sábado, 3 de diciembre de 2022

Sherwood Anderson: el problema del matrimonio Una reseña de F. Scott Fitzgerald (FRAGMENTO).

 



Sherwood Anderson: el problema del matrimonio

 

 

Una reseña de F. Scott Fitzgerald

 

En el último siglo la fama de algunos escritores ha tardado en consolidarse. No hablo de Tennyson o Dickens, que a pesar de su blando radicalismo siempre se posicionaron del lado del pensamiento común. Tampoco me refiero a Wilde o De Musset, que se convirtieron casi en leyendas gracias a sus escándalos personales.

Me refiero al éxito de escritores de la talla de Hardy, Butler, Flaubert y Conrad, que han remontado la corriente y están destinados a tener una influencia casi intolerable en las generaciones venideras.

Considerados esotéricos por un círculo restringido de claqueros, acaban convirtiéndose en una oscura y vibrante moda. Sus contemporáneos, al acercarse a su obra, se quedaron perplejos y desconcertados. Luego por fin llega algún crítico que se da cuenta de que estos son noticia y lo grita a los cuatro vientos como si fuera un gran descubrimiento, argumentado con profundas intuiciones personales. Así este autor viejo y machacado, con una decena de imitadores entre los más jóvenes, logra por fin su reconocimiento.

Hoy el mundo de la cultura está más unido: en los últimos cinco años hemos visto consolidarse el éxito de dos hombres de primera fila, James Joyce y Sherwood Anderson.

Muchos matrimonios me parece la obra más representativa de la personalidad de Anderson. Después de haberla leído podríais pensar que Anderson es un neurótico o que los neuróticos sois vosotros y él simplemente un hombre liberado de todas sus inhibiciones. El noble ingenuo que ha caracterizado las tragedias de Don Quijote o Lord Jim no existe en Muchos matrimonios. Si hay un rastro de nobleza en el libro de Anderson, es una nobleza que él creó como Rousseau creó su hombre en relación con la naturaleza. En algunas mentes particularmente sensibles, el genio concibe una energía tan transcendental que logra reemplazar el universo existente. El nuevo universo se acerca enseguida a la esencia de la realidad como el anterior.

Leo cada día en los periódicos que, sin previo aviso, algún hombre de negocios seguro y sosegado huye con su estenógrafa. Este es el acontecimiento central de Muchos matrimonios. Pero en el resplandor de un inagotable y maravilloso éxtasis, lo que se conoce como un vulgar affaire se transforma en una transición de profunda y mística importancia.

El libro es la historia de dos momentos y de dos matrimonios. Entre la medianoche y el amanecer un hombre desnudo camina arriba y abajo delante de la estatua de una virgen y habla a su hija de su primer matrimonio, una unión espiritual y física que se disuelve en el momento de su máxima coronación.

Cuando el hombre termina de hablar se va, lanzándose hacia su segundo matrimonio, mientras a la mujer del primero se le escapa la vida.

Muchos matrimonios no es inmoral: es violentamente antisocial. No justifica la postura del protagonista, pero da un giro sorprendente y curioso sobre la relación entre hombre y mujer. Es la reacción de un hombre sensible y altamente civilizado al fenómeno de la lujuria, aunque se diferencia de Dreiser, Joyce y Wells, por ejemplo, cuyas obras ignoran tanto el concepto de realidad como un todo como la necesidad de desafiar y renegar de tal concepto. El héroe de Muchos matrimonios, debido a su fábricas de lavadoras, se acerca más que otros personajes a la existencia de un vacío absoluto.

No me gusta el hombre del libro. El mundo en el que creo, sobre el que apoyo mis pies, me parece existir solo a través de una serie de ilusiones; ilusiones que necesitan de un análisis minucioso una decena de veces por siglo, y que a veces lo obtienen.

El hombre cuya habilidad para resumir sea suficientemente grande como para reseñar este libro en un millar de palabras no existe. Si lo logra es que está escribiendo los subtítulos para la película o trabaja en una agencia de publicidad.

New York Herald, 4 de marzo de 1923

 

 


 Nota del autor

 

 

Antes de empezar a escribirlo, llevé este libro dentro de mí durante varios años. Ya había decidido el título antes de coger la pluma. Hay muchos matrimonios en el centro de esta novela. ¿Puede un solo matrimonio atarme para toda la vida? ¿Estoy condenado a no escribir más de un libro, a no amar a más de un amigo o a más de una mujer? Hay a mi alrededor muchos hombres y mujeres que me pertenecen y a los que pertenezco.

Escribí Muchos matrimonios durante un invierno pasado en la ciudad de Nueva Orleans. Fui allí respondiendo a una llamada de mi corazón. Fue un invierno feliz. Aunque desde mi juventud viví en el Norte, siempre estuvo presente en mí una voz que me llamaba hacia el Sur. Quizás esta llamada persistente venía de la sangre de mi abuela italiana que nació en el Sur y era una campesina fuerte, morena y con las caderas anchas.

Vivía en el Norte, en Chicago, y como a muchos otros millones de jóvenes americanos, la enorme oleada de industrialización me arrancó del medio rural. Deseaba retornar a los campos y a la tierra. Quería que la tierra volviese al centro de mi obra. A esa necesidad responde Muchos matrimonios.

En Nueva Orleans tenía realmente poco dinero, y tuve que vivir en un barrio pobre de la ciudad, cerca del río. A mi alrededor rebosaba la vida de los negros. Alquilé una habitación en la casa de un obrero italiano. Las voces de los negros que oía subir desde la calle y también los fuertes acentos de los italianos y de las italianas que frecuentaban la casa, se mezclaban y se confundían, me fascinaban.

Empecé a escribir. En cuanto la historia comenzó a desarrollarse me pareció dictada por la fantasía. Es curioso, por tanto, que muchos críticos hayan clasificado como realista esta novela.

Se trataba del contraste entre alma y cuerpo. Si queréis comunicar al lector la aspereza de este conflicto, es necesario ante todo vivirlo. Quería intentar describir los problemas que derivan de la tentación, ubicándolos en un ambiente de vocación puritana, protestante y con un alto desarrollo industrial. Mi protagonista, un hombre perturbado por la dicotomía entre espíritu y carne, vive en una ciudad industrial del Norte.

El relato se desarrolló con agilidad, quizás porque respondía a una inspiración muy arraigada en mí. No recuerdo haber escrito nunca con la misma espontaneidad y felicidad.

En Estados Unidos la novela ha sido duramente criticada; pero yo sigo pensando que aquel invierno escribí una historia bella y sincera.

Sherwood Anderson

 

 


 Prefacio

 

 

Si uno busca el amor y se dirige a él directamente, o tan directamente como puede, en medio de las complejidades de la vida moderna, quizás es que uno esté loco.

¿No has conocido un momento en el que hacer lo que parecería en otros momentos y bajo unas circunstancias algo diferentes el más trivial de los actos se convierte de repente en una empresa gigantesca?

Estás en el zaguán de una casa. Ante ti hay una puerta cerrada y, al otro lado de la puerta, sentado en una silla al lado de la ventana, hay un hombre o una mujer.

Es el atardecer de un día de verano y tu propósito es dar un paso hacia la puerta, abrirla, y decir:

—No tengo intención de seguir viviendo en esta casa. Mi equipaje está hecho y, en una hora, un hombre con quien ya lo he acordado vendrá a buscarlo. Sólo he venido a decirte que ya no podré seguir viviendo a tu lado.

Ahí estás, ya ves, de pie en el zaguán, a punto de entrar en la habitación y pronunciar esas pocas palabras. La casa está en silencio y te quedas de pie largo rato en el vestíbulo, asustado, vacilante, silencioso. De modo impreciso te das cuenta de que cuando bajaste al zaguán desde la planta superior lo hiciste de puntillas.

Para ti y la persona del otro lado de la puerta es acaso mejor que no continúes viviendo en la casa. En eso estarías de acuerdo si fueras mínimamente capaz de hablar de modo razonable sobre el asunto. ¿Por qué eres incapaz de hablar de modo razonable?

¿Por qué te resulta tan difícil dar esos tres pasos hacia la puerta? No tienes enfermedad alguna en las piernas. ¿Por qué sientes los pies tan pesados?

Eres joven. ¿Por qué te tiemblan las manos como si fueran las de un anciano?

Siempre has pensado que eras un hombre valiente. ¿Por qué de pronto te faltan arrestos?

¿Es divertido o trágico saber que no serás capaz de llegar hasta la puerta, abrirla, entrar y decir esas pocas palabras sin que te tiemble la voz?

¿Estás loco o cuerdo? ¿Por qué esta espiral de pensamientos en tu cabeza, una espiral de pensamientos que, mientras estás ahí de pie, vacilante, parece absorberte hacia lo más profundo de un pozo sin fondo?

viernes, 2 de diciembre de 2022

La amistad de dos gigantes Correspondencia (1960-2007) Miguel Delibes y Francisco Umbral.




La amistad de dos gigantes

Correspondencia (1960-2007)

Miguel Delibes y Francisco Umbral



QUERIDO PACO, QUERIDO MIGUEL

Por Santos Sanz Villanueva

«Y te agradezco no sé de qué forma esta nueva manera de ayuda y amistad

que hace de ti algo así como mi hermano mayor», le dice Francisco Umbral a

Miguel Delibes ya en una misiva del 14 de octubre de 1965. El nombramiento no se

le olvidará a Delibes: «te hablo con el título de hermano mayor que me diste un

día», recuerda un lustro largo después, el 19 de octubre de 1972. Algo antes, el 27

de abril de 1971, había despedido una carta apelando a esa fraternidad: «Como

hermano mayor me entusiasmo con tus éxitos». Bastante después, a finales de

1986, Umbral fía a esa familiaridad el parecer de Delibes acerca de una sugerencia

de trabajo: «Confío, como siempre, en tu buen sentido de hermano mayor, que es

el que a mí me falta». Umbral abrió, en fin, en 1970, el libro Miguel Delibes con las

razones que exigían ese título honorífico y las desgrana en el mismísimo primer

párrafo de la semblanza biográfica:

Cuando uno es huérfano prematuro y además hijo único, es fatal que se pase

la vida buscando padres espirituales y hermanos mayores. Yo he tenido varios. Los

he tomado y dejado. Algunos padres me han salido golfos —y no sólo el padre de

la carne—; algunos hermanos espirituales me han salido tontos. Pasa el tiempo y

queda, a través de los años, un hermano mayor en mi vida: Miguel Delibes.

Estas disquisiciones indican el carácter de una relación personal mantenida a

lo largo de seis décadas. Se inició a finales de los años cincuenta y duró hasta los

últimos días de Umbral en agosto de 2007, no mucho antes de que su mentor

falleciera en marzo de 2010. El trato directo fue abundante, y ambos propiciaron

encuentros en diversos lugares, en Madrid y Valladolid, sobre todo. Pero, sujetos

los dos a múltiples obligaciones, el correo les sirvió como medio principal para

mantener vivo el contacto. Con frecuencia por motivos prácticos y laborales. Mas

también por hacerse confidencias privadas y literarias.

Delibes conoció a Umbral a finales del medio siglo. Eduardo Martínez Rico

le pregunta a Umbral en unas Conversaciones con el escritor cómo aparece Delibes

en su vida y contesta: «Cuando le hicieron director del periódico, Miguel empezó a

buscar colaboradores entre los jóvenes con inquietudes de la ciudad y allí fuimos a

parar unos cuantos». La respuesta peca de inconcreta. Tuvieron que relacionarse

antes de que Delibes fuera nombrado director de El Norte de Castilla en 1961, en los

años precedentes en que desempeñó, sucesivamente, los cargos de subdirector y

director interino. En esas mismas conversaciones Umbral aquilata más,

indirectamente, su vínculo con quien se convertiría en su tutor: «Estaba muy

amarrado ya al periódico de Delibes, El Norte de Castilla, y ya estaba a punto de

pegar el salto para el periódico y dejar el banco. Pero me llamaron de León para

trabajar en una emisora ganando bastante más pasta. Me fui a León a trabajar en la

radio».

En efecto, Umbral trabajaba a disgusto y sin interés en un puesto subalterno

de la sucursal vallisoletana del Banco Central cuando le surge la oportunidad, en

1958 y gracias a su primo, el también periodista José Luis Pérez Perelétegui, de

colocarse en la emisora de radio falangista La Voz de León. Aunque se trataba de

un empleo administrativo, enseguida pasó a ejercer funciones de redactor y a

extender sus colaboraciones en el periódico Diario de León. Umbral se había hecho

un hueco y alcanzado alguna notoriedad en la vida local. Su ambición literaria le

lleva, sin embargo, a dar el salto a Madrid sin mucho tardar, en 1961. Ya no se

reintegró a Valladolid, de modo que su ligazón con Delibes, quien no cesaba de

hacerle encargos o de aceptar los múltiples proyectos que él le proponía para el

diario pucelano, fue epistolar. No solo se debió a motivos profesionales. Lo

privado dio paso a lo íntimo, el intercambio postal se hizo habitual y alcanzó una

gran dimensión. «Ni de novio tuve una correspondencia tan activa», le comenta

Delibes a Umbral en 1969, cuando aún faltaban muchos mensajes por enviarle. Y

Umbral admite en el mismo año: «Eres el ligue más largo que he tenido en mi

vida».

Así se fraguó un copioso epistolario de tres centenares de cartas en las que

se aprecia el proceso de desarrollo y consolidación de una amistad que llegó a

ribetes paterno-filiales: «sigo siendo tu octavo hijo», dirá Umbral poniéndose a la

cola de la numerosa prole de Delibes. Las cartas nos permiten ver las jornadas que

fueron conduciendo a la desembocadura de una camaradería que pasó de ser la de

dos escritores y sus intereses peculiares a abarcar los respectivos círculos

familiares. La propia disposición formal de las misivas refleja el pronunciado

cambio. El encabezamiento de los escritos de Delibes evoluciona desde el formular

«Sr. D. Francisco Pérez» en los inicios de este epistolario al «¡Qué agudo eres,

querido Paco» con que se dirige a su protegido veinte años después. En el medio se

suceden los convencionales «Mi querido amigo», «Querido amigo» y los más

cercanos «Mi querido Paco» o «Muy querido Paco». Jalón notable en esta mudanza

lo marca el desterrar el nombre civil, Francisco Pérez, por el hipocorístico Paco.

Aunque no falte un caso curioso y llamativo, el «D. Francisco Pérez Umbral», de

1967, en que el remitente junta la razón legal y el nombre literario que el

destinatario había adoptado ya en sus breves andanzas leonesas. También los

encabezamientos de Umbral desvelan la senda que lleva del trato formal al cordial.

Solo unas muy pocas veces utiliza el «Querido director» antes de que, desde 1963,

deje de emplear el desempeño profesional de su protector y acuda ya siempre al

trato personal del invariable «Querido Miguel».

Pero son las despedidas las que funcionan como termómetro que señala el

crescendo de la temperatura amistosa. Por supuesto, al comienzo se emplean en

ambas direcciones las formas usuales seguidas del respectivo nombre propio,

Miguel y Paco («Paco Pérez», firma Umbral en 1962, pero no volverá a recurrir al

apellido). Variantes de la despedida más común pone Delibes al comienzo de la

relación: «Abrazos», «Un cordial saludo», «Y para ti un gran abrazo». Un grado

superior de confianza indica el «Gran abrazo» de 1965. En este momento aparecen

ya expresiones indicativas de cómo se acentúa la cercanía, pareja del respeto: «Tu

invariable amigo», «Un cordialísimo saludo». A partir de aquí las rúbricas se

amplían al ámbito familiar: «Para los tres mi afecto», abarcando al escritor, a su

mujer, España, y al niño, Pincho; «Mi cariño para los tuyos (que ya son dos)». Así

llega la expresión de la familiaridad («Para España, el niño y tú todo mi afecto»),

rotunda en el mensaje de Ángeles de Castro, esposa de Delibes, a Umbral desde el

refugio campestre burgalés de Sedano: «Os queremos. Lo vuestro nos afecta».

Bastante más confianzudo se muestra Umbral en las despedidas desde el

primer momento de la relación epistolar: «A mandar». Ofrecimiento que alterna

con otros términos habituales: «Cordialmente», «Siempre a tu disposición,

cordialmente» o «Te abraza». En la misma línea que Delibes, un momento

significativo supone la inclusión de la familia: «Respetos a tu mujer. Mi mujer os

recuerda», «Con un gran abrazo y recuerdos a Ángeles» («a la Ángeles» dirá en

una ocasión con el vulgar artículo antepuesto al nombre propio para subrayar la

proximidad). El rumbo próximo de la relación lo marca el «Adiós» lacónico y

expresivo con que cierra el mensaje del 13 de mayo de 1966.

Luego Umbral desplegará un abanico de creativas despedidas que no será

rasgo notable en las de su mucho más parco y circunspecto interlocutor. Se

suceden «Recibe un abrazo de este pobre hombre», «Con gran abrazo de este

pequeño amigo», «Os quiero a toda la familia» o «Recuerdos a Ángeles, la bella».

Entra en ellas el humor y la broma cómplice: «¿Qué tal tu viuda? Dale un abrazo»,

«Saludos a las bestias del campo». Y terminan por expresar un nivel total de

confianza: «Cuéntame. Adiós, amor», «Bueno, amor, cuéntame algo». En fin, un

punto insuperable de complicidad y camaradería propicia la despedida simpática

que aprovecha un coloquialismo pandillero: «Otro abrazo, macho».

En el epistolario entre Miguel Delibes y Francisco Umbral se solapan

motivos de muy variada índole: asuntos profesionales, menudencias laborales,

cuestiones privadas, testimonios de época o reflexiones literarias. Incluso aparece

el puro y limpio gusto por comunicarse, la sencilla utilidad de desahogarse. Como

dice Delibes con frase hecha rural, «tenemos que escribirnos aunque solo sea para

“echar el forraje”». Coinciden los dos en tratar de dichas cuestiones, pero también

se aprecian en sus misivas diferencias que remiten a personalidades muy distintas.

Las de Delibes tienen una mayor seriedad, se ocupan más de aspectos prácticos y

reservan la apertura del corazón a circunstancias dolorosas como la enfermedad.

Las de Umbral, por el contrario, son más desenfadadas, más propicias al colegueo

y a mostrar la fibra sentimental.

El largo plazo de tiempo que abrazan las cartas implica inevitablemente un

interés documental. Aunque no sobre la vida española, en general, del último

trecho de la dictadura y de la democracia restablecida porque los corresponsales le

prestan exigua atención a la realidad política y social, tan presente, sin embargo, en

su trabajo periodístico y literario. Sus asuntos epistolares se centran en materias

próximas a sus quehaceres. Lo cual no impide que, de forma indirecta, apelen en

alguna ocasión a los usos degradados de la dictadura. Así ocurre con los «líos» en

la dirección de El Norte de Castilla por culpa del control sobre la prensa impuesto

por el Gobierno. Ocurre asimismo, pero en sentido contrario, con las referencias al

grupo «Norte 60», la plantilla de jóvenes, brillantes y combativos periodistas que

Delibes impulsó en su periódico para hacer de este un espacio con el máximo

margen permitido de libertad, de inquietud social y denuncia. Pero poco más

encontramos en el terreno testimonial. Aunque no carente de interés: referencias a

las entretelas del mundillo editorial, de los premios literarios o, lo más atractivo, el

juego de influencias en la elección de miembros de la Real Academia Española.

Es en el ámbito privado, como digo, donde se despliega este epistolario. Un

primer dato llamativo se refiere a la disponibilidad absoluta de ambos

corresponsales para atender mutuos intereses con presteza y en la mayoría de las

ocasiones sin buscar réditos inmediatos. Poco después de llegar a León, Umbral

gestiona la presencia de Delibes en las actividades del Círculo Medina, el centro

cultural de la Sección Femenina donde tenía vara alta. Y Delibes, a su vez, dará

indesmayable apoyo a su joven amigo para que este acceda a espacios donde le

escuchan: en periódicos, revistas y empresas de colaboraciones en prensa, o en

editoriales, sobre todo cerca de Josep Vergés, el propietario tanto del semanario

Destino como de la editorial homónima, tribunas literarias muy prestigiosas en

aquellos tiempos y acariciadas por todo escritor novel.

La confianza entre ambos se manifiesta en la asunción de labores prosaicas.

Umbral se preocupa de que Delibes cobre puntualmente una colaboración y hasta

se encarga de recibirla él en nombre del amigo y de enviársela después. Algo

parecido hará Delibes, poniendo el máximo empeño en que el discípulo obtenga

dignas retribuciones y en socorrerle con largueza cuando diversas adversidades de

salud le dejaban en una situación económica precaria. Vemos cómo se ocupa de

que El Norte le retribuya periodos de forzosa inactividad o le envíe cantidades de

dinero destinadas a acudir a costosas consultas médicas. Bien es verdad que

Umbral respondió de forma ejemplar devolviendo unas sumas que no estaba

obligado a restituir. A las atenciones varias de Delibes, Umbral correspondía con

esmero en los múltiples asuntos que se le solicitaban. Una y otra vez se encargaba

de contactar con los invitados a una iniciativa de dinamización social en la que

Delibes puso mucho empeño, el Aula de Cultura de El Norte, y de informarles de

los honorarios y condiciones de su intervención. En fin, nada indica mejor el nivel

de confianza con que se hacían estas gestiones que el cordial «Perdona que te tenga

de recadero» que le espeta el joven al veterano.

Recaderos fueron ambos respecto del amigo y no solo en materias tan

pragmáticas sino en otras también prácticas pero de mayor vuelo. Así en el

genérico ofrecimiento de Umbral para ayudar a Delibes ante los rumores de la

candidatura de este a la RAE o las orientaciones bien detalladas de Delibes para

que Umbral dispusiera de una aguja de marear en sus fracasados intentos de

ocupar un sillón académico. O los consejos, tan valiosos como imprescindibles, de

Delibes a Umbral acerca de cuáles eran las relaciones convenientes de un escritor

con los editores. Con franqueza que solo se explica por una total confianza

desciende a proponerle cómo proceder con inexcusable picardía: necesita

vincularse a uno o dos editores «por tu propio bien», aunque ello no quiere decir,

«entiéndeme, que te ates a ellos de por vida ni firmando un papel». Y hablando de

opiniones —que con frecuencia velan también consejos— nos encontramos con

uno de los aspectos más notables del epistolario, las respectivas recepciones de la

obra literaria de los amigos.

Uno y otro, Umbral y Delibes, no dejaron nunca de acusar recibo y comentar

sus respectivos libros según los iban publicando. Aquí surge la piedra de toque

que podía haber dinamitado la amistad. Porque estamos ante escrituras que se

sitúan en las antípodas. Por un lado una poética de la sencillez, la claridad y la

comunicabilidad de contenidos y, por otro, una exaltación de la creatividad verbal

y del rupturismo. O, si se quiere, el clasicismo frente a la modernidad. Ambas

posturas podrían haber provocado duros rasponazos y, sin embargo, no fue así,

aunque no faltaran inevitables desacuerdos. Pero antes de señalar estas peligrosas

aristas resulta imprescindible constatar la admiración que Delibes y Umbral se

profesaron, expresada en continuados elogios.

Miguel Delibes apreció temprano los méritos del joven amigo, incluso su

admiración literaria sirvió de argamasa al proceso amistoso. El léxico con que

valora los libros umbralianos revela esa alta estima. Le habla de «gracia y enorme

talento», agudeza y duende, se «embelesa» con la prosa del colega, celebra la ironía

de sus escritos, le reconoce el mérito añadido de la ternura en páginas con natural

inclinación a la crudeza, aprecia que ha hecho un libro «maduro, piadoso,

equilibrado». Incondicional se muestra respecto de Las vírgenes (halla gracia

expresiva, ensamblaje de tiempos y situaciones, bello juego de la reiteración y

escondida ternura), al punto de asegurar que algunos de sus relatos son «piezas

maestras que los antólogos tendrán en cuenta». Estos términos descriptivos toman

en repetidas ocasiones el camino de la expresión exultante: en una ocasión le suelta

un «cada día escribes mejor, hermano»; en otra, un «qué agudo eres». Y llega al

calificativo coloquial, sorprendente en un escritor nada propicio a la escatología,

que condensa la facilidad con que Umbral produce su incesante y brillante prosa:

«escribes como meamos».

Tampoco fueron ni escasos ni limitados los juicios admirativos de Umbral

sobre Delibes. Con frecuencia detecta el fondo no aparente de la narrativa

delibesana que la hace distinta, personal e históricamente significativa. Quizá una

de sus percepciones más sutiles acerca del alcance de un sector de la prosa

imaginaria de Delibes se halla en el reconocimiento de la impronta renovadora que

subyace en algunos de sus textos aunque el vallisoletano sea tenido —y no sin

razón— como un narrador tradicional. Es lo que enfatiza, con agudeza, en una

original prosa, el cuento «La Milana», cuya publicación en la revista Mundo

Hispánico propició el propio Umbral y en la que encontramos la semilla de uno de

los más conocidos y personales relatos de Delibes, Los santos inocentes, novela de

crudo realismo testimonial pero entre vanguardista y poemática. Hay que anotar

asimismo en las finas lecturas de Umbral el señalamiento de la intencionalidad

social y de denuncia que va sosteniendo las novelas de Delibes desde la

tempranera Las ratas.

También Umbral, en paralelo con su tutor, deja a un lado las expresiones

descriptivas para lanzarse a la fórmula terminante del reconocimiento absoluto.

Proclama «eres un clásico vivo». Y con desparpajo popular le dirá que es «el cafécafé

de la novela». Algo que mucho debió de agradar a su corresponsal viniendo

de quien venía, alguien en las antípodas de los gustos artísticos de Delibes.

De todos modos, los elogios y glosas positivas de ambos no se quedan en

pura celebración y alabanza acríticas y de forma inevitable saltaron las chispas de

la discrepancia. Era forzoso que tal cosa ocurriera porque, como manifiesta Delibes

ya en carta de 1967 con escueta claridad castellana, «Tu opinión y la mía sobre lo

que la novela debe ser no coinciden». Por ello asistimos a una atractiva esgrima

teórica de matizaciones, discrepancias y hasta francos desencuentros. En las

misivas de Delibes es frecuente que los elogios, que siempre suenan sinceros, se

acompañen de reparos, y no por dar una de cal y otra de arena al amigo, muy

susceptible en cuestiones de arte, en especial de su arte, en cuyo empeño apostó su

vida entera. Las reservas constituyen salvedades de quien entendía el oficio de

escribir como un acto comunicativo esencial. Y además puntualizaciones de atento

lector. Le dedica primero grandes elogios a Si hubiéramos sabido que el amor era eso,

pero siguen fuertes salvedades. Al igual ocurre respecto de Las europeas. Alaba de

entrada la calidad de la prosa, la gracia, la riqueza metafórica. Acto seguido le

endosa, sin embargo, un duro juicio: no ve ahí una novela; ha hecho un relato

formalmente impecable «pero superficial y sin esqueleto». Además le hace una

observación que habría de dolerle al prolífico Umbral: «Tal vez escribes

demasiado». Sobre Los helechos arborescentes le aclara que aunque sea «tu mejor

novela», «no es la que más me ha gustado ni puedo aplaudirla entera». De todos

modos, Delibes suele acudir a una calculada modestia para atemperar sus

objeciones. «Es absurdo —apostilla unos reparos— que yo te diga estas cosas

puesto que seguramente tu personalidad de novelista estriba en todo esto que yo

anoto como no de mi gusto y por tanto debes leerlo y olvidarlo». Su parecer se

debe, se justifica, a que «tal vez alimento una concepción estrecha y superada del

género». Los paños calientes no atemperan la evaluación adversa.

Tan buenas maneras no impiden que salga en Delibes el hombre de carácter

y rechace con firmeza un parecer o un escrito del amigo. Ocurre con una poco

afortunada declaración de Umbral a Raúl del Pozo. Umbral dijo que Delibes era

«un novelista mediatizado por las circunstancias» y el joven periodista conquense

lo interpretó por su cuenta como que al pucelano le faltaba «garra». Lo cual se

podía entender en el sentido negativo con que lo entendió Delibes y que le enfadó

mucho. A Umbral no le quedó más remedio que matar al mensajero («el reportero

juega a niño terrible para abrirse camino») y matizar: había querido decir que

Delibes, «reprimido» por el poder político, estaba haciendo «literatura valiosa de

resistencia». Tampoco le faltaron motivos para el enfado a Delibes a cuenta de la

mencionada biografía que le dedicó Umbral. Las reservas de la carta fechada el 16

de marzo de 1971 permiten adivinar agravio y decepción soterrados. La exquisita

delicadeza con que le habla no disimula la rotunda impresión de desencanto:

piensa «en lo perfecto que te hubiera quedado un edificio de nueva planta», claro

que —explicación demoledora— «eso era mucho pedirte». En su respuesta,

Umbral trató de justificarse, con un punto sobrado de arrogancia. Respiró por la

herida a la exactísima apreciación de Delibes: en el libro había aprovechado

«retales». Cuánto hirió el término a Umbral se refleja en los sofismas de su defensa.

En verdad, Umbral había reciclado retazos de otros escritos previos, por demás

pegadizos, en una semblanza que, desde luego, no respondía a la dedicación

esperable en quien tantos réditos había sacado de su benefactor.

Lo mismo que hemos visto en las cartas de Delibes sucede en las de Umbral,

pues los elogios no hurtan las matizaciones y serios reparos. En Parábola del

náufrago diferencia una primera parte fallida, donde Delibes incurre en la

caricatura y que carece de la entidad novelesca de la otra parte. A propósito de Las

guerras de nuestros antepasados, hace una doble puntualización que rebaja mucho su

mérito: echa en falta una mayor profundización del mundo de magia del comienzo

y expone un reparo artísticamente bien grave, que haya subordinado el poder

creativo a los alegatos morales.

Las discordancias de los amigos a propósito de apreciaciones literarias

resultan del todo naturales. Inevitables. Una misiva de Umbral da en el clavo con

la fórmula creativa de las dos poéticas narrativas que los enfrentaban. Por un lado,

por el suyo, está el «lirismo malvado» y por el otro, por el del amigo, la estricta

«sobriedad». El epistolario no se limita, sin embargo, a corroborar semejante

disidencia, cuyo interés entonces se reduciría a constatar disensiones personales.

Al revés, tiene un alcance mucho mayor. En realidad lo que está en juego es un

fenómeno genérico, la aventura de la novela en busca de una renovación que

sacara al género de las convenciones decimonónicas y le proporcionara cualidades

de modernidad artística. Ya lo deducirá el lector por sí mismo pero no estará de

más señalar en estas páginas prologales el alcance global del debate entre nuestros

corresponsales. La carta de Umbral del 24 de diciembre de 1966 contiene una

auténtica teoría de la narrativa afincada en el «modernismo» literario. La gente —

lamenta— se decanta por los temas y las tesis, «en una palabra, ya que estamos en

un tiempo de mensaje y a mí no me da la gana soltar mensaje. Mi mensaje es que

no hay mensaje». Él no está por la novela que contiene una trama a la manera

tradicional, ni por la de caracteres, que le parece decimonónica, ni por la

profundidad del contenido. Umbral se vincula con Kerouac, Henry Miller o Robbe-

Grillet, autores que escriben «unas cosas» sin tema e incluso sin organización. La

misma tecla presiona en la carta de diciembre de 1969 a propósito de Si hubiéramos

sabido que el amor era eso: a él los grandes problemas del hombre le dan mucha risa y

ha pretendido un experimento literario, una técnica y lenguajes nuevos y una

manera de mirar y ver más acordes con la sensibilidad actual que otros métodos

más rudos.

Delibes olfatea, sin embargo, que esos planteamientos formales no son tanto

exigencia de una intencionalidad innovadora como efecto de un madurar poco las

novelas. Sí que le parece bien, en cambio, que no le guste inventar historias, y lo

comprende porque a él le gusta cada vez menos leerlas. ¿Por qué ocurrirá tal cosa?

La respuesta la halla en un gran dilema literario del momento: «La novela está en

decadencia. Cumplió su misión. Mis lecturas son novelas en mínima parte. Y si

uno del oficio hace esto, ¿qué no harán los demás?». En algo sustancial sí coincide

con el amigo, en la necesidad de modernizar el género, para lo cual propugna una

opción, basada en argumentos barojianos, la de la brevedad: «La vida es inconexa

y sin atar y así deben ser el cuento y la novela. La vida es aleatoria, abierta y

relativista, es cierto, pero también —hoy— vertiginosa y ocupada. Pienso que

nuestro primer esfuerzo para modernizar la novela debe tender a abreviarla. En lo

único que discrepo de ti es en que la novela-río, a mi juicio, solo la agradecen los

lectores tradicionalistas y recalcitrantes que son cada día menos». Esa apuesta por

la novela de breve extensión que tuvo en los años ochenta del pasado siglo muchos

valedores ni el propio Delibes la respetó y cerró su carrera de narrador con un libro

extraordinario de voluminosas dimensiones, El hereje.

Medio siglo de frecuente intercambio epistolar da para todo lo que hemos

señalado, para reflejar inquietudes profesionales, ambiciones literarias conseguidas

o malogradas, los respectivos work in progress, la conquista de repercusión

pública... Y a la vez constituye la historia de una amistad. De su nacimiento y de su

marcha hacia una complicidad final absoluta con su apertura a la intimidad de los

personajes. Ambos desnudan aspectos privados, casi podría decirse que secretos,

de sus vidas. La carta de Umbral del 21 de enero de 1971 constituye un despliegue

de verdades del corazón que solo se dicen a alguien muy especial, un especie de

alter ego («Contigo me siento propicio a la confesión y perdóname») a quien

explaya sus convicciones e incertidumbres, sobre todo las literarias, para él vitales.

A Delibes le hace confidente de «cosas que nunca le digo a nadie, ni siquiera a

España».

Son llamativas la frecuencia y detallismo con que ambos corresponsales se

refieren a sus dolencias de salud, las cuales los fuerzan, alguna vez, a escribirse «de

cama a cama». Delibes da cuenta de unos cólicos, de un estado de agotamiento o

de un accidente de caza. Umbral desvela debilitamiento, mareos, acumulación de

achaques y enfermedades variadas, trastornos en la vista, peregrinaciones de

médico en médico con resultados desalentadores y un surtido de «goteras». Si no

fueran experiencias graves en varias ocasiones, y traumatizantes en dos personas

aprensivas, diríamos en broma que las cartas cruzadas proporcionan sendos

historiales clínicos.

Aparte dolencias físicas, esos historiales nos descubren también, y con

sobresaliente intensidad, afecciones del alma, en las cuales los amigos se

manifiestan bastante concordes. «Su dolor o el mío están con frecuencia en ellas»,

en las cartas, subraya Umbral en la citada semblanza del amigo. Delibes confiesa

vivir una gran depresión y sentirse como en un hoyo. Umbral descubre una vez

estar neurótico, otra hallarse desmoralizado y en cierta circunstancia exterioriza

que se encuentra cada día más hundido. Uno y otro se dan ánimos recíprocos. E

incluso intercambian consejos. Curiosa coincidencia en el recurso al Valium. «Yo

he vuelto a mi viejo Valium, droga que de momento me alivia bastante el mareo y

me permite leer y escribir, y salir un poco (es la droga, no que esté mejor)», relata

Umbral el 23 de mayo de 1967. Casi a vuelta de correo, y eso que había andado

fuera una semana, el día 29 Delibes recoge la preocupación del amigo y le da

alientos: «Vayamos por partes. Si el Valium te alivia, usa Valium hasta que tu

problema se solucione. (Yo lo he tomado también durante temporadas

prolongadas)».

El paso del tiempo constituye una fibra importante de la trama de la

intimidad. Umbral le recuerda a Delibes el efecto que tuvo en su mentor la llegada

a la media edad. Cuando cumplió los cincuenta sufrió «una depre», idéntico

trastorno al que él está sintiendo, un estar hundido «en la más profunda angustia

del paso de los 50». El consuelo que encuentra está en la literatura: «Sólo que uno

se salva siempre por la escritura (la escritura contra el tiempo)». Seguro que

también compartía la misma escapatoria el Delibes que confiesa en 1972, a raíz de

un viaje del que ha vuelto cansado y mareado, un rotundo «Estoy viejo». El

virgiliano fugit irreparabile tempus se refleja con intensidad y angustia en la

correspondencia, vehículo para levantar los velos de los sentimientos y

aprensiones más recónditos de los dos amigos.

Esta confesionalidad a tumba abierta implica la profundización de una

amistad más sincera y firme a medida que pasan los años y que las experiencias

más duras, la muerte de seres muy queridos, les impacten. La amistad se convierte

para ambos en un refugio. «Con quién me voy a confesar», recita Umbral. Por ello

la preservaron como un gran bien. Si ha aparecido algún nubarrón por el

horizonte, Delibes le resta importancia. «Nuestra amistad —bien sólida— está por

encima de esas menudencias», «son tonterías», escribe. Y dictamina: «Lo

importante —la amistad— está por encima de dimes y diretes». Reducto amistoso

consideraba también Umbral en Trilogía de Madrid las «palomas postales de la

provincia» que le dirigía su valedor, aquellas «cartas intermitentes», «palabras de

amigo, una amistad como para siempre».

Nuestra edición

Se reúnen aquí casi trescientas cartas que se intercambiaron Miguel Delibes

y Francisco Umbral durante cincuenta años de amistad.

Hemos respetado escrupulosamente su literalidad, hasta tal punto que se

mantienen la forma peculiar que tiene cada escritor de fechar las mismas, sus

subrayados y los membretes que encabezan algunas de ellas.

Sin embargo, hemos corregido las erratas evidentes y, para facilitar una

lectura más cómoda, unificamos los dos puntos y aparte después del saludo, y los

títulos de las obras, periódicos, revistas, que ponemos en cursiva, así como los de

los cuentos y artículos entre comillas, aunque no figuren de esta manera en los

originales.

Utilizamos los corchetes, básicamente, para señalar con anterioridad a las

cartas (ordenadas cronológicamente) si los textos son manuscritos o

mecanografiados, o para completar su datación o localización, si es que se puede

deducir por el matasellos de los sobres o su contenido.

La anotación ha resultado bastante laboriosa, pues hemos pretendido que

los lectores actuales compartan el mismo contexto que los autores para que las

cartas sean perfectamente inteligibles para todos. Ello nos ha llevado a aclarar

referencias a hechos históricos, personales, familiares y literarios acudiendo no

solo a estudios y biografías sobre los escritores, sino también al contenido

autobiográfico de sus propias obras y a la información valiosísima que nos han

suministrado sus allegados, en especial Elisa Delibes de Castro, siempre dispuesta

a no regatear ningún esfuerzo para impulsar esta edición.

En cualquier caso, la mención en las cartas de cientos de obras, revistas,

periódicos, críticos, intelectuales, políticos, filólogos, literatos... únicamente nos ha

permitido dar breves explicaciones sobre los mismos, centrándonos, sobre todo, en

aquellos que, aun siendo muy importantes en su época, actualmente no resultan

muy conocidos para el lector no especializado.

Queremos agradecer a Fernando Zamácola y Ana Valencia, directores,

respectivamente, de la Fundación Miguel Delibes y de la Fundación Francisco

Umbral, las facilidades que nos han dispensado para que esta edición pueda ver la

luz; así como reconocer a Paz Altés Melgar que, según las mencionadas

Fundaciones, creyera en este proyecto antes que nadie y procurara que se hiciera

realidad.

No podemos rematar este texto sin dar testimonio de la ayuda que nos han

prestado Pepi Caballero Casillas, nuera y secretaria durante muchos años de

Delibes, por su transcripción de las cartas, y nuestro hijo Rodrigo, por el

mecanografiado de las mismas. También manifestamos nuestra deuda de gratitud

con el profesor Santos Sanz Villanueva por sus sabias sugerencias y con Elisa y

Germán Delibes de Castro por su incondicional apoyo.

Araceli Godino López y

Luciano López Gutiérrez

jueves, 1 de diciembre de 2022

Louisa May Alcott La llave misteriosa y lo que abrió (FRAGMENTO).




Louisa May Alcott

La llave misteriosa y lo que

abrió

El lado más gótico de Louisa May

Alcott

(Introducción).

Tan solo un año antes de la publicación de la que sería su

magnum opus —la renombrada Mujercitas—, Louisa May Alcott

publicó una novela corta titulada The Mysterious Key and What It

Opened (La llave misteriosa y b que abrió). La presente traducción

recupera esta obra menos conocida de la autora estadounidense,

hasta ahora inédita en castellano.

La llave misteriosa y b que abrió salió a la luz en diciembre de

1867, en el número 50 de la serie Ten Cent Novelettes of Standard

American Authors (Boston: Elliot, Thomes & Talbot), una suerte de

revista literaria que vendía novellas al precio de diez centavos. Y es

que Alcott, en sus inicios como escritora, se vio obligada a recurrir a

los folletines para ganar dinero. En enero de 1865, la autora dejó

constancia de los motivos en su diario: «[…] están mejor pagados, y

no puedo permitirme el lujo de morir de hambre a cambio de

alabanzas cuando las novelas sensacionalistas se escriben en la

mitad de tiempo y mantienen a la familia»[1].

Así pues, en la década de 1860, contribuyó en periódicos

populares como el Boston Saturday Evening Gazette, pero también

en publicaciones seriadas baratas de menos renombre, como The

Flag of Our Union. Esta última editó algunas de sus historias más

sensacionalistas: novelas psicológicas y de intriga que escribió bajo

el seudónimo de A. M. Bernard[2]. Su experiencia queda reflejada en

el capítulo 34 de Mujercitas, cuando Jo March se ve en la misma

situación: «Decidió escribir folletines, dado que, en aquella época

aciaga, hasta los siempre perfectos Estados Unidos leían aquella

basura. Sin decir nada a nadie, ideó una historia de misterio y fue a

llevarla, muy decidida, a la oficina del señor Dashwood, editor del

Weekly Volcano»[3].

Aunque estas novellas no nos ofrecen una ventana a la vida de

la autora, como ocurre con sus obras más domésticas y

autobiográficas, sí resultan entretenidas, y nos muestran a una

Alcott diferente a la que estamos acostumbrados. La escritora era

una gran seguidora de Charlotte Brontë, cuya influencia queda

reflejada en estas historias de suspense, que toman prestados el

tono y los temas de las novelas góticas del siglo XIX. Es el caso de

La llave misteriosa: una intriga familiar ambientada en la vieja

mansión de una lady inglesa, que cuenta con una muerte rodeada

de misterio, una protagonista inmadura y confusa, un joven

enigmático que comienza a trabajar a su servicio, un giro

argumental inesperado y una llave de plata que abre un mundo de

secretos.

Esta combinación de ingredientes sin duda atraerá a cualquier

lector que disfrute con las historias de misterio y romance

decimonónicas, así como a todo aquel que aprecie la obra literaria

de Louisa May Alcott y quiera conocer su lado más gótico e

intrigante. Con la edición en castellano de esta novela corta, el

público hispanohablante podrá descubrir el secreto que encerraba la

llave misteriosa de los Trevlyn, en una historia que la propia Jo

March podría haber publicado en el Weekly Volcano.

I

La profecía

De los Trevlyn tierras y dinero

no hallarán heredera ni heredero;

hasta que, intacta, pese a la herrumbre,

en el polvo la verdad se vislumbre.

—Esta es la tercera vez que te encuentro absorto en el estudio

de esa antigua rima. ¿Qué encanto le ves, Richard? Imagino que no

será su calidad poética.

Dicho esto, la joven esposa apoyó una delgada mano sobre la

página amarilla y deteriorada por el tiempo en la que, escritos en un

lenguaje anticuado, aparecían los versos de los que se burlaba.

Richard Trevlyn la miró con una sonrisa y arrojó el libro a un

lado, como si le molestara que lo hubieran sorprendido leyéndolo.

Tomando la mano de su esposa entre las suyas, la llevó hasta el

sofá, la envolvió en unos suaves chales y, sentándose en una

butaca a su lado, le dijo con tono alegre, aunque sus ojos revelaban

una preocupación oculta:

—Amor mío, ese libro recoge la historia de nuestra familia desde

hace siglos, y esa vieja profecía aún no se ha cumplido, excepto el

verso sobre los herederos. Soy el último de los Trevlyn y, a medida

que se acerca el nacimiento de nuestro bebé, naturalmente pienso

en su futuro y espero que disfrute de su herencia en paz.

—¡Si Dios quiere! —exclamó lady Trevlyn, mirando el antiguo

volumen con recelo—. Lo leí una vez, pero, como cuenta cosas

terribles, pensé que se trataba de un relato fantástico. ¿Es todo

verídico, Richard?

—Sí, querida. Ojalá no lo fuera. Hasta el último par de

generaciones, el nuestro ha sido un linaje tumultuoso y desgraciado.

Nuestra naturaleza turbulenta comenzó con sir Ralph, el feroz

caballero normando que asesinó a su propio hijo en un ataque de

ira, asestándole un golpe con su guantelete de acero porque la

férrea voluntad del muchacho no se sometía a la suya.

—Sí, lo recuerdo; y su hija Clotilde protegió el castillo durante un

asedio y se casó con su primo, el conde Hugo. Es un linaje belicoso,

pero me gusta a pesar de los actos descabellados de tus ancestros.

—¡Se casó con su primo! Esa ha sido la cruz de nuestra familia

en épocas anteriores. Como éramos demasiado orgullosos para

emparejarnos con los demás, lo hicimos entre nosotros hasta que

empezaron a nacer idiotas y lunáticos. Mi padre fue el primero en

romper la tradición, y yo seguí su ejemplo: escogí la flor más fresca

y resistente que pude encontrar para trasplantarla a nuestras

agotadas tierras.

—Espero que te honre y florezca con hermosura. Nunca olvido

que me sacaste de un hogar muy humilde para convertirme en la

mujer más feliz de Inglaterra.

—Y yo nunca olvido que tú, siendo una muchacha de dieciocho

años, accediste a abandonar tus colinas para venir a alegrar la casa

de un viejo como yo, que llevaba tanto tiempo desierta —contestó

su esposo con cariño.

—No te llames viejo; solo tienes cuarenta y cinco años, y eres el

hombre más audaz y guapo de todo Warwickshire. Sin embargo,

últimamente pareces preocupado; ¿qué te ocurre? Cuéntamelo,

para que pueda animarte o darte algún consejo.

—No es nada, Alice, solo estoy preocupado por ti, como es

natural… Y bien, Kingston, ¿qué quiere usted?

El tierno tono de voz de Trevlyn se tornó brusco cuando se dirigió

al criado que entraba en la sala; también desapareció la sonrisa de

sus labios, dejándolos secos y blancos mientras miraba la tarjeta

que le entregaba. Permaneció de pie contemplando el papel durante

un momento y después preguntó:

—¿Está aquí el hombre?

—En la biblioteca, señor.

—Iré a verlo.

Arrojó la tarjeta al fuego y observó cómo se convertía en cenizas

antes de comentar, apartando la mirada:

—No es más que un fastidioso asunto de negocios, cariño;

vuelvo enseguida. Mientras tanto, túmbate y descansa.

Se despidió de ella con una caricia rápida, y la dama advirtió una

expresión de intensa emoción en el semblante de su esposo cuando

este pasó frente al espejo al salir. Ella no le dijo nada, sino que

permaneció tumbada durante varios minutos, luchando contra un

fuerte impulso.

«Está enfermo y nervioso, pero me lo oculta. Tengo derecho a

enterarme de lo que está pasando, y me perdonará cuando le

demuestre que el hecho de que lo sepa no hará ningún daño a

nadie».

Mientras se decía aquello, se levantó, se deslizó sin hacer ruido

por el pasillo, entró en un pequeño armario que estaba empotrado

en la gruesa pared e, inclinándose hasta el ojo de la cerradura de

una puerta estrecha, se puso a escuchar con una sonrisita en los

labios por la travesura que estaba cometiendo. Se oía un murmullo

de voces. El que más hablaba era su marido; de pronto, uno de sus

comentarios borró de forma brusca la sonrisa del rostro de la joven.

Esta se sobresaltó, se encogió y se estremeció; se agachó más, con

los dientes apretados, las mejillas blancas y el corazón presa del

pánico. Los labios se le volvieron cada vez más pálidos; la mirada,

cada vez más desconcertada; y la respiración, cada vez más débil,

hasta que, con un largo suspiro —un vano esfuerzo por salvarse—,

se desplomó en el umbral de la puerta, como si la muerte la hubiera

fulminado.

—¡Señor, ten piedad! ¿Se encuentra bien, milady? —exclamó

Hester, la criada, cuando su señora entró en la habitación como un

fantasma, media hora después.

—Me siento débil y tengo frío. Ayúdeme a meterme en la cama,

pero no moleste a sir Richard.

La recorrió un escalofrío mientras hablaba y, mirando a su

alrededor con aflicción, apoyó la cabeza sobre la almohada como

alguien a quien poco le importaría volver a levantarla. Hester, una

mujer de mediana edad muy perspicaz, observó a la pálida dama

durante un instante y abandonó la habitación murmurando:

—Algo va mal, y sir Richard debe saberlo. Seguro que ese

hombre de barba negra no promete nada bueno.

Se detuvo frente a la entrada de la biblioteca. No se oían voces

dentro de la sala; lo único que escuchó fue un quejido ahogado;

entró sin esperar a llamar a la puerta, temiendo algo, aunque sin

saber bien qué. Sir Richard estaba sentado a su escritorio con la

pluma en la mano, pero tenía el rostro escondido en el brazo y una

actitud que revelaba la presencia de una desesperación agobiante.

—Disculpe, señor, milady está indispuesta. ¿Quiere que avise a

alguien?

No hubo respuesta. Hester repitió la pregunta, pero sir Richard ni

se inmutó. Alarmada, la sirvienta le levantó la cabeza, vio que

estaba inconsciente y llamó pidiendo ayuda. Aunque ya no se podía

hacer nada por Richard Trevlyn, este aguantó con vida algunas

horas. Solo habló una vez, murmurando con voz queda:

—¿Alice vendrá a despedirse?

—Tráigala, si es posible —pidió el médico.

Hester fue a buscarla; la encontró tumbada tal como la había

dejado, como una figura esculpida en piedra. Cuando le transmitió el

mensaje, lady Trevlyn replicó con firmeza:

—Dígale que no voy a ir.

Y se volvió de cara a la pared con una expresión que intimidó

tanto a la criada que esta no pronunció otra palabra.

Hester le susurró la dura respuesta al médico, temiendo

articularla en voz alta; sin embargo, sir Richard llegó a escucharla y

falleció con una plegaria desesperada en los labios, rogando

perdón.

Cuando amaneció, sir Richard yacía envuelto en su mortaja, y su

recién nacida, en la cuna; al primero nadie lo lloró, y a la segunda la

recibió con desgana la esposa y madre que, diez horas atrás, se

había considerado a sí misma la mujer más feliz de Inglaterra.

Habían creído que lady Trevlyn se moría, así que, a petición suya, le

habían llevado la carta sellada que su esposo había dejado para

ella. La leyó, la apoyó sobre su pecho y, despertando del trance que

le había helado las venas y tanto parecía haberla cambiado, suplicó

con vehemencia a quienes la acompañaban que le salvaran la vida.

Tuvo un pie en la tumba durante dos días; lo único que la salvó,

según los doctores, fue su indómita voluntad de vivir. Durante la

tercera jornada experimentó una recuperación maravillosa, como si

algún propósito le hubiera otorgado una fuerza sobrenatural.

Cuando cayó la noche, la casa estaba muy silenciosa, pues ya

había cesado el triste revuelo provocado por las preparaciones para

el funeral de sir Richard, que yacía por última vez bajo su propio

techo. Hester estaba sentada en la oscura habitación de la señora, y

el único sonido que rompía el silencio era la canción de cuna que la

nodriza entonaba en voz baja para la bebé huérfana de padre que

se encontraba en el dormitorio contiguo. Lady Trevlyn parecía

dormida, pero de repente descorrió la cortina y preguntó con

brusquedad:

—¿Dónde yace mi esposo?

—En la habitación principal, milady —respondió Hester, que

observaba nerviosa el brillo febril de los ojos de su ama, sus mejillas

sonrosadas y la calma antinatural de su actitud.

—Ayúdeme a llegar hasta allí; he de verlo.

—Eso la mataría, milady. Ni se le ocurra, se lo ruego… —

comenzó la criada; pero la mujer no parecía escucharla, y algo en la

palidez y en la seriedad de su rostro la sobrecogió tanto que terminó

cediendo.

Tras envolver la delgada figura de la dama en una cálida bata,

Hester la acompañó o, más bien, cargó con ella hasta aquella

habitación y la dejó en el umbral de la puerta.

—Debo entrar sola; no tiene nada por lo que temer, pero

espéreme aquí —dijo lady Trevlyn, y cerró la puerta tras ella.

No habían transcurrido cinco minutos cuando volvió a aparecer

sin rastro de tristeza en su rígido semblante.

—Lléveme a la cama y tráigame mi joyero —exigió, dejando

escapar un suspiro estremecedor cuando la fiel sirvienta la recibió

con una exclamación de agradecimiento.

Cuando se acataron sus órdenes, cogió el retrato de sir Richard

que siempre colgaba sobre su pecho y extrajo el óvalo de color

marfil de su estuche de oro; guardó el primero bajo llave en un

cajoncito del joyero, volvió a colocarse el guardapelo vacío sobre el

pecho y le ordenó a Hester que le entregara las joyas a Watson, su

abogado, quien las consignaría en un lugar seguro hasta que

creciera su hija.

—Va a volver a ponérselas, querida milady; es usted demasiado

joven para pasar de luto el resto de su vida, incluso por un hombre

tan bueno como el santo señor. Busque consuelo y anímese,

aunque sea por el bien de la niña.

—No voy a usarlas nunca más —sentenció lady Trevlyn mientras

corría las cortinas, como si cerrara la puerta a la esperanza.

Enterraron a sir Richard y, transcurridos los nueve días de

cotilleos, el misterio de su fallecimiento murió de inanición, pues la

única persona que podría haberlo explicado se encontraba en un

estado que no permitía la mención de aquel trágico día.

El juicio de lady Trevlyn peligró durante un año. Una fiebre

prolongada la dejó tan débil, mental y físicamente, que había pocas

esperanzas de que se recuperara, y pasaba los días en un estado

de apatía triste de contemplar. Parecía haberlo olvidado todo, hasta

la consternación que tanto la había angustiado. Ni siquiera ver a su

hija conseguía animarla, y se sucedieron los meses, uno tras otro,

sin dejar rastro de su paso en la mente de la mujer y apenas

restaurando la debilidad de su cuerpo.

Nadie descubrió quién era aquel extraño, cuál había sido el

objeto de su visita ni por qué nunca había vuelto a aparecer. Se

desconocía el contenido de la carta que había dejado sir Richard,

pues lady Trevlyn había destruido el papel y no se le podía sonsacar

nada de información. Según los médicos, la muerte del señor se

había debido a una enfermedad cardíaca, aunque podría haber

vivido muchos años más si no hubiera sufrido esa conmoción

repentina. Quedaban pocos familiares que pudieran llevar a cabo

investigaciones al respecto, y los amigos pronto se olvidaron de la

afligida y joven viuda; de ese modo pasaron los años, y Lillian, la

heredera, alcanzó la niñez a la sombra de este misterio.

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