viernes, 17 de marzo de 2023

El húsar en el tejado Jean Giono Traducción de Francesc Roca. FRAGMENTO. NOVELA.


 

El húsar en el tejado

Jean Giono

Traducción de Francesc Roca

EDITORIAL ANAGRAMA

BARCELONA

 


A la memoria

de mi amigo

Charles Bistési

y a

Suzanne

 

 


CAPÍTULO PRIMERO

El alba sorprendió a Angelo tranquilo y silencioso, pero despierto. La altura de la colina lo había preservado del escaso rocío que cae sobre esas comarcas en verano. Le dio una friega a su caballo con un puñado de brezo y enrolló su portamantas.

Los pájaros despertaban en el pequeño valle por el que descendía. No hacía frío ni siquiera en sus profundidades, aún cubiertas por las tinieblas de la noche. El cielo estaba iluminado por resplandores de luz gris. Por fin surgió de los bosques el sol, cuya luz rojiza se filtraba entre largos jirones de oscuras nubes.

A pesar del calor, asfixiante ya, Angelo tenía sed de algo caliente. Al desembocar en el amplio valle que separaba las colinas en que había pasado la noche de un macizo más alto y más abrupto, que se extendía ante él dos o tres leguas y sobre el cual los primeros rayos del sol hacían brillar los altos encinares como si fueran de bronce, vio una pequeña granja al borde del camino junto a un prado en el que una mujer vestida con unas enaguas rojas recogía la ropa que había tendido al sereno.

Angelo se acercó. La mujer llevaba un cubrecorsé que dejaba al descubierto sus hombros y sus brazos y buena parte de sus grandes pechos, muy bronceados.

—Perdón, señora —dijo—, ¿podría darme un poco de café? Se lo pagaré.

Tardó en contestarle, y Angelo comprendió que la frase había sido demasiado cortés. «Decirle "Se lo pagaré" ha sido una metedura de pata», pensó.

—Puedo darle café —dijo ella—; venga. —La mujer, que era alta y robusta, giró sobre sí misma lentamente, como un barco—. Allá está la puerta —dijo mostrándole el extremo de la cerca.

En la cocina sólo había un viejecito y muchas moscas. Sin embargo, sobre una estufa baja, en la que ardía un gran fuego, al lado de una calderada de salvado para los cerdos, la cafetera despedía tan buen olor, que Angelo halló aquella estancia, a pesar de lo negra que estaba por el hollín, realmente encantadora. Hasta el salvado para los cerdos le hablaba de un modo harto elocuente a su estómago, poco satisfecho de su cena de pan seco.

Bebió un bol de café. La mujer, que se había plantado delante de él mostrándole los hombros carnosos llenos de hoyuelos y la enorme flor violeta entre sus senos, le preguntó si era funcionario público. «En guardia», pensó Angelo, «no sabe si lamentará haberte ofrecido su café.»

—¡Oh, no! —contestó (y evitó cuidadosamente llamarla señora)—. Soy un comerciante de Marsella; voy hacia el Drôme, donde tengo clientes, y aprovecho el viaje para airearme un poco.

La expresión de la mujer se hizo más amable, sobre todo cuando le preguntó por el camino de Banon.

—Le freiré un huevo —dijo la mujer. Antes de terminar de decirlo ya había hecho a un lado la calderada de salvado y puesto la sartén al fuego.

Angelo comió un huevo frito y un trozo de tocino con cuatro rebanadas de un enorme pan muy blanco, que le parecieron livianas como plumas. La mujer se agitaba ahora muy maternalmente a su alrededor, y Angelo se sorprendió de que no le repugnaran su olor a sudor ni la vista de los grandes mechones de pelos pelirrojos que aparecieron en sus axilas cuando levantó los brazos para ajustarse el rodete. No quiso que le pagara, y, como él insistió, se echó a reír y rechazó sin cumplidos su dinero.

Angelo sufría viéndose tan torpe y tan ridículo. Hubiera deseado poder pagar y tener el derecho a retirarse con aquel aire seco y displicente que era la defensa habitual de su timidez. Dijo rápidamente algunas frases amables y guardó la bolsa en su bolsillo. La mujer le señaló su camino, que, al otro lado del valle, subía entre los encinares.

Angelo marchó en medio del silencio un buen rato por la pequeña planicie a través de prados muy verdes. Guardaba aún la impresión de aquellos alimentos, que le habían dejado en la boca un sabor muy agradable. Finalmente, suspiró y puso su caballo al trote.

El sol estaba alto; hacía mucho calor, pero la luz no era violenta. Era muy blanca y se pegaba de tal modo a la tierra que parecía untarla de mantequilla con un aire espeso. Desde hacía rato Angelo subía a través del bosque de encinas. Seguía un sendero cubierto de una espesa capa de polvo en el que cada paso del caballo levantaba una nubecilla que se mantenía en el aire. Desde el interior del bosque polvoriento y reseco podía ver a cada vuelta del camino que, en los meandros de éste que iban quedando a sus pies, las huellas de su paso no se borraban. Ninguna frescura venía de los árboles. Por el contrario, la dura hojita de las encinas reflejaba el calor y la luz. La sombra del bosque deslumbraba y asfixiaba.

En los taludes agostados algunos cardos blancos crepitaban al paso del caballo como si la tierra fuera metálica y se estremeciera a su alrededor bajo las pisadas del animal. Sólo se oía ese ruidito como de vértebras al entrechocar —un ruido que crujía mucho no obstante el golpe de los cascos del caballo atenuado por el polvo—; el silencio era tan completo que la presencia de los grandes árboles mudos era casi irreal. La silla de montar ardía. El movimiento de la cincha espumaba los ijares del animal, que tascaba el freno y de vez en cuando se aclaraba el gaznate moviendo la cabeza. El ascenso regular del calor zumbaba como si saliera de una fragua llena a rebosar de carbón. Los troncos de las encinas crujían. En el interior del bosque, seco y desnudo como el piso de una iglesia, inundado de aquella luz blanca que no tenía brillo pero que resultaba cegadora a causa del polvo que parecía llevar en suspensión, la marcha del caballo hacía girar lentamente largas líneas negras. El camino, que serpenteaba y se empinaba de modo cada vez más brusco para elevarse a través de viejas rocas cubiertas de líquenes blancos, salía a menudo de entre los árboles y discurría por trechos donde daba el sol. Entonces en el cielo yesoso se abría una especie de abismo, de una inaudita fosforescencia, de donde soplaba un viscoso aliento de horno y de fiebre en el que se veía temblar algo pegajoso y craso. Los enormes árboles desaparecían en aquella deslumbrante claridad; grandes sectores del bosque, sumergidos en aquella luz, no parecían sino vagas masas de follaje ceniciento, sin contornos, fantasmagóricas formas casi transparentes que el calor cubría bruscamente de una viscosidad reluciente en lento movimiento. Luego el camino dobló hacia el oeste y, estrechándose de nuevo hasta no ser más que un sendero, quedó comprimido entre árboles de aspecto insólito y vivos colores: troncos que parecían sostenidos por áureos pilares, ramas retorcidas semejantes a crepitantes tallos dorados, hojas inmóviles y brillantes como espejuelos dorados en los que se hubieran engarzado, siguiendo fielmente su contorno, delgados hilos de oro.

 

 

Al cabo, Angelo se asombró de no percibir más vida que la de la luz. Hubiera debido haber, al menos, lagartos, e incluso cuervos, que gustan de esa atmósfera como de yeso ardiente y, posados en la punta de las ramas, están al acecho igual que en tiempo de nieve. Angelo recordaba las maniobras de verano en las colinas de Garbia; no había visto nunca aquel paisaje cristalino, aquella campana de reloj de sobremesa, aquella fantasmagoría mineralógica (hasta los árboles estaban facetados y llenos de prismas como si fueran de cristal de roca). La proximidad de aquel caos inhumano le dejaba estupefacto.

«Apenas», se decía, «si acabo de dejar los hombros desnudos de la mujer que me ha dado café. Y he aquí todo un mundo más alejado de sus hombros desnudos que la duna o las cavernas fosforescentes de la China y, por lo demás, capaz de matarme. ¡Bien!», prosiguió, «¡es mi mundo! En Garbia tenía mi pequeño estado mayor y la maniobra a la que había que estar atento so pena de que te avergonzara delante de todos el general San Giorgio, de tan hermosos bigotes y lenguaje tan vulgar. Eso era lo que me separaba del mundo y no me permitía ver estos bosquecillos de tetraedros. He aquí, tal vez, la razón fundamental de aquellos principios sublimes de los que me envanecía: simplemente, me aferraba a un pequeño estado mayor y un general malhablado por temor a percatarme de que estaba encerrado en una campana de cristal en que un mínimo capricho de la luz podía matarme. Hay guerreros del Ariosto en el sol. Por eso, todo el que no quiere parecer vulgar procura revestirse de seriedad con principios sublimes.» Sin embargo, el movimiento de aquellos árboles, más liviano que el vuelo de una pluma, el menor de los cuales calculó que debía de pesar cien toneladas, que se ocultaban o deslizaban en la luz con más presteza que truchas en el agua, no dejó de inquietarle. Tenía prisa por alcanzar la cima de la gran colina, pues esperaba que al menos allí encontraría un poco de viento.

Pero no lo halló. Era una landa en la que la luz y el calor pesaban todavía más. Podía verse desde allí que en todas direcciones el cielo era yesoso, de una blancura absoluta. El horizonte era una lejana ondulación de colinas ligeramente azuladas. La parte hacia la que Angelo se dirigía estaba ocupada por el cuerpo gris de una larga montaña muy alta, aunque apezonada y redondeada. El terreno que le separaba de ella estaba erizado de altas rocas semejantes a velas latinas, apenas coloreadas de un poco de verde, sobre las cuales se asentaban algunas aldeas como nidos de avispas. Las laderas en que se apoyaban esas rocas y de las que emergían casi desnudas estaban cubiertas de pardos bosques de encinas y castaños. Pequeños valles, en los que eran visibles salientes y entrantes semejantes a cabos y golfos, se extendían a sus pies, unos dorados, otros más blancos aún que el cielo. Todo estaba tembloroso y deformado por la luz intensa y el calor aceitoso. Nubecillas de polvo, de humo o de neblina, que la tierra exhalaba bajo el impacto del sol, comenzaban a elevarse aquí y allá de rastrojos ya resecos, de pequeños campos de heno del color de la llama y hasta de los bosques, en los que se sentía que el calor estaba agostando las últimas hierbas verdes.

El camino no se decidía a descender de nuevo y corría sobre la cresta de la colina, por lo demás muy ancha, casi una meseta ondulada, apoyada a la derecha e izquierda en las laderas suavemente inclinadas de colinas más altas. Entró, por fin, en un bosque de pequeños robles albares de apenas dos o tres metros de altura, bajo los cuales se espesaba una alfombra de ajedrea y tomillo. Los pasos del caballo levantaron un fuerte olor que el aire inmóvil y pesado hizo al cabo de un rato nauseabundo. Con todo, empezaban a advertirse allí señales de vida humana. De vez en cuando un viejo sendero cubierto de esa hierba de verano, blanca como el yeso, se cruzaba con el que seguía Angelo y, girando luego en el bosquecillo, disimulaba su rumbo, aunque con la intención, en todo caso, de ir a alguna parte. Por entre los arbolitos Angelo percibió por fin un aprisco. Sus muros eran del color del pan y estaba techado con grandes y pesadas lajas, denominadas lauzes en esa región. Angelo dejó el camino. Esperaba encontrar allí un poco de agua para el caballo. El aprisco, cuyos muros tenían arbotantes como los de las iglesias o los fortines, carecía de ventanas y, como daba la espalda al camino, tampoco se le veía puerta alguna. A pesar de su empleo de oficial, «comprado como se compran dos onzas de pimienta», según se decía amargamente en sus accesos de pureza, Angelo era soldado profesional y, en cuanto forrajeador, estaba dotado de buen instinto. Advirtió, mientras se aproximaba al aprisco, que éste retumbaba con los pasos del caballo. «Esto está vacío», se dijo, «y abandonado desde hace tiempo.» En efecto, los largos abrevaderos de madera pulida, colocados sobre piedras, estaban secos y blancos como huesos. Pero del portal abierto de par en par salía un poco de frescor y un exquisito olor a estiércol de oveja. Entretanto, mientras daba algunos pasos en esa dirección, oyó allá dentro un fuerte zumbido y vio agitarse en la sombra una especie de cortina pesada y amarilla. El caballo comprendió un segundo antes que él que el aprisco estaba habitado por enjambres de abejas silvestres; volvió grupas y huyó al galope hacia el bosque. Una vuelta del camino lo recondujo, desde lejos, frente a la fachada del aprisco, que, sobre una eminencia de algunos metros de alto, sobrepasaba las copas de los pequeños robles albares. Las abejas habían salido en espesas espirales flotantes. A la luz eran negras como partículas de hollín. Bufaban coléricas ante la gran puerta y los dos grandes ojos de buey que eran como la mandíbula y las órbitas de un viejo cráneo abandonado en los bosques.

Bastante tiempo después se hizo cada vez más necesario encontrar agua. El camino seguía siempre aquella larga cresta seca. En la exaltación de la mañana, Angelo había olvidado darle cuerda a su reloj. Trató de determinar la hora por el sol; pero no había sol, sólo una luz cegadora que llegaba a la vez de todos los puntos del cielo. El camino bajó por fin y, de repente en una de sus revueltas, Angelo recibió en los hombros una frescura que le hizo levantar los ojos: acababa de entrar debajo del follaje muy verde de un haya inmensa a cuyo lado se erguían cuatro enormes y brillantes álamos, en los que no quiso creer hasta después de oír el murmullo de las hojas, que, no obstante la ausencia de viento, temblaban con un rumor de agua. Detrás de esos árboles había también un rastrojo no sólo cosechado sino limpio de gavillas, en el que se veían algunos surcos abiertos aquella misma mañana. Contenía Angelo maquinalmente a su animal, que tascaba el freno y quería salir disparado, cuando advirtió que el campo continuaba tras unos sauces, de donde vio surgir a tres asnos atados a un arado. El caballo, por fin, lo llevó al trote hacia un bosquecillo de sicómoros, álamos y sauces, y apenas tuvo tiempo de entrever que el labrador vestía hábito.

La fuente estaba en el bosquecillo, a orillas del camino. Un chorro de agua color de berenjena caía sin ruido desde un grueso caño a un estanque enrojecido por un musgo espeso. Un riachuelo salía de allí a regar unos prados en medio de los cuales se alzaba, como si surgiera de la hierba, una larga construcción de un piso, austera y muy limpia, de paredes y persianas recientemente blanqueadas y pintadas, y más silenciosa aún que la fuente.

Una vez habituados sus ojos a la penumbra, Angelo percibió a algunos pasos de él, al otro lado del camino, a un monje sentado al pie de un árbol. Era flaco y de edad indefinida, con un rostro bermejo como su hábito y ojos ardientes. «¡Qué magnífico lugar!», dijo Angelo con falsa desenvoltura. El monje no contestó. Miraba con sus ojos brillantes el caballo, el portamantas y, particularmente, las botas de Angelo. Éste, molesto, consideró que hacía demasiado fresco debajo de los árboles; tirando de las riendas del caballo, caminó a su lado hacia el sol. «De quedarme allí», se dijo como excusa, «podría haber cogido una fluxión de pecho. Esta agua nos ha hecho bien y somos muy capaces de hacer aún una legua o dos antes de comer.» Había quedado impresionado por aquella cabeza, cuya delgadez le daba el aspecto de una bestia salvaje, y, sobre todo, por los tendones del cuello, tan visibles que parecían cuerdas que ataran aquel rostro a aquel hábito. «Y quién sabe qué enjambres de abejas...», se dijo, pero vio a doscientos o trescientos pasos más adelante una casa que era manifiestamente una posada, pues tenía una señal, y, encima de su cabeza, una densa bandada de cuervos que se dirigía hacia el norte.

—Salud, mi cabo —dijo el posadero—, tengo todo lo necesario para su caballo, pero para usted será más difícil, a menos que se contente con mi comida. —Y, guiñando un ojo, levantó la tapa de una cacerola en que se cocía a fuego lento un guiso de codornices mechadas con tocino en una salsa de cebollas y tomates—. Sólo puedo ofrecerle lo que ve. Y diga usted: ¿le tiene mucho afecto a su dolmán? —dijo mirando el hermoso redingote de verano de Angelo—, Mis sillas han sido desgastadas por los frailotes y me temo que la paja muerda su fina tela como si fuera vinagre.

Aquel hombre iba sin camisa y llevaba directamente sobre la piel un chaleco rojo de postillón. La espesa pelambre de su pecho le servía de corbata. Pero se colocó un viejo gorro de policía para ir a tirar dos baldes de agua a las piernas del caballo. «Es un ex soldado», se dijo Angelo. Luego de los excesos del calor, nada podía ser más de su agrado. «Estos franceses», siguió diciéndose, «no olvidarán nunca a Napoleón. Como ahora sólo pueden luchar contra tejedores que reclaman el derecho de comer carne una vez por semana, y eso los deja fríos, prefieren irse a soñar con Austerlitz en los bosques antes que cantar "¡Viva Luis Felipe!" mientras les zurran la badana a los obreros. Este hombre sin camisa sólo espera la ocasión para ser rey de Nápoles. Ésa es la diferencia entre las dos vertientes de los Alpes. No tenemos antecedentes y eso nos hace tímidos.»

—¿Sabe usted lo que haría en su lugar? —dijo el hombre—. Bajaría mi portamantas del caballo y lo guardaría dentro sobre dos sillas.

—No hay ladrones —dijo Angelo.

—¿Y yo? —dijo el hombre—. La ocasión hace al ladrón.

—Yo le quitaré la ocasión y la tentación —dijo Angelo con tono seco.

—Era una broma —dijo el hombre—. Por lo demás, no me desagradan las personas decididas. Bebamos un trago de aguapié. —Y palmeó los hombros de Angelo con su fuerte mano.

Lo que había llamado aguapié era un vino clarete, bastante bueno.

—Los frailotes del convento recorren un cuarto de legua por el bosque para beberse un cuartillo —dijo el hombre.

—Creía —repuso ingenuamente Angelo— que sólo bebían agua de esa hermosa fuente que poseen a orillas del camino, bajo los plátanos. Y, por lo demás, ¿les está permitido venir aquí a beber vino?

—Si lo mira usted bien, nada está permitido. ¿Lo está, acaso, que un ex suboficial del regimiento 27 de infantería ligera haga de posadero en una carretera por la que sólo pasan zorros? ¿Está eso escrito en los derechos del hombre? Esos frailotes son buenos muchachos. De vez en cuando, desde luego, tocan algunos campanazos y organizan desfiles con estandartes y trompetas para las rogativas, pero su verdadero trabajo es el de cultivar la tierra. Le aseguro que no lo hacen mal. Y ¿dónde ha visto usted un campesino que escupa el aguapié? Por lo demás, el Maestro dijo: «Bebed, ésta es mi sangre.» Eso sí, tuve que desprenderme de mi sobrina. Les desazonaba. A causa, sin duda, de sus faldas. A los que las llevan por convicción les molesta ver que alguien tiene que llevarlas por necesidad. Ahora estoy solo en la posada. ¿Qué mal hay en que empinen el codo de vez en cuando? Las ventajas son para todos. ¿No es eso lo esencial? ¡Oh!, por lo demás, lo hacen como caballeros. No vienen por el camino. Dan un gran rodeo por el bosque, lo que es estimable cuando se tiene sed; claro que les sirve también de penitencia y para todas esas zarandajas en las cuales son mucho más duchos que yo. Y entran por atrás, pues les dejo siempre abierta la puerta de la caballeriza, lo que también es una mortificación para quien tenga su poco de orgullo. Pero eso no quita... ¿Quién me hubiera dicho que un día iba a verme de cantinero?

Angelo hacía algunas profundas reflexiones. Comprendía que viviendo solo en aquellos bosques silenciosos se tuviera necesidad de compañía y de hablar con el primero que llegara. «Al amar al pueblo», se dijo, «soy como este suboficial al borde de una carretera por la que sólo pasan zorros. El amor es ridículo. Me dirán: "¡Déjenos en paz! La verdad está en los hombros desnudos de esa mujer que le dio café. Eran hermosos, y sus hoyuelos se reían de un modo gracioso a pesar del bronceado. ¿Qué más quiere? ¿Acaso les hizo melindres hace un rato, a la fuente y a la sombra fresca del haya y de esos álamos, que brillaban también con mucha gracia?" Pero es que con el haya, el álamo y la fuente se puede ser egoísta. ¿Quién me enseñará a ser egoísta? Es incontestable que, con su chaleco rojo sobre la piel, este hombre vive muy tranquilo y puede hablar de lo que se le ocurra con el primero que llegue.» Angelo había quedado muy impresionado por el silencio de los bosques.

—No tengo comedor —dijo finalmente aquel hombre tranquilo—, y por lo general paladeo mi comida en esa mesa de mármol que ve usted allí. Creo que sería idiota que comiéramos en dos mesas separadas. Tanto más cuando tendré que levantarme a cada rato para servirle. ¿Tiene usted inconveniente en que ponga nuestros cubiertos en la misma mesa? Si no le resulta agradable, me aguantaré, pero estoy solo y...

Esa palabra decidió a Angelo. En fin, que el posadero se las arregló para hacerse pagar hasta el vino que iba a beber.

Por lo demás se comportó con la mayor urbanidad; se había acostumbrado en los campamentos a comer sin ensuciar su corbata de pelo.

—Las posadas como la suya —dijo Angelo— son generalmente sangrientas. En lugares como éste siempre hay un horno para quemar los cadáveres y un pozo para arrojar los huesos.

—Tengo horno, pero no pozo —dijo el hombre—. Tenga en cuenta, sin embargo, que sería muy fácil enterrar los huesos en los bosques, donde ni el diablo daría con ellos.

—Dado mi estado de ánimo —dijo Angelo— nada me gustaría más que correr una aventura así. Los hombres somos muy extraños, aunque creo inútil decírselo a un suboficial que ha tenido el honor de pertenecer al regimiento 27 de infantería ligera. Pero el caso es que me enfrento a problemas realmente difíciles, lo que hace que dentro de mí pugnen ideas encontradas, y sentiría un gran alivio si tuviera que defenderme del ataque de unos hombres decididos y feroces dispuestos a arrebatarme la bolsa e incluso la vida si eso podía librarlos de la cárcel o quizá de la guillotina. Creo que aceptaría el combate con alegría, hasta en esa escalerilla que veo allá, donde, sin embargo, resultaría difícil hacer fintas. Incluso me gustaría estar en un desván cuya puerta no cerrara y oír subir descalzos a los asesinos, a sabiendas de que sólo tengo dos tiros de pistola y luego tendré que arreglármelas con el afilado estilete que siempre llevo encima...

Hizo esta declaración muy serio y en tono melancólico. «Ésta es la única manera», se dijo, «de que hable de amor sin que se rían de mí.»

—Eso dicen, pero para mí tales momentos no tienen nada de divertidos —dijo el hombre.

Sin embargo, como Angelo insistió con una especie de ardor sombrío, le sirvió un vaso de vino y le dijo filosóficamente, lleno de buen sentido, que la juventud es algo por lo que todo el mundo ha pasado, lo cual prueba que sus peligros no son mortales.

«Me haré ermitaño», se dijo Angelo. «¡Sí! ¿Por qué no? Una pequeña huerta, un poco de viña y quizá un hábito que, en suma, es una vestimenta cómoda. Y tendones bien delgados para atar mi cabeza a ese hábito. En todo caso, eso resulta muy impresionante y protege perfectamente a quien ante todo teme el ridículo. Tal vez sea un medio de ser libre.»

En el momento de pagar la cuenta el hombre perdió toda su filosofía y, literalmente, mendigó algunos céntimos. No volvió a hablarle del regimiento 27 de infantería ligera; en cambio, empleó mucho la palabra solo. Se había dado cuenta de que al oírla, a Angelo siempre se le ablandaba el corazón. Obtuvo muy fácilmente lo que quiso y se puso el gorro de policía para darse el placer de descubrirse y tenerlo en la mano mientras acompañaba a Angelo al montador.

 

 

Era más o menos la una de la tarde y hacía un calor acre como el fósforo.

—No vaya por el sol —le dijo el hombre (lo que en su opinión encerraba una profunda ironía, ya que no había sombra en ninguna parte).

Le pareció a Angelo que al paso de su caballo entraba en el horno de que había hablado hacía un rato. El valle por donde iba era muy estrecho, y el paso era obstaculizado por bosquecillos de robles enanos; las paredes que lo flanqueaban quemaban como si estuvieran al rojo blanco. La luz, que se disolvía en un polvillo fino e irritante, frotaba corno si fuera papel de lija a Angelo y su caballo, somnolientos ambos, así como a los pequeños árboles, que hacía desaparecer poco a poco en un aire turbio y tembloroso en el que se mezclaban los manchones de un rubio grasiento con los de un ocre apagado y grandes extensiones yesosas, y en el que era imposible reconocer nada habitual. De lo alto de las altas rocas anfractuosas llegaba el olor de los nidos podridos abandonados por los gavilanes. Por las pendientes bajaba al valle el hedor a rancio de todo lo que había muerto en una gran distancia a su alrededor en las agostadas colinas. Troncos y pieles, hormigueros, cajitas torácicas grandes como el puño, esqueletos de serpiente cuyos fragmentos parecían cadenas de plata, enjambres de moscas abatidas como puñados de pasas de Corinto, erizos muertos cuyos huesos semejaban leche de castaña en su zurrón espinoso, jirones de piel de jabalí esparcidos con rabia por el amplio territorio donde había tenido lugar su agonía, árboles devorados de los pies a la cabeza, llenos de serrín hasta la punta de sus ramas que el aire espeso mantenía erguidas, esqueletos de cernícalos caídos entre las ramas de los robles y que brillaban a la luz del sol, o el olor agrio de la savia que el calor hacía estallar formando largas hendiduras en el tronco de los alisos.

Este espectáculo brutal no formaba parte únicamente del sueño teñido de rojo de Angelo. No había habido nunca un verano semejante en aquellas colinas. Por lo demás, ese mismo día aquel calor ominoso comenzó a derramarse en oleadas sobre todo el Mediodía: en las soledades del Var, donde los pequeños robles se pusieron a crepitar; en las granjas de las mesetas, donde las balsas fueron inmediatamente asaltadas por bandadas de palomas; en Marsella, donde las cloacas comenzaron a humear. En Aix, a mediodía, parecía que todos durmieran la siesta: el silencio era tan profundo, que se oían las fuentes de las avenidas como si fuera de noche. En Rians, a las nueve de la mañana, hubo ya dos enfermos: un carretero, que tuvo un ataque a la entrada misma de la población; llevado a una taberna, puesto a la sombra y sangrado, no había recobrado aún el uso de la palabra; el otro fue una joven de veinte años que, más o menos a la misma hora, tuvo un súbito despeño mientras permanecía de pie cerca de la fuente en que había estado bebiendo y, al intentar correr hacia su casa, que se hallaba tan sólo a dos pasos, cayó como un saco en el umbral de su puerta. A la hora en que Angelo dormía sobre su caballo, se decía que había muerto. En Draguignan las colinas reflejaban el calor hacia la hoya en que está la ciudad, donde fue imposible dormir la siesta. Tan fuerte era allí el calor, que la gente sentía deseos, para poder respirar, de agrandar a golpes de pico las pequeñísimas ventanas de las casas que, de ordinario, permiten que las piezas se mantengan frescas. Todo el mundo se fue al campo, donde no había ni fuentes ni manantiales, comió allí melones y albaricoques que estaban calientes, como si los hubieran cocido, y se tumbó en la hierba boca abajo.

Comieron igualmente melones en La Valette y, justo en el momento en que Angelo pasaba bajo las rocas que exhalaban el olor a huevos podridos, la joven señora de Théus bajaba corriendo a pleno sol las escaleras del castillo para ir a la aldea, donde, al parecer, una criada que había enviado allí hacía una hora (exactamente en el instante en que el marrullero posadero le decía con sorna a Angelo: «No vaya por el sol») acababa de caer súbitamente muy enferma. Y poco después (mientras Angelo continuaba su marcha con los ojos cerrados por aquel camino tórrido, atravesando colinas) la criada había muerto. Se supuso que se trataba de un ataque de apoplejía, porque tenía el rostro completamente negro. La joven señora se sintió asqueada por el calor, el olor de la muerta y su rostro negro. Se metió corriendo tras unas zarzas y vomitó.

Comieron melones a espuertas en el valle del Ródano. Este valle linda por el oeste con el territorio verde claro que atravesaba Angelo. Gracias al río se encuentran allí bosquecillos muy altos: sicómoros, plátanos de más de treinta metros, magníficas hayas con ramaje muy bello y muy fresco que forma frondosas copas. Ese año no había habido invierno. La procesionaria del pino se había comido las agujas de todas las pinedas; incluso había descarnado las tuyas y los cipreses y se las había arreglado para comerse las hojas de los sicómoros, los plátanos y las hayas. Desde las alturas de Carpentras, a través de centenares de leguas cuadradas de esqueletos de árboles y de hojas convertidas en verdaderos coladores e incluso en cenizas que el viento se llevaba, podían divisarse las murallas de Aviñón como un tórax de buey blanqueado por las hormigas. Ese mismo día llegó el calor, que pronto provocó el derrumbamiento de los árboles más enfermos.

En la estación de Orange los pasajeros de un tren procedente de Lyon golpearon con todas sus fuerzas las puertas de sus compartimientos para que las abrieran. Reventaban de sed; muchos habían vomitado y se retorcían presa de cólicos. El maquinista acudió con las llaves, pero después de abrir dos puertas no pudo con la tercera y se alejó para ir a apoyar su frente en una balaustrada contra la cual, finalmente, se derrumbó. Se lo llevaron, pero aún tuvo fuerzas para decir que era urgente desenganchar la máquina, pues corría peligro de incendiarse o de estallar. En todo caso, dijo que se hiciera girar en seguida hacia la izquierda y a fondo la segunda palanca. Entre tanto, los viajeros del tercer compartimiento seguían dando fuertes golpes contra su puerta cerrada.

Había cantidades enormes de melones en las ciudades y aldeas de todo el valle. El calor les había sido favorable. Era imposible pensar en comer algo sólido: la sola idea del pan y de la carne daba náuseas. Así que la gente comía melones. Eso hacía beber. Grandes lenguas de agua espumeante salían del caño de las fuentes. Todo el mundo sentía un deseo furioso de mojarse la boca. El polvo despedido por el ramaje caído de ciertos árboles y el que se levantaba en las praderas blancas como la nieve, donde el heno calcinado se aplastaba bajo el peso del aire, irritaba las gargantas y las narices como el polen de los plátanos. Las callejuelas alrededor de la sinagoga de Carpentras estaban sembradas de cortezas, pepitas y corazones de melón. También se comían tomates crudos. Todos estos restos se pudrían. Durante la tarde de ese primer día comenzaron a descomponerse, y la noche que siguió fue más calurosa aún que el día. Aquella mañana los campesinos habían introducido en Carpentras más de cincuenta carretadas de melones y sandías. A la una de la tarde una treintena de carretas vacías regresó a los melonares, situados justo al pie de los muros. En el momento en que a treinta leguas al oeste de Carpentras Angelo, medio dormido, se dejaba llevar al paso de su caballo por gargantas nauseabundas a causa del calor y del olor a huevos podridos, las cortezas de melón empezaban a cubrir la calle mayor y llegaban hasta las inmediaciones de la subprefectura, de la biblioteca, de la gendarmería real y del Hotel del León, el más frecuentado. Nuevas carretadas de melones entraban en la ciudad. Un médico tomaba algunas gotas de elixir paregórico sobre un pedazo de azúcar, y la diligencia de Blovac, que debía salir a las dos, no ató sus caballos.

En ciudades y aldeas, al igual que en campo abierto, la luz de aquel bochorno era tan misteriosa como la niebla. De un lado a otro de las calles hacía desaparecer las paredes de las casas. La reverberación de las fachadas en las que daba el sol era tan intensa, que la sombra que tenían enfrente deslumbraba. Las formas se difuminaban en un aire viscoso como jarabe. La gente caminaba sumida en una especie de ebriedad, pero su borrachera no provenía del vientre, en el que hacían borborigmos la pulpa verde y el agua de los melones apresuradamente masticados, sino de aquella imprecisión de las formas que desplazaba las puertas, las ventanas, los picaportes, las cortinas de rafia, y que modificaba la altura de las aceras y el emplazamiento de las calzadas. Para acabarlo de arreglar, todo el mundo caminaba con los ojos entornados y, como le ocurría a Angelo, bajo sus párpados, teñidos por el sol de un rojo amapola, había un único deseo: se veían a sí mismos tropezando con un chorro de agua burbujeante.

Por esa razón durante los primeros días hubo muchos enfermos que pasaron inadvertidos. Nadie se ocupaba de ellos hasta que, faltos de fuerzas para llegar a sus casas, caían desfallecidos por las calles. Pero ni siquiera entonces era seguro que llamaran la atención. Si caían sobre el vientre, podía pensarse que dormían. Sólo si quedaban tendidos de espaldas se les veía la cara negra. Entonces la gente se inquietaba. Aunque no siempre, porque aquel calor y aquellas ansias de beber fomentaban el egoísmo. Por todo ello, la verdad es que el primer día (precisamente mientras que Angelo soñaba bajo sus rojos párpados con los esqueletos de cernícalos caídos entre las ramas de los robles) hubo en conjunto muy pocos enfermos. Un médico judío, prevenido por un rabino al que inquietaba sobre todo la posible impurificación ritual que aquello pudiera representar, acudió a examinar tres cadáveres tumbados en el umbral de la pequeña puerta de la sinagoga (supusieron que habían querido entrar en el templo para estar más frescos). Sólo hubo aquella tarde dos casos en Carpentras y en uno de ellos, el del cochero de la diligencia de Blovac, era difícil establecer si la culpa era del calor o del ajenjo (se trataba de un hombre muy grueso que tenía una sed y una hambre tan imperiosas que luego de una comida en la posada —había sido, sin duda, la única persona que comió en toda la ciudad— en la que se había zampado un platazo de tripicallos, se bebió siete ajenjos como postre).

En Orange, Aviñón, Apt, Manosque, Arles, Tarascón, Nimes, Montpellier, Aix, La Valette (donde sin embargo, la muerte de la criada había causado impresión y había provocado un silencio profundo, inquietante), Draguignan e incluso a orillas del mar, apenas si hubo (y ello desde el principio de la tarde, es decir, en el momento en que Angelo, mientras dormitaba sacudido por el paso del caballo, tuvo ganas de vomitar), apenas si hubo razón para inquietarse por una o dos muertes en cada lugar y por algunas indisposiciones más o menos graves, atribuidas a aquellos melones y tomates que todos comían sin moderación. Esos enfermos fueron tratados con elixir paregórico sobre pedacitos de azúcar.

En Tolón, un inspector médico de la armada insistió a eso de las dos de la tarde en ser recibido por el duque de T., almirante y comandante de la plaza. Se le rogó que volviera hacia las siete. Se comportó de una manera muy incorrecta, pues incluso llegó a elevar desconsideradamente la voz en la antecámara. Así que fue puesto de patitas en la calle por el guardamarina que estaba de servicio, que se fijó en su aspecto huraño y en una especie de deseo irreprimible de hablar que el médico contenía tapándose bruscamente la boca con la mano. El guardiamarina se excusó. El inspector médico exclamó: «¡Mala suerte!», y se fue.

En Marsella no ocurría nada, salvo aquel terrible olor a cloaca. En pocas horas el agua del Puerto Viejo se volvió espesa, negra con reflejos dorados, como el alquitrán. La ciudad estaba demasiado poblada para que pudiera advertirse que los médicos, desde primeras horas de la tarde, circulaban en sus cabriolés. Algunos parecían preocupados. Por lo demás, aquel terrible olor a excrementos hacía que todo el mundo tuviera un aire triste y pensativo.

El camino que seguía el caballo de Angelo llegó frente a una de aquellas rocas en forma de vela latina y se puso a rodearla en dirección a una aldea disimulada entre las piedras como un nido de avispas. Angelo sintió el cambio de ritmo en el andar del caballo; se despertó y se dio cuenta de que subía entre estrechas terrazas cultivadas, sostenidas por pequeños muros de piedra blanca, en las que crecían unos cipreses muy fúnebres. La aldea estaba desierta; las paredes de la calleja despedían un calor asfixiante, y las reverberaciones de la luz daban vértigo. Angelo echó pie a tierra y condujo su caballo de la brida al abrigo que ofrecía una bóveda semiderruida cerca de la iglesia. Impregnaba aquel lugar un violento olor a estiércol de pájaro, pues el techo de la bóveda estaba tapizado de nidos de golondrinas de los que rezumaban jugos oscuros, pero la sombra, aunque cenicienta, calmó la nuca ardiente de Angelo, que estaba como magullada y se acariciaba con la mano sin cesar. Hacía ya un buen cuarto de hora que estaba allí cuando frente a él, al otro lado de la calleja, vio una puerta abierta y, en el fondo de una habitación oscura, una especie de corpiño o de camisa que se agitaba débilmente. Atravesó la calle para pedir agua. Era una mujer, sudorosa y de aspecto estúpido, que respiraba con gran esfuerzo. Dijo que no había agua, pues las palomas habían ensuciado las balsas; quizá pudiese intentar dar de beber al caballo. Pero el animal resopló en el cubo, hundió en él el hocico e inmediatamente levantó la cabeza y escupió el agua hacia el sol.

La mujer tenía melones. Angelo se comió tres y le dio las cortezas al caballo. También tenía tomates; pero le dijo que esas hortalizas daban fiebres y había que comerlas guisadas. Angelo mordió tan violentamente un tomate crudo, que el jugo salpicó su hermoso redingote, lo que no le importó demasiado. Su sed comenzaba a apaciguarse un poco. Le dio dos o tres tomates al caballo, que los comió con avidez. La mujer comentó que, gracias a acciones inconscientes como ésa, su marido había caído enfermo y desde el día anterior ardía de fiebre. Angelo percibió entonces en un rincón de la pieza una cama cubierta con una gruesa manta floreada y un edredón que apenas si dejaban ver la cabeza del paciente. La mujer dijo que no había nada que le hiciera entrar en calor. A Angelo eso le pareció muy extraño y, ciertamente, de muy mal augurio. Por otra parte, aquel hombre tenía la cara de color morado. La mujer dijo que ya no sufría, pero que aquella mañana todavía se había retorcido de dolor a causa de los cólicos y que todo eso era consecuencia de los tomates, porque, testarudo como Angelo, tampoco había querido hacerle caso.

Luego de descansar una hora en esa pieza, en la que, finalmente, se había hecho entrar al caballo, Angelo reanudó su marcha. La luz y el calor seguían esperándole a la puerta. Parecía imposible que pudiera caer la noche.

Era el momento en que el inspector médico de la armada decía: «¡Mala suerte!», y se volvía a Tolón. Era también exactamente el momento en que la esposa (una mujer gruesa con ojos de buey y nariz de águila) del médico judío (que había regresado precipitadamente a su casa para hablar con ella y hacerle preparar una maleta con su equipaje y el de su hija de doce años) se alejaba de Carpentras en la diligencia de Vaison con orden de continuar inmediatamente el viaje en coche de alquiler hasta Dieulefit y, si era necesario, hasta Bourdeaux. La mujer dio la espalda a la ciudad en que se quedaba su marido y con un dedo en los labios impuso silencio a su hijita, que abría unos ojos enormes y sudaba. En ese momento Angelo contemplaba el bárbaro resplandor del terrible verano en las altas colinas: robles enrojecidos, castaños calcinados, prados de ralas hierbas pardoamarillentas, cipreses cuyo follaje relucía como el aceite de fúnebres lámparas, una luz neblinosa que desplegaba alrededor de él, como un espejismo, su tapiz desgastado por el sol y en cuya trama transparente flotaban temblorosos, grises y desdibujados, los bosques, las aldeas, las colinas, las montañas, el horizonte, los campos, los bosquecillos, los pastizales casi enteramente borrados por el aire color de arpillera. En el preciso instante en que se preguntaba por enésima vez si vendría la noche —había mirado cientos de veces hacia el este, siempre de un imperturbable color ocre—, el tiempo se había detenido en La Valette, donde la criada se descomponía con extraordinaria rapidez ante las pocas personas de la aldea (y la joven dama) reunidas para velar a aquella difunta que parecía derretirse delante de sus ojos inundando la cama en la que la habían tendido vestida. Y mientras la contemplaban, fascinadas por el rápido avance de la descomposición, Angelo veía abrirse poco a poco a su alrededor la región de los castañares erizados de rocas y de las aldeas que, apenas iniciada la mañana, había contemplado desde lo alto de la primera colina. Pero mientras que de mañana y vista de lejos esa región tenía formas y colores que resultaban reconocibles, ahora, bajo aquella luz de una violencia inusitada, se descomponía en un aire tembloroso que parecía tener la consistencia de un jarabe. Los árboles eran como manchas de grasa que alargaran sus formas y sus colores en un aire formado por una trama de gruesos hilos y los bosques se fundían como trozos de tocino. A la hora misma en que, ante el cadáver, la joven señora pensaba: «Hace apenas unas horas que envié esta mujer a la aldea para que me comprara melones» y en que Angelo miraba hacia el este con la esperanza de hallar por fin las señales precursoras del final de aquel día, el inspector médico de la armada, incapaz de contenerse por más tiempo, se fue por la calle Lamalgue, tomó por la de Trois-Oliviers, atravesó la plaza Pavé-d'Amour, entró en la calle Montauban, dobló en la de Remparts, pasó por la de Miséricorde —donde algunos arroyuelos de orina fermentaban entre las piedras de la calzada calentadas al rojo blanco—, se internó en la calle del Oratoire, luego en la de Larmedieu —por la cual el puerto enviaba a vaharadas el olor de su verde estómago—, descendió por la calle Mûrier —en la que se vio obligado a saltar sobre el desagüe de un retrete— y desembocó en la calle Lafayette sombreada por plátanos, donde se sentó por fin en la terraza del Duc d'Aumale y pidió un ajenjo. Inmediatamente después de haber bebido el primer trago, se dijo que no valía la pena ser más papista que el papa. Era cuestión de un informe; no tenía más que escribirlo para salvar su responsabilidad. La gente dice todos los años: «No había hecho nunca tanto calor.» Tal vez se tratara de simple disentería. En un cuerpo gastado por los excesos. «Un síntoma premonitorio», dijo para sí, «un síntoma premonitorio, pero hay que determinar con certeza de qué, y en un cuerpo arruinado por el alcohol, el tabaco, las mujeres, las vueltas al mundo, las salazones: ¿de qué quieres que sea síntoma premonitorio? Todo lo que hubiera podido decir era que me parecía un síntoma prodrómico. ¡La cara que hubiera puesto el almirante al ser arrancado de su siesta para exponerle un síntoma meramente prodrómico! Un colapso. Pero incluso el colapso. Cuerpos estragados en los que una simple disentería puede presentar formas... asiáticas. Lejos del Ganges. La India, donde el calor engendra elefantes y nubes de moscas. Delta del Indo. Barro, cincuenta grados, ni una sombra. El agua que se pudre como cualquier otro cuerpo orgánico. En el fondo, esta ciudad no huele tan mal como dicen; no huele tan mal como hace seis meses. A menos que me haya acostumbrado. Sin embargo, el olor del ajenjo siempre me parece el mismo. A menos que el olor de esta ciudad haya pasado de la raya. Y en este caso la disentería también podría haberse pasado de la raya. ¡Raspail![1] ¡Al servicio de la humanidad! Todo eso está muy bien, pero yo soy médico militar, y un médico militar tiene superiores jerárquicos. Debo comunicarme con el almirante mediante un informe que deje mi responsabilidad totalmente a salvo. Lo demás... Si yo fuera médico civil..., pero sólo soy una rueda de un engranaje. Sin embargo, esta noche trataré de que me reciba el almirante. Tanto más porque de aquí a la noche un médico civil puede muy bien...; no tiene que andarse con tantas contemplaciones frente a un colapso. Tormenta azul ballena en el callejón sin salida del golfo de Bengala. Miasmas deletéreos a bordo de la Melpomène.» Pidió un segundo ajenjo y preguntó si esta vez no se lo podrían servir con un poco de agua fresca. En el momento en que le sirvieron su segundo ajenjo al inspector médico, la joven señora, en La Valette, se decía: «¡Parece que haya pasado un siglo!» La muerte de la criada había abolido el tiempo; la joven señora estaba fascinada por el golpe que había abolido el tiempo para su sirvienta al tiempo que cortaba todos los caminos de fuga; en el mismo momento, y a más de cuarenta leguas hacia el norte, Angelo penetraba cada vez más profundamente en las altas colinas a través de un paisaje de castañares grises y landas grises cubiertas de centauras grises bajo un cielo gris. Tenía la impresión de estar rodeado de plomo hirviente. El caballo marchaba a su aire, medio dormido. Mientras tanto, en Carpentras, el médico judío, tras decidir sin pensárselo dos veces la inhumación inmediata de los tres cadáveres hallados en el umbral de la sinagoga, entraba en su casa. Había aterrorizado al síndico. Estaba seguro de que no hablaría por lo menos hasta dentro de un día o dos. ¿Y después? Después... Bien, después no estaba en su mano impedir que la gente hablara; sobre todo porque aquello hablaría por sí mismo y en voz muy alta. Lo principal era no alarmar a nadie antes de estar seguro. La razón era que no debía sembrarse nunca la alarma, por ningún motivo, entre la población. Había también otras mil razones. Se preguntó si Rachel encontraría un cabriolé de alquiler en Vaison. Tenía confianza en ella; era capaz de encontrar un cabriolé. Se felicitó por haber pensado en Bourdeaux, que está en una garganta aireada, ventilada, en la que el aire pasa sin detenerse. Estaba orgulloso de haber tenido tanta presencia de ánimo y de un modo casi inconsciente: «Una inteligencia la mía que tiene ideas propias y obra de acuerdo con planes absolutamente libres de cualquier cortapisa sentimental. Funcionaría igual probablemente hasta en mi cadáver. El problema de la inmortalidad del alma quizá sólo sea cuestión de una inteligencia de automatismo tan perfecto que funcione hasta en un cadáver. En tal caso, no sería universal, sino prerrogativa de ciertos individuos, quizá de ciertas razas, que así tendrían el privilegio de la inmortalidad del alma.» Preparó frasquitos de láudano puro en forma de extracto tebaico, de morfina, de acetato de amoníaco, de éter, cada uno con su propio cuentagotas, una jeringa hipodérmica para clorhidrato de morfina y un frasquito de esencia de trementina. En el momento en que lo tapaba con un firme y experto golpe del pulgar sobre el corcho, en la aldehuela en la que Angelo había comido melón el hombre que tiritaba bajo los edredones saltó de la cama como impulsado por un resorte de acero y rodó hasta los pies de la mujer que respiraba con dificultad. Quedó tendido en el piso; la piel negra de su cara, que se tensaba hacia atrás como si tirara de ella una mano de una fuerza terrible, hacía resaltar sus dientes y sus ojos. La mujer se inclinó sobre él, y se dijo que quizás se tratara de una enfermedad mala, de las que se pegan. Mordió rápidamente un diente de ajo. Corrió en busca de las vecinas. El sol seguía llenando la calle, hasta el borde, de una luz yesosa, sin una sombra. Nada temblaba en el este, hacia donde Angelo miraba de vez en cuando. Trepaba por morros cubiertos de castañares grises, bajaba a cañadas grises en las que el paso del caballo levantaba copos de cenizas, seguía el serpenteo de pequeños valles entre paredones de cal viva, escalaba ribazos al paso de su caballo adormilado, seguía por las crestas calentadas al rojo blanco, pasaba por la orilla de bosques de castaños que exhalaban un aliento de fuego. Cada vez que llegaba a la cima de una colina miraba hacia el este para ver si había ya algún signo del crepúsculo. El cielo estaba por oriente del mismo gris que en el cenit. Podía mirar todo el cielo sin que lo deslumbrara el sol, pues éste no era una bola cegadora, sino una masa de polvo cegador esparcida por doquier. El cielo deslumbraba. El este deslumbraba. Miraba hacia el norte para tratar de ver en el flanco de la gran montaña las señales de la pequeña ciudad montañesa de Banon, hacia la cual se dirigía. La montaña era de un gris uniforme casi tan cegador como el gris del cielo y en el que era imposible distinguir el menor detalle. Angelo había recobrado su espíritu militar. Marchaba sobre Banon a través de aquel verano untuoso como si se tratara de un punto importante del escenario de una batalla al que tuviera que llegar sorteando el fuego enemigo. Sentía algunos dolores en el vientre. Dolores sordos, a veces fulgurantes, que le arrojaban a los ojos puñados de yeso más blanco que el cielo. Pensaba que la mujer que respiraba con dificultad había tenido razón cuando le dijo que desconfiara de los melones y los tomates. Pero si hubiera visto melones a la orilla del camino, habría desmontado sin vacilar para comerlos. Por lo demás, se decía: «Eso está en el aire. Este aire tan espeso no es natural. Hay dentro de él alguna cosa que no es el sol; quizá se trate de una infinidad de moscas minúsculas que uno traga al respirar y que dan cólicos.» Llegaba paso a paso a la cima de una eminencia más alta que todas las colinas que había escalado hasta entonces. Resultó ser, disimulado por el calor brumoso, uno de los primeros contrafuertes de la montaña. Ésta era visible desde muy lejos. Se veía desde Carpentras. El médico judío podía contemplarla desde la ventana de su laboratorio, a la que se había aproximado atraído por el hedor a cortezas de melón podrido que comenzaba a llenar la calle. En medio de aquella luz deslumbrante y más allá de los techos de la ciudad, divisaba, a diez o doce leguas hacia el este, los contrafuertes de la montaña y la eminencia un poco más alta que las otras, semejante desde donde él se encontraba a un bosquecillo de árboles que se destacaba como una giba en la larga pendiente gris. Se preguntó si la infección podía ganar esas alturas, si no hubiera valido más que Rachel se marchara en la diligencia de Blovac. Sin la cal viva, deslumbradora, que llenaba el cielo y el polvo gris que nublaba el horizonte, hubiera podido ver desde la ventana de su laboratorio, por encima del hedor a corteza de melones podridos que llenaba la calle y la ciudad, la pequeña altura, semejante, vista desde Carpentras, a un árbol en forma de bola, situada un poco a la derecha de la eminencia cuya cima Angelo había alcanzado, donde se hallaba la aldea en que el hombre que tiritaba bajo los edredones había finalmente saltado como impulsado por un resorte para caer rodando a los pies de su mujer y que, en ese preciso instante, era contemplado por cuatro o cinco vecinas que habían acudido masticando ajo y canturreaban: «¡Está muerto, está muerto!» a buena distancia de su mandíbula blanca, visible por completo, y de sus ojos desorbitados. El médico judío se dijo que quizá no debiera estar tan seguro de su inteligencia. Esas alturas le parecían mejores que Bourdeaux para proteger a Rachel y a la pequeña Judith. No estaba ya seguro, ni mucho menos, del privilegio de la inmortalidad del alma. Que Rachel fuera capaz de hallar un cabriolé en Vaison no era ya motivo suficiente para que se sintiera orgulloso de sí mismo. Su esposa no era capaz de imaginar que él hubiera podido equivocarse enviándolas a Bourdeaux. Ya no le era posible prevenirlas; estaba obligado a quedarse allí para cumplir su deber. Maldijo la inteligencia. Comprendió que, para ser lógico, debía maldecir la falsa inteligencia. Despotricó contra la falsa inteligencia. Estaba desesperado por no tener la verdadera inteligencia. Despotricó contra sí mismo. Despotricó contra Rachel y Judith, incapaces de proteger a su Rachel y su Judith. Despotricó contra esta raza martirizada por un dios de mil caras. Mientras despotricaba notó que el este se oscurecía y que iban a llegar por fin el crepúsculo y la noche. El fenómeno lo sorprendió como si fuera la primera vez que la noche se dispusiese a caer por el este. «Todos mis razonamientos son falsos», se dijo. «Ni siquiera contaba ya con una cosa tan simple. No le busquemos tres pies al gato. Rachel y Judith estarán muy bien en Bourdeaux; en todo caso, no peor que en cualquier otro lugar y, ciertamente, mejor que aquí. En cuanto a lo demás, atengámonos a los remedios de probada valía y dejémonos de lucubraciones sobre la inteligencia.» Volvió a sus frasquitos, colocó algunos en la mesa de su laboratorio y metió los otros en su maletín. Silbó una cancioncilla. Estaba al acecho del ruido de pasos en la calle y la escalera y esperaba a cada momento oír llamar a su puerta. En la aldea que se alzaba sobre la eminencia parecida a un árbol en forma de bola que el médico judío podía divisar desde su ventana en la vertiente lejana de los contrafuertes de la montaña, las mujeres habían ido a buscar al cura. Se presentó sin formalidades con la sotana desabrochada.

—Ya viene el crepúsculo —dijo—, esperemos que remita el calor... ¡Pobre Alcide!

—Ya está negro —dijo una mujer.

—Sí —dijo el cura—. Es realmente extraordinario.

Miró el cadáver, de aspecto horrible, pero tenía confianza en el crepúsculo que llegaba.

«Aunque sólo nos traiga un poco de reposo», pensó, «por lo menos que se pueda respirar.» La idea de poder respirar le permitía luchar victoriosamente contra la horrible mueca de aquella boca que mostraba hasta las encías sus raigones y sus dientes podridos.

El crepúsculo no era todavía sino un poco de azul muy pálido en el este. Lo bastante, sin embargo, para apagar las lúnulas y los racimos de pequeñas lunas que a través del follaje de los plátanos de la calle Lafayette iluminaban la acera cerca del sillón de mimbre del inspector médico de la armada. Creyó que se trataba de una nube. Soltó un bufido que atrajo la atención de los clientes sentados a su alrededor en la terraza del Duc d'Aumale. «¿Llover? ¡Ca!», exclamó en voz alta. «¡Bueno, a la mierda, pues!» Pero debía respeto a su uniforme. Contó los vasos. «No serán», se dijo, «siete ajenjos, aunque bien colmados, los que me impidan ver que se trata simplemente de que llega la noche.» Y dijo con gran calma en voz alta: «Se acerca la hora, pero en otras me he visto.» Quería decir que estaba decidido a enfrentarse al almirante.

«Todo lo que necesito», se dijo, «es pronunciar correctamente: miasmas deletéreos a bordo de la Melpomène. El resto, se lo explicaré lisa y llanamente. No me liaré utilizando términos como "premonitorio" o "prodrómico". Le diré lo que pienso. Si me contradice, es muy simple: le diré: "Yo digo que sí y usted dice que no; tenemos un medio para saber quién tiene la razón: ¡La autopsia!"» Llamó al camarero y le preguntó la hora. Eran más de las seis y media. El inspector médico se levantó y afirmó bien los pies en el suelo para enfrentarse al ajenjo, al almirante y a todo lo que le había llevado a la terraza del Duc d'Aumale. Se fue por las callejuelas. Sólo pensaba en el crepúsculo —un poco más azul ahora— y en aquella estupenda idea de la autopsia, acaso sugerida por el crepúsculo y por toda la esperanza que traía consigo la simple disminución de la luz. Una prueba magnífica —«irrefutable», se dijo— que no se le había ocurrido bajo el calor embrutecedor del pleno día y, sobre todo, bajo aquella deslumbrante luz que cegaba, que asfixiaba, que hacía latir las sienes y ver fulgurantes y trágicos retazos de vida, igual que cuando se da la zambullida mortal en el agua verde. De momento seguía haciendo el mismo calor y era preciso seguir saltando por encima de los orines y los amarillentos desagües de las letrinas. «Como un acróbata», pensó. Pero aquella luz atenuada resultaba reconfortante. Se dijo: «Mi almirante, no cabe ninguna duda, pero conozco mi oficio. He abierto en canal a chinos, hindúes, javaneses y guatemaltecos.» (No era cierto: sólo había prestado servicio activo en los mares orientales. No había estado nunca en Guatemala, pero esa palabra era consecuencia de un pequeño exceso de ajenjo que eliminaba mediante expresiones grandilocuentes.) «Lo que me repugna» se dijo, «es verme obligado a discutir, a explicar el caso, cuando lo que le ha ocurrido a ese pobre hombre de la Melpomène está más claro que el agua de un modo positivo e indiscutible. Lo que hace falta en casos como el de hoy es dejarlos sin respuesta lo más rápidamente posible; que todo lo que se les ocurra decir sea: "¡Ah, ah! Bueno... Está bien; cumpla su deber." Llevárselo todo en una fuente, trinchado y anticipadamente listo para la demostración matemática de esas correspondencias tan desagradables para los galones y la sociedad entre la respiración remota de los grandes ríos y el golpe que apaga, es un decir, cien mil vidas. Resulta más fácil explicarlas con pruebas en la mano. Ahí tiene: ¿ve el aspecto viscoso de la pleura, lo ve? Y el ventrículo izquierdo contraído; y el ventrículo derecho lleno de un coágulo negruzco; y el esófago cianosado; y el epitelio desprendido; y el intestino lleno a rebosar de una materia que yo podría comparar, para facilitar su comprensión de las cosas científicas, señor almirante, con agua de arroz o suero. Penetremos, penetremos, señor almirante a quien no debe molestarse durante su siesta, penetremos en ese metro setenta por cuarenta del gaviero de la Melpomène—, muerto a mediodía, señor almirante, mientras usted paladeaba su moka y se le preparaba el diván; muerto a mediodía, apagado por el delta del Indo y el cañón neumático del alto valle del Ganges. Intestino coloreado de un rosa hortensia; glándulas aisladas del grosor de un grano de mijo y hasta del de un cañamón; placas de Ryer granulosas; tumefacción de los folículos que se conoce como psorentería; repleción vascular del bazo; puré verdoso en la válvula ileocecal; hígado marmóreo; todo eso en el metro setenta por cuarenta del gaviero de la Melpomène, repleto como un puchero. Sólo soy de segunda clase, señor almirante, pero puedo asegurarle que aquí hay una bomba capaz de hacer estallar instantáneamente el reino como una granada sanguinolenta.»

Oyó una campanilla: era la extremaunción que llevaban a un moribundo. Saludó militarmente a la cruz.

En el almirantazgo, el guardiamarina que estaba de servicio fue más amable. Además, aquel joven cadete parecía manifiestamente inquieto. Sus rasgos estaban estirados y cuando puso la mano en el picaporte de la puerta el inspector médico advirtió que tenía los dedos arrugados y ligeramente violáceos. Se dijo: «¡Vaya! ¡Uno más!» El guardiamarina abrió la puerta y anunció: «El inspector médico Reynaut.»

En el preciso momento en que el inspector médico entraba en el despacho del almirante, en el caserío de La Valette el cura tocó el brazo de la joven señora:

—De nada serviría quedarse más tiempo, señora marquesa —dijo—; esas mujeres van a ocuparse de todo; he encargado a Abdon que se ocupe del ataúd.

La joven señora roció el cadáver con agua bendita y salió con el cura. Había anochecido, pero seguía haciendo aquel calor asfixiante.

—Tengo la impresión —dijo ella— de que ha sido por mi culpa. He mandado a esa mujer a comprarme melones en lo más fuerte del calor. Debe de haber cogido una insolación en esas grandes escaleras de piedra, cuya reverberación es mortal. Bien que lo noté cuando las bajé corriendo. Soy responsable de su muerte, señor cura.

—No lo creo —dijo el señor cura—. Puedo tranquilizar a la señora marquesa por ese lado, aunque me temo que voy a asustarla por otro, pero sé bien lo crueles que son los tormentos de la conciencia. Los otros tormentos serán seguramente más soportables para el alma intrépida que sé que tiene la señora marquesa. Otras tres personas han muerto esta tarde y de la misma manera: Barbe, la viuda de Génestan, Joseph Valli y Bruno Honnorat. Vinieron a avisarme casi al mismo tiempo y fui a verlas. Se lo digo por no ocultarle nada, y eso es lo que me ha hecho atreverme a pedirle a la señora marquesa que regrese al castillo.

La joven señora se estremeció de pies a cabeza.

—Corramos —dijo el cura medio enloquecido—, eso excitará su sangre.

 

 

Era el momento en que Angelo, llegado a la cima de la eminencia, veía al fin que el crepúsculo se manifestaba por el este. Desde el lugar en el que se hallaba dominaba más de quinientas leguas cuadradas que se extendían desde los Alpes hasta los macizos que bordean el mar. Aparte de los picos acerados que se elevaban mucho en el cielo y los muy lejanos y escarpados acantilados negruzcos del sur, toda la región estaba aún cubierta de las viscosidades y brumas del calor. Pero la luz era ya menos violenta y, a pesar de los cólicos que hacían retorcerse de vez en cuando su vientre y de una irritación que inflamaba sus riñones y su cintura, Angelo se detuvo un rato para asegurarse bien de que aquello era el crepúsculo. Y lo era: gris y ligeramente amarillento como la paja de los jergones.

Angelo aguijoneó a su caballo, que se puso al trote. Llegó a un pequeño valle que, tras algunos rodeos, lo condujo a la linde de una pequeña planicie al cabo de la cual, pegada al flanco de la montaña, vio una aldea cenicienta disimulada entre pedregales y bosquecillos de robles grises.

Llegó a Banon hacia las ocho, pidió dos litros de vino de Borgoña, una libra de azúcar moreno, un puñado de pimienta y un bol para ponche. El personal del hotel, que era cómodo y montañés, estaba habituado a las extravagancias de las personas solitarias. Miraron tranquilamente a Angelo mientras, en mangas de camisa, preparaba su brebaje, en el que ensopó media hogaza de pan cortado en dados. Al revolver el vino, el azúcar moreno, la pimienta y el pan en el bol para ponche, a Angelo, que refrenaba un furioso deseo de beber, se le llenaba la boca de saliva. Engulló su media hogaza de pan y el vino azucarado y pimentado a grandes cucharadas. Sus cólicos se calmaron. Comía y bebía al mismo tiempo, lo cual era excelente a pesar del calor, que seguía siendo descomunal y hacía crujir el alto artesonado del comedor. Estaba claro que la llegada de aquella noche tachonada de estrellas no traería ninguna frescura. Pero en todo caso había desaparecido aquella luz obsesionante tan viva que Angelo a menudo sentía aún en los ojos su blancura cegadora. Pidió otras dos botellas de vino de Borgoña y las bebió mientras fumaba un pequeño cigarro. Se sentía mejor. Sin embargo, tuvo que agarrarse con todas sus fuerzas a la barandilla de la escalera para subir a su cuarto. Pero era a causa de las cuatro botellas de vino. Se acostó atravesado en la cama con el pretexto de contemplar a sus anchas el puñado de enormes estrellas que llenaban el hueco de la ventana. Se quedó dormido sin quitarse siquiera las botas.



[1]    Alusión al químico francés François-Vincent Raspail (1794-1878), autor de un tratado de química microscópica aplicada a la fisiología en el que atribuía a parásitos internos y externos el origen de las enfermedades y preconizaba el uso del alcanfor como antiséptico por excelencia. (N. del T.)

FUENTE:

Título de la edición original:

Le hussard sur le toit

© Éditions Gallimard

Paris, 1951

 

Publicado con la ayuda del Ministerio francés de la Cultura

y la Comunicación

 

Portada:

Julio Vivas

Ilustración de Ángel Jové a partir de un fotograma de la película dirigida por Jean-Paul Rappeneau y distribuida por Cine Company S.A.

 

Primera edición: septiembre 1995

Segunda edición: enero 1998

 

© EDITORIAL ANAGRAMA, S.A., 1995

Pedro de la Creu, 58

08034 Barcelona

 

ISBN: 84-339-0686-0

Depósito Legal: B. 1893-1998

Printed in Spain

Liberduplex, S.L., Constitució, 19, 08014 Barcelona

miércoles, 15 de marzo de 2023

LAFORET CARMEN. NOVELA. NADA. FRAGMENTO.



 


Andrea, recién terminada la Guerra Civil Española, se traslada a la

ciudad de Barcelona para estudiar y empezar una nueva vida.

Cuando Andrea llega a casa de su abuela, de donde sólo tiene

recuerdos de su infancia, sus ilusiones se ven rotas. En este piso de

la calle de Aribau, donde aparte de su abuela viven su tía Angustias,

su tío Román, su tío Juan, la mujer de este último, Gloria, y la

criada, la tensión se continúa en un ambiente caracterizado por el

hambre, la suciedad, la violencia y el odio. Andrea, que vive

oprimida por su tía Angustias, siente que su vida va a cambiar

cuando su tía se marcha.

Prólogo

Rosa Montero

Cuando Carmen Laforet escribió, a los 23 años, su asombrosa

primera novela Nada, estaba sin duda tocada por la gracia. Aunque

tal vez fuera más exacto decir por la desgracia, y no ya tocada, sino

herida, partida, atravesada por un sufrimiento tan profundo y tan

vasto que llegó a impregnar todo su universo. Nada, como sucede

casi siempre con las obras escritas por autores muy jóvenes, es una

novela autobiográfica, de manera que el mundo atroz que describe

Andrea, la protagonista y narradora, debe de estar muy cerca de la

realidad vivida por Laforet, de una pesadilla marcada a sangre y

lágrimas.

Esto no resta ni un ápice del valor literario de Nada, sino que, por

el contrario, lo multiplica. Porque sólo los escritores de verdadera

talla, sólo los poseedores de un enorme talento son capaces de

manejar un material totalmente biográfico sin hacer con ella

costumbrismo barato, sino una obra independiente, emblemática y

poderosa. Como hizo Joseph Conrad, por ejemplo, con El corazón

de las tinieblas. O como hace Carmen Laforet en su bella y

fascinante Nada.

Y así, esta novela se lee como un cuento perverso. Tiene algo

de relato gótico, con esa muchacha que llega a Barcelona

emborrachada de ansias de vida y que cae, como las doncellas de

las fábulas, en medio de una familia enigmática, siniestra y

perturbadora. De madrugada, recién llegada a la aterradora casa de

la calle Aribau, Andrea se encierra en el cochambroso cuarto de

baño y se mira en el espejo: es como Alicia, una niña atrapada al

otro lado del azogue, no en el país de las maravillas, sino en el

infierno. Hay un tono febril y delirante que impregna toda la obra. Es

el frenesí del hambre constante, que te hace ver visiones; y es el

desquiciamiento que el dolor produce cuando no puedes soportarlo.

Los personajes de Nada arrastran misterios, memorias que queman

como brasas. Los personajes, se dice literalmente en el libro, se han

vuelto locos con la guerra.

La novela ganó el primer premio Nadal, concedido en 1944. Es

una obra, pues, escrita en la más álgida posguerra; y por encima de

Laforet, que nació en 1921, había pasado la apisonadora del

enfrentamiento civil. La guerra y sus horrores protagonizan Nada,

aunque apenas si se mencionen directamente. Pero la casa de

Aribau, que un día fue un hogar normal y feliz, y que hoy ha sido

reducida a la mitad (han vendido parte del piso), y está atestada de

muebles astillados, de chinches escondidas en el mugriento

empapelado, de miseria y violencia, es un preciso, escalofriante

retrato de la España de posguerra; y esos dos hermanos varones

que se aman y se odian, que se intentan matar y se lloran el uno al

otro, que guardan un pasado de traiciones y denuncias, son un

evidente trasunto de la locura fratricida del 36.

Leída hoy, Nada sorprende por su modernidad. Por su absoluta

carencia de sentimentalismo, pese a las atrocidades que relata. Por

su estilo exacto, limpio, cortante como un cristal, y al mismo tiempo

lleno de fuerza expresiva y originalidad poética. Y por sus

personajes y sus temas. Inolvidable Gloria, esa pobre muchacha

apaleada bárbaramente una y otra vez por su marido. Inolvidable la

abuela, que es como un hada madrina deteriorada y rota. Inolvidable

Andrea, la protagonista, pasiva y casi incapaz de amar. Pero es que

las verdaderas víctimas son pasivas y están destrozadas. Con su

hermosa escritura, Carmen Laforet define en la novela a las amigas

de la tía de Andrea, un puñado de mujeres que antaño fueron

muchachas felices y que ahora son seres desbaratados: «Eran

como pájaros envejecidos y oscuros, con las pechugas palpitantes

de haber volado mucho en un trozo de cielo muy pequeño». Nada

nos describe ese pequeño y asfixiante fragmento de cielo. Es un

cuento cruel, el cuento de la vida cuando se vuelve mala…

A mis amigos Linka Babecka de

Borrell y el pintor Pedro Borrell.

A veces un gusto amargo

Un olor malo, una rara

Luz, un tono desacorde,

Un contacto que desgana,

Como realidades fijas

Nuestros sentidos alcanzan

Y nos parecen que son

La verdad no sospechada…

J. R. J.

PRIMERA PARTE

1

Por dificultades en el último momento para adquirir billetes, llegué a

Barcelona a medianoche, en un tren distinto del que había

anunciado y no me esperaba nadie.

Era la primera vez que viajaba sola, pero no estaba asustada;

por el contrario, me parecía una aventura agradable y excitante

aquella profunda libertad en la noche. La sangre, después del viaje

largo y cansado, me empezaba a circular en las piernas

entumecidas y con una sonrisa de asombro miraba la gran estación

de Francia y los grupos que se formaban entre las personas que

estaban aguardando el expreso y los que llegábamos con tres horas

de retraso.

El olor especial, el gran rumor de la gente, las luces siempre

tristes, tenían para mí un gran encanto, ya que envolvía todas mis

impresiones en la maravilla de haber llegado por fin a una ciudad

grande, adorada en mis ensueños por desconocida.

Empecé a seguir —una gota entre la corriente— el rumbo de la

masa humana que, cargada de maletas, se volcaba en la salida. Mi

equipaje era un maletón muy pesado —porque estaba casi lleno de

libros— y lo llevaba yo misma con toda la fuerza de mi juventud y de

mi ansiosa expectación.

Un aire marino, pesado y fresco, entró en mis pulmones con la

primera sensación confusa de la ciudad: una masa de casas

dormidas; de establecimientos cerrados; de faroles como centinelas

borrachos de soledad. Una respiración grande, dificultosa, venía con

el cuchicheo de la madrugada. Muy cerca, a mi espalda, enfrente de

las callejuelas misteriosas que conducen al Borne, sobre mi corazón

excitado, estaba el mar.

Debía parecer una figura extraña con mi aspecto risueño y mi

viejo abrigo que, impulsos de la brisa, me azotaba las piernas,

defendiendo mi maleta, desconfiada de los obsequiosos camàlics.

Recuerdo que, en pocos minutos, me quedé sola en la gran

acera, porque la gente corría a coger los escasos taxis o luchaba

por arracimarse en el tranvía.

Uno de esos viejos coches de caballos que han vuelto a surgir

después de la guerra se detuvo delante de mí y lo tomé sin titubear,

causando la envidia de un señor que se lanzaba detrás de él

desesperado, agitando el sombrero.

Corrí aquella noche en el desvencijado vehículo, por anchas

calles vacías y atravesé el corazón de la ciudad lleno de luz a toda

hora, como yo quería que estuviese, en un viaje que me pareció

corto y que para mí se cargaba de belleza.

El coche dio la vuelta a la plaza de la Universidad y recuerdo que

el bello edificio me conmovió como un grave saludo de bienvenida.

Enfilamos la calle de Aribau, donde vivían mis parientes, con sus

plátanos llenos aquel octubre de espeso verdor y su silencio vivido

de la respiración de mil almas detrás de los balcones apagados. Las

ruedas del coche levantaban una estela de ruido, que repercutía en

mi cerebro. De improviso sentí crujir y balancearse todo el

armatoste. Luego quedó inmóvil.

—Aquí es —dijo el cochero.

Levanté la cabeza hacia la casa frente a la cual estábamos. Filas

de balcones se sucedían iguales con su hierro oscuro, guardando el

secreto de las viviendas. Los miré y no pude adivinar cuáles serían

aquellos a los que en adelante yo me asomaría. Con la mano un

poco temblorosa di unas monedas al vigilante y cuando él cerró el

portal detrás de mí, con gran temblor de hierro y cristales, comencé

a subir muy despacio la escalera, cargada con mi maleta.

Todo empezaba a ser extraño a mi imaginación; los estrechos y

desgastados escalones de mosaico, iluminados por la luz eléctrica,

no tenían cabida en mi recuerdo.

Ante la puerta del piso me acometió un súbito temor de despertar

a aquellas personas desconocidas que eran para mí, al fin y al cabo,

mis parientes y estuve un rato titubeando antes de iniciar una tímida

llamada a la que nadie contestó. Se empezaron a apretar los latidos

de mi corazón y oprimí de nuevo el timbre. Oí una voz temblona:

«¡Ya va! ¡Ya va!».

Unos pies arrastrándose y unas manos torpes descorriendo

cerrojos.

Luego me pareció todo una pesadilla.

Lo que estaba delante de mí era un recibidor alumbrado por la

única y débil bombilla que quedaba sujeta a uno de los brazos de la

lámpara, magnífica y sucia de telarañas, que colgaba del techo. Un

fondo oscuro de muebles colocados unos sobre otros como en las

mudanzas. Y en primer término la mancha blanquinegra de una

viejecita decrépita, en camisón, con una toquilla echada sobre los

hombros. Quise pensar que me había equivocado de piso, pero

aquella infeliz viejecilla conservaba una sonrisa de bondad tan

dulce, que tuve la seguridad de que era mi abuela.

—¿Eres tú, Gloria? —dijo cuchicheando.

Yo negué con la cabeza, incapaz de hablar, pero ella no podía

verme en la sombra.

—Pasa, pasa, hija mía. ¿Qué haces ahí? ¡Por Dios! ¡Que no se

dé cuenta Angustias de que vuelves a estas horas!

Intrigada, arrastré la maleta y cerré la puerta detrás de mí.

Entonces la pobre vieja empezó a balbucear algo, desconcertada.

—¿No me conoces, abuela? Soy Andrea.

—¿Andrea?

Vacilaba. Hacía esfuerzos por recordar. Aquello era lastimoso.

—Sí, querida, tu nieta… no pude llegar esta mañana como había

escrito.

La anciana seguía sin comprender gran cosa, cuando de una de

las puertas del recibidor salió en pijama un tipo descarnado y alto

que se hizo cargo de la situación. Era uno de mis tíos, Juan. Tenía la

cara llena de concavidades, como una calavera a la luz de la única

bombilla de la lámpara.

En cuanto él me dio unos golpecitos en el hombro y me llamó

sobrina, la abuelita me echó los brazos al cuello con los ojos claros

llenos de lágrimas y dijo «pobrecita» muchas veces.

En toda aquella escena había algo angustioso, y en el piso un

calor sofocante como si el aire estuviera estancado y podrido. Al

levantar los ojos vi que habían aparecido varias mujeres

fantasmales. Casi sentí erizarse mi piel al vislumbrar a una de ellas,

vestida con un traje negro que tenía trazas de camisón de dormir.

Todo en aquella mujer parecía horrible y desastrado, hasta la

verdosa dentadura que me sonreía. La seguía un perro, que

bostezaba ruidosamente, negro también el animal, como una

prolongación de su luto. Luego me dijeron que era la criada, pero

nunca otra criatura me ha producido impresión más desagradable.

Detrás de tío Juan había aparecido otra mujer flaca y joven con

los cabellos revueltos, rojizos, sobre la aguda cara blanca y una

languidez de sábanas colgada, que aumentaba la penosa sensación

del conjunto.

Yo estaba aún, sintiendo la cabeza de la abuela sobre mi

hombro, apretada por su abrazo y todas aquellas figuras me

parecían igualmente alargadas y sombrías. Alargadas, quietas y

tristes, como luces de un velatorio de pueblo.

—Bueno, ya está bien, mamá, ya está bien —dijo una voz seca y

como resentida.

Entonces supe que aún había otra mujer a mi espalda. Sentí una

mano sobre mi hombro y otra en mi barbilla. Yo soy alta, pero mi tía

Angustias lo era más y me obligó a mirarla así. Ella manifestó cierto

desprecio en su gesto. Tenía los cabellos entrecanos que le bajaban

a los hombros y cierta belleza en su cara oscura y estrecha.

—¡Vaya un plantón que me hiciste dar esta mañana, hija!…

¿Cómo me podía yo imaginar que ibas a llegar de madrugada?

Había soltado mi barbilla y estaba delante de mí con toda la

altura de su camisón blanco y de su bata azul.

—Señor, Señor, ¡qué trastorno! Una criatura así, sola… Oí gruñir

a Juan.

—¡Ya está la bruja de Angustias estropeándolo todo!

Angustias aparentó no oírlo.

—Bueno, tú estarás cansada. Antonia —ahora se dirigía a la

mujer enfundada de negro—, tiene usted que preparar una cama

para la señorita.

Yo estaba cansada y, además, en aquel momento, me sentía

espantosamente sucia. Aquellas gentes moviéndose o mirándome

en un ambiente que la aglomeración de cosas ensombrecía,

parecían haberme cargado con todo el calor y el hollín del viaje, del

que antes me había olvidado. Además, deseaba angustiosamente

respirar un soplo de aire puro.

Observé que la mujer desgreñada me miraba sonriendo,

abobada por el sueño, y miraba también mi maleta con la misma

sonrisa. Me obligó a volver la vista en aquella dirección y mi

compañera de viaje me pareció un poco conmovedora en su

desamparo de pueblerina. Pardusca, amarrada con cuerdas, siendo,

a mi lado, el centro de aquella extraña reunión.

Juan se acercó a mí:

—¿No conoces a mi mujer, Andrea?

Y empujó por los hombros a la mujer despeinada.

—Me llamo Gloria —dijo ella.

Vi que la abuelita nos estaba mirando con una ansiosa sonrisa.

—¡Bah, bah!… ¿Qué es eso de daros la mano? Abrazaos,

niñas…, ¡así, así!

Gloria me susurró al oído:

—¿Tienes miedo?

Y entonces casi lo sentí, porque vi la cara de Juan que hacía

muecas nerviosas mordiéndose las mejillas. Era que trataba de

sonreír.

Volvió tía Angustias autoritaria.

—¡Vamos!, a dormir, que es tarde.

—Quisiera lavarme un poco —dije.

—¿Cómo? ¡Habla más fuerte! ¿Lavarte?

Los ojos se abrían asombrados sobre mí. Los ojos de Angustias

y de todos los demás.

—Aquí no hay agua caliente —dijo al fin Angustias.

—No importa…

—¿Te atreverás a tomar una ducha a estas horas?

—Sí —dije—, sí.

¡Qué alivio el agua helada sobre mi cuerpo! ¡Qué alivio estar

fuera de las miradas de aquellos seres originales! Pensé que allí, el

cuarto de baño no se debía utilizar nunca. En el manchado espejo

del lavabo —¡qué luces macilentas, verdosas, había en toda la casa!

— se reflejaba el bajo techo cargado de telas de arañas, y mi propio

cuerpo entre los hilos brillantes del agua, procurando no tocar

aquellas paredes sucias, de puntillas sobre la roñosa bañera de

porcelana.

Parecía una casa de brujas aquel cuarto de baño. Las paredes

tiznadas conservaban la huella de manos ganchudas, de gritos de

desesperanza. Por todas partes los desconchados abrían sus bocas

desdentadas rezumantes de humedad. Sobre el espejo, porque no

cabía en otro sitio, habían colocado un bodegón macabro de

besugos pálidos y cebollas sobre fondo negro. La locura sonreía en

los grifos torcidos.

Empecé a ver cosas extrañas como los que están borrachos.

Bruscamente cerré la ducha, el cristalino y protector hechizo, y

quedé sola entre la suciedad de las cosas.

No sé cómo pude llegar a dormir aquella noche. En la habitación

que me habían destinado se veía un gran piano con las teclas al

descubierto. Numerosas cornucopias —algunas de gran valor— en

las paredes. Un escritorio chino, cuadros, muebles abigarrados.

Parecía la buhardilla de un palacio abandonado, y era, según supe,

el salón de la casa.

En el centro, como un túmulo funerario rodeado por dolientes

seres —aquella doble fila de sillones destripados—, una cama turca,

cubierta por una manta negra, donde yo debía dormir. Sobre el

piano habían colocado una vela, porque la gran lámpara del techo

no tenía bombillas.

Angustias se despidió de mí haciendo en mi frente la señal de la

cruz, y la abuela me abrazó con ternura. Sentí palpitar su corazón

como un animalillo contra mi pecho.

—Si te despiertas asustada, llámame, hija mía —dijo con su

vocecilla temblona.

Y luego, en un misterioso susurro a mi oído:

—Yo nunca duermo, hijita, siempre estoy haciendo algo en la

casa por las noches. Nunca, nunca duermo.

Al fin se fueron dejándome con la sombra de los muebles que la

luz de la vela hinchaba llenando de palpitaciones y profunda vida. El

hedor que se advertía en toda la casa llegó en una ráfaga más

fuerte. Era un olor a porquería de gato. Sentí que me ahogaba y

trepé en peligroso alpinismo sobre el respaldo de un sillón para abrir

una puerta que aparecía entre cortinas de terciopelo y polvo. Pude

lograr mi intento en la medida que los muebles lo permitían y vi que

comunicaba con una de esas galerías abiertas que dan tanta luz a

las casas barcelonesas. Tres estrellas temblaban en la suave

negrura de arriba y al verlas tuve unas ganas súbitas de llorar, como

si viera amigos antiguos, bruscamente recobrados.

Aquel iluminado palpitar de las estrellas me trajo en un tropel

toda mi ilusión a través de Barcelona, hasta el momento de entrar

en este ambiente de gentes y de muebles endiablados. Tenía miedo

de meterme en aquella cama parecida a un ataúd. Creo que estuve

temblando de indefinibles terrores cuando apagué la vela.

miércoles, 8 de marzo de 2023

GINSBERG ALLEN. POESÍA.

 


Entre los poetas míos…

Allen Ginsberg

1926-1997

Poeta norteamericano, nacido en Paterson, New Jersey, el 3 de junio de 1926. Hijo de un maestro de escuela y una emigrada rusa, desde pequeño se manifestó rebelde a los valores y modos de vida estable-cidos. Inició estudios de Derecho que cambió por los de Lengua y Literatura Inglesa, cuya licenciatura obtuvo en la Universidad de Co-lumbia en Nueva York. Pionero de la generación beat de los años cincuenta, activista del Flower Power y del movimiento hippy, su voz fue la voz de vagabundos y marginados. Propugnó una literatura libre, el estudio de la filosofía oriental, la libertad sexual y el uso libre de droga. En 1956 publica Aullido y otros poemas, que le supone un jui-cio por obscenidad, a la par que eleva su popularidad, siendo muy conocida la frase inicial: “He visto a las mejores mentes de mi genera-ción destruidas por la locura”.

Viajó por Latinoamérica, la India y Europa, así como por todo el terri-torio de Estados Unidos. De estos viajes brotaron algunas de sus mejo-res obras.

Se opuso activamente a la guerra en Vietnam y apoyó todas las orga-nizaciones defensoras de la libertad de expresión. Fue arrestado en diversas ocasiones por encabezar marchas de protesta y participar en las luchas de su época, en defensa de los derechos sociales e indivi-duales. Fue un iconoclasta, sincero, directo, como su poesía. Ayudó a financiar la School of Disembodied Poetics de Jack Kerouac.

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Entre los poetas míos… Allen Ginsberg

También fue co-fundador junto al poeta francés Jean Jacques Lebel, de uno de los festivales de poesía más importante del mundo, cono-cido como Poliphonix.

En 1993 el Ministerio de Cultura de Francia le nombró Caballero de la Orden de las Artes y las Letras.

Sus poemas aparecen regularmente en muchas antologías y algunas universidades aún ofrecen cursos de la generación Ginsberg-Beat.

Tras una vida de lucha en pro de la libertad, la igualdad y la justicia, Allen murió en Nueva York en 1997, a los 71 años de edad.

Algunas de sus obras son:

 Howl y otros poemas (1956)

 Kaddish y otros poemas (1961)

 Sandwiches de realidad (1963)

 Las cartas de la ayahuasca (1963) - con William S. Burroughs

 Noticias del planeta (1968)

 Hadda Be Playing on the Jukebox

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Entre los poetas míos… Allen Ginsberg

América

América, te lo he dado todo y ahora no soy nada. América, dos dólares y veintisiete centavos. 17 de Enero de 1956. No aguanto mi propia mente. América, ¿Cuándo pondremos fin a la guerra entre seres humanos? Que te jodan a ti y a tu bomba atómica. No me siento bien, no me molestes. No pienso escribir este poema hasta que esté cuerdo. América, ¿Cuándo serás angelical? ¿Cuándo vas a desnudarte? ¿Cuándo vas a mirarte a través de la tumba? ¿Cuándo serás merecedora de tu millón de trotskistas? América, ¿Por qué están llenas de lágrimas tus bibliotecas? América, ¿Cuándo enviarás tus huevos a India? Estoy harto de tus absurdas exigencias. ¿Cuándo voy a poder ir al supermercado y comprar lo que necesite

con mi cara bonita? América, después de todo, somos tú y yo los que somos perfectos,

y no el otro mundo. Tu maquinaria es demasiado para mí. Me haces querer ser un santo. Debe haber otra manera de poner fin a esta discusión. Burroughs está en Tánger y no creo que vuelva. Sería demasiado

perverso. ¿Acaso tratas de ser perversa o es sólo una broma de mal gusto? Intentaré ir al grano. Rechazo renunciar a mi obsesión. América, deja de presionarme. Sé lo que estoy haciendo. América, las flores del ciruelo están cayendo. No he leído los periódicos durante meses, cada día alguien es juzgado

por asesinato. América, me solidarizo con los sindicalistas. América, cuando era niño era comunista y no me arrepiento. Fumo marihuana siempre que tengo la oportunidad. Me siento en mi casa durante días enteros contemplando las rosas

en el armario.

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Entre los poetas míos… Allen Ginsberg

Cuando voy al Barrio Chino me emborracho y nunca me acuesto

con nadie. Estoy convencido de que va a haber problemas. Me deberías haber visto leyendo a Marx. Mi psicoanalista cree que estoy perfectamente bien. No pienso rezar el Padrenuestro. Suelo tener visiones místicas y vibraciones cósmicas. América, aún no te he dicho nada sobre lo que le hiciste a Tío Max

cuando volvió de Rusia. Estoy hablando contigo. ¿O acaso vas a permitir que nuestra vida emocional sea dirigida por

la revista Time? Estoy obsesionado con la revista Time. La leo cada semana. Su portada me mira cada vez que giro la esquina

de la tienda de golosinas. La leo en el sótano de la biblioteca pública de Berkley. Siempre me habla sobre responsabilidad.

Los hombres de negocios son serios.

Los productores de películas son serios. Todo el mundo es serio menos yo. Y me da por pensar que yo soy América. Estoy hablando solo otra vez. Asia se alza contra mí. No tengo la más mínima opción. Será mejor que tenga en cuenta mis recursos nacionales. Mis recursos nacionales consisten en dos porros de marihuana, millo-nes de genitales, un literatura privada no publicable

que va a 1400 millas por hora y veinticinco mil sanatorios mentales. No digo nada sobre mis prisiones, ni sobre los millones

de desgraciados que viven en mis macetas

bajo la luz de quinientos soles. Ya he acabado con las casas de putas de Francia,

Tánger es la siguiente. Mi ambición es llegar a ser presidente a pesar de ser católico.

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Entre los poetas míos… Allen Ginsberg

América, ¿Cómo voy a escribir una santa letanía con tu mal humor? Continuaré, como Henry Ford, ya que mis estrofas son tan personas como sus coches. Más aún, son todas de diferentes sexos. América, te venderé estrofas a 2.500 dólares la pieza.

500 dólares de rebaja por tus estrofas viejas. América, libera a Tom Mooney. América, salva a los republicanos españoles. América, Sacco y Vanzetti no deben morir. América, yo también soy los chicos de Scottsboro. América, cuando tenía siete años mamá me llevaba a las reuniones de la Célula Comunista, nos vendían garbanzos,

un puñado por entrada, una entrada costaba un níquel

y los discursos eran gratis. Todo el mundo era amable y solidario con los trabajadores. ¡Todo era tan sincero! No te haces una idea de lo bueno

que era el partido en 1935. Scott Nearing era todo un gran anciano, un verdadero mensch. Madre Bloor me hizo llorar. Incluso una vez ví a Israel Amter

con mis propios ojos. Todo el mundo debe haber sido espía. América, en realidad tú no quieres la guerra. América, son ellos los rusos malos. Los rusos, los rusos y también los chinos. Y los rusos. Rusia quiere comernos vivos. El poder loco de Rusia.

Quiere sacar nuestros coches de nuestros garajes. Quiere llevarse Chicago. Necesita un Reader’s Digest Rojo.

Quiere tener nuestras fábricas de coches en Siberia.

Con su enorme burocracia controlando nuestras gasolineras. Y eso

no es bueno. Argh. Ellos enseñar a Indios a leer y necesitar grandes negratas.

Ah. Ella hacernos trabajar dieciséis horas al día. ¡Socorro! América, esto es algo bastante serio. América, esta es la impresión que te llevas al ver la televisión. América, ¿Son así las cosas?

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Entre los poetas míos… Allen Ginsberg

Mejor debería irme al trabajo.

Es verdad que no me quiero apuntar al ejército

o manejar un torno en fábricas de repuestos. De todos modos, soy miope y psicópata. América, trataré de arrimar mi hombro de maricón.

Enero, 1956

Fuente: El Ortiba

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Entre los poetas míos… Allen Ginsberg

Blues del Banco Mundial

Trabajo para el banco mundial, sí, sí, Mi sueldo eran cien mil de los verdes Conozco mi economía Harvard mejor que tú Nadie sabe que yo hago grandes planes A los líderes de Madagascar les enseño a bailar a leer estadísticas y usar calzoncillos a rayas Las estadísticas emocionales no son mi trabajo Hechos y números, no soy un atorrante pero silvicultura y agricultura son un gran error Este es nuestro plan para estabilizar tu moneda Comercio internacional ahora o después Sigue nuestro consejo lo agradecerás a tu creador ¿Qué tienes para exportar, qué materias primas? Monocultura, diamantes, café, cereales Véndelos en el mercado a las Multinacionales Imperiales Te prestaremos dinero para aumentar tu producción Páganos un interés anual, para tu propia seguridad ajústate el cinturón, no pondremos objeciones

Tira algunos pequeños principios mínimos el servicio de la deuda pago vuelve invencible el trato Hay que poner dólares pero tu moneda es canjeable Pon a la gente a trabajar la tierra del mercado mundial tala todos los bosques, tendrás dinero líquido o superautopistas rentables en lugar de selvas tropicales Con granjas agropecuarias puedes exportar carne Recorta servicios sociales y la ayuda a los pobres

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Entre los poetas míos… Allen Ginsberg

Afligida, la gente de la selva emigra a las ciudades Ajústate el cinturón vamos a dar un paseo por la costa La producción aumenta, los precios siguen bajando Madera en pasta carne en hamburguesa, café patasabajo Aumenta la producción paga tu deuda al Banco Mundial Al menos los intereses si es todo lo que puedes conseguir Despuebla el Amazonas, no nos has pagado todavía En una década devolverás todo el dinero como servicio de la deuda, porque lo principal, ¡ay! Te prestaremos más, pero no vendas caballo Medidas de austeridad, sueldos más bajos, Las aguas negras de la urbe son un terreno carnal Los autobuses acaban arruinados en los lindes de la ciudad corales y peces muertos residuos de las fábricas, Los indígenas le tomaron el gusto al dólar yanki Fondos de la banca suiza para dictadores en desgracia

La fauna muerta por la deuda de Costa Rica Flora desconocida en la desembocadura del Boca Chica Aves del Ecuador, ¿enfermas con los escapes tóxicos? Disturbios por las bolsas de arroz extranjero Arma a tu ejército de chicos con gases norteamericanos Pide dinero prestado para tu carrera de armas propia Familias trasladadas de las tierras fértiles a la selva La gente de la selva en chozas al abrigo de turistas ¿bancarrota de divisas para los puristas del libre mercado? Me acabo de retirar de mi empleo después de 20 años en el Banco Mundial Central con la banda del dinero asisto a las reuniones de AA no quiero morir idiota

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Entre los poetas míos… Allen Ginsberg

Trabajé en África, las Américas, Vietnam Bangkok también con los grandes del Banco Mundial Ahora estoy retirado y me importa un cuerno Camino por las calles de Washington solo de noche El trabajo que hice, ¿estuvo mal o bien? ¿Se cometieron graves errores sin que los vieran? No era el trabajo de un burócrata como yo comprobar el impacto de la política del Banco Mundial cuando la deuda daba frutos en el árbol del dinero mundial

Febrero de 1997

Versión de Ana Becciu De "Muerte y fama" Editorial Lumen, S.A. 2000

Fuente: http://amediavoz.com/ginsberg.htm

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Entre los poetas míos… Allen Ginsberg

Buena suerte

Tengo suerte de tener los cinco dedos en la mano derecha Suerte de hacer pipí sin que me duela mucho Suerte que los intestinos se muevan. Suerte, duermo de noche en una cama de capitán, siesta a media

tarde Suerte de pasear por First Avenue Suerte de ganar un par de cien mil al año cantando Eli Eli, escribiendo lo que se me pasa por la cabeza,

grabando garabatos primordiales, enseñando en un colegio

budista,

sacándole fotos con la Leica a la parada del bus por la ventana de mis

ojos

Oigo sirenas de ambulancias, huelo ajo y orín, pruebo nísperos y

lenguado, camino descalzo por el piso del loft, algo insensibilizadas las plantas

de los pies Suerte que puedo pensar y que el cielo puede nevar

8 de enero, 1997

Versión de Ana Becciu De "Muerte y fama" Editorial Lumen, S.A. 2000

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Entre los poetas míos… Allen Ginsberg

Campanas de diamante

«Luz clara y cuerpo ilusión son uno.»

Cuando oigo vibrar el centelleo de las campanas vacías me doy cuenta de que Napoleón tenía dedos en los pies Frankenstein un dedo gordo Hayagriva caballo cósmico un dedo gordo partido La Virgen María pies blancos se casó con José pies morenos, la inseminó

una blanca paloma transparente con tres dedos en los pies ¿Cuántos dedos tiene Dios? Nadie conoce los pies de Yavé ¿y los de Alá? Mahoma, proféticos diez Jesucristo bien que besó dedos humanos Sealo, el Muchacho Foca que tenía en los hombros manos aletas

con dos dedos podía fumar y escribir a máquina con los diez dedos

de los pies vendía inodorcitos blancos envueltos en papel higiénico, souvenirs

a un dólar Shelly diez puros dedos pálidos Michelangelo tuvo cinco dígitos por pie, Da Vinci trazó diez sobre

sus dos pies Los dedos de las moscas se quedan pegados en las telas de araña Las arañas deslizan sus pies veloces por las redes pegajosas pican las plantas, los dedos se enroscan Me golpeé el cuarto dedo de mi pie descalzo con la escalerita

una noche oscura de un viernes, pero aún se mueve

caminar sobre el barro con nieve es duro, duele la espalda John Madison tiene dedos de chocolate Hitler dedos naturales Buda diez dedos iluminados en sus pies descalzos Apoyar mi cráneo sobre almohadas nocturnas, descansar en el regazo

de Tara entre sus dedos suaves Lama Yab Yum sueña con 20 dedos Vacío billones de dedos innumerables Cuando los hombres envejecen se les ponen duras como marfil

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Entre los poetas míos… Allen Ginsberg

las uñas de los pies A los cenotafios les crecen uñas muertas Napoleón llevaba uñas del pie dentro de sus botas bien lustradas Las uñas de los pies del elefante chocan con los codos de las matas Así de vibrante es el centelleo de las campanas vacías

30 de diciembre, 1996, 12:55 a.m.

Versión de Ana Becciu De "Muerte y fama" Editorial Lumen, S.A. 2000

martes, 7 de marzo de 2023

GIMFERRER PERE. INTERLUDIO AZUL. FRAGMENTO.





Interludio azul es un relato, pero no una ficción: se trata, más bien, de una historia totalmente real contada como si fuese una novela, la narración de un amor tan verídico como insólito, iniciado a fines de los años 60 y reanudado más de treinta años después.La acción alterna fundamentalmente dos momentos (1969 y 2004) que se entrecruzan, contraponen y complementan mediante una técnica de mosaico y flash backs. Ambos capítulos de esta historia de amor quedan deliberadamente en suspenso: el desenlace de la de 1969 fue inconcluso, el de la de 2004 se producirá una vez finalizada la redacción del texto y se expone con minucioso detalle en el libro de poemas Amor en vilo.Aunque en lo esencial nos hallamos ante un relato autobiográfico, coexisten en Interludio azul la narración y el ensayo que reflexiona sobre lo narrado y sobre el propio texto, e incluso, en ocasiones, aparecen breves tramos cercanos al poema en prosa, junto a diálogos plenamente coloquiales. Historia de una gran pasión, pues, el regreso en prosa de Pere Gimferrer es también la historia de una escritura.

Clasificado como: Narrativa; Contemporánea

Gimferrer Pere
Premio
Pere Gimferrer (Barcelona, 22 de junio de 1945) es un poeta, prosista, crítico literario y traductor español. Su obra literaria está compuesta tanto de obras en castellano como en catalán. Fue elegido miembro de la Real Academia Española en 1985. Premio Nacional de las Letras Españolas en 1998.Inicia su actividad como poeta con Mensaje del Tetrarca (1963). Le siguen Arde el mar (Premio Nacional de Poesía, 1966) y La muerte en Beverly Hills (1968) y Extraña fruta y otros poemas (1969). En todos ellos se observa una fastuosidad verbal que, desde el magisterio del Modernismo, reclama una poesía de sensaciones. El distanciamiento culturalista y la reflexión metapoética son también elementos constantes. Todo ello le valió el reconocimiento unánime como uno de los poetas más originales nacidos después de la Guerra Civil y que más había modificado el panorama de la poesía española contemporánea por la innovación de sus propuestas.En 1970 escribió y publicó Els miralls, su primer libro de poesía en catalán, que pronto fue seguido por Hora foscant (1972) y Foc cec (1973). Es ésta una poesía discursiva, metaliteraria, que ensaya enlazar el Barroco y las vanguardias. Explora las tenues fronteras entre realidad real y realidad artística.De 1977 es L`espai desert. Siguiendo el ejemplo de T.S. Eliot, plantea un poema extenso de reflexión amorosa, sexual.En 1981 recopiló toda su obra anterior en Mirall, espai, aparicions, que incluía un libro nuevo, Aparicions. Posteriormente publicó El vendaval (1989) y La llum (1991), en las cuales domina la nota visual, el epigrama. Mascarada (1996) es un largo poema unitario en el cual, con un trasfondo parisino (paisaje y referencias literarias), insiste en temas de la experiencia amorosa, llegando a extremos de crudeza y provocación. En L`agent provocador (1998), las prosas poéticas son una reflexión sobre cómo el yo se hace autoconsciente en la escritura, el paso del yo activo al yo reflexivo, combinado con detalles autobiográficos.En el año 2000 Visor editó Poemas (1962-1969), recopilación de toda la poesía originariamente escrita en castellano.Como prosista es autor de: Dietari. 1979-1980 (1981) y Segon dietari. 1980-1982 (1982). Son los artículos que publicaba regularmente en el periódico barcelonés El Correo Catalán. Hay una serie de temas recurrentes: la actitud de rechazo y de silencio que caracteriza a los intelectuales en determinados momentos de la historia, la crítica del poder y la política, el poeta y el artista en aprendizaje constante, la voluntad de definir el momento cultural catalán, las evocaciones personales literarias, artísticas, cinematográficas.También ha escrito una novela, Fortuny (1983), premio Ramón Llull y premio Joan Crexells.
RECOPILADOR: 
DR. ENRICO PUGLIATTI.

 ***

 Para Cuca, el amor de mi vida.

 

 


 My dear, these things are life. 

MEREDITH

 

 


 

 I

¿Qué espero, en la campana de luz dorada y blanca de esta tarde de invierno, en este bar de hotel de un ajado lujo old fashion, como para rodar de nuevo Death in Venice o para que vuelva a suceder lo que no sucedió acaso en Marienbad? Sí, bajo aquel reloj de péndulo desayuné en 1967 con Carlos Fuentes, y desde aquella butaca vi pasar con Octavio Paz el «papamóvil» en 1982. Pero hoy espero a una mujer rubia. Esta mujer no está hecha de sus imágenes prismáticas superpuestas. No es aquella belleza de una cabellera tenue que se me apareció por primera vez en contraluz ante el lienzo aún blanco de la pantalla, en el Palacio de Congresos de Montjuïc, ni es aquella voz insuperada, que une la inteligencia vivacísima al arte supremo del coqueteo verbal, ni es aquella risa clara y dilapidada (como en el verso de Rubén «¡Y es crüel y eterna su risa de oro!»); ni es aquel desnudo precisamente dorado que pasa muy lejos en mi memoria o que creo apresar todavía suave, ni es aquella pericia erótica instintiva para explorar y dominar —con suavidad y con dureza a la vez, como un dardo o como una clavellina— las zonas ambiguas de la sexualidad masculina, ni es aquella claridad de aquelarre de la noche de fin de año de 1969, en aquella Barcelona ciudad Potemkin (no «acorazado Potemkin») que algunos (unos pocos quizá, pero los suficientes) nos supimos fingir —leyendo a altas horas de la madrugada la poesía Tang traducida al italiano por M. Benedikter—, ni es aquel álbum del Macbeth de Verdi comprado con la calderilla sobrante del estipendio que le di para que pudiera reunirse con su amante bisexual; todas éstas, sí, y muchas más —en aquel palacio, museo de la hidalguía como en una novela de Ricardo León, con las apariciones súbitas, como cuerpos astrales en la penumbra espiritista, de dos cuadros de Tàpies y uno de Canaletto, cuando ella pasaba a desmaquillarse y luego hablábamos hora tras hora por su línea telefónica individual, la que le pusieron para hablar conmigo; «la sensación de hablar y oír hablar», como en el poema de Jaime Gil de Biedma—; no es aquella muchacha de la primavera o el invierno de 1969 en aquella ciudad aventada bajo la caperuza del frío, pero es indudablemente —aquellos ojos «cuyo color nunca supe», como en el poema de Machado, aquella boca decidora, aquel metal de voz: ¡estos ojos, esta boca, esta voz!— la misma muchacha, la que, como desvelada por una súbita ráfaga de viento, me acompañaba hace poco más de un año a la visión hitchcockiana del hueco de la escalera del edificio Planeta, con paso firme, decidida, entregada y ciega, confiando plenamente en mí y a la vez como imantada, pese a sufrir ella misma real vértigo, por una meta invisible y evidente: ella, la que se ha construido y constituido por una sucesión de actos de valentía, de autoafirmación, de orgullo y de rebeldía a la vez; verdaderamente, the pursuit of happiness, como en el tiempo mítico de Washington y Jefferson, o también, como en las antiguas palabras de Heráclito (y luego de Nietzsche), el carácter de cada cual es su destino (o su demonio), hasta convertirse así del todo en la que en 1969 se esbozaba en ella, mediante una inmensa energía intelectual.

Crossed swords: como en el viejo film crepuscular de capa y espada con Errol Flynn y Gina Lollobrigida, dirigido por el oscuro Milton Krims, esta mujer rubia y yo hemos mantenido durante treinta y cuatro años una esgrima elegante y trágica de encuentros esbozados en zigzag, donde cada momento de la vida del uno no encajaba con el momento de la vida del otro, a la inversa de lo que ocurrió en 1969, y a la inversa de lo que ha ocurrido cuando ahora nos hemos puesto a hablar nuevamente por teléfono para concertar la cita: cada palabra daba en el blanco. La llamaré C.

Yo he llegado antes de la hora fijada; C. también, muy poco después de mí; ambos, con más de quince minutos de antelación. Mientras se acercaba, veía el arrebol en sus mejillas; luego, lo dominan todo estos grandes ojos, que yo creo azules, pese a ser, como los míos, pardo-verdosos, y esta boca, y nuevamente esta voz. Aunque sin duda he interpretado bien la verdadera frase principal, en apariencia neutra y de afecto cortés nada más, de la breve nota que, me dirá luego, le llevó un cuarto de hora redactar, ella se cree tal vez en el caso de mantener una conversación que empiece con la pregunta «¿Cómo estás?» Muy pocos minutos la proseguiré: de lo vivido por mí y en mí no deseo hablar ahora; no hay, particularmente, nada doloroso que desee evocar aquí. Treinta y cuatro años de historia interrumpida significan, hoy lo veo, una suspensión, no un desenlace. Nuevamente en palabras de Heráclito: el tiempo es un niño que juega con los dados; su reino es el de un niño.

C. tal vez está sorprendida, pero no sería propio de ella el demostrármelo; me sostendrá la mirada durante tres horas y cuarto sin interrupción, y sólo una vez —cuando digo algo que realmente no contaba con oír jamás de mis labios— varía el tono de voz y me obliga a repetírselo (al fondo, en su reino de Ofelia de las algas marinas, sé que la náyade muerta, el agente provocador, sí contaba con que hoy yo diría eso: me anunció hace meses la fecha aproximada, la persona, casi las palabras mismas). Hoy empiezo a vivir, dividido mi ser, entre la tragedia recién terminada y el melodrama sentimental recién iniciado, entre El idiota y An affair to remember. Las espadas, rápidamente en alto, empiezan a cruzarse de nuevo con el mismo sonido cristalino y desnudo del metal de antaño: es el envés del verso de Neruda (y luego de Jaime Gil de Biedma) «Nosotros, los de entonces, ya no somos los mismos»: hablamos como en 1969, pero con nuestro ser de ahora, subsumido en el de entonces.

C. no se arrepiente de nada: non, je ne regrette rien. Me cuenta sus amores lésbicos, posteriores al momento en que nuestras vidas se bifurcaron; me habla de su primer matrimonio (apenas del segundo, el actual: «Hoy por hoy» es la frase más frecuente en sus labios, junto con un silabeado «No te obsesiones conmigo»). Pero, manifiestamente, sus palabras son una cosa, su actitud y conducta otra, y todavía otra muy distinta el tono de su voz, y, sobre todo, sus ojos desmienten a veces sus palabras. (Así en Cernuda: «Tus ojos son los ojos de un hombre enamorado. / Tus labios son los labios de un hombre que no cree / En el amor.») No ha tardado en recuperar el hábito, no digo ya de la coquetería, sino del erotismo intelectual, nuestro verdadero territorio. Ping-pong.

Lo dicho ha quedado ahí, como un puño de luz bajo una escafandra en una cueva submarina: C. no volverá hoy sobre ello, pues su mente lo ha recogido —al modo del florete que para a tiempo una finta o estocada—, y, aunque semanas más tarde me dirá que ha pensado que estoy loco, necesita procesar el dato, gestionar la situación, quizá vernos en un espejo cóncavo como los que deforman la imagen espectralizada de Orson Welles antes de que empiece el «fracaso de cristales» del tiroteo final de The lady from Shanghai. No nos damos un instante de respiro, pero no hay cansancio en nuestros ojos ni en nuestras voces: sin probar ni una gota de la escasa consumición, hablamos y hablamos. No a torrentes ni a borbotones, no: destilando las palabras como artesanos de alta licorería, o haciéndolas esponjarse y destellar como vidrieros de Murano. Cada palabra, bruñida, es a la vez una obra de arte y un objeto erótico inmaterial. Quizá por eso ella exclama: «¡Qué fríos somos!» y yo le respondo: «Sí. Por eso nos entendemos tan bien.» Es, manifiestamente, sólo media verdad: la verdad relativa a nuestra mente analítica y a nuestra vocación de orfebres de la palabra, no la relacionada con nuestra emotividad, profundamente sacudida por esta inmersión que —como al muchacho rubio que desciende al fondo del pozo en Moonfleet, de Fritz Lang, en busca de un anillo de piedras preciosas— nos devuelve a ser nuevamente los que éramos.

Estamos sentados muy cerca uno del otro en el sofá, pero no nos rozamos: únicamente en un par de ocasiones fugaces esbozo muy rápidamente algo parecido a una caricia pasajera a su cintura a través del abrigo, cuando le digo qué admirable me parece lo que, al cabo de los años, ella ha hecho consigo misma. Por primera y única vez, me confiesa: «No me ha ido muy bien en la vida», y, no por única vez, el adjetivo «loca» aparece en sus labios, para describir la forma en que cree ser vista por los demás, empezando por P., su actual pareja. C. nunca ha sido, a mis ojos, una loca: otros la habrán querido a pesar de los rasgos de su carácter que ellos juzgaban defectos, yo la quise en 1969 y la quiero hoy precisamente a causa de estos rasgos. Elle a les qualités de ses défauts.

Bien sé que he caído de pronto en su vida como un paracaidista, al modo de los voluntarios de la Free France lanzados sobre suelo francés desde aviones británicos en las jornadas del desembarco de Normandía: les parachutés. Para el que cae en paracaídas, la sorpresa es a un tiempo el mejor aliado y el principal obstáculo: debe abrirse paso entre «limbos y lianas» —como el título que Baudelaire quiso en cierto momento dar a Las flores del mal— para llegar tal vez a una casa iluminada que pueda aceptar su presencia, del mismo modo que la idea de mi irrupción necesita abrirse camino en la cabecita rubia de C., que ha vivido siempre en el mundo de la táctica y la estrategia amatorias, pero a la que esta vez he sorprendido en parte (a mi pregunta «¿Te esperabas esto?» responde sólo: «Regular»), y que, como todos nosotros, se ha ido tejiendo con el tiempo una red de múltiples quehaceres a la vez fútiles (en sí mismos) e indispensables para su supervivencia moral, para alejar de su vida el horror vacui. Pero las palabras no cesan, y no dejamos de mirarnos a los ojos: bebemos nuestras palabras, devoramos nuestras miradas, vivimos de la imagen y la idea ininterrumpidamente. C. tiene hoy una forma de verbalizar esto: «Estoy bien contigo, me encuentro a gusto contigo, me siento bien contigo.» Primer round: el gong es el reloj de péndulo que dará pronto la hora que ella misma ha fijado para separarnos hoy; nos volveremos a ver, convenimos, dentro de dos meses, que ambos fingimos creer que son tres, acogiéndonos a los pocos días que quedan del mes actual a modo de pretexto. Puedo acompañar a C. hasta la calle, pero luego ella desea caminar un rato a solas por este barrio que fue el suyo, que era el suyo en 1969: la veo alejarse como en cámara lenta, pisando firme siempre, rubia y casi sonambúlica, al modo de la Robin Vote a la que Djuna Barnes describe aparentemente distracted a su llegada a Nueva York en el capítulo final de Nightwood.

Al día siguiente estoy leyendo a Barbey d’Aurevilly; cierro de pronto el libro y me pongo a redactar un ensayo sobre Benvenuto Cellini y Salvador Dalí que debía entregar dentro de cuarenta días, y que en cambio redacto en pocas horas. Es la obra de mi reencuentro con C. ¿Por qué galerías los que fuimos en 1969 se han posesionado de los que somos hoy? No es un espejismo: los espejismos se desvanecen, y no resisten a un tête-à-tête de tres horas y cuarto en tensión vigilante y lúcida. Otra cosa es lo ambiguo de la situación: C. no se ha atrincherado, pero cabe la posibilidad de que quiera persuadirse momentáneamente a sí misma de que yo podría tal vez, a fin de cuentas, aceptar, como Jaufré Rudel respecto a la condesa de Trípoli, un amor de lonh, pero en esta ocasión referido a una dama que sí he visto y sí ha sido mía (como en la carta de Mercè Rodoreda: «I hauré de viure d’engrunes, jo, que ho he tingut tot!» [«¡Y tendré que vivir de migajas, yo, que lo he tenido todo!»]) Pero tenemos una cita pendiente, y aún creo, o aún puedo creer si así lo prefiero, que se trata de una obsesión, no de amor. Cuando, más tarde, ante el texto ya tecleado en ordenador sobre Cellini y Dalí, me quede diez minutos mirando la dedicatoria «Para C.», comprenderé que he vuelto a enamorarme. Ella, en el bar del hotel old fashion, a mi pregunta «¿Estoy enamorado de ti?» ha respondido: «Ni estabas enamorado de mí entonces ni lo estás ahora.» «Pero nos queremos.» «Eso sí.» Tal vez ninguno de los dos creía que esas palabras fueran verídicas: a los dos, sin duda, nos parecieron brillantes y, por lo tanto, dignas de ser dichas. Ahora recuerdo (son, curiosamente, sus poemas breves los que me gustan) nuevamente a Machado: «Creí mi hogar apagado / y revolví la ceniza… / Me quemé la mano.» Pero hay algo cerca de mí, algo que soy yo, que dice aún más, como en el poema de Valéry: Mais qui pleure, / Si proche de moi-même au moment de pleurer?

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