jueves, 16 de abril de 2020

BORGES. A CONTRALUZ. ESTELA CANTO.





Este libro no tiene bibliografía.
Hablo aquí del Borges vivo, del hombre que conocí. Lo presento en una dimensión que se ignora, a través de las cartas que me escribió, aunque todo el tiempo indago la relación entre el hombre y su obra, explicando a ésta por aquél y a aquél por ésta.
Borges aparece como ser humano, dentro del marco de su país y de las vicisitudes que le tocó vivir.
Él pensaba que la patria es una «decisión», que uno es argentino porque ha decidido serlo. Con esta sim­plificación negaba la otra cara de la moneda: la fata­lidad de haber nacido en un lugar, la fatalidad de un condicionamiento. En estas páginas tomo en cuenta la cara de la fatalidad -que él negaba- cotejándola to­do el tiempo con la patria como elección, que él reco­nocía.
Paso de lo íntimo a lo político, de lo anecdótico a lo fi­losófico, componiendo su figura con estos elementos de distintos planos, incesantemente referidos al contacto personal que tuve con él.
Las anécdotas son numerosas, pero únicamente de dos clases: las que viví con él y las que él me contó. Sólo en el caso de su hermana, Norah Borges, me he permitido con­tar dos anécdotas de oídas. En dos ocasiones cedo a las conjeturas, a las cuales era él tan aficionado. En el caso del Poema conjetural, cuando se refiere a «un remoto día de la niñez», y al indagar los motivos que lo impulsaron a su primer casamiento.





La perfecta forma que supo
Dios desde el principio.

Jorge Luis Borges



Sólo frente a la muerte podrá ver un hombre «su in­sospechado rostro eterno». Sólo frente a la muerte podre­mos nosotros, los que quedamos, ver indicios de ese ros­tro insospechado, «la forma perfecta» que supo Dios.
Borges insistió en casi todos sus cuentos, en sus poe­mas, hasta en algunas entrevistas deformadas -como son la mayoría- que un hombre es «todos los hombres». Es decir, el hombre encierra en sí todas las posibilidades; el hombre es el microcosmos.
La idea, por cierto, no era nueva. Se remonta a la An­tigüedad tardía, fue alambicada infinitamente por los cabalistas españoles de la Edad Media, rejuvenecida por los ardorosos filósofos del Renacimiento, y sigue vivien­do hasta el día de hoy, sin gloria, en los manuales popu­lares de teosofía. Borges no la halló en éstos, sino en los libros cabalísticos -en El Libro de los Esplendores, en Moisés de León-, que tanta atracción tenían para él. Hay dos vertientes de esta idea del hombre como microcosmos: una débil (esotérica y aria) y otra fuerte (secre­ta, tradicional y judía). Borges seguía la tradición de sig­no fuerte.
Esta tradición exige que se tienda un velo sobre las úl­timas verdades, y Borges, un hombre gárrulo, cumplió a un cierto nivel con el mandamiento. Desde sus primeras obras fue enigmático y contradictorio. Uno de sus tem­pranos ensayos está encabezado por una cita de Thomas De Quincey que expresa plenamente su ambigua actitud: «Un modo de verdad, no de verdad central y coherente, sino angular y fragmentada».
La personalidad de Borges era elusiva, escurridiza; era un cierto hombre para cada una de las personas que lo conocían, o creían conocerlo. Y muchas veces éste tenía poco que ver con el hombre que otros habían visto, ad­miradores ocasionales que lo visitaban en su apartamen­to de la calle de Maipú. Su básica coquetería, velada y que solía pasar inadvertida, lo llevaba a mostrar a esta gente el Borges que ellos querían ver.
Yo tuve la suerte de conocerlo en los años tal vez más decisivos de su vida, los años de su madurez como escri­tor; fui su íntima amiga desde sus cuarenta y cinco has­ta sus cincuenta y dos años. Entonces me dedicó el cuen­to que muchos consideran su obra más importante: El Aleph.
Voy a escribir sobre el Borges de El Aleph, el hombre a medio camino entre una juventud que él consideraba fra­casada y una vejez en la cual el triunfo llegó a ser, por mo­mentos, abrumador.
Borges ha sido probablemente el escritor más original de la segunda mitad de nuestro siglo. El Aleph arroja luz sobre su compleja, patética, exaltada y dramática perso­nalidad. Las cartas que me escribió en esos años son un flagrante ejemplo de sus ilusiones, frustraciones y espe­ranzas.
Aunque he de concentrarme en el Borges de este perío­do, nuestra amistad duró, con altibajos, hasta los últimos días de 1985. En noviembre de ese año lo vi por última vez, antes de irse de Buenos Aires a dar la forma final a su vi­da, cerrar el círculo, rubricar su destino y morir.
La tarea no es fácil; demasiadas cosas de mi juventud están implicadas en ese período que va de 1945 a 1952. Me veré forzada a referirme a hechos que tal vez parezcan desagradables o indiscretos. Todos somos entidades cerradas, sólo podemos adivinar a los otros y, por lo ge­neral, vemos en ellos lo que queremos ver.
Borges ha dado claves para penetrar en el laberinto que era su carácter. Una es El Aleph; otra, El Zahír; otra, La escritura del dios, que inventó una mañana que está­bamos en el Jardín Zoológico, junto a una jaula, contem­plando el paseo continuo, desesperado, detrás de las re­jas, de un magnífico tigre de Bengala. Hay otras claves {Funes el Memorioso, El Sur, La intrusa, etc.) que comen­taré reiteradamente en este estudio. La clave de estas cla­ves son dos o tres de las cartas que me escribió.
Cuando se publicó El Aleph, yo lo comenté en una re­vista (Sur). Allí me refería yo a un estado de ánimo mís­tico; a él le gustó el comentario. El agnóstico Borges no era un místico, por supuesto, pero sí una persona capaz de momentos místicos.
Muchos años más tarde, un periodista me preguntó de repente: «¿Qué es El Aleph?» y yo contesté: «Es el re­lato de una experiencia mística». Cuando mencioné es­to a Georgie, me encontré con que él no había olvidado mi artículo, escrito treinta y cinco años antes. Me dijo: «Has sido la única persona que ha dicho eso», dando a entender que podía haber cierta verdad en la cosa. Le gustaba esta apreciación, que se oponía a la difundida idea entre los escritores argentinos, que lo juzgaban un autor frío y geométrico, un creador de juegos puramen­te intelectuales.
Una experiencia mística es secreta, inefable, como el acto del amor o la creación del arte. En el arte y el amor, cuando son genuinos, tratamos de romper una barrera. Si lo logramos, alcanzamos una especie de experiencia mística. Esta clase de secretos no se puede compartir. Co­mo el nombre de Dios para los hebreos, es algo que no se puede pronunciar.
Por naturaleza y por circunstancias, Borges era un hombre sumiso. Él aceptaba el fardo de convenciones y las ataduras establecidas por un medio social presuntuo­so, profundamente tribal, tosco y primitivo.
Los místicos hablan de «la noche oscura del alma». «¿Quién puede distinguir entre la oscuridad y el alma?», se pregunta Yeats, un poeta muy admirado por Borges. Y más allá de esa noche están los éxtasis de la liberación. A su manera tenue, pero empecinada, él luchaba por alcan­zar esa liberación. Los místicos suelen ser tácitos, a veces escriben, rara vez hablan.
Borges, que tanto habló en su larga vida, comentaba sus enamoramientos o pequeños chascos amorosos, pe­ro el pudor le impedía mencionar lo que realmente le im­portaba. Picasso solía decir que para él no había nada más que dos clases de mujeres: las diosas y los felpudos. Borges se acercaba a las mujeres como si fueran diosas, pero algún hecho en su vida demuestra que eventualmente tropezó con algún felpudo.
Para ciertos místicos, el sexo puede ser un medio de romper las barreras. Para otros, la mayoría de ellos, es un instrumento diabólico. La actitud de Borges hacia el sexo era de terror pánico, como si temiera la revelación que en él podía hallar. Sin embargo, toda su vida fue una lu­cha por alcanzar esa revelación.
No era un hombre convencional, pero sí un prisione­ro de las convenciones. Anhelaba la libertad por encima de todas las cosas, pero no se atrevía a mirar a la cara esa libertad.
En la Argentina, su elección de Ginebra para morir fue sentida como una especie de traición. Sólo el enorme res­peto que inspiraba su celebridad -no su obra, no entendida, apenas leída, conocida a través de fatigados clichés, repetidos ad nauseam- inhibió los reproches «patrióti­cos». No fue eso: fue su gran gesto de liberación.
Por otra parte, amaba intensamente la vida y quería «entender». Los hindúes dicen que la meta de la vida no es la felicidad, sino el conocimiento, que sólo a través del conocimiento podremos alcanzar la felicidad. Borges buscó esa felicidad en los libros y en algunas mujeres. Co­mo todos, debió aprender en la dura escuela del dolor y del fracaso. La felicidad la encontró finalmente en el conocimiento, en el amor sublimado y -no más y no me­nos- en la admiración que suscitaba en todas partes. Es­to era una especie de amor. Una de las últimas veces que lo vi me dijo: «No hay un solo día en que no tenga uno o dos momentos de felicidad perfecta».
Esto quería decir que «el círculo se iba a cerrar», que la espera estaba terminando, que la muerte, su «libera­ción», ya estaba ahí. Y sólo sentía curiosidad por el lugar, la hora, las últimas imágenes. El lugar lo eligió.
Nuestra amistad es el relato de un amor frustrado. To­dos sus amores lo fueron hasta una tarde, en Nara, cuan­do al tocar un Buda descubrió su voz verdadera, esa voz que también eran sus ojos. El hecho de que lo entendie­ra creó sentido, trazó la forma perfecta que él estaba bus­cando y que Dios le tenía destinada.


Voy a contar la historia de un desencuentro. Tal vez es­te desencuentro sirva para lograr un mejor entendimien­to de Borges.
Él era un hombre cauteloso. Temía herir o escandali­zar. Sabía que era distinto y esto creaba una inhibición. (A veces, cuando sentía celos o no le gustaba una perso­na, podía salir de su reserva y ser agresivo, pero esto no era frecuente.)
En vez de mencionar, él prefería aludir. Todos sus es­critos -cuentos, poemas o artículos- abundan en insinua­ciones, en cosas nombradas a medias, en nombres cambiados. Era una especie de juego secreto en él. Daré un ejemplo. En La muerte y la brújula, curioso relato, una alegoría que el autor disfraza de «cuento policial», el hé­roe, Erik Lönnrot, es llevado por sus conclusiones y cálcu­los a tres de los puntos cardinales de la ciudad. Un hom­bre había muerto en cada uno de esos puntos: sólo queda el Sur. Y a ese sur se dirige Erik Lönnrot, sabiendo que la muerte lo está esperando en un paraje determinado, Triste-le-Roy.
Triste-le-Roy era Las Delicias de Adrogué, un hotel donde «gente bien», de mediana posición económica, solía tomarse unos días de vacaciones a principios de siglo. Esa gente no iba a Mar del Plata, donde grandes mansiones, en forma de chateaux franceses, empezaban a ser construidas por los terratenientes con prosapia o sin ella. Los Borges, una vieja familia del Río de la Pla­ta, no eran terratenientes. Sus medios eran limitados. En consecuencia, pasaban el verano en el hotel de Adro­gué. Más adelante iban a una casita en Adrogué, desde donde me escribió algunas de sus cartas más conmove­doras.
Borges adoraba Las Delicias, donde la familia ya no se alojaba, aunque solía ir a comer allí. No sé qué recuerdos el lugar encerraba para él, pero las caminatas por los sen­deros del jardín, bajo los grandes y viejos eucaliptos, eran uno de sus placeres. Y se sintió apenado cuando echaron abajo los árboles.
En la década de los cuarenta Las Delicias era un edifi­cio venido a menos, con el encanto nostálgico y la elegan­cia inesperada de los nuevos pobres. Las palmeras y helechos en tiestos habían desaparecido, pero las grandes ventanas con rombos rojos, azules y amarillos de vidrio fascinaban a Borges. En La muerte y la brújula describe estos rombos, dotándolos de un significado mágico.
Las Delicias aparece en el cuento con el extravagante nombre francés de «Triste-le-Roy». Me pregunto si esto no es una alusión a sí mismo, a alguna triste experiencia de su adolescencia en ese lugar. ¿Era él mismo Triste-le-Roy? ¿Era él mismo que se veía destinado a la muerte después de ver las señales en tres puntos de la ciudad, en ese Adrogué donde quizá conoció una fugaz dicha, una duradera melancolía? «La primera letra del nombre ha sido articulada», del nombre que no debemos mencionar. La última letra está en Triste-le-Roy. ¿Era él ese rey tris­te y derrotado? ¿Era Borges mismo ese Erik Lönnrot que marcha deliberadamente hacia su muerte? En todo caso, él marchó conscientemente a la suya, que no fue en el de­solado sur de las pampas, sino en el norte y el este, por donde sale el sol.
En sus cartas a mí hay alusiones a lugares que, en su mente, estaban asociados a mi persona: el Parque Lezama, Constitución, el Hervidero, en el Uruguay, donde la familia de mi madre había tenido tierras.
Estas anotaciones han sido necesarias antes de contar la historia, a veces dolorosa, a veces trivial, de nuestras relaciones.
Espero ser clara. La sinceridad la tengo. Nada que no sea sincero y fidedigno tiene interés. Y Jorge Luis Borges no merece nada menos.

Fuente:

Diseño de cubierta: Mario Blanco
Diseño de interior: Orestes Pantelides
© 1989, Herederos de Estela Canto
© 1989 y 1999 Espasa Calpe, S. A., Madrid (España)
Primera edición argentina: mayo de 1999
Derechos exclusivos de edición en castellano:
© 1999, Compañía Editora Espasa Calpe Argentina S. A.
Independencia 1668, 1100 Buenos Aires
Grupo Editorial Planeta
ISBN 950-852-140-6
Hecho el depósito que prevé la ley 11 723
Impreso en la Argentina

1 comentario:

  1. no se consigue su libro. Este fragmento me ha permitido ver que bastante bien escribia E. Canto.

    ResponderEliminar

Archivo del blog

Un cuervo llamado Bertolino Fragmento Novela EL HACEDOR DE SOMBRAS

  Un cuervo llamado Bertolino A la semana exacta de heredar el anillo con la piedra púrpura, me dirigí a la Torre de los Cuervos. No lo hací...

Páginas