no puedo soportar este lugar. Sin embargo, en
las noches me despertó durante largo tiempo el ruido de los perros royendo
huesos y que todo se terminaba».
Un momento muy
importante, y que rompía la rutina del pueblo, eran las fiestas en honor de la
santa titular del lugar, Santa Espina, y que duraban
una semana. En una de éstas, justamente, le pidieron a mi padre que hiciera el
discurso inaugural. Se celebraban en agosto, en pleno verano, cuando la
población del pueblo se duplicaba y se elegía una reina entre las jóvenes más
bonitas. Era una semana llena de bailes, de encuentros en las peñas, de bares
habilitados en las bodegas de las casas y de la fonda, de paseos nocturnos de gente joven que recorre las calles tocando
la bandurria y cantando.
Una de esas
tardes se realizaba la procesión de la Virgen, a la que acude todo el pueblo.
Pero lo más impresionante eran las corridas de toros, dentro de las cuales
existía una en especial, la del «toro embolado», que se realizaba de noche en
el lavadero municipal.
Al toro se le
ponían unas bolas luminosas en los cuernos y los mozos
más valientes los corrían y, cuando el animal se acercaba demasiado, ellos se
lanzaban a la pila de agua, de donde salían empapados. La última noche era la
del «toro de fuego», la más concurrida y la más alegre. Consistía en ponerle a
un hombre un artefacto con forma de cabeza de toro que despedía petardos y
fuegos artificiales. Esta especie de centauro correteaba a
la gente por la plaza y las calles, despidiendo cohetes, mientras todos iban
entre asustados y divertidos. Con esto culminaba la alegría de las fiestas y el
«toro de fuego» quedaba guardado hasta el año siguiente. Entonces, la vida del
pueblo volvía a su tranquilidad, a su aislamiento desolador sólo interrumpido
por visitas como Luis Buñuel, Paco Rabal, los escritores Juan Benet y Luis
Goytisolo, ambos con sus familias; los poetas Carlos
Barral y Luis Rosales, la novelista Ana María Moix y la fotógrafa Colita.
Incluso una vez, en los primeros años en Calaceite, vino a pasar una Navidad
con nosotros Enrique Lafourcade con su mujer, Marcela Godoy.
En el prólogo
de Poemas de un novelista, publicado en 1981, mi padre
habla en retrospectiva de esta etapa que vivimos allí.
Era un mundo tremendamente ajeno, tremendamente solitario,
tremendamente —así lo sentíamos— frío y hostil. El primer llamado telefónico
internacional que se hizo desde el locutorio del pueblo, lo hice yo, noticia
que pronto se esparció por el pueblo: comenzaron a respetarnos. Respeto que se
consolidó cuando aparecí en Televisión Española, ya que en esas soledades la
televisión es fuente de saber. Sin embargo, debo
decir, con cierta amargura, fueron años muy solitarios y muy duros, ya que mi
núcleo familiar era demasiado distinto a los del pueblo y era inútil ensayar
posturas de campesinos. No creo que durante esos años fuimos recibidos —en el
sentido chileno— más
que por cuatro o cinco familias de la región, aunque sí por los Buñuel, y en
Calaceite mismo por mis queridos amigos Tina y Pepe Ferrer,
que me abrieron su casa, generosidad que no olvidaré. Pero casi no conocimos
otras intimidades y otras mesas.
Mi hija
asistía a la escuela pública, compañera de los hijos de los gañanes de la
comarca. La que más sufrió fue mi mujer, a quien no le quedaban más que las
tareas domésticas y la lectura o una traducción —La
letra escarlata—, labores
insuficientes para satisfacer su vitalidad.
Yo,
entretanto, encerrado contento en mi alto estudio desde el que se ve la torre
churrigueresca de la iglesia y los tejados que caen colina abajo, me enfrentaba
a diario con la población de mis páginas.
Pienso en esta
visión que mi padre da sobre Calaceite y la encuentro parcial, distorsionada,
quizás por las luces de los distintos mundos que se le abrieron después. Fue
una de las épocas más fructíferas para su creación
literaria, produjo más novelas que nunca. Para mí, Calaceite es el único lugar
que reconozco como propio después de una vida de trashumancia, siguiendo el
peregrinaje de mi padre en busca de la tierra prometida, Chile. Para mi madre,
en cambio, fue una época desoladora, diría que la más dura y también la más
autodestructiva, en la que el alcohol la mantenía aletargada.
Una amistad
importante durante ese tiempo fue la de Luis Buñuel y su familia. Nos visitaban
con frecuencia. Buñuel era aragonés, del pueblo de Calanda, a cuarenta
kilómetros de Calaceite. Siempre venía con su hermana Conchita o con Margarita,
o bien con su hermano Leonardo o alguno de sus sobrinos. Caminaba junto a mi
padre por el pueblo y al atardecer se sentaban frente a la chimenea y se adentraban absortos en largas conversaciones. Mi
padre recuerda que la primera vez que Buñuel visitó el pueblo, lo primero que
preguntó fue:
—¿Cómo es el
cura del pueblo, Pepe?
Buñuel era
ateo.
Mi padre
entendió inmediatamente lo que imaginaba el cineasta y le contestó:
—Una lata:
joven, moderno, viste ternos claros y hasta camisas deportivas; va a la plaza a
conversar por las tardes, al bar con sus amigos...
Simpático, pero una verdadera lata.
Nada más
alejado del cura clásico de pueblo, el de las películas de Buñuel.
Nosotros
pasábamos algunos domingos en la quinta de la familia del cineasta en las
afueras de Calanda, pero recuerdo especialmente un Viernes Santo en Calanda,
donde los Buñuel tenían un departamento en la plaza misma del pueblo, frente a la iglesia. Esta fiesta se celebra en ese pueblo de
una forma muy especial: al mediodía exacto, el alcalde y sus concejales se
presentan en el balcón de la alcaldía mientras las campanadas de la iglesia
anuncian las doce. Desde allí decreta a las miles de personas que concurren «un
día de luto», mientras que con la última campanada comienza el estruendo de
miles de tambores que redoblan y retumban durante
veinticuatro horas seguidas, sólo con una pausa para comer a las diez. La
multitud toca con frenesí los tambores, sujetos al cuello con correas, hasta
que las manos les sangran y el pergamino se tiñe de rojo. Es un encantamiento,
un trance que une a los fieles en un rito único. Mi padre, agobiado con este
ruido ensordecedor, empezó a inquietarse al punto que se desmayó. Su cara
estaba desfigurada, con espuma que salía por su boca,
en una especie de ataque epiléptico que aterró a todos. Nos fuimos rápidamente
al hospital más cercano. No era nada al parecer, simplemente no resistió el
golpeteo incesante en su cabeza, pero a mí me quedó grabado el horror de su
rostro.
Respecto de
Buñuel, años después se encontrarían o despedirían, mejor dicho, en México.
La última vez que estuve con Luis Buñuel fue en México, exiliado
voluntario ahí, luego de París y de todo el mundo, luego de casi medio siglo.
«El león a su guarida...», me dijo cuando le expliqué que había comprado casa
en Chile y pensaba volver a vivir allá en breve plazo. Pero Buñuel celebra, sin
embargo, la vuelta a las raíces, a la guarida, pero en los otros, porque él ya
no se moverá de ahí. El viejo león de ochenta años
sigue vigoroso todavía, divertido, buen bebedor, buen charlador pese a su
sordera, ironizando sobre sus prejuicios de español que dice no abandonar. Me
repite, una vez más, que no, que no hará cine. Disfruta lo que tiene, pero
recordamos nostálgicamente nuestros jamones de Calanda y Calaceite, en su
Teruel natal. No vive, sin embargo, en la añoranza ni en el pasado, sino en un vigorosísimo presente en que asume su vejez sin miedo.
Fue amigo
también de las hermanas de Luis Buñuel, y en una ocasión ellas invitaron a mis
padres a una celebración familiar muy especial: «La fiesta mortuoria de las
Buñuel», que así recuerda mi padre:
Cuando uno
decide que le está yendo tan mal en la vida que ha llegado el momento de la
muerte, uno invita a una fiesta mortuoria: esquelas
de luto, con santitos e invitación en verso. El mantel es negro con orla de
plata. Hay una gran torta mortuoria, como la de los novios, coronada por un
féretro con seis velitas. El menú: caviar, morcillas, olivas negras. Las
flores: violetas, lirios morados. La gente debe llevar regalos apropiados, como
un almohadón para la cabeza del difunto, ¡qué mono el almohadón!, ¡qué ilusión
este sudario!, ¡qué linda la corona! Los invitados,
de estricto luto. Música: la marcha fúnebre. Entonces, al final, uno se mete al
ataúd y se acaba la fiesta.
Una de las
grandes desilusiones en la vida de mi padre fue que Luis Buñuel no llevara al
cine El lugar sin límites, novela de la que tuvo los
derechos por varios años. Buñuel lo llamaba para decirle que tal actor debía
hacer de Manuela, pero luego cambiaba de opinión,
incluso una vez le dijo que iba a hablar con Peter O’Toole para el papel. Así
se la pasó durante seis años. Hasta había en el living una foto de Buñuel junto
a mi madre, que cuando él anunciaba que sí hacía la película, mi padre la ponía
en un lugar protagónico, pero cuando nuevamente se perdían las esperanzas lo
castigaba dándolo vuelta hacia la pared.
Pero Luis Buñuel quedó siempre como amigo en su vida.
También pensó en hacer una película de El obsceno pájaro de
la noche, pero, según mi padre, le advirtió que no pensaba hacer el
texto tal y como él lo había escrito, de manera que le dijo:
Pepe, a ti ni
siquiera te voy a consultar, y ni siquiera te voy a dejar entrar en el plató,
porque todavía no sé bien si voy a escribir un texto o lo voy a filmar directamente con el libro en la mano. En todo
caso, te puedo adelantar que sólo pienso utilizar la parte de las viejas en la
casa de La Chimba, pero la parte de los monstruos en La Rinconada no me gusta y
no los voy a utilizar.
Años después, El lugar sin límites fue llevado al cine por Arturo
Ripstein, en México. Una buena película que ganó el Premio de la Crítica en el
Festival de San Sebastián. Esta versión mexicana,
llena de colorido, es bastante distinta al ambiente gris y opaco de los
burdeles del campo chileno que inspiraron a mi padre. Manuel Puig realizó el
guión y agregó un baile de la Manuela, que enriqueció aún más la película.
También rompió
la monotonía apacible de Calaceite la visita de mis abuelos maternos. Ellos
llegaron a pasar una larga temporada, aunque, como
condición, mi madre les pidió que alquilaran algo independiente. Para mí fue
fantástico. Yo, que no sabía muy bien qué era tener una familia, me sentía
cuidada y mimada. Aunque para mi padre fue un verdadero calvario.
Fue un
desastre, cualquier cosa mía era interpretada como egoísmo, y cualquier cosa de
María Pilar la interpretaba yo como un abuso. Las peleas eran diarias, cuando se fueron dimos un respiro de alivio.
Yo tengo unos amigos que, cuando van a llegar sus padres, se dan un beso de
despedida y se dicen «nada de lo que sucederá entre nosotros mientras ellos
están aquí cuenta», porque la conducta de ambos es completamente anómala.
Las posibilidades
de huir por un rato del pueblo no eran muchas y mis padres aprovechaban cada
una: París, Inglaterra, Polonia y Lucca, en Italia.
Estos viajes, en especial para mi madre, eran muy estimulantes, la hacían
olvidar por un rato la soledad del pueblo.
En 1973, mi
padre fue invitado a París para el lanzamiento de la versión francesa de El obsceno pájaro de la noche, a cargo de Editions du Seuil.
La situación económica no le permitía ir con mi madre y pagar el alojamiento,
así que le escribió a Jorge Edwards, en ese entonces
era ministro consejero de la Embajada de Chile en Francia, cuando Pablo Neruda
era embajador, para que los alojara durante unos días. Neruda y Matilde le
contestaron inmediatamente: Tienen alojamiento en el Hotel
Neruda por el tiempo que quieran. Avisen fecha de llegada.
Esta
invitación los llenó de alegría. Llegaron a París una mañana de primavera y se
dirigieron a la embajada en avenue de la
Motte-Picquet, un palacio que un día fue de los príncipes de la Tour
D’Auvergne.
Sobre su estadía,
mi madre describe en sus memorias:
Nos abrió el
portero de la embajada. Nos invitó a pasar y nos dijo que don Pablo y la señora
Matilde no habían llegado aún de Condé-sur-Iton en Normandía, su casa de campo,
donde habían pasado el fin de semana. Nos condujo a
nuestra habitación, subimos al segundo piso, donde se encontraban las
habitaciones privadas del embajador, y nos instalamos. En el primer piso se
encuentran los salones y en el tercero las oficinas de la cancillería. A eso de
las doce y media bajó Jorge Edwards de la cancillería y nos dijo que Pablo y
Matilde nos esperaban en «su» living para tomar una copa antes de almorzar.
Neruda había logrado transformar en tal forma las
habitaciones del imponente palacio, que al atravesar la alfombra del pasillo
que separaba nuestro dormitorio de las habitaciones privadas, nos pareció que
atravesábamos el mar y la enorme cordillera, reencontrando el Chile de Neruda
en ese entorno que él había creado, inventándolo, como era su costumbre. Había
hecho que retiraran los muebles franceses entre los que
«no se halló», como se dice en Chile, y compró unos cuantos muebles y unos
cuantos trastes a su gusto y los instalaron. Un sofá y unos sillones Morris de
cuero, una mesa y unas sillas amapola de Saarien, un pequeño bar lleno de
botellas raras y vidrios azules. Todo muy nerudiano. También cuadros de
pintores chilenos, objetos traídos de Chile o comprados en anticuarios. Y, por
supuesto, juguetes.
Sobre el mesón
del bar había un muñeco de madera que tirando de una cuerda se quedaba en
calzoncillos. En la pared, un tiro al blanco, y en sitio de honor en el living
un enorme león de peluche. El león de peluche era como un símbolo del cambio de
los tiempos, de su persona y sus circunstancias. Y no sólo el poeta disfrutaba con
él. Nunca olvidaré la visión tan estética de Matilde peinando su melena de color parecido a la suya mientras
conversábamos tomando el té una tarde de domingo en el palacio de la
Motte-Picquet.
Para festejar
la salida de El obsceno pájaro de la noche, los Neruda
dieron un gran cóctel, en el que agasajaban también al Coro de la Universidad
de Chile, presente por esos días en París. Todos los asistentes esa noche
escucharon muy atentos las canciones chilenas que
removieron las nostalgias de la patria. El menú combinaba magistralmente, como
Pablo Neruda solía hacer: una ligera sopa francesa, luego empanadas y humitas,
acompañadas de vinos y licores.
Mis padres
habían participado en otros tiempos en algunas fiestas nerudianas. Una
especialmente memorable fue la que el poeta organizó en La Chascona para los
intelectuales invitados al encuentro organizado por
la Universidad de Concepción en 1962. Un «civet» de jabalí decidió Neruda como
menú para esa ocasión, y fue un acierto. Entre los invitados estaban los escritores
Alejo Carpentier, Carlos Fuentes, el poeta Thiago de Mello, Benjamín Carrión,
Roa Bastos, el pintor ecuatoriano Guayasamín, el científico Premio Nobel Linus
Pauling, Jorge Edwards, Jaime y Mercedes Valdivieso, Fernando Alegría, Juan Marín, Miguel Serrano, entre otros. Fue una gran
fiesta, muy alegre, todos los comensales aplaudieron el resultado y se llevaron
en recuerdo de esa noche memorable un menú escrito y dibujado por el dueño de
casa.
La relación de
mi padre con Pablo Neruda no fue muy cercana, pero sí marcó algunos momentos
clave de su historia. En alguna oportunidad conversamos sobre eso:
—Nunca fui muy amigo de Neruda, nunca le tuve un gran cariño.
Pero de alguna manera me sorprendía, me llenaba de planes. Me acuerdo que
fuimos con Juan de Dios Vial Larraín a una conferencia suya, hasta entonces no
lo conocía, y yo desde arriba, en el aula de la Universidad de Chile, lo veía
hablar de su niñez, de su pobreza. Me acuerdo especialmente que habló de la
música de las cacerolas, cuando llovía en el sur era
única, la lluvia caía y se ponía a escuchar los distintos ruidos. Yo me quedé
tan impresionado, fue muy violento que un hombre así pudiera hacer eso, había
grandeza.
»Habló también
de los veranos en Puerto Saavedra, de los muelles abandonados a la hora del
alba, de los aromos amarillos en los campos de Loncoche. Cuando tuve vacaciones
lo primero que hice fue ir a ver esas cosas. Viajé al
sur a recorrer la geografía del poeta. Llegué a Puerto Saavedra después de leer
el canto a «La lluvia austral, personaje de mi niñez», y me quedé dos meses en
la casa de una familia de pescadores, la familia Leal, que vivía en las dunas
al otro lado de la desembocadura del río Imperial.
»Era un mundo
increíble, en que los ratones andaban por arriba de mi cabeza, en la noche me
despertaban porque trataban de comerme las uñas, pero
eso me gustó.
»Uno de los
Leal era botero a remos que cruzaba a la gente de esa boca a Puerto Saavedra,
yo iba con él muchas veces y me gustaba observar y hablar con la gente. Otras veces
hacíamos excursiones a caballo, a playas extraordinarias.
»Luego,
escribí lo que sería el primer cuento de mi primer libro, Veraneo.
»Cuando quise
irme de mi casa a vivir solo para poder iniciar Coronación, me fui a una casa en el barrio Bellavista, que
era un barrio muy nerudiano, donde estaba su casa La Chascona. Ahí pude
escribir y luego dejé la novela por seis meses. La volví a retomar cuando
Hernán Díaz Arrieta, el gran crítico Alone, me dijo que era una locura que
tuviera la mitad de la novela hecha. Entonces me fui a Isla Negra para
terminarla, donde Pablo Neruda tenía su casa de
playa. Viví nuevamente en una casa de pescadores. Me instalé en una pieza que
estaba llena de sacos de papas, y donde en un rincón frente a una ventana puse
una mesa donde trabajaba con mi máquina de escribir mirando el mar. Fue en ese
entonces cuando fui más amigo de Neruda, yo los visitaba a menudo porque la
casa de los pescadores no tenía baño, y Pablo y la
Matilde me ofrecieron que me bañara ahí. Fueron muy cariñosos. De alguna
manera, Pablo Neruda me guió involuntariamente».
Mientras
seguíamos viviendo en Calaceite, mi padre recibió la noticia de la muerte de
Pablo Neruda. A pesar de que sabía que estaba muy enfermo, le dolió, quizás no
como la partida de un gran amigo, pero sí como algo suyo que se perdía para
siempre.
Sin embargo, la relación de mi padre con Matilde Urrutia, la mujer
de Neruda, se volvió bastante difícil por un tiempo. De hecho, Matilde dejó de
hablarle durante varios años a causa de un comentario, un «pelambre», que hizo
mi padre en una carta a Margarita Aguirre, donde le comenta que Neruda ni
siquiera nombraba a Delia del Carril, la Hormiguita, en su autobiografía, y que
en ello veía la mano de Matilde. Ella se enteró y
evitó a mi padre.
Años más
tarde, en Barcelona, se reanudó la amistad. Luego, al volver a vivir a Chile,
Matilde los invitaba bastante a su casa, pero al poco tiempo ella murió. Su
entierro es el comienzo del libro La desesperanza, que
marcó nuestra vuelta a Chile en 1980.
Nosotros
quisimos a la Matilde, su etapa de agonía nos conmovió, le dejábamos flores,
pues no nos dejaba entrar a verla. La Matilde, siendo
una mujer de origen humilde, con el tiempo aprendió a vestirse, era una mujer
elegantísima. No era sensible literariamente, Neruda no tenía esa cosa de
buscar a un igual, los amigos de Neruda eran todos inferiores a él, también es
cierto que él era superior al resto.
Durante dos
años veraneamos en la ciudad de Lucca, Italia, donde tenían
casa Alfredo y Marina Capone. Los padres de Marina eran propietarios de una
lujosa villa rodeada por un parque. Creo que ahí nació mi inclinación por la
estética y la decoración. Los frescos trompe l’oeil
del salón principal y del salón de baile, la sala de música con un piano de
cola maravilloso, los tapices, los brocatos... A través de los ventanales se
podía divisar la pequeña laguna con cisnes atravesada
por un puente. Nos prestaban, para que nos alojáramos, una de las antiguas
casas de los trabajadores, que habían sido remodeladas para recibir invitados.
Es allí cuando aparece otro elemento decisivo para Casa de
campo: la mansión campestre donde se desarrolla la novela es muy
parecida a la Villa Rossi, en Lucca.
En uno de esos
viajes a Italia pasamos a Roma, donde el cineasta Antonioni pidió conocer a mi
padre y le propuso hacer un soggetto, pues había leído
la versión italiana de El obsceno pájaro de la noche y
quería algo nuevo, no el libro mismo, que era muy diferente a lo que él hacía,
de modo que le interesaba algo absolutamente nuevo. Fue uno de los muchos
proyectos cinematográficos que quedaron sin hacer.
Mi padre está
a un mes de cumplir cincuenta años y ciertos temores se apoderan de él. Estos
fantasmas lo hacen escribir a su hermano Pablo. Le pide, en caso de que él y mi
madre mueran, que acepte legalmente hacerse cargo de mí.
Si se diera la
circunstancia de que tanto María Pilar como yo nos muriéramos al mismo tiempo
—lo que no es probable, pero tampoco imposible, ya
que viajamos y dejamos a la niña sola, y se puede hundir el barco, o
descarrilar el tren o caer el avión— les dejáramos a la Pilarcita como hija,
para que la criaran junto a los tuyos. Pilarcita no sería una carga económica
para ti: llevaría propiedades, el income, ahora relativamente grande de mis
derechos de autor, que le pertenecen por cincuenta años después de mi muerte.
Si no me contestas esto —tú o la Lucha— sé que no
aceptan este papel. Pefiero que no escriban una negativa, sino que guarden
silencio; pero si aceptan, me gustaría mucho que me pusieran que sí aunque no
fuera más que una tarjeta postal si no quieres darte más trabajo, ya que en ese
caso tendríamos que tomar pasos legales y así estaríamos más tranquilos y saber
que la Pilarcita no se quedaría totalmente sola en el mundo.
Ante la
necesidad de tener un ingreso estable, mi padre acepta dar clases por un
semestre en la Universidad de Princeton. En la víspera se siente excitado, con
mil cosas por hacer, pero la fecha de la partida llega y Calaceite quedará
atrás, pues luego de nuestra estadía en Estados Unidos volveremos a vivir en
Sitges, un pequeño balneario próximo a Barcelona. La casa de Calaceite pasó a ser un refugio al cual volver y al que regresamos
siempre mientras vivimos en España.
Cuando yo me
casé, sin embargo, mi padre decidió venderla para regalarme el dinero, pues no
tenía sentido tener una casa a quince mil kilómetros de distancia. Hoy la
habita Jane Alexander, una inglesa que la ha mantenido como estaba desde el día
que la dejamos por última vez.
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