jueves, 15 de febrero de 2024

El Atlájala Paul Bowles RELATO TEXTO COMPLETO

 


El Atlájala

 

Paul Bowles


 

El monasterio abandonado se erguía sobre una ligera elevación del terreno en medio de una vasta explanada. Por todos sus costados el terreno descendía suavemente hacia la enmarañada y pilosa jungla que cubría el valle circular rodeado de negros y escarpados riscos. En algunos de los patios había unos cuantos árboles que los pájaros usaban como lugar de reunión cuando salían de las habitaciones y pasillos donde anidaban. Hacía tiempo que los bandidos se habían llevado del edificio todo cuanto era transportable. En tiempos había sido también utilizado por militares como cuartel general y, al igual que los bandidos, habían encendido hogueras en aquellas grandes estancias expuestas al viento, así que tomaron el aspecto de antiguas cocinas. Ahora que todo había desaparecido de su interior, parecía que ya nadie se acercaría al monasterio nunca más. La vegetación había levantado un muro protector; el primer piso quedó pronto completamente oculto por pequeños árboles que abrazaban con sus enredaderas las cornisas de las ventanas. Las praderas de alrededor crecían en humedad malsana y exuberante; no las cruzaba sendero alguno.

En el extremo más elevado del valle circular caía desde los riscos, en una gran caldera, un río envuelto en una nube de vapor y estruendo; luego se deslizaba bordeando la base de los riscos hasta encontrar un desfiladero en el otro extremo del valle donde aceleraba su curso discretamente, sin rápidos ni cascadas: una gran cinta negra de agua que descendía velozmente entre los bruñidos costados del desfiladero. Fuera del valle el paisaje se dilataba y se tornaba sonriente; nada más salir, una aldea anidaba en la ladera del monte. En los tiempos del monasterio era allí donde los frailes adquirían sus provisiones, dado que los indios no querían entrar en el valle. Siglos atrás, cuando se construyó el edificio, la Iglesia tuvo que traer a los trabajadores de otra parte del país. Se trataba de enemigos ancestrales de las tribus de la zona y hablaban otra lengua; no había peligro, pues, de que los indígenas se comunicaran con ellos mientras levantaban los enormes muros. En realidad, tardaron tanto en construir el ala este que antes de que se concluyera habían muerto ya todos los trabajadores, uno tras otro. Así que fueron los propios monjes quienes cerraron el extremo del ala con muros lisos, dejándola así, cegada y sin terminar, ante los negros riscos.

Generación tras generación fueron llegando frailes, jóvenes de sonrosadas mejillas que se iban quedando enjutos y macilentos y finalmente morían, siendo enterrados en el jardín situado detrás del patio de la fuente. Un día, no muy lejano, habían abandonado todos el monasterio; nadie supo adonde fueron y a nadie se le ocurrió preguntar. Fue poco después de esto cuando llegaron los bandidos y después los soldados. Ahora, como los indios no cambian, seguía sin aparecer nadie de la aldea para visitar el monasterio. Allí vivía el Atlájala; los monjes no habían podido con él, al final se habían rendido y marchado. A nadie le sorprendió, pero el Atlájala ganó prestigio con su partida. Durante los siglos que los frailes habitaron el monasterio los indios se habían preguntado por qué los dejaba quedarse. Ahora, por fin, los había expulsado. Él siempre había vivido allí, decían, y allí seguiría viviendo porque el valle era su morada y no podría irse nunca.

A primera hora de la mañana el inquieto Atlájala deambulaba por los aposentos del monasterio. Las oscuras salas pasaban aprisa ante él, una tras otra. Al llegar a un pequeño patio donde unos árboles jóvenes, ávidos de sol, habían levantado las losas, se detuvo. El aire estaba lleno de leves sonidos: los movimientos de las mariposas, la caída al suelo de briznas de hojas y flores, el aire que seguía sus infinitos recorridos por los bordes de las cosas, las hormigas realizando sus interminables trabajos sobre el polvo ardiente. Permanecía al sol, percibiendo cada gradación de sonido, de luz, de olor, viviendo en la conciencia de la lenta, constante desintegración que acometía a la mañana convirtiéndola en tarde. Cuando llegaba la noche, solía deslizarse sobre el tejado del monasterio y examinaba el cielo que se oscurecía: la cascada bramaba a lo lejos. Noche tras noche, durante aquella larga serie de años, había revoloteado por allí, por encima del valle, precipitándose hacia abajo para convertirse en murciélago, en leopardo, en mariposa nocturna durante unos minutos o unas horas, regresando para quedarse inmóvil en el centro del espacio que limitaban los riscos. Cuando se construyó el monasterio, se aficionó a frecuentar sus habitaciones, en las que observó por vez primera los gestos sin sentido de la vida humana.

Y entonces, una noche, se convirtió sin querer en uno de los jóvenes frailes. Era una sensación nueva, extrañamente rica y compleja, y a la vez insufriblemente sofocante, como si cualquier otra posibilidad que no fuera estar encerrado en un aislado y diminuto mundo de causa y efecto hubiera desaparecido para siempre. Como el fraile, se había acercado a la ventana y había contemplado el cielo viendo no las estrellas, sino el espacio existente entre ellas y lo que había detrás. Incluso en aquel momento sintió la necesidad de irse, de salir del pequeño caparazón de angustia que había habitado por unos instantes, pero una ligera curiosidad le había impulsado a permanecer un rato más en él, prolongando la insólita sensación. Aguantó; el fraile elevó sus brazos al cielo en gesto suplicante. Por vez primera percibió el Atlájala una resistencia, la emoción de la lucha. Era delicioso sentir al joven pugnando por liberarse de su presencia, y era infinitamente agradable quedarse allí. Entonces el fraile corrió al otro lado de la habitación lanzando un grito y agarró un látigo de cuero que colgaba de la pared. Rasgándose la ropa, empezó a flagelarse de una manera feroz. Al recibir el primer latigazo, el Atlájala estuvo a punto de abandonarlo, pero entonces se dio cuenta de que la inmediatez de aquel misterioso dolor interior se hacía más manifiesta con cada impacto de los golpes del exterior, así que se quedó, y entonces sintió al joven debilitarse con su propia flagelación. Cuando hubo terminado y rezado una oración, el fraile se arrastró hasta su jergón y se durmió llorando, mientras el Atlájala se escabullía fuera de él oblicuamente y entraba en un pájaro que pasaba la noche sentado en un árbol grande al borde de la espesura, escuchando atentamente los sonidos nocturnos y dando un grito de vez en cuando.

A partir de entonces, el Atlájala no pudo resistir el deseo de deslizarse en los cuerpos de los frailes; los visitaba uno tras otro, descubriendo en ello una asombrosa variedad de sensaciones. Cada uno era un mundo diferente, una experiencia diferente, porque cada uno tenía distintas reacciones al tomar conciencia de que había otro ser en él. Uno se sentaba y leía, o rezaba, otro iba a dar un largo y atribulado paseo por las praderas, rodeando una y otra vez el edificio, otro se encontraba con un hermano y se enzarzaba en una absurda pero amarga disputa, algunos lloraban, otros se flagelaban o buscaban un amigo que empuñara por ellos el látigo. Siempre tenía el Atlájala una rica profusión de percepciones de que disfrutar, así que ya nunca más se le ocurrió frecuentar cuerpos de insectos, pájaros o animales peludos, ni siquiera abandonar el monasterio y remontarse en el aire. Una vez estuvo a punto de meterse en apuros, cuando el fraile viejo que estaba ocupando cayó muerto, fulminado. Era un riesgo que corría frecuentando hombres: parecían no saber cuándo estaban acabados, o, si lo sabían, fingían con tal fuerza no saberlo, que venía a ser lo mismo. Los demás seres lo sabían de antemano, salvo cuando eran atrapados desprevenidos y devorados. Y esto el Atlájala lo podía impedir: el pájaro en que él estaba, era evitado siempre por los halcones y las águilas.

Cuando los frailes abandonaron el monasterio y, siguiendo las instrucciones del gobierno, colgaron los hábitos, se dispersaron y se convirtieron en obreros, el Atlájala se sintió desorientado, no sabiendo cómo pasar sus días y noches. Ahora todo era como antes de que llegaran: no había nadie más que las criaturas que siempre habían habitado el valle circular. Probó con una serpiente gigante, con un ciervo, con una abeja: nada tenía ese sabor que había llegado a adorar. Todo era igual que antes, pero no para el Atlájala; había conocido la existencia del hombre, y ahora no había ninguno en el valle: sólo el edificio abandonado, con sus estancias vacías, haciendo más intensa la ausencia del hombre.

Entonces, un año, llegaron unos bandidos, varios centenares, en una tormentosa tarde. Probó con regocijo muchos de ellos, mientras se tumbaban por allí limpiando sus armas, lanzando maldiciones, y pudo descubrir nuevos aspectos en la sensación: el odio que sentían por el mundo, el miedo que tenían de los soldados que les perseguían, los extraños arrebatos de deseo que los recorrían cuando se reunían borrachos, tumbados en torno al fuego que ardía en medio del suelo, y el insufrible tormento de celos que las orgías nocturnas parecían despertar en algunos de ellos. Pero los bandidos no se quedaron mucho tiempo. Cuando ya se habían ido, llegaron los soldados que seguían su pista. Se sentía algo muy parecido siendo soldado y siendo bandido. Faltaban el miedo terrible y el odio, pero el resto era casi idéntico. Ni los bandidos ni los soldados parecían ser conscientes de su presencia en ellos; se podía deslizar de un hombre a otro sin provocar cambio alguno en su conducta. Esto le sorprendió, por lo definido que había sido su efecto en los frailes, y se sintió un poco defraudado de no poder hacerles conocer su existencia.

En cualquier caso, el Atlájala disfrutó inmensamente tanto con los bandidos como con los soldados, y se quedó aún más desolado cuando lo volvieron a dejar solo. Se convertía en una de las golondrinas que anidaban en las rocas que había junto al nacimiento de la cascada. Bajo la ardiente luz del sol se zambullía, una y otra vez, en la cortina brumosa que se elevaba desde muy abajo, a veces dando gritos jubilosos. Se pasaba un día de pulgón, arrastrándose despacio por el envés de las hojas, viviendo tranquilo en ese mundo inferior, verde y gigantesco, que está siempre escondido del cielo. O experimentaba, por la noche, en el cuerpo aterciopelado de una pantera, el placer de la caza. Vivió un año en una anguila, en el fondo de la poza, bajo la cascada, sintiendo cómo cedía lentamente el limo ante ella a medida que avanzaba empujando con su hocico plano; fue una época tranquila, pero después volvió el deseo de experimentar de nuevo la misteriosa vida del hombre: obsesión de la que resultaba inútil tratar de librarse. Y ahora recorría con inquietud las habitaciones en ruinas, una presencia muda, solitaria, anhelando encarnarse de nuevo, pero sólo en un cuerpo humano. Y con la construcción de autopistas por todo el país era inevitable que la gente volviera al valle circular.

Un hombre y una mujer llegaron en su automóvil hasta un pueblo que había en un valle inferior; como habían oído hablar del monasterio en ruinas y de la cascada que caía desde los riscos en el gran circo, decidieron ir a verlos. Viajaron en burro hasta la aldea de la entrada al desfiladero, pero una vez allí, los indios que habían contratado para que los acompañaran se negaron a seguir más adelante, así que continuaron solos, penetrando, cañón arriba, en el territorio del Atlájala.

Era mediodía cuando entraron en el valle; las negras aristas de los peñascos relucían como cristal bajo los rayos abrasadores del sol en el cénit. Detuvieron los burros junto a un montón de rocas, al borde de las praderas en declive. Se bajó primero el hombre, y le tendió la mano a la mujer para ayudarla a bajar. Ella se inclinó hacia adelante, poniéndole las manos sobre el rostro, y se besaron durante un largo rato. Entonces él la dejó en el suelo y ambos treparon por las rocas cogidos de la mano. El Atlájala andaba rondándolos de cerca, observando atentamente a la mujer: era la primera que venía al valle. Se sentaron los dos sobre la hierba, bajo un arbolito, mirándose, sonrientes. Falto de costumbre, el Atlájala se metió en el hombre. De inmediato, en lugar de hallarse rodeado del aire soleado, de los gritos de los pájaros y de los aromas de las flores, era sólo consciente de la belleza de la mujer y de su terrible proximidad. La cascada, la tierra y el mismo cielo desaparecieron, se perdieron en la nada, y sólo quedaron la sonrisa de la mujer, sus brazos, su olor. Era un mundo más sofocante y doloroso de lo que el Atlájala había imaginado posible. Pero pese a todo, se quedó en él, mientras hablaba el hombre y le contestaba la mujer.

—Abandónalo. Él no te quiere.

—Me mataría.

—Pero yo te quiero. Te necesito a mi lado.

—No puedo. Le tengo miedo.

El hombre extendió los brazos para atraerla hacia sí; ella se echó un poco hacia atrás, pero sus ojos se abrieron, muy grandes.

—Tenemos todo el día —murmuró, volviendo el rostro hacia las paredes amarillas del monasterio.

El hombre la abrazó con violencia, estrujándola contra sí como si con aquel gesto salvara su vida.

—No, no, no. Esto no puede seguir así —dijo—. No.

El dolor de su sufrimiento era demasiado intenso; el Atlájala dejó con suavidad al hombre y se deslizó dentro de la mujer. Y esta vez hubiera jurado estar habitando en la nada, estar en su propio ser de espacio ilimitado, tal era la perfección con que percibía el viento errático, los pequeños revoloteos de las hojas y el aire diáfano que lo rodeaba. Pero había una diferencia: cada elemento poseía una intensidad mayor, la esfera toda del ser era inmensa, infinita. Ahora comprendía qué era lo que aquel hombre buscaba en la mujer, y se daba cuenta de que él sufría porque nunca podría alcanzar esa sensación de plenitud que perseguía. Pero el Atlájala, confundido su ser con el de la mujer, la había alcanzado, y al advertir que lo poseía, se estremeció alborozado. La mujer se estremeció cuando sus labios se unieron a los del hombre. Allí en la hierba, a la sombra del árbol, su felicidad alcanzaba nuevas cimas; el Atlájala, conociéndolos a ambos, establecía un único cauce entre los secretos manantiales de sus deseos. Permaneció ya hasta el final dentro de la mujer, y empezó a maquinar de un modo vago formas de conseguir que se quedara, si no en el valle, al menos cerca, para que pudiera volver.

A la tarde, con movimientos como de ensueño, se encaminaron hacia los burros, montaron y atravesaron la alta hierba de la pradera, hasta llegar al monasterio. Se detuvieron en el gran patio, observando indecisos los antiguos arcos iluminados por el sol, y la oscuridad de los umbrales.

—¿Entramos? —preguntó la mujer.

—Tenemos que volver.

—Yo quiero entrar —dijo ella. (El Atlájala se entusiasmó.)

Una delgada culebra gris se escurrió por el suelo hacia unos arbustos. Ellos no la vieron.

El hombre la miró perplejo.

—Es tarde —dijo.

Pero ella descabalgó de un brinco, sin esperar a que él la ayudase, y metiéndose bajo los arcos entró en el largo corredor interior. (Nunca le habían parecido al Atlájala las habitaciones tan reales como ahora que las veía a través de sus ojos.)

Exploraron todas las salas. Luego la mujer quiso subir a la torre, pero el hombre adoptó una actitud decidida.

—Nos tenemos que ir ahora mismo —dijo con firmeza, poniéndole la mano en el hombro.

—Es el único día que estamos juntos y no piensas más que en volver.

—Pero el tiempo...

—Hay luna. No nos perderemos.

Él no cambió de idea.

—No.

—Como quieras —dijo ella—. Yo voy a subir. Tú puedes volverte solo, si te apetece.

Él se rió, incómodo.

—Estás loca.

Trató de besarla.

Ella se apartó y dejó en suspenso su respuesta. Luego dijo:

—Tú quieres que deje a mi marido por ti. Tú me pides todo, pero ¿qué haces tú por mí a cambio? Te niegas incluso a acompañarme a lo alto de una torrecita para contemplar la vista. Vuélvete solo. ¡Vete!

Sollozó y corrió hacia el negro hueco de la escalera. Él la siguió, llamándola, pero tropezó en algún lugar. Los pies de ella se apoyaban con tal seguridad que parecía que hubiera subido los numerosos escalones de piedra miles de veces, corriendo en la oscuridad, dando vueltas y vueltas.

Por fin llegó arriba y miró por las pequeñas rendijas abiertas en las paredes agrietadas. Las vigas de donde colgaba la campana se habían podrido y caído al suelo; la pesada campana yacía de costado entre escombros, como un animal muerto. El sonido de la cascada era más fuerte aquí arriba; el valle estaba casi sumido en la oscuridad. Abajo, él la llamaba una y otra vez. Ella no contestaba. Mientras contemplaba cómo se abatía lentamente la sombra de los peñascos sobre los más lejanos y recónditos lugares y cómo comenzaba a trepar por las rocas desnudas del este, una idea se iba formando en su mente. No era el tipo de idea que ella hubiera esperado de sí misma, pero estaba allí, creciente e ineludible. Cuando la sintió en su interior, completa, dio media vuelta y regresó abajo con ligereza. Él estaba sentado en la oscuridad, junto al final de los escalones quejándose un poco.

—¿Qué pasa? —dijo ella.

—Me he hecho daño en la pierna. ¿Estás ya lista para que nos vayamos o no?

—Sí —dijo simplemente ella—. Siento que te hayas caído.

Él se levantó sin decir nada y, cojeando tras ella, salió al patio donde estaban los burros. El aire frío de la montaña empezaba a soplar desde las cimas de los riscos. Mientras atravesaban la pradera ella se puso a pensar en cómo sacar el tema a colación. (Tenía que ser antes de que alcanzaran el desfiladero. El Atlájala temblaba.)

—¿Me perdonas? —le preguntó.

—Por supuesto —rió él.

—¿Me quieres?

—Más que a nada en el mundo.

—¿Es eso cierto?

Él la miró a la débil luz, erguido sobre el zarandeo del animal.

—Sabes que lo es —dijo con suavidad.

Ella titubeaba.

—Sólo hay una solución, entonces —dijo por fin.

—Pero ¿cuál?

—Tengo miedo de él. No volveré con él. Tú te vuelves. Yo me quedaré en el pueblo —(estando tan cerca vendría todos los días al monasterio)—. Cuando esté resuelto, vienes a por mí. Entonces podremos irnos a algún otro sitio. Nadie nos encontrará.

La voz de él sonó extraña.

—No entiendo.

—Sí que entiendes. Y es la única solución. Hazlo o no, como quieras. Es la única solución.

Siguieron trotando un rato en silencio. Enfrente se dibujaba el cañón, negro contra el cielo del atardecer.

Entonces dijo él con voz muy clara:

—Nunca.

El sendero llevaba poco después hacia un espacio abierto, por encima del agua, que fluía rauda más abajo. Les llegaba débilmente el sonido hueco del río. La luz casi había desaparecido del cielo; con el crepúsculo, el paisaje había adquirido perfiles engañosos. Todo era gris —las rocas, los matorrales, el sendero— y no había distancias ni escala. Aminoraron la marcha.

Aún resonaban en sus oídos las palabras de él.

—¡No volveré con él! —gritó ella con repentina vehemencia—. Tú puedes volver y jugar con él a las cartas como de costumbre. Ser su buen amigo igual que siempre. Yo no pienso ir. No puedo seguir con vosotros dos en la ciudad.

(El plan no estaba funcionando; el Atlájala vio que la había perdido, pero todavía podía ayudarla.)

—Estás muy cansada —dijo él con suavidad.

Tenía razón. Casi mientras él pronunciaba estas palabras, parecieron abandonarla la euforia y la ligereza insólitas que había experimentado desde el mediodía; dejó caer la cabeza con cansancio y dijo:

—Sí que lo estoy.

En ese mismo momento el hombre lanzó un grito agudo, terrible; ella levantó la vista a tiempo de ver cómo el burro se precipitaba desde el borde del sendero en el vacío gris. Hubo un silencio, y luego un lejano rumor de muchas piedras rodando ladera abajo. Ella no podía moverse ni detener su cabalgadura; siguió sentada en silencio, dejándose llevar, un peso inerte sobre el lomo del animal.

En el último instante, cuando ella se iba acercando a la abertura que era el límite de sus dominios, el Atlájala, trémulo, se separó de ella. La mujer levantó la cabeza y un levísimo estremecimiento de gozo la recorrió entera; luego volvió a dejarla caer hacia delante.

Flotando en las tinieblas, sobre el sendero, el Atlájala contempló su figura borrosa desaparecer en la noche que caía. (Ya que no había podido retenerla allí, al menos había podido ayudarla.)

Un momento después estaba en la torre, escuchando a las arañas reparar las telas que ella había estropeado. Pasaría mucho, mucho tiempo hasta que pudiera introducirse en la conciencia de otro ser. Mucho, mucho tiempo: quizá la eternidad.

lunes, 12 de febrero de 2024

LOS VIEJOS DEL ZOO ANGUS WILSON PRÓLOGO

 



Un accidente en el zoo de Londres —la muerte infligida por una jirafa a un guardián— pone en marcha una crisis que afecta a una institución respetable y respetada, metáfora de la sociedad británica. Porque la muerte de Filson el Joven es el reflejo de las contradicciones que subyacen en la vida del Zoo, del choque entre los nostálgicos que piensan que «cualquier tiempo pasado fue mejor» y quieren repetirlo, y los renovadores que desean hacer tabla rasa y construir una nueva realidad.

«Los viejos del zoo» es una de las mejores novelas de ese gran continuador de la tradición dickensiana que es Angus Wilson. Personajes como Simon Carter, Martha, su esposa, el implacable y lúcido Lord Godmanchester, el extraño Emile Englander, el deportivo y arrogante Robert Falcon, Leacock, ajeno a todo lo que no sea su gran proyecto de renovación del Zoo, el encantador Matthew Price, capaz de dar su vida por los valores en los que cree, etc., forman una fascinante galería sobre el fondo de una Inglaterra convulsa y agobiada por sus contradicciones internas. Angus Wilson demuestra de nuevo que es uno de los mayores novelistas de nuestro tiempo, un analista lúcido e irónico de la vida contemporánea, creador de vastos frescos sociales y a la vez minucioso observador de las vidas individuales. «Los viejos del zoo» es uno de sus libros clave.

sábado, 10 de febrero de 2024

EL PAÍS DEL DIABLO PERLA SUEZ FRAGMENTO NOVELA PREMIO RÓMULO GALLEGOS 2020

 



EL PAÍS DEL DIABLO

PERLA SUEZ

El país del diablo, de la escritora Perla Suez, se remonta a la

relación histórica que reconstruye la guerra de los invasores al

territorio de los nativos araucanos, en el extremo sur del continente

americano, en la llamada Campaña del Desierto. Con economía de

personajes donde podemos percibir un relato seductor, trágico y

poético al mismo tiempo, su seguimiento mantiene al lector en

ascuas a través de detalles de intimidad y suspenso. El interés de

su lectura promueve expectativas que fluctúan entre lo ficticio, lo

histórico y lo ancestral, llevándonos hasta la última página con

atención absoluta.

Laura Antillano

Perla Suez es una escritora argentina cuya obra se ha centrado

en la novela y el ensayo. Obtuvo la licenciatura en Lenguas

Modernas de la Universidad de Córdoba, donde también siguió

estudios de Psicopedagogía y Cine. Investigadora becaria del

Gobierno francés (1977 −1978), realizó cursos de literatura con

Roland Barthes y Héléne Gratiot-Alphandéry. Ya en Argentina, fue

cofundadora del Centro de Difusión e Investigación de Literatura

Infantil y Juvenil, el cual dirigió de 1983 a 1990 y creó la revista

Piedra Libre especializada en literatura para niños y jóvenes.

Su obra de ficción ha recibido importantes reconocimientos,

entre los que están el Premio Internacional de Novela Grinzane

Cavour (Montevideo, 2008), por la Trilogía de Entre Ríos; el Premio

Nacional de Novela (2013), por Humo rojo; y el Premio Sor Juana

Inés de la Cruz (2015), por El país del diablo, obra que también

resultó ganadora del Premio Internacional de Novela Rómulo

Gallegos 2020. En marzo 2021 fue declarada Ciudadana Ilustre de

la ciudad de Córdoba.

VEREDICTO DE LA XX EDICIÓN DEL

PREMIO INTERNACIONAL DE

NOVELA RÓMULO GALLEGOS

El jurado de la XX edición del Premio Internacional de novela

Rómulo Gallegos, integrado por Laura Antillano (Venezuela),

Vicente Battista (Argentina) y Pablo Mon- toya (Colombia), reunidos

virtualmente por efectos de la pandemia de Covid 19 el 12 y el 13 de

noviembre de 2020, luego de leer y revisar las 214 novelas

recibidas, ha decidido seleccionar las siguientes diez novelas

finalistas:

El país del diablo (Edhasa, 2015), de Perla Suez (Argentina)

Pasolini o la noche de las luciérnagas (Nocturna, 2015), de José

García López (España)

Las aventuras de la China Iron (Random House, 2017), de

Gabriela Cabezón Cámara (Argentina)

Moronga (Random House, 2018) de Horacio Castellanos Moya

(El Salvador)

La respiración violenta del mundo (Emecé, 2018), de Ángela

Pradelli (Argentina)

Hijas de Agar (Santander, 2016), de Pilar Salamanca (España)

Seda araña (Paralelo 21, 2019), de Antolina Ortiz (México)

Hijo de la guerra (Seix Barral, 2019), de Ricardo Raphael

(México)

La ruta de los hospitales (Alfaguara, 2019), de Gloria Peirano

(Argentina)

El bosque sumergido (Emecé, 2019), de Diego Vargas Gaete

(Chile)

Luego de debatir en torno a la novela ganadora, los jurados

coincidieron en las calidades de cinco novelas (El país del diablo, La

respiración violenta del mundo, Hijo de la guerra, Seda araña y

Pasolini o la noche de las luciérnagas), para, finalmente, elegir por

unanimidad y otorgar el premio Rómulo Gallegos 2020 a El país del

diablo, de la escritora argentina Perla Suez.

El jurado destaca la fuerza de la escritura de esta novela, dura y

degarradadora, dueña de un magnífico aliento poético. El país del

diablo maneja con gran sapiencia un concentrado y a la vez

vertiginoso ritmo narrativo, y establece un equilibrio encomiable

entre el desarrollo de la trama, la construcción de los personajes y el

trasfondo histórico que la sustenta.

El jurado señala, además, la forma novedosa de El país del

diablo al tratar un conflicto (la campaña del desierto en la Argentina

del siglo XIX) que aún perdura en la memoria histórica de América

Latina. A través de la mirada de una indígena mapuche, que sufre

los estragos de militares que efectúan tal campaña, Perla Suez logra

sumergir al lector en el horror de la violencia y resarcirlo de ella a

través de su hermosa escritura.

Laura Antillano Vicente Battista Pablo Montoya

A Roberto, Luciana,

Laura y Martín

No estén tristes, no crean que voy a morir,

les digo esto para que no se sientan tristes

y sepan que yo seré machi.

Testimonio de una niña mapuche1

No sean bárbaros, alambren.

Domingo F. Sarmiento2


SUFRIMIENTO

Una vasta compañía de soldados ha sido lanzada al vacío. Hombres

blancos e indios marchan, un ejército de pulgas adiestradas.

Avanzan tan rápido que las ruedas de las carretas parecieran correr

hacia atrás. Las muías van cargadas de fusiles. Se internan en el

país del diablo.

Es un día crucial y el desierto es testigo.

UN VIAJE INICIÁTICO

Es de madrugada, aún está oscuro. La machi camina cargando

su cuerpo con pasos cortos entre los pastizales. Con la mano

izquierda, sostiene alto el tambor ritual, el cultrúm, en el que está

dibujado el universo, dividido en cuatro partes con los símbolos de la

tierra y el cielo. Con la mano derecha, lo hace sonar.

Tiene un collar de placas redondas de plata que remata en el

centro en un águila bicéfala, y una huincha alrededor de la cabeza

para sujetar el pelo negro abundante, salpicado de algunas mechas

blancas. Lleva un poncho de lana de varios colores sobre los

hombros, atado con un alfiler a la altura del cuello.

Delante de ella, camina la india que será iniciada. Tiene catorce

años. La espalda ancha de los araucanos, ojos alargados y

profundos que parecen grabados con un cuchillo. Lleva en alto una

antorcha para alumbrar el camino. Su pelo negro escapa

desordenado a la huincha, como las crines de un caballo. Sin

embargo, sus ojos son del color de la miel, y algunos rincones de su

piel delatan la palidez que intentó opacar con ayuda del sol. Viste

una camisa de lana marrón claro, atada con una faja a la cintura, no

tiene ningún adorno.

Detrás viene un grupo de hombres y mujeres de la tribu. Llevan

antorchas y son dieciséis en total. Cantan, beben chicha. Algunos

bailan dando giros y aplauden. Atraviesan el pastizal y se acercan a

una loma. La tierra está húmeda.

Llegan a un valle donde hay un tótem hecho de madera de unos

cuatro metros. Es el rehue. El lugar donde nacerá un hombre nuevo.

Está cubierto de varios vegetales, el maqui, la quila y el manzano.

En medio hay un leño tallado con siete peldaños. Los últimos dos

son una cabeza humana y un sombrero. El primer peldaño

representa la totalidad, el segundo la sabiduría, el tercero la

tradición, el cuarto el trabajo, el quinto la justicia, el sexto la libertad

y el séptimo, la cúspide, es la gente. Está orientado hacia el este,

porque marca el movimiento del día, el nacimiento del sol y el paso

de las estaciones. Es la representación del hombre de pie en un

punto del planeta.

El grupo hace un círculo y clavan las antorchas en el suelo.

Siguen cantando y bailando mientras las mujeres preparan un lecho

con algunas mantas para que la india se acueste.

La machi vieja deja a un lado el tambor. Se acerca hasta su

discípula que ya se ha quitado la camisa, y sin dejar de cantar, saca

unas bolsas pequeñas de un morral y las dispone alrededor de la

joven india. También tiene unas vasijas donde vuelca un poco de

chicha de su bolsa de cuero. Luego toma una piedra con filo y

comienza a rasparle la piel. Las demás mujeres las rodean y el

rumor de sus voces parece separarlas del resto de la noche. La

mujer vieja raspa los brazos y las piernas a la india del modo en que

lo hacían los antiguos, para que el neófito renazca con una nueva

piel después de su muerte iniciática.

La machi saca unas semillas de un sobre de cuero y las muele

en un mortero. Con el polvo arma su pipa y la enciende. La joven se

sienta sobre el lecho. La anciana da de fumar a la india, cuatro,

cinco pitadas. Su cuerpo se ablanda mientras entra en trance. La

vieja apaga la pipa.

Después, la machi se sienta en el suelo a tocar su cultrúm y a

cantar. Los demás forman un círculo alrededor del tótem y

acompañan los cantos agitando cencerros.

La india se pone de pie y comienza a danzar siguiendo el ritmo

del tambor. A medida que la música asciende, se deja llevar cada

vez más y avanza hacia la escalera. Sube los peldaños uno a uno.

Se ayuda con las manos y se para sobre la punta del rehue. Se

estira cuan largo es su cuerpo, con los brazos y la mirada hacia el

cielo simbolizando su viaje sagrado, y dice,

Yo, Lum Hué, que llevo el número cuatro en mi elemento, el

cuatro que es sagrado porque indica la división del universo, el

descanso, la lluvia, el tiempo de brotes y de abundancia, también las

divisiones de la gente en la tierra y el sol que está en la noche.

Tengo la fuerza de una laguna escondida entre otras dos y por eso

mi elemento es el agua.

Hace catorce años que estoy en esta tierra fértil y en este día

seré machi.

A partir de ahora vivirás en mí, Ngenechen, porque me has

elegido. No soy machi por mi propia decisión, sino porque me has

llamado. Dicen que cabalgas un hermoso caballo y estás rodeado

de animales, dame a mí también animales en recompensa por mi

labor.

Seré machi perfecta. No llamaré a los espíritus oscuros, no

podrán decir que hago brujería porque seré machi buena y sanaré a

los enfermos y la gente dirá ahora ya no moriremos.

La india mestiza sigue bailando y cantando. Comienza a alzar la

voz y el tambor de la machi vieja se vuelve más intenso. El cuerpo

de la joven se curva.

Está llegando al éxtasis espiritual. Se dobla cruzando los brazos

sobre su pecho y salta.

La gente hace exclamaciones, gritan y se acercan a ella. Todos

quieren tocarla. Dos hombres la alzan en brazos y la depositan

nuevamente en el lecho.

Allí, la machi cubre a la muchacha con paja y la deja dormir el

sueño donde los espíritus la visitarán para que pueda morir la joven

india y nacer la machi. El grupo ha traído un carnero que degüellan

en sacrificio. La machi ve la sangre manar, bajo el resplandor del

fuego, y una serie de imágenes se le presentan en su cabeza, cosas

que la hacen estremecerse y perder el equilibrio. Ve un rehue

quemado. Linas manos tirando una rama de foike. Una yegua

perdida. Muerte. Los ojos se le ponen blancos y escucha que el

viento le está gritando en los oídos. Le habla de su discípula. Le

enseña su destino y no hay nada que ella pueda hacer.

Tiene miedo. Una mujer le pregunta qué ha visto. La machi la

mira con dolor y niega con la cabeza. No puede decirle, no tiene

sentido. La vieja machi está apoyada en el brazo de la mujer, ésta le

dice que no se preocupe por nada, que la ceremonia ha sido un

éxito y seguirán la fiesta en la mañana. La machi le contesta que no,

que los espíritus le han enviado un mensaje. Entonces se suelta del

brazo de la mujer, alza las manos y pide a todos que la escuchen.

La gente se acerca y la anciana les dice que ha recibido

instrucciones del otro mundo. Deben dejar a la neófita sola. Hay

otras fuerzas que se ocuparán de ella y no son ellos los que deben

interferir esta vez. Les dice que ahora tienen que irse de vuelta a

sus casas y esperar. Cuando llegue la mañana sabrán cuál es el

designio de Ngenechen, eso es lo más importante y ninguno debe

desobedecer.

Los hombres y mujeres se miran desconcertados, no es esa la

costumbre. Deberían seguir festejando y hacer sus ofrendas. Es una

gran decepción. Pero la machi se muestra inflexible y todos la

respetan demasiado para insistir. Lentamente recogen sus cosas y

se encaminan de vuelta a la toldería.

La machi se acerca a la joven que descansa en un profundo

sopor y pasa sus manos en el aire sobre su cabeza y su pecho

susurrando una oración. Luego se agacha y le besa la frente. Se

demora un poco más. Le cuesta dejarla y como quien cumple con

un deber que le es impuesto, la machi respira hondo. Se levanta y

se va.

Aún no amaneció en la toldería. La vieja machi está dentro de su

casa hecha de cañas de totora, varillas de colihue y cueros. Está

haciendo arder un pequeño fuego. Por encima de éste, hacia un

costado, hay algunas varas de donde cuelgan las mazorcas. Se ven

decenas de vasijas de barro y vasos hechos de cuerno de carnero.

En diversos ángulos, hierbas que cuelgan para secarse, y en el

suelo un cuero de oveja con la piedra para moler el trigo tostado.

Hay cigarros comprados a los blancos en la frontera. Platos y

cucharas de madera. Trozos de rocas de variados colores y formas,

y otros objetos que se desdibujan en la totalidad del toldo.

Permite Ngenechen que pueda ver más allá, invoca la machi.

Ella necesita instrucción en la soledad para que el gualicho y la

gente mala no la señalen más, siente en su cuerpo y su cabeza una

luz celeste que brota de todo su ser y aunque la mayoría de nuestra

gente no puede verlo, algunos pocos de más valía, sí. Esta

muchacha vino a mí y fue como si el techo de mi ruca se hubiera

levantado de repente. Le dije al cacique que aunque en una parte de

sus venas corriera sangre huinca, es nuestra. Ella tiene una mirada

que puede ver a través de la tierra y lejos en el cielo, es valiente,

ama la música y los animales y ha aprendido con rapidez cuáles son

las plantas medicinales.

Ngenechen me la encomendaste diciéndome,

Dale su nueva identidad según nuestro mandato sagrado, dale

nuestras palabras para que sean suyas.

Fue allí que le puse el nombre de Lum Hué.

La vieja machi está perdida en sus pensamientos, mientras

aplasta en el mortero ají con semilla de cilantro y orégano. Prepara

un pedazo de carne para asar cuando escucha un revuelo. La

anciana se detiene en lo que está haciendo y se asoma.

Ya está ocurriendo, dice con voz grave.

Un hombre da la señal de alarma. Los soldados se avecinan.

viernes, 9 de febrero de 2024

Jack London La gente del abismo NOVELA PRÓLOGO

 

 


Jack London

La gente del abismo

 


Título original:

  The People of the Abyss

Jack London, 1903

Traducción: Jorge Juan León

Ilustraciones: Jack London

 

 PREFACIO

 

 

Lo que relato en este volumen me sucedió en el verano de 1902. Descendí al submundo londinense con una actitud mental semejante a la de un explorador. Estaba predispuesto a dejarme convencer por mis propios ojos más que por las enseñanzas de aquellos que nada habían visto, o por las palabras de los que fueron y vieron antes que yo. Es más, adopté un criterio sencillo para medir la vida de aquel submundo. Aquello que estuviera por la vida, por la salud física y espiritual, era bueno; lo que estuviese en contra, hiriera, disminuyera o pervirtiera la vida, era malo.

El lector comprenderá enseguida que mucho de lo que vi era malo. Sin embargo, no debe olvidarse que la época sobre la que escribo era considerada en Inglaterra como de «buenos tiempos». El hambre y la falta de techo que encontré constituían una situación de miseria crónica que no se superaba ni siquiera en los períodos de mayor prosperidad.

Un duro invierno siguió a aquel verano. Los parados, en gran número, organizaban manifestaciones, a veces hasta doce al mismo tiempo, y marchaban por las calles de Londres pidiendo pan. Mr. Justin McCarthy, en su artículo en The Independent de Nueva York, en enero de 1903, resume la situación así:

«Los albergues ya no disponen de espacio donde amontonar a las multitudes hambrientas que durante el día y la noche llaman a sus puertas pidiendo alimento y cobijo. Todas las instituciones caritativas han agotado su capacidad de conseguir alimentos para los hambrientos que llegan desde los sótanos y buhardillas, de las callejuelas y callejones de Londres. Los locales del Ejército de Salvación en varios lugares de Londres se ven asediados todas las noches por hordas de parados hambrientos a los que no se puede proporcionar sustento ni albergue.»

  

 

Bancos abarrotados de gente durmiendo.

 

 

Se ha insistido en que mi crítica de cómo son las cosas en Inglaterra es demasiado pesimista. Debo decir, de nuevo, que soy el más optimista de los optimistas. Pero contemplo a los hombres más como individuos que como agregados políticos. La sociedad crece, mientras que las maquinarias políticas se caen a trozos y se convierten en cascotes. Por lo que se refiere a los hombres y a las mujeres, a su salud y felicidad, veo para los ingleses un futuro ancho y sonriente. Pero para gran parte de la maquinaria política, que tan mal funciona, no veo más que un montón de cascotes.

 JACK LONDON

Piedmont, California

jueves, 8 de febrero de 2024

EL TALON DE HIERRO JACK LONDON CAPÍTULO I





EL TALON DE HIERRO

JACK LONDON

2

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CAPÍTULO I

MI AGUILA

La brisa de verano agita las gigantescas sequoias y las ondas de la

Wild Water cabrillean cadenciosamente sobre las piedras musgosas.

Danzan al sol las mariposas y en todas partes zumba el bordoneo mecedor

de las abejas. Sola, en medio de una paz tan profunda, estoy

sentada, pensativa e inquieta. Hasta el exceso de esta serenidad me

turba y la torna irreal. El vasto mundo está en calma, pero es la calma

que precede a las tempestades. Escucho y espío con todos mis sentidos

el menor indicio del cataclismo inminente. ¡Con tal que no sea prematuro!

¡Oh, si no estallara demasiado pronto!1

Es explicable mi inquietud. Pienso y pienso, sin descanso, y no

puedo evitar el pensar. He vivido tanto tiempo en el corazón de la

refriega, que la tranquilidad me oprime v mi imaginación vuelve, a

pesar mío, a ese torbellino de devastación y de muerte que va a desencadenarse

dentro de poco. Me parece oír los alaridos de las víctimas,

ver, como ya lo he visto en el pasado2, a toda esa tierna y preciosa

carne martirizada y mutilada, a todas esas almas arrancadas violentamente

de sus nobles cuerpos y arrojadas a la cara de Dios. ¡Pobres

mortales como somos, obligados a recurrir a la matanza y a la destrucción

para alcanzar nuestro fin, para imponer en la tierra una paz y una

felicidad durables!

1 La segunda revuelta fue en gran parte la obra de Ernesto Everhard, aunque,

naturalmente, en cooperación con los líderes europeos. El arresto y la ejecución

de Everhard constituyeron el acontecimiento más notable de la primavera

de 1932. Pero había preparado tan minuciosamente ese levantamiento, que sus

camaradas pudieron realizar igualmente sus planes sin demasiada confusión ni

retardo. Después de la ejecución de Everhard, su viuda se retiró a Wake Robin

Lodge, una casita en las montañas de la Sonoma, en California.

2 Alusión evidente a la primera revuelta, la de la Comuna de Chicago.

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4

¡Y, además, estoy completamente sola! Cuando no sueño con lo

que debe ser, sueño con lo que ha sido, con lo que ya no existe. Pienso

en mi águila, que batía el vacío con sus alas infatigables y que emprendió

vuelo hacia su sol, hacia el ideal resplandeciente de la libertad

humana. Yo no podría quedarme cruzada de brazos para esperar el

gran acontecimiento que es obra suya, a pesar de que él no esté ya más

aquí para contemplar su ejecución. Esto es el trabajo de sus manos, la

creación de su espíritu3. Sacrificó a eso sus más bellos años y ofreció

su vida misma.

He aquí por qué quiero consagrar este período de espera y de ansiedad

al recuerdo de mi marido. Soy la única persona del mundo que

puede, proyectar cierta luz sobre esta personalidad, tan noble que es

muy difícil darle su verdadero y vivo relieve. Era un alma inmensa.

Cuando mi amor se purifica de todo egoísmo, lamento sobre todo que

ya no esté más aquí para ver la aurora cercana. No podemos fracasar,

porque construyó demasiado sólidamente, demasiado seguramente.

¡Del pecho de la humanidad abatí ida arrancaremos el Talón de Hierro

maldito! A una señal convenida, por todas partes se levantarán legiones

de trabajadores, y jamás se habrá visto nada semejante en la historia.

La solidaridad de las masas trabajadoras está asegurada, y por primera

vez estallará una revolución internacional tan vasta como el vasto

mundo4.

3 Sin que esto implique contradecir a Avis Everhard, puede hacerse notar que

Everhard fue simplemente uno de los muchos y hábiles jefes que proyectaron

la segunda revuelta. Hay, con el curso de los siglos, estamos en condiciones de

afirmar que, aunque Ernesto hubiese sobrevivido, el movimiento no habría por

eso fracasado menos desastrosamente.

4 La segunda revuelta fue verdaderamente internacional. Era un plan demasiado

colosal para que hubiera podido ser elaborado por el genio de un solo hombre.

En todas las oligarquías del mundo los trabajadores estaban listos para

levantarse a una señal convenida. Alemania, Italia, Francia y toda Australia

eran países de trabajadores, Estados socialistas dispuestos a ayudar a la revolución

de los demás países. Lo hicieron valientemente; y fue por eso que, cuando

la segunda revuelta fue aplastada, fueron aplastados ellos también por la alianza

mundial de las oligarquías y sus gobiernos socialistas fueron a su vez reemplazarlos

por gobiernos oligárquicos.

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5

Ya lo veis; estoy obsesionada por este acontecimiento que desde

hace tanto tiempo he vivido día y noche en sus menores detalles. No

puedo alejar el recuerdo de aquel que era el alma de todo esto. Todos

saben que trabajó rudamente y sufrió cruelmente por la libertad; pero

nadie lo sabe mejor que yo, que durante estos veinte años de conmociones

he compartido su vida y he podido apreciar su paciencia, su

esfuerzo incesante, su abnegación absoluta a la causa por la cual murió

hace sólo dos meses.

Quiero intentar el relato simple de cómo Ernesto Everhard entró

en mi vida, cómo su influencia sobre mí creció hasta el punto de convertirme

parte de él mismo y qué cambios prodigiosos obró en mi

destino; de esta manera podréis verlo con mis ojos y conocerlo como lo

he conocido yo misma; sólo callaré algunos secretos demasiado dulces

para ser revelados.

Lo vi por primera vez en febrero de 1912, cuando invitado a cenar

por mi padre5, entró en nuestra casa de Berkeley6; no puedo decir

que mi primera impresión haya sido favorable. Teníamos muchos invitados,

y en el salón, en donde esperábamos que todos nuestros huéspedes

hubieran llegado, hizo una entrada bastante desdichada. Era la

noche de los predicantes, como papá decía entre nosotros, y verdaderamente

Ernesto no parecía en su sitio en medio de esa gente de iglesia.

En primer lugar, su ropa no le quedaba bien. Vestía un traje de

paño oscuro, y él nunca pudo encontrar un traje de confección que le

quedase bien. Esa noche, como siempre, sus músculos levantaban el

5 John Cunningham, padre de Avis Everhard, era profesor de la Universidad

del Estado en Berkeley, California. Su especialidad eran las ciencias físicas,

pero se dedicaba a muchas otras investigaciones originales y estaba considerado

como un sabio muy distinguido. Sus principales contribuciones a la ciencia

fueron sus estudios sobre el electrón y, sobre todo, su obra monumental titulada

“Identidad, de la Materia y de la Energía”, en la cual estableció sin refutación

posible que la unidad última de la materia y la unidad última de la fuerza

son una sola y misma cosa. Antes de él, esta idea había sido entrevista, pero no

demostrada, por Sir Oliver Lodge y otros exploradores del nuevo campo de la

radioactividad.

6 Las ciudades de Berkeley, de Oakland y algunas otras situadas en la bahía de

San Francisco están ligadas a esta última capital por abarcas que hacen la

travesía en algunos minutos; virtualmente, forman una aglomeración única.

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6

género y, a consecuencia de la anchura de su pecho, la americana le

hacía muchos pliegues entre los hombros. Tenía un cuello de campeón

de boxeo7, espeso y sólido. He aquí, pues, me decía, a este filósofo

social, ex maestro herrero, que papá ha descubierto; y la verdad era que

con esos bíceps y ese pescuezo tenía un físico adecuado al papel. Lo

clasifiqué inmediatamente como una especie de prodigio, un Blind

Tom8 de la clase obrera.

Enseguida me dio la mano. El apretón era firme y fuerte, pero sobre

todo me miraba atrevidamente con sus ojos negros... demasiado

atrevidamente a mi parecer. Comprended: yo era una criatura del ambiente,

y para esa época mis instintos de clase eran poderosos. Este

atrevimiento me hubiese parecido casi imperdonable en un hombre de

mi propio mundo. Sé que no pude remediarlo y baje los ojos, y cuando

se adelantó y me dejó atrás, fue con verdadero alivio que me volví para

saludar al obispo Morehouse, uno de mis favoritos: era un hombre de

edad media, dulce y grave, con el aspecto v la bondad de un Cristo y,

por sobre todas las cosas, un sabio.

Mas esta osadía que yo tomaba por presunción era en realidad el

hilo conductor que debería permitirme desenmarañar el carácter de

Ernesto Everhard. Era simple y recto, no tenía miedo a nada y se negaba

a perder el tiempo en usos sociales convencionales. "Si tú me gustaste

enseguida, me explicó mucho tiempo después, ¿por qué no habría

llenado mis ojos con lo que me gustaba?" Acabo de decir que no temía

a nada. Era un aristócrata de naturaleza, a pesar de que estuviese en un

campo enemigo de la aristocracia. Era un superhombre. Era la bestia

rubia descrita por Nietzsche9, mas a pesar de ello era un ardiente demócrata.

7 En ese tiempo los hombres tenían la costumbre de combatir a puñetazos para

llevarse el premio. Cuando uno de ellos caía sin conocimiento o era muerto, el

otro se llevaba el dinero.

8 Músico negro que tuvo un instante de popularidad en los Estados Unidos.

9 Federico Nietzsche, el filósofo loco del siglo XIX de la era cristiana, que

entrevió fantásticos resplandores de verdad, pero cuya razón, a fuerza de dar

vueltas en el gran circulo del pensamiento humano, se escapó por la tangente.

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7

Atareada como estaba recibiendo a los demás invitados, y quizás

como consecuencia de mi mala impresión, olvidé casi completamente

al filósofo obrero. Una o dos veces en el transcurso de la comida atrajo

mi atención. Escuchaba la conversación de diversos pastores; vi brillar

en sus ojos un fulgor divertido. Deduje que estaba de humor alegre, y

casi le perdoné su indumentaria. El tiempo entretanto pasaba, la cena

tocaba a su fin y todavía no había abierto una sola vez la boca, mientras

los reverendos discurrían hasta el desvarío sobre la clase obrera,

sus relaciones con el clero y todo lo que la Iglesia había hecho y hacia

todavía por ella. Advertí que a mi padre le contrariaba ese mutismo.

Aproveché un instante de calma para alentarlo a dar su opinión. Ernesto

se limitó a alzarse de hombros, y después de un breve "No tengo

nada que decir", se puso de nuevo a comer almendras saladas.

Pero mi padre no se daba fácilmente por vencido; al cabo de algunos

instantes declaró:

–Tenemos entre nosotros a un miembro de la clase obrera. Estoy

seguro de que podría presentarnos los hechos desde un punto de vista

nuevo, interesante y remozado. Hablo del señor Everhard.

Los demás manifestaron un interés cortés y urgieron a Ernesto a

exponer sus ideas. Su actitud hacia él era tan amplia, tan tolerante y

benigna que equivalía lisa y llanamente a condescendencia. Vi que

Ernesto lo entendía así y se divertía.

Paseó lentamente sus ojos alrededor de la mesa y sorprendí en

ellos una chispa maliciosa.

–No soy versado en la cortesía de las controversias eclesiásticas –

comenzó con aire modesto; luego pareció dudar.

Se escucharon voces de aliento: "¡Continúe, continúe!" Y el doctor

Hammerfield agregó:

–No tememos la verdad que pueda traernos un hombre cualquiera...

siempre que esa verdad sea sincera.

–¿De modo que usted separa la sinceridad de la verdad? –preguntó

vivamente Ernesto, riendo.

El doctor Hammerfield permaneció un momento boquiabierto y

terminó por balbucir:

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8

–Cualquiera puede equivocarse, joven, cualquiera, el mejor hombre

entre nosotros.

Un cambio prodigioso se operó en Ernesto. En un instante se trocó

en otro hombre.

–Pues bien, entonces permítame que comience diciéndole que se

equivoca, que os equivocáis vosotros todos. No sabéis nada, y menos

que nada, de la clase obrera. Vuestra sociología es tan errónea y desprovista

de valor como vuestro método de razonamiento.

No fue tanto por lo que decía como por el tono conque lo decía

que me sentí sacudida al primer sonido de su voz. Era un llamado de

clarín que me hizo vibrar entera. Y toda la mesa fue zarandeada, despertada

de su runrún monótono; y enervante.

–¿Qué es lo que hay tan terriblemente erróneo y desprovisto de

valor en nuestro método de razonamiento, joven? –preguntó el doctor

Hammerfield, y su entonación traicionaba ya un timbre desapacible.

Vosotros sois metafísicos. Por la metafísica podéis probar cualquier

cosa, y una vez hecho eso, cualquier otro metafísico puede probar,

con satisfacción de su parte, que estabais en un error. Sois

anarquistas en el dominio del pensamiento. Y tenéis la vesánica pasión

de las construcciones cósmicas. Cada uno de vosotros habita un universo

su manera, creado con sus propias fantasías y sus propios deseos.

No conocéis nada del verdadero mundo en que vivís, y vuestro pensamiento

no tiene ningún sitio en la realidad, salvo como fenómeno de

aberración mental... ¿Sabéis en qué pensaba cuando os oía hablar hace

un instante a tontas y a locas? Me recordabais a esos escolásticos de la

Edad Media que discutían grave y sabiamente cuántos ángeles podían

bailar en la punta de un alfiler. Señores, estáis tan lejos de la vida intelectual

del siglo veinte como podía estarlo, hace una decena de miles

de años, algún brujo piel roja cuando hacía sus sortilegios en la selva

virgen.

Al lanzar este apóstrofe, Ernesto parecía verdaderamente encolerizado.

Su faz enrojecida, su ceño arrugado, el fulgor de sus ojos, los

movimientos del mentón y de la mandíbula, todo denunciaba un humor

agresivo. Era, empero, una de sus maneras de obrar. Una manera que

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9

excitaba siempre a la gente: su ataque fulminante la ponía fuera de sí.

Ya nuestros convidados olvidaban su compostura. El obispo Morehouse,

inclinado hacia delante, escuchaba atentamente. El rostro del

doctor Hammerfield estaba rojo de indignación y de despecho. Los

otros estaban también exasperados y algunos sonreían con aire de divertida

superioridad. En cuanto a mí, encontraba la escena muy alegre.

Miré a papá y me pareció que iba a estallar de risa al comprobar el

efecto de esta bomba humana que había tenido la audacia de introducir

en nuestro medio.

–Sus palabras son un poco vagas –le interrumpió el doctor Hammerfield–.

¿Qué quiere usted decir exactamente cuando nos llama

metafísicos?

–Os llamo metafísicos –replicó Ernesto– porque razonáis metafísicamente.

Vuestro método es opuesto al de la ciencia y vuestras conclusiones

carecen de toda validez. Probáis todo y no probáis nada; no

hay entre vosotros dos que puedan ponerse de acuerdo sobre un punto

cualquiera. Cada uno de vosotros se recoge en su propia conciencia

para explicarse el universo y él mismo. Intentar explicar la conciencia

por sí misma es igual que tratar de levantarse del suelo tirando de la

lengüeta de sus propias botas.

–No comprendo –intervino el obispo Morehouse–.

Me parece que todas las cosas del espíritu son metafísicas.

Las matemáticas, las más exactas y profundas de todas las ciencias,

son puramente metafísicas. El menor proceso mental del sabio

que razona es una operación metafísica. Usted, sin duda, estará de

acuerdo con esto.

–Como usted mismo lo dice –sostuvo Ernesto –, usted no comprende.

El metafísico razona por deducción, tomando como punto de

partida su propia subjetividad; el sabio razona por inducción, basándose

en los hechos proporcionados por la experiencia. El metafísico procede

de la teoría a los hechos; el sabio va de los hechos a la teoría. El

metafísico explica el universo según él mismo; el sabio se explica a sí

mismo según el universo.

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10

–Alabado sea Dios porque no somos sabios –murmuró el doctor

Hammerfield con aire de satisfacción beata.

–¿Qué sois vosotros, entonces?

–Somos filósofos.

–Ya alzasteis el vuelo –dijo Ernesto riendo –. Os salís del terreno

real y sólido y os lanzáis a las nubes con una palabra a manera de máquina

voladora. Por favor, vuelva a bajar usted y dígame a su vez qué

entiende exactamente por filosofía.

–La filosofía es... –el doctor Hammerfield se compuso la garganta–

algo que no se puede definir de manera comprensiva sino a los

espíritus y a los temperamentos filosóficos. El sabio que se limita a

meter la nariz en sus probetas no podría comprender la filosofía.

Ernesto pareció insensible a esta pulla. Pero como tenía la costumbre

de derivar hacia el adversario el ataque que 1e dirigían, lo hizo

sin tardanza. Su cara y su voz desbordaban fraternidad benigna.

–En tal caso, usted va a comprender ciertamente la definición que

voy a proponerle de la filosofía. Sin embargo, antes de comenzar, lo

intimo, sea a hacer notar los errores, sea a observar un silencio metafísico.

La filosofía ea simplemente la más vasta de todas las ciencias. Su

método de razonamiento es el mismo que el de una ciencia particular o

el de todas. Es por este método de razonamiento, método inductivo,

que la filosofía fusiona todas las ciencias particulares en una sola y

gran ciencia. Como dice Spencer, los datos de toda ciencia particular

no son más que conocimientos parcialmente unificados, en tanto que la

filosofía sintetiza los conocimientos suministrados por todas las ciencias.

La filosofía es la ciencia de las ciencias, la ciencia maestra, si

usted prefiere. ¿Qué piensa usted de esta definición?

–Muy honorable... muy digna de crédito –murmuró torpemente el

doctor Hammerfield.

Pero Ernesto era implacable.

–¡Cuidado! –le advirtió–. Mire que mi definición es fatal para la

metafísica: Si desde ahora usted no puede señalar una grieta en mi

definición, usted será inmediatamente descalificado por adelantar arwww.

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11

gumentos metafísicos. Y tendrá que pasarse toda la vida buscando esa

paja y permanecer mudo hasta que la haya encontrado.

Ernesto esperó. El silencio se prolongaba y se volvía penoso. El

doctor Hammerfield estaba tan mortificado como embarazado. Este

ataque a mazazos de herrero lo desconcertaba completamente. Su mirada

implorante recorrió toda la mesa, pero nadie respondió por él.

Sorprendí a papá resoplando de risa tras su servilleta.

–Hay otra manera de descalificar a los metafísicos –continuó Ernesto,

cuando la derrota del doctor fue probada –, y es juzgarlos por

sus obras. ¿Qué hacen ellos por la humanidad sino tejer fantasías etéreas

y tomar por dioses a sus propias sombras? Convengo en que han

agregado algo a las alegrías del género humano, pero ¿qué bien tangible

han inventado para él? Los metafísicos han filosofado, perdóneme

esta palabra de mala ley, sobre el corazón como sitio de las emociones,

en tanto que los sabios formulaban ya la teoría de la circulación de la

sangre. Han declamado contra el hambre y la peste como azotes de

Dios, mientras los sabios construían depósitos de provisiones y saneaban

las aglomeraciones urbanas. Describían a la tierra corno centro del

universo, y para ese tiempo los sabios descubrían América y sondeaban

el espacio para encontrar en él estrellas y las leyes de los astros. En

resumen, los metafísicos no han hecho nada, absolutamente nada, por

la humanidad. Han tenido que retroceder paso a paso ante las conquistas

de la ciencia. Y apenas los hechos científicamente comprobados

habían destruido sus explicaciones subjetivas, ya fabricaban otras nuevas

en una escala más vasta para hacer entrar en ellas la explicación de

los últimos hechos comprobados. He aquí, no lo dudo, todo lo que

continuarán haciendo hasta la consumación, de los siglos. Señores, los

metafísicos son hechiceros. Entre vosotros y el esquimal que imaginaba

un dios comedor de grasa y vestido de pieles, no hay otra distancia

que algunos miles de años de comprobaciones de hechos.

–Sin embargo, el pensamiento de Aristóteles ha gobernado a Europa

durante doce siglos enunció pomposamente el doctor Ballingford;

y Aristóteles era un metafísico.

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12

El doctor Ballingford paseó sus ojos alrededor de la mesa y fue

recompensado con signos y sonrisas de aprobación.

–Su ejemplo no es afortunado –respondió Ernesto –. Usted evoca

precisamente uno de los períodos más sombríos de la historia humana,

lo que llamamos siglos de oscurantismo: una época en que la ciencia

era cautiva de la metafísica, en que la física estaba reducida a la búsqueda

de la piedra filosofal, en que la química era reemplazada por la

alquimia y la astronomía por la astrología. ¡Triste dominio el del pensamiento

de Aristóteles!

El doctor Ballingford pareció vejado, pero pronto su cara se iluminó

y replicó:

–Aunque admitamos el negro cuadro que usted acaba de pintarnos,

usted no puede menos de reconocerle a la metafísica un valor

intrínseco, puesto que ella ha podido hacer salir a la humanidad de esta

fase sombría y hacerla entrar exila claridad de los siglos posteriores.

–La metafísica no tiene nada que ver en todo eso –contestó Ernesto.

–¡Cómo! –exclamó el doctor Hammerfield –. ¿No fue, acaso, el

pensamiento especulativo el que condujo a los viajes de los descubridores?

–¡Ah, estimado señor! –dijo Ernesto sonriendo –, lo creía descalificado.

Usted no ha encontrado todavía ninguna pajita en mi definición

de la filosofía, de modo que usted está colgado en el aire. Sin embargo,

como sé que es una costumbre entre los metafísicos, lo perdono. No,

vuelvo a decirlo, la metafísica no tiene nada que ver con los viajes y

descubrimientos. Problemas de pan y de manteca, de seda y de joyas,

de moneda de oro y de vellón e, incidentalmente, el cierre de las vías

terrestres comerciales hacia la India, he aquí lo que provocó los viajes

de descubrimiento. A la caída de Constantinopla, en mil cuatrocientos

cincuenta y tres, los turcos bloquearon el camino de las caravanas de

hindúes, obligando a los traficantes de Europa a buscar otro. Tal fue la

causa original de esas exploraciones. Colón navegaba para encontrar

un nuevo camino a las Indias; se lo dirán a usted todos los manuales de

historia. Por mera incidencia se descubrieron nuevos hechos sobre la

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13

naturaleza, magnitud y forma de la tierra, con lo que el sistema de

Ptolomeo lanzó sus últimos resplandores.

El doctor Hammerfield emitió una especie de gruñido.

–¿No está de acuerdo conmigo? –preguntó Ernesto. Diga entonces

en dónde erré.

–No puedo sino mantener mi punto de vista –replicó ásperamente

el doctor Hammerfield –. Es una historia demasiado larga para que la

discutamos aquí.

–No hay historia demasiado larga para el sabio –dijo Ernesto con

dulzura –. Por eso el sabio llega a cualquier parte; por eso llegó a América.

No tengo intenciones de describir la velada entera, aunque no me

faltan deseos, pues siempre me es grato recordar cada detalle de este

primer encuentro, de estas primeras horas pasadas con Ernesto

Everhard.

La disputa era ardiente y los prelados se volvían escarlata, sobre

todo cuando Ernesto les lanzaba los epítetos de filósofos románticos,

de manipuladores de linterna mágica y otros del mismo estilo. A cada

momento los detenía para traerlos a los hechos: "Al hecho, camarada,

al hecho insobornable", proclamaba triunfalmente cada vez que asestaba

un golpe decisivo. Estaba erizado de hechos. Les lanzaba hecho

contra las piernas para hacerlos tambalear, preparaba hechos en emboscadas,

los bombardeaba con hechos al vuelo.

–Toda su devoción se reserva al altar del hecho –dijo el doctor

Hammerfield.

–Sólo el hecho es Dios y el señor Everhard su profeta parafraseó

el doctor Ballingford.

Ernesto, sonriendo, hizo una señal de asentimiento.

–Soy como el tejano –dijo; y como lo apremiasen para que lo explicara,

agregó –: Sí, el hombre de Missouri dice siempre: "Tiene que

mostrarme eso"; pero el hombre de Tejas dice: "Tengo que ponerlo en

la mano". De donde se desprende que no es metafísico.

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14

En cierto momento, como Ernesto afirmase que los filósofos metafísicos

no podrían soportar la prueba de la verdad, el doctor Hammerfield

tronó de repente:

–¿Cuál es la prueba de la verdad, joven? ¿Quiere usted tener la

bondad de explicarnos lo que durante tanto tiempo ha embarazado a

cabezas más sabias que la suya?

–Ciertamente –respondió Ernesto con esa seguridad que los ponía

frenéticos –. Las cabezas sabias han estado mucho tiempo y lastimosamente

embarazadas por encontrar la verdad, porque iban a buscarla

en el aire, allá arriba. Si se hubiesen quedado en tierra firme la habrían

encontrado fácilmente. Sí, esos sabios habrían descubierto que ellos

mismos experimentaban precisamente la verdad en cada una de las

acciones y pensamientos prácticos de su vida.

–¡La prueba! ¡El criterio! –repitió impacientemente– el doctor

Hammerfield. Deje a un lado los preámbulos. Dénoslos y seremos

como dioses.

Había en esas palabras y en la manera en que eran dichas un escepticismo

agresivo e irónico que paladeaban en secreto la mayor parte

de los convidados, aunque parecía apenar al obispo Morehouse.

–El doctor Jordan10 lo ha establecido muy claramente –respondió

Ernesto –. He aquí su medio de controlar una verdad: "¿Funciona?

¿Confiaría usted su vida a ella?

–¡Bah! En sus cálculos se olvida usted del obispo Berkeley11 –

ironizó el doctor Hammerfield –. La verdad es que nunca lo refutaron.

–El más noble metafísico de la cofradía –afirmó Ernesto sonriendo

–, pero bastante mal elegido como ejemplo. Al mismo Berkeley se

lo puede tomar como ejemplo de que su metafísica no funcionaba.

10 Profesor célebre, presidente de la Universidad de Standford, fundada por

donación.

11 Monista idealista que durante mucho tiempo confundió a los filósofos de su

época, negando la existencia de la materia, pero cuyos sutiles razonamientos

acabaron por desmoronarse cuando los nuevos datos empíricos de la ciencia

fueron generalizados en filosofía.

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15

Al punto el doctor Hammerfield se encendió de cólera, ni más ni

menos que si hubiese sorprendido a Ernesto robando o mintiendo.

–Joven –exclamó con voz vibrante –, esta declaración corre pareja

con todo lo que ha dicho esta noche. Es una afirmación indigna y

desprovista de todo fundamento.

–Heme aquí aplastado –murmuró Ernesto con compunción –.

Desgraciadamente, ignoro qué fue lo que me derribó. Hay que "ponérmelo

en la mano", doctor.

–Perfectamente, perfectamente –balbuceó el doctor Hammerfield

–. Usted no puede afirmar que el obispo Berkeley hubiese testimoniado

que su metafísica no fuese práctica. Usted no tiene pruebas, joven,

usted no sabe nada de su metafísica. Esta ha funcionado siempre.

–La mejor prueba a mis ojos de que la metafísica de Berkeley no

ha funcionado es que Berkeley mismo –Ernesto tomó aliento tranquilamente–

tenía la costumbre de pasar por las puertas y no por las paredes,

que confiaba su vida al pan, a la manteca y a los asados sólidos,

que se afeitaba con una navaja que funcionaba bien.

–Pero ésas son cosas actuales y la metafísica es algo del espíritu –

gritó el doctor.

–¿Y no es en espíritu que funciona? –preguntó suavemente Ernesto.

El otro asintió con la cabeza.

–Pues bien, en espíritu una multitud de ángeles pueden balar en la

punta de una aguja –continuó Ernesto con aire pensativo –. Y puede

existir un dios peludo y bebedor de aceite, en espíritu. Y yo supongo,

doctor, que usted vive igualmente en espíritu, ¿no?

–Sí, mi espíritu es mi reino –respondió el interpelado.

–Lo que es una manera de confesar que usted vive en el vacío.

Pero usted regresa a la tierra, estoy seguro, a la hora de la comida o

cuando sobreviene un terremoto.

–¿Sería usted capaz de decirme que no tiene ninguna aprensión

durante un cataclismo de esa clase, convencido de que su cuerpo insubstancial

no puede ser alcanzado por un ladrillo inmaterial?

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16

Instantáneamente, y de una manera puramente inconsciente, el

doctor Hammerfield se llevó la mano a la cabeza en donde tenía una

cicatriz oculta bajo sus cabellos. Ernesto había caído por mera casualidad

en un ejemplo de circunstancia, pues durante el gran terremoto12 el

doctor había estado a punto de ser muerto por la caída de una chimenea.

Todos soltaron la risa.

–Pues bien, –hizo saber Ernesto cuando cesó la risa –, estoy esperando

siempre las pruebas en contrario– y en el medio del silencio

general, agregó: –No está del todo mal el último de sus argumentos,

pero no es el que le hace falta.

El doctor Hammerfield estaba temporariamente fuera de combate,

pero la batalla continuó en otras direcciones. De a uno en uno, Ernesto

desafiaba a los prelados. Cuando pretendían conocer a la clase obrera,

les exponía a propósito verdades fundamentales que ellos no conocían,

desafiándolos a que lo contradijeran. Les ofrecía hechos y más hechos

y reprimía sus impulsos hacia la luna trayéndolos al terreno firme.

¡Cómo vive en mi memoria esta escena! Me parece oírlo, con su

entonación de guerra: los azotaba con un haz de hechos, cada uno de

los cuales era una vara cimbreante.

Era implacable. No pedía ni daba cuartel. Nunca olvidaré la tunda

final que les infligió.

–Esta noche habéis reconocido en varias ocasiones, por confesión

espontánea o por vuestras declaraciones ignorantes, que desconocéis a

la clase obrera. No os censuro, pues ¿cómo podríais conocerla? Vosotros

no vivís en las mismas localidades, pastáis en otras praderas con la

clase capitalista. ¿Y por qué obraríais en otra forma? Es la clase capitalista

la que os paga, la que os alimenta, la que os pone sobre los

hombros los hábitos que lleváis esta noche. A cambio de eso, predicáis

a vuestros patrones las migajas de metafísica que les son particularmente

agradables y que ellos encuentran aceptables porque no amenazan

el orden social establecido.

12 El terremoto que destruyó a San Francisco en 1906.

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17

A estas palabras siguió un murmullo de protesta alrededor de la

mesa.

–¡Oh!, no pongo en duda vuestra sinceridad prosiguió Ernesto.

Sois sinceros: creéis lo que predicáis. En eso consiste vuestra fuerza y

vuestro valor a los ojos de la clase capitalista. Si pensaseis en modificar

el orden establecido, vuestra prédica tornaríase inaceptable a vuestros

patrones y os echarían a la calle. De tanto en tanto, algunos de

vosotros han sido así despedidos. ¿No tengo razón?13.

Esta vez no hubo disentimiento. Todos guardaron un mutismo

significativo, a excepción del doctor Hammerfield, que declaró:

–Cuando su manera de pensar es errónea, se les pide la renuncia.

–Lo cual es lo mismo que decir cuando su manera de pensar es

inaceptable. Así, pues, yo os digo sinceramente: continuad predicando

y ganando vuestro dinero, pero, por el amor del cielo, dejad en paz a la

clase obrera. No tenéis nada de común con ella, pertenecéis al campo

enemigo. Vuestras manos están blancas porque otros trabajan para

vosotros. Vuestros estómagos están cebados y vuestros vientres son

redondos. –Aquí el doctor Ballingford hizo una ligera mueca y todos

miraron su corpulencia prodigiosa. Se decía que desde hacia muchos

años no podía veme los pies –. Y vuestros espíritus están atiborrados

de una amalgama de doctrinas que sirve para cimentar los fundamentos

del orden establecido. Sois mercenarios, sinceros, os concedo, pero con

el mismo título que lo eran los hombres de la Guardia Suiza14. Sed

fieles a los que os dan el pan y la sal, y la paga; sostened con vuestras

prédicas los intereses de vuestros empleadores. Pero no descendáis

hasta la clase obrera para ofreceros en calidad de falsos guías, pues no

sabríais vivir honradamente en los dos campos a la vez. La clase obrera

ha prescindido de vosotros. Y creédmelo, continuará prescindiendo.

Finalmente, se libertará mejor sin vosotros que con vosotros.

13 Durante este período, varios prelados fueron expulsados de la Iglesia por

haber predicado doctrinas inaceptables, sobre todo cuando su prédica recordaba

en algo al socialismo.

14 La guardia extranjera del palacio de Luis XVI, rey de Francia, que fuera

guillotinado por su pueblo.

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