martes, 21 de febrero de 2023

GENET JEAN. POEMAS. FRAGMENTO.

 



«La Vida de Genet es un fracaso y, bajo la apariencia de un éxito, ocurre lo mismo con sus obras. No son serviles y supera a la de la mayoría de los escritores llamados Literarios. La obra de Genet es la agitación de un hombre desconfiado del que ha podido decir Sartre: “Si se le acorrala, estallará en carcajadas y confesará sin dificultad que se ha divertido a costa nuestra, que sólo intentaba escandalizamos aún más: si se le ha ocurrido bautizar con el nombre de Santidad a esta perversión demoníaca y sofisticada…”. Jean Genet se ha propuesto la búsqueda del Mal como otros la del Bien». Bataille

Jean Genet

Poemas

PRÓLOGO DEL TRADUCTOR

El hospiciano, ladrón, homosexual y suntuoso histrión Jean Genet nació en París en 1910. Fascinado por la simetría, cosa que no deja de ser bastante francesa, su regla áurea, a la que ni en su dorada vejez habrá renunciado, tuvo esta temprana formulación: «He decidido seguir mi destino en sentido contrario a vosotros (se refiere, claro, a los bienpensantes) y explotar el reverso de vuestra belleza». De este modo, con una sistematicidad de archivero, compatible con correrías de vario signo, y siempre al margen de la ley, lo que le valió largas estancias en prisión, acumuló el sólido material de experiencia que elaboraría en su obra novelística, dramática y poética. El escándalo Genet tuvo su cenit en la inmediata posguerra mundial, y hoy nuestro escritor es un viejo pulcro, de jeta maliciosa y tallada a hachazos, que ha sufrido el destino de casi todos los malditos: ser pasto de academias más o menos simbólicas. No obstante, en las últimas correrías suyas de que tengo noticia, hay una anécdota deliciosa según la cual, al ser conminado a levantar el campo en una manifestación de apoyo a los «panteras negras», con el usual: «Disuélvase, señor», contestó dignísimo al polizonte de turno: «¿Cómo señor? ¿No tiene ojos en la cara, agente? Sin duda habrá querido usted decir señora». Lo que hace diez o doce años no era moco de pavo. Sigamos.

Poniendo la carreta delante de los bueyes, método clásico en nuestra asendereada lengua, la obra de Genet, al menos la narrativa, no ha empezado a ser traducida sino a finales de los años setenta. Se tenía conocimiento de él, salvado su teatro, por el clásico y voluminoso San Genet, comediante y mártir, de Sartre, y por el capítulo que le dedicó Bataille en La literatura y el mal, donde este maldito sedentario arremete no tanto contra el nómada lumpen como contra su principal exégeta, con el cual sostuvo un largo contencioso al ser calificado por Sartre de «místico en estado salvaje».

Por el ritmo acelerado de traducciones al castellano en estos momentos, pareciera que entramos en una moda Genet. De modo que, pensando en los legos, digamos telegráficamente que nuestro personaje es una suerte de Papillon, «El Lute» u Ortuño, mucho más refinado, ceremonial, blasfematorio y metafísico.

Sus novelas, que celebran a los héroes del «mundo delicado de la reprobación» y exaltan los «fastos de la abyección», no dejan de estar en onda en época tan navajera y asocial como la que padecemos. De todos modos, sospecho que no será el jovenzuelo marginal el que tenga acceso a ellas, sino, como en el caso del público destinatario de su lectura escénica por el mimo Lindsay Kemp, el cultivado alopécico de mediana edad que podrá gozar del «frisson delicat» sin que sus nalgas abandonen la butaca, postura ésta que Nieztsche reputaba pecado mayor contra el espíritu. Allá él.

La poesía de Genet es de índole bastante especial. En principio aparece muy ligada a su obra narrativa. Dos, al menos, de los personajes que aparecen con sus nombres propios, Pilorge y Harcamone, en los extensos poemas «El condenado a muerte», «Marcha fúnebre» y «La Galera»,

provienen de sus novelas Nuestra Señora de las Flores (1942) y El milagro de la rosa (1943). Fueron compadres muertos trágicamente en su juventud, amados por los dioses (y por el autor), a cuyo recuerdo dedica sus tiradas de versos trabajosamente rimados, en que se mezclan la ternura, la liturgia erótica, la alucinación y la requisitoria, más o menos explicita a jueces y sociedad, que troncharon tan exquisitas flores de albañal.

Las fuentes literarias de Genet, en lo que a sus poemas concierne, a mí me parecen muy claras. Su débito es más que notable con Villon y, sobre todo, con Rimbaud, del cual adopta ese estilo oblicuo, simbólico y yuxtapuesto, en asociaciones semiautomáticas y exclamatorias de muy difícil interpretación en ocasiones. Si a ello se le añade el empleo abundante del argot carcelario y delincuente y el recurso frecuente a un violento hipérbaton de novel, que dista mucho de las Untas difíciles, más cuidadosas de no incurrir en anacolutos, de un Góngora o un Mallarmé, se podrá entender que la tarea del traductor no ha sido precisamente un paseo primaveral. Pero de esta cuestión trataremos más adelante.

Otra influencia patente es la del Coleridge de la Balada del viejo marinero. Adapta a su estilo el escritor francés ese clima, fantasmagórico de inminente catástrofe y desorden, a lo largo de una travesía, que es más introspectiva que descriptiva, más viaje a las profundidades del ego que mimesis de los pasos de un Humboldt o un Darwin.

En tal clima encantado se mueve Genet, agregándose ese toque especial de la casa, consistente en transformar lo más sórdido y obsceno en litúrgico y ceremonial, por lo que sus personajes, en vez de extraídos de la crónica de sucesos de un papelucho, semejan leves figurines salidos de un lienzo de Gustave Moreau o de un dibujo de Aubrey Beardsley. Misterios de la imaginación homoerótica, que pareciera sustentarse en paradigmas intemporales u obedecer a arquetipos Junguianos.

De la serie de largos poemas que el lector podrá encontrar en esta edición, prefiero con mucho el primero, «El condenado a muerte», que me parece el más controlado de los suyos. No quiere esto decir que en los otros no se encuentren momentos poéticos excelentes dentro del característico descuido formal de Genet, que le lleva a amalgamar, sin demasiada atención a la coherencia lógica, métrica, sintáctica y aun ortográfica, sus deliquios (y delirios) líricos. A este respecto no estará de más, pienso, aportar el testimonio de un estudioso del Genet poeta, que califica su obra en verso de «mariposeo frecuentemente confuso de imágenes que se entrechocan y destruyen una a otra». Agregando con notable acuidad crítica: «Mientras establece con la sombra un contacto intolerable, teje, anuda entre ellos, dos poemas distintos, entrelaza versos de origen diferente, desenmaraña y mezcla un ovillo cuya necesidad se le escapa, no imponiéndole ninguna fatalidad: una tapicería, en fin, sobrecargada de arabescos y de figuras complicadas e indecisas»[1]. De más está señalar que he respetado al máximo el frecuente recurso al «collage»

que aparece en los poemas, el cual no los hace precisamente transparentes y, asimismo, la peculiar puntuación del autor.

En el capítulo de agradecimientos no puedo dejar de mencionar la inestimable ayuda que me proporcionaron con sus observaciones mis queridos amigos Julia Escobar y Jenaro Talens.

A. M. S.

Otoño 1980

EL CONDENADO A MUERTE

El viento que en los patios arrastra un corazón; Un ángel que solloza suspendido de un árbol,

La columna de azul a la que envuelve el mármol Alumbran en mi noche salidas de emergencia.

Un pájaro que muere y el sabor a ceniza, El recuerdo de un ojo dormido sobre el muro

Y el dolorido puño que amenaza el azul

Al cuenco de mis manos hacen bajar tu rostro.

Ese rostro más duro y grácil que una máscara, Más grávido en mi palma que en los dedos del caco La joya que se embolsa, anegado está en llanto.

Es feroz y es sombrío y el laurel lo corona.

Es severo tu rostro como el de un monje griego.

Trémulo permanece en mis manos cerradas.

De una muerta es tu boca y allí rosas tus ojos, Y tu nariz, quizás, el pico de un arcángel.

La refulgente helada de un perverso pudor Que empolvó tus cabellos de astros de limpio acero, Que coronó tu frente de espinas de rosal,

¿Qué revés la fundió cuando tu rostro canta?

¿Qué fatalidad, di, centellea en tu mirada Con despecho tan alto, que el más cruel dolor, Visible y descompuesto orna tu bella boca

Pese a tu llanto helado, de una sonrisa fúnebre?

No cantes esta noche «Les costauds de la lune».

Sé más bien, chaval de oro, princesa de una torre Que sueña melancólica en nuestro pobre amor;

O pálido grumete que vigila en la cofa

Y a la tarde desciende y canta sobre el puente Entre los marineros, destocados y humildes,

El «Ave María Stella». Cada marino blande

su verga palpitante en la picara mano.

Y para atravesarte, grumete del azar, Bajo el calzón se empalman los fuertes marineros.

Amor mío, amor mío, ¿Podrás robar las llaves

Que me abrirán el cielo donde tiemblan los mástiles?

Desde allí siembras, regio, blancos encantamientos, Copos sobre mis páginas, en mi muda prisión:

Lo espantoso, los muertos en sus flores violetas, La parca con sus gallos, sus espectros de amantes.

Con sofocados pasos cruza en ronda la guardia.

En mis ojos vacíos tu recuerdo reposa.

Puede ser que se evada atravesando el techo.

Se habla de la Guyana como una tierra cálida.

¡Oh el dulzor de la cárcel lejana e imposible!

¡Oh el indolente cielo, el mar y las palmeras, Las límpidas mañanas, los crepúsculos calmos, Las cabezas rapadas, las pieles de satén!

Evoquemos, Amor, a cierto duro amante, Enorme como el mundo y de cuerpo sombrío.

Nos fundirá desnudos en sus oscuros antros,

Entre sus muslos de oro, en su cálido vientre.

Un macho deslumbrante tallado en un arcángel Se excita al ver los ramos de clavel y jazmín Que llevarán temblando tus manos luminosas,

Sobre su augusto flanco que tu abrazo estremece.

¡Oh tristeza en mi boca! ¡Amargura inflamando mi pobre corazón! ¡Mis fragantes amores,

Ya os alejáis de mí! ¡Adiós, huevos amados!

Sobre mi voz quebrada, ¡adiós minga insolente!

¡No cantes más, chaval, depón ese aire apache!

Intenta ser la joven de luminoso cuello,

O, si el miedo te deja, el melodioso niño,

Muerto en mí mucho antes que el hacha me cercene.

¡Mi bellísimo paje coronado de lilas!

Inclínate en mi lecho, deja a mi pija dura

Golpear tu mejilla. Tu amante el asesino

Te relata su gesta entre mil explosiones.

Canta que un día tuvo tu cuerpo y tu semblante, Tu corazón que nunca herirán las espuelas

De un tosco caballero. ¡Poseer tus rodillas,

Tus manos, tu garganta, tener tu edad, pequeño!

Robar, robar tu cielo salpicado de sangre, Lograr una obra maestra con muertos cosechados Por doquier en los prados, los asombrados muertos De preparar su muerte, su cielo adolescente…

Las solemnes mañanas, el ron, el cigarrillo…

Las sombras de tabaco, de prisión, de marinos Acuden a mi celda, y me tumba y me abraza

Con grávida bragueta un espectro asesino.

La canción que atraviesa un mundo tenebroso Es el grito de un chulo traído por tu música, El canto de un ahorcado tieso como una estaca, La mágica llamada de un randa enamorado.

Un muchacho dormido solicita las boyas Que no lanza el marino al dormido lunático.

Un niño contra el muro erguido permanece,

Otro duerme encogido con las piernas cruzadas.

Yo maté por los ojos de un bello indiferente Que nunca comprendió mi contenido amor,

En su góndola negra una ignorada amante,

Bella como un navío y adorándome muerta.

Cuando ya estés dispuesto, alistado en el crimen, De crueldad embozado, con tus rubios cabellos, En la cadencia loca y breve de las violas,

Degüella a una heredera tan sólo por placer.

Súbito aparecer de un férreo caballero Impasible y cruel; pese a la hora, visible

En el gesto impreciso de una vieja que gime.

No tiembles, sobre todo ante sus claros ojos.

Del tan temido cielo de los crímenes De amor viene este espectro. Niño de las honduras Nacerán de su cuerpo extraños esplendores

y perfumado semen de su verga adorable.

Pétreo, negro granito sobre alfombra de lana La mano sobre el flanco, óyelo caminar.

Hacia el sol se dirige su cuerpo sin pecado

Y tranquilo te tiende a orillas de su fuente.

Cada rito de sangre delega en un muchacho Para que inicie al niño en su primera prueba.

Sosiega tu temor y tu reciente angustia.

Chupa mi duro miembro cual si fuese un helado.

Mordisquea con ternura su roce en tu mejilla, Besa mi pija tiesa, entierra en tu garganta

El bulto de mi polla tragado de una vez,

¡Ahógate de amor, vomita y haz tu mueca!

Adora de rodillas como un tótem sagrado mi tatuado torso, adora hasta las lágrimas

mi sexo que se rompe, te azota como un arma,

adora mi bastón que te va a penetrar.

Brinca sobre tus ojos; y tu espíritu enhebra.

Inclina la cabeza y lo verás erguirse.

Notándolo tan noble y tan limpio a los besos

Te postrarás rendido, diciéndole: «¡Madame!»

¡Escúchame, madame! ¡Madame, voy a morir!

¡La casa está embreada! ¡La prisión vuela y tiembla!

¡Socorro, nos movemos! ¡Unidos llévanos

A tu blanca capilla, Dama de la Merced!

Manda venir al sol; que llegue y me consuele.

¡Estrangula a esos gallos! ¡Adormece al verdugo!

Sonríe maligno el día detrás de mi ventana.

Para morir la cárcel es una pobre escuela.

En mi garganta inerme y pura, mi garganta Que mi mano más suave y formal que una viuda

Roza bajo el tejido sin que tú me conmuevas

imprime la sonrisa de lobo de tus dientes.

¡Oh ven, sol hermosísimo, ven mi noche, de España, Acércate a mis ojos que mañana habrán muerto!

Llégate, abre la puerta, aproxima tus manos

Y llévame de aquí rumbo a nuestra aventura.

Despertar puede el cielo, florecer las estrellas, No suspirar las flores, y, en los prados, la hierba Recibir el rocío que bebe la mañana,

Sonará la campana: solo yo moriré.

¡Ven, mi cielo de rosa, mi rubio canastillo!

En su noche visita al condenado a muerte.

¡Arráncate la carne, trepa, muerde, asesina,

Pero ven! Tu mejilla apoya en mi cabeza.

Aún no hemos terminado de hablan de nuestro amor, Aún no hemos acabado de fumar los «gitanes»,

Debemos preguntar por qué razón condenan

A un criminal, tan bello, que empalidece al día.

¡Amor, ven a mi boca! ¡Amor, abre tus puertas!

Recorre los pasillos, baja, rápido cruza,

Vuela por la escalera más ágil que un pastor, Más suspenso en el aire que un vuelo de hojas muertas.

Atraviesa los muros, camina por el borde De azoteas, de océanos; recúbrete de luz,

Usa de la amenaza, de la plegaria usa,

Pero ven, mi fragata, a una hora del fin.

Se arropan con la aurora los pétreos asesinos En mi prisión abierta a un rumor de pinares

Que la mecen, sujeta a delgadas maromas

Trenzadas por marinos que dora la mañana.

¿Quién dibuja en el techo la Rosa de los Vientos?

¿Quién en mi casa sueña, al fondo de su Hungría?

¿Qué chaval ha robado en mi podrida paja

pensando en sus amigos al mismo despertar?

Divaga, ¡oh mi locura!, Para mi gozo alumbra Un lenitivo infierno repleto de soldados

Con el torso desnudo y gualdos pantalones;

Lanza esas densas flores cuyo olor me fulmina.

De cualquier parte arranca las hazañas más locas.

Desnuda a los chiquillos, invéntate torturas, Mutila a la Belleza, desfigura los rostros

Y ofrece la Guyana como lugar de encuentro.

¡Oh mi viejo Maroni![1] ¡Oh Cayena la dulce!

Veo los volcados cuerpos de quince a veinte tacos En torno al crío rubio que apura las colillas Que escupen los guardianes entre el musgo y las flores.

Una toba mojada basta para afligirnos.

Solitario y erguido entre yertos helechos

El más joven se apoya en sus lisas cañeras

Inmóvil y esperando ser consagrado esposo.

Los viejos asesinos se apiñan para el rito.

En la tarde agachados prenden de un leño seco Una llama, que roba, rápido, el jovencito

Más emotivo y puro que un emotivo pene.

El más duro bandido, de charolados músculos, Con respeto se inclina ante el frágil mancebo.

Sube la luna al cielo. Una disputa amaina

Tiemblan los enlutados pliegues de una bandera.

¡Te arropan con tal gracia tus mohínes de encaje!

Con un hombro apoyado en la palmera cárdena

Fumas y la humareda desciende a tu garganta

Mientras los galeotes, en danza, ritual,

Silenciosos y graves, por riguroso turno Aspiran de tu boca una pizca fragante,

Una pizca y no dos, del anillo de humo

Que empicas con la lengua. ¡Oh compadre triunfal!

Divinidad terrible, invisible y malvada, Tú quedas impasible, tenso, de metal claro,

Sólo a ti mismo atento, dispensador fatal

Recogido en las cuerdas de tu crujiente hamaca.

Tu alma delicada los montes atraviesa Acompañando siempre la milagrosa huida

De aquel que se ha fugado, muerto al fondo del valle De una bala en el pecho, sin reparar en ti.

Elévate en el aire de la luna, mi vida.

En mi boca derrama el consistente semen

Que pasa de tus labios a mis dientes, mi Amor, A fin de fecundar nuestras nupcias dichosas.

Junta tu hermoso cuerpo contra el mío que muere Por darle por el culo a la golfa más tierna.

Sopesando extasiado tus rotundas pelotas

Mi pija de obsidiana te enfila el corazón.

¡Mírala, perfilada en su poniente que arde Y me va a consumir! Me queda poco tiempo,

Llégate si te atreves, surge de tus estanques, Tus marismas, tu fango donde lanzas burbujas.

¡Oh, quemadme, matadme, almas que yo maté!

Miguel Ángel exhausto, en la vida esculpí,

Mas la belleza siempre, Señor, yo la he servido: Mi vientre, mis rodillas, mis anhelantes manos.

Los gallos del cercado, la alondra mañanera, Las botellas de leche, una campana al viento, pasos sobre la grava, mi celda clara y blanca.

Es alegre el cocuyo en la negra prisión.

¡No tiemblo ya, Señores! Si rueda mi cabeza En el fondo del cesto con los cabellos blancos, Mi pija para gozo en tu grácil cadera

O, para más belleza, mi pichón, en tu cuello.

¡Atento! Rey aciago de labios entreabiertos Accedo a tus jardines de desolada arena

En que inmóvil y erecto, con dos alzados dedos, un velo de azul lino recubre tu cabeza.

¡Por un delirio idiota veo tu doble puro!

¡Amor! ¡Canción! ¡Mi reina! ¿Es un espectro macho Visto durante el juego de tu pupila pálida

Quien me examina así sobre la cal del muro?

No seas inclemente, deja cantar maitines a tu alma bohemia; concédeme otro abrazo…

¡Dios mío, voy a palmar sin poder estrujarte

En mi pecho y mi polla otra vez en la vida!

¡Perdóname, Señor, porque fui pecador!

Los lloros de mi voz, mi fiebre, mi aflicción, El mal de abandonar mi muy amada Francia

¿No bastan, Señor mío, para ir a reposar

lunes, 20 de febrero de 2023

Juan García Hortelano El gran momento de Mary Tribune. PRÓLOGO.



 «El gran momento de Mary Tribune», publicada por vez primera en 1972, cuenta la historia de un grupo de amigos en las fronteras de la juventud que ven sus costumbres, su educación sentimental y sus ideas preconcebidas violentadas por la irrupción de un personaje obsesivo y extravagante, Mary Tribune, una norteamericana con la que el narrador liga accidentalmente durante una noche disparatada. Ese ligue será el detonante de una serie de conmociones que afectarán al odio, el deseo, la envidia y la integridad de todos los personajes, abocados a escenificar una comedia de errores de honda densidad moral y fina expiación irónica. Maestro en la construcción psicológica de los personajes y en la articulación del diálogo, Juan García Hortelano ofrece aquí una de sus novelas más memorables e hilarantes.

Juan García Hortelano

El gran momento de Mary Tribune

FUENTE:

Title: EL GRAN MOMENTO DE MARY TRIBUNE.
Publisher: Barcelona: Barral, .-
Publication Date: 1975
Binding: Hardcover
Dust Jacket Condition: Dust Jacket Included

domingo, 19 de febrero de 2023

LA BESTIA DEBE MORIR. Título original: THE BEAST MUST DIE Traducción: J. R. Wilcock l.a edición: febrero, 1980. FRAGMENTO.

 



Presentación

LAS ADVERTENCIAS DE BERKELEY Y BLAKE

 

En los últimos años de la década de los cuarenta, dos de los mayores escritores ingleses de novelas policíacas anunciaron el fin de una época dentro del género: aquella que había sido protagonizada por la novela policíaca clásica y cuyos grandes exponentes fueron Agatha Christie, Dorothy Sayers, John Dickson Carr, Philip Macdo-naid y Anthony Berkeley, entre otros. Este ultimo, precisamente, advirtió:

«Estoy personalmente convencido de que la vieja novela con un puro y simple enigma criminal, que se apoya únicamente en la intriga, sin agregar los atractivos de los caracteres, del estilo y del humor, tiene los días contados o, en todo caso, se encuentra en manos del fiscal de cuentas; estoy convencido de que la novela policíaca está en camino de convertirse en una novela de interés policíaco o criminal, pero que atraerá al lector más por su psicología que por su matemática. El elemento enigma persistirá, sin duda, pero se convertirá sobre todo en un enigma de caracteres más que de tiempo, lugar, motivo u oportunidad. Todo asesinato, hasta el más corriente de la vida real, oculta un conjunto de emociones, drama, psicología y aventura, cuyas posibilidades novelescas desaprovecha por entero la novela policíaca corriente.»

Berkeley, autor de obras memorables como El caso de los bombones envenenados y El dueño de la muerte, cambió desde entonces su nombre por el de Francis lies para firmar Sus nuevas ficciones.

Nicholas Blake (pseudónimo del escritor inglés Cecil Day Lewis) fue también contundente y certero en su previsión, y contribuyó al advenimiento de la que a su vez llamó novela criminal con obras y personajes de notable envergadura, como La bestia debe morir, donde el culto Nigel Strangeways es llamado a defender a un hombre con el cual el lector simpatiza desde las primeras líneas gracias a una sabia propuesta de complicidad.

La bestia debe morir es una novela dividida en cuatro partes. La primera corresponde al diario del escritor de novelas policíacas Félix Lane, pseudónimo del personaje llamado Frank Cairnes. En este diario el escritor anuncia su propósito de asesinar al hombre que arrolló y mató con un coche a su hijo Martie Caimes. Abandonados, por tanto, los presupuestos de la novela-problema, no se trata aquí de averiguar quién es el asesino. Cair-nes/Lane conocerá pronto a quien terminó con la vida de su hijo. Lo que resta por saber entonces es si le matará o no. Y en el primero de los casos, si luego de hacerlo logrará escapar de la justicia o no.

La bestia debe morir es una novela de impecable construcción, que armoniza el suspense con una regocijada escritura. En ella, las claves de astucia y erudición de los protagonistas principales, Cairnes y Strangeways, saltan hacia el lector como continuos guiños: otro juego inteligente que confirma la voluniad estilística y reflexiva de Blake en esta obra que parece ceñirse, palabra por palabra, a su propio convencimiento de la caída en desgracia de la novela-problema y a lo enunciado por Anthony Berkeley con elocuente lucidez.

juan carlos martini


PRIMERA PARTE EL DIARIO DE FÉLIX LAÑE

Junio 20 de 1937.

Voy a matar a un hombre. No sé cómo se llama, no sé dónde vive, no tengo idea de su aspecto. Pero voy a encontrarle, y le mataré...

Amable lector: debe perdonarme este comienzo melodramático. Parece la primera frase de una de mis novelas policíacas, ¿no es cierto? Sólo que esta historia nunca será publicada, y el amable lector es una cortés convención. No, tal vez no sea una cortés convención. Estoy decidido a cometer lo que la gente llama «un crimen». Todo criminal, cuando carece de cómplices, necesita de un confidente: la soledad, el espantoso aislamiento y la angustia del crimen son demasiado para un solo hombre.

Tarde o temprano confesará todo. O, aunque su voluntad siga firme, le traicionará su super-yo, ese estricto moralista que llevamos dentro y que juega al gato y al ratón con los furtivos, con los cautelosos o con los atrevidos, induciendo al criminal in lapsus verbi; induciéndole al exceso de confianza, dejando pruebas en contra y representando el papel de agente provocador.

Todas las fuerzas de la ley y el orden serían impotentes contra un hombre absolutamente desprovisto de conciencia.

Pero en lo más hondo de nosotros existe ese deseo de expiación, una sensación de culpabilidad, el íntimo traidor; somos delatados por lo que tenemos de falso. Si la lengua se niega a confesar, lo harán nuestros actos inconscientes. Por eso el criminal regresa a la escena del crimen. Por eso estoy escribiendo este diario. Usted, imaginario lector, hypocrite lecteur, mon semblable, mon •frére, será mi confesor. No le ocultaré nada. Usted será quien me salve de la horca, si alguien puede hacerlo.

Resulta bastante fácil afrontar un crimen, aquí sentado, en el bungalow que me prestó James para que me restableciera después de mi colapso nervioso (no, amable lector, no estoy loco; debe abandonar desde ahora esa idea. Nunca he estado más cuerdo; culpable, pero no demente).

Es bastante fácil afrontar un crimen mirando por la ventana el Golden Cap que brilla en el sol de la tarde, las olas metálicas y encrespadas de la bahía, y el brazo curvo del Cobb con sus barquitos, cuarenta metros más abajo. Porque todo esto, para mí, significa Martie. Si no le hubieran matado, estaríamos haciendo excursiones en el Golden Cap; él estaría chapoteando en el agua con ese brillante traje de baño, del que estaba tan orgulloso; y hoy habría cumplido siete años; yo le había prometido enseñarle a manejar el dinghy cuando tuviera siete años.

Martie era mi hijo. Una noche, hace seis meses, estaba cruzando la calle frente a nuestra casa. Había ido al pueblo a comprar caramelos. Para él habrá sido un resplandor de faros en la curva, la pesadilla de un momento, y luego el impacto, transformándolo todo en una eterna oscuridad.

Su cuerpo fue arrojado a la cuneta. Murió en seguida, minutos antes de que yo llegara. El paquete de caramelos estaba desparramado sobre el asfalto; recuerdo que empecé a recogerlos. No me parecía que hubiese otra cosa que hacer, hasta que encontré uno con sangre. Después estuve enfermo durante bastante tiempo: fiebre cerebral, colapso nervioso, o algo semejante. La verdad, por supuesto, es que naturalmente yo no quería seguir viviendo. Martie era todo lo que me quedaba en el mundo. Tessa había muerto al darle a luz.

El hombre que mató a Martie no detuvo su coche. La policía no ha podido encontrarle. Dijeron que para que el cuerpo fuera arrojado y herido de esa manera, debió tomar la curva a ochenta por hora.

Ese es el hombre que tengo que encontrar y matar.

No creo que por hoy pueda seguir escribiendo.

 

Junio 21.

Amable lector: había prometido no ocultarle nada, y ya he roto mi promesa. Pero es una cosa que tenía que ocultarme a mí mismo, a la vez, hasta que estuviera bastante bien como para encararla: ¿Fue culpa mía? ¿Hice mal en permitir que Martie fuera al pueblo?

Ya está. Gracias a Dios, ya lo he dicho; el dolor de escribirlo casi me ha hecho atravesar el papel con la pluma. Me siento débil como si me hubieran arrancado de la carne la punta de una flecha; pero el dolor mismo es una especie de alivio. Déjenme mirar la flecha que estaba matándome lentamente. Si yo no le hubiera dado a Martie los veinte centavos, si yo hubiera ido con él esa noche, o mandado a la señora Teague, todavía estaría vivo, estaríamos navegando en la bahía, o pescando camarones en la boca del Cobb, o descolgándonos por los riscos entre esas flores amarillas... ¿Cómo se llamaban? Martie quería saber el nombre de todas las cosas, pero ahora que estoy solo me parece que no hay ninguna razón para averiguarlo. Yo quería que se criara independiente. Sabía que, muerta Tessa, existía el peligro de que mi cariño lo echara todo a perder. Traté de que se acostumbrara al peligro;

pero ya había ido solo al pueblo docenas de veces: mientras yo trabajaba, tenía la costumbre de jugar con los niños del pueblo. Era cuidadoso al cruzar la calle y, por otra parte, en ese camino hay muy poco tránsito. ¿Quién hubiera pensado que aquel diablo aparecería por la curva, destruyendo todo a su paso? Luciéndose ante alguna inmunda mujer que le acompañaba; o borracho. Y no tuvo el coraje de pararse y dar la cara.

Tessa querida, ¿fue mía la culpa? No te hubiera gustado que le criara envuelto en algodones, ¿verdad? A ti no te gustaba que te mimaran, o que anduvieran detrás de ti: eras independiente como el diablo. No. Mi conciencia me dice que tenía razón; pero no puedo sacarme de la cabeza esa mano apretando el cartucho de papel; no me acusa, pero no me deja descansar —es un dulce fantasma que me importuna—. Mi venganza será para mí solo.

Me gustaría saber si el médico oficial hizo algún comentario censurando mi «negligencia». En el sanatorio no me dejaron ver el papel. Sólo sé que dictaron sentencia del homicidio casual, contra una persona o personas desconocidas. ¡Homicidio casual! Asesinato infantil más bien. Si le hubieran cogido, le habrían condenado a unos meses de cárcel y luego hubiera estado libre para hacerse el loco de nuevo, a menos que le hubieran quitado para siempre el permiso de conducir, y creo que nunca lo hacen.

Tengo que encontrarle e impedir que siga siendo un peligro. Al hombre que le mate deberían coronarle con flores (¿dónde leí algo parecido?), como benefactor público.

No, no empieces a engañarte. Lo que te propones no tiene nada que ver con la justicia abstracta. Pero me gustaría saber qué dijo el oficial. Tal vez eso me retenga aún aquí, puesto que ya estoy bastante repuesto; temo, sí, qué dirán los vecinos. «Mirad, ahí va el hombre que dejó matar a su hijo»: eso dijo el oficial. ¡Oh, que se vayan al diablo! ¡Y el oficial también! Ya tendrán razones para llamarme asesino dentro de poco; entonces ¿qué importa?

Pasado mañana me voy a casa. Ya está arreglado. Escribiré a la señora Teague esta noche y le diré que prepare la casa. Ya he afrontado lo peor de la muerte de Martie, y creo sinceramente que no tengo nada que reprocharme. Mi cura ya está terminada; ya puedo dedicar todo mi corazón a la única cosa que me queda por hacer.

 

Junio 22.

Esta tarde he recibido una rápida visita de James; «solamente para saber cómo sigues». Muy amable. Se sorprendió de encontrarme tan bien. Le dije que esd se debía a la saludable situación de su bungalow: no podía decirle que ya le había encontrado una finalidad a mi vida; le hubiera incitado a hacer preguntas molestas. A una de ellas, por lo menos, ni yo mismo podría responder. «¿Cuándo decidiste por primera vez matar a X?» es el tipo de pregunta (como «¿Cuándo te enamoraste de mí?») que requiere todo un tratado para ser contestada. Y los futuros asesinos, a diferencia de los amantes, prefieren no hablar acerca de ellos mismos, a pesar de que este diario evidencia lo contrario; más bien hablan después ', del hecho, y demasiado, ¡pobres infelices!

Bueno, mi imaginario confesor, supongo que ya es hora de que conozca algunos detalles personales míos: edad, estatura, peso, color de los ojos, condiciones para el oficio de asesino; ese tipo de cosas.

Tengo treinta y cinco años, mido un metro sesenta y cinco, ojos pardos, expresión habitual una especie de sombría benevolencia, como la lechuza, o por lo menos, eso me decía siempre Tessa.

Mi pelo, por una extraña anomalía, no ha encanecido aún. Mi nombre es Frank Caimes. Antes tenía un escritorio (no diré empleo) en el Ministerio del Trabajo; pero hace cinco años una herencia y mi propia pereza me persuadieron a presentar mi renuncia y a retirarme a la casa de campo donde Tessa y yo habíamos siempre deseado vivir. «Allí debería haber muerto», como dice el poeta.

Dar vueltas por el jardín, y en el dinghy, era muy poco, aun para mis posibilidades de ocio; por eso empecé a escribir novelas policíacas bajo el seudónimo de Félix Lane. Son bastante buenas, según parece, y me reportan una sorprendente cantidad de dinero; pero no puedo convencerme de que la ficción policíaca sea una rama seria de la literatura; por eso Félix Lane ha permanecido siempre en el incógnito.

Mis editores se han comprometido a no descubrir el secreto de mi identidad; después de su horror inicial frente a la idea de un escritor que no quiere ser relacionado con las ineptitudes que da a la luz, terminaron divirtiéndose con esa especie de misterio. «Buena publicidad, este asunto del misterio», pensaron con la simple credulidad de los de su clase, y empezaron a usarlo como propaganda; aunque me gustaría mucho saber a quién demonios importa dos pepinos saber quién es en realidad Félix Lane; él me será muy útil en un futuro próximo. Cuando mis vecinos me pregunten qué estoy escribiendo durante todo el día, les diré que trabajo en la biografía de Words-worth; sé bastante acerca de él, pero me comería una tonelada de engrudo antes que escribir su biografía.

Mis cualidades para un crimen son, por no decir otra cosa, débiles: representando a Félix Lane he adquirido algunos conocimientos superficiales de medicina legal, justicia criminal y procedimiento policíaco.

Nunca he disparado un tiro, ni he envenenado a una rata. Mis estudios sobre criminología me han hecho comprender que solamente los generales, los cirujanos famosos y los propietarios de minas pueden cometer asesinatos impunemente. Pero tal vez sea injusto con los asesinos no profesionales.

Con respecto a mi carácter, es mejor deducirlo de este diario; me gusta imaginar que lo creo sumamente despreciable, pero esto tal vez sea tan sólo una sofisticación...

Perdóneme usted esta locuacidad presuntuosa, amable lector que nunca habrá de leerla. Un hombre está obligado a hablar consigo mismo cuando se encuentra sobre los hielos flotantes, solo en la oscuridad, perdido. Mañana vuelvo a casa; espero que la señora Teague haya regalado sus juguetes. Así se lo ordené.

 

Junio 23.

La casa está como antes; y ¿por qué no? ¿Acaso las paredes deberían estar llorando? Esa patética presunción de esperar que todo el rostro de la naturaleza cambie por nuestros pequeños y retorcidos sufrimientos es típica de la impertinencia humana. Por supuesto, la casa está igual, salvo que no hay vida en ella. Veo que han puesto una señal de peligro en la curva; demasiado tarde, como de costumbre.

La señora Teague está muy abatida. Parece que lo ha sentido; o tal vez sus tonos funerarios sean sólo comedia de habitación de enfermo para halagarme. Leyendo de nuevo esta frase, la encuentro singularmente malvada; celos porque otra persona ha querido a Martie y ha ocupado un lugar en su vida.

Dios mío, ¿habré estado a punto de convertirme en uno de esos padres absorbentes? Si es así, realmente no sirvo para asesino.

Escribía esto cuando entró la señora Teague, con una expresión de pedir disculpas, aunque decidida, en su enorme cara colorada, como una esposa tímida que se ha comprometido a elevar una queja, o como un comulgante que vuelve del altar. «No pude hacerlo, señor —dijo—; no he tenido coraje.» Y me horrorizó echándose a sollozar. «¿Hacer qué?», pregunté. «Regalarlos», sollozó.

Tiró una llave sobre la mesa y salió del cuarto.

Era la llave del armario de los juguetes de Martie. Subí al cuarto del chico y abrí el armario. Tuve que hacerlo en seguida, porque, si no, nunca lo hubiera hecho. Durante largo rato, incapaz de pensar, estuve mirando el garaje de juguete, la locomotora Hornby, el viejo osito con su único ojo; sus tres favoritos.

Me vinieron a la mente los versos de Coventry Patmore.

A su alcance tenía una caja de bolitas,

una piedra veteada,

un pedazo de vidrio roído por la playa,

y siete u ocho conchillas:

una botella con campanillas

y dos monedas -francesas de cobre,

arregladas con arte cuidadoso,

para consolar su corazón desolado.

La señora Teague tenía razón. Me hacía falta. Hacía falta algo que mantuviera abierta la herida: esos juguetes son un recuerdo más punzante que la tumba en el cementerio, no me dejarán dormir, serán la muerte de alguien.

 

Junio 24.

Esta mañana he hablado con el sargento Eider. Cien kilos de músculo y de hueso, como diría Sapper, y más o menos un miligramo de cerebro;

los arrogantes ojos de pescado del imbécil investido de autoridad. ¿Por qué nos sentimos siempre invadidos por una especie de parálisis moral al hablar con un policía, como si uno estuviera a bordo de una canoa a punto de ser arrollada por el Normandie?

Probablemente es una especie de temor contagioso. El policía está siempre a la defensiva:  contra las clases superiores porque pueden dañarle si da un paso en falso; contra las clases inferiores porque es el representante de la ley y el orden, que éstas parecen considerar, con toda razón, como sus enemigos naturales.

Eider desplegó la acostumbrada reticencia pomposa y oficial; tiene la costumbre de rascarse el lóbulo de la oreja derecha y mirar, al mismo tiempo, hacia la pared, por encima de uno, costumbre que considero extrañamente irritante.

Me dijo que aún proseguían las investigaciones; todas las posibilidades serían analizadas; habían reunido gran cantidad de informaciones, pero todavía no había ninguna pista segura. Lo cual significa, por supuesto, que han llegado a un punto muerto y no quieren admitirlo. Me dejan la vía libre. Combate abierto. Me alegro.

Le ofrecí a Eider un medio litro, y se ablandó un poco. Averigüé algunos detalles de las investigaciones. La policía es bastante perfecta. Aparte de la llamada radiotelefónica para que se presentaran los testigos del accidente, parece que visitaron todos los garajes del condado, averiguando si no habían traído radiadores averiados para arreglar, parachoques, guardabarros, etc.; se investigaron las coartadas de todos los propietarios de coches con respecto al instante del accidente, dentro de un extenso radio. Además preguntaron, casa por casa, a lo largo de la posible ruta seguida por el individuo en las proximidades del pueblo; se interrogó a los propietarios de las gasolineras; y así sucesivamente. Parece que aquella tarde había tenido lugar un juicio público, y la policía pensó que la persona buscada podía haber sido alguno de los asistentes que* se hubiera extraviado (en verdad corría a la velocidad de alguien que quisiera recuperar el tiempo perdido); pero ninguno de los coches estaba averiado al llegar a la próxima parada. También descubrieron, de acuerdo con las horas indicadas por los oficiales de esas paradas y de la anterior, que ninguno de los conductores había tenido tiempo para dar un rodeo y pasar por el pueblo. Pudo existir alguna excepción; pero pienso que la policía la hubiera descubierto.

Creo haber obtenido toda esta información sin parecer demasiado fríamente inquisitivo. ¿Para qué quiere saber todo esto un padre desolado? Bueno, supongo que Eider no se preocupa demasiado por los matices morbosos de la psicología. Pero es un problema abrumador. ¿Qué éxito puedo tener donde ha fallado toda la organización policíaca? Es como buscar una aguja en un pajar.

Un momento. Si yo quisiera esconder una aguja, no la escondería en un pajar: la escondería en un montón de agujas. Eider estaba muy seguro de que el impacto del choque debía haber averiado de algún modo la parte delantera del coche, aunque Martie pesara menos que una pluma. La mejor manera de disimular una avería sería causar más daño en el mismo lugar. Si yo hubiera atropellado a un chico y hubiera abollado un guardabarros, buscaría otro accidente: lanzaría el coche contra una puerta, un árbol o cualquier otra cosa; esto disimularía todas las marcas del choque anterior. Tenemos que ver si aquella noche hubo algún accidente de este tipo. Llamaré a Eider por la mañana y se lo preguntaré.

 

Junio 25.

La policía ya lo había pensado. El respeto de Eider por los afligidos fue sometido a una severa prueba, a juzgar por su tono en el teléfono: me dio a entender, cortésmente, que la policía no necesitaba que los de afuera le enseñaran a hacer su trabajo. Todos los accidentes ocurridos en las inmediaciones habían sido investigados, para establecer su «bona fídes>, palabras textuales del imbécil.

Es asombroso, enloquecedor. No sé por dónde empezar. ¿Cómo se me ocurrió que no tenía más que estirar el brazo para coger al hombre que estoy buscando? Debe haber sido el primer paso de la megalomanía del criminal. Después de mi conversación telefónica de esta mañana con Eider, me sentí irritado y desanimado. No tengo nada que hacer; salgo a dar vueltas por el jardín, donde todo me recuerda a Martie, sobre todo este estúpido asunto de las rosas.

Cuando Martie apenas sabía caminar, tenía la costumbre de seguirme por el jardín, mientras yo cortaba las flores para la mesa. Un día descubrí que él había cortado dos docenas de rosas finas, que yo guardaba para una exposición; esa espléndida flor rojo oscuro: «Noche.» Me enfadé con él, aunque, aun en ese momento, comprendía que sólo había querido ayudarme. Fui bestial. Luego, durante varias horas, nadie pudo consolarle. Así se destruyen la inocencia y la confianza. Ahora está muerto, y supongo que ya no importa; pero me gustaría no haber perdido la cabeza ese día; para él debió ser como el fin del mundo. ¡Oh diablos, estoy volviéndome imbécil! No me falta más que hacer un catálogo de sus frases infantiles. Y ¿por qué no? Mirando ahora hacia el césped, recuerdo cómo me dijo una vez que vio un gusano cortado en dos por la segadora: «Mira, papá, ese gusano quiere ir a dos lugares a un mismo tiempo.» Me pareció muy bien esa facilidad para las metáforas; podía haber llegado a ser poeta. Pero lo que me llevó a pensar en estas cosas sentimentales fue el descubrimiento que hice esa mañana al salir al jardín: que me habían cortado todos los rosales. Mi corazón se detuvo (como digo en mis novelas). Durante un momento pensé que los últimos seis meses habían sido una pesadilla y que Maríie estaba todavía vivo. Sin duda habrá sido algún chico travieso. Pero esto me de­sanimó, me hizo sentir como si todo estuviera en contra de mí; una providencia misericordiosa y justa podría haber dejado por lo menos algunas losas. Supongo que tendré que comunicar este acto de «vandalismo» a Eider, pero no tengo ganas de que me molesten.

Hay algo intolerablemente teatral en el sonido de los sollozos.

Espero que la señora Teague no me haya oído. Mañana por la noche recorreré las tabernas y veré si consigo alguna información. No puedo seguir para siempre entristeciéndome dentro de mi casa. Tal vez vaya a tomar algunas copas con Peters, antes de acostarme.

 

Junio 26.

Hay un placer incomparable en la simulación: la sensación de aquel hombre del cuento, que llevaba en el bolsillo una bomba que, al apretar una perilla, le haría volar instantáneamente junto con todo lo que le rodeaba. Sentí lo mismo cuando me comprometí secretamente con Tessa. Ese secreto peligroso y maravilloso dentro de mi pecho; y lo sentí de nuevo anoche, hablando con Peters.

Es un buen tipo, pero supongo que nunca se ha encontrado con nada más melodramático que un parto, una artritis o una gripe. Yo trataba de imaginarme qué hubiera dicho de haber sabido que un futuro asesino estaba sentado con él, tomando un whisky. En un momento dado, el deseo de decirlo llegó a ser intolerable. Realmente, tendré que ser más cuidadoso. Esto no es un juego.

No lo hubiera creído, pero no quiero que me manden de nuevo a ese sanatorio —o a algún lugar peor— bajo «observación».

Me alegré cuando Peter me dijo, después que me hube decidido a preguntárselo, que el informe no decía nada acerca de una posible responsabilidad mía en la muerte de Martie. Sin embargo, todavía me molesta esa idea. Miro las caras de las personas del pueblo y trato de imaginarme lo que realmente estarán pensando de mí. La señora Anderson, por ejemplo, la viuda de nuestro organista, ¿por qué cruzó esta mañana la calle para evitarme?

Siempre quiso mucho a Martie. En realidad, me lo estaba arruinando con sus fresas con nata y esos extraños rombos de gelatina, y sus mimos furtivos cuando suponía que yo no miraba. Esto último nos disgustaba a ambos por igual.

Es cierto que la pobre nunca tuvo hijos, y que la muerte de Anderson fue para ella un golpe decisivo. Preferiría que me cortaran en pedazos antes que tener que soportar su pegajosa simpatía. Como casi todas las personas que llevan una vida aislada —aislada espiritualmente, quiero decir—, soy extraordinariamente sensible a la opinión que los demás tienen de mí. Odio la idea de ser un tipo popular, bien recibido en todas partes; sin embargo, la idea de ser impopular me produce un sentimiento de profunda intranquilidad. No es un rasgo muy simpático querer comerse el pastel y al mismo tiempo guardárselo; ser querido por mis vecinos, pero permanecer esencialmente separado de ellos. Pero, por otra parte, como ya he dicho, no pretendo ser una persona muy agradable.

Voy a ir al Saddler's Arms, y afrontar la opinión pública dentro de su mismo antro. Tal vez consiga una pista, aunque supongo que Eider ya debe haber interrogado a los muchachos.

Más tarde.

He bebido casi cinco litros en las últimas horas, pero todavía estoy frío. Parece que hay algunas heridas demasiado profundas para la anestesia local. Todos muy amigos.

Por lo menos no soy el villano de la obra.

«Una vergüenza —dijeron—. La horca es muy poco para esa clase de gente.»

«Echamos de menos al chico; era muy espabilado —dijo el viejo Bamett, el granjero—. Esos automóviles son la maldición de los campos: si dependiera de mí, los prohibiría.»

Bert Cozzens, el sabio del pueblo, agregó: «Es el peaje de los caminos, no es más que eso, la libertad de tránsito de los caminos. Selección natural, ¿comprenden? Supervivencia de los más aptos, sin faltarle al respeto, señor; frente a esta horrible fatalidad, le acompañamos todos en el sentimiento.»

«¿Supervivencia de los más aptos? —chilló el joven Joe—. ¿Qué nos cuentas, Bert? Supervivencia de los más gordos, parece.»

Esto fue considerado como una falta de respeto, y el joven Joe fue suprimido de la conversación.

Son buenas personas: ni hipócritas ni cínicos ni sentimentales cuando se trata de la muerte; tienen la correcta actitud realista. Sus hijos deben ahogarse o nadar; no pueden pagarse nodrizas o comidas de fantasía, por eso nunca se les ocurriría ver mal que yo permitiera a Martie vivir la vida independiente y natural de sus propios hijos.

Yo pude haberlo adivinado. Pero temo que no me hayan sido útiles en ningún sentido. Como lo resumiera Ted Bamett, «daríamos todos los dedos de la mano derecha por encontrar al sinvergüenza que hizo eso. Después del accidente vimos a uno o dos coches que cruzaban por el pueblo, pero no nos fijamos en ellos, pues no sabíamos qué había pasado; y los faros deslumbran de tal manera, que uno no puede ver las matrículas. Supongo que para eso está la policía. Lástima que Eider se pasa el tiempo...» Y aquí seguía una serie de calumnias y de suposiciones, de un carácter sumamente erótico, relativas a lo que nuestro honorable sargento hace en sus horas libres.

Lo mismo en el Lion and Lamb y en el Grown. Mucha voluntad, pero ninguna información. A este paso no llegaré a ninguna parte. Debo tomar una dirección totalmente distinta. Pero ¿cuál? Esta noche estoy muy cansado para seguir pensando.

 

Junio 27.

Hoy, una larga caminata por el lado de Cirencester. He pasado por la colina desde donde Martie y yo lanzábamos aquellos planeadores de juguete; le gustaban terriblemente; tal vez hubiera llegado a estrellarse con un aeroplano si no hubiera aparecido antes el coche. Nunca olvidaré cómo miraba los planeadores, con una cara inefablemente tensa y solemne, como si hubiera querido mantenerlos planeando y volando eternamente. Todo el campo me lo recuerda. Mientras permanezca aquí, mi herida no ha de cerrarse, y es justamente lo que quiero.

Alguien trata de hacerme desaparecer. Anoche destruyeron y tiraron sobre el camino todas las plantas de lirios y de tabaco del cantero que está bajo mi ventana. Más bien esta mañana, temprano; a medianoche estaban como siempre. Ningún chico del pueblo repetiría una cosa semejante. En todo esto hay una malevolencia que me preocupa un poco. Pero no me intimidará.

Se me ha ocurrido una idea extraña. Tengo, tal vez, algún enemigo mortal, que ha matado deliberadamente a Martie y que está destruyendo ahora todas las otras cosas que amo. Fantástico. Demuestra cómo se nos puede trastornar el cerebro si estamos demasiado tiempo solos. Pero si esto sigue durante más tiempo, llegaré a tener miedo de mirar por la ventana al levantarme.

Hoy he caminado rápidamente, para que mi cerebro no pudiera seguirme, y por unas horas me libré de su constante recriminación. Me siento más fresco; por lo tanto, con su permiso, hipotético lector, me decidiré a pensar sobre el papel. ¿Qué nueva línea de conducta debo adoptar? Será mejor disponer el asunto bajo la forma de una serie de proposiciones y deducciones. Ahí va:

1.° No vale la pena utilizar los métodos de la policía, que posee más medios y que parece haber fracasado.

La consecuencia es: debo explotar en lo posible mis propios puntos fuertes. Seguramente, en un escritor policíaco, la capacidad de situarse dentro de la mente del criminal.

2.° Si yo hubiera atropellado a un niño y averiado mi coche, me alejaría instintivamente de los caminos principales, donde el deterioro podría ser advertido, y trataría de llegar lo más pronto posible a un lugar donde repararlo. Pero, de acuerdo con la policía, todos los garajes han sido registrados, y todas las averías que fueron reparadas en los días siguientes al accidente eran susceptibles de alguna explicación inocente. Por supuesto, pueden haber mentido de una manera u otra; si así fuera, me parece humanamente imposible descubrirlo.

¿Qué se deduce de esto? a) Que el coche no resultó, después de todo, dañado; pero la opinión de los expertos sugiere que esto es muy improbable. b) Que el criminal llevó su coche a un garaje particular, y lo ha mantenido hasta ahora bajo llave; es posible, pero sumamente improbable. c) Que el criminal llevó a cabo las reparaciones por sí mismo, secretamente; ésta es, sin duda, la explicación más verosímil.

3.° Supongamos que el individuo efectuó las reparaciones. ¿Esto revela algo acerca de él?

Sí. Debe de ser un experto, con las herramientas necesarias a su disposición. Pero aun una pequeña abolladura en un guardabarros hace necesaria la utilización de un martillo, y provoca por lo tanto un estrépito capaz de despertar a los muertos. «¡Despertar!» Exactamente. Tuvo que hacer las reparaciones durante esa misma noche, para que al día siguiente no quedaran rastros del accidente. Pero un martilleo nocturno podría despertar a la gente y provocar sospechas.

4.° No martilleó durante la noche. Pero aunque estuviera el coche en un garaje público, o en uno particular, los golpes de martillo por la mañana hubieran llamado la atención, suponiendo que hubiera podido posponer las reparaciones hasta la mañana.

5.° No utilizó el martillo para nada. Pero debemos suponer que las reparaciones fueron efectuadas de una manera u otra. ¡Qué tonto soy! Aun para arreglar una abolladura pequeña hay que sacar el guardabarros. Y si, como estamos obligados a deducir, el criminal estaba imposibilitado de hacer ruido mientras arreglaba el coche, la consecuencia es que tuvo que retirar la parte averiada y sustituirla por otra nueva.

6.° Supongamos que colocó otro guardabarros, quizá también un parachoques, o un faro nuevo, y se deshizo de los averiados. ¿Qué deducimos?

Que debe ser por lo menos un buen mecánico, y que puede conseguir piezas de repuesto. En otras palabras, debe trabajar en un taller de reparaciones público. Es más: debe ser el dueño, porque solamente el dueño del taller podría ocultar la desaparición de esa pieza de repuesto sin dar explicaciones.

¡Por Dios! Parece que he llegado por fin a alguna parte. El hombre que busco posee un taller, y debe ser importante; si no, no tendría las piezas de repuesto necesarias; pero no demasiado importante, porque en un taller grande las piezas de repuesto en existencia estarían seguramente bajo la supervisión de algún empleado o encargado, y no en manos del patrón. A menos que el criminal fuera ese empleado o encargado.

Me temo que esto aumente de nuevo el radio de elección.

¿Qué puedo deducir acerca del coche y de la naturaleza de las averías? Desde el punto de vista del conductor, Martie cruzaba la calle de izquierda a derecha; su cuerpo fue arrojado a la cuneta izquierda del camino. Esto sugiere que la abolla dura ha de haber sido a la izquierda del coche, especialmente si se desvió un poco a la derecha, para evitarle. El guardabarros, el faro o el parachoques izquierdo. Faro; esta palabra trata de decirme algo. Piensa. Piensa...

¡Ya lo tengo! No había cristales rotos sobre el camino. ¿Qué clase de faro es más difícil de destruir con un impacto? Los que están cubiertos por una rejilla, como los de esos coches deportivos rápidos y bajos. Y debe haber sido un coche bajo y alargado (con un piloto experto), para haber podido dar vuelta a esa esquina a semejante velocidad y sin salirse del camino.

Recapacitemos. Hay bastantes razones hipotéticas para suponer que el criminal es un piloto experto y temerario, propietario o encargado de un taller público de cierta importancia, y dueño de un coche deportivo con faros protegidos por rejillas. Probablemente un coche bastante nuevo; si no, se hubiera notado la diferencia entre el guardabarros viejo de la derecha y el nuevo de la izquierda, aunque pudo haber disimulado el nuevo para que pareciera usado: rajaduras, polvo, etc. ¡Ah!, y otra cosa: o su taller está en un lugar más bien solitario, o tiene alguna buena linterna sorda; de otro modo hubiera sido visto mientras efectuaba sus reparaciones nocturnas. Además, esa noche tuvo que salir de nuevo para deshacerse de las partes deterioradas después de cambiarlas; y debe existir un río o unos matorrales allí cerca donde tirarlas, pues de ningún modo podía dejarlas junto a los desperdicios del taller. ¡Cielos! Son más de las doce de la noche. Debo acostarme. Ahora que sé por dónde empezar, me siento como nuevo.

Fuente:Título original:

THE BEAST MUST DIE Traducción: J. R. Wilcock

l.a edición: febrero, 1980

La presente edición es propiedad de Editorial Bruguera, S. A. Mora la Nueva, 2. Barcelona (España) Primera edición en lengua castellana:

© Emecé Editores, S. A., Colección Séptimo Círculo. Buenos Aires - 1949 Traducción © J. R. Wilcock - 1949 Prólogo: © Juan Carlos Martini - 1980 Diseño cubierta: Raúl Pascuali

Printed in Spain

ISBN 84-02-06878-2 / Depósito legal: B. 1.184 . 1980 Impreso en los Talleres Gráficos de Editorial Bruguera, S. A. Carretera Nacional 152, km 21,650. Paréis del Valles (Barcelona) - 1980

viernes, 17 de febrero de 2023

FROST ROBERT. Al norte de Boston. FRAGMENTO.

 

 


Al norte de Boston está compuesto por dieciséis largos poemas (salvo los dos últimos), de carácter narrativo, donde se incluyen extensos diálogos, monólogos dramáticos y descripciones. El origen de su redacción data de su estancia en una granja que adquirió en Dewy, Nueva Inglaterra. La observación de sus vecinos le sirve de referente a la hora de crear los personajes que aparecen en estos poemas, enfrentados a una dura lucha con el clima y la tierra.

 


 

 Robert Frost

Al norte de Boston

 

 

 

 

 


 

 NOTA PREVIA DEL TRADUCTOR

Robert Frost nació en San Francisco de California el 26 de marzo de 1874. Era oriunda su familia de Nueva Inglaterra, y allí tomaría y transcurrirían los años de infancia del poeta y los primeros de su juventud. También en aquel medio rural e ingrato se empleó desde muy pronto en rudas faenas del campo, familiarizándose desde entonces con el ambiente rústico y el contacto con la naturaleza que tan a fondo habrían de influir en su personalidad y en su futura creación poética.

En 1892 se graduó en la Escuela Superior de Lawrence (Massachusetts), junto con su futura esposa Eleanor White. En su primer poema, la clásica oda académica, apuntaban ya indicios de su talento para la expresión lírica. Pasó tres años de constantes y penosos esfuerzos para ganarse la vida en los más diversos y bajos menesteres, el de zapatero entre otros; pero sin desmayar jamás en su infatigable pasión por la lectura.

Contrajo matrimonio en 1895, y esto, junto con los poemas que ya escribía, tuvo en su vida un influjo estabilizador. Escribía, sí, y continuó escribiendo a lo largo de bastantes años, pero sin conseguir convencer y mover a los editores para la publicación y difusión de su obra, ni salir de la estrechez material y la angustia de un vivir esclavizado por el alienante trabajo en talleres y fábricas.

En 1897 siguió dos cursos en Harvard, y, en 1900, su abuelo le hizo donación de una granja en New Hampshire. En aquella comarca desolada y áspera, cerca de Derry, Robert espigó una espléndida cosecha de sugerencias y motivos para sus poemas futuros. Entre 1905 y 1912, ejerció como docente. Fue un profesor estimable, tanto en la Academia Pinkerton, de Derry, donde impartió lengua inglesa, como en la Escuela Normal de Plymouth, donde enseñó psicología.

En 1912 vendió la granja por 1500 dólares y se fue a Inglaterra, dispuesto a darse a conocer y abrirse camino con la poesía. No tardó en entablar relación con un grupo de poetas georgianos que le presentaron a los editores. Fue su suerte. Sus dos primeros libros, A boy’s Will (1913) y North Boston (1914), causaron sensación en Londres. Cuando volvió a los Estados Unidos en 1915 se encontró con que ya era famoso. En adelante, estimulado y dirigido por Eleanor, dedicó por entero su vida a la poesía. Se introdujo de lleno en el mundo cultural y académico y dio frecuentes lecturas de sus poemas en Michigan, en Amherst, en Dartmouth, y en un sinfín de colegios y sociedades. Ganó el premio Pulitzer en 1924,1931, 1937 y 1943, además de otros muchos galardones.

Frost es hoy, después de la época de Whitman, uno de los más grandes poetas norteamericanos, y su obra ha supuesto una notable revolución en la poesía inglesa. Podemos situarla, en principio, dentro de la corriente renovadora que surgió en Estados Unidos hacia 1912 en tomo a la revista Poetry. Fue, en cierto modo, como un nuevo romanticismo que se proponía volver a la observación de la realidad y prescindir del tradicional lenguaje poético. En su génesis influyó particularmente la publicación de algunos libros de versos entre los que destacaba el ya citado A Boy’s Will. Frost, como queda dicho, tenía su principal fuente de inspiración en la vida rural de Nueva Inglaterra, donde residió largo tiempo. De ahí la simplicidad de su vocabulario, que muy a menudo reviste un carácter coloquial. Esto, y el hecho de que se situara en la vanguardia de un movimiento reformista, le relaciona de alguna manera con el poeta inglés Wordsworth, si bien Frost no suele incurrir en el subjetivismo y el ternurismo frecuentes en aquél. En sus poesías apreciamos más bien una fuerza telúrica sabiamente administrada, con el freno consciente de quien se sabe «un hombre hablando a los hombres». Hay un propósito de modulación del verso a partir del referente concreto que suple las limitaciones expresivas de los recursos métricos y retóricos con lo que Frost denomina «el sonido del sentido»: la musicalidad de los significados determinando y enriqueciendo la de los significantes. Por eso no se revela como innovador de las técnicas de versificación, aunque emplea el verso libre de un modo muy personal. Para él lo fundamental es «the sound», la música, llegando a decir que el sonido, en el poema, es como el oro en la ganga. Existe el dilema entre hacer resaltar el poema-como-música o el poema-como-significado. Un poeta, según Frost, debe aprender a «crear cadencias por medio de la ruptura elaborada de los sonidos del sentido con toda su irregularidad de acento a través del metro». Claro que esto no es ninguna novedad: en palabras de Jay Parini, «los poetas siempre han entendido que el metro es una abstracción, y que uno superpone los ritmos del discurso normal sobre el latido teórico del patrón métrico».

Para Frost, el objeto al escribir poesía es hacer que todos los poemas suenen tan distintos unos de otros como sea posible, y para eso no bastan los recursos de vocales, consonantes, puntuación, sintaxis, palabras, frases, métrica… Precisamos del auxilio del contexto, el tema, el significado. Sólo así logramos la variedad. Y el sentido —el sonido— es múltiple aún dentro de un mismo poema. La música —el significado— de un poema no es siempre igual para cada perceptor y en cada momento. En la idea que tiene Frost del acto de creación poética y de su posterior recepción, un poema comienza siempre como placer, predispone al impulso, asume dirección con el primer verso que se escribe, sigue un curso de hallazgos más o menos afortunados y concluye en una clarificación de la vida: no necesariamente una gran clarificación, como aquélla en que se fundan las sectas y los cultos, sino en un punto de apoyo momentáneo frente a la confusión. En suma, tiene un desenlace, que es siempre un atisbo de conocimiento, con lo que cabe decir que la trayectoria de un poema es siempre del placer al conocimiento. Y ese resultado, aunque imprevisto, estaba ya implícito en la idea originaria, aunque el poeta procede de sorpresa en sorpresa, sin conocerlo hasta el final. Es decir, que era predestinación lo que termina como revelación. Y la piedra de toque de la autenticidad de todo poema está en que ese proceso lo viva también, a su manera, cada oyente o lector.

Y, por supuesto, irrenunciablemente también el traductor. Para que el poema resultante de la versión en otra lengua tenga savia propia, vuelo propio; para que no se parezca, como tantas veces ocurre, a esos productos inanes de las máquinas de traducir, el poeta que la realiza (¡tiene que ser poeta, no se olvide!) ha de sumergirse en el texto original como en un río y dejarse calar hasta los huesos por su sentido y su sonido, y sobre todo, como postula Frost, por «el sonido del sentido», ese complejo contrapunto de ritmos y significados, avanzando así, también él de sorpresa en sorpresa, hasta el desenlace/revelación. Sólo esta actitud abierta, de entrega y disponibilidad, le permitirá ir descubriendo la melodía verbal que en su idioma se corresponde con las modulaciones y acordes del poema que intenta convertir. Léxico, sintaxis, puntuación, metro, rima cuando la hay, no deben surgir nunca de una operación de mimesis o de calco. Tienen que nacer de nuevo, a impulso de la vivencia profunda del espíritu que progresa, deslumbrado y torpe, del placer al conocimiento, y obra la metamorfosis. Por eso la recreación de un texto poético en otra lengua suele tener algo de litúrgico: es como una concelebración.

Al norte de Boston, que, como ya se ha indicado, publicó Frost por vez primera en 1914, no es por ello obra primeriza, ni menos recia y representativa que el resto de su producción. Aquí aparecen ya todas sus constantes, asoman todos sus demonios. De cuanto en la presente nota queda expuesto, estos dieciséis poemas son muestra más que sobrada. En ellos estamos siempre al aire libre, en contacto con los elementos, enfrentados con la fatalidad y la intemperie. Sobre este cañamazo de vida rural y presencia numinosa de la naturaleza, borda Frost con estro delicado una serie de sencillas escenas, entre la comedia y el drama, tan diferentes entre sí como él en efecto propugnaba. Roza el costumbrismo, pero lo salva siempre. Nos hallamos más bien ante una épica de lo cotidiano. La ironía, el humor —un humor cruel, a veces— recorren sutilmente estos poemas-relato, y el alma de los personajes se revela y desnuda en sus monólogos y sus diálogos; lo que se sugiere es siempre mucho más de lo que se dice, y a veces deja entrever perspectivas inquietantes. Hay casos, como en «Arándanos», o «La casita negra», en que sabemos de los caracteres principales por lo que cuentan otros. Y son figuras conmovedoras, en su simplicidad y su recia humanidad. Otros personajes («Servidora de servidores», «El ama de casa») nos estremecen en su situación de angustiada soledad y desesperanza.

No sé si alguien lo ha constatado antes, pero creo advertir un claro antecedente de esta poesía en el británico Robert Browning: en poemas como «Andrea del Sarto», por ejemplo. Con esta temática, lejos de los niveles de abstracción de sus contemporáneos Eliot. Pound, etc., nada tiene de sorprendente que Frost llegara a ser un poeta muy popular. Salvadas las distancias, que son considerables, podría ser el caso de poetas españoles coetáneos como Ramón de Campoamor y José M.ª Gabriel y Galán, autores a su vez de poemas narrativos, y el segundo en dialecto extremeño bien a menudo. Frost hace hablar a sus personajes en un cierto dialecto de Nueva Inglaterra, con particularidades de dicción y sintaxis de imposible traducción, por lo que cabría aconsejar a todo lector con suficientes nociones de inglés que se aventure a leer los diálogos en esta lengua. Por otra parte, la dimensión trágica, el ingrediente de desesperación y amargura que encontramos en muchos momentos de los poemas de Frost, los abismos y los enigmas que se insinúan tras de sus versos aparentemente sencillos, le sitúan muy por encima, como poeta, de la musa filosofante y moralizante de nuestro asturiano, igualmente tan popular en su tiempo.

Dos palabras, para concluir, acerca de los criterios aplicados en la versión. El endecasílabo inglés raras veces puede reducirse a endecasílabos castellanos, por lo que ha sido preciso optar, como en tantos otros casos, por alargarlo en alejandrinos y otras combinaciones métricas más extensas, manteniendo los ritmos silábicos en una pugna constante por no caer en la prosa pura y simple, difícil empeño cuando el componente anecdótico tiende como un lastre hacia ello. En los poemas con rima en inglés, hemos tratado de rimar también en español, si bien no siempre ha sido posible encontrar consonantes sin distorsionar demasiado el verso, en cuyo caso hemos recurrido a rimas asonantes. Y en cuanto al léxico, nos hemos permitido la mayor libertad con el fin de acercarnos lo más posible a ese ideal que antes exponíamos de que el poema trasvasado tenga savia propia, vuelo propio. Tal ha sido el propósito, claro está, pero es mucho lo que va del deseo al pleno cumplimiento. En esto, cuando el traductor traiciona, se traiciona antes que nada a sí mismo. Y uno siente aquí la tentación de remedar a los viejos actores del teatro clásico cuando concluían humildemente la representación con aquel célebre latiguillo que pedía al público «perdón por las muchas faltas».


 AL NORTE DE BOSTON

CERCA EN REPARACIÓN

Hay algo que se opone a que una cerca exista,

Que hincha la tierra helada y la socava

Y desparrama al sol los pedruscos cimeros,

Y abre boquetes por los que se cuelan

hasta dos cuerpos juntos. Pues ¿y los cazadores?

He ido tras ellos y reparado el estrago

Allí donde no dejan ni piedra sobre piedra;

Pero es que tienen que sacar de su hoyo al conejo

Por dar gusto a los canes plañideros. Los boquetes, creedme,

Que nadie les ha visto hacer, ni hacer ha oído,

Pero, a la primavera, allí los encontramos.

Se lo hago saber a mi vecino, allende el cerro,

Y un día nos damos cita y recorremos la linde

Y volvemos a alzar la cerca entre nosotros,

Manteniéndola siempre entre los dos, al paso.

Cada uno los pedruscos que de su lado cayeron.

Y los hay como panes, y otros tan casi esféricos

Que hemos de usar conjuros para que se sostengan:

«¡Ahí quieto donde estás hasta que nos volvamos!»

Nos pelamos los dedos manejándolos.

Ah, otra especie de juego al aire libre,

Uno por cada bando. A poco más alcanza:

Ahí donde está la cerca, no la necesitamos.

Él es todo pinar; yo, manzanal.

Y mis manzanos no van a cruzar nunca

La cerca y a comerse sus piñas, le digo.

Y él sólo me responde: «Buenas cercas hacen buenos vecinos».

La primavera me trastorna, y no sé

Si podría meterle en la cabeza: «¿Por qué

Hacen buenos vecinos? ¿No será

Donde hay vacas? Pero aquí no hay vacas.

Antes de levantar una cerca, yo siempre considero

Lo que de un lado y otro estoy cercando

Y a quien puedo infligir con ello agravio.

Hay algo que se opone a que una cerca exista,

Que quiere echarla abajo». Podría yo decirle: «Trasgos».

Pero no son exactamente trasgos, y preferiría

Se lo dijera él mismo. Le veo allá venir

Aferrada una piedra en cada mano,

Como un salvaje de la edad de piedra bien armado,

Y me parece verlo en la tiniebla

No tan sólo de bosques y de sombra de árboles.

Él no irá más allá del proverbio ancestral

Y le encanta pensarlo por su cuenta

Y repite: «Buenas cercas hacen buenos vecinos».


 LA MUERTE DEL JORNALERO

Contemplaba María la llama del quinqué, sentada a la mesa,

Esperando a Warren. Cuando oyó sus pasos

Corrió de puntillas por el pasillo a oscuras

A darle la noticia en el umbral

Y ponerle en guardia. «Silas ha vuelto».

Le hizo salir con ella, cerró la puerta y dijo:

«Sé amable». Tomó luego de los brazos de Warren

Las cosas que traía del mercado

Y las dejó en el soportal. Después le hizo bajar

Y sentarse a su lado en los peldaños de madera.

«¿Cuándo dejé de ser con él amable?

Mas no le admitiré de nuevo aquí», repuso el hombre.

«Ya se lo dije en la pasada recolección del heno.

Si se marchaba entonces, le advertí, habíamos terminado.

¿Para qué sirve? ¿Quién le dará acogida

A su edad por lo poco que puede hacer?

Nada depende de su contribución.

Siempre se larga cuando le necesito más.

Cree que debería ganar un módico jornal,

Bastante al menos para comprar tabaco

A fin de no tener que pedir y estar agradecido.

“Bien”, digo yo. “No puedo permitirme

Pagar salarios fijos, aunque ojalá pudiera”.

“Otro sí que podrá”. “Entonces otro tendrá que hacerlo”.

Y no me importaría a mí que mejorase

Si de eso se tratara. Puedes estar segura,

Cuando él empieza así es que tiene a alguien

Que intenta sonsacarle con algún dinerillo…

En pleno henaje, cuando escasea la mano de obra.

Luego en invierno vuelve con nosotros. Estoy harto».

«¡Chis!, no tan algo: te va a oír», dijo María.

«Pues que me oiga: más tarde o más temprano habrá de oírme».

«Está agotado. Duerme junto a la estufa.

Cuando volví de casa de Rowe me lo vi aquí, arrebujado

Contra la puerta del establo, dormido como un tronco.

Daba lástima verlo, y también miedo…

No es para que sonrías… No le reconocí…

No le esperaba yo… y está cambiado.

Aguarda y ya verás».

                                  «¿Dónde dijiste que había estado?»

«No lo ha dicho. Le llevé como pude hasta la casa

Y le di té, y procuré que fumara.

Intenté hacerle hablar sobre sus viajes.

No hubo manera: se limitó a cabecear sin soltar prenda».

«¿Pero qué dijo? ¿Dijo algo?»

«Poca cosa».

                     «¿Pero algo? Confiésame, María,

Ha dicho que está aquí para avenarme el prado».

«¡Warren!»

                «¿Pero lo dijo? Sólo quiero saberlo».

«Pues claro que lo dijo. ¿Qué quieres que dijese?

No irás a escatimarle al pobre viejo

Alguna forma simple de salvar su amor propio.

Y añadió, si de veras te interesa saberlo,

Que pensaba aclarar la dehesa alta también.

¿Te suena a historia ya antes oída?

Warren, quisiera que hubieses oído cómo

Lo embarullaba todo. Dos, tres veces

Me paré yo a observar —tan perpleja me tenía—

Si no sería que hablaba en sueños. Continuó luego

Con Harold Wilson —recuérdalo—, el muchacho

Que empleabas en el henaje desde hacía cuatro años.

Ha terminado sus estudios, cursado magisterio.

Silas afirma que tendrás que mandarlo volver.

Dice que ambos formarán un buen par para la labor:

¡Que entre los dos tendrán esta heredad como una seda!

Si vieras cómo mezclaba eso con otras cosas.

Él tiene al joven Wilson por un chico capaz,

Aunque chiflado con la educación: tú sabes

Cómo bregaron todo el mes de julio, bajo el sol llameante,

Silas subido al carro, acoplando la carga,

Harold al pie, echándola hacia arriba con el bieldo».

«Sí, yo me cuidaba de estar lejos, donde no los oyera».

«Pues bien, aquellos días, a Silas lo turbaron como un sueño.

Quién podría creerlo. ¡Cómo persisten ciertas cosas!

El desparpajo estudiantil de Harold picaba su amor propio.

Después de tantos años aún anda buscando

Razones que ahora entiende podría haberle opuesto.

Me da lástima. Sé muy bien cómo sienta

Que se te ocurra la razón cabal demasiado tarde.

Harold asociado en su mente con el latín…

Ha querido saber qué pienso yo sobre el decir de Harold

De que estudió el latín, como el violín,

Porque le gustaba… ¡vaya un argumento!

Dice que no logró hacer creer al mozo

Que él descubre agua con una vara de avellano…

Lo cual demuestra el provecho que ha sacado de los estudios.

Pasaría por eso. Pero ante todo piensa

En poder disponer de otra oportunidad

De enseñarle a apilar una carga de heno…»

«Lo sé, ésa es la única habilidad de Silas.

Pone cada horconada en su lugar exacto,

Y la marca y numera para futura referencia,

A fin de hallarla y removerla, en la descarga,

Con facilidad. Silas hace eso bien. Lo saca

En parvas grandes como nidos de grandes aves

Y nunca le verás de pie sobre el forraje

Que intenta echar arriba, pues quien se empina es él».

«Él piensa que podría enseñarle eso, así sería

Quizá de algún provecho para alguien en el mundo.

Detesta ver a un chico víctima de los libros.

Pobre Silas, tan preocupado siempre por el prójimo.

Sin nada en el ayer que mirar con orgullo,

Sin nada en el mañana que ver con esperanza,

Nada distinto nunca para él».

Un segmento de luna caía hacia poniente

Llevándose consigo el cielo entero hacia las lomas.

Su luz le llovió blanda en el regazo. Lo vio ella

Y se cubrió con el delantal. Como quien pulsa un arpa,

Tendió luego la mano entre los dondiegos de día

Acicalados de rocío desde el arriate a los aleros,

Cual si arrancara, música inaudible, no sé qué ternura

Que obró en él su virtud junto a ella en la noche.

«Warren», dijo María, «ha venido a casa a morir:

No tienes que temer que esta vez te abandone».

«A casa», ironizó él con voz queda.

                                                        «Sí, ¿pues qué, si no es a casa

Vas a decir? Todo depende de lo que se entienda por la casa de uno.

Claro, para nosotros él no es nada; no más

Que el perro aquel que se llegó a nosotros,

Desconocido, despernado, por el carril del monte».

«Tu casa es aquel sitio donde si tienes que acudir

han de darte acogida».

                                    «Yo lo definiría como algo

Que en cierto modo no has de merecer».

Warren a esto se inclinó, dio un paso o dos,

Echó mano a un bastoncillo, se lo trajo

Consigo, lo quebró y lo arrojó a un lado.

«¿Crees tú que Silas es más acreedor de nuestra hospitalidad

Que de la de su hermano? Trece millas escasas

A vueltas del camino le llevarían ante su puerta.

Silas ha caminado hoy todo eso y más, sin duda alguna.

¿Por qué no acude allí? Su hermano es rico,

Un personaje… director del banco».

«Él nunca nos lo ha dicho».

                                           «Lo sabemos, no obstante».

«Yo creo que su hermano debería ayudar en algo, por supuesto.

Me encargaré de ello, si hace falta. Debería, en justicia,

Acogerle en su hogar, y acaso esté dispuesto…

Tal vez sea mejor de lo que nos parece.

Pero ten lástima de Silas. ¿Piensas tú

Que si él cifrara algún orgullo en el linaje

O en cualquier cosa que pudiera esperar de su hermano

Habría callado respecto a él todo este tiempo?»

«Me gustaría saber qué hay entre ellos».

                                                                «Puedo decírtelo.

Silas es lo que es; a nosotros no nos importa;

Pero es justo la clase de persona que los parientes no soportan.

Jamás ha hecho nada tan execrable, en realidad.

Él no sabe por qué no es él tan bueno

Como cualquier otro. Pero, indigno como se considera,

No se dejará avergonzar por agradar a su hermano».

«No puedo creer que Si haya jamás herido a nadie».

«No, pero me ha herido en el alma ver la forma

En que yacía y giraba la senil cabeza en ese puntiagudo

Respaldar. No me ha permitido acomodarle en el sofá.

Debes entrar y ver lo que puedes hacer tú.

Le he preparado allí la cama para esta noche.

Te sorprenderá cuando lo veas, lo maltrecho que está.

Ya no podrá volver a trabajar. Estoy segura».

«Yo no diría eso así tan pronto».

«Tampoco yo. Anda, mira, compruébalo tú mismo.

Pero Warren, hazme el favor, recuerda los sobrentendidos:

Ha venido a ayudarte a drenar el prado.

Tiene un plan. No debes reírte de él.

Quizás no hable del asunto, y luego sí que hable.

Yo miraré entretanto si aquella nubecilla

Acierta o no a cubrir la luna».

                                               La cubrió.

Entonces hubo tres allí: una guirnalda

Difusa: la luna, la nubecilla plateada y ella.

Regresó Warren —demasiado pronto, pensó María—.

Se deslizó a su lado, le tomó la mano y esperó.

«¿Warren…?», inquirió ella.

                                    «Muerto», fue toda la respuesta de él.

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