miércoles, 8 de noviembre de 2023

Luis Mateo Díez Apócrifo del clavel y la espina FRAGMENTO

 




Luis Mateo Díez

Apócrifo del clavel
y la espina


I. 48

 


Luis Mateo Díez nació en Villablino (León) en 1942. Estudió Derecho en la Universidad de Oviedo, y tras licenciarse aprobó una oposición al Cuerpo de Técnicos de Administración General, que le valió una plaza en el Ayuntamiento de Madrid, donde vive desde 1969.

Cofundador y responsable durante los años sesenta de la revista poética Claraboya, muy pronto se pasó a la narrativa. En 1973 publicó su primer libro de cuentos, Memorial de hierbas. Ha publicado las novelas Las estaciones provinciales (1982); La fuete de la edad (1986) con la que obtuvo un año más tarde el Premio Nacional de Literatura y el Premio de la Crítica; Apócrifo del clavel y la espina (1988), ganadora del Premio Café de Gijón de novela corta; Las horas completas (1990), El expediente del náufrago (1992) y Camino de perdición (1995), y los libros de relatos Brasas de agosto (1989) y Los males menores (1993). Su obra ha sido ampliamente traducida a otros idiomas. En 1999 volvió a obtener el Premio de la Crítica y el Nacional de Narrativa por la novela La ruina del cielo. Luis Mateo Díez fue elegido miembro de la Real Academia Española de la Lengua en el año 2000.


Para Florentino y a la hermana de Milagros, recordando su juventud en Valbarca

I

Yo soy de los que tienen el miedo metido en las costillas, el corazón sellado en sus secretos y un andar peligroso.

Al miedo lo guardo porque mi vida es larga y está preñada de desvelos y visiones que toman luz y sombra en el temor de las cosas que he visto y que me han contado, y porque es en la vejez cuando saltan las chispas de todos los robles que se fueron quemando en las hogueras de los años y dañan la piel de las cicatrices que ya parecían cerradas.

Con el tiempo voy viendo que de todas las cicatrices las peores son las que quedan tras cauterizarse las heridas de la memoria, ese terco volcán siempre dispuesto al estiaje de las lavas, aventador de las cenizas como el mal viento que desperdicia las pajuelas de la era.

Los labios no pudieron atarme el secreto doloroso de tantos sucesos porque esta crónica es como la miel agridulce que todavía puede aliviarlos de su reseco escozor, y porque ahora son más largas las estaciones, más reposadas las palabras que el mismo gusto del amanuense me inclina a confesar, y más lentos los días que sólo divide la campana para la colación y las oraciones en este Asilo de San Bernardo de Valdera.

Siempre tuve un andar de vaivenes por culpa de la artritis precoz, fruto de mi desnutrición, y en la cojera alimenté el signo irremediable de la mala voluntad, pues era difícil superar el complejo ante la fuerza desbordada de los jóvenes amigos, y mis tristezas fueron creciendo cuando las muchachas me dejaban solo y despreciado riéndose de la impotencia de mis pasos.

Ovidio el Cojo fue el nombre que me dieron las lenguas crueles desde mis primeros años, y por ese nombre seguiré atendiendo, ahora ya con más paciencia, pues en esta soledad que me cobija como al pájaro arrecido en los alambres del invierno la resignación viste fácilmente de paloma al gavilán.

En mis noches se encubre el insomnio con perfiles fantasmales y andan las cornejas salmodiando un delirio de motetes, y está la abubilla restregando las plumas de su podredumbre o viene del monte el balido de alguna oveja prisionera, y me incita al temblor el desamparo que encuentro entre las sábanas como si fuera la calina blanca de un sudario, el frío que arredra mi corazón hasta el desaliento de la mañana, a donde llega aterido por el rigor de las pesadillas.

A veces en el patio de San Bernardo, donde el negrillón de ramas combadas pone la sombra de sus brazos sobre mi vieja memoria, cuando espero la hora de vísperas, siento el deseo de cerrar los ojos, de agarrarme a la oscuridad de algo que pudiera ser mi muerte, y sólo entonces el vacío alivia la cavidad de mis abismos y se pacifica ese reguero de savia que me corre como un fuego de leña verde por las venas.

Sin demasiado convencimiento tomé un día la pluma para escribir esta crónica que acaso quede en algún baúl de la enfermería, bordada en sepia y en ceniza, lacrada en un sobre de papel amarillo, con sus ronchas de humedad y sus huellas de olvido.

En sus páginas se va mi vida como si sus palabras me la llevaran al regresar al recuerdo de todo lo que vi., de lo que oí y de lo que hice.

Y me dispongo a fecharla en el momento de salir al patio una tarde primeriza del otoño de mil ochocientos ochenta y uno, en San Bernardo de Valdera, Asilo de los Desamparados de la Benemérita Madre Inés del Sagrado Corazón, cuando un pardal se posa en la ventana y un cielo de madera antigua presagia la lluvia que acaso tengamos antes del oscurecer.


II

No sé si es el destino quien impone los símbolos o si los hombres inventan sus escudos urgidos por una breve lucidez que el destino termina por corroborar, o acaso los poderes que moran bajo sus afanes juegan la incierta confluencia y, en ocasiones, determinan la conjunción para que nadie olvide la subterránea fuerza del azar que blasona el designio de los hechos humanos.

El linaje de Alcidia tiene los símbolos del clavel y la espina sobre campo morado, una franja gualda tachonada de estrellas que conmemoran las batallas libradas al moro, y la leyenda: «Alí Cidia fue vencido y éste será tu apellido», referencia al Caudillo almohade derrotado en los bastiones del Castro Seribe por don Rodrigo Sobrado de Polvazares, cuña del futuro linaje que tomó el apellido de la concesión real.

Esta concesión integró también el patrimonio de las tierras de Valbarca, aunadas para el futuro en el Señorío del Valle, y otorgadas a don Rodrigo en la dócil escritura de un Diploma Real que las delimitaba con una escueta descripción sobre el pergamino de cuero rodado.

Corrían los años de la temida horca y cuchillo, del afloramiento de los taifas castellanos, de los feudos medianos y mayores, del avasallamiento cazurro y orgulloso, de los poderes del solar heráldico que tardaría mucho en presagiar los absolutismos.

Y los Alcidia quedaban bautizados en el Valle mientras la cabeza de aquel guerrero almohade yacía comida por los gusanos en algún negro muladar de las lomas del Castro Seribe.

Yo me he preguntado muchas veces por el significado de aquellos símbolos que amanecieron en el escudo de armas del linaje.

El clavel, esa tierna fragancia de los ensalmos del amor, venía a ceñirse en la representación de su dibujo floral por una espina agreste, púa de zarzales enhiesta y amenazadora, que era como un puñal dispuesto para saltar las venas a quien osara posar las manos en el emblema.

No hay un sentido exacto en aquella premonición heráldica que los Alcidia llevaron a los sellos de sus documentos y al frontispicio del palacio, ordenado construir por don Rodrigo sobre el leve promontorio que corona el vado del río Galgón en el seno de Valbarca.

Pero se puede desvelar el misterio de los símbolos cuando el tiempo ayuda a la contemplación de los destinos que anudaron, y son bastantes los detalles de esta crónica que me obsesionan en la duplicidad de esos destinos, mitad clavel de amor y fuego y mitad espina de puñales nunca justicieros, hasta en el límite mismo del pequeño cementerio de Las Murias, donde sobre el sepulcro del último Alcidia la sombra de los matorrales acoge el seco testamento de unos claveles marchitos, definitivamente derrotados por las púas de las zarzas.


III

Valbarca es la tierra de mis sueños, el lugar donde mis ojos aprendieron a domar la luz, donde mis pies cansaron los primeros caminos y mis labios bautizaron los charcos y las peñas. Un Valle agreste y claro que se desloma en las vertientes de La Quebrada y Monte Jarin, siguiendo la huella húmeda del Galgón que desaparece después, en la cerrada que divisa El Pando, como afluente del Garaño.

Al río se miran las praderas de la vega, los picachos terciados de retama y yerbas salvajes, las dehesas de robledal y hayedo, intrincadas como bosques de difícil penetración que apenas salvan los vericuetos del leñador.

Crece la yesca como savia petrificada y abundan los arándanos, las manzanas caruezas y las guindas garrafales.

El tiempo ha dado seis pueblos de asentamiento multiforme; algunos de ellos en el solar de las alquerías y las cabañas y otros en las lindes del alfoz tras la construcción del palacio fortaleza por don Rodrigo.

Las Murias de Valbarca es el centro comarcal del Valle y Pobladura de San Roque, la aldea más perdida, casi una braña en los altozanos de La Quebrada.

Somos allí montañeses de ribera aunque las vegas de labranza son cortas y el Valle estrecho. Algún bancal alarga los cultivos en las estribaciones del Jarin, y entre los corrales y las casas se mantienen las huertas familiares salpicadas por la sombra del nogal, el tilo y el castaño.

Las heladas arruinan como imprevista celada el tallo joven de los frutales o arrasan la fragilidad de los semilleros. El ciclo de las cosechas tiene un tiempo tardío aliviado según arredren las nieves, que despuntan en las cumbres atenazando la calva blanca de las peñas más altas o guardándose perpetuas en los hondones sombríos de las pozas.

El Señorío de Alcidia ató las propiedades de su patrimonio absoluto y no hubo pedazo de tierra exento del diezmo o del cautiverio.

De don Rodrigo se cuenta que era un lozano garañón de seis dedos en el pie derecho, circunstancia que nadie heredó, descendiente de una familia de maragatos mejorados. Como tercerón de la casa presagiaba el menguado valor de su partija y abandonó sus solares reclutando media mesnada para marchar a la aventura del moro.

El éxito de sus ofensivas le dio fama militar y en conexión con las defensas reales tomó el asiento de Valbarca después de seis batallas libradas con las huestes del Caudillo Alí Cidia, que acabaron en la derrota del almohade tras un largo asedio al bastión del Castro.

El primitivo Señor de Valbarca tuvo un único hijo legítimo que recibió el nombre de Maurilio Enríquez.

La dispersión de la morisma acabó con sus veleidades guerreras y la liberación de las contiendas fronterizas promocionada por el hondo aislamiento de su feudo, tan lejano a la Corte y al límite de otros Señoríos, concentró el irrefrenable deseo de sus ostentaciones de poder, acaso exacerbadas por el lastre de la tercería enojosa, sobre el manso temor de sus propios servidores, labriegos y menestrales de vida vendida, esclavos de la gleba bajo la única realeza del Señor.

El linaje se instauraba con el ceño rural de aquella tierra humilde que los aperos abrían en cortas dimensiones entre las manos de los naturales y algún advenedizo, cifrando en las cosechas la cotidiana subsistencia dificultada por el cautiverio.

El mismo aislamiento auspició siempre el bandidaje amoroso de los Señores hacia las doncellas aldeanas, y normalmente las Señoras de Alcidia fueron campesinas del propio Valle, acatadoras del ultraje que para algunas supondría cambiar las estameñas por el faldón de lino.

El palacio del vado aupó su definitiva mole de cantos y pizarras en los últimos años de don Rodrigo, cuando una vieja herida recibida en el muslo izquierdo en sus escaramuzas con el almohade comenzó a quebrarle la figura arrinconándole en el mal humor de la forzosa postración.

Y en el lecho de la muerte, el primitivo Alcidia, acompañado del hijo y de los fieles, cerró los ojos una mañana de invierno.

Dicen que la agonía había durado cinco jornadas, que sus manos se fueron crispando sobre las barbas hasta arrancarlas, y que en el último momento musitó con claridad cuatro palabras incoherentes que determinaban el asimilado arraigo de su vecindad en el Valle: cheite, chinu, chume, chana, las cuatro que pide el refrán ahora para demostrar que somos hijos de aquella tierra.

Y también dicen que luego escondió la cabeza y que fuera ardía la tormenta y que una vaca seca de la cuadra del palacio comenzó a verter leche por el ubre esquilmado.

lunes, 6 de noviembre de 2023

LA FERIA DEL MUNDO FRAGMENTO.

 




LA FERIA DEL MUNDO

Durante la Gran Depresión, todos los que habitan en el Nueva York de los años 30 tienen que reinventarse, salir del pozo sin fondo de la recesión económica. La familia de Edgar Altschuler no es una excepción pero, para él, todo es novedad y así nos traslada a su ciudad y su tiempo, con la inocencia del que descubre por primera vez. A través de sus recuerdos asistimos al escenario de los grandes acontecimientos que conforman su vida (la Exposición Universal, la Segunda Guerra Mundial) pero para él es el día a día lo que cuenta: una visita al carnicero kosher; el placer delicioso de comprar un boniato del carrito de un vendedor ambulante; un iglú que se construye en la calle con bloques de hielo; la visión impresionante y majestuosa del dirigible Hinderburg…

 


ACERCA DEL AUTOR

E.L. Doctorow nació en Nueva York, en 1931 y es una de las voces fundamentales de la literatura norteamericana contemporánea. Su obra traducida a 30 lenguas ha sido merecedora de los premios más importantes de su país, como el Pen/Faulkner y es, año tras año, candidato al Nobel. Autor de novelas tan importantes como Ragtime y Billy Bathgate, Doctorow es, asimismo, autor de relatos, ensayos y teatro. www.eldoctorow.com

 


ACERCA DE LA OBRA

«Edgar es inteligente, valiente, un poco arrogante, un observador apasionado del mundo que le rodea (…) y describe ese mundo con un lenguaje que es, al mismo tiempo, tan hipnótico y maravillosamente preciso que consigue articular las caóticas pasiones del la niñez.»

THE NEW YORK TIMES

«… Un escritor impresionante, […] puede demostrar erudición sin ser un coñazo, originalidad y delirio sin ser un asqueroso moderno, sencillez de estilo sin ser un prosista arenoso y espiritualidad sin oler a sacristía cerrada…»

DANIEL LÓPEZ VALLE, GOMAG

«… Un escritor genial, uno de esos narradores que nacen muy de vez en cuando, y cuyas cualidades son capaces de iluminar textos y épocas, de conceder nuevo sentido a los hechos y a los sentimientos, y hasta a las propias palabras.»

JUAN BOLEA, EL PERIÓDICO

 


 LA FERIA DEL MUNDO

Traducción de César Armando Gómez

E. L. DOCTOROW

 

 

 

 


 

Para R. P. D.

 

 


Y aquí está el cosmorama, rodeado de niños…

WORDSWORTH, El preludio


 ROSE

Yo había nacido en la calle Clinton, en el Lower East Side. Era la penúltima de seis hijos, dos chicos y cuatro chicas. Los chicos, Harry y Willy, eran los mayores. Mi padre era músico, violinista. Siempre se ganó bien la vida. Él y mi madre se habían conocido en Rusia y allí se casaron, y más tarde emigraron. Mi madre también procedía de una familia de músicos, y de ahí vino, tiempo adelante, el encontrarse con mi padre. Algunos de sus primos eran muy conocidos en Rusia; uno de ellos, violoncelista, incluso había tocado para el zar. Mi madre era muy guapa, menuda, con una larga melena dorada y ojos azul pálido. Mi padre solía decirnos: «¿Y vosotras os creéis guapas? Teníais que haber visto cuando vuestra madre y sus hermanas pasaban por la calle, en nuestro pueblo. Todo el mundo se volvía a mirarlas, tan esbeltas y con aquel porte tan elegante.» Supongo que no quería vernos hechas unas presumidas.

Tenía yo cuatro años cuando nos mudamos al Bronx, a un gran piso cerca del parque Claremont. Era buena estudiante; iba a una escuela pública, la P.S. 147, en la avenida Washington, y cuando acabé allí pasé a un instituto, el Morris. Completé los cursos y me gradué; volví a matricularme para estudiar comercio, y aprobé las suficientes asignaturas para volver a graduarme si quería. Entonces sabía escribir a máquina, contabilidad y taquigrafía. Era muy ambiciosa. Me había pagado las clases de piano tocando para acompañar películas. Miraba a la pantalla e improvisaba. Mi hermano Harry y mi padre solían sentarse detrás de mí para encargarse de que nadie me molestase; los cines eran todavía muy primitivos e iba mala gente. Al acabar mis estudios, encontré un empleo como secretaria privada de un conocido hombre de negocios y filántropo, Sigmund Unterberg. Había hecho el dinero con un negocio de camisas y ahora pasaba gran parte de su tiempo trabajando para organizaciones judías, asistencia social y ese tipo de cosas. En ese campo no había entonces burocracia oficial ni programas, como ahora; todo lo que tenía que ver con la caridad era cosa de los particulares y las organizaciones que ellos creaban. Yo era una buena secretaria; cuando mister Unterberg me dictaba una carta podía tomarla directamente a máquina sin un error, de modo que cuando él terminaba yo había acabado también y la carta estaba lista para que la firmase. Eso hacía que yo le pareciese maravillosa. Su esposa, una mujer encantadora, solía invitarme a tomar el té, a alternar con ellos. En esa época tendría yo unos diecinueve o veinte años. Me presentaron a un par de chicos, pero no me gustaban.

Por entonces estaba ya interesada por tu padre. Nos conocíamos del instituto. Era guapísimo, con una gran facha, y un buen deportista; de hecho, fue así como lo conocí, en las pistas de tenis; las había de tierra batida en el cruce de la avenida Morris y la Calle 170 y los dos íbamos allí a jugar. Entonces se jugaba al tenis con falda larga. Yo era una buena jugadora, me gustaba el deporte, y así fue como nos conocimos. Me acompañó a casa.

A mi madre no le gustaba Dave. Le parecía demasiado loco. Si yo salía con otro chico, ya sabía que iba a estropearme la cita. Rondaba mi casa aunque no hubiésemos quedado, y cuando veía que venía otro a buscarme hacía cosas terribles, organizaba una pelea, nos paraba y se ponía a hablarme cuando estaba con el otro. Le advertía que me tratase con respeto o se le iba a caer el pelo. Naturalmente, algunos se asustaban y no volvían. Era un fastidio, me ponía furiosa, pero lo cierto es que nunca rompía con él como me aconsejaba mi madre. En invierno íbamos a patinar en el hielo; en primavera me sorprendía enviándome flores; era muy romántico, y a lo largo de esos años fui enamorándome de él.

Entonces las cosas eran muy diferentes; no conocías a alguien y salías y te acostabas con él así sin más, un, dos, tres. Las personas se hacían la corte; las chicas eran inocentes.


 UNO

Me despiertan sobresaltado los vapores amoniacales y paso en un instante de un sueño pegajoso a un saber afligido: he vuelto a hacerlo. Mis muslos empapados me pican. Lloro y llamo a mamá, sabiendo que tendré que soportar su dura reacción, que pasar por aquello, para ser rescatado. Mi cuna está en la pared este de su habitación, la de ellos en la pared sur.

—¡Mamá!

Me chista desde su cama.

—¡Mamá!

Gruñe, se incorpora y avanza hacia mí con su camisón blanco. Sus fuertes manos entran en acción. Me desnuda, quita la ropa y hace un montón en el suelo con mi pijama, las sábanas normales y la de goma que hay debajo. Oscilan sus pechos bajo el camisón. La oigo susurrar advertencias. En pocos segundos estoy lavado, empolvado, vestido de limpio y viajo hacia sonrisas secretas en la oscuridad. Cabalgo, joven príncipe, en sus brazos camino de su cama, y soy bienvenido entre ellos, al bendito y seco calor que los envuelve. Mi padre me da una palmadita amistosa y vuelve a dormirse con la mano en mi hombro. Pronto están dormidos los dos. Huelo sus divinos olores, macho, hembra. Momentos después, mientras un tímido atisbo de luz diurna empieza a dibujar los contornos de la persiana, me veo totalmente despierto y feliz, velando a mis padres dormidos, con la terrible noche ya a mi espalda y el querido día a punto de alborear.

Son mis primeros recuerdos. Al llegar la mañana, me gustaba bajarme de la cama y observarlos. Mi padre dormía sobre el brazo derecho, con las piernas estiradas y la mano en la almohada, doblada por la muñeca contra la cabecera. Mi madre, encogida, con la curva de su ancha espalda tocando la de él. Era agradable ver su forma, juntos bajo la ropa. La cabecera golpeaba contra la pared cuando se movían. Tenía un estilo barroco, verde oliva, con un friso de pequeñas flores rosa y hojas verde oscuro a lo largo de sus bordes acanalados. En la pared opuesta estaba el tocador, con el espejo del mismo verde oliva y bordes estriados. También había ramilletes de flores rosa encima de los tiradores de metal ovalados de los cajones. Me gustaba jugar a levantar esas asas y dejarlas caer para oírlas tintinear. Comprendía lo ilusorio de las flores cuando después de mirarlas y creer en ellas palpaba con las yemas de los de dos las pinceladas en relieve. No me gustaban tanto los visillos, de un blanco transparente que velaban las persianas, ni los pesados cortinajes que los encuadraban. Me hacían sentir una especie de ahogo. Huía de los sitios cerrados. La oscuridad me espantaba sobre todo porque no estaba seguro de que fuese respirable.

Yo era un niño asmático, alérgico a todo, con los pulmones continuamente atacados, que tosía, respiraba con dificultad y necesitaba inhaladores. Era el triste niño prodigio de la medicina, familiarizado con las cataplasmas de mostaza, las gotas para la nariz y los tapones de Argyrol para limpiar la garganta. Me enchufaban a cada paso termómetros e irrigaciones de agua jabonosa. Mi madre creía que el dolor curaba. Lo que no hacía daño no servía para nada. Yo gritaba, chillaba y sucumbía peleando. Argumentaba a favor del mercurocromo rojo cereza para mis rodillas arañadas y lo que me aplicaban era siempre el odioso yodo. ¡Cómo aullaba!

—Deja ya de hacer tonterías —decía mi madre mientras me propinaba unas pinceladas que dolían como si me quemasen—. Cállate ahora mismo. ¡La que armas por nada!

Tenía dificultades con las proporciones de las cosas y me fabricaba espacios razonables en lo que de otro modo resultaba un hogar injustamente agigantado. Me gustaba acogerme al refugio del piano, en el salón. Era un Sohmer vertical de caoba negro, y el teclado saliente me proporcionaba un techo a mi medida. Disfrutaba con los dibujos de las alfombras. Me eran familiares los suelos de roble y las faldas de los asientos tapizados.

Si iba de buena gana a bañarme era en parte porque la bañera tenía unas dimensiones razonables. Podía tocar sus costados. Hundía barcos de cáscaras de nuez, organizando oleajes que después aquietaba.

Me daba también cuenta de que, por alguna razón, la implacable eficiencia de mi madre quedaba en suspenso cuando yo estaba bañándome. Aparte de venir de vez en cuando a asegurarse de que no me había ahogado, respetaba mi intimidad. Se me llenaban de arrugas las yemas de los dedos antes de tener que levantarme para destapar el desagüe.

La mesa y las sillas de madera de la cocina eran para mí una fortaleza. Desde allí podía vigilar la vasta extensión del suelo. Conocía a las personas por sus piernas y sus pies. Los fuertes tobillos y las grandes y bien proporcionadas pantorrillas de mi madre se movían por allí sobre las alas de unos zapatos de tacón. Iban del fregadero a la nevera o a la mesa acompañados por los ruidos de rigor del entrechocar de los cubiertos y el deslizar de los cajones al abrirse y cerrarse. Mi madre daba unos pasos fuertes y decididos que hacían temblar las puertas de cristal de los armarios.

Mi menuda abuela hacía avanzar pulgada a pulgada sus pies sin levantarlos del suelo, lo mismo que bebía su té a pequeños sorbos. Usaba botines negros cuyos empeines quedaban ocultos bajo sus largas faldas flácidas, también negras. De toda la familia, era la más fácil de espiar, porque estaba siempre sumida en sus pensamientos. Me andaba con cuidado con ella, aunque sabía que me quería. A veces rezaba en la cocina, con el libro abierto sobre la mesa y el anticuado calzado plano plantado en el suelo.

A mi hermano mayor, Donald, no había manera de espiarlo. A diferencia de los adultos, era rápido y estaba siempre alerta. Tomarlo por blanco durante siquiera unos segundos antes de que se diese cuenta de mi presencia era un gran triunfo. Un día, vagando por el pasillo, pasé frente a la puerta abierta de su habitación. Cuando atisbé, estaba de espaldas, trabajando en la maqueta de un avión.

—Sé que estás ahí, Nariz de Burbuja —dijo sin dudarlo un momento.

A mi hermano lo consideraba una fuente segura y completa de conocimiento y sabiduría. Su mente era un compendio de las normas y reglamentos de todos los juegos conocidos por la humanidad. Arrugaba la frente concentrándose en el modo adecuado de hacer las cosas. Vivía con rigor y atento a las reglas. Era una autoridad no sólo en la construcción de maquetas sino en volar cometas, ir en patinete y cuidar animales de compañía. Todo lo hacía bien. Yo sentía por él un amor y un respeto llenos de gravedad.

Podían haberme intimidado su ejemplo y la idea que a través de él yo me había formado de lo mucho que me faltaba por aprender, pero él tenía los instintos generosos de un maestro. Un día estaba yo con nuestro perro Pinky frente a nuestra casa de la avenida Eastburn cuando llegó Donald de la escuela y dejó los libros en los escalones de la entrada.

Arrancó una gran hoja oscura del seto de alheña que había bajo la ventana del salón, la puso entre las palmas de sus manos, hizo copa con ellas, se las llevó a la boca y sopló por el hueco que formaban los dos pulgares juntos. Sonó un balido maravilloso.

Pegué un bote. Cuando Donald volvió a hacer aquel ruido, Pinky empezó a aullar, como hacía siempre que tocaban una armónica en su presencia.

—Quiero probar—dije.

Siguiendo las pacientes instrucciones de Donald, elegí una hoja como la suya, la coloqué cuidadosamente entre mis palmas y soplé. No se oyó nada. Donald corrigió una y otra vez la posición de mis manitas, cambió de hoja, corrigió mi modo de hacerlo, pero seguía sin oírse nada.

—Tienes que trabajarlo —dijo Donald—. No puedes esperar conseguirlo sin más. Fíjate, voy a enseñarte algo más fácil.

La misma hoja que había utilizado como lengüeta la partió ahora por la mitad con sólo presionar con los cantos de las palmas juntas y aplanar las manos.

Mi hermano tenía una facha estupenda. Usaba pantalones bombachos de tweed, calcetines a rayas y zapatos bajos como los chicos mayores. Un mechón de su cabello castaño liso le caía sobre un ojo. Llevaba el jersey atado de cualquier manera a la cintura por las mangas y la corbata roja de la escuela con el nudo flojo. Hacía mucho rato que yo había metido a nuestro maniático perro en casa y aún seguía aplicándome concienzudamente a las tareas que Donald me había puesto. Aunque no pudiese conseguir dominarlas por el momento, al menos sabía lo que había que aprender.

Donald se parecía a mi madre en lo de aplicarse resueltamente a las exigencias y desafíos de la vida. Mi padre era de otra pasta. Yo pensaba que había llegado a donde estaba por pura magia.

Me dejaba contemplar cómo se afeitaba, porque rara vez lo veía más que por las mañanas. Llegaba del trabajo mucho después de mi hora de acostarme. Tenía con un socio una tienda de música en el Hippodrome, un famoso edificio teatral de la Sexta Avenida esquina a la Calle 43, en Manhattan.

—Buenos días, Jim el Risueño —decía.

Siendo yo todavía muy pequeño había notado que siempre me despertaba sonriendo, extraordinaria muestra de inocencia que desde entonces comentaba a diario. De bebé, me cogía en brazos y jugábamos a un juego: hinchaba los carrillos como un hipopótamo y yo se los deshinchaba de un golpe, primero un lado y después el otro. Pero, apenas lo había hecho, abría mucho los ojos, sus mejillas volvían a llenarse y yo tenía que volver a desinflárselas muerto de risa.

El cuarto de baño tenía los azulejos blancos y todos los sanitarios de porcelana blanca. Había una ventana de cristal ondulado opaco que parecía brillar con luz propia. Mi padre, de pie a medio vestir en medio de la difusa luz solar —zapatos, pantalones, camiseta a rayas y los tirantes colgando a los costados—, hacía espuma en un cuenco con su jabón de afeitar y después se la aplicaba en la cara con un hábil vaivén de la brocha.

Esto lo hacía tarareando la abertura de El buque fantasma, de Wagner.

Me encantaba el ruido raspante que hacía la brocha en su piel y cómo iba el jabón espesándose poco a poco. Después, sostenía tirante desde el gancho del que colgaba en la pared una larga tira de cuero de unas tres pulgadas de ancho y pasaba sobre ella la navaja de afeitar atrás y adelante con una vuelta de muñeca. Yo no comprendía cómo siendo tan suave el cuero podía afilar algo tan duro como una navaja de acero. Me explicó la causa, pero yo sabía que era sólo otro ejemplo de sus poderes mágicos.

Mi padre hacía juegos de manos. Por ejemplo, podía parecer que se quitaba la parte de arriba del pulgar y volvía a ponérsela. Usando una mano como biombo, veías detrás cómo el pulgar de la otra se partía, y después el vacío entre las dos mitades. Como todos los buenos trucos, era espantoso. Arrancaba el Pulgar y volvía a ponerlo con un pequeño giro, y lo apartaba para que yo pudiera inspeccionarlo, moverlo y cerciorarme de que estaba como nuevo.

Mi padre estaba lleno de sorpresas. Hacía juegos de palabras, y bromas.

Mientras se afeitaba, brotaban aquí y allá, a través de la blanca espuma, diminutos chorros de sangre que la teñían de rosa. Él no parecía notarlo y seguía afeitándose y tarareando.

Después de lavarse la cara y darse en ella palmaditas con una loción de olmo escocés, se hacía la raya en medio de su brillante cabello negro y peinaba ambos lados hacia atrás. Lo llevaba siempre bien cortado. Su apuesta cara de un blanco rosado relucía. Se alisaba el oscuro bigote con las puntas de los dedos. Tenía la nariz fina y recta, y unos ojos castaños vivos y chispeantes que hablaban de una inteligencia juguetona.

Siempre me untaba espuma de la que le sobraba al afeitarse en las mejillas y la barbilla. En el armario de las medicinas había paletitas de madera para aplanar la lengua; cada vez que venía a verme nuestro médico de familia, el doctor Gross, me regalaba una. Mi padre me la alcanzaba para que pudiese afeitarme.

—Dave —decía mi madre golpeando la puerta—, ¿sabes qué hora es? ¿Qué haces ahí dentro? —Y él hacía un gesto de esconder la cabeza entre los hombros, como si fuésemos dos chicos malos.

Mi padre siempre hacía promesas cuando se iba al trabajo.

—Esta noche volveré pronto —decía a mi madre.

—No tengo dinero —replicaba ella.

—Aquí tienes un par de dólares para salir de apuros. Tendré más esta noche. Te llamaré. Quizá pueda comprar algo para cenar.

Yo le tiraba de la manga y le pedía que me trajese una sorpresa.

—Bueno, veré lo que puedo hacer —decía él, sonriente.

—¿Me lo prometes?

Donald estaba ya en la escuela. Cuando mi padre se fuese, ya no me quedaría nada que esperar, de modo que lo observaba hasta el último segundo. Era corpulento, aunque lo bastante elegante con uno de sus trajes y la chaqueta bien abotonada. Comprobaba el estado del nudo de su corbata en el espejo del vestíbulo. Cuando se ponía el sombrero ladeado, con mucho estilo, yo corría al salón para verlo salir. Bajaba los escalones a saltos, se volvía hacia donde yo estaba asomado a la ventana, para levantar el brazo y sonreírme, y se iba calle abajo con aquel andar suyo brusco y garboso. Doblaba la esquina y de repente se perdía de vista.

Yo comprendía la propensión que había en su vida. Me daba cuenta de que vivía, por carácter, como un residente temporal. Se iba y volvía. Se movía en todas direcciones. Sus impulsos e instintos, incluso en su día libre, señalaban lejos de casa.

Rara vez cumplía su palabra de volver a tiempo para cenar o de traerme algo. Mi madre no podía soportar que faltase a sus promesas. Estaba siempre pidiéndole cuentas. Yo veía que eso no servía de nada. A modo de compensación, me traía cosas cuando menos las esperaba. Sorpresas por sorpresa. Era una especie de enseñanza.

sábado, 4 de noviembre de 2023

PRÓLOGO A UN LIBRO DE CUENTOS POLICIACOS por XAVIER VILLAURRUTIA OBRAS COMPLETAS. FONDO DE CULTURA ECONÓMICA

 


PRÓLOGO A UN LIBRO DE CUENTOS POLICIACOS

SI YO fuera novelista o cuentista escribiría novelas o cuentos policiacos. Las novelas y

cuentos policiacos tienen, al menos, un sector definido de lectores fieles a las emociones que

les produce un género tan bien definido como ellos. Lo malo, en mi caso particular, es que no

he escrito aún una novela ni siquiera un cuento propiamente dichos. Cuando algún crítico, más

malicioso que justo, alude a Dama de corazones considerándola como una novela y, más aún,

como una novela frustrada, se equivoca. El texto de Dama de corazones no pretende ser el de

una novela ni alcanzar nada más de lo que me propuse que fuera: un monólogo interior en que

seguía la corriente de la conciencia de un personaje durante un tiempo real preciso, y durante

un tiempo psíquico condicionado por las reflexiones conscientes, por las emociones y por los

sueños reales o inventados del protagonista que, a pesar de expresarse en primera persona, no

es necesariamente yo mismo, del modo que Hamlet o Segismundo —para citar dos ejemplos

tan grandes como conocidos— no son necesariamente Shakespeare ni Calderón. Dama de

corazones pretendía a la vez ser un ejercicio de prosa dinámica, erizada de metáforas, ágil y

ligera, como la que, como una imagen del tiempo en que fue escrita, cultivaban Giraudoux o,

más modestamente, Pierre Girard. La verdad es que por la razón expuesta en las primeras

líneas, si algún día cedo a la tentación de escribir una novela o una serie de cuentos, pienso

que serán novela o cuentos policiacos.

La novela policiaca es una aguda rama de la novela de aventuras, género tan definido

como la legión de sus ávidos lectores de todas partes del mundo. De ella podemos decir lo

que Remy de Gourmont decía de las novelas pornográficas que tienen la ventaja, con relación

a otro tipo de novelas menos definidas, o confusas, de ser, al menos, pornográficas. Con

relación a la novelaensayo, a la novela biografía, a las biografías novelas, las novelas

policiacas tienen la ventaja de ser, al menos, policiacas, lo que equivale, de una vez por todas,

a asegurar un alimento más o menos rico en las sustancias que el lector busca para su

nutrición. Y lo que busca el lector de novelas de aventuras y, más concretamente, de novelas

policiacas —que ahora nos preocupan—, es, ante todo, diversión e ínteres. La primera

depende del segundo. Si la novela interesa, el lector ya no la dejará caer de las manos. Pero el

interés que debe despertar el novelista del género policiaco no es el mismo que deben tener

todas las novelas sino un interés sui generis, basado en el enigma, en el misterio. Enigma,

misterio. He aquí dos cosas que interesan al hombre desde que el mundo es mundo y que lo

interesarán siempre. El enigma devora al hombre en tanto que éste no alcanza la solución del

enigma, del mismo modo que el lector devora la novela enigmática hasta llegar a ese momento

en que el autor le da la solución del enigma que ha puesto en pie delante del lector y que ha

vestido de sombras para hacerlo más compacto pero que habrá de desnudar sabiamente en el

momento victorioso de la solución. La misión del novelista policiaco es intrigar al lector,

despertando su curiosidad hasta el punto de enfermarlo, creándole una especie de intoxicación

anhelante en que el lector pugna por mantenerse lúcido a fin de adivinar o resolver por su

cuenta la solución del misterio. Esta solución deberá llegar a su tiempo y nunca antes, a fin de

constituir, en un momento dado, una catarsis, una purificación del lector que deberá

experimentar una sensación de alivio y descanso. Los efectos de una novela policiaca deberán

estar aún más y mejor calculados que los de una obra de teatro. Por otra parte, la presentación

o la narración de los hechos deberán obrar magnéticamente sobre el lector. Sin estas dos

cualidades la obra resultará pobre y el lector la abandonará o, lo que es peor, la arrojará lejos

de sí cuando, una vez alcanzado el punto de llegada, la solución no corresponda a la tensión de

que ha sido víctima durante la trayectoria.

Cuando un autor logra imantar, magnetizar al lector, bien puede darse el gusto de filtrar en

su obra y, en consecuencia, en la mente de la víctima que es el lector mismo, las ideas que

quiera difundir o, simplemente, expresar sobre las más variadas cosas. El gran novelista

Gilbert K. Chesterton, que dominaba al lector gracias a la sabia disposición de los efectos y al

magnetismo de su narración, no hizo otra cosa. Gracias a ello, sus cuentos policiacos, además

de grandes breves cuentos, son agudos, insensibles instrumentos de penetración y deliciosos

vehículos de expresión de las ideas católicas que le interesaba plantear, discutir y sobre todo

propagar. Este claro ejemplo hace pensar en la injusticia y en la necedad de quienes se atreven

aún a mirar el género de la novela de aventuras y particularmente el género policiaco por

encima del hombro. Una vez dominados los medios de expresión, un cuento policiaco puede

ser —como en el caso de Chesterton— una exposición teológica, o —como en el caso de

Jorge Luis Borges— un poema o un problema metafísico.

Más de una vez me he preguntado por qué razones nuestros escritores no cultivan el género

de novelas y cuentos policiacos. Existen, sin duda, otras razones que no son ya las del simple

desdén con que, en general, lo miran. Exponer aquí estas razones sería largo y tedioso y

equivaldría a detenerse a considerar el desierto sin advertir que, para la sed de los lectores de

novelas policiacas, existe ya el pequeño oasis de los cuentos policiacos de Antonio Helú.

Porque Antonio Helú ha cultivado desde hace algunos años, modesta y silenciosamente, esta

forma de expresión.

Otros escritores mexicanos empiezan a dar señales de interés en el mismo campo, pero

Antonio Helú tiene entre nosotros una categoría de precursor. Sus cuentos nos llegan ahora

traducidos al inglés en las revistas norteamericanas que se han especializado en el género

policiaco. El protagonista de la mayoría de sus cuentos viene a ser el primer detective

mexicano que se instala en la numerosa legión extranjera o, dicho de otro modo, en el nutrido

santoral en que el padre Brown es mi favorito, como Arsenio Lupin parece ser uno de los

santos de la devoción de Antonio Helú.

El protagonista de una serie considerable de cuentos de Antonio Helú tiene un nombre

claro, sencillo y amigo de la memoria. Se llama Máximo Roldán. No he encontrado en los

cuentos que he tenido la suerte de leer, y en que Máximo Roldán aparece, una descripción

física, una ficha de identificación con sus señas particulares. Tal vez su inventor no se ha

preocupado o, lo que es más probable, no ha querido preocuparse por retratarlo de una vez

por todas, concreta y definitivamente ante sus lectores, en su aspecto físico. En cambio resulta

fácil decir que Máximo Roldán es ingenioso, agudo y, sobre todo, rápido; que Máximo Roldán

es a un tiempo ladrón y policía, a su modo; que tiene un particular sentido de la justicia, y que

procede por aparentes intuiciones rápidas pero que, en el momento de la explicación,

descubrimos que no son tales intuiciones sino reflexiones, deducciones, inducciones de una

rapidez extraordinaria, sólo que han obrado en su mente con la velocidad del relámpago.

El estilo de Antonio Helú no lo pone en peligro de instalarlo en la Academia de la Lengua,

ni en ninguna otra academia, cosa que, estoy seguro, no sólo no le preocupa sino que le haría

temblar. Tiene, a cambio de una corrección estilística estricta, otros méritos menos frecuentes:

desde luego, la economía, tan necesaria en el género que cultiva; el desenfado; la gracia

coloquial y una nerviosidad que corresponde muy precisamente a la persona de Antonio Helú,

del cual podemos afirmar que es como su manera de escribir, y como su protagonista Máximo

Roldán: delgado, inteligente, nervioso y… explosivo.

jueves, 2 de noviembre de 2023

“TRES POETAS FILÓSOFOS” DE GEORGE SANTAYANA POR XAVIER VILLAURRUTIA. OBRAS COMPLETAS FONDO DE CULTURA ECONÓMICA

 



“TRES POETAS FILÓSOFOS” DE GEORGE SANTAYANA

LAS PRIMERAS menciones, las alusiones primeras y también las primeras traducciones al

español de fragmentos en prosa de la obra de George Santayana aparecieron en las revistas

literarias México Moderno, de la ciudad de México, e Índice de la ciudad de Madrid, en el

año de 1922. En Índice, Pedro Henríquez Ureña formulaba, significativamente, esta certera e

irónica pregunta: “¿Por qué España, que con tanto empeño aspira a tener filósofos, no se entera

de quién es Santayana?” En México Moderno, al mismo tiempo que la traducción de un

fragmento intitulado “Aversión al platonismo”, apareció una breve nota biográfica de George

Santayana, nacido en Madrid en 1863, pensador y poeta que escribe en inglés. La glosa de

Eugenio D’Ors en que se pregunta el porqué de la resistencia española a informarse sobre

Santayana, y el ensayo de Antonio Marichalar, intitulado “El español inglés George

Santayana”, aparecieron respectivamente en U-turn it, en 1923, y en la Revista de Occidente

en 1924.

Más de veinte años después, la obra de George Santayana empieza a ser entregada en

traducciones al gran público. Ricardo Baeza ha hecho una de las suyas traduciendo El último

puritano, novela autobiográfica y filosófica. Ahora, después de la publicación de una serie de

ensayos, aparece, también en Buenos Aires, firmada por José Ferrater Mora, la traducción de

Three Philosophical Poets, tríada de conferencias que Santayana dio en la Universidad de

Columbia en 1910, y que repitió el mismo año en la Universidad de Wisconsin, basadas, a su

vez, en un curso desarrollado en Harvard. Con estos últimos datos quiero señalar, al

improbable pero no imposible lector de este comentario, que se trata de una obra seria y

concentrada, de una decantación de las ideas de un poeta filósofo sobre la obra que es también

un denso ensayo sobre la crítica literaria, sobre la historia de la filosofía, y más

orgullosamente, “sobre la filosofía misma”.

Lo primero que borra un posible prejuicio del lector ante una obra como ésta es la falta

deliberada, voluntaria, de todo aparato erudito. Santayana se burla con alegría y delicia de los

que discuten eternamente el fundamento y el significado exacto de —por ejemplo— las

confesiones de Dante. Confía, en cambio, en la penetración del lector, en el tacto literario o en

la imaginación afín al poeta. “Si no es así, Dante no desea abrirle su corazón: sus enigmáticos

ademanes son justamente su coraza protectora contra los espíritus incapaces de

comprenderle.”

Nada más rico en iluminaciones y sorpresas de poeta, en reflexiones de crítico y enlaces

ideológicos de filósofo que esta peregrinación que el lector puede hacer, de la mano de

Santayana, por los mundos particulares de Lucrecio, poeta de la naturaleza; Dante, poeta de la

salvación, y Goethe, poeta de la vida. Anotemos que, sin que pretenda, como es necia y

reiterada costumbre, dar un valor crítico a una preferencia, la de Santayana se inclina del lado

de la obra de Dante. En el autor de la Comedia halla el tipo supremo del poeta y al “maestro

de la distinción”.

Todo un ejemplo de lo que es la ciencia de la ponderación de valores estéticos y

filosóficos es la “Conclusión” de la obra de Santayana. Tras de estudiar a los tres poetas

filósofos establece una comparación entre ellos; una comparación que, naturalmente, excluye

el peligro de llevarnos a creer que uno de ellos es mejor que los restantes. “Cada uno —dice

Santayana— es el mejor a su manera, y ninguno es el mejor de un modo absoluto.”

La obra de Santayana desemboca en una interrogación acerca de cuál será el poeta filósofo

dueño de una nueva visión y fundador de una religión basadas en la libertad y el valor

morales. Sería un poeta que vendría a restituir la destrozada visión del mundo. Santayana

espera la aparición de este poeta, no sin expresar —irónicamente— que este supremo poeta,

tan inexistente como necesario, se halla todavía en el limbo.

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