El Atlájala
Paul Bowles
El
monasterio abandonado se erguía sobre una ligera elevación del terreno en medio
de una vasta explanada. Por todos sus costados el terreno descendía suavemente
hacia la enmarañada y pilosa jungla que cubría el valle circular rodeado de
negros y escarpados riscos. En algunos de los patios había unos cuantos árboles
que los pájaros usaban como lugar de reunión cuando salían de las habitaciones
y pasillos donde anidaban. Hacía tiempo que los bandidos se habían llevado del
edificio todo cuanto era transportable. En tiempos había sido también utilizado
por militares como cuartel general y, al igual que los bandidos, habían
encendido hogueras en aquellas grandes estancias expuestas al viento, así que
tomaron el aspecto de antiguas cocinas. Ahora que todo había desaparecido de su
interior, parecía que ya nadie se acercaría al monasterio nunca más. La
vegetación había levantado un muro protector; el primer piso quedó pronto
completamente oculto por pequeños árboles que abrazaban con sus enredaderas las
cornisas de las ventanas. Las praderas de alrededor crecían en humedad malsana
y exuberante; no las cruzaba sendero alguno.
En el
extremo más elevado del valle circular caía desde los riscos, en una gran
caldera, un río envuelto en una nube de vapor y estruendo; luego se deslizaba
bordeando la base de los riscos hasta encontrar un desfiladero en el otro
extremo del valle donde aceleraba su curso discretamente, sin rápidos ni
cascadas: una gran cinta negra de agua que descendía velozmente entre los
bruñidos costados del desfiladero. Fuera del valle el paisaje se dilataba y se tornaba
sonriente; nada más salir, una aldea anidaba en la ladera del monte. En los
tiempos del monasterio era allí donde los frailes adquirían sus provisiones,
dado que los indios no querían entrar en el valle. Siglos atrás, cuando se
construyó el edificio, la Iglesia tuvo que traer a los trabajadores de otra
parte del país. Se trataba de enemigos ancestrales de las tribus de la zona y
hablaban otra lengua; no había peligro, pues, de que los indígenas se
comunicaran con ellos mientras levantaban los enormes muros. En realidad,
tardaron tanto en construir el ala este que antes de que se concluyera habían
muerto ya todos los trabajadores, uno tras otro. Así que fueron los propios
monjes quienes cerraron el extremo del ala con muros lisos, dejándola así,
cegada y sin terminar, ante los negros riscos.
Generación
tras generación fueron llegando frailes, jóvenes de sonrosadas mejillas que se
iban quedando enjutos y macilentos y finalmente morían, siendo enterrados en el
jardín situado detrás del patio de la fuente. Un día, no muy lejano, habían
abandonado todos el monasterio; nadie supo adonde fueron y a nadie se le
ocurrió preguntar. Fue poco después de esto cuando llegaron los bandidos y
después los soldados. Ahora, como los indios no cambian, seguía sin aparecer nadie
de la aldea para visitar el monasterio. Allí vivía el Atlájala; los monjes no
habían podido con él, al final se habían rendido y marchado. A nadie le
sorprendió, pero el Atlájala ganó prestigio con su partida. Durante los siglos
que los frailes habitaron el monasterio los indios se habían preguntado por qué
los dejaba quedarse. Ahora, por fin, los había expulsado. Él siempre había
vivido allí, decían, y allí seguiría viviendo porque el valle era su morada y
no podría irse nunca.
A
primera hora de la mañana el inquieto Atlájala deambulaba por los aposentos del
monasterio. Las oscuras salas pasaban aprisa ante él, una tras otra. Al llegar
a un pequeño patio donde unos árboles jóvenes, ávidos de sol, habían levantado
las losas, se detuvo. El aire estaba lleno de leves sonidos: los movimientos de
las mariposas, la caída al suelo de briznas de hojas y flores, el aire que
seguía sus infinitos recorridos por los bordes de las cosas, las hormigas
realizando sus interminables trabajos sobre el polvo ardiente. Permanecía al
sol, percibiendo cada gradación de sonido, de luz, de olor, viviendo en la
conciencia de la lenta, constante desintegración que acometía a la mañana
convirtiéndola en tarde. Cuando llegaba la noche, solía deslizarse sobre el
tejado del monasterio y examinaba el cielo que se oscurecía: la cascada bramaba
a lo lejos. Noche tras noche, durante aquella larga serie de años, había
revoloteado por allí, por encima del valle, precipitándose hacia abajo para
convertirse en murciélago, en leopardo, en mariposa nocturna durante unos
minutos o unas horas, regresando para quedarse inmóvil en el centro del espacio
que limitaban los riscos. Cuando se construyó el monasterio, se aficionó a
frecuentar sus habitaciones, en las que observó por vez primera los gestos sin
sentido de la vida humana.
Y
entonces, una noche, se convirtió sin querer en uno de los jóvenes frailes. Era
una sensación nueva, extrañamente rica y compleja, y a la vez insufriblemente
sofocante, como si cualquier otra posibilidad que no fuera estar encerrado en
un aislado y diminuto mundo de causa y efecto hubiera desaparecido para
siempre. Como el fraile, se había acercado a la ventana y había contemplado el
cielo viendo no las estrellas, sino el espacio existente entre ellas y lo que
había detrás. Incluso en aquel momento sintió la necesidad de irse, de salir
del pequeño caparazón de angustia que había habitado por unos instantes, pero
una ligera curiosidad le había impulsado a permanecer un rato más en él,
prolongando la insólita sensación. Aguantó; el fraile elevó sus brazos al cielo
en gesto suplicante. Por vez primera percibió el Atlájala una resistencia, la
emoción de la lucha. Era delicioso sentir al joven pugnando por liberarse de su
presencia, y era infinitamente agradable quedarse allí. Entonces el fraile
corrió al otro lado de la habitación lanzando un grito y agarró un látigo de
cuero que colgaba de la pared. Rasgándose la ropa, empezó a flagelarse de una
manera feroz. Al recibir el primer latigazo, el Atlájala estuvo a punto de
abandonarlo, pero entonces se dio cuenta de que la inmediatez de aquel
misterioso dolor interior se hacía más manifiesta con cada impacto de los
golpes del exterior, así que se quedó, y entonces sintió al joven debilitarse
con su propia flagelación. Cuando hubo terminado y rezado una oración, el
fraile se arrastró hasta su jergón y se durmió llorando, mientras el Atlájala
se escabullía fuera de él oblicuamente y entraba en un pájaro que pasaba la
noche sentado en un árbol grande al borde de la espesura, escuchando atentamente
los sonidos nocturnos y dando un grito de vez en cuando.
A
partir de entonces, el Atlájala no pudo resistir el deseo de deslizarse en los
cuerpos de los frailes; los visitaba uno tras otro, descubriendo en ello una
asombrosa variedad de sensaciones. Cada uno era un mundo diferente, una
experiencia diferente, porque cada uno tenía distintas reacciones al tomar
conciencia de que había otro ser en él. Uno se sentaba y leía, o rezaba, otro
iba a dar un largo y atribulado paseo por las praderas, rodeando una y otra vez
el edificio, otro se encontraba con un hermano y se enzarzaba en una absurda
pero amarga disputa, algunos lloraban, otros se flagelaban o buscaban un amigo
que empuñara por ellos el látigo. Siempre tenía el Atlájala una rica profusión
de percepciones de que disfrutar, así que ya nunca más se le ocurrió frecuentar
cuerpos de insectos, pájaros o animales peludos, ni siquiera abandonar el
monasterio y remontarse en el aire. Una vez estuvo a punto de meterse en
apuros, cuando el fraile viejo que estaba ocupando cayó muerto, fulminado. Era
un riesgo que corría frecuentando hombres: parecían no saber cuándo estaban
acabados, o, si lo sabían, fingían con tal fuerza no saberlo, que venía a ser
lo mismo. Los demás seres lo sabían de antemano, salvo cuando eran atrapados
desprevenidos y devorados. Y esto el Atlájala lo podía impedir: el pájaro en
que él estaba, era evitado siempre por los halcones y las águilas.
Cuando
los frailes abandonaron el monasterio y, siguiendo las instrucciones del
gobierno, colgaron los hábitos, se dispersaron y se convirtieron en obreros, el
Atlájala se sintió desorientado, no sabiendo cómo pasar sus días y noches.
Ahora todo era como antes de que llegaran: no había nadie más que las criaturas
que siempre habían habitado el valle circular. Probó con una serpiente gigante,
con un ciervo, con una abeja: nada tenía ese sabor que había llegado a adorar.
Todo era igual que antes, pero no para el Atlájala; había conocido la
existencia del hombre, y ahora no había ninguno en el valle: sólo el edificio
abandonado, con sus estancias vacías, haciendo más intensa la ausencia del
hombre.
Entonces,
un año, llegaron unos bandidos, varios centenares, en una tormentosa tarde.
Probó con regocijo muchos de ellos, mientras se tumbaban por allí limpiando sus
armas, lanzando maldiciones, y pudo descubrir nuevos aspectos en la sensación:
el odio que sentían por el mundo, el miedo que tenían de los soldados que les
perseguían, los extraños arrebatos de deseo que los recorrían cuando se reunían
borrachos, tumbados en torno al fuego que ardía en medio del suelo, y el
insufrible tormento de celos que las orgías nocturnas parecían despertar en
algunos de ellos. Pero los bandidos no se quedaron mucho tiempo. Cuando ya se
habían ido, llegaron los soldados que seguían su pista. Se sentía algo muy
parecido siendo soldado y siendo bandido. Faltaban el miedo terrible y el odio,
pero el resto era casi idéntico. Ni los bandidos ni los soldados parecían ser
conscientes de su presencia en ellos; se podía deslizar de un hombre a otro sin
provocar cambio alguno en su conducta. Esto le sorprendió, por lo definido que
había sido su efecto en los frailes, y se sintió un poco defraudado de no poder
hacerles conocer su existencia.
En
cualquier caso, el Atlájala disfrutó inmensamente tanto con los bandidos como
con los soldados, y se quedó aún más desolado cuando lo volvieron a dejar solo.
Se convertía en una de las golondrinas que anidaban en las rocas que había
junto al nacimiento de la cascada. Bajo la ardiente luz del sol se zambullía,
una y otra vez, en la cortina brumosa que se elevaba desde muy abajo, a veces
dando gritos jubilosos. Se pasaba un día de pulgón, arrastrándose despacio por
el envés de las hojas, viviendo tranquilo en ese mundo inferior, verde y
gigantesco, que está siempre escondido del cielo. O experimentaba, por la
noche, en el cuerpo aterciopelado de una pantera, el placer de la caza. Vivió
un año en una anguila, en el fondo de la poza, bajo la cascada, sintiendo cómo
cedía lentamente el limo ante ella a medida que avanzaba empujando con su
hocico plano; fue una época tranquila, pero después volvió el deseo de
experimentar de nuevo la misteriosa vida del hombre: obsesión de la que
resultaba inútil tratar de librarse. Y ahora recorría con inquietud las habitaciones
en ruinas, una presencia muda, solitaria, anhelando encarnarse de nuevo, pero
sólo en un cuerpo humano. Y con la construcción de autopistas por todo el país
era inevitable que la gente volviera al valle circular.
Un
hombre y una mujer llegaron en su automóvil hasta un pueblo que había en un
valle inferior; como habían oído hablar del monasterio en ruinas y de la
cascada que caía desde los riscos en el gran circo, decidieron ir a verlos.
Viajaron en burro hasta la aldea de la entrada al desfiladero, pero una vez
allí, los indios que habían contratado para que los acompañaran se negaron a
seguir más adelante, así que continuaron solos, penetrando, cañón arriba, en el
territorio del Atlájala.
Era
mediodía cuando entraron en el valle; las negras aristas de los peñascos
relucían como cristal bajo los rayos abrasadores del sol en el cénit.
Detuvieron los burros junto a un montón de rocas, al borde de las praderas en
declive. Se bajó primero el hombre, y le tendió la mano a la mujer para
ayudarla a bajar. Ella se inclinó hacia adelante, poniéndole las manos sobre el
rostro, y se besaron durante un largo rato. Entonces él la dejó en el suelo y
ambos treparon por las rocas cogidos de la mano. El Atlájala andaba rondándolos
de cerca, observando atentamente a la mujer: era la primera que venía al valle.
Se sentaron los dos sobre la hierba, bajo un arbolito, mirándose, sonrientes.
Falto de costumbre, el Atlájala se metió en el hombre. De inmediato, en lugar
de hallarse rodeado del aire soleado, de los gritos de los pájaros y de los
aromas de las flores, era sólo consciente de la belleza de la mujer y de su
terrible proximidad. La cascada, la tierra y el mismo cielo desaparecieron, se
perdieron en la nada, y sólo quedaron la sonrisa de la mujer, sus brazos, su
olor. Era un mundo más sofocante y doloroso de lo que el Atlájala había
imaginado posible. Pero pese a todo, se quedó en él, mientras hablaba el hombre
y le contestaba la mujer.
—Abandónalo.
Él no te quiere.
—Me
mataría.
—Pero yo
te quiero. Te necesito a mi lado.
—No
puedo. Le tengo miedo.
El
hombre extendió los brazos para atraerla hacia sí; ella se echó un poco hacia
atrás, pero sus ojos se abrieron, muy grandes.
—Tenemos
todo el día —murmuró, volviendo el rostro hacia las paredes amarillas del
monasterio.
El
hombre la abrazó con violencia, estrujándola contra sí como si con aquel
gesto salvara su vida.
—No,
no, no. Esto no puede seguir así —dijo—. No.
El
dolor de su sufrimiento era demasiado intenso; el Atlájala dejó con suavidad al
hombre y se deslizó dentro de la mujer. Y esta vez hubiera jurado estar
habitando en la nada, estar en su propio ser de espacio ilimitado, tal era la
perfección con que percibía el viento errático, los pequeños revoloteos de las
hojas y el aire diáfano que lo rodeaba. Pero había una diferencia: cada
elemento poseía una intensidad mayor, la esfera toda del ser era inmensa,
infinita. Ahora comprendía qué era lo que aquel hombre buscaba en la mujer, y
se daba cuenta de que él sufría porque nunca podría alcanzar esa sensación de
plenitud que perseguía. Pero el Atlájala, confundido su ser con el de la mujer,
la había alcanzado, y al advertir que lo poseía, se estremeció alborozado. La
mujer se estremeció cuando sus labios se unieron a los del hombre. Allí en la
hierba, a la sombra del árbol, su felicidad alcanzaba nuevas cimas; el
Atlájala, conociéndolos a ambos, establecía un único cauce entre los secretos
manantiales de sus deseos. Permaneció ya hasta el final dentro de la mujer, y
empezó a maquinar de un modo vago formas de conseguir que se quedara, si no en
el valle, al menos cerca, para que pudiera volver.
A la
tarde, con movimientos como de ensueño, se encaminaron hacia los burros,
montaron y atravesaron la alta hierba de la pradera, hasta llegar al monasterio.
Se detuvieron en el gran patio, observando indecisos los antiguos arcos
iluminados por el sol, y la oscuridad de los umbrales.
—¿Entramos?
—preguntó la mujer.
—Tenemos
que volver.
—Yo
quiero entrar —dijo ella. (El Atlájala se entusiasmó.)
Una delgada
culebra gris se escurrió por el suelo hacia unos arbustos. Ellos no la vieron.
El
hombre la miró perplejo.
—Es
tarde —dijo.
Pero
ella descabalgó de un brinco, sin esperar a que él la ayudase, y metiéndose
bajo los arcos entró en el largo corredor interior. (Nunca le habían parecido
al Atlájala las habitaciones tan reales como ahora que las veía a través de sus
ojos.)
Exploraron
todas las salas. Luego la mujer quiso subir a la torre, pero el hombre adoptó
una actitud decidida.
—Nos
tenemos que ir ahora mismo —dijo con firmeza, poniéndole la mano en el hombro.
—Es el
único día que estamos juntos y no piensas más que en volver.
—Pero
el tiempo...
—Hay
luna. No nos perderemos.
Él no
cambió de idea.
—No.
—Como
quieras —dijo ella—. Yo voy a subir. Tú puedes volverte solo, si te apetece.
Él se
rió, incómodo.
—Estás
loca.
Trató
de besarla.
Ella se
apartó y dejó en suspenso su respuesta. Luego dijo:
—Tú
quieres que deje a mi marido por ti. Tú me pides todo, pero ¿qué haces tú por
mí a cambio? Te niegas incluso a acompañarme a lo alto de una torrecita para
contemplar la vista. Vuélvete solo. ¡Vete!
Sollozó
y corrió hacia el negro hueco de la escalera. Él la siguió, llamándola, pero
tropezó en algún lugar. Los pies de ella se apoyaban con tal seguridad que
parecía que hubiera subido los numerosos escalones de piedra miles de veces,
corriendo en la oscuridad, dando vueltas y vueltas.
Por fin
llegó arriba y miró por las pequeñas rendijas abiertas en las paredes
agrietadas. Las vigas de donde colgaba la campana se habían podrido y caído al
suelo; la pesada campana yacía de costado entre escombros, como un animal
muerto. El sonido de la cascada era más fuerte aquí arriba; el valle estaba
casi sumido en la oscuridad. Abajo, él la llamaba una y otra vez. Ella no
contestaba. Mientras contemplaba cómo se abatía lentamente la sombra de los
peñascos sobre los más lejanos y recónditos lugares y cómo comenzaba a trepar
por las rocas desnudas del este, una idea se iba formando en su mente. No era
el tipo de idea que ella hubiera esperado de sí misma, pero estaba allí,
creciente e ineludible. Cuando la sintió en su interior, completa, dio media
vuelta y regresó abajo con ligereza. Él estaba sentado en la oscuridad, junto
al final de los escalones quejándose un poco.
—¿Qué
pasa? —dijo ella.
—Me he
hecho daño en la pierna. ¿Estás ya lista para que nos vayamos o no?
—Sí
—dijo simplemente ella—. Siento que te hayas caído.
Él se
levantó sin decir nada y, cojeando tras ella, salió al patio donde estaban los
burros. El aire frío de la montaña empezaba a soplar desde las cimas de los
riscos. Mientras atravesaban la pradera ella se puso a pensar en cómo sacar el
tema a colación. (Tenía que ser antes de que alcanzaran el desfiladero. El
Atlájala temblaba.)
—¿Me
perdonas? —le preguntó.
—Por
supuesto —rió él.
—¿Me
quieres?
—Más
que a nada en el mundo.
—¿Es
eso cierto?
Él la
miró a la débil luz, erguido sobre el zarandeo del animal.
—Sabes
que lo es —dijo con suavidad.
Ella
titubeaba.
—Sólo
hay una solución, entonces —dijo por fin.
—Pero
¿cuál?
—Tengo
miedo de él. No volveré con él. Tú te vuelves. Yo me quedaré en el pueblo
—(estando tan cerca vendría todos los días al monasterio)—. Cuando esté
resuelto, vienes a por mí. Entonces podremos irnos a algún otro sitio. Nadie
nos encontrará.
La voz
de él sonó extraña.
—No
entiendo.
—Sí que
entiendes. Y es la única solución. Hazlo o no, como quieras. Es la única
solución.
Siguieron
trotando un rato en silencio. Enfrente se dibujaba el cañón, negro contra el
cielo del atardecer.
Entonces
dijo él con voz muy clara:
—Nunca.
El
sendero llevaba poco después hacia un espacio abierto, por encima del agua, que
fluía rauda más abajo. Les llegaba débilmente el sonido hueco del río. La luz
casi había desaparecido del cielo; con el crepúsculo, el paisaje había
adquirido perfiles engañosos. Todo era gris —las rocas, los matorrales, el
sendero— y no había distancias ni escala. Aminoraron la marcha.
Aún
resonaban en sus oídos las palabras de él.
—¡No
volveré con él! —gritó ella con repentina vehemencia—. Tú puedes volver y jugar
con él a las cartas como de costumbre. Ser su buen amigo igual que siempre. Yo
no pienso ir. No puedo seguir con vosotros dos en la ciudad.
(El
plan no estaba funcionando; el Atlájala vio que la había perdido, pero todavía
podía ayudarla.)
—Estás
muy cansada —dijo él con suavidad.
Tenía
razón. Casi mientras él pronunciaba estas palabras, parecieron abandonarla la
euforia y la ligereza insólitas que había experimentado desde el mediodía; dejó
caer la cabeza con cansancio y dijo:
—Sí que
lo estoy.
En ese
mismo momento el hombre lanzó un grito agudo, terrible; ella levantó la vista a
tiempo de ver cómo el burro se precipitaba desde el borde del sendero en el
vacío gris. Hubo un silencio, y luego un lejano rumor de muchas piedras rodando
ladera abajo. Ella no podía moverse ni detener su cabalgadura; siguió sentada
en silencio, dejándose llevar, un peso inerte sobre el lomo del animal.
En el
último instante, cuando ella se iba acercando a la abertura que era el límite
de sus dominios, el Atlájala, trémulo, se separó de ella. La mujer levantó la
cabeza y un levísimo estremecimiento de gozo la recorrió entera; luego volvió a
dejarla caer hacia delante.
Flotando
en las tinieblas, sobre el sendero, el Atlájala contempló su figura borrosa desaparecer
en la noche que caía. (Ya que no había podido retenerla allí, al menos había
podido ayudarla.)
Un
momento después estaba en la torre, escuchando a las arañas reparar las telas
que ella había estropeado. Pasaría mucho, mucho tiempo hasta que pudiera
introducirse en la conciencia de otro ser. Mucho, mucho tiempo: quizá la
eternidad.