miércoles, 24 de mayo de 2023

FREDRIC BROWN LA ESTATUA DEL TERROR


 



Esta figurilla maravillosamente ejecutada por un artista,

representando un desnudo de mujer completamente aterrorizada,

fué la clave del asesinato brutal de tres mujeres. ¡Y el modelo para

esa figurilla trágica, era la misteriosa muchacha a quien Guillermo

Sweeney, amaba! Sweeney era un veterano periodista y reportajista

de Chicago, que jamás se había enamorado. Pero cuando entre

otros nocturnos curiosos miró a través de las puertas de aquél

edificio de apartamentos y vió a la misteriosa mujer con una herida

sangrante, su corazón dió un vuelco. En el vestíbulo del edificio,

tambaleante y medio desnuda, estaba la hermosa mujer rubia

hermosa hasta lo increíble, desde la cima de su cabellera hasta la

punta de los dedos de sus pies, de uñas exquisitamente pintadas. Y

al lado de ella, su perro policía mostrando los feroces colmillos a la

multitud curiosa. Cuando los ojos de Sweeney se cruzaron con los

de la muchacha, el periodista tuvo la sensación de que ya su destino

quedaba para siempre ligado al de ella. Para salvar a la muchacha

del destripador que aterrorizaba Chicago, Sweeney lanzóse a

descubrir la estatua, clave de tres asesinatos, y esa aventura situó

al periodista cara a cara con la muerte y el más sorprendente

desenlace.

CAPÍTULO I

Nunca se sabe lo que a un irlandés borracho puede ocurrírsele.

Solamente cabe aventurar suposiciones, en cuyo caso el margen

para éstas es infinito.

Usted puede enumerarlas por el orden de sus probabilidades.

Las más susceptibles de producirse son fáciles de enumerar. Por

ejemplo: es posible que el irlandés se tome una copa más, que riña

con alguien, que pronuncie un discurso o que emprenda un viaje en

tren… Desde este punto, anote usted en orden descendente la lista

de probabilidades de menor importancia: que el irlandés compre un

bote de pintura verde, derribe a hachazos un árbol, baile la danza

del abanico, cante el himno inglés “Dios salve al Rey…” o robe un

instrumento musical… Y así tiene usted la probabilidad de continuar

enumerando, de mayor a menor, todas las extravagancias que el

irlandés beodo sea capaz de realizar, y eventualmente podrá llegar

al fondo rocoso de lo improbable que consiste en esto: que el

irlandés tome una resolución… y la cumpla.

Sé muy bien que esto parece increíble, pero eso es exactamente

lo que sucedió. Un tipo llamado Sweeney, que vivía en Chicago,

tuvo una vez esta ocurrencia. Para poder cumplirla, hubo de

atravesar por verdaderos charcos de sangre y de café negro, pero la

cumplió. Quizás bajo el punto de vista ordinario su resolución no era

muy buena, pero no es eso lo que importa. El hecho es que la

cumplió.

Como la verdad es a veces un poco elusiva, tendremos que

empezar con algunos rodeos. La verdad no siempre se amolda a un

patrón determinado. Por ejemplo: la frase “Un irlandés borracho

llamado Sweeney”; esa es una frase precisa, como muchas otras.

Pero la verdad misma no es siempre tan sencilla.

En realidad, este sujeto sí se llamaba Sweeney, pero era

solamente cinco octavas partes irlandés y sólo estaba tres cuartas

partes borracho. Es lo más que puedo aproximar la verdad a un

molde exacto, y si esto no le agrada al lector, ya puede dejar el libro

ahora mismo. Si no lo deja, quizás de todos modos se arrepienta,

pues esta novela no tiene nada de agradable. Está compuesta con

asesinatos, mujeres y licores, juego y prevaricaciones. Se ha

cometido un asesinato antes de empezar la historia misma, y se

comete otro después de que ésta termina; el relato empieza con una

mujer desnuda y termina con otra mujer desnuda, lo cual constituye

un buen principio y un buen fin, pero todo lo que sucede entre estos

dos eventos no es nada agradable. Que no diga el lector que no se

lo advertí. Pero si después de todo esto aún quiere seguir leyendo,

volvamos al tipo llamado Sweeney.

Cierta noche de verano, Sweeney estaba sentado en un banco

del parque, junto a Dios. Dios le simpatizaba mucho a Sweeney,

aunque no siempre le sucedía lo mismo con otras personas. Dios

era un viejo alto y flaco, que tenía una barba corta, enmarañada y

manchada de nicotina. Su nombre completo era Diosdado, y al decir

su nombre completo lo hago con las reservas del caso, pues nadie,

ni aun el mismo Sweeney, sabía a ciencia cierta si este era su

nombre de pila o su apellido. El viejo estaba un poco chiflado, pero

no mucho. Quizás no más chiflado de lo que era usual en los

vagabundos de su edad que vivían en el lado norte de Chicago y

que, cuando el estado del tiempo lo permitía, se pasaban los días en

el parque llamado Jardín de los Chiflados. Este parque tiene otro

nombre, pero es aún menos apropiado que el de Jardín de los

Chiflados. Está situado entre las calles Clark y Dearborn, un poco al

sur de la nueva Biblioteca Newberry; cuando menos esa es su

ubicación horizontal. Verticalmente, se encuentra mucho más cerca

del infierno que del cielo. Lo que quiero decir es que, aunque está

brillantemente iluminado con la luz de los faroles, lo llenan de

oscuridad las sombras de tantos hombres derrotados por la vida que

duermen por las noches en sus duros bancos.

Habían dado ya las dos de la mañana en esa noche de verano y

el Jardín de los Chiflados estaba silencioso y quieto por fin. Ya se

habían marchado los oradores ocasionales, y los paseantes que no

eran habituales del parque hacía mucho que se habían retirado a

dormir. Los vagabundos dormían sobre el césped y sobre los

bancos. Se habían anudado fuertemente los cordones de los

zapatos para evitar que se los robaran durante la noche. La

posibilidad de que les sacaran el dinero de los bolsillos no les

preocupaba: no tenían dinero. Y por eso podían dormir tranquilos.

—¡Ay, Dios! —empezó Sweeney—. ¡Quién tuviera otra copa! —

Empujó el maltrecho sombrero unos centímetros más atrás sobre su

sucia cabeza.

—Yo también quisiera una copa —contestó Dios—. Pero no lo

ansío suficientemente…

—Otra vez con ese cuento —refunfuñó Sweeney.

—Es cierto, Sweeney —contestó Dios, sonriéndose un poco—;

tú bien sabes que es cierto. —Sacó una arrugada cajetilla de

cigarros del bolsillo de la chaqueta y le ofreció uno a Sweeney;

luego encendió otro para sí.

Sweeney aspiró el humo hondamente. Se quedó mirando fijo al

hombre que dormía en el banco de enfrente, y luego alzó los ojos un

poco más allá, hacia las luces de la calle Clark. Tenía la vista un

tanto empañada por la bebida y las luces le parecían tener una

aureola, pero Sweeney sabía bien que esto era falso. Sentía calor y

estaba cubierto de sudor, como el parque, como la ciudad misma.

Se quitó el sombrero y empezó a abanicarse con él. Entonces, un

impulso habitual en quien está solamente tres cuartas partes

borracho, le obligó a dejar de abanicarse y a examinar el sombrero.

Hacía una semana que éste había sido nuevo; lo había comprado

cuando aún trabajaba en La Hoja. Ahora, más bien parecía que lo

había recogido de un basurero, pues las ruedas de un auto le

habían pasado por encima, se le había caído en una cloaca lodosa y

muchos pies lo habían pisoteado. Sweeney se sentía exactamente

como si él mismo fuese el sombrero.

—¡Dios! —murmuró, y no se dirigía a Diosdado. Tampoco se

refería a nadie más. Se colocó el sombrero nuevamente—. Ojalá

pudiera dormir —dijo, y se puso en pie—. Voy a caminar unas

cuantas cuadras. ¿Vienes?

—¿Y arriesgo perder este banco? —le preguntó Dios—. No,

Sweeney, prefiero dormirme aquí. Ya nos veremos. —Dios se acostó

de lado sobre el banco y colocó la cabeza en la curva de su brazo.

Sweeney refunfuñó un poco y luego comenzó a andar por la

acera que conduce a la calle Clark. Se bamboleaba un poco, pero

no mucho. Caminó a través de la noche, yendo hacia el sur por la

calle Clark, y cruzó la avenida Chicago. Pasó frente a muchas

tabernas, y al verlas pensó que no tenía siquiera dinero para una

copa. Se cruzó con un policía y éste lo saludó: “Hola, Sweeney”, y

Sweeney le contestó: “Hola, Pedro”; y siguió andando.

Mientras caminaba, recordó su reciente conversación,

especialmente aquella parte referente a la teoría favorita de

Diosdado. El condenado viejo tiene razón, pensó… Uno puede

conseguir lo que se proponga si lo desea con suficiente

vehemencia. Pudiera haberle dado un sablazo a Pedro y habría

conseguido hasta cincuenta centavos o un dólar, si lo hubiera

deseado suficientemente. Quizás mañana.

Pero todavía no, aunque se sentía exactamente como una

cuerda de violín que está demasiado tirante. Maldita sea; ¿por qué

no le había dado el sablazo a Pedro? Necesitaba un trago;

necesitaba unas seis copas más; digamos un cuarto de litro más, y

entonces disfrutaría del sueño que proporciona la bebida. ¿Cuándo

había dormido por última vez? Trató de recordar, pero todo le

parecía borroso. Solamente recordaba que se había quedado

dormido en un sótano, allá por la calle Hurón, cerca del tren

elevado, y que era de noche; pero no sabía si se trataba de la noche

anterior o la anterior a ésa. ¿Qué había hecho ayer?

Cruzó la calle Hurón y luego la de Erie. Pensó que quizás, si

seguía caminando hacia el centro de la ciudad, todavía encontraría

a algunos de los reporteros de La Hoja en el bar de la calle

Randolph donde se congregaban y posiblemente uno de ellos le

prestaría algo. ¿O es que ya había ido antes allí, tan borracho como

estaba ahora? Maldijo lo borroso de su mente y trató de darse

cuenta de si no estaría demasiado borracho como para presentarse

en el bar de la calle Randolph.

Al andar, se fijaba en todos los escaparates, y al ver uno con

espejos se detuvo y se examinó a sí mismo. Decidió que no parecía

estar demasiado borracho. Cierto era que traía el sombrero

maltrecho, que había perdido la corbata y que su traje estaba muy

arrugado; todo eso era natural, pero… Se acercó un poco más al

espejo e inmediatamente se arrepintió de ello, porque era ya

demasiado cerca y se contempló a sí mismo por primera vez en

toda la terrible realidad de su aspecto. Se vió los ojos irritados, la

barba cuando menos de tres días, quizás de cuatro, y el cuello de la

camisa horriblemente sucio. Hacía una semana esa camisa había

sido blanca. Luego se fijó que llevaba muchas manchas en el traje.

Apartó la vista con repugnancia y empezó a caminar

nuevamente. Comprendió que con esa facha no podía pensar en

buscar a ninguno de sus compañeros del periódico. Quizás se

habría atrevido a hacerlo cuando todavía se encontraba un poco

más presentable, pero no en estas condiciones. Quizás también se

atreviera más tarde, cuando ya no le importara su apariencia. Y al

comprender que así sería dentro de uno o dos días, empezó a

renegar de sí mismo mientras caminaba. Se aborrecía, odiaba a

todo y a todos porque se odiaba a sí mismo.

Atravesó la calle Ontario, cruzando la densa noche. Maldecía en

voz alta mientras caminaba, pero no se daba cuenta. “El Gran

Sweeney Marchando a Través de la Noche”, pensó, y trató de

apartar sus pensamientos para no verse a sí mismo en perspectiva,

mas no lo logró. Recordó con desagrado su imagen en el espejo, y

ahora se sentía aún peor, pues se aunaba al recuerdo el mar olor

que despedía su cuerpo sucio y sudoroso. No se había quitado la

ropa que llevaba puesta desde que… ¿Cuándo fué que la casera le

negó la entrada a su propio cuarto de la calle Ohio? Maldita sea, si

seguía caminando al sur pronto se encontraría en el centro de la

ciudad. Desvió sus pasos hacia el este. ¿Adónde iba? ¿Y qué más

daba? Acaso llegara a cansarse si andaba lo suficiente y quizás así

pudiera dormir. Pensó que sería conveniente no alejarse mucho del

parque, para así tener un lugar donde dormir cuando quisiera

hacerlo.

¡Por todos los diablos!, pensó, haría cualquier cosa por una

copa, cualquier cosa que no fuera ir a buscar a alguna persona

conocida; cuando menos, no lo haría en la facha en que andaba, ni

sintiéndose como se sentía.

Alguien se aproximaba por la acera. Era un hermoso joven que

llevaba una chaqueta a cuadros. Sweeney, cerró los puños. ¿Qué

pasaría si le diese un golpe a ese afeminado, si le quitase la cartera

y echase a correr? Pero nunca antes había hecho una cosa así y

sus reacciones eran lentas. El afeminado, caminando por la orilla de

la acera, ya había pasado, alejándose antes de que Sweeney

pudiera decidirse.

Un coche venía rodando muy despacio por la calle. Sweeney vió

que era un automóvil de patrulla con dos policías. Sintió que se le

doblaban las rodillas al pensar que lo hubieran cazado si hubiera

asaltado al petimetre. Concentró todos sus esfuerzos en caminar

derecho y en aparentar estar menos borracho de lo que estaba. De

repente se fijó en que aún iba refunfuñando entre dientes y se calló

la boca. Si se dejaba arrestar ahora, mañana pasaría un verdadero

infierno en la cárcel, sin una copa. Pero la patrulla siguió adelante

sin detenerse.

Vaciló un poco al llegar a la altura de la calle Dearborn, luego

decidió regresar al norte, por la calle State, y dobló hacia el este. Un

tranvía pasaba rodando sobre sus ruedas metálicas y le pareció

como si se tratase del fin del mundo. Un taxi vacío cruzaba la calle y

por un momento Sweeney pensó en abordarlo para ir a la calle

Randolph. Podía decirle al chofer que lo esperara mientras él

entraba en el bar a pedir dinero prestado. Pero, ¡qué diablos!, el

chofer, al ver la facha en que andaba, probablemente no le haría

caso. Bueno, de todos modos ya era demasiado tarde pues el coche

ya se había alejado.

Dobló hacia el norte por la calle State. Cruzó la calle Erie y luego

la Hurón. Se sentía ya un poco mejor; no mucho, pero sí un poco.

Calle Superior. “El Superior Sweeney”, pensó. “Sweeney Marchando

a Través de la Noche, a Través del Tiempo…”.

De repente, se fijó en un grupo de curiosos que se agolpaban

frente a la puerta de entrada de un 'edificio de apartamientos que

quedaba cuadra y media más adelante.

No eran muchos aquellos curiosos. Una docena escasa de

personas. Tipos que encontraría uno por la calle State, norte, a las

dos y media de la madrugada, parados frente a un edificio, mirando

al interior a través de la puerta de cristales. Sweeney escuchó un

ruido que no pudo identificar de momento. Casi le parecía que era el

gruñido de un animal.

Sweeney no aceleró sus pasos. Pensó que quizás solamente se

tratara de algún borracho que se había caído o golpeado, y que

estaba allí tirado inconsciente —o muerto— hasta que viniera la

ambulancia y lo recogiera. Lo más probable era que estuviese

tendido en un charco de sangre; no habría tantos curiosos si

solamente estuviera desmayado. Los borrachos comunes y

corrientes abundaban demasiado en esta zona de Chicago. La idea

de la sangre no atraía a Sweeney. Había visto suficiente sangre

durante sus tiempos de reportero policíaco; tanta como para no

querer volver a ver más. Como aquella vez en que llegó pisándole

los talones a la policía cuando entraba en el salón de billar de la

calle Towsend, en donde cuatro narcómanos habían llevado a cabo

una orgía de sangre a navajazo limpio.

Sin acercarse a ver lo que sucedía, trató de dar la vuelta en torno

al grupo de curiosos. Ya casi lo había logrado, cuando tres cosas lo

obligaron a detenerse; dos de ellas eran sonidos extraños y la

tercera era un silencio.

El silencio era el mutismo del gentío…, si se puede llamar gentío

a una docena de personas agrupadas de dos en fondo frente a una

puerta de un par de metros de ancho. Uno de los sonidos era el de

la sirena del automóvil de la policía, a media cuadra de distancia. Se

acercaba por la avenida Chicago hacia el norte, y pronto doblaría

por la calle State. Sweeney se dió cuenta entonces que lo que

estaba dentro del vestíbulo era nada menos que el cuerpo del delito.

Y si era así, y la policía estaba por llegar, no le convenía que lo viera

alejándose de la escena del crimen. Pero si se quedaba allí

curioseando en vez de alejarse, seguramente se concretarían a

darle un empellón y a decirle que se largara, y entonces podría

marcharse. El otro sonido era una repetición del que había oído

momentos antes, y ahora podía percibirlo claramente por encima del

silencio de la gente y bajo el chillido de la sirena; era efectivamente

el gruñido de un animal.

La suma total de estos tres sonidos fue más fuerte que su

voluntad, y aun tomando en cuenta lo que sucedió después, no se

puede culpar a Sweeney por detenerse a ver lo que ocurría.

En un principio todo lo que podía ver era una docena de

espaldas distintas. Tampoco podía oír nada más que el gruñir del

animal que tenía delante y el aullar de la sirena que venía detrás. El

automóvil de la patrulla aminoraba ya su velocidad para detenerle

frente al edificio.

Algunos de los curiosos se apartaron de la puerta de cristales del

edificio, quizás obligados, fuese por el ruido del coche o por el

gruñido del animal. Sweeney logró entonces ver la puerta…, y a

través de la puerta. No se podía distinguir muy bien porque no había

luz dentro del vestíbulo. La única iluminación era proporcionada por

los faroles de la calle.

El perro fué lo primero que distinguió, porque estaba parado más

cerca de la puerta, mirando hacia fuera. Pero, ¿era un perro? Debía

serlo, ya que esto ocurría en Chicago; pero si uno se lo hubiese

encontrado en el campo diría que se trataba de un lobo, de un lobo

enorme y sumamente feroz. El animal estaba parado como a un

metro de distancia más allá de la puerta, con las patas tiesas en

actitud de acecho; tenía erizados los pelos del cuello, y al gruñir

mostraba afilados colmillos que parecían medir, cuando menos, tres

centímetros de largo. Sus ojos centelleaban con reflejos de fuego

amarillo.

Sweeney sintió un escalofrío cuando su mirada se cruzó con los

ojos color topacio del animal. Esos ojos parecían atravesar con su

mirada amarilla y salvaje los ojos enrojecidos y fatigados de

Sweeney.

Esa mirada casi le cortó la borrachera, y apartó la vista, nervioso,

para ver qué era lo que estaba tirado en el suelo dentro del

vestíbulo, un poco atrás del perro. Se trataba del cuerpo de una

mujer, y estaba caído boca abajo sobre la alfombra.

No uso la palabra cuerpo con ligereza. Aun en la penumbra, sus

blanquísimos hombros brillaban sobre un traje blanco, escotado,

que moldeaba cada una de sus bellas curvas a la perfección…, al

menos aquellas curvas visibles cuando una mujer está tirada boca

abajo…, y esta visión casi le cortó el resuello alcohólico a Sweeney.

No podía verle la cara, porque la coronilla de su dorada y bien

peinada cabellera apuntaba hacia él, pero comprendió que su cara

debía ser hermosa. Tenía que serlo; cuando una mujer posee un

cuerpo tan bello como aquél, tiene que ser la poseedora de un

rostro igualmente bello.

Le pareció que ella se movía ligeramente. El perro comenzó a

gruñir otra vez; era un sonido grueso, que apenas si se oía sobre el

chirriar de los frenos del automóvil de patrulla que se detenía frente

al edificio. Sweeney escuchó, sin volver la cara, cuando se abrió la

portezuela del coche, y oyó después los recios pasos de los

policías. Una mano se posó sobre su hombro, empujándolo

bruscamente hacia un lado, y una voz autoritaria preguntó: “¿Qué es

lo que pasa aquí? ¿Quién llamó a la patrulla?…”. Pero la voz no se

dirigía precisamente a Sweeney y éste no contestó; ni siquiera se

volvió. Nadie contestó.

Sweeney se tambaleó un poco por el empujón, pero luego

recobró el equilibrio. Aun podía ver lo que pasaba dentro del edificio.

El hombre uniformado de sarga azul marino traía en la mano una

linterna; apretó el botón y dirigió el rayo de luz a través de los

cristales dentro del vestíbulo. El haz de luz centelleó en los ojos

amarillos y salvajes del perro, arrancó reflejos dorados del pelo rubio

de la mujer y resaltó el brillo de sus blanquísimos hombros y del

vestido.

El hombre de la linterna también parecía haberse quedado sin

aliento. Silbó suavemente entre dientes, pero no preguntó nada. Dio

un paso hacia adelante e hizo ademán de abrir la puerta.

El perro cesó de gruñir y se agazapó para saltar. Su silencio era

mucho peor que su gruñido. El hombre del traje azul retiró la mano

de la puerta como si ésta lo hubiera quemado.

—¡Qué demonios! —exclamó. Se llevó la mano hacia el lado

izquierdo del traje, pero no sacó la pistola. Se volvió para ver al

pequeño grupo de curiosos y nuevamente preguntó—: ¿Qué pasa

aquí? ¿Quién llamó por teléfono? ¿Qué le pasa a esa mujer…, está

borracha, enferma, o qué?

Nadie contestó.

—¿Es de ella ese perro? —preguntó.

Todos guardaron silencio. Se le acercó un hombre de traje gris.

—Cálmate, David —le dijo—; no queremos matar al can, a

menos que sea necesario.

—Está bien —contestó Traje Azul—. Tú abres la puerta y

acaricias al perro mientras yo cuido a la dama. Pero no me digas

que eso es un perro; es un lobo o un demonio, o qué se yo…

—Bueno. —Traje Azul hizo ademán de abrir la puerta, y retiró la

mano bruscamente cuando el perro se agazapó de nuevo y mostró

los afilados colmillos.

Traje Azul se echó a reír.

—¿Qué te dijeron por teléfono? —preguntó—. Tú contestaste la

llamada.

—Pues nada más que había una mujer desmayada en el

vestíbulo. No mencionaron al perro. Un tipo llamó desde el bar de la

esquina y dió su nombre.

—Querrás decir que te dió un nombre —contestó cínicamente

Traje Azul—. Mira, si yo estuviera seguro de que esa mujer

solamente está borracha, podríamos llamar a los de la Sociedad

Protectora de Animales para que se lleven al perro. Ellos saben

cómo tratarlos. A mí me gustan los perros, y no quisiera verme

obligado a matar a ese. Probablemente la mujer esa es su dueña y

él cree que la está protegiendo.

—No solamente lo cree —contestó Traje Gris—. La está

protegiendo. A mí también me gustan mucho los perros, pero yo no

aseguraría que ese animal es un perro. Bueno…

Traje Gris empezó a quitarse la chaqueta.

—Bien —dijo—. Me cubriré el brazo con la chaqueta y cuando tú

abras la puerta y el perro míe salte encima le daré un culatazo.

—¡Mira!… La mujer se está moviendo.

La mujer, en efecto, empezó a moverse. Levantó la cabeza.

Empezó a erguirse apoyándose en las manos, y Sweeney observó

que llevaba puestos unos largos guantes blancos que le llegaban

más arriba del codo. Levantó la cabeza hasta que sus ojos

quedaron mirando fijamente al haz de luz de la linterna.

Su rostro era bellísimo. Pero sus ojos parecían nublados, como

si fuese ciega.

—¡Caramba, qué borrachera se trae la niña! —comentó Traje

Azul—. Mira, Enrique, a lo mejor si le das un culatazo matas al perro

y alguien te puede armar un escándalo. Si el perro es de esta niña,

ella misma te lo armará cuando se le pase la borrachera. Yo

esperaré aquí y la vigilaré mientras tú te comunicas con la jefatura

por radio-teléfono y les pides que nos manden a alguien de la

Sociedad Protectora de Animales, y que traigan una red o lo que se

use para estos casos y…

Un grito ahogado que salió de varias gargantas calló a Traje Azul

tan súbitamente como si alguien le hubiera tapado la boca con la

mano.

Apenas si se oyó la palabra “sangre” susurrada por alguno de los

presentes.

La mujer trató de incorporarse débilmente, como si estuviera

aturdida. Dobló las rodillas bajo el cuerpo y se alzó con las manos

hasta que los brazos le quedaron rectos. El perro se situó

rápidamente junto a ella, y Traje Azul lanzó una maldición y, al ver

que el animal acercaba su hocico a la cara de la mujer, sacó la

pistola de la funda que llevaba bajo el brazo.

LIMBRICK

 Pero antes de que

terminara de desenfundar el arma, el perro, con su larga y roja

lengua y gimiendo, empezó a lamer la cara de la mujer.

Los dos detectives hicieron un rápido movimiento hacia la puerta,

y el perro se volvió, agazapado, y gruñó nuevamente…

Pero la mujer seguía incorporándose. Todos podían ver ahora la

sangre…, una mancha alargada en la parte delantera de su traje de

noche blanco, precisamente sobre el abdomen. Bajo la luz de la

linterna, daba la impresión de que todo aquello era un acto teatral o

que sucedía en la pantalla de un aparato de televisión,

representando un programa de misterio…, y ahora se distinguía

claramente un tajo como de doce centímetros de largo sobre la

blanca tela del vestido, en el mismo centro de la mancha roja.

—¡Jesús, un navajazo! —exclamó Traje Gris—. ¡Esto es obra del

Destripador!

Cuando los dos detectives trataron de acercarse a la puerta

empujaron a Sweeney a un lado. Pero él pudo seguir observando la

escena por encima de sus hombros; se había olvidado por completo

de la idea que había tenido minutos antes de largarse lo más

rápidamente posible. En ese momento podría haberse marchado y

nadie se habría fijado en él.

Traje Gris se había quedado como paralizado en el momento de

quitarse la chaqueta, y la tenía aún medio puesta. Por fin le dió un

tirón, y al hacerlo golpeó a Sweeney en la barba con el hombro.

—Llama una ambulancia y al Departamento de Homicidios,

David —su voz más bien parecía un ladrido—. Yo trataré de hacer

doblar al perro.

De nuevo golpeó a Sweeney en la barbilla al sacar su propia

pistola de la funda bajo el brazo izquierdo. Ya con el arma en la

mano, su voz pareció normalizarse y empezó a dar órdenes:

—Abre la puerta, David —ordenó—. El perro se quedará quieto

un minuto cuando se agazape para saltarte encima, y creo que

tendré un tiro limpio. Quiero ponerlo fuera de combate.

Pero no llegó a apuntar con la pistola y David no abrió la puerta.

En esos momentos empezó a suceder algo que parecía increíble, y

Sweeney no lo olvidaría nunca…, como no lo olvidaría tampoco

ninguno de los quince espectadores que para entonces se hallaban

congregados frente a la puerta.

La mujer había colocado la mano en la pared, junto a la hilera de

buzones y timbres. Se esforzaba por ponerse de pie, y su cuerpo

estaba ya erguido, pero aun descansaba sobre una rodilla. El blanco

rayo de la linterna enmarcaba la escena como un reflector de teatro,

haciendo resaltar la blancura de su cutis, de los guantes y del

vestido y el rojo de la mancha ovalada de su sangre. Sus ojos aun

parecían aturdidos. Sweeney pensó que quizás se debiera al

choque nervioso, ya que la herida no parecía ser muy profunda,

pues de haberlo sido habría sangrado muchísimo más. La mujer

cerró los ojos y, tambaleándose un poco, se incorporó y quedó de

pie.

Entonces sucedió lo más increíble de todo aquello.

El perro caminó suavemente y se irguió sobre sus patas traseras

detrás de la mujer, pero sin tocarla. Los dientes del animal buscaron

y encontraron algo en la espalda del traje blanco y luego dieron un

ligero tirón. Ese algo, según resultó ser después, era la pequeña

borla de seda blanca que remataba el cierre de cremallera del

vestido.

El traje cayó a los pies de la mujer, como una nube blanca en

forma de círculo. No traía nada debajo del vestido; estaba absoluta y

totalmente desnuda.

Nadie se movió durante lo que pareció ser una eternidad,

aunque sólo fueron breves segundos. Un ligero temblor de la

linterna en la mano de Traje Azul era el único movimiento que se

veía.

Las rodillas de la mujer se doblaron suavemente y su cuerpo se

hundió como si estuviera demasiado cansada para sostenerse.

Quedó tendida dentro del círculo blanco que minutos antes había

cubierto su cuerpo.

En ese mismo instante sucedieron varias cosas: Sweeney

recobró el resuello. Traje Azul apuntó cuidadosamente al perro y

apretó el gatillo. El perro cayó y se quedó quieto en el vestíbulo, y

entonces Traje Azul abrió la puerta y entró al edificio.

—Llama la ambulancia, Enrique —ordenó a su compañero—, y

luego le amarras las patas a este maldito perro. No creo que lo haya

matado; solamente lo atonté.

Sweeney se apartó del grupo y nadie se fijó en él mientras se

alejaba hacia el norte por la calle Delaware y luego dobló al oeste

hacia el Jardín de los Chiflados.

Diosdado no estaba ya en el banco, pero no podía andar muy

lejos, puesto que aquél aun estaba vacío y en las noches de verano

los bancos se ocupan inmediatamente. Sweeney se sentó a esperar

que regresara el viejo.

—Hola, Sweeney —Dios lo saludó, y se sentó junto a él—.

Conseguí medio litro. ¿Quieres un trago?

Era una pregunta tonta y Sweeney no se molestó en contestarla;

se limitó a tender la mano. Dios tampoco esperaba contestación;

solamente le alcanzó la botella. Sweeney tomó un largo trago.

—Gracias —dijo por fin—. Oye, Dios; era hermosísima. Era la

chica más hermosa que he visto en mi vida… —Tomó otro trago de

la botella y se la devolvió al viejo—. Daría mi brazo derecho… —

empezó.

—¿Quién? ¿De qué se trata? —Dios le preguntó.

—La mujer. Iba caminando hacia el norte por la calle State y… —

Guardó silencio, comprendiendo que no podría describir la escena

que había presenciado—. No me hagas caso —dijo—. Oye, ¿dónde

conseguiste la botella?

—Me fui pidiendo un par de cuadras —suspiró el viejo Dios—. Te

dije que si quería un trago lo suficientemente podría conseguirlo; es

que antes de esto no lo deseaba lo bastante para hacerlo. Uno

puede conseguir lo que quiera si se lo propone…

—Estás loco —contestó Sweeney automáticamente. Pero de

repente se echó a reír—. ¿Cualquier cosa? —preguntó.

—Lo que tú quieras —contestó Dios dogmáticamente—. Es lo

más fácil del mundo, Sweeney. Nada más fíjate en los hombres

ricos. ¡Pero si el tener dinero es lo más fácil del mundo, cualquiera

puede hacerse rico! Basta con desear el dinero más que ninguna

otra cosa en la tierra. Concentra todos tus esfuerzos en hacerte rico

y lo conseguirás. Pero si hay alguna otra cosa que desees más que

el dinero, no lograrás éste.

Sweeney se rió suavemente. Estaba muy contento. Todo lo que

necesitaba era el trago que acababa de tomar. Le llevaría la

corriente al viejo Diosdado y se enfrascaría en la discusión de olí

tema favorito.

—¿También las mujeres? —preguntó.

—¿Qué quieres decir… también las mujeres? —los ojos de Dios

parecían ya un poco nublados, pues empezaba a estar borracho.

Cuando se emborrachaba hablaba con un acento bostoniano que

después olvidaba el resto del tiempo—. ¿Quieres decir si puedes

conseguir a una mujer en particular?

—Claro que sí —contestó Sweeney—. Vamos a suponer, por

ejemplo, que hay una chica con la cual me gustaría pasar la noche.

¿Crees que lo lograría?

—Si lo deseas lo suficientemente, claro que sí, Sweeney. Si

concentras todos tus esfuerzos, directos o indirectos, en lograr tu

propósito, claro que puedes conseguirlo. ¿Por qué no has de poder?

Sweeney se rió nuevamente.

Echó la cabeza hacia atrás y se fijó en el verde oscuro de las

hojas de los árboles. Su carcajada se convirtió en una risilla y

entonces se quitó el sombrero, empezó a abanicarse con él y se

quedó mirándolo como si nunca lo hubiera visto; luego le limpió el

polvo cuidadosamente con la manga de la chaqueta y trató de darle

su forma original. Y hacia esto con la misma concentración que una

niña enhebrando una aguja.

Dios tuvo que repetir la pregunta antes de que Sweeney lo

oyera. Pero como se trataba de otra pregunta tonta, Dios no

esperaba contestación verbal. Se limitó a ofrecerle la botella.

Pero Sweeney no la aceptó. Se: colocó el sombrero

nuevamente, se puso de pie y, guiñándole un ojo al viejo, le dijo:

—No, gracias, compadre. Tengo una cita muy importante.


La estatua del Terror. Traducción Emma E. de Gutiérrez Suarez.

BROWN, Fredric.-

Editorial: Cumbre, 1952, Mexico.

1 comentario:

  1. Otras mujeres aterrorizadas en films SIGNO DE LA CRUZ y CARNE DE FIERAS

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