jueves, 20 de diciembre de 2012

ERNESTO SÁBATO: UNA ENTREVISTA INOLVIDABLE.


Ernesto Sabato ('A Fondo', 1977) 

El año 2012 en la narrativa costarricense por Sergio Arroyo.



20 diciembre 2012


El año 2012 en la narrativa costarricense


Fin de año literario. Como es costumbre, a lo largo de los meses se publicaron ocasionalmente varios libros y al acercarse el fin de año, llegó la lluvia de publicaciones.

Lo más rescatable del 2012 en la literatura de Costa Rica es el continuado abandono del tradicional realismo social, para buscar nuevas formas de representar nuevas realidades. Mientras en otros años el género preferido para esto ha sido la ciencia ficción; en este ha sido la novela negra (una forma de la novela policial que problematiza sobre el trasfondo social e ideológico del crimen y, por ende, sobre la sociedad misma). A decir verdad, el 2012 deberá ser recordado como el año del establecimiento de la novela negra en Costa Rica.


Luego de un trabajo pionero de autores como Óscar Núñez Olivas (El teatro circular, 1997, Premio EDUCA) y Carlos Cortés (Cruz de olvido, 1999) en los últimos años el género recibió un fuerte espaldarazo al ser multipremiadas las novelas de Jorge Méndez-Limbrick Mariposas negras para un asesino yEl laberinto del verdugo, así como la novela de Daniel Quirós, Verano Rojo. Este año, sin el estímulo de premios ni de concursos, vio la publicación de las novelas: Ojos de muertos, de Guillermo Fernández; En la oscurana, de Rodrigo Soto; La huella de los zopilotes, de Francisco J. Dall'annse, que de hecho es una obra escrita por un penalista de profesión, y, finalmente, como síntoma de la madurez de un género, también tenemos la novela que parodia lo policial: Don Juan de los manjares, de Rafael Ángel Herra.

Lo más criticable del año ha sido una general falta de experimentación y de búsqueda estética. Si de algo podemos estar seguros es de que, en literatura, a pesar de lo que se diga, no todo está inventado. Sin embargo, sin la osadía de tratar de descubrir territorios nuevos, es imposible renovar verdaderamente la literatura costarricense.

Generalmente y a riesgo de incurrir en un estereotipo, son los más jóvenes quienes tienen el atrevimiento de experimentar. Sin embargo, en el 2012, han sido dos autores con trayectoria (Alexánder Obando y Fernando Contreras) quienes han explorado más las posibilidades de la narrativa, con sus dos respectivas obras. En el terreno del cuento, Obando publicó el libro Teoría del caos, un extenso volumen que recopila textos producidos a lo largo de más de veinte años (yalgunos de ellos publicados en distintas páginas web) que, en su conjunto, confirman a Alexánder Obando como uno de nuestros más destacados narradores, con algunas piezas que ya se pueden considerar como parte del canon del relato costarricense.

El microrrelato vio la aparición de la primera antología colectiva del género publicada en Costa Rica, como lo es la Antología del Premio Joven Creación 2012, premio que oficialmente da al microrrelato el status de género en nuestro país.

De todos los géneros literarios, es precisamente en el microrrelato en el que se publicó uno de los libros más atrevidos del año, se trata de la segunda entrega de micronarrativa del escritor Fernando Contreras, conFragmentos de la Tierra Prometida, que en un apretado centenar de páginas hace convivir un hervidero de géneros narrativos (anticipación, denuncia social, ¿novela fragmentada?) y una gran cantidad de de referencias culturales que dan lugar a sucesivas relecturas.


Otro elemento positivo fue la publicación de obras de jóvenes que reiteran que las nuevas generaciones sí tienen mucho que decir, como fue el caso de Carlos Alvarado Quesada y de Gabriel Gurdián.

Al terminar el año y realizar un balance de lo que nos dejó la literatura de este 2012, queda cierto sinsabor. Es evidente que, por fin, se está dando una transformación de los temas y las formas; sin embargo, uno siempre quisiera más.

martes, 18 de diciembre de 2012

Miguel de Unamuno (España, 1864-1936)


Miguel de Unamuno
(España, 1864-1936) 
 Filósofo y escritor español, considerado por muchos como uno de los pensadores españoles más destacados de la época moderna. Nacido en Bilbao, Unamuno estudió en la Universidad de Madrid donde se doctoró en filosofía y letras con la tesis titulada Crítica del problema sobre el origen y prehistoria de la raza vasca (1884), que anticipaba sus posturas contrarias al nacionalismo vasco de Sabino Arana. Fue catedrático de griego en la Universidad de Salamanca desde 1891 hasta 1901, en que fue nombrado rector. En 1914 fue obligado a dimitir de su cargo académico por sus ataques a la monarquía de Alfonso XIII, sin embargo, continuó enseñando griego. En 1924 su enfrentamiento con la dictadura de Miguel Primo de Rivera provocó su confinamiento en Fuerteventura (islas Canarias). Más tarde se trasladó a Francia, donde vivió en exilio voluntario hasta 1930, año en que cae el régimen de Primo de Rivera. Unamuno regresó entonces a su cargo de rector en Salamanca, que no abandonaría hasta su muerte. Aunque al principio fue comprensivo con la sublevación del ejército español que enseguida encabezó el general, Francisco Franco, pronto les censuró públicamente: en un acto celebrado en la Universidad de Salamanca, su comentario `venceréis, pero no convenceréis`, provocó la respuesta del general Millán Astray, uno de los sublevados: `¡Viva la muerte y muera la inteligencia!`. Sus últimos días los pasó recluido en su domicilio de Salamanca. Unamuno fue poeta, novelista, autor teatral y crítico literario. Su filosofía, que no era sistemática sino más bien una negación de cualquier sistema y una afirmación de `fe en la fe misma`, impregna toda su producción. Formado intelectualmente en el racionalismo y en el positivismo, durante su juventud simpatizó con el socialismo, escribiendo varios artículos para el periódico El Socialista, donde mostraba su preocupación por la situación de España, siendo en un primer momento favorable a su europeización, aunque posteriormente adoptaría una postura más nacionalista.

Esta preocupación por España (que reflejó en su frase `¡Me duele España!`) se manifiesta en sus ensayos recogidos en sus libros En torno al casticismo (1895), Vida de Don Quijote y Sancho (1905), donde hace del libro cervantino la expresión máxima de la escuela española y permanente modelo de idealismo, y Por tierras de Portugal y España (1911). También son frecuentes los poemas dedicados a exaltar las tierras de Castilla, considerada la médula de España. Más tarde, la influencia de filósofos como Arthur Schopenhaner, Adolf von Harnack o Sören Aabye Kierkegaard, entre otros, y una crisis personal (cuando contaba 33 años) contribuyeron a que rechazara el racionalismo, al que contrapuso la necesidad de una creencia voluntarista de Dios y la consideración del carácter existencial de los hechos. Sus meditaciones (desde una óptica vitalista que anticipa el existencialismo) sobre el sentido de la vida humana, en el que juegan un papel fundamental la idea de la inmortalidad (que daría sentido a la existencia humana) y de un dios (que debe ser el sostén del hombre) son un enfrentamiento entre su razón, que le lleva al escepticismo y su corazón, que necesita desesperadamente de Dios. Aunque sus dos grandes obras sobre estos temas son Del sentimiento trágico de la vida (1913) y La agonía del cristianismo (1925), toda su producción literaria está impregnada de esas preocupaciones. Cultivó todos los géneros literarios. Su narrativa comienza con Paz en la guerra (1897), donde desarrolla la `intrahistoria` galdosiana, y continúa con Niebla (1914) -que llamó nivola, en un intento de renovar las técnicas narrativas-. La tía Tula y San Manuel Bueno, mártir (1933). Entre su obra poética destaca El Cristo de Velázquez (1920), mientras que su teatro ha tenido menos éxito, pues la densidad de ideas no va acompañada de la necesaria fluidez escénica, en este terreno destacan Raquel encadenada (1921), Medea (1933) o El hermano Juan (estrenada en 1954).


Miguel de Unamuno escribió Niebla, en 1907, y desde su primera publicación en 1914 no ha dejado de reeditarse y se ha traducido a multitud de idiomas, lo que prueba su interés y vigencia, pero ¿qué es Niebla? Su autor la calificó de `novela malhumorada`, de `nivola`, de `rechifla amarga`. La realidad supuesta de «Niebla» es la de un caso patológico en busca de su ser a través del diálogo, pero el autor ha organizado esta anécdota en un juego de espejos, un laberinto de apariencias y simulacros donde al final lo único real es el propio acto de lectura que estamos realizando, en el que Unamuno da a sus lectores importancia de re-creadores, de eslabón final de la cadena narrativa.

Miguel de Unamuno
NIEBLA
Se empeña don Miguel de Unamuno en que ponga yo un prólogo a este su libro en que se relata la tan
lamentable historia de mi buen amigo Augusto Pérez y su misteriosa muerte, y yo no puedo menos sino
escribirlo, porque los deseos del señor Unamuno son para mí mandatos, en la más genuina acepción de este
vocablo. Sin haber yo llegado al extremo de escepticismo hamletiano de mi pobre amigo Pérez, que llegó
hasta a dudar de su propia existencia, estoy por lo menos firmemente persuadido de que carezco de eso que
los psicólogos llaman libre albedrío, aunque para mi consuelo creo también que tampoco goza don Miguel
de él.
Parecerá acaso extraño a alguno de nuestros lectores que sea yo, un perfecto desconocido en la república
de las letras españolas, quien prologue un libro de don Miguel que es ya ventajosamente conocido en ella,
cuando la costumbre es que sean los escritores más conocidos los que hagan en los prólogos la presentación
de aquellos otros que lo sean menos. Pero es que nos hemos puesto de acuerdo don Miguel y yo para alterar
esta perniciosa costumbre, invirtiendo los términos, y que sea el desconocido el que al conocido presente.
Porque en rigor los libros más se compran por el cuerpo del texto que no por el prólogo, y es natural por lo
tanto que cuando un joven principiante como yo desee darse a conocer, en vez de pedir a un veterano de las
letras que le escriba un prólogo de presentación, debe rogarle que le permita ponérselo a una de sus obras.
Y esto es a la vez resolver uno de los problemas de ese eterno pleito de los jóvenes y los viejos.
Unenme, además, no pocos lazos con don Miguel de Unamuno. Aparte de que este señor saca a relucir en
este libro, sea novela o nivola ––y conste que esto de la nivola es invención mía––, no pocos dichos y
conversaciones que con el malogrado Augusto Pérez tuve, y que narra también en ella la historia del nacimiento
de mi tardío hijo Victorcito, parece que tengo algún lejano parentesco con don Miguel, ya que mi
apellido es el de uno de sus antepasados, según doctísimas investigaciones genealógicas de mi amigo
Antolín S. Paparrigópulos, tan conocido en el mundo de la erudición.
Yo no puedo prever ni la acogida que esta nivola obtendrá de.parte del público que lee a don Miguel, ni
cómo se la tomarán a éste. Hace algún tiempo que vengo siguiendo con alguna atención la lucha que don
Miguel ha entablado con la ingenuidad pública, y estoy verdaderamenté asombrado de lo profunda y
cándida que es ésta. Con ocasión de sus artículos en el Mundo Gráfico y en alguna otra publicación
análoga, ha recibido don Miguel algunas cartas y recortes de periódicos de provincias que ponen de
manifiesto los tesoros de candidez ingenua y de simplicidad palomina que todavía se conservan en nuestro
pueblo. Una vez comentan aquella su frase de que el señor Cervantes (don Miguel) no carecía de algún
ingenio, y parece se escandalizan de la irreverencia; otra se enternecen por esas sus melancólicas
reflexiones sobre la caída de las hojas; ya se entusiasman por su grito ¡guerra a la guerra! que le arrancó el
dolor de ver que los hombres se mueren aunque no los maten; ya reproducen aquel puñado de verdades no
paradójicas que publicó después de haberlas recogido por todos los cafés, círculos y cotarrillos, donde
andaban podridas de puro manoseadas y hediendo a ramplonería ambiente, por lo que las reconocieron
como suyas los que las reprodujeron, y hasta ha habido palomilla sin hiel que se ha indignado de que este
logómaco de don Miguel escriba algunas veces Kultura con K mayúscula y después de atribuirse habilidad
para inventar amenidades reconozca ser incapaz de producir colmos y juegos de palabras, pues sabido es
que para este público ingenuo el ingenio y la amenidad se reducen a eso: a los colmos y los juegos de
palabras.
Y menos mal que ese ingenuo público no parece haberse dado cuenta de alguna otra de las diabluras de
don Miguel, a quien a menudo le pasa lo de pasarse de listo, como es aquello de escribir un artículo y luego
subrayar al azar unas palabras cualesquiera de él, invirtiendo las cuartillas para no poder fijarse en cuáles lo
hacía. Cuando me lo contó le pregunté por qué había hecho eso y me dijo: «¡Qué sé yo... por buen humor!
¡Por hacer una pirueta! Y además porque me encocoran y ponen de mal humor los subrayados y las
palabras en bastardilla. Eso es insultar al lector, es llamarle torpe, es decirle: ¡fíjate, hombre, fíjate, que aquí
hay intención! Y por eso le recomendaba yo a un señor que escribirse sus artículos todo en bastardilla para
que el público se diese cuenta de que eran intencionadísimos desde la primera palabra a la última. Eso no es
más que la pantomima de los escritos; querer sustituir en ellos con el gesto lo que no se expresa con el
acento y entonación. Y fíjate, amigo Víctor, en los periódicos de la extrema derecha, de eso que llamamos
integrismo, y verás cómo abusan de la bastardilla, de la versalita, de las mayúsculas, de las admiraciones y
de todos los recursos tipográficos. ¡Pantomima, pantomima, pantomima! Tal es la simplicidad de sus
medios de expre sión, o más bien tal es la conciencia que tienen de la ingenua simplicidad de sus lectores. Y
hay que acabar con esta ingenuidad.»
Otras veces le he oído sostener a don Miguel que eso que se llama por ahí humorismo, el legítimo, ni ha
prendido en España apenas, ni es fácil que en ella prenda en mucho tiempo. Los que aquí se llaman
humoristas, dice, son satíricos unas veces y otras irónicos, cuando no puramente festivos. Llamar humorista
a Taboada, verbigracia, es abusar del término. Y no hay nada menos humo rístico que la sátira áspera, pero
clara y transparente, de Quevedo, en la que se ve el sermón en seguida. Como humorista no hemos tenido
más que Cervantes, y si este levantara cabeza, ¡cómo había de reírse ––me decía don Miguel–– de los que
se indignaron de que yo le reconociese algún ingenio y, sobre todo, cómo se reiría de los ingenuos que han
tomado en serio alguna de sus más sutiles tomaduras de pelo! Porque es indudable que entraba en la burla –
burla muy en serio–– que de los libros de caballerías hacía el remedar el estilo de estos, y aquello de «no
bien el rubicundo Febo, etc.», que como modelo de estilo presentan algunos ingenuos cervantis tas no pasa
de ser una graciosa caricatura del barro quis moliterario. Y no digamos nada de aquello de tomar por un
modismo lo de « la del albs sería» con que empieza un capítulo cuando el anterior acaba con la palabra
hora.
Nuestro público, como todo público poco culto, es naturalmente receloso, lo mismo que lo es nuestro
pueblo. Aquí nadie quiere que le tomen el pelo, ni hacer el primo, ni que se queden con él, y así, en cuanto
alguien le habla quiere saber desde luego a qué atenerse y si lo hace en broma o en serio. Dudo que en otro
pueblo alguno moleste tanto el que se mezclen las burlas con las veras, y en cuanto a eso de que no se sepa
bien si una cosa va o no en serio, ¿quién de nosotros lo soporta? Y es mucho más difícil que un receloso
español de término medio se dé cuenta de que una cosa está dicha en serio y en broma a la vez, de veras y
de burlas, y bajo el mismo respecto.
Don Miguel tiene la preocupación del bufo trágico y me ha dicho más de una vez que no quisiera morirse
sin haber escrito una bufonada trágica o una tragedia bufa, pero no en que lo bufo o grotesco y lo trágico
estén mezclados o yuxtapuestos, sino fundidos y confundidos en uno. Y como yo le hiciese observar que
eso no es sino el más desenfrenado romanticismo, me contestó: «No lo niego, pero con poner motes a las
cosas no se resuelve nada. A pesar de mis más de veinte años de profesar la enseñanza de los clásicos, el
clasicismo que se opone al romanticismo no me ha entrado. Dicen que lo helénico es distinguir, definir,
separar; pues lo mío es indefinir, confundir.»
Y el fondo de esto no es más que una concepción, o mejor aún que concepción un sentimiento de la vida
que no me atrevo a llamar pesimista porque sé que esta palabra no le gusta a don Miguel. Es su idea fija,
monoma niaca, de que si su alma no es inmortal y no lo son las almas de los demás hombres y sun de todas
las cosas, e inmortales en el sentido mismo en que las creían ser los ingenuos católicos de la Edad Media,
entonces, si no es así, nada vale nada ni hay esfuerzo que merezca la pena. Y de aquí la doctrina del tedio
de Leopardi después que pereció su engaño extremo,
ch'io etemo mi credea
de creerse eterno. Y esto explica que tres de los autores más favoritos de don Miguel sean Sénancour,
Quental y Leopardi.
Pero este adusto y áspero humorismo confusionista, además de herir la recelosidad de nuestras gentes,
que quieren saber desde que uno se dirige a ellas a qué atenerse, molesta a no pocos. Quieren reírse, pero es
para hacer mejor la digestión y para distraer las penas, no para devolver lo que indebidamente se hubiesen
tragado y que puede indigestárseles, ni mucho menos para digerir las penas. Y don Miguel se empeña en
que si se ha de hacer reír a las gentes debe ser no para que con las contracciones del diafragma ayuden a la
digestión, sino para que vomiten lo que hubieren engullido, pues se ve más claro el sentido de la vida y del
universo con el estómago vacío de golosinas y excesivos manjares. Y no admite eso de la ironía sin hiel ni
del humorismo discreto, pues dice que donde no hay alguna hiel no hay ironía y que la discreción está
reñida con el humorismo o, como él se complace en llamarle: malhumorismo.
Todo lo cual le lleva a una tarea muy desagradable y poco agradecida, de la que dice que no es sino un
masaje de la ingenuidad pública, a ver si el ingenio colectivo de nuestro pueblo se va agilizando y
sutilizando poco a poco. Porque le saca de sus casillas el que digan que nuestro pueblo, sobre todo el
meridional, es ingenioso. «Pueblo que se recrea en las corridas de toros y halla variedad y amenidad en ese
espectáculo sencillísimo, está juzgado en cuanto a mentalidad», dice. Y agrega que no puede haber
mentalidad más simple y más córnea que la de un aficionado. ¡Vaya usted con paradojas más o menos
humorísticas al que acaba de entusiasmarse con una estocada de Vicente Pastor! Y abomina del género
festivo de los revisteros de toros, sacerdotes del juego de vocablos y de toda la bazofia del ingenio de
puchero.
Si a esto se añade los juegos de conceptos metafísicos en que se complace, se comprenderá que haya
muchas gentes que se aparten con disgusto de su lectura, los unos porque tales cosas les levantan dolor de
cabeza, y los otros porque, atentos a lo de que sancta sancte tractanda sunt, lo santo ha de tratarse
santamente, estiman que esos conceptos no deben dar materia para burlas y jugueteos. Mas él dice a esto
que no sabe por qué han de pretender que se traten en serio ciertas cosas los hijos espirituales de quienes se
burlaron de las más santas, es decir, de las más consoladoras creencias y esperanzas de sus herma nos. Si ha
habido quien se ha burlado de Dios, ¿por qué no hemos de burlarnos de la Razón, de la Ciencia y hasta de
la Verdad? Y si nos han arrebatado nuestra más cara y más íntima esperanza vital, ¿por qué no hemos de
confundirlo todo para matar el tiempo y la eternidad y para vengarnos?
Fácil es también que salga diciendo alguno que hay en este libro pasajes escabrosos, o, si se quiere,
pornográficos; pero ya don Miguel ha tenido buen cuidado de hacerme decir a mí algo al respecto en el
curso de esta nivola. Y está dispuesto a protestar de esa imputación y a sostener que las crudezas que aquí
puedan hallarse ni lle van intención de halagar apetitos de la carne pecadora, ni tienen otro objeto que de ser
punto de arranque imaginativo para otras consideraciones.
Su repulsión a toda forma de pornografía es bien conocida de cuantos le conocen. Y no sólo por las
corrientes razones morales, sino porque estima que la preocupación libidinosa es lo que más estraga la
inteligencia. Los escritores pornográficos, o simplemente eróticos, le parecen los menos inteligentes, los
más pobres de ingenio, los más tontos, en fin. Le he oído decir que de los tres vicios de la clásica terna de
ellos: las mujeres, el juego y el vino, los dos primeros estropean más la mente que el tercero. Y conste que
don Miguel no bebe más que agua. «A un borracho se le puede hablar ––me decía una vez–– y hasta dice
cosas, pero ¿quién resiste la conversación de un jugador o un mujeriego? No hay por debajo de ella sino la
de un aficionado a toros, colmo y copete de la estupidez.»
No me extraña a mí, por otra parte, este consorcio de lo erótico con lo metafísico, pues creo saber que
nuestros pueblos empezaron siendo, como sus literaturas nos lo muestran, guerreros y religiosos para pas ar
más tarde a eróticos y metafísicos. El culto a la mujer coincidió con el culto a las sutilezas conceptistas. En
el albor espiritual de nuestros pueblos, en efecto, en la Edad Media, la sociedad bárbara sentía la exaltación
religiosa y aun mística y la guerra ––la espada lleva cruz en el puño––; pero la mujer ocupaba muy poco y
muy secundario lugar en su imaginación, y las ideas estrictamente filosóficas dormitaban, envueltas en
teología, en los claustros conventuales. Lo erótico y lo metafísico se desarrollan a la par. La religión es
guerrera; la metafísica es erótica o voluptuosa.
Es la religiosidad lo que le hace al hombre ser belicoso o combativo, o bien es la combatividad la que le
hace religioso, y por otro lado es el instinto metafísico, la curiosidad de saber lo que no nos importa, el
pecado original, en fin, lo que le hace sensual al hombre, o bien es la sensualidad la que, como a Eva, le
despierta el instinto metafísico, el ansia de conocer la ciencia del bien y del mal. Y luego hay la mística,
una metafísica de la religión que nace de la sensualidad de la combatividad.
Bien sabía esto aquella cortesana ateniense Teodota, de que Jenofonte nos cuenta en sus Recuerdos la
conversación que con Sócrates tuvo, y que proponía al filósofo, encantada de su modo de investigar, o más
de partear la verdad, que se convirtiera en celestino de ella y le ayudase a cazar amigos. (Synthérates, con–
cazador, dice el texto, según don Miguel, profesor de griego, que es a quien debo esta interesantísima y tan
reveladora noticia.) Y en toda aquella interesantísima conversación entre Teodota, la cortesana, y Sócrates,
el filósofo partero, se ve bien claro el íntimo parentesco que hay entre ambos oficios, y cómo la filosofía es
en grande y buena parte lenocinio y el lenocinio es también filosofía.
Y si todo esto no es así como digo, no se me negará al menos que es ingenioso, y basta.
No se me oculta, por otra parte, que no estará conforme con esa mi distinción entre religión y belicosidad
de un lado y filosofía y erótica de otro mi querido maestro don Fulgencio Entrambosmares del Aquilón, de
quien don Miguel ha dado tan circunstanciada noticia en su novela o nivola Amor y pedagogía. Presumo
que el ilustre autor del Ars magna combinatoria establecerá: una religión guerrera y una religión erótica,
una metafísica guerrera y otra erótica, un erotismo religioso y un erotismo metafísico, un belicosismo
metafísico y otro religioso y, por otra parte, una religión metafísica y una metafísica religiosa, un erotismo
guerrero y un belicosismo erótico; todo esto aparte de la religión religiosa, la metafísica metafísica, el
erotismo erótico y el belicosismo belicoso. Lo que hace dieciséis combinaciones binarias. ¡Y no digo nada
de las ternarias del género: verbigracia, de una religión metafísico-erótica o de una metafísica guerreroreligiosa!
Pero yo no tengo ni el inagotable ingenio combinatorio de don Fulgencio, ni menos el ímpetu
confusionista a indefinicionista de don Miguel.
Mucho se me ocurre atañedero al inesperado final de este relato y a la versión que en él da don Miguel de
la muerte de mi desgraciado amigo Augusto, versión que estimo errónea; pero no es cosa de que me ponga
yo ahora aquí a discutir en este prólogo con mi prologado. Pero debo hacer constar en descargo de mi
conciencia que estoy profundamente convencido de que Augusto Pérez, cumpliendo el propósito de
suicidarse que me comu nicó en la última entrevista, que con él tuve, se suicidó realmente y de hecho, y no
sólo idealmente y de deseo. Creo tener pruebas fehacientes en apoyo de mi opinión; tantas y tales pruebas,
que deja de ser opinión para llegar a conocimiento.
Y con esto acabo.
VÍCTOR GOTI.

sábado, 15 de diciembre de 2012

MIGUEL ANGEL ASTURIAS: ORGULLO DE LAS LETRAS CENTROAMERICANAS


Miguel Angel Asturias - (Guatemala, 1899-1974)

Autor, diplomático y premio Nobel guatemalteco, nacido en Ciudad de Guatemala. Estudió Derecho en universidades de su país y Antropología en la Sorbona de París, ciudad en la que recibió la influencia del poeta surrealista francés André Breton. En 1942 fue elegido diputado en su país y, a partir de 1946, fue embajador en México, Argentina y El Salvador, hasta que, en 1954, se exilió de Guatemala. Posteriormente, fue embajador en Francia, entre 1966 y 1970. Sus poemas y novelas, de contenido fuertemente antiimperialista, le valieron el Premio Lenin de la Paz en 1966 y el Premio Nobel de Literatura en 1967. La muerte le sobrevino, tras una penosa enfermedad, en 1974, cuando se encontraba en Madrid (España). 

En su obra, al igual que en la del escritor cubano Alejo Carpentier, el mito se hace presente, pero a diferencia del cubano, organiza sus novelas en torno a los mitos precolombinos. Su primera obra Leyendas de Guatemala (1930) es una colección de cuentos y leyendas mayas. La novela que le ha dado fama internacional es El señor Presidente (1946) en la que traza el retrato de un dictador de una manera caricaturesca y esperpéntica pero siguiendo una estructura regida por la lucha entre las fuerzas de la luz (el Bien, el pueblo) y las fuerzas de las tinieblas (el Mal, el dictador) según los mitos latinoamericanos. Es también un libro de protesta militante: la descripción de un régimen dictatorial en términos de terror, maldad y muerte. En las cuatro cadenas de episodios que integran la trama predominan el miedo y la crueldad. Este tema mítico vuelve a aparecer en Hombres de maíz (1949) aunque ahora la luz está representada por los indígenas y las tinieblas por los hombres de maíz, los colonizadores que llegan a explotar las tierras de los campesinos en beneficio propio. En esta obra, Asturias logra hermanar armoniosamente lo mítico-maravilloso con la dura realidad de la vida indígena. Después escribió novelas y relatos entre las que destaca la trilogía formada por Viento fuerte (1950), El Papa verde (1954) y Los ojos de los enterrados (1960). Otras novelas son Mulata de tal (1963), Malandrón (1969) y Viernes de Dolores (1972). Su producción teatral es poco conocida y trata más o menos los mismos temas, como Chantaje o Dique seco ambas de 1964. Su novela Viento fuerte fue citada en el discurso de entrega del Premio Nobel, que le fue concedido por sus coloridos escritos profundamente arraigados en la individualidad nacional y en las tradiciones indígenas de América.

Fragmento de la novela: “El Señor Presidente”.

MIGUEL ÁNGEL ASTURIAS
El señor presidente

PRIMERA PARTE
21, 22 y 23 de abril
I
En el portal del Señor
... ¡Alumbra, lumbre de alumbre, Luzbel de piedralumbre! Como zumbido de oídos persistía el rumor de las campanas a la oración, maldoblestar de la luz en la sombra, de la sombra en la luz. ¡Alumbra, lumbre de alumbre, Luzbel de piedralumbre, sobre la podredumbre! ¡Alumbra, lumbre de alumbre, sobre la podredumbre, Luzbel de piedralumbre! ¡Alumbra, alumbra, lumbre de alumbre..., alumbre..., alumbra..., alumbra, lumbre de alumbre..., alumbre..., alumbra..., alumbra, lumbre de alumbre..., alumbra, alumbre...!
Los pordioseros se arrastraban por las cocinas del mercado, perdidos en la sombra de la Catedral helada, de paso hacia la Plaza de Armas, a lo largo de calles tan anchas como mares, en la ciudad que se iba quedando atrás íngrima y sola.
La noche los reunía al mismo tiempo que a las estrellas. Se juntaban a dormir en el Portal del Señor sin más lazo común que la miseria, maldiciendo unos de otros, insultándose a regañadientes con tirria de enemigos que se buscan pleito, riñendo muchas veces a codazos y algunas con tierra y todo, revolcones en los que, tras escupirse, rabiosos, se mordían. Ni almohada ni confianza halló jamás esta familia de parientes del basurero. Se acostaban separados, sin desvestirse, y dormían como ladrones, con la cabeza en el costal de sus riquezas: desperdicios de carne, zapatos rotos, cabos de candela, puños de arroz cocido envueltos en periódicos viejos, naranjas y guineos pasados.
En las gradas del Portal se les veía, vueltos a la pared, contar el dinero, morder las monedas de níquel para saber si eran falsas, hablar a solas, pasar revista a las provisiones de boca y de guerra, que de guerra andaban en la calle armados de piedras y escapularios, y engullirse a escondidas cachos de pan en seco. Nunca se supo que se socorrieran entre ellos; avaros de sus desperdicios, como todo mendigo, preferían darlos a los perros antes que a sus compañeros de infortunio.
Comidos y con el dinero bajo siete nudos en un pañuelo atado al ombligo, se tiraban al suelo y caían en sueños agitados, tristes; pesadillas por las que veían desfilar cerca de sus ojos cerdos con hambre, mujeres flacas, perros quebrados, ruedas de carruajes y fantasmas de Padres que entraban a la Catedral en orden de sepultura, precedidos por una tenia de luna crucificada en tibias heladas. A veces, en lo mejor del sueño, les despertaban los gritos de un idiota que se sentía perdido en la Plaza de Armas. A veces, el sollozar de una ciega que se soñaba cubierta de moscas, colgando de un clavo, como la carne en las carnicerías. A veces, los pasos de una patrulla que a golpes arrastraba a un prisionero político, seguido de mujeres que limpiaban las huellas de sangre con los pañuelos empapados en llanto. A veces, los ronquidos de un valetudinario tiñoso o la respiración de una sordomuda en cinta que lloraba de miedo porque sentía un hijo en las entrañas. Pero el grito del idiota era el más triste. Partía el cielo. Era un grito largo, sonsacado, sin acento humano.
Los domingos caía en medio de aquella sociedad extraña un borracho que, dormido, reclamaba a su madre llorando como un niño. Al oír el idiota la palabra madre, que en boca del borracho era imprecación a la vez que lamento, se incorporaba, volvía a mirar a todos lados de punta a punta del Portal, enfrente, y tras despertarse bien y despertar a los compañeros con sus gritos, lloraba de miedo juntando su llanto al del borracho.
Ladraban perros, se oían voces, y los más retobados se alzaban del suelo a engordar el escándalo para que se callara. Que se callara o que viniera la policía. Pero la policía no se acercaba ni por gusto. Ninguno de ellos tenía para pagar la multa. «¡Viva Francia!», gritaba Patahueca en medio de los gritos y los saltos del idiota, que acabó siendo el hazmerreír de los mendigos por aquel cojo bribón y mal hablado que, entre semana, algunas noches remedaba al borracho. Patahueca remedaba al borracho y el Pelele —así apodaban al idiota—, que dormido daba la impresión de estar muerto, revivía a cada grito sin fijarse en los bultos arrebujados por el suelo en pedazos de manta que, al verle medio loco, rifaban palabritas de mal gusto y risas chillonas. Con los ojos lejos de las caras monstruosas de sus compañeros, sin ver nada, sin oír nada, sin sentir nada, fatigado por el llanto, se quedaba dormido, pero al dormirse, carretilla de todas las noches, la voz de Patahueca le despertaba:
—¡Madre!...
El Pelele abría los ojos de repente, como el que sueña que rueda en el vacío; dilataba las pupilas más y más, encogiéndose todo él; entraña herida cuando le empezaban a correr las lágrimas; luego se dormía poco a poco, vencido por el sueño, el cuerpo casi engrudo, con eco de bascas en la conciencia rota. Pero al dormirse, al no más dormirse, la voz de otra prenda con boca le despertaba:
—¡Madre!...
Era la voz del Viuda, mulato degenerado que, ente risa y risa, con pucheros de vieja, continuaba:
—... maaadre de misericordia, esperanza nuestra, Dios te salve, a ti llamamos los desterrados que caímos de leva...
El idiota se despertaba riendo, parecía que a él también le daba risa su pena, hambre, corazón y lágrimas saltándole en los dientes, mientras los pordioseros arrebataban del aire la car-car-car-car-cajada, del aire, del aire..., la car-car-car-car-cajada...; perdía el aliento un timbón con los bigotes sucios de revolcado, y de la risa se orinaba un tuerto que daba cabezazos de chivo en la pared, y protestaban los ciegos porque no se podía dormir con tanta bulla, y el Mosco, un ciego al que le faltaban las dos piernas, porque esa manera de divertirse era de amujerados.
A los ciegos los oían como oír barrer y al Mosco ni siquiera lo oían. ¡Quién iba a hacer caso de sus fanfarronadas! «¡Yo, que pasé la infancia en un cuartel de artillería, onde las patadas de las mulas y de los jefes me hicieron hombre con oficio de caballo, lo que me sirvió de joven para jalar por las calles la música de carreta! ¡Yo, que perdí los ojos en una borrachera sin saber cómo, la pierna derecha en otra borrachera sin saber cuándo, y la otra en otra borrachera, víctima de un automóvil, sin saber ónde!...»
Contado por los mendigos, se regó entre la gente del pueblo que el Pelele se enloquecía al oír hablar de su madre. Calles, plazas, atrios y mercados recorría el infeliz en su afán de escapar al populacho que por aquí, que por allá, le gritaba a todas horas, como maldición del cielo, la palabra madre. Entraba a las casas en busca de asilo, pero de las casas le sacaban los perros o los criados. Lo echaban de los templos, de las tiendas, de todas partes, sin atender a su fatiga de bestia ni a sus ojos que, a pesar de su inconsciencia, suplicaban perdón con la mirada.
La ciudad grande, inmensamente grande para su fatiga, se fue haciendo pequeña para su congoja. A noches de espanto siguieron días de persecución, acosado por las gentes que, no contentas con gritarle: «Pelelito, el domingo te casás con tu madre..., la vieja..., somato..., ¡chicharrón y chaleco!», le golpeaban y arrancaban las ropas a pedazos. Seguido de chiquillos se refugiaba en los barrios pobres, pero allí su suerte era más dura; allí, donde todos andaban a las puertas de la miseria, no sólo lo insultaban, sino que, al verlo correr despavorido, le arrojaban piedras, ratas muertas y latas vacías.
De uno de esos barrios subió hacia el Portal del Señor un día como hoy a la oración, herido en la frente, sin sombrero, arrastrando la cola de un barrilete que de remeda remiendo le prendieron por detrás. Le asustaban las sombras de los muros, los pasos de los perros, las hojas que caían de los árboles, el rodar desigual de los vehículos... Cuando llegó al Portal, casi de noche, los mendigos, vueltos a la pared, contaban y recontaban sus ganancias. Patahueca la tenía con el Mosco por alegar, la sordomuda se sobaba el vientre para ella inexplicablemente crecido, y la ciega se mecía en sueños colgada de un clavo, cubierta de moscas, como la carne en las carnicerías.
El idiota cayó medio muerto; llevaba noches y noches de no pegar los ojos, días y días de no asentar los pies. Los mendigos callaban y se rascaban las pulgas sin poder dormir, atentos a los pasos de los gendarmes que iban y venían por la plaza poco alumbrada y a los golpecitos de las armas de los centinelas, fantasmas envueltos en ponchos a rayas, que en las ventanas de los cuarteles vecinos velaban en pie de guerra, como todas las noches, al cuidado del Presidente de la República, cuyo domicilio se ignoraba porque habitaba en las afueras de la ciudad muchas casas a la vez, cómo dormía porque se contaba que al lado de un teléfono con un látigo en la mano, y a qué hora, porque sus amigos aseguraban que no dormía nunca.
Por el Portal del Señor avanzó un bulto. Los pordioseros se encogieron como gusanos. Al rechino de las botas militares respondía el graznido de un pájaro siniestro en la noche oscura, navegable, sin fondo...
Patahueca peló los ojos; en el aire pesaba la amenaza del fin del mundo, y dijo a la lechuza:
—¡Hualí, hualí, tomá tu sal y tu chile...; no te tengo mal ni dita y por si acaso, maldita!
El Mosco se buscaba la cara con los gestos. Dolía la atmósfera como cuando va a temblar. El Viuda hacía la cruz entre los ciegos. Sólo el Pelele dormía a pierna suelta, por una vez, roncando.
El bulto se detuvo —la risa le entorchaba la cara—, acercándose el idiota de puntepié y, en son de broma, le gritó:
—¡Madre!
No dijo más. Arrancado del suelo por el grito, el Pelele se le fue encima y, sin darle tiempo a que hiciera uso de sus armas, le enterró los dedos en los ojos, le hizo pedazos la nariz a dentelladas y le golpeó las partes con las rodillas hasta dejarlo inerte.
Los mendigos cerraron los ojos horrorizados, la lechuza volvió a pasar y el Pelele escapó por las calles en tinieblas enloquecido bajo la acción de espantoso paroxismo.
Una fuerza ciega acababa de quitar la vida al coronel José Parrales Sonriente, alias el hombre de la mulita.
Estaba amaneciendo.


jueves, 13 de diciembre de 2012

William Golding: El Señor de las Moscas.




William Golding fue un novelista, ensayista y poeta inglés. Nació el 19 de septiembre de 1911 en Cornwall (Gran Bretaña) y falleció el 19 de junio de 1993. Realizó estudios de Literatura Inglesa y Ciencia Natural en la Universidad de Oxford. Sirvió en la marina durante la Segunda Guerra Mundial y participó en el Desembarco de Normandía.

Ganador del Premio Booker en 1980 y el Premio Nobel de Literatura en 1983. Entre sus novelas destacan El señor de las moscas, fábula moral acerca de la condición humana, Los herederos y Ritos de paso.



Síntesis-.
Una treintena de muchachos son los únicos supervivientes de un naufragio en el que perecen todos los adultos. Enseguida se plantea cómo sobrevivir en tales condiciones, y no tardan en crearse dos grupos con sus respectivos líderes. Ralph se convierte en el cabecilla de quienes están dispuestos a construir refugios y a recolectar, mientras que Jack se convierte en el jefe de los cazadores, animados por un espíritu más aventurero. Las tensiones entre ambos bandos desembocan en un enfrentamiento que se resuelve en un baño de sangre. El señor de las moscas es un nombre para el mal en la cultura judía, y este es uno de los temas principales de la novela, junto con la contraposición entre civilización y barbarie y la validez de la disciplina, entre otros muchos.



William Golding

El Señor de las Moscas

(Fragmento)


A mi madre y a mi padre




El toque de caracola
El muchacho rubio descendió un último trecho de roca y comenzó a abrirse paso hacia la laguna. Se había quitado el suéter escolar y lo arrastraba en una mano, pero a pesar de ello sentía la camisa gris pegada a su piel y los cabellos aplastados contra la frente. En torno suyo, la penetrante cicatriz que mostraba la selva estaba bañada en vapor. Avanzaba el muchacho con dificultad entre las trepadoras y los troncos partidos, cuando un pájaro, visión roja y amarilla, saltó en vuelo como un relámpago, con un antipático chillido, al que contestó un grito como si fuese su eco;
—¡Eh —decía—, aguarda un segundo!
La maleza al borde del desgarrón del terreno tembló y cayeron abundantes gotas de lluvia con un suave golpeteo.
—-Aguarda un segundo —dijo la voz—, estoy atrapado.
El muchacho rubio se detuvo y se estiró las medias con un ademán instintivo, que por un momento pareció transformar la selva en un bosque cercano a Londres.
De nuevo habló la voz.
—No puedo casi moverme con estas dichosas trepadoras.
El dueño de aquella voz salió de la maleza andando de espaldas y las ramas arañaron su grasiento anorak. Tenía desnudas y llenas de rasguños las gordas rodillas. Se agachó para arrancarse cuidadosamente las espinas. Después se dio la vuelta. Era más bajo que el otro muchacho y muy gordo. Dio unos pasos, buscando lugar seguro para sus pies, y miró tras sus gruesas gafas.
—¿Dónde está el hombre del megáfono? El muchacho rubio sacudió la cabeza.
—Estamos en una isla. Por lo menos, eso me parece. Lo de allá fuera, en el mar, es un arrecife. Me parece que no hay personas mayores en ninguna parte.
El otro muchacho miró alarmado.
—¿Y aquel piloto? Pero no estaba con los pasajeros, es verdad, estaba más adelante, en la cabina.
El muchacho rubio miró hacia el arrecife con los ojos entornados.
—Todos los otros chicos... —siguió el gordito—. Alguno tiene que haberse salvado. ¿Se habrá salvado alguno, verdad?
El muchacho rubio empezó a caminar hacia el agua afectando naturalidad. Se esforzaba por comportarse con calma y, a la vez, sin parecer demasiado indiferente, pero el otro se apresuró tras él.
—¿No hay más personas mayores en este sitio?
—Me parece que no.
El muchacho rubio había dicho esto en un tono solemne, pero en seguida le dominó el gozo que siempre produce una ambición realizada, y en el centro del desgarrón de la selva brincó dando media voltereta y sonrió burlonamente a la figura invertida del otro.
—¡Ni una persona mayor!
En aquel momento el muchacho gordo pareció acordarse de algo.
—El piloto aquel.
El otro dejó caer sus pies y se sentó en la tierra ardiente.
—Se marcharía después de soltarnos a nosotros. No podía aterrizar aquí, es imposible para un avión con ruedas.
—¡Será que nos han atacado!
—No te preocupes, que ya volverá.
Pero el gordo hizo un gesto de negación con la cabeza.
—Cuando bajábamos miré por una de las ventanillas aquellas. Vi la otra parte del avión y salían llamas. Observó el desgarrón de la selva de arriba abajo.
—Y todo esto lo hizo la cabina del avión. El otro extendió la mano y tocó un tronco de árbol mellado. Se quedó pensativo por un momento.
—¿Qué le pasaría? —preguntó—. ¿Dónde estará ahora?
—La tormenta lo arrastró al mar. Menudo peligro, con tantos árboles cayéndose. Algunos chicos estarán dentro todavía.
Dudó por un momento; después habló de nuevo.
—¿Cómo te llamas?
—Ralph.
El gordito esperaba a su vez la misma pregunta, pero no hubo tal señal de amistad. El muchacho rubio llamado Ralph sonrió vagamente, se levantó y de nuevo emprendió la marcha hacia la laguna. El otro le siguió, decidido, a su lado.
—Me parece que muchos otros estarán por ahí. ¿Tú no has visto a nadie más, verdad?
Ralph contestó que no, con la cabeza, y forzó la marcha, pero tropezó con una rama y cayó ruidosamente al suelo. El muchacho gordo se paró a su lado, respirando con dificultad.
—Mi tía me ha dicho que no debo correr —explicó—, por el asma.
—¿Asma?
—Sí. Me quedo sin aliento. Era el único chico en el colegio con asma —dijo el gordito con cierto orgullo—. Y llevo gafas desde que tenía tres años.
Se quitó las gafas, que mostró a Ralph con un alegre guiño de ojos; luego las limpió con su mugriento anorak. Quedó pensativo y una expresión de dolor alteró los pálidos rasgos de su rostro. Enjugó el sudor de sus mejillas y en seguida se ajustó las gafas.
—Esa fruta... Buscó en torno suyo.
—Esa fruta —dijo—, supongo... Puestas las gafas, se apartó de Ralph para esconderse entre el enmarañado follaje.
—En seguida salgo...
Ralph se escabulló en silencio y desapareció por entre el ramaje. Segundos después, los gruñidos del otro quedaron detrás de él. Se apresuró hacia la pantalla que aún le separaba de la laguna. Saltó un tronco caído y se encontró fuera de la selva.
La costa apareció vestida de palmeras. Se sostenían frente a la luz del sol o se inclinaban o descansaban contra ella, y sus verdes plumas se alzaban más de treinta metros en el aire. Bajo ellas el terreno formaba un ribazo mal cubierto de hierba, desgarrado por las raíces de los árboles caídos y regado de cocos podridos y retoños del palmar. Detrás quedaban la oscuridad de la selva y el espacio abierto del desgarrón.
Ralph se paró, apoyada la mano en un tronco gris, con la mirada fija en el agua trémula. Allá, quizá a poco más de un kilómetro, la blanca espuma saltaba sobre un arrecife de coral, y aún más allá, el mar abierto era de un azul oscuro. Limitada por aquel arco irregular de coral, la laguna yacía tan tranquila como un lago de montaña, con infinitos matices del azul y sombríos verdes y morados. La playa, entre la terraza de palmeras y el agua, semejaba un fino arco de tiro, aunque sin final discernibles, pues a la izquierda de Ralph la perspectiva de palmeras, arena y agua se prolongaba hacia un punto en el infinito. Y siempre presente, casi visible, el calor. Saltó de la terraza. Sintió la arena pesando sobre sus zapatos negros y el azote del calor en el cuerpo. Comenzó a notar el peso de la ropa: se quitó con una fuerte sacudida cada zapato y de un solo tirón cada media. Subió de otro salto a la terraza, se despojó de la camisa y se detuvo allí, entre los cocos que semejaban calaveras, deslizándose sobre su piel las sombras verdes de las palmeras y la selva. Se desabrochó la hebilla adornada del cinturón, dejó caer pantalón y calzoncillo y, desnudo, contempló la playa deslumbrante y el agua. Por su edad —algo más de doce años— había ya perdido la prominencia del vientre de la niñez; pero aún no había adquirido la figura desgarbada del adolescente. Se adivinaba ahora, por la anchura y peso de sus hombros, que podría llegar a ser un boxeador, pero la boca y los ojos tenían una suavidad que no anunciaba ningún demonio escondido. Acarició suavemente el tronco de palmera y, obligado al fin a creer en la realidad de la isla, volvió a reír lleno de gozo y a saltar y a voltearse. De nuevo ágilmente en pie, saltó a la playa, se dejó caer de rodillas y con los brazos apiló la arena contra su pecho. Se sentó a contemplar el agua, brillándole de alegría los ojos.
—Ralph...
El muchacho gordo bajó a la terraza de palmeras y se sentó cuidadosamente en su borde.
—Oye, perdona que haya tardado tanto. La fruta esa...
Se limpió las gafas y las ajustó sobre su corta naricilla. La montura había marcado una V profunda y rosada en el caballete. Observó con mirada crítica el cuerpo dorado de Ralph y después miró su propia ropa. Se llevó una mano al pecho y asió la cremallera.
—Mi tía...
Resuelto, tiró de la cremallera y se sacó el anorak por la cabeza.
—¡Ya está!
Ralph le miró de reojo y siguió en silencio.
—Supongo que necesitaremos saber los nombres de todos —dijo el gordito— y hacer una lista. Debíamos tener una reunión.
Ralph no se dio por enterado, por lo que el otro muchacho se vio obligado a seguir.
—No me importa lo que me llamen —dijo en tono confidencial—, mientras no me llamen lo que me llamaban en el colegio.
Ralph manifestó cierta curiosidad.
—¿Y qué es lo que te llamaban? El muchacho dirigió una mirada hacia atrás; después se inclinó hacia Ralph. Susurró:
—Me llamaban «Piggy» *.
Ralph estalló en una carcajada y, de un salto, se puso en pie.
—¡Piggy! ¡Piggy!
—¡Ralph..., por favor!
Piggy juntó las manos, lleno de temor.
—Te dije que no quería...
—¡Piggy! ¡Piggy!
Ralph salió bailando al aire cálido de la playa y regresó imitando a un bombardero, con las alas hacia atrás, que ametrallaba a Piggy.
—¡Ta-ta-ta-ta-ta!
Se lanzó en picado sobre la arena a los pies de Piggy y allí tumbado volvió a reírse.
—¡Piggy!
Piggy sonrió de mala gana, no descontento a pesar de todo, porque aquello era como una señal de acercamiento.
—Mientras no se lo digas a nadie más...
Ralph dirigió una risita tonta a la arena. Piggy volvió a quedarse pensativo, de nuevo en su rostro el reflejo de una expresión de dolor.
—Un segundo.
Se apresuró otra vez hacia la selva. Ralph se levantó y caminó a brincos hacia su derecha.
Allí, un rasgo rectangular del paisaje interrumpía bruscamente la playa: una gran plataforma de granito rosa cortaba inflexible bosque, terraza, arena y laguna, hasta formar un malecón saliente de casi metro y medio de altura. Lo cubría una delgada capa de tierra y hierba bajo la sombra de tiernas palmeras. No tenían éstas suficiente tierra para crecer, y cuando alcanzaban unos seis metros se desplomaban y acababan secándose. Sus troncos, en complicado dibujo, creaban un cómodo lugar para asiento. Las palmeras que aún seguían en pie formaban un techo verde recubierto por los cambiantes reflejos que brotaban de la laguna. Ralph subió a aquella plataforma. Sintió el frescor y la sombra; cerró un ojo y decidió que las sombras sobre su cuerpo eran en realidad verdes. Se abrió camino hasta el borde de la plataforma, del lado del océano, y allí se detuvo a contemplar el mar a sus pies. Estaba tan claro que podía verse su fondo, y brillaba con la eflorescencia de las algas y el coral tropicales. Diminutos peces resplandecientes pasaban rápidamente de un lado a otro. Ralph, haciendo sonar dentro de sí los bordones de la alegría, exclamó:
—¡Uhhh...!
Había aún más para asombrarse allende la plataforma. La arena, por algún accidente —un tifón, quizá, o la misma tormenta que le acompañara a él en su llegada—, se había acumulado dentro la laguna, formando en la playa una poza profunda y larga, cerrada por un muro de granito rosa al otro extremo. Ralph se había visto en otras ocasiones engañado por la falsa apariencia de profundidad de una poza de playa y se aproximó a ésta preparado para llevarse una desilusión; pero la isla se mantenía fiel a su forma, y aquella increíble poza, que evidentemente sólo en la pleamar era invadida por las aguas, resultaba tan honda en uno de sus extremos que el agua tenía un color verde oscuro. Ralph examinó detenidamente sus treinta metros de extensión y luego se lanzó a ella. Estaba más caliente que su propia sangre y era como nadar en una enorme bañera.
Apareció Piggy de nuevo. Se sentó en el borde del muro de roca y observó con envidia el cuerpo a la vez blanco y verde de Ralph.
—Ni siquiera sabes nadar.
—Piggy-Piggy se quitó zapatos y calcetines, los extendió con cuidado sobre el borde y probó el agua con el dedo gordo.
—¡Está caliente!
—¿Y qué creías?
—No creía nada. Mi tía...
—¡Al diablo tu tía!
Ralph se sumergió y buceó con los ojos abiertos. El borde arenoso de la poza se alzaba como la ladera de una colina. Se volteó apretándose la nariz, mientras una luz dorada danzaba y se quebraba sobre su rostro. Piggy se decidió por fin. Se quitó los pantalones y quedó desnudo: una desnudez pálida y carnosa. Bajó de puntillas por el lado de arena de la poza y allí se sentó, cubierto de agua hasta el cuello, sonriendo con orgullo a Ralph.
—¿Es que no vas a nadar? Piggy meneó la cabeza.
—No sé nadar. No me dejaban. El asma...
—¡Al diablo tu asma!
Piggy aguantó con humilde paciencia.
—No sabes nadar bien.
Ralph chapoteó de espaldas alejándose del borde; sumergió la boca y soplo un chorro de agua al aire. Alzó después la barbilla y dijo:
—A los cinco años ya sabía nadar. Me enseñó papá. Es teniente de navío en la Marina y cuando le den permiso vendrá a rescatarnos. ¿Qué es tu padre?
Piggy se sonrojó al instante.
—Mi padre ha muerto —dijo de prisa—, y mi madre... Se quitó las gafas y buscó en vano algo para limpiarlas.
—Yo vivía con mi tía. Tiene una confitería. No sabes la de dulces que me daba. Me daba todos los que quería. ¿Oye, y cuando nos va a rescatar tu padre?
—En cuanto pueda.
Piggy salió del agua chorreando y, desnudo como estaba, se limpió las gafas con un calcetín. El único ruido que ahora les llegaba a través del calor de la mañana era el largo rugir de las olas que rompían contra el arrecife.
—¿Cómo va a saber que estamos aquí?
Ralph se dejó mecer por el agua. El sueño le envolvía, como los espejismos que rivalizaban con el resplandor de la laguna.
—¿Cómo va a saber que estamos aquí?
Porque sí, pensó Ralph, porque sí, porque sí... El rugido de las olas contra el arrecife llegaba ahora desde muy lejos.
—Se lo dirán en el aeropuerto.
Piggy movió la cabeza, se puso las gafas, que reflejaban el sol, y miró a Ralph.
—Allí no se va a enterar de nada. ¿No oíste lo que dijo el piloto? Lo de la bomba atómica. Están todos muertos.
Ralph salió del agua, se paró frente a Piggy y pensó en aquel extraño problema.
Piggy volvió a insistir.
—¿Estamos en una isla, verdad?
—Me subí a una roca —dijo Ralph muy despacio—, y creo que es una isla.
—Están todos muertos —dijo Piggy—, y esto es una isla. Nadie sabe que estamos aquí. No lo sabe tu padre; nadie lo sabe...
Le temblaron los labios y una neblina empañó sus gafas.
—Puede que nos quedemos aquí hasta la muerte.
Al pronunciar esa palabra pareció aumentar el calor hasta convertirse en una carga amenazadora, y la laguna les atacó con un fulgor deslumbrante.
—Voy por mi ropa —murmuró Ralph—, está ahí.
Corrió por la arena, soportando la hostilidad del sol; cruzó la plataforma hasta encontrar su ropa, esparcida por el suelo. Llevar de nuevo la camisa gris producía una extraña sensación de alivio. Luego alcanzó la plataforma y se sentó a la sombra verde de un tronco cercano. Piggy trepó también, casi toda su ropa bajo el brazo. Se sentó con cuidado en un tronco caído, cerca del pequeño risco que miraba a la laguna. Sobre él temblaba una malla de reflejos.
Reanudó la conversación.
—Hay que buscar a los otros. Tenemos que hacer algo.
Ralph no dijo nada. Se encontraban en una isla de coral. Protegido del sol, ignorando el presagio de las palabras de Piggy, se entregó a sueños alegres.
Piggy insistió.
—¿Cuántos somos?
Ralph dio unos pasos y se paró junto a Piggy.
—No lo sé.
Aquí y allá, ligeras brisas serpeaban por las aguas brillantes, bajo la bruma del calor. Cuando alcanzaban la plataforma, la fronda de las palmeras susurraba y dejaba pasar manchas borrosas de luz que se deslizaban por los dos cuerpos o atravesaban la sombra como objetos brillantes y alados.
Piggy alzó la cabeza y miró a Ralph. Las sombras sobre la cara de Ralph estaban invertidas: arriba eran verdes, más abajo resplandecían por efecto de la laguna. Uní mancha de sol se arrastraba por sus cabellos.
—Tenemos que hacer algo.
Ralph le miró sin verle. Allí, al fin, se encontraba aquel lugar que uno crea en su imaginación, aunque sin forma del todo concreta, saltando al mundo de la realidad. Los labios de Ralph se abrieron en una sonrisa de deleite, y Piggy, tomando esa sonrisa como señal de amistad, rió con alegría.
—Si de veras es una isla...
—¿Qué es eso?
Ralph había dejado de sonreír y señalaba hacia la laguna. Algo de calor cremoso resaltaba entre las algas.
—Una piedra.
—No. Un caracol.
Al instante, Piggy se sintió prudentemente excitado.
—¡Es verdad! ¡Es un caracol! Ya he visto antes uno de esos. En casa de un chico; en la pared. Lo llamaba caracola y la soplaba para llamar a su madre. ¡No sabes lo que valen!
Un retoño de palmera, a la altura del codo de Ralph, se inclinaba hacia la laguna. En realidad, su peso había comenzado a levantar el débil suelo y estaba a punto de caer. Ralph arrancó el tallo y con él agitó el agua mientras los brillantes peces huían por todos lados. Piggy se inclinó peligrosamente.
—¡Ten cuidado! Lo vas a romper...
—¡Calla la boca!
Ralph lo dijo distraídamente. El caracol resultaba interesante y bonito y servía para jugar; pero las animadas quimeras de sus ensueños se interponían aún entre él y Piggy, que apenas si existía para él en aquel ambiente. El tallo, doblándose, empujó el caracol fuera de las hierbas. Con una mano como palanca, Ralph presionó con la otra hasta que el caracol salió chorreando y Piggy pudo alcanzarlo.
El caracol ya no era algo que se podía ver, pero no tocar, y también Ralph se sintió excitado. Piggy balbuceaba:
—...una caracola; carísimas. Te apuesto que habría que pagar un montón de libras por una de esas. La tenía en la tapia del jardín y mi tía...
Ralph le quitó la caracola y sintió correr por su brazo unas gotas de agua. La concha tenía un color crema oscuro, tocado aquí y allá con manchas de un rosa desvanecido. Casi medio metro medía desde la punta horadada por el desgaste hasta los labios rosados de su boca, levemente curvada en espiral y cubierta de un fino dibujo en relieve. Ralph sacudió la arena del interior.
—...mugía como una vaca —siguió— y además tenía unas piedras blancas y una jaula con un loro verde. No soplaba las piedras, claro, pero me dijo...
Piggy calló un segundo para tomar aliento y acarició aquella cosa reluciente que tenía Ralph en las manos.
—¡Ralph!
Ralph alzó los ojos,
—Podemos usarla para llamar a los otros. Tendremos una reunión. En cuanto nos oigan vendrán... Miró con entusiasmo a Ralph.
—¿Eso es lo que habías pensado, verdad? ¿Por eso sacaste la caracola del agua, no?
Ralph se echó hacia atrás su pelo rubio. —¿Cómo soplaba tu amigo la caracola?
—Escupía o algo así —dijo Piggy—. Mi tía no me dejaba soplar por el asma. Dijo que había que soplar con esto —Piggy se llevó una mano a su prominente abdomen—. Trata de hacerlo, Ralph. Avisa a los otros.
Ralph, poco seguro, puso el extremo más delgado de la concha junto a la boca y sopló. Salió de su boca un breve sonido, pero eso fue todo. Se limpió de los labios el agua salada y lo intentó de nuevo, pero la concha permaneció silenciosa.
—Escupía o algo así.
Ralph juntó los labios y lanzó un chorro de aire en la caracola, que contestó con un sonido hondo, como una ventosidad. Los dos muchachos encontraron aquello tan divertido que Ralph siguió soplando en la caracola durante un rato, entre ataques de risa.
—Mi amigo soplaba con esto.
Ralph comprendió al fin y lanzó el aire desde el diafragma. Aquello empezó a sonar al instante. Una nota estridente y profunda estalló bajo las palmeras, penetró por todos los resquicios de la selva y retumbó en el granito rosado de la montaña. De las copas de los árboles salieron nubéculas de pájaros y algo chilló y corrió entre la maleza. Ralph apartó la concha de sus labios.
—¡Qué bárbaro!
Su propia voz pareció un murmullo tras la áspera nota de la caracola. La apretó contra sus labios, respiró fuerte y volvió a soplar. De nuevo estalló la nota y, bajo un impulso más fuerte, subió hasta alcanzar una octava y vibró como una trompeta, con un clamor mucho más agudo todavía. Piggy, alegre su rostro y centelleantes las gafas, gritaba algo. Chillaron los pájaros y algunos animalillos cruzaron rápidos. Ralph se quedó sin aliento; la octava se desplomó, transformada en un quejido apagado, en un soplo de aire.
Enmudeció la caracola; era un colmillo brillante El rostro de Ralph se había amoratado por el esfuerzo, y el clamor de los pájaros y el resonar de los ecos llenaron el aire de la isla.
—Te apuesto a que se puede oír eso a más de un kilómetro.
Ralph recobró el aliento y sopló de nuevo, produciendo unos cuantos estallidos breves.
—¡Ahí viene uno!, exclamó Piggy.
Entre las palmeras, a unos cien metros de la playa, había aparecido un niño. Tendría seis años, más o menos; era rubio y fuerte, con la ropa destrozada y la cara llena de manchones de fruta. Se había bajado los pantalones por una razón evidente y los llevaba a medio subir. Saltó de la terraza de palmeras a la arena y los pantalones cayeron a los tobillos; los abandonó allí y corrió a la plataforma. Piggy le ayudó a subir. Entre tanto, Ralph seguía sonando la caracola hasta que un griterío llegó del bosque. El pequeño, en cuclillas frente a Ralph, alzó hacia él la cabeza con una alegre mirada. Al comprender que algo serio se preparaba allí quedó tranquilo y se metió en la boca el único dedo que le quedaba limpio: un pulgar rosado.
Piggy se inclinó hacia él.
—¿Cómo te llamas?
—Johnny.
Murmuró Piggy el nombre para sí y luego lo gritó a Ralph, que no le prestó atención porque seguía soplando la caracola. Tenía el rostro oscurecido por el violento placer de provocar aquel ruido asombroso y el corazón le sacudía la tirante camisa. El vocerío del bosque se aproximaba.
Se divisaban ahora señales de vida en la playa. La arena, temblando bajo la bruma del calor, ocultaba muchos cuerpos a lo largo de sus kilómetros de extensión; unos muchachos caminaban hacia la plataforma a través de la arena caliente y muda. Tres chiquillos, de la misma edad que Johnny, surgieron por sorpresa de un lugar inmediato, donde habían estado atracándose de fruta Un niño de pelo oscuro, no mucho más joven que Piggy, se abrió paso entre la maleza, salió a la plataforma y sonrió alegremente a todos. A cada momento llegaban más. Siguieron el ejemplo involuntario de Johnny y se sentaron a esperar en los caídos troncos de las palmeras. Ralph siguió lanzando estallidos breves y penetrantes. Piggy se movía entre el grupo, preguntaba su nombre a cada uno y fruncía el ceño en un esfuerzo por recordarlos. Los niños le respondían con la misma sencilla obediencia que habían prestado a los hombres de los megáfonos. Algunos de ellos iban desnudos y cargaban con su ropa; otros, medio desnudos o medio vestidos con los uniformes colegiales: jerseys o chaquetas grises, azules, marrones. Jerseys y medias llevaban escudos, insignias y rayas de color indicativas de los colegios. Sus cabezas se apiñaban bajo la sombra verde: cabezas de pelo castaño oscuro o claro, negro, rubio claro u oscuro, pelirrojas... Cabezas que murmuraban, susurraban, rostros de ojos inmensos que miraban con interés a Ralph. Algo se preparaba allí.
Los niños que se acercaban por la playa, solos o en parejas, se hacían visibles al cruzar la línea que separaba la bruma cálida de la arena cercana. Y entonces la vista de quien miraba en esa dirección se veía atraída primero por una criatura negra, semejante a un murciélago, danzando en la arena, y sólo después percibía el cuerpo que se sostenía sobre ella. El murciélago era la sombra de un niño, y el sol, que caía verticalmente, la reducía a una mancha entre los pies presurosos. Sin soltar la caracola, Ralph se fijó en la última pareja de cuerpos que alcanzaba la plataforma, suspendidos sobre una temblorosa mancha negra. Los dos muchachos, con cabezas apepinadas y cabellos como la estopa, se tiraron a los pies de Ralph, son-riéndole y jadeando como perros. Eran mellizos, y la vista, ante aquella alegre duplicación, quedaba sorprendida e incrédula. Respiraban a la vez, se reían a la vez y ambos eran de aspecto vivo y cuerpo rechoncho. Alzaron hacia Ralph unos labios húmedos; parecía no haberles alcanzado piel para ellos, por lo que el perfil de sus rostros se veía borroso y las bocas tirantes, incapaces de cerrarse. Piggy inclinó sus gafas deslumbrantes hasta casi tocar a los mellizos. Se le oía, entre los estallidos de la caracola, repetir sus nombres:
—Sam, Eric, Sam, Eric.
Después se confundió; los mellizos movieron las cabezas y señalaron el uno al otro. El grupo entero rió.
Por fin dejó Ralph de sonar la caracola y con ella en una mano se sentó, la cabeza entre las rodillas. Las risas se fueron apagando al mismo tiempo que los ecos y se hizo el silencio.
Algo oscuro andaba a tientas dentro del rombo brumoso de la playa. El primero que lo vio fue Ralph y su atenta mirada acabó por arrastrar hacia aquel lugar la vista de los demás. La criatura salió del área del espejismo y entró en la transparente arena, y vieron entonces que no toda aquella oscuridad era una sombra, sino, en su mayor parte, ropas. La criatura era un grupo de chicos que marchaban casi a compás, en dos filas paralelas. Vestían de extraña manera. Llevaban en la mano pantalones, camisas y otras prendas, pero cada muchacho traía puesta una gorra negra cuadrada con una insignia de plata. Capas negras con grandes cruces plateadas al lado izquierdo del pecho cubrían sus cuerpos desde la garganta a los tobillos, y los cuellos acababan rematados por golas blancas. El calor del trópico, el descenso, la búsqueda de alimentos y ahora esta caminata sudorosa a lo largo de la playa ardiente habían dado a la piel de sus rostros el aspecto de una ciruela recién lavada. El muchacho al mando del grupo vestía de la misma forma, pero la insignia de su gorra era dorada. Cuando su grupo se encontró a unos diez metros de la plataforma, gritó una orden y todos se pararon, jadeantes, sudorosos, balanceándose en la rabiosa luz. El propio jefe dio unos pasos al frente, saltó a la plataforma, revoloteando su capa, y se asomó a lo que para él era casi total oscuridad.
—¿Dónde está el hombre de la trompeta? Ralph, al advertir en el otro la ceguera del sol, contestó:
—No hay ningún hombre con trompeta. Era yo.
El muchacho se acercó y, fruncido el entrecejo, miró a Ralph. Lo que pudo ver de aquel muchacho rubio con una caracola de color cremoso no pareció satisfacerle. Se volvió rápidamente y su capa negra giró en el aire.
—¿Entonces no hay ningún barco?
Se le veía alto, delgado y huesudo dentro de la capa flotante; su pelo rojo resaltaba bajo la gorra negra. Su cara, de piel cortada y pecosa, era fea, pero no la de un tonto. Dos ojos de un azul claro que destacaban en aquel rostro, indicaban su decepción, pronta a transformarse en cólera.
—¿No hay ningún hombre aquí? Ralph habló a su espalda.
—No. Pero vamos a tener una reunión. Quedaos con nosotros.
El grupo empezó a deshacer la formación y el muchacho alto gritó:
—¡Atención! ¡Quieto el coro!
El coro, obedeciendo con cansancio, volvió a agruparse en filas y permaneció balanceándose al sol. Pero unos cuantos empezaron a protestar tímidamente.
—Por favor, Merridew. Por favor..., ¿por qué no nos dejas?
En aquel momento uno de los muchachos se desplomó de bruces en la arena y la fila se deshizo. Alzaron al muchacho a la plataforma y le dejaron allí sobre el suelo. Merridew le miró fijamente y después trató de corregir lo hecho.
—De acuerdo. Sentaos. Dejadle solo.
—Pero, Merridew...
—Siempre se está desmayando —dijo Merridew—. Hizo lo mismo en Gibraltar y en Addis, y en los maitines se cayó encima del chantre.
Esta jerga particular del coro provocó la risa de los compañeros de Merridew, que posados como negros pájaros en los troncos desordenados observaban a Ralph con interés. Piggy no preguntó sus nombres. Se sintió intimidado por tanta superioridad uniformada y la arrogante autoridad que despedía la voz de Merridew. Encogido al otro lado de Ralph, se entretuvo con las gafas.
Merridew se dirigió a Ralph.
—¿No hay gente mayor?
—No.
Merridew se sentó en un tronco y miró al círculo de niños.
—Entonces tendremos que cuidarnos nosotros mismos. Seguro  al otro lado de Ralph, Piggy habló tímidamente.
—Por eso nos ha reunido Ralph. Para decidir lo que hay que hacer. Ya tenemos algunos nombres. Ese es Johnny. Esos dos —son mellizos— son Sam y Eric. ¿Cuál es Eric...? ¿Tú? No, tu eres Sam...
—Yo soy Sam.
—Y yo soy Eric.
—Debíamos conocernos por nuestros nombres. Yo soy Ralph —dijo éste.
—Ya tenemos casi todos los nombres —dijo Piggy—• Los acabamos de preguntar ahora.
—Nombres de niños —dijo Merridew—. ¿Por qué me va nadie a llamar Jack? Soy Merridew.
Ralph se volvió rápido. Aquella era la voz de alguien que sabía lo que quería.
—Entonces —siguió Piggy—, aquel chico... no me acuerdo...
—Hablas demasiado —dijo Jack Merridew—. Cállate, Fatty *.
Se oyeron risas.
—¡No se llama Fatty —gritó Ralph—, su verdadero nombre es Piggy!
—¡Piggy!
—¡Piggy!
—¡Eh, Piggy!
Se rieron a carcajadas y hasta el más pequeño se unió al jolgorio. Durante un instante, los muchachos formaron un círculo cerrado de simpatía, que excluyó a Piggy. Se puso éste muy colorado, agachó la cabeza y limpió las gafas una vez más.
Por fin cesó la risa y continuaron diciendo sus nombres. Maurice, que seguía a Jack en estatura entre los del coro, era ancho de espaldas y lucía una sonrisa permanente. Había un chico menudo y furtivo en quien nadie se había fijado, encerrado en sí mismo hasta lo más profundo de su ser. Murmuró que se llamaba Roger y volvió a guardar silencio. Bill, Robert, Harold, Henry. El muchacho que sufrió el desmayo se arrimó a un tronco de palmera, sonrió, aún pálido, a Ralph y dijo que se llamaba Simón. Habló Jack:
—Tenemos que decidir algo para que nos rescaten. Se oyó un rumor; Henry, uno de los pequeños, dijo que se quería ir a casa.
—Cállate —dijo Ralph distraído. Alzó la caracola—. Me parece que debíamos tener un jefe que tome las decisiones.
—¡Un jefe!  ¡Un jefe!
—Debo serlo yo —dijo Jack con sencilla arrogancia—, porque soy el primero en el coro de la iglesia y soy tenor. Puedo dar el do sostenido.
De nuevo un rumor.
—Así que —dijo Jack—, yo...
Dudó por un instante. El muchacho moreno, Roger, dio al fin señales de vida y dijo:
—Vamos a votar.
—¡Sí!
*   Gordo.
—¡A votar por un jefe!
—¡Vamos a votar!...
Votar era para ellos un juguete casi tan divertido como la caracola.
Jack empezó a protestar, pero el alboroto cesó de reflejar el deseo general de encontrar un jefe para convertirse en la elección por aclamación del propio Ralph. Ninguno de los chicos podría haber dado una buena razón para aquello; hasta el momento, todas las muestras de inteligencia habían procedido de Piggy, y el que mostraba condiciones más evidentes de jefe era Jack. Pero tenía Ralph, allí sentado, tal aire de serenidad, que le hacía resaltar entre todos; era su estatura y su atractivo; mas de manera inexplicable, pero con enorme fuerza, había influido también la caracola. El ser que hizo sonar aquello, que les aguardó sentado en la plataforma con tan delicado objeto en sus rodillas, era algo fuera de lo corriente.
—El del caracol.
—¡Ralph!   ¡Ralph!
—Que sea jefe ese de la trompeta. Ralph alzó una mano para callarles.
—Bueno, ¿quién quiere que Jack sea jefe? Todos los del coro, con obediencia inerme, alzaron las manos.
—¿Quién me vota a mí?
Todas las manos restantes, excepto la de Piggy, se elevaron inmediatamente.
Después también Piggy, aunque a regañadientes, hizo lo mismo.
Ralph las contó.
—Entonces, soy el jefe.
El círculo de muchachos rompió en aplausos. Aplaudieron incluso los del coro. Las pecas del rostro de Jack desaparecieron bajo el sonrojo de la humillación. Decidió levantarse, después cambió de idea y se volvió a sentar mientras el aire seguía tronando. Ralph le miró y con el vivo deseo de ofrecerle algo:
—El coro te pertenece a ti, por supuesto.
—Pueden ser nuestro ejército...
—O los cazadores...
—Podrían ser...
Desapareció el sofoco de la cara de Jack. Ralph volvió a pedir silencio con la mano.
—Jack tendrá el mando de los del coro. Pueden ser... ¿Tú qué quieres que sean?
—Cazadores.
Jack y Ralph sonrieron el uno al otro con tímido afecto. Los demás se entregaron a animadas conversaciones. Jack se levantó.
—Vamos a ver, los del coro. Quitaos las capas.
Los muchachos del coro, como si acabara de terminarse la clase, se levantaron, se pusieron a charlar y apilaron sobre la hierba las capas negras. Jack dejó la suya en un tronco junto a Ralph. Tenía los pantalones grises pegados a la piel por el sudor. Ralph los miró con admiración, y al darse cuenta Jack explicó:
—Traté de escalar aquella colina para ver si estábamos rodeados de agua. Pero nos llamó tu caracola.
Ralph sonrió y alzó la caracola para establecer silencio.
—Escuchad todos. Necesito un poco de tiempo para pensar las cosas. No puedo decidir nada así de repente. Si esto no es una isla, nos podrán rescatar en seguida. Así que tenemos que decidir si es una isla o no. Tenéis que quedaros todos aquí y esperar. Y que nadie se mueva. Tres de nosotros... porque si vamos más nos haremos un lío y nos perderemos, así que tres de nosotros iremos a explorar y ver dónde estamos. Iré yo, y Jack y...
Miró al círculo de animados rostros. Sobraba donde escoger.
—Y Simón.
Los chicos alrededor de Simón rieron burlones y él se levantó sonriendo un poco. Ahora que la palidez del desmayo había desaparecido, era un chiquillo delgaducho y vivaz, con una mirada que emergía de una pantalla de pelo negro, lacio y tosco.
Asintió con la cabeza.
—De acuerdo, iré.
—Y yo...
Jack sacó una navaja envainada, de respetable tamaño, y la clavó en un tronco. El alboroto subió y decayó de nuevo.
Piggy se removió en su asiento.
—Yo iré también. Ralph se volvió hacia él.
—No sirves para esta clase de trabajo.
—Me da igual...
—No te queremos para nada —dijo Jack sin más—; basta con tres.
Los muchachos del coro, como si acabara de terminarse
—Yo estaba con él cuando encontró la caracola. Estaba con él antes de que vinierais vosotros.
Ni Jack ni los otros le hicieron caso. Hubo una dispersión general.
Ralph, Jack y Simón saltaron de la plataforma y marcharon por la arena, dejando atrás la poza. Piggy les siguió con esfuerzo.
—Si Simón se pone en medio —dijo Ralph—, podremos hablar por encima de su cabeza.
Los tres marchaban al unísono, por lo cual Simón se veía obligado a dar un salto de vez en cuando para no perder el paso. Al poco rato Ralph se paró y se volvió hacia Piggy.
—Oye.
Jack y Simón fingieron no darse cuenta de nada. Siguieron caminando.
—No puedes venir.
De nuevo se empañaron las gafas de Piggy, esta vez por humillación.
—Se lo has dicho. Después de lo que te conté. Se sonrojó y le tembló la boca.
—Después que te dije que no quería...
—Pero  ¿de qué hablas?
—De que me llamaban Piggy. Dije que no me importaba con tal que los demás no me llamasen Piggy, y te pedí que no se lo dijeses a nadie, y luego vas y se lo cuentas a todos.
Cayó un silencio sobre ellos. Ralph miró a Piggy con más comprensión, y le vio afectado y abatido. Dudó entre la disculpa y un nuevo insulto.
—Es mejor Piggy que Fatty —dijo al fin, con la firmeza de un auténtico jefe—. Y además, siento que lo tomes así. Vuélvete ahora, Piggy, y toma los nombres que faltan. Ese es tu trabajo. Hasta luego.
Se volvió y corrió hacia los otros dos. Piggy quedó callado y el sonrojo de indignación se apagó lentamente. Volvió a la plataforma.
Los tres muchachos marcharon rápidos por la arena. La marea no había subido aún y dejaba descubierta una franja de playa, salpicada de algas, tan firme como un verdadero camino. Una especie de hechizo lo dominó todo; les sobrecogió aquella atmósfera encantada y se sintieron felices. Se miraron riendo animadamente; hablaban sin escucharse. El aire brillaba. Ralph, que se sentía obligado a traducir todo aquello en una explicación, intentó dar una voltereta y cayó al suelo. Al cesar las risas, Simón acarició tímidamente el brazo de Ralph y se echaron a reír de nuevo.

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