sábado, 10 de septiembre de 2022

Georges Perec El Condotiero Prólogo de Claude Burgelin

 

          Perec declaró que El Condotiero fue la primera novela que consiguió escribir. Medio siglo después de su redacción —entre 1957 y 1960— y treinta años después de la muerte del escritor, el 3 de marzo de 1982, descubrimos una obra de juventud de la que se había perdido el rastro y que ha sido milagrosamente recuperada.

Gaspard Winckler, el héroe de la novela, se ha dedicado durante meses a pintar un Condotiero falso, una copia perfecta que no tiene nada que envidiar al expuesto en el Louvre que pintara Antonello da Messina en 1475. Pero Gaspard, príncipe de los falsificadores, no es más que el simple ejecutor de las órdenes de Anatole Madera.

Y, como en una novela policíaca, la primera página del libro se abre con el asesinato de Madera por Winckler. ¿Por qué esa muerte? ¿Por qué Gaspard Winckler siente que ha fracasado en su proyecto de igualar a Antonello da Messina? ¿Qué buscaba queriéndose convertir en un virtuoso de lo falso? ¿Qué deseaba captar en esa imagen de fuerza y de poder que transmite el rostro del guerrero? ¿Y por qué vive el asesinato de Madera como una liberación?

El tema de la impostura recorre toda la obra de Perec. Un personaje de ficción llamado Gaspard Winckler vuelve a aparecer en otras novelas del autor como La vida instrucciones de uso y W o el recuerdo de la infancia.

Y El gabinete de un aficionado, la última novela que el escritor francés publicó en vida, es una prodigiosa construcción erigida en torno a los hechizos de la copia y de lo falso.

El Condotiero permite entrever lo que está en juego en esta búsqueda: la conquista de lo verdadero a través de la falsificación.

 



 

Georges Perec

El Condotiero

Prólogo de Claude Burgelin

Traducción de David Stacey

 

 

 

 


Título de la edición original: Le Condottière

Editions du Seuil Paris, 2012

Ilustración: «El Condotiero», Antonello da Messina, © RMN-Grand Palais  Jean-Gilles Berizzi  Museo del Louvre, Paris Primera edición: febrero 2013

© De la traducción, David Stacey, 2013

© Éditions du Seuil, 2012
 Colección «La Librairie du XXIe siècle», dirigida por Maurice Olender © EDITORIAL ANAGRAMA, S. A., 2013

ISBN: 978-84-339-7853-0

 

 


 PRÓLOGO

 

«En cuanto al Condotiero, mierda a quien lo lea.»

Lector, así te acogen… Este breve estallido de agresividad refleja a su manera el despecho de Georges Perec, muy decepcionado en ese mes de diciembre de 1960 porque su manuscrito había sido rechazado.

Pero se guarda muy mucho de insultar al porvenir: «Lo dejo donde está, por lo menos por ahora. Lo retomaré dentro de diez años, momento en que engendrará una obra maestra, o bien esperaré en mi tumba a que un exegeta fiel lo encuentre en un viejo baúl que te haya pertenecido y lo publique.»[1]

Una vez más, Perec acertó de lleno. El Condotiero es una obra de juventud, aguda y sorprendente, y engendró obras maestras, a tal punto contiene en germen los grandes textos por llegar. Retomados, repensados, encontramos en ella los motivos que dan su energía a libros tan distintos como Un hombre que duerme o La vida instrucciones de uso.

Y esta publicación se produce cerca de treinta años después de su muerte, tras un reencuentro con el texto mecanografiado muy al estilo «viejo baúl». Después de lo que parece haber sido un acto fallido desconcertante: tras haber apartado en «una maletita de cartón» sus obras de juventud, durante una mudanza en 1966, Perec habría puesto los papeles que quería tirar en otra maleta, y arrojado por la borda la que debía ser conservada… «Creo que nunca quise destruir esos textos», apuntó, «y especialmente las distintas versiones de Gaspard no muerto-El Condotiero». Georges Perec murió, pues, en 1982 con el dolor de creer desaparecido ese Condotiero —la «primera novela redonda que logré escribir»[2], dice en W o el recuerdo de la infancia.

Cuando, a principios de los años noventa, para redactar su monumental biografía,[3] David Bellos se puso a investigar contactando con todos los amigos y conocidos de Georges Perec, encontró, pese a todo, unos cuantos duplicados de algunos de estos textos (dos en Yugoslavia), y entre ellos El Condotiero: un ejemplar se hallaba en casa de Alain Guérin, que fue periodista en L’Humanité y que recordaba muy vagamente tener en su casa, probablemente desde hacía un cuarto de siglo, un original mecanografiado jamás devuelto a Perec; otro en casa de un amigo de los tiempos de La Ligne générale.

El Condotiero fue para mí una apasionante experiencia de lectura. Tuve antaño, en la época de La Ligne générale, la suerte de formar parte de la nebulosa de amigos de Georges Perec, por lo que, como a muchos otros, me dio a leer esta novela.

El lector de 1960 que fui —un niño, es cierto— entendió realmente poca cosa del libro. Leí, además, una versión más extensa en la que se veía al protagonista, Gaspard Winckler, pasar largos ratos cavando, para evadirse, un subterráneo que desapareció de la versión final. Esta historia me pareció entonces excesivamente densa, entorpecida por escombros. ¿Por qué esa historia de asesinato a partir de la imposible realización de una falsificación? ¿Cómo esa maraña inextricable podía estar en consonancia con las exigencias que proclamaba y con sus ideas sobre la novela? ¿Qué diablos intentaba decir con esa historia tan inesperada?

No salía de ese extraño estado propio de quien sabe que no está percibiendo lo que debería por lo menos entrever. No lograba deshacerme de la perturbación que me produjeron ese trayecto a lo largo de asfixiantes túneles o el degollamiento inicial. ¿Qué revelaban, sin que yo desentrañara nada en absoluto, de la oscura artesanía de Georges Perec? Y tampoco me quitaba de encima la sensación de que el rechazo de los editores no tenía nada de misterioso, ya que en mi opinión, sin duda alguna, el libro había salido mal.

Cincuenta años más tarde, releo El Condotiero. Con la impresión de que se me abren los ojos. Ahora que conocemos toda la obra de Georges Perec, el árbol y sus ramas, ver desenterradas las raíces, entrever de dónde beben y cómo se enmarañan se convierte en algo muy excitante. Tenemos aquí un material narrativo a la vez rudo y sofisticado, opaco e iluminador. Como en una buena novela policiaca, sentimos un placer detectivesco al ver las pistas de lectura dibujarse, tomar forma, culminar. «La mirada sigue los caminos que se le han reservado en la obra», dice Perec citando a Klee en el epígrafe de La vida instrucciones de uso. Abre bien los ojos, mira, querido lector, esas pistas que se te «han reservado» entre el texto de 1960 y las «novelas» de 1978. Y las piezas de un puzzle (teatro de mil tretas, por supuesto) se ensamblarán bajo tu mirada.

Ya a los dieciocho años, aún bachiller en Étampes, Georges Perec se considera, se sabe escritor. A partir de esa muy firme determinación escoge sus lecturas y llena páginas y páginas de palabras. ¿Escritor? Precisamente, novelista.

Multiplica los ensayos en direcciones en apariencia muy diversas. Quedémonos con los tres proyectos de novela mínimamente logrados. Primero Les Errants (1955, hoy perdido, jamás propuesto para su edición; Perec tiene entonces diecinueve años), una historia de jazzmen que van a morir a una Guatemala en insurrección. El segundo proyecto llevado a buen puerto, L’Attentat de Sarajevo, es una novela relativamente autobiográfica (esta vez se ha encontrado el original mecanografiado)[4] escrita después de una estancia en Yugoslavia (1957). La muestra a un editor (Nadeau), que la rechaza pero anima a su autor a seguir, a trabajar más sus textos.

Finalmente, un libro que va a cambiar varias veces de envergadura, de título y de contenido a lo largo del tiempo, metamorfoseándose poco a poco, antes de desembocar en El Condotiero. Primera versión, La Nuit, calificada por Perec en una carta a Jacques Lederer como «el libro de la desfiliación»: «sufrí tanto por ser “el hijo” que mi primera obra sólo puede ser la destrucción total de todo lo que me engendró (el verdugo, tema conocido, automayéutico)».[5] Nos da aquí, al hacer del libro una «liquidación definitiva de los espectros del pasado», una clave, no por ello fácil de manejar, con la que leer El Condotiero.

La Nuit se convierte en Gaspard, luego en Gaspard pas mort: el protagonista es Gaspard Winckler, un niño de Belleville, como su autor, que sueña con convertirse en «el rey de los falsarios, el príncipe de los estafadores, el Arsène Lupin del siglo XX». De ese Gaspard sólo subsisten pequeños fragmentos. La novela debía de tener una estructura compleja, y debía de obedecer a «una organización muy estricta» con «4 partes, 16 capítulos, 64 “subcapítulos”, 256 párrafos»[6] con temáticas que, según David Bellos, debían «destruirse mutuamente, produciendo a la vez una coherencia»: «Paradojas y caos de los que soy el demiurgo», comenta Perec, que conoce intensos y felices momentos de fervor durante la redacción del libro: «Gaspard se precisa, se dispersa, se reagrupa, abunda en ideas, sensaciones, sentimientos, fantasías nuevas […] Todo está en todo.»[7] Es probablemente ese «todo está en todo» lo que hace que sea difícil, para quien sigue el avance del proyecto a través de lo que de él dice Perec en su correspondencia con Jacques Lederer, determinar un hilo conductor claro, a tal punto éste parece variar en el transcurso de los meses. Es probable que el libro se resienta del exceso de ambiciones desperdigadas y de los entrelazamientos hilados con demasiada sutileza que lo caracterizan: «Las nociones de doblez, balanza, equilibrio, momento medio, división, equinoccio, apogeo, talweg, línea divisoria de las aguas, etcétera (ves por dónde van los tiros), son por ahora las que mejor guían mi esfuerzo.»[8]

Pero ya esa primera frase, ciertamente perfecta, que subsistirá de versión en versión: «Madera pesaba.»

La primera versión de Gaspard, relativamente larga, unas trescientas cincuenta páginas, es leída en Seuil por Luc Estang, que rechaza el libro. Georges Perec se propone escribir una nueva versión con un Gaspard Winckler falsario que malogra un pseudo-Giotto y escapa de la policía. La estructura se acerca a la de El Condotiero. Ahora sí, con una meta fijada, que el libro sea «simplemente la historia de una toma de conciencia». Ese proyecto, con el título de Gaspard pas mort, es el que acepta Georges Lambrichs, director en Gallimard de la muy estimulante e inventiva colección «Le Chemin». Eso supone a Georges Perec un anticipo de setenta y cinco mil francos en mayo de 1959 y algo así como una luz verde: ahora ya es escritor, o casi.

Gaspard pas mort se metamorfosea en ese Condotiero de 1960, bastante breve, que podemos leer hoy: ciento cincuenta y siete páginas de texto mecanografiado. El libro es, pues, el final de un camino que ha conocido más de un zigzag. Se lo considerará un punto de partida cuando es en muchos aspectos un punto de llegada. Durante mucho tiempo, el joven novelista ha experimentado, dudando entre dar rienda suelta a su imaginación, ambiciosos ensayos de estructura concertada y guiones muy autocentrados. Creyó haber encontrado la manera de hacer que convergieran esos objetivos divergentes y sin duda por eso pensó que había llevado El Condotiero a buen puerto.

El libro fue escrito con auténticos impulsos y parones sucesivos. Parones debidos a los momentos de desánimo ligados a las aceptaciones negativas, si se nos permite la expresión, de los editores que le decían a Perec que percibían en él a un novelista por venir, pero que las realizaciones propuestas no eran todavía convincentes. Parones debidos aún más al hecho de que, de enero de 1958 a diciembre de 1959, hace su servicio militar, esencialmente en Pau, en un regimiento de paracaidistas, contexto poco propicio para la escritura, aunque se las haya ingeniado para reservarse horas de soledad frente a su máquina de escribir. Parones motivados finalmente por el acaparamiento intelectual que implica para él el proyecto de lanzamiento de una revista, La Ligne générale.[9]

Este libro era importante para Perec. Tenía la sensación de que se lo jugaba todo con él. Para él, que, obstinado, seguro de su elección, pese a sus (cortos) veinticuatro años, se declara escritor y rechaza cualquier otra inscripción social, El Condotiero representa su prueba de acceso. Verlo publicado, por lo tanto aprobado, era ver aceptado su proyecto vital, legitimadas sus ambiciones. Lo que estaba en juego era capital.

Noviembre de 1960. Georges y Paulette Perec están desde hace algunas semanas en Sfax (el año en Túnez fielmente plasmado en Las cosas). Y llega el veredicto de Lambrichs (Gallimard): «¡Han rechazado El Condotiero! Me he enterado esta mañana. Cito de la carta», escribe a un amigo: «El tema nos pareció interesante y tratado con inteligencia, pero parece que el exceso de torpezas y palabrería han dispuesto negativamente a más de un lector. E incluso algunos juegos de palabras, por ejemplo: “Más vale Pissarro en mano que Benton volando.” That’s all. ¿Qué puedo hacer? Estoy perplejo. ¿Volver a empezarlo? ¿Darlo a otra editorial? ¿Dejarlo estar y hacer otra cosa?»[10]

Palabras muy generales sobre el proyecto y sus implicaciones. Verdaderos reproches en cuanto a la forma. Pero ninguna señal de alarma, ningún conato de diálogo entre editor y autor. Y el choque entre el gusto inefablemente rígido de Gallimard y los robustos juegos de palabras perequianos. «Torpeza y palabrería, por supuesto. Me está bien empleado. Pero con todo… Estoy muy decepcionado. Consuélame.» El rechazo de El Condotiero, ese libro que consideró un «salvavidas», significó para Georges Perec, más que una decepción, una desautorización. Tres años de esfuerzos, irregulares ciertamente, y de proyectos variables pero continuos no daban ningún fruto. Para él, que lo había apostado todo a la profesión de escritor, era esa identidad la que se ponía en tela de juicio. Los cuatro a cinco años que separan el rechazo de El Condotiero (noviembre de 1960) y la publicación de Las cosas en 1965 (el éxito, por fin) fueron especialmente difíciles para Georges Perec. Afirmaba ser escritor, pero pasaban los años, los de la entrada en la edad adulta o del talento emergente, y no sucedía nada. Era como si se perfilara un fracaso monumental.

El desastre era aún menos soportable porque Perec había abierto a la vez su taller, había inventado a través de esa temática de la falsificación en pintura una manera muy singular de explorar tanto sus tormentos como una problemática original de la creación artística, se había atrevido a describir un itinerario de liberación, había encontrado, según él, «una manera de romper con toda una tradición de ψanálisis»[11] y había redactado a su manera su Discurso del método.[12] La carga que llevaba la barca quizá fuera excesivamente pesada. Pero la calidad del cargamento no había sido reconocida.

En muchos aspectos, El Condotiero se parece a una madeja enmarañada. Los hilos narrativos se enredan, se anudan, se pierden. Ese lío monumental dejó perplejos a los primeros lectores. Pero hoy tenemos la posibilidad de tirar de esos hilos que salen de todas partes: nos conducen hacia la obra que viene después.

Todo nace de ese rostro «increíblemente enérgico» del Condotiero, ese capitán de mercenarios que pintó Antonello da Messina hacia 1475. Representó para Georges Perec una «figura central», hasta tal punto «el dominio del mundo» está significado en el cuadro por el dominio del pintor. Toda una página de W o el recuerdo de la infancia evoca esta cristalización. Alrededor de esta figura pudieron solidificarse fantasías en apariencia divergentes: encarnación de un ideal artístico (la perfección de un realismo austero), imagen de un modelo de voluntad inflexible, transformación de una imago terrorífica (el guerrero sádico: «Supe vencer la sombra de ese soldado con casco que todas las noches durante dos años montaba guardia ante mi cama y me hacía gritar en cuanto lo veía», escribía en 1956)[13] en una figura de serenidad casi tutelar, un emblema personal, o incluso un doble («la pequeñísima cicatriz encima del labio superior» del Condotiero, Georges Perec la ve idéntica a la que luce desde una pelea de infancia en Villard-de-Lans, convertida en «signo distintivo»[14] y por lo tanto en algo valioso). El cuadro del Louvre ejerce sobre él semejante atracción porque es el objeto de una condensación sobrecogedora.

El Gaspard Winckler de El Condotiero se ha dedicado en cuerpo y alma desde hace meses a la realización de un falso Condotiero, de un falso Antonello. Gaspard es un pintor falsario ya bien establecido en su identidad de falsario. Ha realizado los aprendizajes necesarios, domina las técnicas, se ha convertido en un príncipe de la falsificación. Sin embargo, no es sino la mano ejecutora de los pedidos de un socio capitalista, Anatole Madera. En la primera página del libro, lo asesina. Y el libro, en su mayor parte, desplegará las causas y consecuencias de ese asesinato, una de cuyas razones será el fracaso de Winckler en rivalizar con Antonello.

La cuestión de la falsificación en pintura y en la representación por la imagen recorre de principio a fin la obra de Perec. En El Condotiero, alude varias veces al falsario neerlandés Van Meegeren (1889-1947), famoso por las falsificaciones de pintores holandeses del siglo XVII (Hals, De Hooch y sobre todo Vermeer) que realizó y vendió tanto a museos como a particulares. Uno de esos lienzos acabó en manos de Göring. Acusado tras la guerra de haber vendido a los nazis tesoros nacionales, Van Meegeren tuvo que revelar su impostura, para disculparse, y pintó bajo la mirada de los policías un falso Vermeer.

En junio y julio de 1955 tuvo lugar en el Grand Palais de París una gran exposición sobre las falsificaciones en el arte. ¿La vio Perec? Sea como fuere, el texto cita a falsarios ilustres, como el sienés Icilio Federico Joni o el escultor Alceo Dossena. Perec se informó sobre las antiguas técnicas de fabricación (como el gesso duro, una base de yeso, utilizada antaño). Se informó del libro de Ziloty[15] sobre la invención de la pintura al óleo. En pocas palabras, hizo lo necesario para que su historia de falsario fuese creíble.[16]

Todo el interés de una historia como la de Van Meegeren reside en que se trata de un verdadero creador. Tuvo incluso la osadía de inventarle una pintura religiosa a Vermeer (La última cena, etcétera). Lejos de ser simples copiadores, Van Meegeren, Joni o Dossena fueron, a su manera, inventores.

«De tres cuadros de Vermeer, Van Meegeren creaba un cuarto.» (El Condotiero). Nos acercamos aquí a la técnica del puzzle, tan fundamental en el imaginario de Perec. «Tomaba tres o cuatro cuadros de quien fuera, escogía elementos por aquí y por allá, mezclaba bien y armaba un puzzle.» El drama del Gaspard Winckler de 1960 es justamente que no consigue esta unificación de lo heterogéneo: sabe que su Condotiero es un fracaso porque carece de unidad.

Su uso del préstamo en este caso sólo conduce a un fracaso. Pero es fascinante ver que varios de los grandes textos de Perec utilizan sistemáticamente el latrocinio textual, reconocido o no. Un hombre que duerme, que en tantos aspectos se presenta como la relación de una travesía (vivida) por la depresión y la falta de ganas de vivir, está lleno de préstamos ocultos de todo tipo de autores. Rara vez se había llevado tan lejos la paradoja de una escritura personal tan impersonal. Y La vida instrucciones de uso es un inmenso centón… El Gaspard Winckler de El Condotiero es un precursor del escritor Perec.

Ser discípulo de Van Meegeren conduce a este Gaspard n.°l a un callejón sin salida. Porque hay un socio capitalista al que se debe matar. Pero una vez liberado de Madera o de quien se le parezca, una vez que la falsificación ya no es un objetivo sino sólo un medio, Perec se inventa una libertad nueva, «un vocabulario nuevo», como dice aquí, gracias a su uso extraordinariamente hábil, insistente, burlón, ambiguo, del copiar-hurtar.

«Lograr lo que jamás falsario alguno antes de él se había atrevido siquiera a intentar: la creación auténtica de una obra maestra del pasado.» Pintando un rostro de Condotiero tan perfecto como el del Louvre, Gaspard Winckler quiere llevar a cabo una proeza[17] que lo ponga al nivel de los grandes maestros del Renacimiento. Y, para que esa hazaña se realice, debe recrear esa figuración de la fuerza pura, de ese guerrero por encima de las normas y de las leyes, mezclando así la imagen de la perfección artística con la de un poder seguro de sí mismo.

Quiere afirmar su identidad de artista midiéndose con lo que la tradición del arte ha legado como el summum. Pero, a la vez, es su propio rostro el que quiere definir («¿Había tenido conciencia de que una vez más había sido su propia imagen lo que buscaba?»). Las implicaciones estéticas e inmediatamente existenciales se confunden. «Procurar reconocerse y encontrarse.» En «Los lugares de un ardid»,[18] el hermoso texto que escribe sobre su experiencia con el psicoanálisis, Perec fija así el objetivo de su proceder: que pudiera «decirse algo que quizá vendría de mí, sería mío, sería para mí». Cuando Gaspard Winckler conquista su libertad, sueña con que le suceda «algo que fuera suyo, que viniera sólo de él, que sólo lo concerniera a él». Este itinerario de liberación, esta salida de los muros de una prisión están descritos con las mismas palabras que usa Perec para describir la travesía por el «lugar subterráneo» del tiempo del análisis.

Aquí, con la esperanza de recrear el rostro del Condotiero y hacer de él un espejo embellecedor, Gaspard finalmente sólo encuentra el rostro de su angustia («mezquino […] con ojos de rata»), un Dorian Gray de una nueva clase.

Esta búsqueda de sí mismo se fija alrededor de lo que no es más que una imagen. Imagen en la que puede reconocer sus aspiraciones: encarnar la fuerza y la certeza, lograr la realización perfecta de la ambición artística. Ser un nuevo Antonello pasa por apropiarse del rostro de ese «rufián» al que el pintor siciliano supo dar una «jeta luminosa». Al mismo tiempo, ese rostro no es más que un trampantojo, una figuración quizá tan exigente pero tan alienante como los perfiles de los deportistas que dibujaba el niño evocado en W o el recuerdo de la infancia. «Quería mi rostro y quería el Condotiero.» Contradicción insoluble. Y lograr el cuadro habría sido para Gaspard descubrir «[su] propia sensibilidad, [su] propia lucidez, [su] propio enigma y [su] propia respuesta». Un puzzle terminado es un puzzle muerto.

El Condotiero es el relato de una liberación. Es también el relato de una venganza, como en La vida instrucciones de uso. En la novela de 1978, Gaspard Winckler, el modesto artesano que recorta piezas de puzzle, se venga, lento pero seguro, del capitalista que lo emplea, Percival Bartlebooth: provoca su muerte imponiéndole una letra en forma de W donde sólo tendría que haber habido espacio para una pieza en forma de X. Venganza del sirviente despreciado, del artesano humillado al ver que la perfección de su trabajo sólo sirve para una obra de muerte (la destrucción de las imágenes reconstituidas).

Las similitudes entre las dos historias saltan a la vista. El Gaspard de El Condotiero mata a aquel que le impone no hacer otra cosa que practicar el oficio de falsario. Liberarse es abrir, desenmascarar —desgarrar de un navajazo, perforar una pared—, realizar un acto. Exactamente lo contrario del asesinato «absurdo» y contingente de El extranjero de Camus: Perec insiste en la necesidad del asesinato perpetrado por Gaspard, convertido en el «primer gesto del demiurgo».

Hamlet-Gaspard se siente aquí liberado por haber cortado por lo sano, al contrario que el príncipe de Dinamarca, entregado a sus inhibiciones y procrastinaciones. Podríamos meditar largamente sobre todas las figuras de autoridad que se superponen en el personaje de Madera (se impone el paralelo Anatole M./Antonello da M.). Y constataríamos también los parecidos existentes entre el frío y despreciativo Bartlebooth y ese Madera seguro de su poder y de su fortuna.

¿De qué se venga Gaspard Winckler? De que hayan hecho de la falsificación y las máscaras, o al menos de las falsas representaciones, su destino. El sufrimiento del falsario no se debe a que es un mentiroso o un impostor, sufre por haberse retirado de la vida, haberse convertido en un «zombi», un «Fantômas»: «Vivir no quiere decir nada cuando se es falsario. Quiere decir vivir con los muertos, quiere decir estar muerto.»

Esta novela sobre una liberación empieza también por ser la antinovela de una reclusión. Un texto precursor de Un hombre que duerme. Desde el origen, a Perec lo llama la novela del encierro protector («vivía rodeado de múltiples protecciones. No tenía que rendir cuentas a nadie») e invivible del que el protagonista solitario tiene que buscar la salida. Del taller subterráneo de Dampierre (El Condotiero) al cuartito de la rue Saint-Honoré (Un hombre que duerme), pasando por el edificio de la rue Simon-Crubellier (y tal vez el gabinete del analista de «Los lugares de un ardid»), el lugar del debate o del combate narrativo es ese espacio entre cuatro paredes. El lugar de la muerte de la madre, el espacio de la prisión mental… El lugar en el que se da vueltas a lo mismo, el lugar del tormento como el punto de partida de la escapada por venir. Celda de donde el «yo» sale en parte gracias al «tú» (ya tan insistente en El Condotiero). El «tú» que une el yo a los demás, que interpela, rememora tanto como incita a moverse, se pone a distancia, crea distancia.

«No existir más que al abrigo de innumerables máscaras, no vivir más que bajo los despojos de los muertos.» La manera en que Perec hace ir de la mano la ascendencia de los muertos y el reino de lo falso («Falsario. Con F mayúscula. Con una filosa guadaña. Como la muerte y como el tiempo») es elocuente para los lectores de W o el recuerdo de la infancia. ¿Cede Gaspard Winckler la palabra a Georges Perec[19] cuando, evocando su pasado de reclusión, su vida «sin raíces» «falsa en el interior de su falsedad», suelta un muy inesperado: «El campo. El gueto»?[20] El itinerario de venganza y liberación de ese Gaspard tiene múltiples raíces y hace que se entrecrucen numerosas ramificaciones.

Esta novela del laboratorio subterráneo nos hace también entrar en el taller de Georges Perec.

En el modo de invención del relato. Este primer texto se estructura a partir de una ruptura. La figura (la no-figura) de la ruptura, de la fragmentación se impone hasta tal punto a Georges Perec que la encontramos en la gran mayoría de sus textos. El espacio (Especies de espacios) no puede ser sentido, pensado, más que en el momento en que se rompe. La inmensa «novelas» que es La vida instrucciones de uso se cuenta pagando el precio de ese «salto del caballo» que nos hace revolotear de habitación en habitación de arriba abajo del edificio y rebotar de historia en historia. W o el recuerdo de la infancia se construye alrededor de sistemas de rupturas tanto inarticulados como admirablemente articulados.

El Condotiero está también construido alrededor del principio de la fractura con esas dos partes distintas. La primera oscila entre narración novelesca, autointerpelación (el «tú») y soliloquio, la segunda está concebida como un interrogatorio en el que Gaspard Winckler desvela las causas y las consecuencias de ese crimen liberador. ¿A la novela del acto (el crimen) sucedería la de la elucidación? Oposición probablemente demasiado sencilla. Eso no quita que una energía, el aura de un secreto preservado, dependan de esa ruptura en el tono, los tiempos, la forma.

«No pienso, sino que busco palabras», dice el Perec de Pensar/Clasificar.[21] Es sorprendente ver cómo, desde el principio, encontró sus palabras, sus maneras de modular, el ritmo de su fraseo. De hecho El Condotiero está esmaltado de frases o imágenes que encontraremos casi textualmente en Un hombre que duerme o La vida instrucciones de uso.

El Condotiero debe pasar por una historia de encierro y de sótano y, antes de ser el relato de una liberación, por la narración de un fracaso. Termina, sin embargo, con una promesa, y en el aire de las cumbres. Georges Perec quería que se leyera como la historia de una «toma de conciencia». No más neurosis solitaria, conductos mágicos, atajos por lo falso. Elogio de la paciencia, del trabajo, de la búsqueda de la verdad propia, de la «perpetua reconquista», de una forma secreta de valor:

El dominio del mundo. No lo alcanzarás más que al término de un camino agotador, como esa cordada justamente, a principios de julio de 1939, que alcanzaba cerca de la Jungfrau un horizonte perseguido durante largo tiempo y se empapaba de repente, más allá de su cansancio, de la alegría fulgurante del sol que se levanta, el descubrimiento irradiado de la otra vertiente de la montaña, la divisoria de aguas…

Este final pretende estar en consonancia con los ideales de la obra «épica» que La Ligne générale quería implantar como objetivo de la alta literatura narrativa. La Ligne générale era esa revista que debía haber dirigido Perec pero que no pasó del estadio de proyecto, de dispersión de textos teóricos y críticos sobre la literatura.[22] Algunos de esos artículos se publicaron en la revista de François Maspero, Partisans, entre 1960 y 1963. Derivadas de un trasfondo hegeliano-marxista, las «exigencias» de La Ligne générale se materializan en torno a algunas palabras que encontramos en El Condotiero: «superación», «lucidez», «conquista», «coherencia», «búsqueda», «dominio», «unidad». Lo «épico», fijado como una estrella polar, es esa manera de superar desfallecimientos y contradicciones a través de la lucha, el «movimiento de conciencia», la inteligencia para el combate. Y del «realismo» (analítico, crítico), esa palabra que el teórico Georg Lukács[23] acababa de revitalizar. Desde ese punto de vista, al destacar el itinerario personal y la evolución intelectual de Gaspard Winckler, la novela de Perec se inscribe en esa problemática, o ese ideal.

De hecho, la ambición del joven Perec es heroica. Tiene la intención de medir su proyecto con las más importantes figuras del Renacimiento pictórico. En ese momento en que el arte supo «definir perfectamente una época, superándola y explicándola a la vez, explicándola porque superándola, superándola porque explicándola» (El Condotiero). Y hallando en la superación de la obra de esos grandes artistas, «la necesidad reencontrada», su propia unidad y la del mundo. Justo cuando se está inaugurando una época en la que la escritura parece alimentarse exclusivamente de su puesta en duda y de la afirmación de su imposibilidad o de su impostura, Georges Perec vuelve a las ambiciones más antiguas de la literatura.

La última novela publicada en vida de Georges Perec, El gabinete de un aficionado (1979), tiene por subtítulo «Historia de un cuadro». Ese cuadro, «el gabinete de un aficionado», tiene por objeto, una vez más, expresar la «totalidad», en este caso a través de la acumulación de los lienzos reproducidos. En él, la copia, principio mismo de la construcción del cuadro, está marcada subrepticiamente por los signos de lo falso ya que el pintor, Otto Kürz, introduce sistemáticamente discretas variaciones. Y esa aparente obra maestra resultará ser una falsificación. Así pues, los mismos temas obsesionan a Perec de un extremo a otro de su creación.

En ella Perec cede la palabra en dos ocasiones a un tal Lester K. Nowak, crítico que se supone debe comentar el cuadro. «Toda obra es el espejo de otra», adelantaba en su preámbulo: «Un número considerable de cuadros, si no todos, sólo adquieren su verdadero significado en función de obras anteriores que se encuentran en él, sea simplemente reproducidas integral o parcialmente, o, de una manera mucho más alusiva, encriptadas.» Su conclusión es que el gabinete de aficionado era «una imagen de la muerte del arte, una reflexión especular sobre este mundo condenado a la repetición infinita de sus propios modelos». Así pues, la melancolía, la ironía, la irrisión tienen la última palabra.

Nowak refuta más adelante este primer enfoque. No habría que ver en los actos de Kürz ni burla ni nostalgia de una edad de oro de la pintura, sino «un proceso de incorporación, de un acaparamiento: al mismo tiempo proyección hacia el Otro, y Robo, en el sentido prometeico del término». «Sobre todo conviene», concluye, «ver en ello el término lógico de la maquinaria puramente mental que define precisamente el trabajo del pintor: entre el Anch’io son’pittore del Correggio y el Aprendo a mirar de Poussin, se trazan las frágiles fronteras que constituyen el estrecho campo de toda creación.»[24]

Entre impulso e ironía, entre orgullo y humildad, entre búsqueda de una autenticidad imposible y afirmación alegre de la inventiva del novelista-pintor, las mismas reflexiones animan la maquinaria mental de Perec a lo largo de todo su recorrido. El Condotiero, novela sobre lo falso que busca decir la verdad, era una novela del fracaso, y tal vez el fracaso de una máquina narrativa. El gabinete de un aficionado, construido como un castillo de naipes destinado a derrumbarse en la última página, dando vueltas y más vueltas a las categorías de lo verdadero y lo falso, dice haber sido «concebido por el mero placer, y el mero estremecimiento, de la simulación». De la primera a la última novela, pasamos de lo trágico a lo lúdico. O más bien Perec da juego y movilidad a esas dos categorías haciéndolas bailar, cuando al principio no lograban ni siquiera moverse de concierto.

Para cerrar este prólogo, dos avisos.

El primero nos es dirigido el 17 de octubre de 1959 por los señores Otiero y Perec reunidos. Acaban de enfrascarse de nuevo en una de las numerosas reescrituras de la novela: «Ya no habrá subterráneo. Gaspard estará en el trullo e intentará salvar su pellejo demostrando su inocencia. Lo logrará. ¿Cómo? Lo sabrá leyendo el año que viene El Condotiero, una novela del señor Otiero, publicada en la editorial Ganimard, de París, con la que el autor hace una brillante entrada en el mundo literario presentando una historia encantadora y personajes trazados con una pluma infalible (digámoslo todo, burilados con una felicidad poco habitual).»[25]

Otiero sólo se equivocó por medio siglo y dejó «Ganimard» por Seuil y su «Librairie du XXIe siècle». «Encantadora» no es el primer adjetivo que viene a la mente para calificar esta historia hamletiana, pero infalible sí, la pluma lo era… El escritor ya estaba allí, incluso en lo que fue considerado «torpeza» (¿su manera de retomar e insistir?) o «palabrería» (¿los efectos de la sobreabundancia?).

El segundo data de la primavera de 1961 en una carta a un amigo: «El Condotiero no será nunca publicado, como no sea a título póstumo con prólogo de Monmartineau. He dicho. Ughh. Primero porque es malo. Luego porque lo retomo en el actual, de una manera a mi entender más convincente, más completa, más coherente, más seria, más integrada, menos traída por los pelos, que va más lejos. Al menos eso espero.»[28]

Georges Perec tuvo razón en sentir esperanza. Tardó algunos años más, hasta después de una tentativa (J’avance masqué, 1961; manuscrito perdido) de nuevo rechazada por Gallimard, en «retomarlo en el actual». Pero las obras por venir realizaron el programa propuesto.

E incluso el póstumo Condotiero encontró aquí a su Martineau prologuista.

Henri Martineau (1882-1958) fue, lo sabemos, el escrupuloso y devoto editor de Stendhal —y la voz de Coulonges-sur-l’Autize (Deux-Sèvres).

CLAUDE BURGELIN

jueves, 8 de septiembre de 2022

EL HACEDOR DE SOMBRAS – BOLA NEGRA. VÍCTOR HUGO FERNÁNDEZ. ESCRITOR COSTARRICENSE.

 


EL HACEDOR DE SOMBRAS – BOLA NEGRA

De la humanización de lo divino a la divinización de lo humano, la nueva narrativa de Jorge Méndez Limbrick sigue voluntariamente encerrada en los laberintos oscuros del verdugo

En una carta célebre, el novelista francés Gustave Flaubert escribía que en una obra narrativa: “el autor debe estar en su obra como Dios en el universo: presente en todas partes, pero sin que se le vea en ninguna”. Existen obras que, dada su compleja estructura, la abundancia de personajes y escenarios narrativos cuando leemos sentimos que ingresamos en un nuevo mundo, completamente autónomo, con sus reglas, sus mandamientos y hasta su panteón de dioses. Muchas veces estos dioses novelados se alejan de los conceptos tradicionales y por el contrario se aparecen en el mundo narrado, actúan en él, lo ordenan, lo regulan e incluso hasta son capaces de modificarlo. Pero detrás de todos ellos se encuentra ese otro Dios invisible pero plenipotenciario que describe Flaubert y que apunta al autor de la obra, que aunque no sea visible se sabe de su presencia.

La lectura efectuada a la reciente novela del autor costarricense Jorge Méndez Limbrick titulada El hacedor de sombras Bola negra -que circula bajo el sello de la editorial Costa Rica-  deja esa sensación acerca de la existencia de una deidad superior ajena al relato que sin embargo ejerce presión constante sobre los dioses menores que habitan la historia y que la mueven en distintas direcciones. Esta obra constituye la tercera de una trilogía iniciada con Mariposas negras para un asesino (EUNA, 2005) y continuada en El laberinto del verdugo (ECR, 2010). Se puede leer con total independencia de las obras anteriores, aunque sin duda alguna y dado que es una trilogía, existen varias alusiones a personajes y situaciones ocurridas en las obras anteriores que, de muchas formas, generan sentido y justifican acciones de la obra que nos ocupa. Don Julián Casasola Brown por nombrar solo a un personaje clave en las obras anteriores -aunque ya fallecido- es imposible que en esta nueva obra no venga a desempeñar una presencia importante, en este caso a partir de un documento que se refiere a él, a su vida, a su acciones, a sus grupos cercanos de amigos y colaboradores, documento que aparece hacia el final de la obra como una gran revelación en la forma de un cuaderno personal, casi que un diario, en poder de uno de los personajes-narradores principales de la historia que nos ocupa, el abogado Henry de Quincey. Documento gracias al cual se efectúan grandes revelaciones

A lo largo de su carrera como escritor, la obra de Méndez Limbrick ha recibido múltiples etiquetas, todas ellas erróneas a mi juicio, pues se dice que las suyas son novelas negras y no lo son, ni siquiera son novelas policiales, porque no hay misterio que resolver, aunque se suceden demasiados crímenes en sus páginas, pero la obra está concebida como un enorme alegato judicial, que es muy diferente. Tampoco la suya es novela gótica, porque acá lo gótico es únicamente apariencia, una forma visual reflejada en el vestuario de algunos personajes, una manera de asociar a ciertos individuos con los submundos plásticos e imagineros de cierto tipo de música rock que emplea lo oscuro, el llamado misterio gótico, como un mecanismo de mercadeo y no como un estilo de vida profundamente arraigado en su interior, moviendo los hilos del relato. La obsesión con lo gótico no la convierte en una novela gótica. En todo caso, la obra de Méndez Limbrick está muy por encima de ese etiquetado que le han conferido sus editores previos. Incluso esta obra que nos ocupa, me atrevo a cuestionarle su formato de novela, aunque reconozco que es un enorme mural narrativo construido a partir de múltiples historias, todas ellas inteligentemente hilvanadas entre sí. Ese Dios de Flaubert acá se manifiesta mediante el entramado minucioso que sostiene todo el edificio narrativo y que, aunque imperceptible es el que le da total sentido a la obra que no solo es compleja sino extensa y minuciosa en sus detalles.

En esta nueva obra el gansterismo continúa mostrándose como un estilo de vida, por eso, la naturalización de la corrupción y la falta de moral son componentes esenciales de esta narrativa donde no aparece un asesino, ni una prostituta, sino que todo el universo narrativo está conformado por seres de alguna manera corruptos, descompuestos, torcidos, turbios, inconexos, cuyas vidas son vistas con naturalidad, como si no existiera otra forma de ver el mundo que esa. Uno como lector termina de leerla saturado de droga, licor, decadencia, de excesos y violencia. 

Se trata de un mundo sucio, corrupto, en el que la moral se aplica contrario a las normas socialmente establecidas, donde prevalecen la muerte por violencia, por consumo de drogas, por abandono, por desesperación, por deseo de calzar en el engranaje corrupto y ascender dentro de los estratos más podridos de la sociedad, que funcionan en paralelo y se alimentan de las acciones oscuras de mucha gente en apariencia respetable.

Muchos personajes parecen tener un origen espurio, provienen de los bajos fondos, sus orígenes se extienden hasta los barrios marginales de la ciudad, emplean un lenguaje a ratos afectado por su origen, pero dentro de la historia ocupan protagonismo, adquieren voz y cuentan su historia. Ello ocurre porque toda la historia se construye sobre relatos de malandros, de seres decadentes, de individuos que están en transición, que vienen de hacer mal o de experimentar el mal causado por otros. En medio de todo ello aparecen espacios inciertos y ominosos, cargados de una atmósfera siniestra donde cualquier cosa perversa puede ocurrir, desde un crimen hasta una violación y ambas acciones con la misma naturalidad que les permite el escenario general de la historia.

Esta novela me resulta particularmente interesante por la forma de articularse en capas. Múltiples historias conjuntadas dentro de una estructura con avances y regresiones: historias que corren paralelas entre sí y se juntan y se aparean en algunos episodios, donde coinciden elementos, ya sea personajes o un espacio determinado, de los múltiples que abundan en ese universo paralelo que coexiste en la periferia de la ciudad, espacios dentro de los cuales florecen con naturalidad lo perverso y siniestro.

En mi forma de leerla, me interesa esta novela por la manera inteligente y cerebral como presenta la historia, que no es una historia sino la fusión de múltiples anécdotas y acciones que viajan en el tiempo, hacia atrás y hacia delante y adquieren unidad gracias a la uniformidad de la variopinta población de personajes que ocupan los diferentes estratos de la historia y que son los conductores del hilo narrativo. Es una historia de personajes, de personajes consumidos en atmósferas siniestras, donde la decadencia se celebra y se tolera, nunca se censura. Donde se vive y se muere con igual naturalidad.

El discurso narrativo es puntual, pulcro, pero exige atención del lector en todo momento para no perder el hilo de la historia que no es uno sino muchos, incontables hilos que coexisten entre sí y se unen en el lector que es quien en última instancia les confiere sentido.

Con esta novela, su autor nos dice que es posible hacer literatura y centrarse predominantemente en la estructura narrativa, en el andamiaje que se emplea para montar el teatro de personajes tan complejo que presenta. Por momentos parece que estamos frente a la lectura de un enorme expediente judicial, donde se documentan distintas capas de un complejo caso de pillaje que comprende oscuros grupos organizados, encargados de la distribución de drogas y cometer crímenes, respaldados y estimulados por estructuras superiores de mando que controlan el trasiego y el narcotráfico a nivel internacional. El discurso posee ese tono por momentos asfixiante que caracteriza a la documentación jurídica, en su afán de ser exhaustiva y exponer hasta las vísceras, sin preocuparse de la belleza aleatoria o posible que es inherente al lenguaje mismo. Así como el abogado no le interesa la inocencia de su defendido, pues de eso no se trata el derecho, en esta narrativa no interesa la belleza del lenguaje sino su capacidad corrosiva, su capacidad expositiva. En su afán de revelar lo oculto, la obra transite por senderos oscuros, donde lo que resaltan son las sombras, esas sombras a las que alude directamente su título.

La escritura es ruda, violenta, agresiva, mal hablada, en este sentido múltiples voces generan un mosaico lingüístico cuyos modismos indican procedencia social e incluso orientación espiritual. Hay un determinismo social expresado mediante el uso lingüístico de una amplia galería de personajes de la novela. Pero es sin duda una novela más de estructura narrativa que de lenguaje propiamente; en ese sentido a este fraile lo seduce la estrategia cerebral con que se articula la historia y me impresiona menos su fluidez narrativa, que sacrifica belleza por precisión.

Uno viene a esta obra a descubrir qué es lo que ocurre y apreciar la forma en que se despliega la historia. Lingüísticamente la narrativa se vuelve práctica, funcional, puntual, busca revelar más que encantar Más que un estilista del lenguaje, Méndez Limbrick es un maestro estructural No encuentro en nuestra escena narrativa contemporánea un narrador que maneje estos complejos andamiajes conceptuales a la hora de contar la historia. En este sentido, su propuesta moderniza el escenario y propone otras alternativas para manejar el realismo, donde el ojo múltiple de voces se centra exclusivamente en escenarios marginales, en submundos, los cuales no son vistos como transitorios sino como definitivos. No en balde esta es la tercera obra de una trilogía.

La novela ocurre en la periferia de la urbe, de una urbe sin personalidad alguna, salvo puntuales referencias geográficas que pudieran generar algún sentido de ubicación en los lectores familiarizados con la capital de San José de Costa Rica, donde gran parte de la novela se ubica. Pero estas referencias resultan truculentas, pues funcionan únicamente como referencias físicas que se divorcian radicalmente de sus referentes reales. Son escogencias del autor para ubicar en un tiempo y una geografía la historia, en el entendido que el relato funda en sí mismo su propia geografía y el tiempo discurre de manera yuxtapuesta, con constantes avances y retrocesos, retrocesos que incluso se devuelven hasta otros personajes y escenas de novelas previas a esta, que completa una trilogía a cuyas obras previas nos asomamos cautelosamente en pasajes del discurso narrativo que nos ocupa en esta ocasión.

Aunque hay una voz narrativa bastante protagónica, representada en Henry de Quincey abogado que posee suficiente información hacia atrás y hacia adelante y maneja los principales hilos narrativos, existen además una multiplicidad de voces menores que se combinan admirablemente para construir un mural polifónico que mantiene la dinámica y la movilidad del discurso narrativo. Habría sido importante que el Gran Archivero de la noche le ofreciera a la historia, como apéndice, un esquema de voces y locaciones significativas dentro de la totalidad del relato. Ello habría guiado mejor a los lectores sin duda que, en todo momento, deben mantenerse alerta ante los cambios de voces y escenarios narrativos. Habría sido un documento muy propio del perfil de este personaje y sus funciones dentro de la novela, como proveedor cercano de información al narrador De Quincey.

Varios hilos narrativos vinculados a personajes de la obra nos permiten armar un edificio de acontecimientos donde todo parece tener alguna importancia y al final descubrimos que lo que parece importante no es tal. Henry de Quincey, Lazarus Zapata Infante, El Gran Archivero de la Noche -un anciano de nombre Juan Fernández- el Mamulón Zúñiga, Rodolfo -monosabio-, todas voces -estas entre otras- con diferente graduación y presencia en el relato, que de pronto parecen arrojar luz a la totalidad de la historia para al final resultar todo, solo una ilusión, un extenso alegato abierto pero oscuro y sombrío a la vez.

No se recomienda buscar respuestas en esta obra, porque el relato no conduce a ninguna parte sino a la celebración del acto mismo de contar, en un ejercicio tan lúdico como perverso, que nos invita a mirar la descomposición social como un resultado a veces propio de nuestra naturaleza animal que, aunque disimulada con mármoles, togas y protocolos judiciales, se sale de control cada vez que bajamos hasta la cripta Spencer y nos ponemos a jugar de dioses, mientras decidimos quien vive y quién muere. Al final, en la obra leída, parece que descubrimos que los dioses no juegan a decidir quién vive y quién muere, sino que somos los mismos humanos quienes tomamos esas decisiones, amparados en falsas concepciones divinas. Porque, ¿qué es el mal? sino una manera de sentirnos bien, con o sin drogas, una manera de reconocer en lo perverso y lo oscuro una forma de vivir y morir.

FUENTE:

https://poesiadecostarica.com/yo-escribo/2022/el-hacedor-de-sombras-bola-negra/



miércoles, 7 de septiembre de 2022

LA CASTELLANA DE LONGEVILLE O LA MUJER VENGADA Sade



 LA CASTELLANA DE LONGEVILLE O LA MUJER VENGADA

Sade

El Señor de Longeville, dueño de un gran predio cerca de Fimes, en la Champagne, vivía en un tiempo en el que los señores gobernaban sus tierras como déspotas; en esas épocas gloriosas, Francia contaba en sus dominios con una infinidad de soberanos en lugar de tener treinta mil esclavos postrados ante un solo rey. Su mujercita era una morena, traviesa y muy vivaz, no muy linda pero picara, a quien le gustaba mucho el placer: la castellana tendría veinticinco o veintiséis años y el amo como mucho unos treinta; casados desde hacía diez años, estaban en edad de buscar distracciones al tedio del himeneo, las que trataban de procurarse explorando las vecindades. La ciudad, o mejor dicho la aldea de Longeville, ofrecía pocos recursos; sin embargo, una granjerita de dieciocho años, fresca y apetitosa, le había encontrado la vuelta para complacer al amo, y este ya hacía dos años que se las arreglaba muy bien con ella. Luisón era el nombre de la adorable tórtola, quien acudía cada noche a acostarse con su dueño, para lo que subía una escalera abandonada, y se introducía en una torre que lindaba con los aposentos del patrón; a la mañana, desaparecía antes de que la señora entrara en ellos, lo que acostumbraba hacer antes del desayuno.

La señora de Longeville no ignoraba estas distracciones del marido pero como ella, por su lado, también se distraía a gusto, no decía una palabra; no hay nada más apacible que las casadas infieles pues tienen tanto interés en esconder sus andanzas que atienden a las ajenas menos que las mojigatas. Un molinero de los alrededores llamado Colas, simpático bribón de dieciocho a veinte años, blanco como su propia harina, musculoso como su mulo y lindo como la rosa que crecía en su jardincito, se filtraba cada noche, como lo hacía Luisón, en una pieza situada junto a los aposentos de la señora, arrebujándose en el fondo del lecho cuando todo estaba tranquilo en el castillo. No había nada más pacífico que estas dos parejas; si el demonio no hubiera metido su cola, se las podría recordar como auténticos ejemplos para toda la Champagne.

No te rías lector, no, no te rías de esa palabra, ejemplo; al contrario de la virtud, el vicio decente y secreto puede servir de modelo: ¿hay algo más feliz que pecar sin escandalizar al prójimo? ¿Qué peligro supone el mal si no es conocido? En fin, estos pecaditos, por irregulares que sean, no son los habituales en el cuadro que nos ofrecen las conductas actuales. ¿Acaso no era preferible que ese señor de Longeville yaciera sin escándalo en los lindos brazos de la linda granjera mientas su respetable esposa lo hacía junto al bello molinero de cuyo goce nadie se enteraba? ¿No era esta conducta mejor que la de tantas duquesas parisinas que cambian cada mes de amante, o han de entregarse a sus mayordomos, mientras el duque se gasta doscientos mil escudos por año con ciertas despreciables criaturas que, por ambición de lujo, envilecen y corrompen su vida?

Digo, pues, si no hubiera sido por la discordia que los venenos iban a destilar pronto sobre esos cuatro favoritos del amor, nada hubiera habido de más dulce y sabio que esos pequeños arreglos.

Pero el señor de Longeville, quien tenía, como tantos injustos esposos, la pretensión cruel de ser feliz sin dejar que su mujer lo fuera, el señor de Longeville, digo, quien se imaginaba no ser visto por nadie cuando, como las perdices, escondía la cabeza, descubrió la intriga de su mujer y no le hizo ninguna gracia, como si su conducta lo autorizara a condenar otras.

En un espíritu celoso, sólo hay un paso entre el descubrimiento y la venganza. El señor de Longeville resolvió no decir nada pero desembarazarse del ridículo que coronaba su frente… Ser cornudo, pase, se decía en soledad, pero serlo por un molinero… ¿Oh, señor Colas, tendría la bondad de ir a moler a otro molino? No admitiré que el de mi mujer se abra a vuestra simiente.

Y como el odio de estos pequeños déspotas es siempre muy cruel, como ellos abusan con frecuencia del derecho de vida y muerte que sus vasallos les acuerdan, el Señor de Longeville, lo menos que podía hacer era arrojar al pobre Colas al pozo lleno de agua que circundaba el castillo.

—Clodomir —le dijo un día a su cocinero mayor—, necesito que tú y tus muchachos me libren del villano que ronda la cama de la señora.

—Hecho, mi señor —respondió Clodomir—. Si usted quiere lo degollamos y se lo servimos trozado como un lechón.

—No, amigo —respondió el señor de Longeville—. Basta que lo metan en una bolsa llena de piedras y lo echen al fondo del foso.

—Así se hará.

—Sí, pero antes hay que echarle mano y aún no lo hemos hecho.

—Lo tendremos, señor, será un mago si se libra de nosotros, le digo que lo tendremos.

—Vendrá esta noche a las nueve —dijo el esposo ofendido—. Atravesará el jardín, se filtrará en la planta baja del castillo y se esconderá en el cuarto junto a la capilla donde permanecerá quieto hasta que la Señora, creyéndome dormido, vendrá a liberarlo para llevárselo a sus habitaciones; hay que dejar que él haga todas sus maniobras, mientras

lo vigilamos, y en cuanto se crea seguro, le pondremos la mano encima y lo echaremos al foso para que el agua enfríe sus fuegos.

Nada mejor conducido que ese plan y el pobre Colas hubiera ido a dar de comer a los pescados si todo el mundo hubiera sido discreto; pero el barón, que se había confiado a demasiada gente, fue traicionado: un mozo de la cocina que codiciaba a la patrona y aspiraba a compartir un día los favores de ella con el molinero, se dejó llevar más por los sentimientos que le inspiraba su Señora que por el placer que le daba la desgracia de su rival, y corrió a denunciar esta trama siendo recompensado por su ama con un beso y dos escudos de oro que para él valían menos que el beso.

—No hay hombre más injusto que el Señor —le dijo la señora de Longeville a la doncella que era su cómplice, en cuanto ambas quedaron solas—. Hace lo que quiere, yo no le digo nada, y le parece mal que me desquite de todos los males que me causa. ¡Ah, no! ¡No lo soporto más, querida, no lo soporto, yo! Escucha, Jeanette, ¿tú me ayudarás en mi plan para salvar a Colas y atrapar al señor?

—Claro, señora, no tiene más que ordenarme y yo lo haré todo: no he conocido a otro muchacho mejor que este Colas, ninguno tiene unos muslos tan fuertes y unas mejillas tan frescas… Oh, sí, señora, la obedeceré, ¿qué he de hacer?

—Ya mismo —dijo la dama— le advertirás a Colas para que no aparezca por el castillo hasta tanto yo le avise, y le pedirás de mi parte que nos preste el traje completo que habitualmente viste cuando viene aquí. Cuando tengas ese traje, irás a ver a Louison, la querida de mi pérfido, y le dirás que vienes de parte del Señor quien le ruega que se vista con el traje que tu llevarás y que venga no por el camino ordinario sino por el jardín, el patio y las salas bajas del castillo. En cuanto ella esté en el castillo le dirás que se esconda en la habitación que está junto a la capilla, hasta que el Señor venga a buscarla. A las preguntas que ella seguramente te hará sobre estos cambios, le dirás que todo obedece a los celos de la Señora, quien lo ha sabido todo. Si ella se asusta, la tranquilizarás, haciéndole algún regalo y recomendándole que no falte porque el Señor tiene cosas muy importantes que decirle relativas a la escena de celos de la Señora.

Jeanette parte, cumple sus dos encargos de la mejor manera que puede, y a las nueve de la noche, la desgraciada Louison, con el traje de Colas, se encuentra en la habitación junto a la capilla, donde debe ser sorprendido el amante de la Señora.

—Vamos —dijo el señor de Longeville a sus hombres quienes, junto con él, no habían dejado de vigiliar—. Vamos, ¿lo habéis visto como yo, amigos, no es cierto?

—Sí, mi Señor. Por cierto que es un lindo muchacho.

—Abrid lentamente la puerta, cubridle la cabeza con unos paños para que no grite, metedlo en una bolsa y ahogadlo sin más.

Todo se ejecuta al milímetro; el cautivo tenía tan apretada su boca que le fue imposible darse a conocer; lo meten en una bolsa en el fondo de la cual había piedras gruesas y por la misma ventana de la habitación donde se consumó el secuestro, lo tiran al agua del pozo. Completado el operativo, todos se van y el Señor de Longeville regresa a sus aposentos, ávido de recibir a la doncella que según él, no tardaría en llegar y cuyo actual y fresco emplazamiento estaba lejos de adivinar. Pasa la mitad de la noche y nadie aparece; como había claro de luna, a nuestro inquieto amante se le ocurre ir a averiguar qué pasaba en la casa de su bella.

Sale. Mientras tanto, la Señora de Longeville que lo vigilaba, se introduce en el lecho de su marido. En la casa de Louison, el señor de Longeville se entera de que ella ha partido como cada noche y que estaría por lo tanto en el castillo. El señor regresa. La bujía que había encendido, está apagada. Busca junto a su lecho un fósforo para reencenderla. Al aproximarse, oye que alguien respira, no duda que se trata de su bella Louison quien ha de haber llegado mientras él la buscaba, y, supone, se habría acostado, impaciente al no encontrarlo.

No vacila ni un momento y hélo aquí, entre dos sábanas, acariciando a la mujer con las palabras de amor y las expresiones tiernas de las que acostumbraba a servirse con su querida Louison.

—Cómo me has hecho esperar, dulce mía… pero ¿dónde te habías metido, mi querida Louison…?

—¡Pérfido! —gritó entonces la señora de Longeville, descubriendo una linterna sorda que tenía escondida—. Ahora no puedo dudar de tu conducta. ¿Reconoces a tu esposa en lugar de la p… a quien le das lo que sólo me pertenece a mí?

—Señora —dijo el marido, sin perder el dominio de sí—. Creo que soy dueño de mis actos sobre todo cuando tu misma me faltas tan esencialmente.

—¿Qué yo te falto, mi Señor, y en qué, te ruego me lo digas?

—¿Crees que no conozco tu intriga con Colas, uno de los peores campesinos de mis tierras?

—¿Yo, Señor, yo, envilecerme de esa forma? —respondió con arrogancia la castellana— ¿Acaso eres adivino? Ni una palabra de lo que dices es cierta, y te desafío a que lo pruebes.

—Es cierto, señora, eso será difícil de probar ya que acabo de arrojar al agua a ese acelerado culpable de mi deshonra, y a quien ya no volverás a ver jamás.

—Mi Señor —dijo la castellana con arrogancia—, si has echado al agua a ese desgraciado, por tales sospechas, eres culpable de una de las mayores injusticias, pero si, como dices, él ha sido castigado por venir al castillo, tengo miedo de que te hayas engañado, pues él no ha puesto los pies aquí.

—En verdad, señora, me harás creer que estoy loco.

—Aclarémoslo, mi Señor, aclarémoslo todo. Envía a Jeanette a buscar a ese paisano de quien estás tan falsa y ridículamente celoso y veremos lo que pasa.

El Señor consiente, Jeanette parte, y vuelve con Colas. El señor de Longeville, al verlo, se frota los ojos y ordena a sus guardias que reconozcan a la persona que él ha hecho tirar al foso. Vuelan, vuelven con un cadáver, y es… el de la desgraciada Louison, expuesto ante los ojos del Señor de Longeville.

—Oh, justo cielo —clama el barón—, una mano desconocida se agita en todo esto pero como es la providencia quien la dirige, no protestaré por sus golpes. Seas tu, señora, u otro, la causa de esta pena, renuncio a averiguarlo, pero, puesto que te has librado de aquella que causaba tus inquietudes, líbrame a mí de quien me las da: que, desde este instante, Colas desaparezca de aquí. ¿Lo consientes, mi Señora?

—Faltaba más, mi Señor, me uno a ti y lo ordeno. Que la paz reine entre nosotros, que el amor y la estima recuperen sus derechos y que nada ni nadie nos separe en el porvenir.

Colas partió para jamás reaparecer y Louison fue enterrada. Jamás se conoció en toda la Champagne una pareja de esposos tan unidos como el Señor y la Señora de Longeville.

NOVELA. EL HACEDOR DE SOMBRAS.


 NOVEDAD

Ya está disponible la nueva novela de Jorge Méndez-Limbrick: "El hacedor de sombras (Bola negra)".
Esta es una novela de la noche, donde la realidad se fragmenta para dar paso a un mundo onírico. Juegos de espejos, laberintos y asesinatos se encuentran en esta tercera entrega de la tetralogía iniciada con Mariposas negras para un asesino y El laberinto del verdugo.
Disponible en formato impreso (ȼ22.000) en https://www.editorialcostarica.com/catalogo/2142 o solicítela al WhatsApp y SINPE móvil 8913-1016.

jueves, 1 de septiembre de 2022

LANDRÚ León Treich



 LANDRÚ

León Treich

—Señor comisario —dijo la señorita Lacoste, una muchacha de unos treinta años—, acabo de ver en el departamento de artículos para el hogar de los almacenes La Samaritaine al ingeniero Frémyet, con quien mi hermana está por casarse.

Estaba muy nerviosa la señorita Lacoste cuando hace esta declaración sin importancia al comisario Dautel, de la primera brigada móvil, encargado desde hace algunos meses de las investigaciones acerca de la desaparición de cierto número de mujeres. Entre ellas figura la señora Celeste Buisson, de cuarenta años de edad, viuda desde 1912 (estamos en abril de 1919), y que, desde 1915, había vivido en la casa de un industrial de Tourcoing, Jean Frémyet, a quien había conocido por mediación de un pequeño anuncio publicado en un importante periódico de París. Se trataba de un anuncio por el estilo de los que dicen:

Caballero aún joven, solo, de espíritu amable y corazón tierno, holgada situación, desea conocer a mujer joven, comprensiva y deseosa de rehacer su vida. Etcétera.

Se habló de matrimonio casi enseguida. La señora Buisson, excelente persona, un poco incauta y con un hijo de veinte años que vive en Bayona, se mostró encantada de los proyectos de Jean Frémyet.

—¡Es tan dulce, tan distinguido! —decía—. ¡Y ha sufrido tanto! El ingeniero, según contaba él mismo, había tenido que huir ante el avance de los alemanes, abandonar todos sus bienes, renunciar a su situación y rehacer completamente su vida en la zona libre.

—¡Cuán feliz me sentiré de hacerle olvidar esos terribles días! —confiaba la señora Buisson a su hermana, la señorita Lacoste, quien, sin saber por qué, demostraba cierta desconfianza hacia su futuro cuñado.

Dicha desconfianza no parecía injustificada. El matrimonio se demora y Frémyet a veces se ausenta por largo tiempo. ¡Bueno, todas esas ausencias se justifican! El ingeniero viaja por cuenta de una gran empresa industrial y ha tenido que permanecer durante algunos meses en Túnez. A pesar de todo, los años pasan. La señora Buisson no tiene regularizada su situación. Sin embargo, el ingeniero sigue manteniendo sus promesas. Recibe con una gran amabilidad en su quinta de Gambais, en el departamento Seine-et-Oise, a la familia de su «prometida», a la señorita Lacoste, por ejemplo, o a los hijos de una tercera hermana, la señora Palet, recién fallecida. Pero hay algo en las maneras, siempre finas y correctas, del ingeniero que suscita en la señorita

Lacoste una cierta desazón, aunque ella trata honradamente de no dejarse llevar por sus recelos.

Y así llegamos a principios del año 1918.

Desde hace algunos meses, las relaciones entre la «pareja». Lrémyet y la familia de Celeste Buisson se han espaciado. La señora Buisson ha anunciado a su hermana que dejaba su departamento de la calle Banquiers para instalarse en casa de su amigo: 114 bulevar Ney. Luego han ido pasando los días, sin más noticias.

La señorita Lacoste se alarma. Escribe al nuevo domicilio de su hermana, pero no recibe ninguna contestación. Entonces pide al alcalde de Gambais que se informe acerca de la señora Buisson quien vive con el ingeniero Frémyet: el alcalde contesta que entre sus administrados no existe ningún señor Frémyet. La señorita Lacoste se dirige al bulevar Ney. La portera, a cargo del edificio desde hace veinte años, manifiesta que entre sus inquilinos no ha habido nunca ningún Frémyet. Nueva carta al alcalde de Gambais, notoriamente más alarmada y alarmante. El digno funcionario municipal se inquieta y relaciona la carta de la señorita Lacoste con una queja que acaba de dirigirle una tal señora Colomb, cuya hermana ha desaparecido también, tras haber vivido en Gambais con un hombre llamado Dupont.

La señorita Lacoste, decidida a aclarar el asunto, establece contacto con los Colomb. En febrero de 1919, dos denuncias son presentadas por ellos en el Tribunal del Sena. Ningún resultado. Luego se encargan del asunto, sucesivamente, el Tribunal de Nantes y la primera brigada móvil. La casa de campo donde han vivido la señora Buisson y la señora Colomb es rápidamente localizada. Está abandonada. Su último inquilino, cuyo nombre se ignora, no ha pisado la casa desde el día 20 de enero.

—¿Qué clase de hombre era? ¿Qué vida llevaba?

—Nunca se quedaba mucho tiempo en la casa; no parecía dedicarse a ningún trabajo concreto, pero venía a menudo, acompañado de mujeres que, por otra parte, raras veces dejaban verse. Su reputación no era buena ni mala. Se trataba de un hombre silencioso, con barba, delgado, de ademanes vivos, ojos de comadreja, espesas cejas y aire muy correcto.

Se comunican esos datos a la señorita Lacoste. Sí, es él. Conducida a Gambais la hermana de la desaparecida reconoce la quinta. Se buscan en los archivos judiciales los nombres de Frémyet y de Dupont. No se halla nada que pueda relacionarse con el

amante de las señoras Buisson y Colomb. No es posible seguir ninguna pista. ¿Qué hacer?

Nada, excepto esperar. El 11 de abril de 1919, la señorita Lacoste se topa con el huidizo Frémyet. Se pone en comunicación por teléfono con la primera brigada móvil, es llamada inmediatamente y hace la declaración que hemos registrado al principio. Los inspectores se trasladan a toda prisa a los grandes almacenes La Samaritaine.

—El cliente que ha comprado estos paquetes de café ha pedido que su compra le sea enviado al número 76 de la rue Rochechouart. Se llama Guillet.

El caso Landrú empieza.

*

El comisario Dautel y los inspectores Belin y Brandenberger corren a la rue Roohechouart y hacen hablar a la portera.

—¿Guillet? Sí, en el tercer piso, a la izquierda. Está casado, es ingeniero y posee un pequeño automóvil. Es un hombre muy amable, paga con puntualidad el alquiler, da buenas propinas, sale de viaje a menudo y en estos momentos se encuentra en casa. ¿Quieren ustedes subir?

No, todavía no. Hay que esperar algunos minutos. Los inspectores permanecen de guardia en la portería. Dautel regresa a la prefectura para consultar las fichas antropométricas.

—Guillet… Henri… Désiré Landrú… llamado Guillet… cincuenta y un años de edad… cuatro condenas… buscado por diversas estafas…

Las cuatro condenas son todas por estafa:

21 de julio de 1904, París: dos años de prisión.

28 de marzo de 1906, Sens: trece meses de prisión.

27 de mayo de 1906, París: tres años de prisión.

20 de julio de 1915, Sens: cuatro años de prisión y confinamiento.

La presa, de todas maneras, es buena. El comisario Dautel se ha formado su opinión: se ha descubierto el escondrijo de Frémyet y Dupont: ni Celeste Buisson ni Anna Colomb volverán a aparecer.

El comisario regresa a la calle Rochechouart. Ya es de noche. No es posible efectuar ningún arresto hasta que amanezca. Los tres policías se sientan, filosóficamente, en el rellano de la escalera, donde esperarán la llegada del día. Cuando apunta el alba, llaman. Les abre una mujer joven. ¿La señora Guillet-Landrú? No, pues a pesar de lo que cree la portera, el caballero no está casado, o más exactamente, no vive con su esposa, sino con Fernande Segret, una cantante, que es su querida desde hace algunos meses, y tal vez la única mujer que ha amado en su vida.

—¿Señores…?

La puerta del dormitorio se ha entreabierto ante los policías, quienes hacen a un lado a Fernande y entran. Landrú, mientras tanto, ha saltado de la cama, se ha puesto un pantalón y, con toda calma, pregunta:

—¿A qué se debe, caballeros…? ¿Quiénes son ustedes?

—¿Es usted el señor Henri-Dérisé Landrú? —pregunta, a su vez, el comisario Dautel.

—Soy Lucien Guillet, ingeniero, nacido en Rocroy el 18 de septiembre de 1874. Aquí están mis documentos de identidad.

—Perfecto.

Y el comisario, burlón, inclinándose ligeramente, casi divertido, pone bajo la nariz del caballero su ficha antropométrica.

—¿He de ir con ustedes?

¡Caramba! Landrú (démoles desde ahora el nombre que, por desgracia, lo ha hecho inmortal), Landrú abre un cajón y, tendiendo un paquete de cigarrillos a los policías, dice:

—Excúsenme, señores, no me agrada ser despertado bruscamente; todavía estoy medio adormilado… y a ello se debe que no les haya ofrecido antes un cigarrillo.

Landrú conservará hasta el final ese tono desenfadado y meticulosamente cortés. Se viste sin prisas; no olvida, pues está lloviznando afuera, de llevar el paraguas, da algunos golpecitos en el hombro de su amante, que solloza y a quien los inspectores ruegan que los acompañe, y sale canturreando una canción.

*

Sólo un periódico de París, Le Petit Journal, publicó el día 13 de abril, en su edición de la mañana, un suelto sobre el suceso, interesante, sí, pero trivial.

IMPORTANTE ARRESTO EN MONTMARTRE

La primera brigada móvil detuvo ayer, en el corazón de Motmartre, gracias a denuncias anónimas, a un individuo elegantemente vestido, casi completamente calvo pero con una espesa barba negra. Según se cree, este individuo había puesto la ciencia del hipnotismo al servicio de sus malos instintos, era buscado por la policía y ocultaba su personalidad bajo diversos nombres. En los locales de la Sureté terminó por confesar que su verdadero nombre es Désité Landrú, nacido en París en 1869. Landrú está inculpado de varios robos, estafas y abuso de confianza, aunque el acusado lo niega todo sin dar la menor explicación. Es posible, no obstante, que dentro de poco ese triste personaje considere más prudente ser menos reservado, pues indudablemente tendrá que responder ante la justicia de hechos mucho más graves que los que se le atribuyen hoy en día. A ese respecto, cargos abrumadores pesan ya sobre él.

Al cabo de los años, tal estilo resulta divertido. Esa mezcla de falsa información, fábula pintoresca (el hipnotismo) y verdad pergeñada por un viejo redactor habituado a recoger únicamente sucesos sin importancia, nos parece dotada de un singular sabor.

—No diré que no haya cometido algunos pecadillos —declara Landrú al ser interrogado para su identificación, una vez que Fernande Segret ha sido puesta en libertad por la policía, que ha creído en la sinceridad de sus protestas de inocencia—. Pero considero que ello no justifica que se me haya sacado de la cama y que tres policías hayan tenido que molestarse. Una simple llamada hubiera bastado para que yo me presentara a declarar.

La ironía es buena. Los policías no dudan de que tendrán que habérselas con un pájaro de cuenta. Van brutalmente a los hechos:

—¿Qué ha sido de las señoras Buisson y Colomb, con quienes usted ha vivido, les dio promesa de matrimonio y se llevó a su quinta de Gambais?

Landrú, que es un gran actor, como demostrará ante el tribunal, finge sorpresa.

—¿Cómo puedo saberlo? —contesta—. Supongo que no me acusarán de haberlas expedido a Buenos Aires.

—No —dice Dautel, secamente—. De algo peor.

¡Basta! El comisario se da cuenta de que no adelantará nada mientras no disponga de alguna prueba, o principio de prueba, que oponer al hombre. Ordena que sea encerrado, pero antes de que los inspectores se lo lleven se dirige maquinalmente hacia Landrú, lo registra y en el bolsillo interior de su chaqueta descubre una pequeña libreta de tapas relucientes, sucia, grasienta y llena de notas.

¿Un registro de los gastos diarios de Landrú? Sí, pero gastos de una índole muy especial. Hay en la libreta las siguientes anotaciones:

25 diciembre

Dos billetes metro, ida y vuelta.

Inválidos: 0,40.

Una ida: 3,95.

Ida y vuelta: 4,95.

Un billete ida: 2,75

Un billete ida y vuelta: 4,40.

13 marzo

Dos billetes ida y vuelta: 9,90.

27 abril

Conocimiento E Pascal: 4,90.

Bizcochos, málaga.

4 mayo

Inválidos, coche: 3.

Billetes: 3,10; 4,95.

Diligencias: 2,40.

Houdan (Saint Lazare): 10.

Y, en la parte inferior de la página, una lista de nombres, entre los cuales dos llaman al punto la atención del comisario: A. Cuchet, G. Cuehet, Brésil, Grozatier, Havre, C. Buisson, A. Colomb, Mogador, Louis Jaume, A. Pascal y Th. Marchandier.

Cuando Dautel ha sacado la libreta, las facciones de Landrú se han crispado durante un momento, el rostro ha palidecido y la mirada de sus ojos se ha extraviado.

No hace falta nada más para que el avisado y sagaz policía comprenda.

—Esta vez, buen hombre, tienes miedo —dice al prisionero mirándolo de hito en hito—. Has caído en la trampa, ¿no? ¡Vamos, confiesa!

Pero ya Landrú se ha recobrado. Se encoge de hombros, sonríe y dice:

—Cuando mi domicilio de la calle Rochechouart sea registrado, encontrará usted otras libretas de cuentas, y más detalladas. Soy un hombre ordenado.

Es verdad: Landrú es un hombre ordenado, muy ordenado. Lo cual le costará la cabeza. Algunos meses más tarde, en el tribunal de Versalles, el comisario Dautel, en efecto, declaraba:

—Sin la pequeña libreta del acusado, seguramente nos hubiéramos vistos obligados a renunciar. Es Landrú quien nos ha facilitado todas las pruebas que tenemos contra él.

Pacientemente descifrada por Dautel y su ayudante, el popular brigadier Riboulet, la libreta proporcionó las más preciosas indicaciones. Primero, los nombres de las mujeres con las cuales Landrú había estado en relaciones, las fechas de sus trágicos viajes a Gambais, el detalle de las ventas efectuadas después de haber sido asesinadas: liquidación del mobiliario de las difuntas, valores que les había hecho retirar previamente de sus bancos, vestidos de las infelices, etcétera.

—Es verdad —confesaba Landrú, impasible, sin turbarse por tan poca cosa—, es verdad, las he robado, las he estafado, las he despojado; pero no las he asesinado. Soy un estafador, pero no un asesino.

—Sin embargo, cuando usted iba a Gambais con ellas, sacaba un billete de ida y vuelta para usted y sólo uno de ida para ellas. ¿No está claro ese punto?

—¡Perdón! Sacaba, es verdad, un billete de ida y vuelta y otro de ida. Pero ¿cómo sabe usted que el primero era para mí y el segundo para ellas? La verdad, era exactamente al revés. Mis negocios no me permitían ausentarme mucho tiempo de París; regresaba a la ciudad la misma noche o al día siguiente por la mañana, dejando en el campo a mis amigas, que se reunían conmigo algunos días más tarde. Sacaba, claro está, un simple billete de ida y luego aducía un argumento que no dejaba de tener cierto valor:

—Si yo hubiese llevado a Gambais a esas mujeres para asesinarlas, ¿habría tomado el tren, ostensiblemente, a riesgo de encontrar durante el trayecto personas conocidas, tanto más cuanto que teníamos que hacer a pie el camino entre la estación y la quinta y, por consiguiente, ser vistos? No hay que olvidar que yo era propietario de un automóvil con el que me hubiera sido muy fácil trasladar a mis futuras «víctimas» sin que nadie lo advirtiese.

No se trataba solamente de dos crímenes, de dos mujeres desaparecidas, sino de once asesinatos, de once desapariciones: diez mujeres y un muchacho, hijo de una de las desgraciadas. He aquí la lista trágica:

Enero 1915: viuda Georgette Cuchet, 45 años, y su hijo André, de 22. Estos asesinatos y los dos siguientes fueron cometidos en Vernouillet.

Junio 1915: señora Laborde-Line, 44 años.

Agosto 1915; viuda Guillain, 51 años.

Diciembre 1915: viuda Berthe Heon, 47 años.

Diciembre 1916: viuda Anna Colomb, 44 años.

Abril 1917: Andrée Babeley, 18 años.

Septiembre 1917: viuda Celeste Buisson, 42 años.

Noviembre 1917: señora Louise Laume, 37 años.

Agosto 1918: señora Anne-Marie Pascal, 34 años.

Enero 1919: Marie-Thérese Marchandier, 39 años.

Todas esas mujeres han desaparecido sin dejar el menor rastro.

—¿Quién les dice que estas mujeres están muertas? —pregunta Landrú—. Sin embargo, no es de mi incumbencia probar que viven.

Es verdad, pero ¿a quién hará creer que de las diez mujeres, ni una sola haya dado señales de vida, no se haya presentado para demostrar a la justicia que iba por mal camino?

Además, se han practicado registros minuciosos en Gambais. En el cobertizo se han encontrado cenizas, fragmentos de huesos calcinados, huesos humanos, dientes de mujer, una peluca, etcétera. Los vecinos afirmaron que Landrú encendía con frecuencia la chimenea, cuyo humo apestoso llenaba el pueblo. Otros testigos declararon que habían visto a menudo entrar mujeres en la quinta, mujeres que no habían vuelto a salir.

—¡Tonterías! —contesta Landrú—. La señorita Lacoste pasó varios días en la quinta de Gambais, con el asesino; estuvo allí acompañando a sus sobrinos y para ver a su hermana. Landrú no podía matar de una vez a cuatro personas.

¿Cómo procedía el asesino? Acerca de ello sólo pueden hacerse hipótesis o citar a un testigo sospechoso, puesto que es anónimo.

¿Las hipótesis? Es lícito pensar que Landrú fue un estrangulador del tipo sádico. Debía matar a sus mujeres mientras las acariciaba, en unos momentos en que la resistencia de ellas era menor. Sin embargo, no las debía matar presa de una excitación pasional. Landrú premeditaba sus actos, se informa pacientemente sobre los recursos materiales de que disponían sus futuras víctimas, las convencía para que retirasen del banco las sumas o valores que pudiesen tener en depósito y le confiasen sus economías. A veces se apoderaba de los muebles de sus víctimas, que depositaba a su nombre en

un almacén o bien en su propio departamento y, una vez incineradas sus amigas, lo vendía todo a un ropavejero.

No había duda de que quemaba a sus víctimas. El pequeño horno de Gambais tenía las mejores razones del mundo para «roncar», tanto en invierno como en verano, y el olor de carne asada de que en diversas ocasiones se quejaron los vecinos del seudo Frémyt-Dupont no tenía nada de imaginario.

Durante el proceso, el doctor Paul declaró que en menos de veinte horas es posible reducir a cenizas, en un horno de cocina corriente un cuerpo de setenta kilos.

¿Un testimonio? Procede de una mujer que estuvo en Gambais y, por una suerte inaudita, no se quedó allí. El hecho ocurrió un mes después de la desaparición de la señora Pascal. A últimos de Octubre de 1918, Landrú llevó a su quinta a una mujer de unos treinta años, poco esquiva, que tras una buena comida no se hizo rogar mucho para pasar al dormitorio. Había comenzado a desvestirse, cuando Landrú oyó un ruido en la puerta del jardín; inquieto, salió de la habitación para ver qué pasaba. En un movimiento maquinal, la mujer desplazó ligeramente la almohada de la cama… y descubrió una cuerda en uno de cuyos extremos había un nudo corredizo. ¿Qué le reveló eso? Al ser interrogada durante la instrucción del proceso, dijo que al ver la cuerda lo adivinó todo. Pero amigos íntimos de esa mujer aseguran que ella sólo pensó que se trataba de la fantasía de un sádico habituado a sazonar sus abrazos con experiencias más o menos arriesgadas. Sea como fuese, el caso es que la mujer se asustó, volvió a vestirse a toda prisa, saltó por la ventana que daba a la parte posterior del jardín y corrió en dirección de los bosques. Cuando Landrú regresó al dormitorio lo encontró vacío.

¿Tiene alguna validez este testimonio? Poca. Primero, porque quedó en el anonimato y no se pudo utilizar ante el tribunal, y luego porque tiene rasgos inverosímiles. Landrú, si es cierto que utilizaba una especie de lazo para estrangular a sus víctimas, ¿podía ocultarlo sencillamente bajo una almohada? Y al advertir enseguida que su secreto había sido descubierto, ¿cómo puede suponerse que no hubiese abandonado inmediatamente su finca de Gambais para proseguir sus hazañas en otro pueblo de los aledaños de París y bajo otro nombre?

Durante el proceso, nada hizo cambiar el sistema adoptado desde el principio por el acusado.

—Estafador, sí; asesino, nunca —decía.

Y cuando se le preguntaba acerca de sus mujeres, contestaba:

—Las diez mujeres cuyos nombres se me mencionan, las he conocido, sí, no lo niego. Si lo he ocultado ha sido como un hombre galante oculta sus conquistas. ¿Qué hay de reprochable en ello? Ninguna de ellas era menor de edad. No he violentado a ninguna.

Tras lo cual Landrú invocaba el testimonio de aquella a la cual durante cierto tiempo se llamó «la sobreviviente», Fernande Segret. Digna y valerosamente, la joven artista declaró que en su amante siemprehabía visto un hombre dispuesto a complacerla y a prodigarle cuidado, amable y bueno, y sincero, estaba segura de ello, cuando le prometía que se casarían.

Pero ese punto «lo echaba todo a rodar», según afirmó pintorescamente el comisario Dautel, cuando declaró ante el tribunal de Versalles, porque dábase el caso de que Landrú estaba casado. Este es tal vez el único detalle de su pasado que merece la pena de ser recordado. Nacido en 1869 en París, alumno más tarde de la Escuela de Artes y Oficios, Landrú había contraído matrimonio, antes de terminar su servicio militar, con Marie-Catherine Rémy, de la pequeña burguesía, quien le dio cuatro hijos. Landrú conoció a su futura esposa en la iglesia de Saint-Louis-en-L’Ille, donde ella asistía a las clases de catecismo reservadas a las Hijas de María y donde él era monaguillo. ¿Cómo podía, pues, Landrú ser sincero al prometer matrimonio a Fernande Segret?

Cuando Fernande declaró ante el tribunal, pasó por el rostro impasible de Landrú una sombra de emoción, momento único en el curso de un proceso que duró veinticinco días y fue pródigo en lances que jamás olvidarán los que tuvieron el privilegio de asistir a él. Moro-Giafferi estaba encargado de la defensa; el fiscal era Godefroy, y el presidente Gilbert dirigía los debates.

Vistiendo un traje de paño verde, la barba cuidadosamente cortada, inclinándose al entrar y al salir, llevando siempre con él un enorme legajo en el que sólo dejaba de hacer anotaciones para quitarse sus lentes, señalar con ellos en dirección al tribunal para pedir la palabra y soltar una reflexión irónica, meditada y desconcertante, Landrú prosiguió hasta el final representando fielmente el papel que se había asignado en la tragedia. Poseía incontestables dotes de argumentador, tenía facilidad de palabra, no carecía de humor y parecía intervenir en una causa que no era suya.

Empezó por excusarse:

—No soy un orador, me expreso mal, pido que se comprenda, más allá de lo que diré, lo que trataré de decir.

A veces se apunta algunos tantos en su favor. El fiscal a su vez informa:

—Se calcula en doscientos ochenta y tres el número de «novias» sucesivas que ha tenido Landrú.

—¡Y sólo habría matado a diez! —exclama el acusado—. ¡Qué indulgente que han sido conmigo!

Entre las pruebas se presentan algunos dientes hallados en las cenizas de Gambais.

—¿Qué tiene usted que decir? —pregunta el presidente.

—Que esos dientes —contesta Landrú con una expresión de repugnancia en el rostro— se encontraban en un lamentable estado de conservación.

El presidente Gilbert, conciliador, admite que no se puede pedir al acusado que demuestre que sus mujeres están todavía vivas, pero añade:

—¿No podría usted darnos algunas indicaciones que permitiesen a la policía buscar a esas mujeres y, si están vivas, como sostiene usted, encontrarlas?

—¡Oh, señor presidente! —contesta Landrú, escandalizado—. ¡No puedo traicionar los secretos de mi vida privada! Es una cosa que nunca se me ocurriría pedirle si estuviese en el lugar de usted y usted en el mío.

Landrú, naturalmente, será condenado a muerte, durante una sesión en que el público, sobrepasando los límites de la decencia, se instala en la sala del tribunal para cenar, en espera del fallo del jurado.

Oportunos vendedores consiguen hacer llegar a los bancos, atiborrados de público, empanadas, frutas y champaña. Aquí y allá se oye la risa nerviosa de una mujer. Actrices, políticos, encopetadas damas, periodistas se interpelan en voz alta, cambiando los más indiscretos comentarios o pasándose litros de cerveza, bajo el calor agobiante mientras el estallido de una tormenta tarda en producirse. Una vez leído el veredicto, el presidente da la orden de que se introduzca al acusado. Entre el público se produce una batahola indescriptible; algunos curiosos se ponen de pie en los bancos y se oyen voces furiosas de: «¡Sentarse! ¡Sentarse!». Sin embargo, logra oírse la voz del presidente pronunciando la sentencia.

—Gracias, doctor —dice Landrú a su defensor, inclinándose—. Sólo usted hubiera podido salvarme, de haber sido eso posible. Se lo agradeceré eternamente.

Landrú repite la última frase, subrayando la palabra final. Mientras tanto, la muchedumbre lanza vergonzosos hurras, con tanta impudencia, que el fiscal Godefroy, brutal, vocifera:

—¡Miserables! ¿Qué tenéis en el corazón? ¿No os dais cuenta de que hay aquí un hombre que se dirige a la muerte?

Landrú, sonriendo dulce y filosóficamente, dice:

—En todas las batallas hay muertos.

Landrú fue ejecutado el 22 de febrero de 1922, frente a la puerta de la prisión de Versalles. Se mostró impasible e irónico hasta el final.

—¡Valor! —dijo, despertándolo, el funcionario de prisiones sustituto Béguin.

—¿Con quién tengo el honor de hablar? —preguntó el condenado. Cuando el substituto se individualizó, le dijo:

—¿Acaso se recomienda a un hombre como yo que tenga valor?

Luego, volviéndose hacia su defensor, le dijo, estrechándole las manos:

—Le he ocasionado muchas molestias, doctor; la causa no era fácil.

Se le preguntó si deseaba hacer alguna revelación.

—Considero insultante la pregunta —contestó—. Un inocente no tiene ni puede tener revelaciones que hacer.

Cuando el verdugo le hubo cortado la barba bajo el mentón y rasgado la camisa, el capellán le preguntó si deseaba oír misa.

—¡Gracias! ¡Muchas gracias! —contestó Landrú—. Pero creo que no sería correcto hacer esperar a esos señores.

Tres minutos más tarde, se había hecho justicia.

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