sábado, 17 de diciembre de 2016

Will “El del Molino” Robert Louis Stevenson WILL “EL DEL MOLINO”.


Will “El del Molino” Robert Louis Stevenson
WILL “EL DEL MOLINO”1
Robert Louis Stevenson
Traducción: Betty Curtis

La llanura y las estrellas
El molino donde Will vivía con sus padres adoptivos se encontraba situado en un valle
hundido entre bosques de abetos y grandes montañas. Arriba, las colinas surgían una tras
otra desde las profundidades del tupido arbolado, perfilándose desnudas frente al
trasfondo del cielo. Un poco más arriba, una aldea larga y gris yacía como una gasa o
paño húmedo sobre la ladera de una colina poblada de árboles. Y cuando el viento era
favorable el sonido de las campanas de la iglesia descendía fino y plateado hasta Will.
Abajo, el valle se hacía cada vez más abrupto y, a la vez, se ensanchaba por ambos lados.
Desde una prominencia cercana al molino era posible ver toda su extensión hasta la
lejanía, una llanura ancha donde el río giraba y brillaba y se deslizaba de ciudad en ciudad
en su viaje hacia el mar. Sucedía que en este valle había un desfiladero que se introducía
en un reino vecino, de manera que el camino que bordeaba la orilla del río, aunque
parecía tranquilo y rural, resultaba ser una carretera empinada que unía dos espléndidas y
poderosas sociedades. Durante todo el verano, los carruajes de los viajeros subían
dificultosamente o bajaban precipitadamente al pasar ante el molino. Y como ocurría que
el lado opuesto era de ascenso mucho más fácil, la senda del molino era muy poco
frecuentada, salvo por la gente que iba en una sola dirección. De todos los carruajes que
Will veía pasar, cinco de seis bajaban en picado y sólo uno subía lentamente. Esto era
mucho más corriente en el caso de los viandantes. Los turistas de pies ligeros, los
vendedores ambulantes cargados de mercancías extrañas, solían ir hacia abajo como el río
que acompañaba su camino. Y eso no era todo, porque cuando Will aún era niño una
guerra desastrosa afectó a buena parte del mundo. Los periódicos traían detalles de
derrotas y victorias. Los cascos de la caballería hacían resonar la tierra, y a menudo,
durante muchos días y por millas a la redonda, el humo de la batalla aterrorizaba y
apartaba a las buenas gentes de su trabajo en los campos. De todo esto no se dijo nada
durante mucho tiempo en el valle hasta que, al fin, uno de los jefes condujo un ejército a
marchas forzadas por el desfiladero y, durante tres días, caballos y hombres, cañones y
carretas, tambores y estandartes pasaron en tropel hacia abajo por delante del molino. El
1El título resulta más sonoro en inglés por la pronunciación casi idéntica —variando únicamente la primera
letra— del nombre de «Will» y la palabra «molino», «mill» en dicha lengua.
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niño se pasaba todo el día de pie mirando las zancadas rítmicas, las caras pálidas, sin
afeitar, ojerosas, los descoloridos uniformes reglamentarios y las banderas hechas jirones,
que le producían una sensación de cansancio, lástima y asombro. Por la noche, cuando ya
estaba en la cama, aún podía oír el retumbar del cañón, la marcha pesada de los pies y de
grandes cantidades de armas fluyendo hacia adelante y hacia abajo que discurrían cerca
del molino. Nadie en el valle oyó jamás el destino de la expedición porque quedaban
alejados del chismorreo de aquellos tiempos turbulentos, pero Will se percató con
claridad de que ninguno de los hombres regresaba. ¿Adonde fueron? ¿Adonde marcharon
los turistas y los vendedores ambulantes con sus extrañas mercancías? ¿Adonde los
carruajes ligeros que llevaban criados en los pescantes traseros? ¿Adonde el agua del
arroyo, que siempre fluía río abajo y siempre resonaba desde arriba? Hasta el viento
soplaba más a menudo valle abajo y transportaba con él las hojas muertas del otoño.
Parecía una gran conspiración de seres animados e inanimados; todos iban hacia abajo,
rápida y alegremente hacia abajo. Al parecer, sólo él se quedaba atrás, como un tronco al
lado del camino. A veces se alegraba al advertir que los peces seguían nadando río arriba.
Ellos, al menos, seguían siéndole fieles, mientras lo demás iba hacia abajo y hacia un
mundo desconocido a toda prisa.
Una tarde preguntó al molinero adonde iba el río.
—Baja por el valle —le contestó— y mueve muchísimos molinos, ciento veinte, según
dicen, desde aquí hasta Unterdeck, y aparentemente sin cansarse. Luego prosigue hacia
las tierras bajas, y riega una gran extensión de maíz, y pasa por muchas ciudades
hermosas (eso dicen) donde los reyes viven completamente solos en grandes palacios con
un centinela montando guardia delante de la puerta. Pasa por debajo de puentes con
estatuas de hombres que miran y sonríen curiosos hacia el agua y hombres de carne y
hueso con los codos apoyados en la baranda mirando también hacia el agua. Y continúa
más y más lejos, bajando por las marismas y las arenas, hasta que, por fin, cae al mar,
donde se encuentran los buques que traen loros y tabaco de las Indias. ¡Ay, le espera un
largo trote después de pasar murmurando sobre nuestra presa, bendito sea!
—¿Qué es el mar? —preguntó Will.
—¡El mar! —exclamó el molinero— ¡Que el Señor nos ayude a todos, es lo más
grandioso que ha creado Dios! Es donde toda el agua del mundo se reúne en un gran lago
salado. Yace allí, plano como mi mano y tan inocente como un niño. Hay quienes dicen
que cuando sopla el viento forma montañas de agua más altas que cualquiera de las
nuestras, engulle enormes barcos más grandes que nuestro molino y ruge tan fuerte que se
puede oír desde muchísimas millas tierra adentro. Hay grandes peces en él, cinco veces
más grandes que un toro, y una serpiente tan larga como nuestro río y tan vieja como el
mundo, con bigotes de hombre y una corona de plata sobre la cabeza.
Will pensó que jamás había oído nada parecido y continuó haciendo preguntas, una tras
otra, acerca del mundo que yacía río abajo con todos sus peligros y maravillas, hasta que
el viejo molinero también se interesó y, cogiéndole de la mano, le llevó hasta la cumbre
de la colina desde donde se ve el valle y la llanura. El sol estaba a punto de ponerse y
permanecía suspendido cerca del horizonte en un cielo sin nubes. Todo parecía nítido y
glorioso bajo la luz dorada. Will jamás había visto una extensión de campo tan enorme en
toda su vida; se quedó inmóvil y mirando concentrado. Podía ver las ciudades, los
bosques, los campos y las relucientes curvas del río, hasta la lejanía, donde el final de la
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llanura cortaba el cielo resplandeciente. Una emoción sobrecogedora se apoderó del alma
y el cuerpo del joven; su corazón latía con tanta fuerza que no podía respirar; la escena
giraba delante de sus ojos. El sol parecía dar vueltas una y otra vez; mientras giraba
lanzaba formas extrañas que desaparecían con la rapidez del pensamiento y eran
sucedidas por otras. Will se tapó la cara con las manos y estalló en un violento ataque de
lágrimas. Al pobre molinero, tristemente desilusionado y perplejo, no se le ocurrió nada
mejor que cogerle en brazos y llevarle a casa en silencio. Desde aquel día en adelante
Will anduvo lleno de nuevas esperanzas y anhelos. Algo tiraba constantemente de las
fibras de su corazón. El agua llevaba consigo sus deseos mientras él fantaseaba sobre su
fugaz superficie. El viento le saludaba con palabras alentadoras mientras surcaba las
innumerables copas de los árboles, con las ramas señalando hacia abajo. El camino se
ofrecía mientras trazaba curvas, doblaba y desaparecía vertiginosamente valle abajo
torturándole con sus solicitudes. Pasaba largos ratos en el promontorio mirando el cauce
del río y más allá, hacia la planicie; miraba las nubes que viajaban sobre el viento torpe y
arrastraban sus sombras moradas por la llanura. O se demoraba al lado del camino para
seguir con los ojos a los carruajes que bajaban estrepitosamente cerca del río. No
importaba lo que fuese; todo lo que llevara aquella dirección, fuese nube o carruaje,
pájaro o el agua marrón del arroyo, él sentía que su corazón se le iba detrás en ansioso
éxtasis.
Nos dicen los hombres de ciencia que todas las aventuras de los marineros en el mar, todo
ese ir y venir de tribus y razas que confunde a la historia antigua con su polvo y rumor,
surgieron de algo tan abstruso como es la ley de la oferta y la demanda y de cierto instinto
natural por los víveres baratos. A cualquiera que piense profundamente esto le parecerá
una explicación aburrida y lastimosa. A las tribus que salieron en masa desde el norte y el
este, si realmente fueron empujadas hacia delante por otras que venían detrás, les atraía a
la vez la influencia magnética del sur y del oeste. Les había llegado la fama de otras
tierras; el nombre de la ciudad eterna sonaba en sus oídos. No eran colonos, sino
peregrinos. Ellos viajaban hacia el vino, el oro y la luz del sol, pero sus corazones
buscaban algo más altivo. Esa divina inquietud, ese viejo y punzante tormento de la
humanidad que marca todos los acontecimientos importantes y todos los fracasos
miserables es el mismo que extendió las alas de Ícaro, el mismo que lanzó a Colón hacia
el desolado Atlántico y que inspiró y apoyó a estos bárbaros en su peligrosa marcha. Hay
una leyenda que refleja profundamente su espíritu. Un grupo avanzado de estos
peregrinos se encontró con un hombre muy anciano con calzado de hierro. El viejecito les
preguntó adonde iban y contestaron al unísono: «¡A la Ciudad Eterna!» Él los miró
solemnemente. «Yo la he buscado —dijo— por la mayor parte del mundo. Llevo gastados
en esta peregrinación tres pares de zapatos como los que calzo ahora en los pies y ahora el
cuarto se desgasta con mis pasos. Durante todo este tiempo no he encontrado la ciudad».
Y se volvió y prosiguió su camino en solitario, dejándoles atónitos.
Lo dicho apenas se podía comparar con la intensidad de los sentimientos de Will hacia la
llanura. Le parecía que la vista le quedaría purificada y aclarada si al menos pudiera
viajar lo suficientemente lejos, que el oído se le agudizaría y que hasta su propio aliento
entraría y saldría con más facilidad. Donde estaba, se sentía trasplantado y marchitándose;
se encontraba en un país extraño y añoraba su hogar. Poco a poco tejía ideas dispersas
acerca del mundo de allí abajo; acerca del río, siempre moviéndose y creciendo hasta
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llegar y navegar en el océano majestuoso; acerca de las ciudades, llenas de gente enérgica
y hermosa, de fuentes juguetonas, bandas de música y palacios de marfil, iluminadas de
noche de un extremo al otro por doradas estrellas artificiales; acerca de las enormes
iglesias, las sabias universidades, los bravos ejércitos y las cantidades insignes de dinero
guardadas en cámaras acorazadas; acerca del vicio de volar alto cuando el sol brilla, y
acerca de la cautela y la rapidez del crimen a medianoche. He dicho que estaba enfermo y
como añorando su hogar, mas la apariencia se detiene ahí. Era como una persona postrada
al crepúsculo, de preexistencia sin forma, que estiraba cariñosamente sus manos hacia la
vida multicolor, multisonora. No era de extrañar que fuera infeliz; iría a contárselo a los
peces. Ellos sí estaban hechos para la vida que tenían, no deseaban nada más que
gusanos, agua corriente y un hueco junto a la orilla del río; pero él estaba hecho de otra
manera, lleno de deseos y aspiraciones, comezón en los dedos y codicia en unos ojos a los
que el abigarrado mundo no podía satisfacer con apariencias. La vida auténtica, el brillo
del sol verdadero, se hallaba muy lejos, en la llanura. ¡Ah, poder ver la plenitud del sol
tan sólo una vez antes de morir!, ¡moverse con el espíritu alegre por una tierra dorada!,
¡escuchar a los mejores cantantes, las dulces campanas de las iglesias, y ver los jardines
engalanados de fiesta! «¡Ay, peces! —gritaba— ¡Si solamente volvieseis la cabeza río
abajo podríais nadar tan fácilmente por aguas fabulosas y ver los enormes barcos
navegando como nubes sobre vuestras cabezas, y escuchar a las grandes colinas de agua
hacer música sobre vosotros durante todo el día!» Pero los peces continuaban mirando en
la misma dirección y Will apenas sabía si reír o llorar.
Hasta ese momento el movimiento del camino había transcurrido al lado de Will como
algo visto en un cuadro. Quizás había intercambiado saludos con un turista o visto a un
viejo caballero con una gorra de viaje en la ventanilla de un carruaje, pero lo visto había
sido en gran medida meramente simbólico, como algo contemplado desde lejos y con un
sentimiento un tanto supersticioso. Mas llegó el momento en que todo iba a cambiar. El
molinero, que era un hombre codicioso a su manera, que nunca dejaba escapar la
oportunidad de hacer una ganancia honesta, convirtió la casa-molino en posada, y, con
varios y oportunos golpes de buena suerte, construyó establos y consiguió el puesto de
administrador de correos del camino. Ahora, Will tenía la obligación de atender a la gente
que se sentaba a comer en el pequeño cenador situado al otro extremo del jardín del
molino. Y podéis estar seguros de que prestaba mucha atención y aprendía muchas cosas
nuevas acerca del mundo exterior mientras traía la tortilla a la francesa o el vino. Más
aún: muchas veces entablaba conversación con huéspedes solitarios y, a base de cortesía y
de hábiles preguntas, no sólo satisfacía su propia curiosidad, sino que se ganaba la buena
voluntad de los viajeros. Muchos daban la enhorabuena a la vieja pareja por su camarero.
Un profesor se mostró ansioso de llevárselo con él y hacer que recibiera una educación
adecuada en la llanura. El molinero y su mujer estaban asombradísimos y aún más
complacidos. Pensaban que era una cosa muy buena haber abierto la posada. «Verá —
comentaba el viejo—, tiene un talento especial para ser tabernero, ¡jamás será capaz de
hacer otra cosa!» Y de esta manera, la vida transcurría en el valle satisfaciendo a todos
menos a Will. Cada carruaje que se alejaba de la puerta de la posada parecía llevarse una
parte de él. Y cuando la gente le ofrecía un viaje medio en broma a duras penas podía
controlar su emoción. Noche tras noche, soñaba que le despertaban unos criados
alborotados y que un carruaje espléndido esperaba en la puerta para llevarle a la llanura,
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noche tras noche, hasta que el sueño, que le había parecido pura frivolidad al comienzo,
empezó a tomar un aspecto más serio, y el aviso nocturno y el carruaje a la espera
ocuparon un lugar tan temido como deseado en su mente.
Un día, cuando Will tendría unos dieciséis años, un joven gordo llegó al atardecer para
pasar la noche. Era un tipo de aspecto contento, de mirada alegre, y llevaba una mochila.
Mientras le preparaban la comida, se sentó en el cenador a leer un libro, pero en cuanto
empezó a observar a Will dejó el libro a un lado. Estaba claro que era una de esas
personas que prefieren a la gente de carne y hueso que a la de tinta y papel. Al principio
Will no se interesó mucho en el extraño, pero pronto empezó a disfrutar inmensamente de
su conversación porque estaba llena de buen humor y sensatez, hasta que, finalmente,
concibió un gran respeto por su carácter y sabiduría. Permanecieron juntos hasta muy
entrada la noche, y hacia las dos de la madrugada Will abrió su corazón al joven y le
confesó lo mucho que deseaba marcharse del valle y las optimistas esperanzas que
albergaba en relación con las ciudades de la llanura. El joven silbó y luego irrumpió en
una sonrisa.
—Mi joven amigo —exclamó—, eres un chaval muy curioso y, por cierto, deseas
muchísimas cosas que jamás conseguirás. Te sentirías muy avergonzado si supieras que
los chavales de esas ciudades que tú crees de cuentos de hadas desean todos las mismas
tonterías y ansian de corazón llegar a las montañas. Permite que te diga que aquellos que
bajan a la llanura permanecen allí poco tiempo antes de desear vehementemente el
regreso a casa. El aire no es tan ligero ni tan puro, y tampoco el sol es tan brillante. En
cuanto a los hombres y las mujeres hermosos, verías a muchos de ellos vistiendo harapos
y a otros deformados por enfermedades horribles. La ciudad es un lugar tan duro para las
personas que son pobres y sensibles que muchos prefieren morir por su propia mano.
—Debes de pensar que soy muy simple —contestó Will—. Aunque jamás he salido de
este valle, me fijo mucho en las cosas, créeme. Sé que una cosa vive dependiendo de otra;
por ejemplo, el pez que se esconde en el remolino para atrapar a sus compañeros o el
pastor que lleva un cordero a casa ofreciendo una estampa enternecedora, cuando tan sólo
lo lleva para comerlo. No espero hallar la perfección en tus ciudades. Eso no es lo que me
preocupa, bien que ocurriera alguna vez. Aunque siempre he vivido aquí, he hecho
muchas preguntas y aprendido muchas cosas durante estos últimos años, lo suficiente
como para curar mis viejas fantasías; pero ¿me dejarías morir como un perro sin ver todo
lo que hay que ver y hacer todo aquello que pueda hacer un hombre, sea bueno o malo?
¿Consentirías que pasara todos mis días entre este camino y el río sin ni siquiera intentar
superarme y vivir mi vida? Preferiría morir joven —alzó la voz— antes que permanecer
indeciso como he hecho hasta ahora.
—Miles de personas —dijo el joven— viven y mueren como tú y no son menos felices.
—¡Ah! —respondió Will— Si hay miles que quieren quedarse, ¿por qué uno de ellos no
puede ocupar mi sitio?
Estaba muy oscuro. Había una linterna colgada en el cenador que iluminaba la mesa y las
caras de los interlocutores, y, a lo largo del arco, las hojas del enrejado, iluminadas frente
al cielo oscuro de la noche, creaban como un dibujo de verde transparencia sobre un
morado oscuro. El joven gordo se levantó y cogiendo a Will por el brazo le llevó bajo el
cielo abierto.
—¿Alguna vez has mirado las estrellas? —preguntó, señalando hacia arriba.
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—Muy, muy a menudo —contestó Will.
—¿Y sabes lo que son?
—Me he imaginado muchas cosas.
—Son mundos como el nuestro —dijo el joven—. Unas son más pequeñas; otras, un
millón de veces más grandes, pero algunas de las que ves y menos brillan son no sólo
mundos, sino racimos enteros de mundos girando sobre sí en medio del espacio.
Desconocemos lo que puede haber en ellos: quizá, la respuesta a todos nuestros
problemas, o la cura de nuestros sufrimientos. Y, sin embargo, jamás podremos llegar a
tocarlas. Toda la destreza del nombre más astuto es insuficiente para equipar una nave
que llegue hasta la más cercana de estas nuestras vecinas; la vida del hombre más longevo
sería insuficiente para realizar ese viaje. Mientras se pierde una gran batalla o muere un
amigo, mientras estamos tristes o, por el contrario, animadísimos, ellas permanecen allí,
brillando incansablemente encima de nosotros. Podríamos reunirnos aquí abajo formando
un ejército entero y gritar hasta partirnos el corazón, que no les llegaría ni un susurro.
Podríamos escalar las montañas más altas y no conseguiríamos estar más cerca de ellas.
Lo único que podemos hacer es ponernos de pie aquí en el jardín y quitarnos el sombrero.
La luz de las estrellas ilumina nuestras cabezas y, aunque la mía está un poco calva, me
atrevo a decir que puedes verla brillar en la oscuridad. La montaña y el ratón.
Probablemente es lo único que tengamos que ver con Arcturus o Aldebarán2. ¿Puedes
aplicarte la parábola? —añadió, poniendo su mano sobre el hombro de Will—. No es lo
mismo que una razón, pero, por lo general, sí mucho más convincente.
Will permaneció cabizbajo un momento, pero luego alzó la cabeza hacia el cielo una vez
más. Las estrellas parecían crecer y brillar con más fuerza y, a medida que elevaba sus
ojos cada vez más alto, parecían multiplicarse bajo su mirada.
—Ya veo —dijo, volviéndose hacia el joven—. Estamos en una ratonera.
—Algo parecido. ¿Alguna vez viste una ardilla dando vueltas en su jaula? ¿Y a otra
ardilla sentada mirando filosóficamente sus nueces? No hace falta que te pregunte cuál de
ellas parecía más tonta.
Marjory, la hija del párroco
Después de algunos años, los ancianos murieron, ambos en el mismo invierno, después de
haber sido atendidos cuidadosamente y después llorados en silencio por su hijo adoptivo.
Conociendo sus ansias de marchar, la gente supuso que Will se daría prisa en vender la
propiedad y bajar por el río en busca de fortuna, pero jamás hubo indicio de intención
semejante por su parte. Por el contrario, mandó hacer mejoras en la posada y contrató a
un par de criados que le ayudasen a llevarla. Allí echó raíces como joven amable,
comunicativo, aunque inescrutable, que medía dos metros y tres centímetros descalzo,
con una constitución de hierro y una voz amistosa. Pronto empezó a destacar en el distrito
como un individuo singular. No era de extrañar, porque, desde un principio, siempre
estuvo lleno de ideas y continuamente ponía en duda al más llano sentido común; pero lo
que suscitó más rumores sobre él fue la curiosa circunstancia de su noviazgo con
2Arcturus o Arturo es una estrella de primera magnitud de la constelación del Boyero. Aldebarán es una
estrella brillantísima, la principal de la constelación del Toro.
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Marjory, la hija del párroco.
Marjory era una jovencita de unos diecinueve años, cuando Will tendría unos treinta.
Bien parecida y mucho mejor educada que cualquier otra chica del contorno, como era
lógico por su origen, llevaba la cabeza muy erguida y ya había rechazado varias ofertas de
matrimonio con gran aplomo, lo que llevó a los vecinos a hablar mal de ella. A pesar de
todo, era una buena chica, una chica que habría hecho muy feliz a cualquier hombre.
Will la había visto pocas veces. Aunque la iglesia y la casa del párroco se encontraban a
sólo dos millas de su puerta, no era habitual que fuese allí salvo los domingos. Sin
embargo, sucedió que la casa del párroco se encontraba en malas condiciones y tenía que
ser rehabilitada. Éste y su hija se instalaron durante un mes aproximadamente, a un precio
muy reducido, en la posada de Will. Bien; nuestro amigo era un hombre acomodado, con
la posada, el molino y los ahorros del viejo molinero; además, tenía fama de astuto y de
tener buen carácter, factores que juegan un papel importante en el matrimonio. De ahí que
fuesen corrientes entre sus detractores los rumores de que el párroco y su hija no habían
escogido su morada provisional a ojos cerrados; aunque Will era quizás el último hombre
del mundo que se casaría por halagos o amedrentado. Sólo había que mirar sus ojos,
límpidos y tranquilos como estanques de agua, aunque con una especie de luz clara que
parecía emanar del interior, y uno comprendía en seguida que era un hombre que sabía lo
que quería y que lo defendería a toda costa. Marjory tampoco era ninguna debilucha a
juzgar por su aspecto, con ojos fuertes y firmes y un porte resuelto y tranquilo. La
pregunta podría ser si, aun así, igualaba a Will en tenacidad, o cuál de ellos llevaría los
pantalones en el matrimonio. Pero Marjory jamás había pensado en eso, y acompañó a su
padre con la más incuestionable e impertérrita inocencia.
La temporada apenas comenzaba y los clientes de Will eran pocos y espaciados, pero las
lilas ya estaban en flor y el tiempo era tan benigno que el grupo comía debajo del
enrejado, con el murmullo del río en sus oídos y los cantos de los pájaros que llenaban los
bosques. Will pronto empezó a sentir cierto placer en esas comidas. El párroco era un
compañero algo aburrido que tenía la costumbre de dormitar en la mesa después de
comer, pero de sus labios jamás salía una palabra grosera o cruel. Y en cuanto a la hija,
encajaba en el ambiente con la mejor gracia imaginable, y cualquier cosa que dijese
parecía tan oportuna y bonita que Will se formó una idea maravillosa de su manera de ser.
Veía su cara, al inclinarse ella hacia adelante, frente a un trasfondo de pinares que se
elevaban; sus ojos brillaban pacíficamente y la luz rodeaba su pelo como un pañuelo.
Algo que apenas llegaba a ser una sonrisa surcaba sus pálidas mejillas, y Will no podía
contenerse y la miraba con agradable desmayo. Parecía, incluso en sus momentos más
tranquilos, tan completa en sí misma y tan llena de vida, desde la punta de los dedos hasta
el mismísimo dobladillo de su vestido, que el resto de la creación no era más que un
borrón comparado con ella. Si Will apartaba la vista de ella los árboles de su alrededor
parecían inanimados y sin sentido, las nubes colgaban como cosas muertas en el cielo y
hasta las cumbres de las montañas perdían su encanto. El valle entero no podía
compararse con el aspecto de esta joven singular.
Will se mostraba siempre observador con sus conocidos, pero su observación se hacía
casi dolorosamente ansiosa al tratarse de Marjory. Escuchaba cuanto decía y, a la vez, leía
en sus ojos el comentario oculto. Muchas palabras amables, sencillas y sinceras
encontraron eco en su corazón. Descubrió un alma hermosa y centrada en sí misma, que
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jamás dudaba, jamás deseaba y estaba en paz. Era imposible separar los pensamientos de
su apariencia; el contorno de su muñeca, el plácido sonido de su voz, la luz de sus ojos,
las líneas de su cuerpo eran acordes con sus palabras, graves y gentiles, como el
acompañamiento que sostiene y armoniza la voz del cantante. Su influencia era una sola
cosa, sin división ni discusión posible, que únicamente podía sentirse con gratitud y
alegría. A Will su presencia le recordaba algo de su niñez, y el pensamiento de ella
ocupaba un sitio en su mente al lado del alba, el agua corriente, las violetas y las lilas
tempranas. Una propiedad de las cosas que se ven por primera vez, o por primera vez
después de mucho tiempo, como las flores en primavera, es que hacen renacer en
nosotros ese sentimiento olvidado y esa impresión de extrañeza mística que de otro modo
desaparece de nuestra vida con el paso de los años; pero la visión de un rostro amado es
lo que renueva el carácter de un hombre desde el fondo de sus raíces.
Un día, después de comer, Will daba un paseo entre los abetos. Una grave beatitud le
poseía de pies a cabeza, y no dejaba de sonreírse a sí mismo y al paisaje mientras
caminaba. El río fluía con un bonito murmullo entre las piedras que permitían cruzarlo.
Un pájaro cantaba ruidosamente en el bosque; las cimas de las colinas parecían
enormemente altas y, cuando les echaba una ojeada de vez en cuando, parecían
contemplar sus movimientos con una benévola aunque tremenda curiosidad. Su paseo le
condujo a la prominencia desde la que se divisaba la llanura, y allí se sentó sobre una
piedra y quedó inmerso en profunda y placentera meditación. La llanura yacía lejana, con
sus ciudades y el río plateado; todo estaba dormido salvo un gran remolino de pájaros que
subían y bajaban dando vueltas y más vueltas en el aire azul. Repetía el nombre de
Marjory en voz alta y su sonido le agradaba al oído. Cerró los ojos y su imagen saltó ante
él tranquila y luminosa, acompañada de buenos pensamientos. El río podía fluir para
siempre y los pájaros volar más y más alto hasta llegar a las estrellas. Entendió que era
una actividad sin sentido, porque allí, sin mover un pie, esperando pacientemente en su
propio y estrecho valle, también él había logrado lo mejor de la vida.
Al día siguiente Will hizo una especie de declaración a la hora de comer mientras el
párroco llenaba su pipa.
—Señorita Marjory —dijo—, jamás he conocido a nadie que me gustase tanto como
usted. Soy un hombre bastante frío y poco amable, no por falta de sentimiento, sino por
mi extraña manera de pensar, y la gente parece estar muy apartada de mí. Es como si
hubiese un círculo a mi alrededor que mantiene a todos alejados salvo a usted. Puedo oír a
los demás hablar y reír, pero usted está mucho más cerca. ¿Quizás resulta desagradable lo
que digo? —preguntó.
Marjory no contestó.
—Responde, hija —dijo el párroco.
—No, aguarde —comentó Will—. Yo no la obligaría, señor. Yo mismo, que no estoy
acostumbrado a ello, me siento cohibido, y ella es una mujer, pero poco más que una
niña, si lo pensamos fríamente. Por mi parte y por lo que entiendo que la gente dice
cuando habla de ello, me imagino que debo de estar lo que se dice enamorado. No quiero
comprometerme porque puedo estar equivocado, pero así es como creo que me siento. Si
la señorita Marjory siente de un modo distinto quizá sería tan amable de manifestarlo con
la cabeza.
Marjory permanecía en silencio y no daba señal de haber oído.
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—¿Qué opina, señor? —preguntó Will.
—La chica tiene que contestar —respondió el párroco, dejando a un lado su pipa—. Aquí
nuestro vecino dice que te ama, Madge. ¿Le amas tú, sí o no?
—Creo que sí le amo —dijo Marjory con voz débil.
—¡Bien, pues eso es todo cuanto se puede desear! —gritó Will con fuerza. Tomó la mano
de ella a través de la mesa y la sujetó un momento entre las suyas con gran satisfacción.
—Deben casarse —observó el párroco, que volvió a ponerse la pipa en la boca.
—¿Piensa usted que es lo correcto? —preguntó Will.
—Es indispensable —contestó el párroco.
—Muy bien —concluyó el pretendiente.
Pasaron dos o tres días de gran alegría para Will, aunque un espectador apenas se habría
enterado. Continuó comiendo frente a Marjory, hablando con ella y contemplándola
fijamente en presencia de su padre, pero no intentó verla a solas, ni cambió de forma
alguna su conducta hacia ella, manteniendo la misma del principio. Quizá la chica estaba
un poco desilusionada y quizá con razón; y sin embargo, si hubiera sido suficiente el
hecho de estar continuamente en los pensamientos de otro, y, de esa forma, afectar y
cambiar su vida por completo, podía darse por satisfecha. Pues nunca se alejaba del
pensamiento de Will ni por un instante. Éste se sentaba cerca del arroyo y miraba los
remolinos de agua, los atentos peces y las hierbas que se resistían al paso del agua.
Paseaba solo en los atardeceres con los mirlos del bosque trinando a su alrededor. Se
levantaba temprano por la mañana y veía el cielo cambiar del gris al dorado y la luz saltar
por encima de la cumbre de las colinas. Mientras tanto, se preguntaba si no había visto
antes estas cosas y qué las hacía parecer tan diferentes ahora. El sonido de la rueda del
molino o el del viento entre los árboles confundían y cautivaban su corazón. Los
pensamientos más encantadores se le ocurrían sin esfuerzo. Era tan feliz que no podía
dormir por la noche, y se sentía tan inquieto que apenas podía sentarse tranquilamente
cuando no estaba con ella. Sin embargo, parecía que la evitara en vez de buscarla.
Un día, cuando él volvía de un paseo, encontró a Marjory cogiendo flores en el jardín, y
cuando llegó hasta ella acortó el paso y prosiguió caminando a su lado.
—¿Te gustan las flores? —preguntó.
—Claro que sí; me gustan muchísimo —respondió ella—. ¿Y a ti?
—Pues no —dijo él—, no tanto. Son algo sin importancia, al fin y al cabo. Puedo
entender que gusten mucho a la gente, pero no como para hacer lo que tú estás haciendo
en este momento.
—¿Cómo? —inquirió ella, deteniéndose y mirándole.
—Cortarlas —señaló él—. Se encuentran mucho mejor donde están y son mucho más
bonitas, si hablamos de eso.
—Deseo tenerlas sólo para mí —contestó ella—, llevarlas cerca de mi corazón y ponerlas
en mi habitación. Me tientan cuando están aquí; parecen decir «Acércate y haz algo con
nosotras». Pero una vez que las he cortado y las pongo a un lado el encanto se rompe y
puedo mirarlas con el corazón tranquilo.
—Tú deseas poseerlas —dijo Will— para no pensar más en ellas. Es como matar la
gallina de los huevos de oro. Se parece a lo que yo deseaba hacer cuando era un niño. Me
encantaba mirar la llanura, deseaba bajar hasta allá..., donde ya no podría mirarla más
desde arriba. ¿No era un buen razonamiento? ¡Ay de mí! Querida, si todo el mundo
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pensara como yo harían lo mismo; y tú dejarías las flores en paz, igual que yo me he
quedado aquí en las montañas—. De repente se calló bruscamente. —¡Dios santo! —
gritó.
Cuando ella le preguntó qué pasaba él ignoró la pregunta y se alejó caminando hacia la
casa con una expresión divertida en la cara.
Estuvo silencioso en la mesa y luego, al caer la noche y salir las estrellas, paseó durante
horas por el patio y el jardín con paso desigual. Aún había luz en la ventana de la
habitación de Marjory, un pequeño rectángulo de color naranja en un mundo de colinas
de color azul oscuro y estrellas plateadas. Los pensamientos de Will se concentraban en la
ventana, pero no eran los pensamientos de un enamorado. «Allí está ella en su habitación
—pensaba—, y las estrellas, allá en lo alto... ¡benditas sean las dos!» Ambas constituían
una buena influencia en su vida; ambas le tranquilizaban y apoyaban en su profundo
contento con el mundo. ¿Y qué otra cosa podría desear de ellas? El joven gordo y sus
consejos estaban tan presentes en su mente que echó la cabeza hacia atrás y, poniendo las
manos al lado de la boca, gritó hacia el cielo poblado de estrellas. Ya fuese por la
posición de su cabeza o por la repentina tensión del esfuerzo, le pareció ver una sacudida
momentánea entre las estrellas y una luz escarchada que se difundía y saltaba de una a
otra por el cielo. En ese mismo instante una esquina de la persiana subió y bajó
rápidamente. ¡Soltó una fuerte carcajada! «¡Una y otra! —pensó Will— Las estrellas
tiemblan y la persiana sube. ¡Por Dios, qué gran mago debo de ser! Y ahora, si yo fuera
tonto, ¿no estaría bien liado?» Y se marchó a la cama riéndose entre dientes. «¡Si yo fuera
tonto!»
A la mañana siguiente, muy temprano, la vio de nuevo en el jardín y fue en su busca.
—He estado pensando en lo de casarnos —comenzó a hablar bruscamente— y, después
de darle muchas vueltas, he decidido que no vale la pena.
Ella se volvió hacia él un instante apenas, pero el aspecto radiante y amable de Will
habría desconcertado a un ángel en tales circunstancias; Marjory volvió a mirar al suelo
en silencio. Él la vio temblar.
—Espero que no te moleste —continuó, un poco sorprendido—. No debe molestarte. Lo
he pensado muy bien y, caramba, por más que lo pienso, no tiene sentido. Nunca
estaremos ni una pizca más unidos de lo que estamos ahora mismo y, si soy sensato,
tampoco seremos más felices que ahora.
—No hace falta que des tantos rodeos conmigo —dijo ella—. Recuerdo muy bien que te
negaste a comprometerte, y ahora veo que estabas equivocado y que en realidad jamás me
has amado; sólo puedo entristecerme por haber sido tan engañada.
Entiendes lo que quiero decir. En cuanto a si te he amado o no, dejaré eso para otros. Pero
ni mis sentimientos han cambiado ni puedes presumir de haber hecho que mi vida o mi
carácter sean distintos de lo que eran. Lo que digo es lo que siento, ni más ni menos.
Pienso que casarse no tiene sentido. Preferiría que siguieses viviendo con tu padre, de
manera que yo pudiera ir a verte una o quizás dos veces por semana, como la gente va a la
iglesia, y de esa forma los dos seríamos más felices entre esos ratos. Esa es mi idea, aunque
me casaré contigo si tú lo quieres —añadió.
—¿Te das cuenta que me estás insultando? —estalló ella.
—Yo no, Marjory —replicó él—. Si de algo vale tener la conciencia tranquila, yo no.
Ofrezco lo mejor de mi corazón. Puedes aceptarlo o no, aunque sospecho que cambiar lo
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Will “El del Molino” Robert Louis Stevenson
que ya se ha hecho y dejarme libre de amores es superior a tu poder y al mío. Me casaré
contigo si quieres, pero te digo una y otra vez que no vale la pena y que será mejor que
continuemos siendo amigos. Aunque soy un hombre tranquilo, me he fijado durante mi
vida en muchas cosas; confía en mí y acepta lo que te propongo. Si no te gusta di una
palabra y me casaré contigo sin pensarlo más.
Hubo una pausa considerable, y Will, que comenzaba a sentirse incómodo, empezó a
enfadarse como consecuencia.
—Parece que eres demasiado orgullosa para decir lo que piensas —dijo él—. Créeme que
eso es una pena. La verdad simplifica la vida. ¿Puede un hombre ser más franco y
honorable con una mujer de lo que yo he sido? Dije lo que tenía que decir y te he dado a
elegir. ¿Quieres que me case contigo?, ¿o aceptas mi amistad, tal como yo considero
mejor?, ¿o ya te has hartado de mí para siempre? ¡Di lo que piensas, por amor de Dios!
Ya sabes que tu padre dijo que una mujer debe decir lo que piensa en estos asuntos.
Ella pareció recuperarse con eso, se dio la vuelta sin mediar palabra, cruzó el jardín
rápidamente y desapareció en la casa, dejando a Will
confuso como resultado. Éste dio vueltas y más vueltas por el jardín, silbando suavemente
para sí. De vez en cuando se detenía y contemplaba el cielo y las cumbres de las colinas;
otras veces bajaba hasta el final de la presa, sentándose y mirando al agua como un tonto.
Toda esta incertidumbre y perturbación eran tan ajenas a su naturaleza y a la vida que tan
resueltamente había escogido que empezó a arrepentirse de la aparición de Marjory. «Al
fin y al cabo —pensó—, yo era todo lo feliz que un hombre puede ser. Podía bajar hasta
aquí y mirar a mis peces todo el día si me apetecía. Estaba adaptado y contento como mi
viejo molino.»
Marjory bajó a cenar muy elegante y tranquila, pero, nada más reunirse los tres en la
mesa, soltó un discurso a su padre con los ojos fijos en el plato y sin mostrar ninguna
señal de desconcierto o embarazo.
—Padre —empezó—, el señor Will y yo estuvimos conversando. Nos hemos dado cuenta
de que ambos estábamos equivocados acerca de nuestros sentimientos y, a petición mía,
está de acuerdo en que nos olvidemos por completo de casarnos y en que debe continuar
siendo un muy buen amigo como hasta ahora. Verás, no ha habido ni asomo de discusión
y espero que le veamos mucho en el futuro, ya que sus visitas siempre serán bienvenidas
en nuestra casa. Naturalmente, padre, tú sabrás lo que es mejor, pero quizás haríamos
bien en dejar la casa del señor Will de momento. Después de lo ocurrido, creo que
difícilmente seríamos buenos inquilinos durante más días.
Will, que se había controlado con dificultad desde el principio, al oír esto pronunció un
ruido inarticulado y levantó una mano con aspecto de verdadera consternación, como si
estuviera a punto de intervenir y contradecir, pero ella le frenó enseguida, mirándole
furtivamente con la mejilla ruborizada de rabia.
—Quizá tengas la amabilidad —dijo ella— de permitir que explique lo ocurrido a mi
manera.
Will estaba completamente desconcertado por su expresión y por el tono de su voz. Se
mantuvo callado, llegando a la conclusión de que había ciertas cosas acerca de esta joven
que no llegaba a comprender. Y tenía toda la razón.
El pobre párroco estaba muy alicaído. Intentó demostrar que sólo se trataba de un
disgusto entre enamorados que desaparecería antes del anochecer y, cuando tal argumento
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le fue rebatido, prosiguió afirmando que donde no había riña tampoco hacía falta
separación, ya que al buen hombre le gustaban tanto el entretenimiento como su anfitrión.
Resultaba curioso ver cómo los manejaba la chica, siempre con pocas palabras y éstas
muy tranquilas, pero haciendo con ellos lo que le daba la gana, dirigiéndolos
insensiblemente a su antojo con tacto femenino y don de mando. Nada parecía ser cosa
suya —como si las cosas sucedieran por azar—, ni siquiera que ella y su padre se
mudaran esa misma tarde en un carretón y se fueran valle abajo a esperar en otra aldea a
que su casa estuviese lista. Pero Will la había estado observando atentamente y era
consciente de su destreza y resolución. Cuando se halló solo tuvo muchísimas cosas
curiosas en las que pensar. Para empezar, estaba muy triste y solitario. Todo interés había
desaparecido de su vida; podía observar las estrellas cuanto quisiera, que ya no
encontraba en ellas apoyo ni consuelo. Se encontraba en total estado de confusión acerca
de Marjory. Se había sentido perplejo e irritado con su comportamiento, pero tampoco
podía dejar de admirarlo. Le pareció reconocer en aquel alma tranquila a un ángel fino y
perverso que hasta ahora no había sospechado. Y aunque la veía como una influencia que
encajaría mal en su calmosa vida, no podía resistir el deseo ardiente de poseerla. Como
hombre que ha vivido entre sombras y de pronto se enfrenta al sol, se sentía a la vez
afligido y encantado.
Según iban pasando los días, iba de un extremo a otro, ora admirándose de la fuerza de su
determinación, ora despreciando su cautela tímida y absurda. Quizás lo uno era el
verdadero sentimiento de su corazón y representaba bien las reflexiones del hombre, pero
lo otro explotaba de vez en cuando con una violencia ingobernable y entonces se olvidaba
de toda consideración, daba vueltas en su casa y jardín o caminaba entre los bosques de
pinos como alguien que se ha vuelto loco de remordimiento. Esta situación era intolerable
para el Will tranquilo de ideas fijas, y decidió terminar con ella a cualquier precio. De
modo que una tarde calurosa de verano se puso sus mejores prendas, cogió una varilla de
espino y se encaminó valle abajo por la orilla del río. Al tomar esta determinación había
recuperado de pronto su acostumbrada paz interior, y disfrutaba del tiempo soleado y la
diversidad del paisaje sin ninguna adición de sobresalto ni desagradable impaciencia.
Casi le daba igual cómo se resolviese el asunto. Si le aceptaba tendría que casarse con ella
esta vez, algo que podría resultar bien a la larga. Si le rechazaba habría hecho todo lo
posible y podría seguir su propio camino con la conciencia tranquila. En general, deseaba
que le rechazara, pero cuando vio asomar el techo marrón que la cobijaba por detrás de
unos sauces que había en un ángulo del arroyo anduvo medio dispuesto a cambiar su
deseo, avergonzándose de su falta de firmeza en el propósito.
Marjory parecía contenta de verle y le dio la mano sin afectación ni demora.
—He estado pensando en el matrimonio —empezó él.
—Y yo también —respondió ella—. Cada día te tengo más por hombre muy sabio. Me
entiendes mejor de lo que yo me entendía a mí misma y ahora estoy convencida de que las
cosas están mejor como están.
—A la vez... —aventuró Will.
—Debes de estar cansado —interrumpió ella—. Toma asiento y deja que te traiga un vaso
de vino. La tarde es muy calurosa y deseo que la visita no te desagrade. Tienes que venir
muy a menudo, una vez a la semana si dispones de tiempo. Siempre me alegra mucho ver
a mis amigos.
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«Ah, muy bien —pensó Will en su interior—. Parece ser que yo tenía razón al fin y al
cabo.» Disfrutó de una visita muy agradable, se fue caminando a casa de muy buen humor
y no se preocupó más del asunto.
Durante casi tres años Will y Marjory continuaron en los mismos términos, viéndose una
o dos veces por semana sin pronunciar una sola palabra de amor entre ellos, y, durante
todo ese tiempo, pienso que Will fue de lo más feliz que puede llegar a ser un hombre. A
veces se privaba del placer de verla; llegaba a recorrer medio camino hacia la casa del
párroco para terminar dando la vuelta, como para estimular el apetito. De hecho, había un
recodo en el camino desde el que se podía ver la cruz de la iglesia metida en una
hendidura del valle, entre bosques de abetos inclinados y una pequeña vista de la llanura
al fondo, que le gustaba mucho como lugar para sentarse y meditar antes de volver a casa.
Los campesinos se acostumbraron tanto a encontrarle allí al anochecer que le dieron el
nombre de «recodo de Will el del molino».
Pasados los tres años, Marjory le hizo una mala jugada, casándose de repente con otra
persona. Will mantuvo la compostura con valentía y solamente comentó que, por lo poco
que él sabía de las mujeres, había sido muy prudente no habiéndose casado con ella tres
años atrás. Ella, obviamente, conocía poco su propia mente y, a pesar de su engañoso
modo de ser, era tan inconstante y frivola como todas las demás. Tenía que felicitarse por
haberse librado, dijo, y estaba, si cabía, más orgulloso de su propio juicio. Pero su
corazón se manifestaba razonablemente disgustado en su interior. Anduvo deprimido
durante un mes o dos y adelgazó mucho, para asombro de sus trabajadores.
Fue quizás un año después de esta boda cuando, muy entrada una noche, Will fue
despertado por el sonido de un caballo que galopaba por el camino, seguido de golpes
precipitados en la puerta de la posada. Abrió su ventana y vio a un campesino montado
que sujetaba la brida de otro caballo y le pedía que se diera toda la prisa del mundo y le
acompañara porque Marjory se moría y había pedido urgentemente que le llevara a la
cabecera de su cama. Will no era un buen jinete, y tardó tanto en su viaje que la pobre y
joven esposa estaba muy cerca del final cuando al fin llegó. Pudieron hablar unos minutos
en privado, y estuvo presente y lloró amargamente cuando ella dio el último suspiro.
La muerte
Los años pasaban como si nada, entre grandes manifestaciones y protestas en las ciudades
de la llanura. Surgían revueltas rojas que eran suprimidas con sangre. Las batallas iban y
venían. Pacientes astrónomos, en sus torres de observación, identificaban y bautizaban
estrellas nuevas. Se interpretaban obras teatrales en iluminados teatros. La gente era
llevada a los hospitales en camilla. Se producía el tumulto y la agitación de la vida
humana normales en los centros abarrotados. Arriba, en el valle de Will, solamente el
viento y las estaciones hacían época. Los peces se mantenían suspendidos en el rápido
arroyo, los pájaros giraban en el cielo, las copas de los abetos susurraban bajo las estrellas
y las altas colinas dominaban todo. Will iba y venía cuidando de su posada del camino,
hasta que la nieve empezó a poblar su cabellera. Su corazón era joven y vigoroso y sus
pulsaciones mantenían un ritmo sobrio, latiendo fuertes y regulares en sus muñecas. Tenía
las mejillas sonrosadas como una manzana madura. Andaba un poco encorvado, pero su
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paso todavía era firme, y sus nervudas manos se alargaban hacia todo el mundo con un
amistoso apretón. Su cara estaba surcada por aquellas arrugas que se obtienen al aire libre
y que, bien miradas, no son más que una especie de bronceado permanente. Esas arrugas
aumentan la estupidez de las caras estúpidas, pero a una persona como Will, de ojos
claros y boca sonriente, no hacen sino añadirle otro atractivo atestiguando una vida
sencilla y cómoda. Su conversación rebosaba de sabios refranes. Le gustaban los demás, y
a los demás les gustaba él. Cuando el valle estaba repleto de turistas en verano, había
noches alegres en el cenador de Will, y sus opiniones, que parecían caprichosas a sus
vecinos, eran a menudo muy admiradas por la gente erudita de las ciudades y
universidades. En verdad, tenía una vejez muy noble y cada día era más conocido, tanto
que su fama llegó hasta las ciudades de la llanura y los jóvenes que habían sido viajeros
veraniegos hacían tertulia en los cafés hablando de Will «el del molino» y de su filosofía
rústica. Tuvo muchísimas invitaciones, podéis estar seguros, pero nada le tentaba a dejar
su valle de la tierra alta; movía la cabeza y soreía por encima de su pipa de tabaco
respondiendo con mucha intención: «Llega usted demasiado tarde. Ahora soy un hombre
muerto; he vivido y ya he muerto. Hace cincuenta años el corazón me habría saltado a la
boca, pero ahora no me tentáis, porque ese es el objeto de una vida larga, que el hombre
deje de interesarse por la vida.» Y en otra ocasión: «Sólo hay una diferencia entre una
vida larga y una buena comida: que en la comida los postres vienen al final»; o bien:
«Cuando era niño andaba algo confuso y apenas sabía si era yo o el mundo lo que era
curioso y merecía la pena ser investigado. Ahora sé que soy yo, y me limito a eso.»
No mostró síntoma alguno de debilidad y se mantuvo robusto y firme hasta el final. No
obstante, dicen que se hizo cada vez más taciturno en los días postreros y escuchaba a los
demás durante horas sumido en un silencio divertido y benévolo. Cuando por fin hablaba,
iba directamente al grano y sus palabras salían cargadas de la experiencia que da la vejez.
Bebía una botella de vino con alegría; sobre todo, a la puesta del sol en la cima de una
colina o bastante entrada la noche bajo las estrellas en el cenador. Ver algo atractivo e
inalcanzable sazonaba su capacidad de placer, solía decir. Afirmaba que había vivido lo
suficiente para admirar una vela tanto más cuando podía compararla a un planeta.
Una noche, cuando contaba setenta y dos años de edad, despertó en la cama en tal estado
de desconcierto de cuerpo y alma que se levantó, se vistió y salió a meditar al cenador.
Todo estaba negro como la boca de un lobo y no había ni una estrella. El río marchaba
crecido. Los bosques y las praderas mojadas cargaban el aire de su perfume. Había
tronado durante el día y se prometía más tormenta para la mañana. ¡Una noche tenebrosa
y bochornosa para un hombre de setenta y dos años! No sabemos si fue el clima, el
desvelo o un poco de calentura en sus viejos huesos, el caso es que la mente de Will fue
asediada por tumultuosos y atroces recuerdos. Su juventud, la noche con el joven gordo,
la muerte de sus padres adoptivos, los días de verano con Marjory y muchas de esas
pequeñas circunstancias que a otro no le parecen nada y, sin embargo, son para un
hombre la esencia misma de su propia vida —cosas vistas, palabras oídas y libros mal
entendidos— se alzaron de sus escondites y concitaron su atención. Los mismísimos
muertos estaban con él, no tan sólo participando de esa fina demostración de memoria
que desfilaba por su cerebro, sino reavivando sus sentidos corporales al igual que lo
hacen los sueños profundos y vívidos. El joven gordo apoyaba sus codos sobre la mesa de
enfrente; Marjory iba y venía con un delantal lleno de flores entre el jardín y el cenador;
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oía al viejo párroco golpear su pipa para apagarla o sonarse la nariz estrepitosamente. La
marea de su conciencia subía y bajaba. A veces estaba medio dormido y ahogado en los
recuerdos del pasado, otras permanecía completamente despierto, asombrado de sí
mismo. Pero mediada la noche se sintió sobrecogido por la voz del molinero muerto, que
le llamaba desde fuera de la casa como solía hacer cuando llegaban clientes. La
alucinación era tan perfecta que Will saltó de su asiento y se quedó de pie escuchando por
si la llamada se repetía. Mientras escuchaba percibió otro ruido además del alboroto del
río y el zumbido de sus febriles oídos. Era como la agitación de los caballos y el chirrido
de los arreos, como si un carruaje con una impaciente caballería hubiera llegado a la
puerta del patio. A esa hora, en ese lugar desigual y difícil, la suposición era algo más que
absurda y Will la apartó de su mente. Volvió a sentarse en la silla del cenador y el sueño
se apoderó de él otra vez como el agua que fluye. De nuevo le despertó la voz del
molinero muerto, más fina y fantasmal que antes, y otra vez oyó el ruido de un carruaje en
el camino. Y así, tres y cuatro veces se le presentó el mismo sueño o la misma suposición,
hasta que al fin, sonriendo para sí como cuando complacemos a un niño nervioso, se
encaminó hacia la puerta para calmar su incertidumbre.
Desde el cenador a la puerta no había una gran distancia, y, sin embargo, le costó un
tiempo llegar. Era como si los muertos se aglomeraran a su alrededor en el patio y se
cruzaran en su camino a cada paso. De repente fue sorprendido por la embriagadora
dulzura de los heliotropos. Era como si la flor estuviese plantada de una punta a la otra
del jardín y la noche calurosa y húmeda hubiera hecho salir todos sus perfumes de golpe.
Ahora bien, el heliotropo había sido la flor favorita de Marjory, y desde su muerte no se
había plantado ni uno en la tierra de Will.
«Debo de estar volviéndome loco —pensó—. ¡Pobre Marjory y sus heliotropos!»
Y al decir eso levantó la vista hacia la ventana que en un tiempo fue de ella. Si antes se
había sentido aturdido, ahora estaba casi aterrorizado, porque había una luz encendida en
la habitación. La ventana era un rectángulo color naranja, como antaño, y una esquina de
la persiana fue levantada y soltada como la noche en que, de pie, gritó su perplejidad a las
estrellas. La ilusión sólo duró un instante, pero lo dejó algo acobardado, frotándose los
ojos y mirando fijamente el contorno de la casa y la noche oscura que había detrás de ella.
Mientras estaba así de pie —y le pareció que debió de estar así durante mucho tiempo—,
se oyeron de nuevo los ruidos del camino. Se volvió a tiempo de encontrarse con un
extraño que avanzaba cruzando el patio en su busca. Algo parecido al perfil de un gran
carruaje se vislumbraba en el camino detrás del extraño, y, por encima, unas cuantas
copas de abetos negros como si fueran plumas.
—¿Señor Will? —preguntó el recién llegado en tono breve y militar.
—El mismo, señor —respondió Will—. ¿En qué puedo servirle?
—He oído hablar mucho de usted, señor Will —añadió el otro—, hablar mucho y bien. Y,
aunque tengo mucho que hacer, deseo beber una botella de vino con usted en su cenador.
Antes de irme me presentaré.
Will le condujo hasta el enrejado, donde encendió una lámpara y descorchó una botella.
Estaba acostumbrado a estos cumplidos halagadores y esperaba poco de ellos al estar
curtido en desilusiones. Una especie de nube se había adueñado de su entendimiento y no
dejaba que se percatara de lo extraño de la hora. Se movía como una persona en sueños y
le pareció que la lámpara se encendía y la botella se descorchaba con la facilidad del
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pensamiento. De todas formas, sentía curiosidad por el aspecto del visitante y procuró en
vano dirigir la luz de la lámpara hacia su cara; o manipulaba con torpeza la lámpara o
bien había oscuridad en sus ojos, porque apenas podía apreciar que hubiese algo más con
él en la mesa que una sombra. Miraba y miraba fijamente esta sombra mientras limpiaba
las copas, y empezó a sentir frío y algo raro junto al corazón. El silencio pesaba sobre él,
porque ahora no podía oír nada, ni el río, sólo el latido de sus arterias en los oídos.
—Va por usted —dijo el extraño con brusquedad.
—A su salud, señor —respondió Will, bebiendo a sorbos un vino que le supo algo raro.
—Tengo entendido que es usted una persona muy positiva —continuó el extraño.
Will contestó con una sonrisa de satisfacción y una pequeña inclinación de cabeza.
—Yo también lo soy —continuó el otro—, y mi máxima alegría es pisar los callos de la
gente. No quiero que nadie sea positivo, salvo yo; nadie. He llevado la contraria, en mi
tiempo, a reyes, generales y a grandes artistas. ¿Y qué me diría —prosiguió— si yo
hubiera subido hasta aquí a propósito para llevarle la contraria a usted?
Will estuvo a punto de darle una réplica mordaz, pero la cortesía del viejo posadero
prevaleció. Guardó silencio y contestó con un gesto cortés de la mano.
—Pues así es —dijo el extraño—. Y si no le tuviera un aprecio especial ni se lo
comentaría. Al parecer, se enorgullece de permanecer donde está y no piensa abandonar
su posada. Pues tengo la intención de llevarle a dar una vuelta en mi carruaje, y, antes de
terminar esta botella, así lo hará.
—Eso sería una cosa muy rara, por cierto —respondió Will con una risita—. Mire, señor,
he crecido aquí como un roble viejo y ni el mismísimo diablo podría desarraigarme;
aunque veo que es usted un viejo caballero muy divertido, le apostaría otra botella a que
perderá su propósito conmigo.
La vista de Will había ido perdiendo nitidez durante todo ese tiempo, pero de alguna
manera era consciente de estar sometido a un frío escrutinio que le irritaba y dominaba.
—No debe usted pensar —exclamó de repente de un modo febril y brusco que le
sorprendió a él mismo— que soy un tipo casero porque tema a cualquier cosa que se halle
bajo la capa del Cielo. Dios sabe bien que estoy harto de todo eso, y cuando llegue el
momento de hacer el viaje más largo que jamás pueda imaginarse me encontraré
preparado.
El extraño vació su copa y la alejó de él. Bajó la vista durante un momento, y entonces,
estirándose sobre la mesa, le dio tres golpecitos en el antebrazo con un solo dedo.
—¡Ese momento ha llegado! —dijo solemnemente.
Una desagradable sensación se apoderó de él desde el momento en que le tocó. El tono de
su voz era grave y asombroso y resonaba extrañamente en el corazón de Will.
—Perdóneme —dijo con cierta turbación—. ¿Qué quiere decir?
—Míreme y comprobará que su vista está borrosa. Levante la mano; la sentirá como
pesada y muerta. Esta es su última botella de vino, señor Will, y su última noche sobre la
tierra.
—¿Es usted médico? —preguntó Will con voz temblorosa.
—El mejor que haya existido —respondió el otro—, porque curo la mente y el cuerpo con
la misma receta. Quito todo el dolor y perdono todos los pecados. Y si mis pacientes se
han equivocado en la vida corrijo sus complicaciones y les dejo bien encaminados de
nuevo.
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—No le necesito —dijo Will.
—Llega un momento a todos los hombres, señor Will —afirmó el médico— en que se les
quita el timón de las manos. A usted, porque ha sido prudente y tranquilo, le ha tardado
mucho en llegar y ha tenido mucho tiempo para disciplinarse para recibirlo. Ha visto lo
que tenía que ver desde su molino; se ha quedado toda la vida cerca como una liebre en
su madriguera; pero ahora eso se ha acabado, y —añadió el médico poniéndose de pie—
tiene que levantarse y venir conmigo.
—Es usted un médico muy raro —dijo Will, mirando fijamente a su invitado.
—Soy una ley de la naturaleza —respondió—, y la gente me llama Muerte.
—¿Por qué no me lo ha dicho desde el principio? —gritó Will—. Le he estado esperando
durante muchos años. Déme la mano y sea bienvenido.
—Apóyese en mi brazo —dijo el extraño—, porque ya le faltan fuerzas. Apóyese bien si
le hace falta; aunque soy viejo, soy muy fuerte. Hasta mi coche sólo hay tres pasos, y ahí
terminarán todos sus problemas. Vaya, Will —añadió—, he estado añorándole como si
fuera mi propio hijo, y de todos los hombres a por los que he venido en mi andadura, es a
por usted a por quien he venido más gustosamente. Soy cáustico y a veces ofendo a la
gente a primera vista, pero soy buen amigo en el fondo para los que son como usted.
—Desde que Marjory se fue —contestó Will—, juro ante Dios que era usted el único
amigo que me quedaba por esperar.
Así, la pareja cruzó el patio cogida del brazo.
Uno de los criados despertó en ese momento y oyó el ruido de los caballos piafando antes
de quedarse dormido otra vez. Aquella noche, por todo el valle, hubo como una fuerte
corriente de viento suave y constante descendiendo hacia la llanura. Y cuando el mundo
amaneció a la mañana siguiente, en efecto, Will «el del molino» se había marchado por
fin de viaje.
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viernes, 16 de diciembre de 2016

Robert Louis Stevenson. ENSAYOS SOBRE LA ESCRITURA


1

 ENSAYOS SOBRE LA ESCRITURA

 CARTA A UN JOVEN QUE SE PROPONE ABRAZAR LA CARRERA DEL ARTE

 Con la seductora franqueza de la juventud me plantea una cuestión de indudable importancia para usted y (cabe pensar también) de cierta trascendencia para la humanidad: ¿ha de ser o no artista? Es ésta una pregunta a la que debe responder usted mismo; lo más que puedo hacer por usted es atraer su atención sobre algunos factores que debe tener en cuenta; y empezaré, como es probable que termine, asegurándole que todo depende de la vocación.
 Saber lo que a uno le gusta marca el comienzo de la sabiduría y de la madurez. La juventud es una edad totalmente experimental. La esencia y el encanto de esa época ajetreada y deliciosa residen tanto en la ignorancia de uno mismo como en la ignorancia de la vida. Una y otra vez aúna el hombre joven estas dos incógnitas, ya en un ligerísimo roce, ya en un abrazo amargo; con un placer exquisito o con un dolor punzante; pero en ningún caso con indiferencia, a la cual es totalmente ajeno, o con ese sentimiento cercano a la indiferencia, la aceptación. Si se trata de un joven sensible, que se excita con facilidad, el interés por esta serie de experimentos excederá con mucho el placer que de ellos derive. Aunque así lo crea, no ama la belleza ni busca el placer; su objetivo será cumplir su vida y degustar la diversidad del destino humano, y en ello hallará suficiente recompensa. Porque hasta que la cuchilla de la curiosidad se embota, todo lo que no es vida y búsqueda desaforada de experiencias ofrece para él un rostro de repulsiva aridez que difícilmente podrá evocar más tarde; o, de haber alguna excepción -y el destino entra aquí en escena-, es en los momentos en que, hastiado o ahíto de la actividad primaria de los sentidos, revive en su memoria la imagen de los placeres y las penas pasados. De esta suerte, rechaza las profesiones rutinarias y se inclina insensiblemente hacia la carrera del arte que solamente consiste en saburear y dar cuenta de la experiencia.
 Esto, que no es tanto vocación por un arte cuanto impaciencia para con las restantes ocupaciones honradas, se presenta frecuentemente aislado; y siendo así, se va borrando con el paso de los años. Bajo ningún concepto se le debe prestar atención, pues no es una vocación, sino una tentación; y cuando, hace días, su padre desaprobó de forma tan cruda (y a mi juicio) tan certera su ambición, no es improbable que recordase un episodio similar de su pasado. Porque acaso la tentación sea tan frecuente como la vocación es rara. Además, hay vocaciones imperfectas; hay hombres vinculados no tanto a un arte en particular cuanto al ars artium general, base común de todo arte creativo; ora se entregan a la pintura, ora estudian contrapunto o pergeñan un soneto: todo con idéntico interés, no pocas veces con conocimientos genuinos. Y de esta disposición, cuando despunta, me resulta difícil hablar; pero le aconsejaría dedicarse a las letras, pues, al servicio de la literatura (red de tan amplia cabida), toda su erudición pudiera serle útil algún día y, si continuara trabajando y se convirtiera al cabo en un crítico, sabría utilizar las herramientas necesarias. Por último, llegamos a esas vocaciones que son, a la vez, claras y decisivas; a los hombres que llevan en las venas el amor a los pigmentos, la pasión por el dibujo, el talento para la música o el impulso de crear mediante las palabras, de la misma forma que otros, o acaso los mismos, nacen amantes de la caza, el mar, los caballos o el torno. Están predestinados; si un hombre ama su oficio con independencia del éxito u la fama, los dioses han llamado a su puerta. Tal vez posea una vocación más amplia: sienta debilidad por todas las artes, y pienso que a menudo éste es el caso; pero es en esa disciplinada entrega a una sola, en el entusiasmo inquebrantable por los logros técnicos y (quizá por encima de todo) en la candorosa actitud con que acomete su insignificante empresa con una gravedad propia de los cuidados del imperio y estima valioso conseguir, a cualquier coste de trabajo y tiempo, la mejora más insignificante, donde hallamos huellas de su vocación. La ejecución dc un libro, de una escultura, de una sonata deben emprenderse con la insensata buena fe y el espíritu incansable de un niño que juega. ¿Merece la pena? Siempre que al artista se le ocurre hacerse esta pregunta, ampara una respuesta negativa. No se le ocurre al niño que juega a los piratas en un sillón del comedor, ni tampoco al cazador que rastrea su presa; la ingenuidad de aquél y el ardor de éste debieran fundirse en el corazón del artista.
 Si descubre en usted inclinaciones tan acusadas, no haya lugar para vacilaciones: ríndase a ellas. Y observe (pues no es mi intención desalentarle excesivamente) que, al principio, nuestra natural disposición no se consuma con brillantez o, diré más bien, con tanta regularidad. El hábito y la práctica afilan los talentos; la perseverancia resulta menos desagradable, y con el paso del tiempo es incluso bien acogida; por vaga que sea la inclinación (si es genuina) se convierte, practicada con asiduidad, en una pasión absorbente. Pero ahora será bastante si al volver la vista atrás en un intervalo de tiempo razonable comprueba que el arte elegido tiene más cualidades que las que se arrogara en su momento entre los multitudinarios intereses de la juventud. Si la devoción acude en su ayuda, el tiempo hará el resto; y pronto todos y cada uno de sus pensamientos estarán empeñados en la tarea amada.
 Mas, me recordará, pese a la devoción, pese a desplegar una actividad grata y perseverante, muchos artistas, a la vista de los resultados, viven su vida totalmente en vano: artistas a millares y ni una sola obra de arte. Recuerde, a su vez, que la mayoría de los hombres son incapaces de hacer algo razonablemente bien, y entre otros cosas, arte. El artista inútil no habría sido un panadero del todo incompetente. Y el artista, incluso si no divierte al público, se divierte a sí mismo; al menos ese hombre será más feliz gracias a sus horas de vigilia. Este es el aspecto práctico del arte: una fortaleza inexpugnable para el practicante sincero. Los beneficios directos -el salario del oficio- son reducidos, pero los beneficios indirectos -el salario de la vida- son incalculables. No existe otro negocio que ofrezca al hombre su pan de cada día en términos tan convenientes. El soldado y el explorador experimentan emociones más vivas, pero a costa de penalidades crueles y períodos de tedio que hacen enmudecer. En la vida del artista ningún momento debe transcurrir sin deleite. Tomo como ejemplo al autor con quien estoy más familiarizado; no dudo que ha de trabajar con un material díscolo y que el mismo acto de escribir perjudica y pone a prueba tanto sus ojos como su carácter; pero obsérvele en su estudio, cuando las ideas se agolpan en su mente y las palabras no le faltan: en qué corriente continua de pequeños éxitos transcurre su tiempo; con qué sensación de poder, como la de quien moviera montañas, agrupa a sus personajes menores; con qué placer para la vista y el oído ve crecer la etérea construcción sobre la página; y cómo se esmera en un oficio al cual afluye todo el material de su existencia y abre una puerta a todos sus gustos, preferencias, odios y convicciones, de modo que llega a escribir lo que ansiaba expresar. Es posible que haya gozado mucho en el grande y trágico patio de recreo del mundo; pero ¿qué habrá gozado con más intensidad que una mañana de trabajo fructífero? Supongamos que está pésimamente retribuido; lo sorprendente en verdad es recibir retribución de cualquier especie. Otros hombres pagan, y con largueza, por placeres menos deseables.
 Pero el ejercicio del arte no sólo reporta placer; trae consigo una admirable disciplina. Pues el artista se guía enteramente por el honor. El público ignora o conoce bien poco los méritos en busca de los cuales está condenado a invertir la mayor parte de sus esfuerzus. Una determinada concepción, una energía personal o algún acierto de poca monta que el hombre de temperamento artístico obtiene con facilidad, tales son los méritos que se reconocen y valoran. Pero a aquellos más exquisitos detalles de perfección y acabado que el artista desea con vehemencia y siente de forma tan acusada, por los que (utilizando las vigorosas palabras de Balzac) ha de luchar «como un minero sepultado bajo un corrimiento de tierra», por los que día a día recompone, revisa y rechaza, a aquéllos, la gran mayoría de su audiencia permanecerá ciega. De estas penalidades ignoradas, y en el caso de que alcance elevadas cotas de mérito, acaso responda con justicia la posteridad; en el caso, más probable, de que fracase, siquiera por el margen de un cabello con respecto a la cota más elevada, tenga la seguridad de que pasarán inadvertidas: A la sombra de este gélido pcnsamiento, a solas en su estudio, el artista debe día a día ser fiel a su ideal. En la fidelidad radica la nobleza de su existencia; por ella el ejercicio de su arte le acrisola y fortalece el carácter; también gracias a ella la adusta presencia del gran emperador se volvió (siquiera un momento) condescendiente hacia los seguidores de Apolo, y aquella voz suave y enérgica pidió al artista que festejara su arte.
 Aquí conviene hacer dos advertencias. Primera, si desea continuar siendo su única ley, vigile las primeras señales de pereza. En puridad, este idealismo sólo puede sustentarse merced a un esfuerzo constante; pues el nivel de exigencia se rebaja con enorme facilidad, y el artista que se dice a sí mismo «así será suficiente», ya está condenado; en ocasiones (especialmente en ocasiones desafortunadas), tres o cuatro éxitos mediocres bastan para falsificar un talento, y en el ejercicio del periodismo se corre el riesgo de tomarle afición a la negligencia. Existe este peligro, no siendo menor el segundo. La conciencia de hasta qué extremo el artista es (debe ser) su propia ley, corrompe a las cabezas mediocres. Sensibles a la existencia de recónditas virtudes difíciles de alcanzar, muchos artistas que formulan o asimilan recetas artísticas o se enamoran tal vez de alguna habilidad particular, olvidan el objetivo de todo arte: deleitar. Indudablemente es tentador abominar del burgués ignorante; empero, no debe olvidarse que él es quien nos paga y (salta a la vìsta) por servicios que desea ver realizados. Considerándolo adecuadamente, se plantea con ello una trascendental cuestión de honestidad. Ofrecer al público lo que no desea y esperar su aplauso es extraña pretensión, aunque muy corriente, sobre todo entre los pintores. En este mundo la primera obligación de cualquier hombre es ser solvente; conseguido esto, puede entregarse a todas las extravagancias que le plazcan; pero quede bien claro que sólo entonces. Hasta ese momento deberá cortejar con asiduidad al burgués que lleva la bolsa. Y si en el curso de tales capitulaciones falsifica su talento, demostrará con ello que éste nunca fue excesivamente sobresaliente y que ha preservado algo más importante que el talento: el carácter. Y si es tan independiente que no ha de doblegarse a la necesidad, aún tiene otra salida: dejar a un lado su arte y llevar un estilo de vida más viril.
 Al hablar de un estilo de vida más viril, debo ser franco. Vivir a expensas de un placer no es una vocación muy elevada; aunque veladamente, entraña algún patronazgo; el artista se cuenta, por ambicioso que sea, entre las chicas de baile y los marcadores de billar. Los franceses entienden la evasión romántica como una ocupación y a sus practicantes las llaman «hijas de la alegría». El artista pertenece a la misma familia, es uno de los «hijos de la alegría» que ha elegido su oficio para deleitarse, se gana el pan deleitando al prójimo y se ha desprendido de la dignidad más severa del hombre. No hace mucho algunos periódicos denostaron el título nobiliario de Tennyson; y este «hijo de la alegría» recibió reproches por condescender y seguir el ejemplo de lord Lawrence, lord Cairns y lord Clyde. El poeta estuvo más inspirado; aceptó el honor con más modestia; y los periodistas anónimos (si he de creerles) no han reparado todavía el vicario ultraje a su profesión. Estos caballeros podrán hacerse más justicia a sí mismos cuando les llegue su turno; y me agradará saberlo, pues a mis ojos bárbaros incluso lord Tennyson aparece un tanto fuera de lugar en semejante reunión; no debería haber honores para el artista; el ejercicio de su arte ya le ofrece mayor recompensa de la que en vida le corresponde; y antes que el arte, otros oficios, menos atractivos y acaso más útiles, han hecho valer su derecho a tales honores.
 Pero la maldición de las ocupaciones destinadas a deleitar es el fracaso. En ocupaciones más corrientes el hombre se ofrece para producir un artículo o realizar un objeto determinado puramente convencional, proyecto en el que (casi podemos afirmar) el fracaso es muy difícil. Mas el artista se aparta de la multitud y se propone deleitar: proyecto impertinente en el que no hay fracaso que no esté envuelto en odiosas circunstancias. La infeliz «hija de la alegría» que pasea sus galas y sonrisas inadvertida entre la multitud compone una estampa que no podemos evocar sin un sentimiento de lacerante compasión. Tal es el prototipo del artista fracasado. Como ella, el actor, el bailarín y el cantante deben mostrarse en público y apurar personalmente la copa de su fracaso. Y aunque todos los demás escapemos a la suprema amargura de la picota, en esencia tarnbién cortejamos a la humillación. Todos profesamos ser capaces de gustar. ¡Qué pocos lo logramos! Todos nos comprometemos a seguir siendo capaces de gustar. Pero a cada cual incluso al más admirado, le llega el día en que su ardor declina; pierde la astucia y, avergonzado, se sienta junto a la barraca desierta. Entonces se verá en la necesidad de hacer algún trabajo y se sonrojará al cobrarlo. Entonces (como si el destino no fuese ya suficientemente cruel) habrá de padecer las burlas de los raqueros de la prensa, quienes ganan su amargo pan execrando la basura que no han leído y ensalzando la excelencia de lo que son incapaces de comprender.
 Y advierta que éste parece ser el final cuando menos inevitable de los escritores. Les Blancs et les Bleus (por ejemplo) reúne méritos muy diferentes a los del Vicomte de Bragelonne; y si existe algún caballero que soporte espiar la desnudez de Castle Dangerous, su nombre, según creo. es Ham: bástenos a nosotros leer sobre ello (y no sin derramar lágrimas) en las páginas de Lockhart. Así, en la vejez, cuando el confort y un quehacer se hacen más necesarios, el escritor debe abandonar a la par su medio de vida y su pasatiempo. Sin duda el pintor que ha logrado retener la atención del público gana fuertes sumas y hasta muy avanzada edad puede permanecer junto a su caballete sin fracasos ignominiosos. El escritor, al contrario, padece el doble infortunio de estar mal retribuido cuando trabaja y de no poder trabajar en la vejez. Por ello su estilo de vida le lleva a una situación falsa.
 Pero el escritor (pese a los notorios ejemplos en sentido contrario) debe procurar estar mal pagado. Tennyson y Montépin se ganaron la vida espléndidamente; pero no todos podemos esperar ser Tennyson ni acaso desear ser Montépin. Si uno ha adoptado un arte como oficio, renuncie desde el principio a toda ambición económica. Lo más que puede honradamente esperar, si tiene talento y disciplina, es obtener los mismos ingresos que un oficinista invirtiendo la décima, si no la vigésima parte de su energía nerviosa. Tampoco tiene derecho a pedir más; en el salario de la vida, no en el del oficio, está su recompensa; así, el salario es el trabajo. Es evidente que no me inspiran simpatía los vulgares lamentos de la clase artística. Quizá olvidan el sistema de aparcería de los campesinos; ¿o piensan que no cabe trazar paralelismos? Tal vez no hayan reparado nunca en la pensión de retiro de un oficial de campo; ¿o es que creen que su contribución a las artes cuyo destino es agradar es más importante que los servicios de un coronel? ¿Olvidan con qué poco se conformó Millet para vivir? ¿O piensan que el tener menos genio les exime de mostrar iguales virtudes? No debe existir ninguna duda sobre este aspecto: un hombre que no es frugal, no tiene nada que hacer en las artes. Si no es frugal sus pasos le conducirán hacia el trágico fin del vieux saltimbanque; si no es frugal, cada vez le será más difícil ser honesto. Un día, cuando el carnicero llame a su puerta, acaso le tiente o se vea obligado a producir y vender una obra desaliñada. Si esta necesidad no es producto de su propia desidia, aún será digno de elogio; pues faltan palabras que puedan expresar hasta qué punto es más necesario para un hombre mantener a su familia que conseguir -preservar- alguna distinción en las artes. Pero si es responsable de su indigencia, roba, roba a quien puso confianza en él, y (lo que es peor) roba de forma tal que siempre sale impune.
 Y ahora quizá me pregunte: si el artista en cierne no debe pensar en el dinero ni (como se infiere) tampoco esperar honores de Estado, ¿puede al menos ansiar las delicias de la popularidad? La alabanza, dirá, es un plato codiciable. Y mientras se refiera a la acogida de otros artistas, apunta hacia uno de los placeres más esenciales y duraderos de la carrera del arte. Pero si tiene la vista puesta en los favores del público o en la atención de la prensa, tenga la certeza de estar alimentando un sueño. Es cierto que en determinadas revistas esotéricas el autor, pongamos por caso, es criticado puntualmente, y que a menudo se le elogia más de lo que merece, a veces por méritos que él mismo tenía a gala despreciar, y otras por hombres y mujeres que se han negado a sí mismos el placer de leer su obra. Pero si el hombre es sensible a estas alabanzas desaforadas, cabe esperar que también lo sea a aquello que a menudo las acompaña e inevitablemente las sigue: un desaforado ridículo. Cualquier hombre, después de triunfar durante años, puede fracasar; tendrá noticia de su Eracaso. O puede haber triunfado durante años y seguir siendo una punta de lanza de su arte aunque sus críticos se hayan cansado de elogiarle, o habrá surgido un nuevo ídolo del momento, alguna «figura de relumbrón» a quien prefieren ahora ofrecer sus sacrificios. Tal es el anverso y el reverso de esa fea y vacía institución llamada popularidad. ¿Creerá algún hombre que merece la pena conseguirla?

jueves, 15 de diciembre de 2016

EDUARDO MENDOZA. EL ENREDO DE LA BOLSA Y LA VIDA. Premio Cervantes 2016.


EDUARDO MENDOZA

EL ENREDO DE LA BOLSA Y LA VIDA


ARGUMENTO

El anónimo detective de El misterio de la cripta embrujada, El laberinto de las aceitunas y La aventura del tocador de señoras regresa a la acción en tiempos de crisis. Contra su voluntad, es decir, movido por la amistad y sin un euro en el bolsillo, vuelve a ejercer de insospechado sabueso en la Barcelona de hoy en una carrera contrarreloj por desarticular una acción terrorista antes de que intervengan los servicios de seguridad del Estado.
Años después de dejar el sanatorio mental donde compartieron celda, Rómulo el Guapo le propone un golpe a nuestro protagonista. Su negativa y la misteriosa desaparición de Rómulo serán el arranque de un enredo para resolver un caso de repercusiones internacionales con la ayuda de un infalible equipo: la adolescente Quesito, el timador profesional Pollo Morgan, el africano albino Kiwijuli Kakawa, conocido como el Juli, la Moski, acordeonista callejera, el repartidor de pizza Manhelik y el señor Armengol, regente del restaurante Se vende perro.
Eduardo Mendoza regresa con una sátira genial, como las que sólo él sabe hacer. En ella la fábula crea su propia verosimilitud, que es, paródicamente, la del género policial, y la de la farsa convertida en apólogo moral. No se puede contar el libro sin una sonrisa; pero es imposible leerlo sin carcajadas, y sin comprender que en la Europa en quiebra técnica que habitamos no basta con el humor dinamitero e inventivo: es preciso, además, el don de la lucidez.
Fuente: Seix Barral.
***
Fragmento de novela.

1

UNA ACTUACIÓN ESTELAR


Llamaron. Abrí. Nunca lo hiciera. En el rellano, con la mirada fiera y el gesto intrépido adquiridos tras largos años de férreo adiestramiento bajo la férula de inhumanos sargentos, un funcionario de correos blandía una carta certificada dirigida a mi nombre y domicilio. Antes de coger el sobre, acreditar mi identidad y firmar el volante, traté de zafarme alegando que allí no vivía tal persona, que si hubiera vivido allí, ahora estaría muerta y que, por si eso fuera poco, el difunto se había ido de vacaciones la semana anterior. Ni por ésas.
De modo que firmé, fuese el cartero, abriose el sobre (con mi ayuda) y pasmome hallar en su interior una lustrosa cartulina mediante la cual el Rector Magnífico de la Universidad de Barcelona me invitaba a la solemne investidura del doctor Sugrañes como doctor honoris causa, acto que tendría lugar el día 4 de febrero del año en curso, en el paraninfo de tan prestigiosa institución docente. Bajo la letra impresa una nota manuscrita aclaraba que la invitación me era cursada por deseo expreso del doctorando.
Que el doctor Sugrañes se acordara de mí, pese al tiempo transcurrido desde nuestro último encuentro, era meritorio por partida doble. En primer lugar, porque, a su edad, la memoria del doctor Sugrañes presentaba ocasionales lagunas y algún despeñadero. Y en segundo lugar porque, de recordarme, era notable que lo hiciera con cariño. A decir verdad, pocas personas podían dar testimonio más fiel que yo de su dilatada vida profesional, pues lo cierto es, por si algún lector se incorpora al recuento de estas andanzas sin conocimiento previo de mis antecedentes, que en el pasado estuve recluido injustamente, aunque esto ahora no venga a cuento, en un centro penitenciario para delincuentes con trastornos mentales y que dicho centro lo regentaba con carácter vitalicio y métodos poco gentiles el doctor Sugrañes, razón por la cual surgieron entre él y yo, como es de suponer, pequeños malentendidos, ligeras discrepancias y unas cuantas agresiones físicas en las que yo llevé casi siempre la peor parte, aunque en una ocasión le rompí las gafas, en otra le desgarré el pantalón y en otra le partí dos dientes.
Pero lo más probable, me dije después de leer y releer la invitación, era que el doctor Sugrañes deseara coronar su carrera sin guardar rencor hacia alguien con quien había convivido tanto tiempo y a quien había dedicado tantos esfuerzos profesionales, emocionales y hasta físicos. Respondí, pues, aceptando agradecido la invitación y confirmando mi asistencia al acto. Y como éste era solemne y el lugar, por así decir, de campanillas, pedí prestado un traje de franela gris más o menos de mi talla y lo complementé con una corbata de color carmín y un clavel reventón en la solapa. Con este atuendo creía haber dado en el clavo, pero no fue así. Apenas comparecí, en el día y hora indicados, a la puerta del augusto coliseo y presenté la invitación, unos ujieres me separaron del resto de los asistentes, me condujeron a un cuartucho destartalado y en un tono que no admitía réplica me hicieron desvestir. Cuando sólo conservaba sobre mi persona los calcetines, me pusieron una bata de hospital de nilón verde, cerrada por delante y sujeta por detrás mediante unas cintillas, que dejaba al descubierto los glúteos y sus concomitancias. De esta guisa me llevaron más por fuerza que de grado a un salón amplio y suntuoso abarrotado de público, y me hicieron subir a una tarima, junto a la cual, revestido de toga y birrete, peroraba el doctor Sugrañes. A mi aparición siguió un silencio expectante, que rompió el conferenciante para presentarme como uno de los casos más difíciles a los que había debido enfrentarse a lo largo de una vida enteramente dedicada a la ciencia. Señalándome con un puntero describió mi etiología con profusión de tergiversaciones. Repetidas veces traté de defenderme de sus acusaciones, pero fue en vano: en cuanto abría la boca, las risas del público ahogaban mi voz y con ella mis fundadas razones. El doctorando, por el contrario, era escuchado con respeto. Los más aplicados tomaban apuntes. Por fortuna, la ponencia acabó pronto: tras referir algunos episodios, vergonzosos para mí, que hicieron las delicias de la concurrencia, el doctor Sugrañes remató la faena persiguiéndome por todo el paraninfo con una lavativa.
Concluido este segmento del acto académico entre grandes aplausos y mientras agraciadas alumnas de máster arrojaban pétalos de rosa sobre el nuevo doctor, me devolvieron al cuartucho donde había dejado mi ropa. Cuál no sería mi sorpresa al encontrarme allí con un antiguo compañero de sanatorio, a quien no había vuelto a ver en muchos años, pero cuyo recuerdo había permanecido indeleble: Rómulo el Guapo.
Cuando ingresé en la institución médico-penitenciaria antes mencionada, Rómulo el Guapo llevaba allí poco más de medio año y ya se había ganado el respeto de los demás internos y la animadversión del doctor Sugrañes. Yo me gané pronto lo segundo y nunca lo primero. Rómulo el Guapo era joven y de facciones muy agraciadas, pues guardaba un asombroso parecido con Tony Curtis, a la sazón en lo más alto de su arte y su hermosura. Parecerse a Tony Curtis puede ser bueno o malo, según se mire. Ahora bien, en un manicomio resulta irrelevante, pero Rómulo el Guapo no sólo era agraciado de rostro y atlético de constitución, sino elegante de porte, suave de trato, inteligente y muy reservado. De sus antecedentes nadie sabía nada, aunque rumores le atribuían fechorías extraordinarias. Al principio evitó mi compañía y yo no busqué la suya. Una tarde, Luis Mariano Moreno Barracuda, un rufián de la sala B que decía ser el Zorro, Chu En-lai y la Enciclopedia Espasa, sin que nada justificara estas atribuciones y menos el acaparamiento, trató de afanarme la merienda. Tuvimos unas palabras y por causa de un trozo de pan duro sin nada dentro, el otro me arreó una tunda. Rómulo el Guapo intervino para poner paz. Cuando la hubo puesto, Luis Mariano Moreno Barracuda tenía un brazo roto, le faltaba media oreja y sangraba por la nariz. Nos metieron en la celda de castigo a los dos y a Barracuda en la enfermería, de la que salió convencido de ser los antedichos y además Jessye Norman. Cuando íbamos camino de la celda, Rómulo el Guapo me susurró: Homo homini lupus. Pensé que me estaba dando la absolución. En un manicomio estas cosas pasan. Luego supe que era hombre leído. A raíz del encierro y los consiguientes manguerazos, surgió una sólida amistad entre ambos. A pesar de la diferencia de carácter y de cultura, nos unía el hecho de estar encerrados por sendas arbitrariedades judiciales. Por aquel entonces, Rómulo el Guapo estaba casado con una mujer de gran belleza que le visitaba con frecuencia y le llevaba comida, tabaco (antes se fumaba), libros y revistas. La comida y las revistas las compartía conmigo a sabiendas de que no habría reciprocidad, porque a mí no me visitaba nadie. En alguna ocasión en que por tirria fue acusado sin motivo, yo salí garante de su buena conducta. De resultas de ello volvimos a compartir la celda de castigo. La precipitación con que nos hicieron abandonar el sanatorio y el poco interés de todos por prolongar la estancia en él nos impidió despedirnos como habría sido preceptivo entre compañeros. La última vez que nos vimos íbamos en paños menores. Ahora nos reencontrábamos, muchos años más tarde, y yo seguía en paños menores. Él, en cambio, vestía un traje bien cortado de paño azul, corbata a rayas y loden verde bosque y calzaba mocasines bien lustrados. También conservaba su antigua apostura, incluso se seguía pareciendo a Tony Curtis, pero, igual que a éste, se le notaba el esfuerzo que había de hacer para seguir siendo como era.
Nos fundimos en un cálido abrazo y se le cayó el bisoñé. Superado este embarazoso trance, y tras informarme él de que había sido convocado a la ceremonia de investidura en calidad de suplente, me preguntó qué había sido de mi vida desde la última vez en que nos habíamos visto. Antes de responder, por pura cortesía, me interesé yo por la suya. Como para entonces ya había acabado de vestirme, suspiró y dijo:
—Ay, amigo mío, mi historia no puede relatarse en unos minutos. Pero si dispones de tiempo, tienes el deseo o la bondad de escucharla y aceptas que te invite a un tentempié, te la contaré en detalle.
Acepté encantado la proposición, pues nada me complacía tanto como la posibilidad de reanudar nuestra antigua camaradería, salimos del docto recinto sin que nadie reparara en nosotros y entramos en un figón cercano. Rómulo pidió una ración de boquerones, una copa de vino blanco para él y una Pepsi-Cola para mí. Me conmovió que todavía recordara mis preferencias. Una vez servidos, procedió Rómulo a referirme el último tramo de su accidentada biografía.


miércoles, 14 de diciembre de 2016

BORGES PROFESOR. Curso de literatura inglesa en la Universidad de Buenos Aires.


ÚLTIMA CLASE MAGISTRAL DE JORGE LUIS BORGES en la Universidad de Buenos Aires en el año 1966.
Prob. miércoles 14 de diciembre.  Clase Nº 25

Obras de Robert Louis Stevenson: New Arabian Nights,                                 "Markheim", The Strange Case of Dr. Jekyll and Mr. Hyde.                                       Jekyll y Hyde en el cine. The picture of Dorian Gray, por                                         Oscar Wilde. "Requiem", por Stevenson.


Hoy voy a ocuparme de Las Nuevas Mil y Una Noches.  En in-glés no se dice "Mil y Una Noches" sino Noches Árabes. Cuan-do Stevenson, muy joven, llegó a Londres, sin duda fue una ciu-dad fantástica para él. Stevenson concibió la idea de escribir unas Mil y Una Noches contemporáneas, basándose sobre todo en aquellas noches de Las Mil y Una Noches en que se habla de Ha-rún el Ortodoxo, que disfrazado recorre las calles de Bagdad. Él inventó un príncipe, Florizel de Bohemia, y a su edecán, el co-ronel Geraldine. Los hace disfrazarse y los hace recorrer Lon-dres. Y les hace correr aventuras fantásticas, aunque no mágicas, salvo en el sentido del ambiente, que es mágico.
De todas esas aventuras, creo que la más memorable es la del "Club del Suicidio".  Allí Stevenson imagina a un personaje, una especie de cínico, que piensa que puede aprovecharse de un mo-do industrial del suicidio. Es un hombre que sabe que hay mu-chas personas deseosas de quitarse la vida pero que no se atre-ven. Entonces él funda ese club. En ese club se juega semanal-mente o quincenalmente —no recuerdo— a un juego de naipes. El príncipe entra en ese club por espíritu de aventura, y él tiene que jurar no revelar los secretos, de modo que él mismo se en-carga después de hacer justicia por una falta que había cometido su edecán. Hay un personaje muy impresionante. Se llama el Se-ñor Malthus, paralítico. A ese hombre ya no le queda nada en la vida, pero ha descubierto que de todas las sensaciones, de todas las pasiones, la más fuerte es el miedo. Y entonces él juega con el miedo. Y él le dice al príncipe, que es un hombre valiente: "En-vidíeme señor, yo soy un cobarde". Juega con el miedo pertene-ciendo al Club de los Suicidas.
Todo esto ocurre en una quinta de los alrededores de Lon-dres. Los jugadores toman champagne, se ríen con una risa fal-sa, hay un ambiente muy parecido al de algunos cuentos de Ed-gar Allan Poe, sobre el cual escribió Stevenson. El juego se jue-ga de esta manera: hay una mesa tapizada de verde, el presiden-te da las cartas, y del presidente se dice —por increíble que pa-rezca— que es una persona a quien no le interesa el suicidio. Los miembros del club deben pagar una cuota bastante alta. El pre-sidente tiene que tener plena confianza en ellos. Se tiene mucho cuidado para que no intervenga ningún espía. Si los socios tienen fortuna, dejan como heredero al presidente del club, que vive de esta industria macabra. Y luego se van dando las cartas. Cada uno de los jugadores al recibir su carta —la baraja inglesa cons-ta de cincuenta y dos cartas— la mira. Y hay en la baraja dos ases negros, y aquel a quien le toca uno de los ases negros es el encar-gado de que se cumpla la sentencia, es el verdugo, tiene que ma-tar al que ha recibido el otro as. Tiene que matarlo de modo que el hecho parezca un accidente. Y en la primera sesión muere —o queda condenado a muerte— el Señor Malthus. Al Señor Mal-thus lo han llevado a la mesa. Está paralítico, no puede moverse. Pero de pronto se oye un sonido que casi no es humano, el pa-ralítico se pone de pie y luego recae en su sillón. Luego se reti-ran. Ya no se verán hasta la otra reunión. Al día siguiente se lee que el señor Malthus, un caballero muy estimado por sus rela-ciones, ha caído desde el muelle en Londres. Y luego sigue la aventura, que concluye con un duelo en el cual el príncipe Flo-rizel, que ha jurado no delatar a nadie, mata de una estocada al presidente del club.
Luego hay otra aventura, la del "Diamante del Rajah",  en que se ven todos los crímenes cometidos por la posesión del dia-mante. Y en el último capítulo de esa serie el príncipe conversa con un detective y le pregunta si el otro viene a arrestarlo. El de-tective le dice que no, y el príncipe le cuenta la historia. Le cuen-ta la historia a orillas del Támesis. Luego él dice: "Cuando yo pienso toda la sangre que se ha derramado, todos los crímenes causados por esta piedra, pienso que a ella misma debemos con-denar a muerte". Entonces la saca rápidamente del bolsillo y la arroja al Támesis, y se pierde. El detective dice: "Estoy arruina-do". El príncipe contesta: "Muchos hombres envidiarían su rui-na". El detective dice: "Creo que mi destino es ser sobornado". "Creo que sí", le dice el príncipe.
Este libro, Las Nuevas Mil y Una Noches, no es sólo impor-tante por el encanto que pueda darnos su lectura, sino porque cuando uno lo lee, uno entiende que de algún modo toda la obra novelística de Chesterton ha salido de allí. Allí tenemos el ger-men de El hombre que fue jueves.  Todos ellos, aunque más in-geniosos que los de Stevenson, tienen el ambiente de los cuentos de Stevenson. Luego Stevenson hace otras cosas. Ya cuando Ste-venson escribe su novela policial, The Wrecker, hay un ambien-te completamente distinto, todo sucede en California, luego en los mares del sur. Además, Stevenson creía que el defecto del gé-nero policial que él cultivó es que, por ingenioso que sea, tiene algo de mecanismo, le falta vida. Dice Stevenson que en su nove-la policial él les da más realidad a los personajes que a la trama, que es lo contrario de lo que suele ocurrir en la novela policial.
Vamos a ver ahora un tema que le preocupó siempre a Ste-venson. Hay una palabra psicológica muy común que es la pala-bra "esquizofrenia", la idea de la división de la personalidad. Esa palabra no había sido acuñada entonces, yo creo. Ahora es de uso común. A Stevenson le preocupó ese tema. En primer térmi-no, porque le interesaba mucho la ética, y luego porque en su ca-sa había una cómoda hecha por un ebanista de Edimburgo, un artesano respetable y respetado, pero que de noche, en ciertas noches, salía de su casa y era ladrón. Ese tema de la personalidad partida en dos le interesó a Stevenson, y con Henley escribió dos piezas de teatro tituladas La doble vida.
Pero Stevenson sintió que él no había cumplido con el tema. Entonces escribió un cuento que se llama "Markheim",  que es la historia de un hombre que llega a ser ladrón, y de ladrón lle-ga a ser asesino. La noche de la víspera de Navidad, él entra en casa de un prestamista. A este prestamista Stevenson lo presenta como una persona muy desagradable, y que desconfía del ladrón porque sospecha que las alhajas que le ha vendido Markheim son robadas. Llega esa noche. El otro le dice que tiene que cerrar temprano y que tendrá que pagar por el tiempo. Y Markheim le dice que él no viene a vender nada, que él viene a comprar algo, algo que está en el fondo de la tienda del prestamista. Al otro le parece raro, y hace alguna broma, porque Markheim le dice que todo lo que le ha vendido es una herencia de un tío de él. El otro le dice: "Supongo que su tío le habrá dejado dinero, ahora que usted quiere gastar" Markheim acepta la broma, y cuando están en el fondo de la tienda mata al prestamista de una puñalada. Cuando Markheim pasa de ladrón a asesino el mundo cambia para él. Él piensa, por ejemplo, que pueden haberse suspendido las leyes naturales, ya que él, cometiendo ese crimen, ha infrin-gido la ley moral. Y luego, por una invención curiosa de Steven-son, la tienda está llena de espejos y de relojes. Y esos relojes pa-recen estar corriendo una carrera, vienen a ser como un símbolo del tiempo que pasa. Markheim le saca las llaves al prestamista. Sabe que la caja de fierro está en el piso alto, pero tiene que apre-surarse porque la sirvienta ha salido, y al mismo tiempo él ve su imagen multiplicada y moviente en los espejos. Y esa imagen que él ve viene a ser como una imagen de toda la ciudad. Porque des-de el momento en que él ha matado al prestamista, él supone que la ciudad entera lo persigue o lo perseguirá.
Sube a la habitación posterior, siempre perseguido por el tic-tac de los relojes y por las cambiantes imágenes de los espejos. Oye unos pasos. Piensa que esos pasos pueden ser los de la sir-vienta que vuelve, que habrá visto a su amo muerto y que lo de-nunciará. Pero la persona que sube la escalera no es una mujer, y Markheim tiene la impresión de conocerlo. Y lo conoce, porque es él mismo, de modo que estamos ante el antiguo tema del do-ble. En la superstición escocesa, el doble se llama "fetch", que quiere decir "buscar". De modo que cuando alguien ve a su do-ble es porque se ve a sí mismo.
Ese personaje entra y se pone a conversar con Markheim, se sienta y le dice que él no piensa denunciarlo, que hace un año le hubiera parecido mentira ser ladrón, y que ahora no sólo es un ladrón sino un asesino. Que le hubiera parecido increíble hace unos meses. Pero ya que ha matado a una persona, qué le cuesta matar a otra. "La sirvienta va a llegar —le dice—, la sirvienta es una mujer débil. Otra puñalada y ya podrás salir de aquí, porque no pienso denunciarte." Ese "otro yo" es sobrenatural, y signi-fica el reverso malvado de Markheim. Markheim se pone a dis-cutir con él. Le dice: "es verdad que soy un ladrón, es verdad que soy un asesino, tales son mis actos, pero ¿acaso un hombre es sus actos? ¿No puede haber algo en mí que no corresponda a esas definiciones tan rígidas y tan insensatas de 'ladrón' y de 'asesi-no'? ¿Acaso no puedo yo arrepentirme? ¿Acaso no estoy ya arrepintiéndome de lo que he hecho?" El otro le dice que "esas consideraciones filosóficas están bien, pero piensa que la sirvien-ta va a llegar, que si te encuentra aquí va a denunciarte. Tu deber ahora es salvarte".
El diálogo es largo y se estudian todos los problemas éticos. Markheim le dice que él ha matado, pero que eso no quiere de-cir que él sea un asesino. Y entonces, el personaje que hasta en-tonces ha sido un personaje sombrío se convierte en un persona-je resplandeciente. Ya no es el ángel malvado sino el bueno. El doble desaparece, la sirvienta sube. Markheim está con el puñal en la mano y le dice que vaya a buscar a la policía, porque él aca-ba de matar a su amo. Y así Markheim se salva. Este cuento im-presiona mucho cuando uno lo lee porque está escrito con deli-berada lentitud y con deliberada delicadeza. El protagonista, co-mo ustedes ven, está en una situación extrema: van a llegar, van a descubrirlo, van a denunciarlo, posiblemente lo manden a la horca. Y sin embargo la discusión que tiene con ese otro que es él, es una discusión de delicada y honesta casuística.
El cuento fue aplaudido, pero Stevenson pensó que no había cumplido todavía con ese tema, el tema de la esquizofrenia. Y Stevenson, muchos años después, estaba durmiendo al lado de su mujer y gritó. Ella lo despertó, él estaba con fiebre, había es-cupido sangre ese día. Él le dijo: "¡Qué lastima que me desper-taste, porque estaba soñando una hermosa pesadilla!" Lo que él soñó —aquí podemos pensar en Caedmon y el ángel, en Cole-ridge—, lo que él había soñado es aquella escena en que el doc-tor Jekyll bebe el brebaje y se convierte en Hyde, que represen-ta el mal. La escena del médico que bebe algo preparado por él y luego se convierte en su reverso es lo que le dio el sueño a Ste-venson, y él tuvo que inventar todo lo demás.
Actualmente, El extraño caso del Doctor Jekyll y el Señor Hyde tiene una desventaja, y es que la historia es tan conocida que casi todos la conocemos antes de leerla. En cambio, cuando Stevenson publicó El extraño caso del Doctor Jekyll y el Señor Hyde, en el año 1880 —es decir mucho antes de El retrato de Dorian Gray,  que está inspirado en la novela de Stevenson—, cuando Stevenson publicó su libro, lo publicó como si fuera una novela policial: sólo al final sabemos que esos dos personajes son dos caras de un mismo personaje. Stevenson procede con suma habilidad. Ya en el título tenemos una dualidad sugerida, se pre-sentan dos personajes. Luego, aunque esos dos personajes nun-ca aparecen simultáneamente, ya que Hyde es la proyección de la maldad de Jekyll, el autor hace todo lo posible para que no pensemos que son el mismo. Empieza distinguiéndolos por la edad. Hyde, el malvado, es más joven que Jekyll. Uno es un hombre oscuro, el otro no: es rubio y más alto. De Hyde se di-ce que no era deforme. Si uno miraba su rostro no había ningu-na deformidad, porque estaba hecho puramente de mal.
Con este argumento se hicieron muchos films. Pero quienes han hecho films con este cuento han cometido un error, y han hecho que Jekyll y Hyde sean representados por un solo actor. Además, vemos la historia desde adentro. Vemos al médico, al médico que tiene la idea de una bebida que pueda separar lo mal-vado de lo bueno en el hombre. Luego asistimos a la idea de la transformación. Entonces todo queda reducido a algo muy su-balterno. En cambio, yo creo que habría que hacerlo con dos ac-tores. Entonces tendríamos la sorpresa de que esos dos actores ya conocidos por el público fueran el mismo personaje al final. También habría que cambiar los nombres de Jekyll y de Hyde, ya demasiado conocidos. Habría que darles nombres nuevos. En todas las versiones se muestra al doctor Jekyll como un hombre severo, puritano, de costumbres intachables, y a Hyde como a un borracho, a un calavera. Y para Stevenson el mal no consistía esencialmente en la licencia sexual o en el alcoholismo. Para él el mal consistía ante todo en la crueldad gratuita. Hay una escena al principio de la novela en la cual un personaje está viendo des-de una alta ventana el laberinto del hombre, y ve que por una ca-lle viene una niña y por la otra viene un hombre. Los dos cami-nan hacia una esquina. Cuando se encuentran en la esquina el hombre pisotea deliberadamente a la niña. Eso era el mal para Stevenson, la crueldad. Luego vemos a ese hombre que entra en el laboratorio del doctor Jekyll, soborna con un cheque a quie-nes lo persiguen. Podemos tener la idea de que Hyde es hijo de Jekyll, que él conoce algún secreto infame de la vida de Jekyll. Y sólo en el último capítulo sabemos que es él mismo, cuando lee-mos la confesión del doctor Jekyll.
Se ha dicho que la idea de que un hombre es dos es un lugar común. Pero como ha señalado Chesterton, la idea de Stevenson es la idea contraria, es la idea de que un hombre no es dos, la idea de que si un hombre incurre en una culpa, esa culpa lo mancha. Y así al principio el doctor Jekyll bebe el brebaje—que si hubie-ra habido en él una mayor parte de bien que de mal, lo hubiera convertido en un ángel— y queda convertido en un ser que es puramente malvado, cruel y despiadado, un hombre que ignora todos los remordimientos y los escrúpulos. Se entrega a ese pla-cer de ser puramente malvado, de no ser dos personas, como so-mos cada uno de nosotros. Al principio, le basta con tomar el brebaje, pero luego hay una mañana en la cual él se despierta en su cama y se siente más chico. Y luego mira su mano y esa ma-no es una mano hirsuta de Hyde. Luego toma el brebaje, vuelve a ser un hombre respetable. Pasa algún tiempo. Él está sentado en Hyde Park. De pronto siente que la ropa le queda grande, y ya se ha convertido en otro. Luego, para la preparación del bre-baje hay un ingrediente que no puede encontrar, equivale a la trampa que hace el diablo. Finalmente uno de los personajes se mata y con él muere el otro.
Esto ha sido imitado por Oscar Wilde en el último capítulo de El retrato de Dorian Gray. Ustedes recordarán que Dorian Gray es un hombre que no envejece, es un hombre que se sume en el vicio, pero va envejeciendo su retrato. En el último capítu-lo de Dorian Gray, Dorian, que es joven, que tiene aspecto de pureza, ve su propia imagen en ese espejo del retrato. Y enton-ces mata al retrato y él muere. Cuando lo encuentran, encuen-tran al retrato tal como lo pintó el pintor, y él mismo es un hom-bre viejo, enviciado, monstruoso, y sólo lo reconocen por la ro-pa y por los anillos.
Les propongo a ustedes que lean un libro de Stevenson que se llama El reflujo,  pero que en español se llama La resaca, muy bien traducido por Ricardo Baeza. Hay un libro inconcluso, es-crito en escocés, de difícil lectura. 
Pero al hablar de Stevenson me he olvidado de algo muy im-portante, y es la poesía de Stevenson, Hay muchos poemas de nostalgia. Hay un poema breve que se llama "Réquiem". Este poema, traducido literalmente, no impresiona mucho. El senti-do del poema está dado más por la entonación. Literalmente no impresiona mucho, como ocurre con todos los buenos poemas. Dice así:

Under the wide and starry sky,
Dig the grave and let me lie.
Glad did I live and gladly die,
And I laid me down with a will.

This be the verse you grave for me:
'Here he lies where he longed to be;
Home is the sailor, home from sea,
And the hunter home from the hill'.

Bajo el vasto y estrellado cielo,
Cavad la tumba y dejadme yacer ahí.
Viví con alegría y muero con alegría,
Y me he acostado a descansar con ganas.

Sea éste el verso que ustedes graben para mí:
"Aquí yace donde quería yacer;
Ha vuelto el marinero, ha vuelto del mar,
Y el cazador ha vuelto de la colina".

En inglés los versos vibran como una espada, predominan los sonidos agudos desde el primer verso, la triple aliteración al final del verso. No están en dialecto escocés pero se puede apre-ciar cierta música escocesa en ellos. Luego hay [en la obra de Ste-venson] versos de amor, versos dedicados a su mujer. Hay uno en que él compara a Dios con un artífice y dice que la ha hecho a ella como una espada para él. Luego versos de amistad, versos de paisajes, versos en los que él describe el Pacífico, y otros ver-sos en que describe Edimburgo. Esos versos son más patéticos porque él escribe sobre Edimburgo, sobre Escocia y las sierras de Escocia sabiendo que él no volverá nunca allí, que está con-denado a morir en el Pacífico.




 Epílogo 




"Creo que la frase 'lectura obligatoria' es un contrasentido; la lectura no debe ser obligatoria. ¿Debemos hablar de placer obli-gatorio? ¿Por qué? El placer no es obligatorio, el placer es algo buscado. ¡Felicidad obligatoria! La felicidad también la busca-mos. Yo he sido profesor de literatura inglesa durante veinte años en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires y siempre les aconsejé a mis estudiantes: si un li-bro les aburre, déjenlo; no lo lean porque es famoso, no lean un libro porque es moderno, no lean un libro porque es antiguo. Si un libro es tedioso para ustedes, déjenlo; aunque ese libro sea el Paraíso Perdido —para mí no es tedioso— o el Quijote —que para mí tampoco es tedioso—. Pero si hay un libro tedioso para ustedes, no lo lean; ese libro no ha sido escrito para ustedes. La lectura debe ser una de las formas de la felicidad, de modo que yo aconsejaría a esos posibles lectores de mi testamento —que no pienso escribir—, yo les aconsejaría que leyeran mucho, que no se dejaran asustar por la reputación de los autores, que sigan buscando una felicidad personal, un goce personal. Es el único modo de leer."
Jorge Luis Borges



Anexo Anglosajón
Traducciones del inglés antiguo
por Martín Hadis




La mayoría de los textos anglosajones a los que Borges hace re-ferencia durante este curso han sido traducidos por él mismo al castellano (esto se indica en cada caso a pie de página ante la pri-mera mención de cada poema).
Varios de los poemas que el profesor menciona no se en-cuentran, sin embargo, en ninguno de sus libros. Este anexo in-tenta complementar las clases con traducciones de aquellos tex-tos anglosajones que no han sido traducidos por Borges y que son de hecho muy difíciles —sino imposibles— de encontrar en castellano.
Estos textos son:

 Fragmento final de la Gesta de Beowulf
 La "Balada de Maldon"
 La "Oda de Brunanburh" (junto con la traducción de Tennyson, "The Battle of Brunanburh")
 La "Elegía del Hombre Errante"
 "La Visión de la Cruz"
 Tres conjuros anglosajones.

Siguiendo el ejemplo de Borges, estas traducciones inten-tan ser literales; el uso de la prosa tiene la ventaja de preservar, además del sentido, la sencillez y la fuerza del verso original.
M.H
  El funeral de Beowulf



La gesta de Beowulf comienza con el funeral de Scyld Scefing y termina con el del protagonista. Tras su combate con el dragón, y ya herido de muerte, Beowulf pide que sus hombres erijan "en un cabo del océano un montículo brillante después del fuego funerario. Será un recuerdo para mi gente, irguiéndose alto sobre Hrones-ness, de manera que los navegantes, aquellos que conducen sus naves desde lejos so-bre las aguas oscurecidas, lo llamarán el túmulo de Beowulf". Sus deseos son obe-decidos. Siguiendo antiguas tradiciones, los geatas creman sus restos mortales. Eri-gen luego sobre ellos una bóveda "alta y ancha" que puede verse desde lejos en el mar.

Los geatas prepararon entonces para Beowulf una espléndi-da pira sobre el suelo, cubierta de yelmos, escudos y brillantes cotas de malla, tal como él lo había pedido. Los dolientes héroes hicieron yacer luego en su medio al famoso príncipe, a su queri-do señor. Encendieron luego sobre la colina el más grande fue-go funerario. El humo ascendió, negro, sobre la conflagración, el crepitar de las llamas entretejido con los llantos —el viento se calmó— hasta que el fuego rompió la casa de los huesos  e hizo arder su corazón.
Apesadumbrados, los guerreros lamentaban su pena y la muerte de su señor. Así también una mujer geata de cabellos trenzados cantó, angustiada, una canción de tristeza en honor de Beowulf, y dijo una y otra vez que temía los días de daño que vendrían: matanzas en gran número, terror de tropas, humilla-ción y cautiverio. El cielo se tragó al humo.
Las gentes de Wederas  erigieron entonces un túmulo sobre un promontorio; era alto y ancho, claramente visible para los na-vegantes de las olas. Construyeron en diez días el monumento del héroe, los restos del fuego  rodeados por un muro, tan dig-namente como pudieron diseñarlo los hombres más sabios. Pu-sieron en el túmulo anillos y collares, todas aquellas joyas que habían obtenido antaño como botín. Entregaron al suelo el teso-ro de los guerreros; dejaron el oro en la tierra, donde aún perma-nece, tan inútil para los hombres como antes lo era.
Cabalgaron luego alrededor del túmulo doce guerreros, to-dos hijos de nobles. Querían decir su pesar, lamentar a su rey, re-citar su elegía y hacer su alabanza. Exaltaron su hidalguía y sus hazañas y elogiaron su virtud, como corresponde que un hom-bre alabe con palabras y aprecie en sentimiento a su señor, cuan-do a éste le llega el turno de ser conducido más allá de su cuerpo.
Así lamentaron los geatas la caída de su señor. Dijeron que era entre los reyes del mundo el más suave de los hombres y el más gentil, el más amable con su pueblo y el más ansioso de ala-banza.

 
La batalla de Brunanburh 


Este poema conmemora la victoria de Aethelstan, rey de Wessex, y su hermano el príncipe Eadmund, contra una confederación de escoceses, pictos, britanos de Strathclyde y vikingos ("hombres del norte") procedentes de Dublín. Brunanburh celebra la victoria de los sajones: Aethelstan y Eadmund regresan a sus hogares exultantes; el rey Anlaf se ve forzado a escapar humillado a Dublín; el rey de los escoceses, Constantino, el de los cabellos grises, debe huir lamentando la pérdida de amigos y parientes. Este poema aparece en el anal correspondiente al año 937 de la Crónica anglosajona. El lugar de la batalla, que da nombre al poema, no ha podido ser identificado nunca con precisión.

El rey Aethelstan, señor de guerreros, dador de anillos, y también su hermano, el príncipe Eadmund, obtuvieron gloria eterna en la batalla con el filo de sus espadas, cerca de Brunan-burh. Los hijos de Eadweard partieron la muralla de escudos, hacharon los tilos de la batalla  con los frutos de los martillos,  como correspondía a su linaje, desde sus ancestros: que lucharan a menudo en la guerra contra cada enemigo, que defendieran tie-rra, riqueza y hogares.
Los atacantes cayeron, las gentes de Escocia y también los navegantes, destinados a morir. El campo se oscureció con la sangre de los hombres desde que el sol, esa famosa estrella, la brillante candela de Dios, saliera a la mañana y flotara sobre la tierra, hasta que la noble criatura del eterno Señor se hundió en el poniente: yacían allí entonces muchos hombres, destruidos por las lanzas, guerreros del norte heridos sobre sus escudos, y también escoceses, saciados del combate.
Los sajones del oeste habían avanzado durante el día entero, formados en tropa, siguiendo las huellas de esas gentes odiosas, matando ferozmente a los que escapaban con sus afiladas espa-das. Las gentes de Mercia no retacearon el encuentro de hom-bres  a ninguno de aquellos guerreros que junto con Anlaf ha-bían navegado, sobre las embravecidas olas,  en el seno de la na-ve —buscando la tierra, destinados a morir en la guerra.
Cinco reyes jóvenes quedaron muertos en el campo de bata-lla, adormecidos por la espada, también quedaron tendidos siete condes de Anlaf, y otro sinnúmero de vikingos y escoceses.
Así, los sajones hicieron huir al rey de los hombres del nor-te,  acuciado por el peligro, hacia la proa de su barco, con redu-cido ejército. La nave se apresuró sobre el mar. El rey escapó, navegando, sobre las oscuras corrientes: salvó su vida.
Así también escapó el sabio Constantino, ese guerrero gris, que huyó hacia el norte a su hogar. No pudo jactarse de aquel encuentro de espadas; en el combate fue despojado de amigos y su parentela se redujo, quedaron muertos en el campo de bata-lla. Tuvo que dejar atrás a su hijo en el lugar de la matanza, con-sumido por las heridas, joven en el combate. No pudo el canoso guerrero, el anciano traicionero, ufanarse de este choque de es-padas; tampoco pudo Anlaf.
No pudieron alegrarse con lo que quedaba de sus ejércitos; no pudieron reír por haber sido los mejores en la lucha, en la guerra, en el choque de los estandartes, en el encuentro de las lanzas, en la reunión de los hombres, en el forcejeo de las armas al que habían jugado con los hijos de Eadweard.
Partieron entonces los hombres del norte en sus naves con clavos, apesadumbrados sobrevivientes de las lanzas, sobre las aguas profundas, por Dingesmere, hacia Dublín, buscando Ir-landa con vergüenza.
Así también ambos hermanos, el príncipe y el rey, buscaron su hogar, la tierra de los Sajones del Oeste, exultantes. Dejaron atrás a los carroñeros que se repartían los cuerpos: el negro cuer-vo con su pico encorvado, vestido de oscuro, el águila marrón con plumas blancas en su cola, el codicioso halcón de la guerra,  y aquella bestia gris, el lobo del bosque.
No había ocurrido hasta ahora a ninguna gente en esta isla matanza más grande por el filo de la espada, según nos dicen los libros y los sabios de antaño, desde que del este vinieron hacia aquí, sobre anchos mares, anglos y sajones: los orgullosos herre-ros de la guerra que vinieron a Bretaña, vencieron a los galeses, deseosos de gloria, y conquistaron su tierra.

 
The Battle of Brunanburh
Traducción de la "Oda de Brunanburh"                                                                                                     al inglés moderno de Lord Alfred Tensión

Constantinus, King of the Scots, after having sworn allegiance to Athelstan, allied himself with the Danes of Ireland under Anlaf, and invading England, was defea-ted by Athelstan and his brother Edmund with great slaughter at Brunanburh in the year 937.

Athelstan King, Lord among Earls, Bracelet-bestower and
Baron of Barons,
He with his brother,
Edmund Atheling,
Gaining a lifelong
Glory in battle,
Slew with the sword-edge
There by Brunanburh,
Brake the shield-wall,
Hew'd the lindenwood,
Hack'd the battleshield,
Sons of Edward with hammer'd brands.
Theirs was a greatness
Got from their Grandsires-
Theirs that so often in Strife with their enemies
Struck for their hoards and their hearths and their homes.
Bow'd the spoiler,
Bent the Scotsman,
Fell the ship crews
Doom'd to the death.
All the field with blood of the fighters
Flow'd from when first the great
Sun-star of morning tide,
Lamp of the Lord God
Lord everlasting,
Glode over earth till the glorious creature
Sank to his setting.
There lay many a man
Marr'd by the javelin,
Men of the Northland
Shot over shield.
There was the Scotsman
Weary of war.
We the West-Saxons,
Long as the daylight
Lasted, in companies
Troubled the track of the host that we hated
Grimly with swords that were sharp from the grindstone
Fiercely we hack'd at the flyers before us.
Mighty the Mercian,
Hard was his hand-play,
Sparing not any of
Those that with Anlaf,
Warriors over the
Weltering waters
Borne in the bark's-bosom
Drew to this island
Doom'd to the death.
Five young kings put asleep by the sword-stroke,
Seven strong earls of the army of Anlaf
Fell on the war-field, numberless numbers,
Shipmen and Scotsmen.
Then the Norse leader-
Dire was his need of it,
Few were his following,
Fled to his war ship:
Fleeted his vessel to sea with the king in it,
Saving his life on the fallow flood.
Also the crafty one,
Constantinus,
Crept to his north again,
Hoar-headed hero!
Slender warrant had
He to be proud of
The welcome of war-knives-
He that was reft of his
Folk and his friends that had
Fallen in conflict,
Leaving his son too
Lost in the carnage,
Mangled to morsels,
A youngster in war!
Slender reason had
He to be glad of
The clash of the war glaive-
Traitor and trickster
And spurner of treaties-
He nor had Anlaf
With armies so broken
A reason for bragging
That they had the better
In perils of battle
On places of slaughter,
The struggle of standards,
The rush of the javelins,
The crash of the charges,
The wielding of weapons-
The play that they play'd with
The children of Edward.
Then with their nail'd prows
Parted the Norsemen, a
Blood-redden'd relic
of javelins over
The jarring breaker, the deep-sea billow,
Shaping their way toward Dyflen again,
Shamed in their souls.
Also the brethren,
King and Atheling,
Each in his glory,
Went to his own in his own West-Saxonland,
Glad of the war.
Many a carcase they left to be carrion,
Many a livid one, many a sallow-skin-
Left for the white tail'd eagle to tear it, and
Left for the horny nibb'd raven to rend it, and
Gave to the garbaging war-hawk to gorge it, and
That gray beast, the wolf of the weald.
Never had huger
Slaughter of heroes
Slain by the sword-edge-
Such as old writers
Have writ of in histories-
Hapt in this isle, since
Up from the East hither
Saxon and Angle from
Over the broad billow
Broke into Britain with
Haughty war-workers who
Harried the Welshman, when
Earls that were lured by the
Hunger of glory gat
Hold of the land.


La batalla de Maldon



Este poema describe la batalla que tuvo lugar el 10 u 11 de Agosto del año 991. Los vikingos llegan a la costa de Wessex y solicitan permiso para subir a combatir a tie-rra firme. Byrhtnoth, alcalde de Essex, les concede el pasaje. El poema ha sido in-terpretado diversamente como una disculpa, una justificación o una crítica de este acto de arrojo, que los sajones terminan pagando con sus vidas. Encontramos en Maldon un claro ejemplo del código heroico germánico: la narración establece un fuerte contraste entre el proceder de Godric y sus hermanos, que escapan cobar-demente, con la noble actitud de los demás guerreros que, perdida toda esperanza, desdeñan de todos modos la huida y combaten por su honor hasta morir.

...fue roto. Pidió entonces a cada guerrero que dejara su ca-ballo y lo alejara, que avanzara poniendo atención a sus manos y al noble coraje.
Cuando el pariente de Offa se dio cuenta que el alcalde no iba a tolerar cobardías dejó que el querido halcón volara de su mano al bosque, y entró en la batalla. Quien lo hubiera visto em-puñar las armas hubiera comprendido enseguida que el joven no iba a flaquear en la lucha.
También Eadric seguiría al líder, su señor, en la batalla. Co-menzó a avanzar, llevando su lanza al combate. No le faltaría co-raje mientras pudiere sostener con sus manos espada y escudo, cumpliría su promesa de luchar ante el Earl.
Byrhtnoth comenzó entonces a arengar a sus tropas. Desde su caballo instruyó a sus hombres; les dijo cómo pararse y man-tener su posición; les pidió que aferraran bien sus escudos, con sus manos firmes, y que no temieran. Una vez que sus guerreros estuvieron bien formados, Byrhtnoth se apeó entre sus hombres, donde más le gustaba estar: allí donde él sabía más fiel a su sé-quito.
Fue entonces que el mensajero vikingo gritó ásperamente, habló con palabras. Arrojó hacia el Earl, parado en la otra costa, el amenazante mensaje de los hombres del mar:
"Me envían a ti valientes navegantes. Me han ordenado que te diga que puedes enviar anillos como rescate. Y es preferible para vosotros evitar este torrente de lanzas  pagando un tributo, a que libremos tan dura batalla. No hay razón para que nos des-truyamos mutamente si sois lo suficientemente ricos. Os dare-mos tregua a cambio del oro. Si tú, que eres aquí el más podero-so, decides pagar rescate por tu gente, dar a los hombres del mar las riquezas que exijan y aceptar nuestra tregua, nos iremos con el tributo a nuestras naves, nos alejaremos sobre las aguas y os dejaremos en paz".
Byrhtnoth habló, levantó su escudo. Agitó su esbelta lanza de fresno; habló con palabras. Enojado y resuelto, les dio res-puesta:
"¿Escuchas, oh navegante, lo que te dice esta gente? Como todo tributo os darán puntas de lanza envenenadas y antiguas espadas; aparejos que en la batalla os servirán de poco. Mensaje-ro de vikingos, respóndeles así, lleva a tus gentes el siguiente mensaje, mucho más odioso que el que ellos esperan:
Aquí está, firme entre sus huestes, el no menos respetable de los earls, que defenderá este reino, el país de Aethelred, la tierra y la gente de mi señor. ¡En la batalla caerán los paganos! Creo que sería una vergüenza si os fuerais con nuestro pago a vuestras naves, sin ser enfrentados, ahora que os habéis adentrado tanto en nuestra tierra. Nuestras riquezas no irán tan fácilmente hacia vuestro lado. Antes de que os entreguemos tributo deberán ar-bitrar entre nosotros la punta de la lanza y el filo de la espada, el feroz juego de la guerra".
Byrhtnoth ordenó entonces a sus guerreros que avanzaran con sus escudos hasta que todos llegaron a la margen del río. Allí, debido al agua, ninguno de los dos bandos podía alcanzar al otro. A la marea baja sucedió la creciente: las aguas se encon-traron. Demasiado larga les pareció la espera hasta que pudieron entrechocar sus lanzas.
Así permanecieron, formados en márgenes opuestas del río Pant, la vanguardia de los sajones del oeste y las huestes de las naves de fresno. Debido al agua que se interponía, ninguno de ellos podía herir a los otros, excepto aquellos que fueran muer-tos por el vuelo de la flecha.
La marea bajó. Los navegantes se erguían listos, las huestes vikingas ansiando el combate. El señor de héroes ordenó enton-ces defender el puente a un duro guerrero —su nombre era Wulfstan, valiente entre los suyos. Fue él, el hijo de Ceola, quien derribó al primer hombre con su lanza cuando éste subió, audaz, al puente.
Acompañaban a Wulfstan intrépidos guerreros: Aelfere y Maccus, dos valientes que nunca abandonarían el vado, sino que lo defenderían con firmeza contra los atacantes mientras pudie-ran empuñar las armas. Así, cuando los odiados forasteros caye-ron en la cuenta de cuán enconados eran los defensores del puente (cuando comprendieron y vieron claramente que se en-frentaban en el puente a feroces guardianes), pidieron con enga-ños que se les diera pasaje a tierra firme, que se les permitiera cruzar, guiar a sus hombres a través del vado.
Entonces Byrhtnoth, arrastrado por su temeridad, cedió a esa odiada gente demasiada tierra. Sus hombres escucharon cuando el hijo de Byrhthelm  gritó a través de las frías aguas: "El camino está abierto para ustedes. Venid rápido a nosotros, hom-bres al combate. Sólo Dios sabe quién dominará el campo de ba-talla".
Los lobos de la matanza  avanzaron sin prestar atención al agua. Las tropas vikingas cruzaron a través del Pant, hacia el oes-te, en alto los escudos sobre las brillantes aguas, los hombres de las naves hacia la tierra.
Haciendo frente a estos feroces hombres aguardaban listos Byrhtnoth y sus guerreros. Byrhtnoth ordenó armar el vallado de escudos y pidió a sus huestes que se mantuvieran firmes con-tra el enemigo. El combate estaba cerca, la gloria en la batalla. Había llegado el momento en que caerían aquellos hombres des-tinados a morir. Se elevó un clamor; los cuervos volaban en círculo, también el águila ansiosa de carroña.
Hubo un tumulto en la tierra. Las agudas lanzas y afilados dardos volaron de los puños. Los arcos dispararon, los escudos recibieron a las puntas de las lanzas. La batalla era encarnizada: de ambos lados caían los hombres y morían jóvenes guerreros.
Wulfmaer cayó herido, el pariente de Byrhtnoth eligió su re-poso en el campo de batalla. El hijo de su hermana cayó derriba-do, destruido por las espadas. Pero esto fue luego retribuido a los vikingos: me han contado que Eadward atacó a uno sin esca-timar fuerzas en la estocada, con tanta violencia que el aciago guerrero cayó allí mismo, muerto a sus pies. Byrhtnoth le agra-deció luego esta hazaña apenas tuvo ocasión.
Así se mantuvieron, resueltos, los jóvenes guerreros en la lu-cha, observando ansiosos quién podría ser el primero en arran-car con su lanza una vida entre los hombres destinados a morir, los guerreros con sus armas. Los muertos cayeron al suelo, los demás se mantuvieron firmes.
Byrhtnoth exhortó a sus hombres, ordenó a cada uno de los guerreros que quisiera lograr la gloria sobre los daneses que se concentrara en la batalla.
Avanzó entonces un vikingo endurecido por la guerra, le-vantó su arma y su escudo en defensa, y se dirigió hacia el gue-rrero. Byrhtnoth avanzó resueltamente contra el campesino; ca-da uno albergaba maldad hacia el otro. El hombre del mar arro-jó su lanza sureña, y ésta hirió al señor de guerreros. Byrhtnoth la golpeó con su escudo, partiendo la lanza y empujando la pun-ta, que saltó fuera de la herida. El guerrero, enfurecido, clavó en-tonces su lanza en el soberbio vikingo que lo había atacado; hi-zo que su arma atravesara la garganta del joven guerrero,  guió su mano hasta que ésta alcanzó la vida del repentino atacante. Se lanzó enseguida sobre otro, partió al enemigo su cota de malla, y éste quedó herido en el pecho a través de su coraza, la punta mortal clavada en su corazón. Byrhtnoth se alegró, rió el valien-te hombre, dio al Creador gracias por los trabajos de ese día que el Señor le había otorgado.
Entonces uno de los vikingos dejó salir una lanza de su ma-no, volar desde su puño, y ésta se clavó profundamente en el no-ble vasallo de Aethelred.  A su lado estaba un joven guerrero, Wulfmaer, hijo de Wulfstan, un mozo en el campo de batalla, que arrancó de Byrhtnoth la sangrienta lanza y la arrojó de vuel-ta con todas sus fuerzas; su punta se clavó e hizo caer a tierra a aquel que acababa de herir tan gravemente a su señor.
Avanzó entonces otro hombre hacia el guerrero. Quería qui-tarle a Byrhtnoth sus riquezas: su armadura, anillos y adornada espada. Byrhtnoth sacó de su funda la hoja, ancha y de brillante filo, y trató de clavársela en su cota de malla. Pero otro de los hombres del mar lo impidió tan bruscamente que mutiló el bra-zo del caballero.  Cayó entonces al suelo la espada de dorada empuñadura: ya no pudo Byrhtnoth sostener su duro sable, es-grimir el arma. Tuvo aún una palabra el canoso guerrero, arengó a sus hombres, pidió que avanzaran a sus nobles compañeros. No pudo luego sostenerse en pie por mucho tiempo más; miró hacia los cielos:
"Te doy las gracias, Señor de las gentes, por todas las alegrías que he tenido en este mundo. Ahora tengo, piadoso Creador, la más grande necesidad de que otorgues bendición a mi espíritu: que mi alma pueda viajar hacia ti, hacia tus dominios, señor de los ángeles, partir en paz. Te suplico que no permitas que la hu-millen los enemigos infernales".
Allí lo mataron los hombres paganos y también a los dos guerreros que estaban a su lado: Aelfnoth y Wulfmaer. Ambos entregaron su vida y yacieron junto a su señor.
Fue entonces que escaparon de la batalla los que no querían estar allí.
Fueron los hijos de Odda los primeros en huir: Godric esca-pó del combate y dejó atrás al generoso Byrhtnoth, que le había regalado a menudo más de un corcel; montó el caballo que había pertenecido a su señor, sobre esa montura a la que no tenía de-recho, y sus dos hermanos con él, ambos escaparon, Godwine y Godwig.
No pensaron en la batalla, sino que escaparon de la lucha y buscaron el bosque, huyeron a ese refugio y salvaron sus vidas, y también muchos más hombres [escaparon] que lo que hubiera sido apropiado, si todos ellos hubieran recordado los favores que Byrhtnoth les había concedido para beneficiarlos. Así había advertido Offa a Byrhtnoth ese mismo día, en el lugar de la asamblea, en el que había invocado a una reunión: que muchos de los que allí habían hablado con valor no resistirían luego an-te el peligro.
El líder de las tropas, el guerrero de Aethelred, yacía allí de-rribado: todo su séquito pudo ver que su señor yacía muerto. Los orgullosos guerreros, los hombres intrépidos, regresaron entonces a la lucha. Se apuraron anhelantes, pues querían una de estas dos cosas: dejar allí la vida o vengar a su querido señor.
Así habló Aelfwine, hijo de Aelfric, un guerrero joven en in-viernos, los arengó con palabras, habló con valor: "Recuerdo los discursos que a menudo pronunciábamos sobre el hidromiel, las promesas hechas sobre el banco por los héroes en la sala, acerca de la dura batalla. Ahora sabremos quién es en verdad valiente. Quiero hacer saber a todos mi alta ascendencia: Que yo era en Mercia de gran linaje; mi abuelo era Ealhelm, un noble sabio y próspero. No tendrán que reclamarme los guerreros de esta tie-rra que yo haya querido abandonar este ejército para buscar mi suelo, ahora que mi señor yace derribado en la batalla. Mi pena es la más grande: él era a la vez mi pariente y mi señor".
Entonces avanzó, la furia volvió a él y alcanzó a uno con la punta de su lanza, al navegante entre su gente, lo derribó con su arma; comenzó luego a arengar a amigos, camaradas y compañe-ros para que avanzaran.
Después habló Offa, agitó su lanza de madera de fresno: "Bien por ti Aelfwine, que has hecho recordar lo desesperado de la situación a cada guerrero. Ahora que nuestro señor ha caído, el guerrero sobre la tierra, necesitamos que cada uno exhorte al otro a la batalla, mientras pueda blandir y sostener su arma, du-ra hoja, lanza y buena espada. A todos nos ha traicionado el co-barde hijo de Odda. Pensaron de ello muchos hombres, cuando él cabalgó sobre el caballo, sobre ese soberbio corcel, que se tra-taba de nuestro señor, y por ello quedamos dispersos por el cam-po de batalla, y el muro de escudos se hizo añicos. ¡Maldito sea su proceder, que hizo huir a tantos hombres!"
Leofsunu habló y levantó su escudo, respondió al guerrero: "Esto yo prometo: que desde aquí no retrocederé ni un paso, si-no que seguiré avanzando, vengaré a mi señor en la lucha. No deberán reclamarme con palabras los firmes héroes de Sturmere, que haya partido yo a mi hogar, huido de la batalla —ahora que mi señor ha muerto— sino que me tomarán las armas, la lanza o el hierro" Avanzó resuelto, desdeñó la huida.
Entonces habló Dunnere, agitó su lanza, un simple hombre libre, exclamó sobre todos, pidió que cada guerrero vengara a Byrhtnoth: "No puede retroceder aquel que quiera vengar al se-ñor de las gentes, ni preocuparse por su propia vida".
Comenzaron entonces las mesnadas a pelear duramente, fe-roces portadores de las lanzas, y pidieron a Dios lograr la ven-ganza de su señor, poder causar gran daño a sus enemigos.
El rehén los ayudó animoso. Su nombre era Aescferth, el hi-jo de Ecglaf, y era en Nortumbria de bravo linaje. No retroce-dió nunca en el juego de la guerra sino que lanzó flechas con fre-cuencia, alcanzando a veces un escudo, lacerando a veces a un hombre, e hiriendo guerreros una y otra vez, mientras pudo sos-tener su arma.
Eadward el largo estaba entonces todavía en la vanguardia. Listo y ansioso, alardeó que no cedería ni un pie de tierra, que no retrocedería en absoluto ahora que su señor yacía muerto. Rompió el muro de escudos y luchó contra los guerreros, infli-gió a los hombres del mar una venganza digna de su señor, has-ta que yació entre los caídos.
Así también hizo Aetheric, noble compañero, embravecido y ansioso de avanzar: luchó con denuedo. El hermano de Sibyrht, y muchos otros más partieron los cóncavos escudos, combatieron con coraje: el borde del escudo se hizo añicos, el ar-nés cantó una de sus horrendas canciones.
Entonces Offa mató en combate al hombre del mar, lo derri-bó y éste cayó al suelo. Pero luego el pariente de Gadda  buscó también la tierra: cayó bruscamente, derribado en la lucha. Ya había llevado a cabo, sin embargo, aquello que le había ordena-do su señor. Así había prometido él a su dador de anillos: que ambos regresarían juntos al pueblo, ilesos a su hogar, o caerían luchando, morirían por las heridas en el campo de batalla. Yació entonces noblemente, al lado de su señor.
Hubo entonces estallido de escudos: los hombres del mar avanzaban enardecidos por el combate, las lanzas atravesaban a menudo la casa de la vida  de aquellos destinados a morir. Wis-tan avanzó, el hijo de Wurstan peleó contra los guerreros, fue entre la multitud el matador de tres vikingos, antes de yacer, el hijo de Wigelin, entre los caídos.
Hubo allí grave asamblea.  Los guerreros se mantuvieron fir-mes en el combate. Algunos perecieron agobiados por las heri-das; los muertos caían a tierra. Todo este tiempo Eadwold y Os-wold, ambos hermanos, arengaron a los hombres, pidieron con palabras a sus compañeros que resistieran ante el peligro, que usaran sus armas con valentía.
Entonces habló Bryhtwold, el anciano guerrero levantó su escudo, blandió su lanza de fresno, instó con fervor a los demás guerreros: "Más firme será nuestro propósito, más animoso el corazón, más grande el coraje, cuanto menor sea nuestra fuerza. Aquí yace nuestro señor, hecho pedazos, el que más valía, en el polvo. Aquel que piense en huir de este juego guerrero lo lamen-tará para siempre. Mi vida ha sido larga; no me iré de aquí. Ya-ceré tendido al lado de mi señor, de ese hombre tan querido"
Así también arengó a todos Godric, el hijo de Aethelgar. Arrojó a los vikingos lanzas y dardos de muerte y avanzó el pri-mero entre esas tropas, matando e hiriendo, hasta que él mismo cayó en la batalla.
Éste no era el Godric que huyó...

 
Wið ymbe
Conjuro contra un enjambre de abejas


La primera parte de este conjuro consiste en una declaración del poder de la tie-rra. La segunda parte insta al enjambre a bajar al suelo. Según R.K. Gordon, la ex-presión "mujeres de la victoria" es un elogio destinado a propiciar a las abejas: el propósito de este conjuro no sería impedir que se forme el enjambre, sino evitar que éste se aleje.

Contra un enjambre de abejas. Toma tierra, arrójala con tu mano derecha bajo tu pie derecho y di:

¡Lo atrapo bajo mi pie, lo he encontrado!

¡Sí! La tierra tiene poder contra todas las criaturas
y contra la malicia y contra la negligencia,
y contra el poder de la lengua de los hombres.

Arrójales tierra, cuando formen un enjambre, y di:

¡Deteneos, mujeres de la victoria, descended a la tierra!
¡No seáis salvajes, no escapéis más al bosque!
Pensad tanto en mi bienestar
como cada uno de los hombres piensa en su hogar
y su sustento.
  Wið færstice
Conjuro contra un dolor repentino


Este conjuro tiene como propósito curar el dolor causado por una 'pequeña lan-za', clavada en el paciente por elfos, viejas brujas o dioses paganos. Debe recitarse después de preparar un líquido con distintas hierbas curativas. Pronunciado en voz alta, logrará que la aflicción deje el cuerpo del paciente y huya hacia las mon-tañas. El conjuro se refiere vagamente a antiguas tradiciones germánicas de elfos y herreros mágicos; las "poderosas mujeres" de las que habla son probablemente las valquirias.

Contra una puntada repentina: Manzanilla y la ortiga roja, que crece a través de la casa, y llantén mayor; hervir en manteca.
Resonantes eran ellas, sí, resonantes, cuando cabalgaban so-bre la colina. Resueltas eran, cuando cabalgaban sobre la tierra. ¡Protégete ahora, para que puedas escapar de esta aflicción! ¡Fuera, pequeña lanza, si estás adentro! Yo estuve bajo los tilos, bajo una liviana coraza donde las poderosas mujeres alistaban sus fuerzas y arrojaban gritando sus lanzas. Yo les devolveré otra: una flecha voladora contra ellas.
¡Fuera, pequeña lanza, si es que está adentro!
Un herrero se sentó, forjó un pequeño cuchillo, Con el hierro lo hirió gravemente: ¡Fuera, pequeña lanza, si estás adentro!
Seis herreros se sentaron, forjaron lanzas de muerte: ¡Fuera pequeña lanza! ¡No estés adentro, lanza!
¡Sí hay adentro algo de hierro, obra de viejas brujas, se de-rretirá!
Si fuiste herido en la piel, o fuiste herido en la carne O fuiste herido en la sangre, o fuiste herido en el hueso O fuiste herido en la pierna, que nunca se dañe tu vida.
Si es un dardo de los dioses o un dardo de los elfos O un dardo de las brujas, yo te ayudaré ahora: Esto para curarte de un dardo de los dioses, esto para curar-
te de un dardo de los elfos, Esto para curarte de un dardo de las brujas: ¡yo te ayudaré! Escapa hacia la cumbre de la montaña; ¡Sánate! ¡Que Dios te ayude!
Tomar luego el cuchillo, colocar en el líquido.
  Æcerbot
Conjuro para un campo yermo


Este conjuro tiene por objetivo restaurar la fertilidad de un campo y lograr una buena cosecha. La primera parte consiste en una compleja ceremonia que involu-cra bendecir tierra, ramas y hierbas del campo con agua bendita y misas cristianas. La segunda parte, que traducimos aquí, combina elementos cristianos y paganos: Invoca a Cristo y a la Virgen, pero también a Erce, madre de la tierra.

He aquí el remedio con el que puedes mejorar tus tierras, si éstas no producen bien, o si algún daño les ha sido causado por hechicería o brujería...
Gira tres veces siguiendo el trayecto del sol, luego acuéstate en el suelo y repite las letanías; luego di: sanctus, sanctus, sanc-tus, hasta el final. Canta luego el Benedicte con los brazos exten-didos, y el Magnificat y el Paternoster tres veces, y entrégalo a la alabanza de Cristo y Santa María y la Sagrada Cruz y al benefi-cio del dueño de este campo, y de todos aquellos que estén bajo su mando. Una vez hecho esto, hay que tomar de los mendigos semillas desconocidas y devolverles luego el doble de la cantidad tomada. Junta luego todas las herramientas del arado; coloca la rama en incienso e hinojo y jabón santo y santa sal.
Toma luego las semillas, colócalas en el cuerpo del arado y di:
Erce, Erce, Erce, madre de la tierra
Que el Todopoderoso, el Señor, te otorgue
Campos que crezcan y produzcan
Fértiles y prósperos
Abundancia de cosechas de mijo
Y de amplias cosechas de cebada
Y de blancas cosechas de trigo
Y de todas las cosechas de la tierra. Que el eterno Señor Y sus santos que están en el cielo Protejan a su campo de todos los enemigos Y contra todo mal Y contra todas las hechicerías que se siembran A lo largo y a lo ancho de la tierra Ahora ruego al Poderoso que creó a este mundo Que no haya mujer con tal elocuencia Ni hombre con tales poderes Que alcancen a distorsionar estas palabras. Debe empujarse entonces el arado para abrir el primer surco. Luego di: ¡Salve, oh Tierra, madre de los hombres! Sé fértil en los brazos de Dios, Llena de alimento para dar a los hombres.
Luego toma comida de todo tipo y haz que horneen un pan tan ancho como las palmas de las manos y amasado con leche y con agua bendita, y colócalo en el primer surco. Luego di:
Un campo repleto de alimento para la humanidad
Oh, campo que creces reluciente, bendito seas
en el santo nombre de Aquel que creó el cielo
y la tierra en la que habitamos.
Que el Dios que creó estas tierras nos otorgue
Prósperos regalos, que cada una de las semillas
Nos sirva de sustento.
Di luego tres veces: "Crescite, in nomine patris sit benedicti. Amen" y recita el Paternoster tres veces.
 
Elegía del hombre errante


Como las demás elegías anglosajonas, este poema subraya el carácter transitorio y efímero de los placeres de este mundo. El protagonista es un guerrero que ha co-nocido la felicidad en el pasado, pero que luego lo ha perdido todo. Triste y soli-tario, se ve obligado a recorrer los "caminos del exilio" pensando en glorias pasa-das, esperando encontrar a alguien que consuele su dolor. Sus recuerdos de un es-plendor perdido sirven para ejemplificar la impermanencia de la existencia huma-na. El poema termina con una exhortación cristiana a buscar seguridad y estabili-dad en el Padre de los Cielos.

A menudo el hombre solitario implora piedad, la misericor-dia del Creador, aunque deba recorrer siempre los caminos del exilio, acuciado por pesares, atravesar largamente las aguas, agitar con las manos  los mares helados. El destino ha sido cum-plido.
De esta forma habló el viajero, recordando sus pesares, crue-les matanzas, la caída de sus gentes:
"Cada madrugada me veo obligado a decir mis penas en so-ledad. No hay ya nadie entre los vivos a quien yo me atreva a decir mis sentimientos. Sé que es de hecho una noble vir-tud en un hombre el sujetar su pecho, retener su corazón, piense éste lo que piense.
No podrá un espíritu cansado enfrentar al destino, ni una mente atribulada servir de ayuda, y es por ello que aquellos ansiosos de fama retienen sus pesares en su propio corazón. Así, yo también debo encadenar mi sentir —atormentado y triste, alejado de mi hogar, extrañando a mi gente— desde que hace ya años la oscura tierra envolvió a mi señor y yo de-bí partir, miserablemente, desolado como el invierno, sobre las olas, buscando un dador de tesoros, un lugar donde —cerca o lejos— pudiera encontrar en la sala a aquel que co-nozca a los míos,  a un señor que consuele a este hombre fal-to de amigos y lo agasaje con júbilo.
Sabe el que conoce la adversidad cuán cruel es la angus-tia como compañera para aquel que tiene pocos confidentes. Lo reclaman siempre los caminos del exilio, nunca el oro for-jado; siempre el corazón helado, nunca las glorias de esta tie-rra. Sus pesares le hacen recordar a los hombres en la sala, la entrega de tesoros, y cómo en su juventud lo agasajaba su se-ñor. Pero todos esos goces se han ido.
Sabe esto bien quien se ve forzado a dejar atrás los con-sejos de su querido señor: que cuando la pena y el sueño aquejan juntos al triste viajero, imagina éste que abraza y be-sa a su señor y deposita en su rodilla su cabeza y su mano co-mo hacía antaño, en días pasados, cuando disfrutaba de los beneficios del trono. Pero luego despierta el hombre sin ami-gos, ve ante sí las flavas olas, las aves marinas que se bañan peinando sus plumas, la escarcha que cae y la nieve que se arremolina en el granizo. Se vuelven entonces aún más pro-fundas las heridas de su corazón, doliente por su querido se-ñor; sus penas se renuevan.
Cada vez que la memoria de su gente pasa por su mente, el viajero saluda con júbilo, observa ansioso a los compañe-ros de los hombres, pero éstos siempre se alejan. Las mentes de los que flotan no traen palabras conocidas.  Los pesares regresan a aquel que debe enviar siempre a su espíritu sobre las olas.
No debo por ende preguntarme, mientras atravieso este mundo, cómo es que mi mente no se ennegrece cuando pien-so en la vida entera de los earls, cuán bruscamente han aban-donado el suelo  los orgullosos caballeros. Así también en esta tierra media, cada uno de los días perece y decae."
Es así que ningún hombre se vuelve sabio antes de haber te-nido en este mundo su porción de inviernos. El hombre sabio debe ser paciente: no debe ser iracundo, ni apresurado en su ha-blar, ni un guerrero débil, ni precipitado, ni temeroso, ni resig-nado, ni codicioso, ni jactancioso antes de saberlo todo. Cada vez que hace una promesa, el guerrero de espíritu firme debe es-perar hasta saber exactamente hacia dónde tienden los pensa-mientos de su mente.
El guerrero sabio podrá comprender cuán horrible será cuando todas las riquezas de este mundo se hayan consumido, de la misma forma en que en muchos lugares sobre la tierra se yerguen hoy mismo edificios en ruinas, antiguas paredes golpea-das por el viento, cubiertas de hielo. Las salas se han desmoro-nado; sus señores yacen despojados de toda alegría; su séquito ha caído orgulloso ante el muro. La guerra mató a muchos de ellos, los llevó más allá: a uno lo arrastró un pájaro sobre el alto mar, a otro le dio muerte el canoso lobo,  a otro lo escondió un guerrero de rostro entristecido en una fosa en la tierra. Así dañó a esta morada terrena el Creador, hasta que cesó el regocijo de los hombres y las antiguas obras de los gigantes quedaron vacías y en silencio.
Aquel que observara pausadamente esos viejos muros y re-flexionara en profundidad sobre nuestra oscura vida, recordaría un sinnúmero de lejanas batallas, y éstas serían sus palabras:

"¿A dónde se ha ido el caballo?
¿A dónde las gentes?
¿Dónde está el distribuidor de tesoros?
¿A dónde se han ido los lugares de las fiestas?
¿Dónde está la algarabía de la sala?
¡Ay, la brillante copa!
¡Ay, el guerrero de armadura!
¡Ay, la majestad del caballero!

Cómo el tiempo ha pasado, oscurecido bajo el yelmo de la noche, como si todo ello jamás hubiera sido. Se yergue aho-ra tras la partida del amado séquito una alta pared, decorada maravillosamente con formas de serpientes. Los guerreros han sido tomados por la fuerza de las lanzas de fresno —ese arma deseosa de matanzas—; ilustre es su destino. Las lade-ras de piedra son castigadas por las tormentas, contra la tie-rra se estrellan terribles nevadas. Así llega entonces la oscu-ridad, la sombra de la noche, y desde el norte envía al terri-ble granizo que hostiga a los hombres.
Todo es perecedero en esta tierra; las operaciones del destino cambian al mundo bajo los cielos. La riqueza es pa-sajera, los amigos se pierden, el hombre es efímero, los pa-rientes perecen; algún día desaparecerán los mismos cimien-tos de este mundo"

Así habló el sabio de corazón, y se sentó a meditar. Justo es aquel que mantiene su fe; el hombre no debe dejar salir la aflicción de su pecho demasiado pronto, hasta saber cuál es su remedio y conocer la forma de llevarlo a cabo con coraje. Tendrá fortuna aquel que busca la misericordia y el consue-lo del Padre de los cielos, en quien reside para nosotros toda permanencia.
 
La visión de la cruz


Este poema, tradicionalmente considerado el mejor de toda la poesía cristiana an-glosajona, ha sido justamente alabado por la riqueza de su contenido y la comple-jidad de su composición. El poema narra una experiencia mística basada en la per-sonificación de la Cruz; en el relato se funden asimismo la naturaleza divina y hu-mana de Cristo. El texto original pertenece al Libro de Vercelli, pero se han encon-trado además varios versos de este poema tallados en letras rúnicas sobre la cruz de piedra de Ruthwell (Ver apéndice sobre el alfabeto rúnico). Se traducen aquí las líneas 1-77. Muchos autores afirman que la segunda parte del poema es un agrega-do posterior compuesto por otro autor.

Sí, quiero relatar el mejor de los sueños, que acudió a mí a medianoche, cuando aquellos capaces de voz dormían en sus le-chos. Me pareció ver a un maravilloso madero bañado en luz ex-tenderse en el aire, el más resplandeciente de los árboles. Todo ese estandarte estaba cubierto de oro, y hermosas gemas relucían en los extremos de la Tierra; otras cinco había donde los ejes se encontraban. Todos miraban, por eterno decreto, al ángel de Dios: no era aquel por cierto el castigo de un malhechor, sino aquel que observaban los santos espíritus y los hombres en la tierra, y la gloria entera de la Creación. Maravilloso era aquel ár-bol de victoria y yo, condenado por mis pecados, manchado por mis culpas, vi al árbol de gloria, cubierto con ropajes, brillar con júbilo, revestido de oro, adornado con espléndidas gemas, el ár-bol del Señor.
Mas pude percibir a través de ese oro el sufrimiento que de-bieron soportar aquellos desventurados, cuando comenzó a fluir la sangre por su lado derecho. Yo estaba atribulado, atemoriza-do por esa hermosa visión. Vi aquel signo cambiante mudar co-lores y ornamentos —por momentos cubierto de sangre, por momentos revestido de tesoros—. Mas permanecí allí largo rato, contemplé angustiado el árbol del Salvador, hasta que lo escuché pronunciar palabras. La mejor de las maderas comenzó a hablar:
"Sucedió hace mucho tiempo. Pero recuerdo aún que fui ta-lada en un lindero del bosque, arrancada de mi tronco. Se apo-deraron de mí fuertes enemigos; me convirtieron en un espec-táculo para sus propios fines; me ordenaron sostener a sus crimi-nales. Me llevaron los soldados sobre sus hombros hasta que me irguieron en una colina. Suficientes enemigos  me fijaron allí. Entonces vi al rey de los hombres avanzar con valentía para su-bir a mí. No me atreví entonces a doblarme o quebrarme, a de-safiar la palabra del Señor, aunque vi temblar a la misma super-ficie de la tierra. Podría haber derribado a todos sus enemigos, mas debí permanecer firme.
Se desvistió entonces ese joven héroe que era Dios Todopo-deroso. Ascendió entonces al alto madero, valiente a la vista de muchos, el que luego liberaría a la humanidad. Temblé cuando me abrazó, mas no me atreví a dejarme caer sobre el suelo, a pre-cipitarme sobre la tierra: debí mantenerme firme.
Cruz fui levantada. Alcé al poderoso Rey, al Señor de los Cielos; no me atreví a inclinarme. Me atravesaron con oscuros clavos, en mí son aún visibles aquellas heridas, esas dentelladas maliciosas. Pero no me atreví a herir a ninguno de ellos.
Se mofaban de ambos, de nosotros dos juntos, yo estaba ba-ñada en la sangre que había manado del lado de aquel Hombre, después de que hubo dado el espíritu. Tremendas aflicciones de-bí soportar sobre esa colina: vi al Señor de las Gentes sufrir tor-mento. Las tinieblas envolvieron con nubes el cuerpo del Señor, a su luz resplandeciente. Las sombras avanzaron, oscuras, bajo el cielo. Toda la Creación lloró, lamentando la muerte del Señor. Cristo estaba en la Cruz.
Mas vinieron luego desde lejos hombres ansiosos hacia el Príncipe;  yo vi todo aquello.
Dolorida estaba yo, angustiada por mis pesares, mas me in-cliné humildemente hacia las manos de esos guerreros, con gran fervor. Se llevaron de allí al Todopoderoso Dios, lo bajaron de esa cruel tortura. Me abandonaron los hombres cubierta de san-gre, herida por las flechas. 
Acostaron allí al hombre extenuado, se colocaron a los lados de la cabeza de su cuerpo, observaron allí al Señor de los Cielos, y éste descansó un tiempo allí, agotado por la terrible pugna.
Comenzaron entonces esos hombres a prepararle un sepul-cro a la vista de quien le había dado muerte.  Tallaron un ataúd de piedra reluciente y colocaron en su interior al Señor de las Victorias. Cantaron entonces una canción doliente, tristes en el atardecer, y partieron luego exhaustos, dejándolo allí en poca compañía.
Mas nosotras  permanecimos allí largo rato, fijas en ese lugar. Las voces de los hombres ascendieron;  el cuerpo se enfrió, esa maravillosa morada de la vida. Entonces nos derribaron, caímos todas a la tierra —ése fue un horrible destino— y fuimos ente-rradas en un pozo profundo.
Mas los sirvientes del Señor, sus amigos, se enteraron de ello y me encontraron, y me cubrieron luego de oro y de plata."

 
Apéndice
El alfabeto rúnico


Las runas, antiguo alfabeto de las gentes germánicas, fueron uti-lizadas durante más de diez siglos para escribir formas arcaicas del sueco, el danés, el noruego, el frisio, el inglés, el franco y el gótico.  Abundan las inscripciones en cuchillos, fíbulas, anillos, medallones y piedras.
Las runas nunca fueron un alfabeto literario. Se las utilizó mayormente para escribir conmemoraciones, epitafios o lacóni-cas declaraciones de autoría, propiedad o herencia. Las inscrip-ciones suelen ser breves; la siguiente, grabada sobre el cuerno de Gallehus, es un buen ejemplo:

"Yo, Hlewagastir, [hijo] de Holti, hice [este cuerno]"

Si bien hay excepcionalmente inscripciones largas y hasta muy largas, la mayoría consta sólo de una o dos palabras, como la que sigue, tallada en una especie de cartuchera de madera:

"Hagidarar hizo [esta caja]"

Las inscripciones más extensas fueron talladas en Suecia du-rante la era vikinga. Veamos por ejemplo la siguiente, grabada en una piedra por órdenes del rey Harald el del Diente Azul:

"El rey Harald hizo erigir este monumento en memoria desu padre Gorm y su madre Thorvi. Éste era el Harald que ganó toda Dinamarca para sí y Noruega, e hizo a los Daneses cristia-nos".

Una piedra cerca de Veda, en Uppland, Suecia, reza:

"Torsten hizo [esta piedra] en memoria de Arnmund, su hi-jo, y compró esta granja, y se enriqueció en el este, en Garðarí-ki".

Una piedra en Grípsholm recuerda a una expedición vikinga que tuvo un final poco feliz:

"Tóla levantó esta piedra en memoria de su hermano Harald, hermano de Ingvar.
Como hombres viajaron lejos a buscar el oro
Y en el este alimentaron al águila.
Murieron en el sur, en Serkland"

De las inscripciones rúnicas de la Inglaterra anglosajona, la más excepcional es la que aparece en la cruz de Ruthwell. Con-siste en un fragmento, escrito en runas, del poema anglosajón ti-tulado La Visión de la Cruz, que Borges menciona en su sexta clase.

Procedencia y orígenes
El origen de este alfabeto ha sido siempre un tema de debate entre los estudiosos; existen varias teorías diferentes. Algunos autores han intentado demostrar que las runas proceden del al-fabeto latino o del griego. Más recientemente se ha sugerido que descienden de los alfabetos noritálicos utilizados por los etrus-cos. El investigador danés Erik Moltke ha sugerido asimismo que el alfabeto rúnico puede ser obra de tribus germánicas que habitaban al sur de Jutlandia, en Dinamarca. Ninguna de estas hipótesis ha podido ser demostrada aún.
Con respecto a la época de su creación, la mayoría de los in-vestigadores coinciden en afirmar que el alfabeto rúnico debe haber sido inventado en algún momento cercano a los comien-zos de nuestra era.
La mayoría de las inscripciones han sido encontradas en Sue-cia; las hay también en Noruega, Dinamarca y Alemania y ha ha-bido también hallazgos en lugares distantes como Rumania o Hungría. Anglos y sajones las llevaron desde el continente a In-glaterra a través del Canal de la Mancha; los vikingos llevaron consigo el alfabeto rúnico a regiones aún más remotas. En el sue-lo de mármol de la catedral de Hagia Sophia, en Estambul, un hombre del norte talló una inscripción. Los siglos la han borra-do, pero todavía puede leerse su nombre escrito en letras rúni-cas: Halfdan.
Las runas comenzaron a perder terreno en las distintas re-giones en que eran utilizadas con la llegada del Cristianismo, a medida que crecía la influencia del alfabeto romano. En Inglate-rra se las abandonó cerca del año 1000; en Escandinavia conti-nuaron en uso hasta entrada la Edad Media y se las siguió utili-zando con fines anticuarios hasta nuestros días.

Forma y características
Las runas deben su apariencia angular al hecho de que fue-ron inventadas para ser talladas en superficies duras. Muy pro-bablemente, la madera era el material más utilizado para escribir con runas. Sin embargo, la madera no se conserva bien y ésta es probablemente la razón por la que la mayoría de las inscripcio-nes en este alfabeto que han llegado hasta nosotros son aquellas que fueron realizadas en materiales más resistentes, como el me-tal o la piedra.
El alfabeto rúnico recibe el nombre de futhark por las seis primeras letras que lo conforman.  Como muchos otros alfabe-tos, el rúnico sigue el principio acrofónico. Esto significa senci-llamente que a cada runa le corresponde un nombre cuyo primer sonido es —en la mayoría de los casos— el de la runa a la que es-tá asociado.
Estos nombres aparecen por primera vez en manuscritos medievales, pero en realidad son mucho más antiguos: los nom-bres escandinavos coinciden en gran parte con los anglosajones; esto hace suponer que se remontan a un origen germánico co-mún.
El orden de las letras es peculiar, y es posible que obedezca a alguna herramienta mnemónica que se ha perdido.




El futhorc o alfabeto rúnico anglosajón.



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