domingo, 6 de marzo de 2022

UN DETECTIVE LLAMADO DASHSIELL HAMMETT. WARD NATHAN. FRAGMENTO.

 


 

1

EL ARTE ENDEMONIADA

BALTIMORE (1915)

Por mucho que hubiera llegado a terminar la secundaria junto con sus compañeros del Instituto Politécnico de Baltimore, es difícil imaginar a Samuel D. Hammett entre los serenos jóvenes de clase alta que aparecen en los anuarios del centro, chicos de aspecto maduro con traje oscuro cuyas aptitudes para la metalistería y la traducción del alemán se pregonan en las páginas de su promoción. En cambio, dejó la escuela a los catorce años para ayudar a su familia, y a lo largo de los cinco años y medio transcurridos desde entonces, probó suerte en distintas profesiones y las abandonó todas: mensajero de oficina en la línea ferroviaria B & O, repartidor de periódicos, estibador, operador de máquina clavadora, publicista «con muy poca antigüedad», cronometrador en una fábrica de conservas, vendedor en el desventurado negocio de venta de marisco de su padre. Recordaba que acostumbraban a despedirlo «con suma amabilidad».

Desde el nacimiento de Sam el 27 de mayo de 1894, en la explotación tabaquera Hammett, Hopewell y Aim, en el condado de St. Mary (Maryland), como él decía, había nacido entre los ríos Potomac y Patuxent, la familia había vivido tanto en Filadelfia como en Baltimore. Sam recibió su nombre en honor a su abuelo paterno, Samuel Biscoe Hammett hijo, que en la década de 1880, después de morir su primera esposa, se había casado con una mujer mucho más joven llamada Lucy, con la que tuvo una segunda familia casi contemporánea con la llegada de sus nietos. Todos se amontonaban en la granja de tres plantas. Después de perder unas elecciones del condado por las que había peleado con denuedo, el padre del pequeño Sam, Richard Thomas Hammett, quiso empezar de nuevo mudándose a Filadelfia durante un breve espacio de tiempo con su familia, su esposa y tres niños de corta edad. También sufrió decepciones en esa ciudad, y en 1901 volvió a trasladar a la familia, esta vez a Baltimore, a la casa adosada que alquilaba la madre de su esposa en el 212 de North Stricker Street, cerca de Franklin Square. Con breves fracasos por el camino, había ido de la casa de su padre a la de la madre de su mujer.

Aunque las ambiciones de Richard tendían más hacia la política, no ocurría lo mismo con sus aptitudes sociales y su temperamento; entró a trabajar como revisor de tranvía, y los hijos de la familia Hammett empezaron a estudiar en la Escuela Pública Número 72. Como chico de ciudad, el joven Sam Hammett podía hacer referencia a sus raíces rurales, y cuando volvía a pasar el verano a la granja de su abuelo, adoptaba con el mismo aplomo aires urbanos. La familia se mudaría dos veces más en Baltimore, solo para volver a casa de la suegra cuando los planes políticos y comerciales de Richard fracasaron. Sam seguiría viviendo allí hasta los veintitantos.

Desde la infancia, Hammett fue un lector incorregible y frecuentaba las bibliotecas públicas para satisfacer sus preferencias, que iban de las novelas de quiosco de espadachines y del oeste hasta obras edificantes de filosofía europea y manuales de conocimientos técnicos. Fue una costumbre que lo nutrió desde muy temprano y lo acompañó durante posteriores periodos de enfermedad postrado en cama. De niño, a menudo se quedaba leyendo hasta tan tarde que le costaba despertarse por la mañana, se lamentaba su madre, Annie Bond Hammett, una mujercilla frágil y aun así directa, conocida como Lady, que apoyaba su curiosidad y sin duda alentaba su confianza en sí mismo. El narrador de Tulip, un fragmento autobiográfico de Hammett, recuerda lo siguiente sobre su madre:

En toda su vida solo me dio dos consejos y ambos fueron buenos. «Nunca salgas en una embarcación sin remos, hijo —me dijo—, por mucho que sea el Queen Mary; y no pierdas el tiempo con mujeres que no sepan cocinar, porque lo más probable es que no sean tampoco muy divertidas en las otras habitaciones».

Seguramente fue Annie Hammett quien en 1900 le abrió la puerta de su casa adosada en Filadelfia al encuestador del censo, pues quedó constancia de que en el 2942 de Poplar Street vivían entonces tres niños: Reba, Richard y un hijo mediano de seis años, «Dashell». La evolución de Hammett de Sam a Dashiell no sigue una línea recta, pero sin duda de niño su madre lo llamaba Dashiell (pronunciado DA-SHIIL), nombre que luego usó en sus relatos y libros y, al final, acabó siendo el que casi todo el mundo utilizaba.[*] Hammett parece haber tenido una relación sólida y agradable con su madre y su hermana mayor, Reba, y durante toda su vida se llevaría mejor con las mujeres. Según su prima segunda Jane Fish Yowaiski, a quien más tarde entrevistó Josiah Thompson, solo la madre de Sam era capaz de hacerle ir a misa.

Ninguna referencia escrita a Annie pasa por alto cómo se consideraba un poco por encima de la familia de su marido, y no sin razón. A sus hijos les hablaba con orgullo de la estirpe de su propia madre, descendientes de hugonotes franceses llamados De Schiells (pronunciado Da-SHIIL, como el segundo nombre de Hammett en el entorno familiar), apellido americanizado como «Dashiell». La familia estaba al menos tan arraigada como los Hammett, cuyo primer antepasado en Maryland murió en 1719. Según una historia de la familia, James Dashiell había llegado al estado en 1663, y trasquilaba las orejas al ganado con el dibujo de la flor de lis que le gustaba a su abuela francesa. La madre de Sam le contaba historias de los De Schiells del Viejo Mundo llenas de castillos y caballeros, transmitiéndole la divisa familiar, más bien poco ambiciosa, de «Ny Tost Ny Tard» («Ni muy pronto ni muy tarde»).

Puesto que la familia de Richard Hammett siempre andaba necesitada de dinero, cuando surgía la oportunidad, Annie Hammett trabajaba como enfermera privada, pese a la tos y la debilidad crónicas que por lo demás no le permitían ausentarse mucho de casa. Hammett parecía compartir la opinión de su madre de que Richard Hammett no era digno de ella, o al menos podría haberla tratado mucho mejor: además de sus fracasos como sostén de la familia (primero como representante de una fábrica, luego como vendedor, dependiente y revisor), Richard era un donjuán al que le gustaba vestir de punta en blanco para sus otras mujeres. La prima de Hammett, Jane Yowaiski recordaba visitas a su familia en la década de los treinta en las que parecía «el gobernador de Maryland», y a menudo iba acompañado de una mujer atractiva más joven a la que presentaba como su «amiga».[1]

Para los veinte años, Sam era un joven larguirucho y callado de pelo tirando a rojo al que le gustaba cazar y pescar y beber, y que prefería con mucho la compañía de las mujeres y los libros a lo que había visto del mundo laboral. Al igual que el padre, con el que discutía, Sam era un tanto gandul y aspiraba a ser un donjuán. (A principios de ese mismo año, 1915, contrajo la gonorrea por primera vez, es posible que contagiada por una mujer a la que había conocido mientras trabajaba cerca de los apartaderos del ferrocarril. No sería la última vez que la contraería). Viviendo todavía con sus padres, a menudo llegaba tarde a trabajar, cuando no lo hacía con resaca de su vida nocturna cada vez más ajetreada.

«Me convertí en el empleado insatisfactorio e insatisfecho de diversas compañías ferroviarias, corredores de bolsa, fabricantes de máquinas, fábricas de conservas y demás —recordaría—. Por lo general, me despedían».[2] Según Hammett, su jefe en la oficina del Ferrocarril B & O intentó despedirle tras una semana de llegar tarde, luego se ablandó al ver que no mentía y prometía enmendarse, demorando lo inevitable.

A los veinte, sus puestos de empleo más recientes habían sido con la agencia de bolsa de Baltimore Poe & Davies, donde su impuntualidad y sus descuidos con las cifras lo abocaron al despido, y como estibador portuario, donde «estaba a la altura pero luego empezó a resultar demasiado duro».[3] Pasó unas semanas ociosas antes de que otra cosa le llamara la atención en la prensa, una «enigmática oferta de trabajo» que buscaba un joven capaz con un abanico de experiencias como el suyo y al que le gustara viajar. Aunque el anuncio de prensa exacto nunca se ha identificado, según un antiguo empleado de esa época, los anuncios de contratación en los que no se mencionaba la empresa eran más o menos así:

SE BUSCA: Vendedor animado y con experiencia para ocuparse de una buena línea; sueldo y comisión. Excelente oportunidad para el hombre adecuado para entrar en contacto con una empresa de primer orden.[4]

Hammett envió su respuesta y lo citaron en el centro para hacerle una entrevista en una suite del edificio de Continental Trust Company, en Baltimore Street, una torre de oficinas cuyas dieciséis plantas estaban protegidas por pequeños halcones de piedra. Según resultó, el puesto no era de vendedor, ni agente de seguros, sino de empleado en la sucursal de Baltimore de la Agencia Nacional de Detectives Pinkerton. En «The Hunter» [«El cazador»], Hammett escribió acerca de otro detective: «El azar de la búsqueda de empleo sin dejarse guiar por una preparación vocacional definida lo había llevado a entrar a trabajar en una agencia de detectives privados».

Pinkerton buscaba detectives, o «agentes operativos», como prefería denominarlos la agencia, y la empresa mantenía el secreto por medio de ofertas de empleo para otras profesiones. Muchas aptitudes de los vendedores, por ejemplo, iban muy bien para el trabajo de detective, sobre todo la capacidad de calibrar rápidamente a un desconocido sin levantar sospechas, pero los anuncios imprecisos también se usaban para reclutar a individuos que se dedicaran a reventar huelgas en nombre de la agencia Pinkerton. Hammett cumpliría ambos cometidos.

Según un antiguo Pinkerton, un buen agente operativo era un hombre «en quien se pueda confiar que hará lo correcto, aunque no tenga instrucciones de la sección ejecutiva, y que en todo momento se comporte con serenidad, discreción y sensatez».[5] Hammett, que gracias a sus abundantes lecturas había atesorado toda clase de conocimientos peculiares, también debió de causarle al entrevistador la impresión de ser sereno, discreto y sensato, porque fue contratado como empleado de Pinkerton, y en cuestión de meses ya era agente operativo. Ahora, con veintiún años, había tenido la buena fortuna de encontrar en la agencia de detectives más antigua e importante del país un empleo duro e impredecible que le convenía de una manera peculiar. Allan Pinkerton escribió: «El ojo del detective no debe dormir nunca», y Hammett descubrió enseguida que se esperaba de los agentes que, en caso necesario, trabajaran siete días a la semana. El símbolo de la compañía, un ojo imperturbable encima del lema «Nunca dormimos», había dado pie a un término popular, que a su fundador no le hacía gracia, para hacer referencia a los detectives: private eye, literalmente «ojo privado».

La vida de un agente operativo lo llevaba a todas partes y a ningún sitio, y ciñéndose a las normas básicas de vigilancia, podía pasar horas o incluso días seguidos sin que nadie lo detectara. Más adelante, Hammett resumiría el trabajo de seguimiento para su público civil: «Mantente detrás del perseguido siempre que puedas; nunca intentes esconderte; compórtate con naturalidad, pase lo que pase; y nunca lo mires a los ojos».[6]

Para un hombre joven cuya instrucción formal había terminado apenas unos meses después de empezar secundaria, la Agencia Pinkerton ofrecía una educación única que él siguió complementando en las bibliotecas públicas. No hay indicios de que ya en 1915 quisiera escribir, pero la agencia contribuyó a formar al escritor en que se convirtió del mismo modo que si hubiera estado trabajando en un periódico. Un agente veterano recordaba haber ingresado en Pinkerton «para ver mundo y aprender acerca de la naturaleza humana».[7]

Aunque para cuando Hammett entró a formar parte de la compañía Allan Pinkerton había desaparecido hacía mucho tiempo, su huella estaba en todas partes. Poco a poco, por medio de un trabajo que él inventó, el inmigrante escocés se había transformado en el líder de una especie de cuerpo de policía nacional que podía perseguir a delincuentes sin las trabas que suponían las fronteras entre estados o condados. En sus muchos libros (escritos por negros literarios o por su propia mano) ofrecía una imagen definida de su porfiado investigador ideal:

La profesión del detective es, a un tiempo, honorable y sumamente útil. Pocas profesiones la superan en cuanto a beneficios prácticos. Es un agente de la justicia, y debe mantenerse puro y por encima de cualquier reproche... Lo más esencial es evitar que su identidad sea conocida, ni siquiera entre sus colegas de carácter respetable, y cuando no consigue que así sea; cuando se descubre la naturaleza de su vocación y se pone de manifiesto, deja de ser útil para la profesión, y el resultado es el fracaso seguro e inevitable.[8]

Pinkerton también llegó al trabajo de detective siguiendo un camino tortuoso. Nació en Glasgow (Escocia) en 1819, y mientras trabajaba como tonelero, se involucró en el movimiento obrero cartista escocés (del que más adelante tomaría prestado el término operative, referente al obrero u operario, aplicado al «agente operativo»), antes de que los problemas con la policía debidos a su activismo lo empujaran a emigrar con su esposa en 1842. Después de varios comienzos en falso juntos, la pareja se estableció en la población de Dundee (Illinois), al noroeste de Chicago, donde construyeron una casita y Pinkerton abrió un negocio razonablemente rentable suministrando toneles a los granjeros de la región. Pinkerton se diferenciaba de buena parte de sus vecinos en que era abstemio y abolicionista; además de dar cobijo a su joven familia cada vez más numerosa, la modesta casa de Pinkerton albergaba a fugitivos que iban al norte en busca de la libertad.

La primera agencia de detectives americana se creó a partir de las sospechas de un joven que iba en busca de leña. Para reducir sus costes materiales, Pinkerton iba a recoger madera para hacer las duelas de los toneles empujando su barcaza con pértiga por el cercano río Fox, y aprovisionándose en bosquecillos sin dueño a lo largo de la travesía. En junio de 1846, estaba varios kilómetros río arriba, cerca de la ciudad de Algonquin (Illinois), cuando descubrió algo que desviaría el rumbo de su vida de tonelero. Una mañana, en mitad del río, en una pequeña isla que no era propiedad de nadie, Pinkerton se puso a trabajar talando y cortando la madera que necesitaba cuando vio en el suelo una zona ennegrecida, prueba de que había habido una hoguera, y otros indicios de que el lugar había sido visitado repetidas veces por forasteros. La hoguera parecía sospechosa. «En aquellos tiempos no se iba de picnic, la gente tenía asuntos más serios que atender y no hacía falta ser muy agudo para llegar a la conclusión de que quienes tenían por costumbre ocupar ese lugar no eran hombres de bien».[9]

Pinkerton fue a la isla varias veces más y encontró otras señales de reuniones secretas. Entonces, una noche, mientras estaba de vigilancia, vio un grupo de hombres que llegaban a la isla y se reunían con aire conspirativo en torno a una hoguera. Volvió de nuevo, acompañado del sheriff y un pelotón, y detuvieron a un grupo de falsificadores atrapados con sus herramientas y «una bolsa de monedas falsas de diez centavos». Después de su triunfo en la que pasaría a ser conocida como Bogus Island [isla Falsa], Pinkerton recibió la oferta de unos empresarios locales para que les ayudara a atrapar a otra banda de falsificadores. Rehusó aduciendo que se dedicaba a la fabricación de toneles, pero luego se impuso su sentido de la justicia y aceptó su primer trabajo remunerado como detective.

En un primer momento, el activismo de Pinkerton lo había empujado a huir a América, y presentarse en 1847 a sheriff del condado por el partido abolicionista lo llevó a enfrentarse al pastor de la iglesia baptista local de Dundee, que lo llevó a juicio por ateísmo y «venta de bebidas espirituosas». La difamación animó a Pinkerton a aceptar el puesto de ayudante del sheriff del condado de Cook y mudarse a Chicago, por entonces una ciudad inmunda pero cada vez más grande, de casi treinta mil habitantes. Allí, en torno a 1850, abrió la primera agencia de detectives del país, la Agencia de Policía del Noroeste, que luego pasó a ser la Agencia Nacional de Detectives Pinkerton.[*] Haría habitual el uso de los antecedentes penales, los registros de delincuentes, las fotos policiales y las huellas dactilares; y décadas antes de que las hubiera en la ciudad de Nueva York, contrató a las primeras mujeres detectives.

Desde hacía tiempo, Pinkerton aseguraba que los delitos no los esclarecían genios distantes, sino un agente que era un estudioso observador de la naturaleza humana y protegía su propia identidad como si su vida dependiera de ello, un caballero que se podía hacer pasar por maleante. «En la medida de lo posible, debe codearse con los individuos destinados a sentir la fuerza de su autoridad».[10]

La Agencia Pinkerton creció en los años en que muchas ciudades fronterizas no contaban con un cuerpo de policía municipal, mientras que las que sí contaban con cuerpos reducidos veían cómo los delincuentes huían cruzando las fronteras entre condados. «La historia de todos los lugares que han tenido un crecimiento rápido está plagada de pasmosos incidentes delictivos —explicó Pinkerton—, creando oportunidades para la comisión de crímenes tan numerosos que a veces dan pie a una epidemia de fechorías».[11] Esas epidemias se convirtieron en la oportunidad de Pinkerton. En 1855 tuvo la buena fortuna de firmar un contrato para proteger el Ferrocarril Central de Illinois; su director, George McClellan, y el abogado de la compañía, Abraham Lincoln, eran hombres de futuro prometedor.

En 1861, Pinkerton destapó una «trama de Baltimore» contra el presidente recién elegido; trasladó en tren a Lincoln de forma clandestina eludiendo el meollo de la conspiración hasta su toma de posesión, y durante un tiempo sirvió como su jefe de inteligencia militar. En una famosa fotografía de guerra de Lincoln visitando un campamento de la Unión, Pinkerton está allí mismo, oculto a la vista de todos, identificado por su alias de «comandante Allen», una figura robusta y ceñuda con barba oscura y bombín junto al espigado hombre de sombrero de copa.

Hasta el final de su vida, Allan Pinkerton se ceñiría a los métodos esbozados en sus primeros casos. En The Model Town and the Detectives [La ciudad modelo y los detectives], recordaba que lo visitó un hombre que representaba a un grupo de comerciantes de Illinois cuya comunidad estaba sufriendo una oleada de robos. «Le dije que me ocuparía de despejar la ciudad de las sabandijas que la asolaban a condición de que me permitiera trabajar a mi manera, sin interferencias de nadie y de que mis instrucciones se obedecieran incondicionalmente». Antes de enviar a sus agentes de incógnito a las tabernas y las pensiones, Pinkerton reconoció la ciudad en persona, bajo un nombre falso y vestido de campesino.

Despejar la ciudad de las sabandijas que la asolan es lo que hacen algunos héroes de Hammett, aunque no siempre se ciñen a las normas de investigación del señor Pinkerton. Cuando el caso era lo bastante importante, Pinkerton también infringía muchas de sus propias normas, como se pone de manifiesto en el famoso caso de su guerra con la banda de los James en la década de 1870. Pinkerton escribió a su oficina de Nueva York: «Sé que los James y los Younger son hombres desesperados y que cuando nos enfrentemos será el fin de uno de nosotros o de ambos».[12]

Después de que en 1874 uno de sus detectives, J. W. Whicher, fuera secuestrado, torturado y asesinado a quemarropa por la banda, un supervisor de Pinkerton analizó el error fatal del agente: «Iba vestido con descuido, pero cuando llegó debieron de darse cuenta de que era un individuo astuto y de aire perspicaz, y probablemente se fijaron en que tenía las manos tersas».[13] De hecho, aparte de ir solo, el mayor error del agente operativo Whicher había sido revelar su identidad al sheriff local, George E. Patton, un veterano confederado manco y amigo de infancia de los hermanos James, ante el que alardeó de sus planes de ir de incógnito e infiltrarse en la banda.

«Han derramado sangre mía y deben pagar por ello», escribió Pinkerton a su superintendente de Nueva York, George Bangs, y envió un contingente a la granja de la madre de los James, en Misuri, cuyas ventanas protegidas con tablas de chilla no permitían a los agentes de la ley atisbar a sus posibles objetivos en el interior. Bob y Jesse no estaban en la casa —de hecho, Jesse se había ido a Nashville en una especie de luna de miel—, pero los Pinkerton tenían planeado lanzar al interior un potente artefacto incendiario para que el humo hiciera salir a cualquier miembro de la banda. En cambio, fue a parar a la chimenea y explotó, matando por efecto de la metralla de hierro al hermanastro de nueve años de Frank y Jesse y lisiándole a la madre la mano derecha, que tuvo que serle amputada, lo que no hizo sino aumentar en todo el país la simpatía por la causa de la legendaria banda. En este insólito caso, Pinkerton supo ver que había sido derrotado y abandonó amargamente la persecución.[*]

En los años posteriores a su muerte en 1884, los hijos de Allan Pinkerton dividieron el control de la agencia en las oficinas centrales del este y el oeste, e incrementaron la carga de trabajo de protección de la empresa. Con la huelga sindical de Homestead en 1892, los Pinkerton aprendieron otra desastrosa lección en público: la de que ejercer abiertamente como rompehuelgas por medio de violencia contra los trabajadores podía entrañar mayores riesgos que otras variantes más discretas del trabajo de investigación.

Los contactos con el ferrocarril habían llevado a la compañía a perseguir bandas de forajidos que robaban a las empresas de correo exprés; después del éxito de la agencia infiltrándose en la mortífera sociedad de los Molly Maguire en las cuencas mineras de Pensilvania, los Pinkerton introdujeron audaces obreros espías en un sindicato tras otro, lo que les permitía informar, a menudo a diario, de las estrategias de los comités de huelga directamente a los ejecutivos de las compañías. Ciertos detectives concretos, como el «Agente 58A» de la Agencia Thiel (Edward L. Zimmerman) o Charlie Siringo, de Pinkerton, se hicieron famosos por su atrevimiento a la hora de infiltrarse, pese a que las compañías mineras a cuyo servicio arriesgaban la vida eran injuriadas y tachadas de «opresoras de los trabajadores».

Como lector de historias de detectives y vaqueros, Hammett debía de conocer la carrera del «detective cowboy» Charlie Siringo y sus aventuras «en la montaña y la llanura, entre contrabandistas de licor, cuatreros, vagabundos, dinamiteros y matones». Pero la vida de Siringo como detective también ofrecía una advertencia a cualquier agente que se sintiera tentado de hablar más de la cuenta. El año en que Hammett empezó a trabajar en la agencia, 1915, había sido el de la segunda tentativa de Siringo de contar la historia de sus emocionantes dos décadas con los Pinkerton. Nacido en el condado de Matagorda (Texas), a los once años Siringo trabajaba de vaquero, y cuando de joven vivía en Chicago, presenció en 1886 el atentado y la revuelta mortal de Haymarket Square, que le infundió deseos de hacerse detective «para dar con el que lanzó la bomba y sus cómplices». Cuando fue a la sucursal de Pinkerton en Chicago, citó como referencia al agente de la ley Pat Garrett, que mató a Billy el Niño.

Siringo entró a formar parte del pelotón de Pinkerton que persiguió a la banda del Garito de Butch Cassidy, y se infiltró como minero en un caso de robo de mineral en Aspen. Luego, durante las huelgas mineras de Coeur d’Alene en Idaho, antes de que descubrieran que era un espía, consiguió que lo eligieran secretario de actas del sindicato de mineros de gemas. Escapó a través de los tablones del suelo de un edificio en Gem (Idaho), y se arrastró varios metros bajo la acera de madera, donde una turba enfurecida esperaba para lincharlo. En público, acostumbraba a ir pintorescamente armado con un bastón-espada y un Colt 45, e hizo las veces de guardaespaldas de su colega detective de Pinkerton William McParland cuando este llevó a cabo investigaciones para la fiscalía con relación al asesinato del antiguo gobernador de Idaho Frank Steunenberg en 1905.

Cuando intentó publicar sus memorias, Cowboy Detective (1912), Siringo averiguó los límites de la tolerancia de Pinkerton. Aunque el libro se leía como un manual de captación para iniciarse en la vida del detective, la familia Pinkerton demoró dos años la publicación, hasta que Siringo hubo cambiado muchos nombres cruciales, sobre todo el de la empresa de detectives «mundialmente famosa» en la que había trabajado, sustituyéndolo por el de la ficticia «Agencia Dickenson». En 1915, muy molesto por el trato recibido, volvió a probar suerte con el vengativo Two Evil Isms: Pinkertonism and Anarchism [Dos funestos ismos: el Pinkertonismo y el anarquismo]. Esta vez contaba muchas historias demasiado turbias para la primera narración, más heroica, explicando cómo cobró por votar cinco veces en un mismo día en unas elecciones en Colorado, y por qué se había negado una y otra vez a aceptar ascensos en la que denominaba «la institución más corrupta del siglo».[14] Citando el acuerdo de confidencialidad que había firmado, la Agencia Pinkerton lo demandó e incautó las láminas de impresión del libro. Nadie estaba autorizado a escribir sobre la Agencia Pinkerton aparte de la familia Pinkerton y sus negros literarios.

Para 1915, cuando Sam Hammett contestó al anuncio de prensa y se unió a la oficina de Baltimore, relativamente reciente, Pinkerton ya contaba con veinte sucursales por toda Norteamérica. El fundador siempre había temido perder el control de su compañía al expandirse, pues la corrupción suponía una gran tentación en las oficinas más alejadas. Sin embargo, tras su muerte, los hijos establecieron sucursales al oeste de Chicago, en Denver y Spokane, y se desplazaron al sur hasta Baltimore y Washington. Para cuando Hammett fue contratado, la demanda de detectives había aumentado tanto que había setenta y tres agencias distintas solo en la ciudad de Nueva York. La rival Agencia Internacional de Detectives Burns tenía casi tantas oficinas como Pinkerton, y su sede estaba en el espléndido edificio Woolworth recién inaugurado en Nueva York. Y aunque el coste por convertirse en detective aficionado a través de una conocida escuela a distancia ascendía a 7,50 dólares, un agente operativo novato solo ganaba 21 dólares a la semana. Aun así, Hammett decía: «Me gustaba ser detective, era mejor que cualquier otra cosa que hubiera hecho».[15] 1

EL ARTE ENDEMONIADA

BALTIMORE (1915)

Por mucho que hubiera llegado a terminar la secundaria junto con sus compañeros del Instituto Politécnico de Baltimore, es difícil imaginar a Samuel D. Hammett entre los serenos jóvenes de clase alta que aparecen en los anuarios del centro, chicos de aspecto maduro con traje oscuro cuyas aptitudes para la metalistería y la traducción del alemán se pregonan en las páginas de su promoción. En cambio, dejó la escuela a los catorce años para ayudar a su familia, y a lo largo de los cinco años y medio transcurridos desde entonces, probó suerte en distintas profesiones y las abandonó todas: mensajero de oficina en la línea ferroviaria B & O, repartidor de periódicos, estibador, operador de máquina clavadora, publicista «con muy poca antigüedad», cronometrador en una fábrica de conservas, vendedor en el desventurado negocio de venta de marisco de su padre. Recordaba que acostumbraban a despedirlo «con suma amabilidad».

Desde el nacimiento de Sam el 27 de mayo de 1894, en la explotación tabaquera Hammett, Hopewell y Aim, en el condado de St. Mary (Maryland), como él decía, había nacido entre los ríos Potomac y Patuxent, la familia había vivido tanto en Filadelfia como en Baltimore. Sam recibió su nombre en honor a su abuelo paterno, Samuel Biscoe Hammett hijo, que en la década de 1880, después de morir su primera esposa, se había casado con una mujer mucho más joven llamada Lucy, con la que tuvo una segunda familia casi contemporánea con la llegada de sus nietos. Todos se amontonaban en la granja de tres plantas. Después de perder unas elecciones del condado por las que había peleado con denuedo, el padre del pequeño Sam, Richard Thomas Hammett, quiso empezar de nuevo mudándose a Filadelfia durante un breve espacio de tiempo con su familia, su esposa y tres niños de corta edad. También sufrió decepciones en esa ciudad, y en 1901 volvió a trasladar a la familia, esta vez a Baltimore, a la casa adosada que alquilaba la madre de su esposa en el 212 de North Stricker Street, cerca de Franklin Square. Con breves fracasos por el camino, había ido de la casa de su padre a la de la madre de su mujer.

Aunque las ambiciones de Richard tendían más hacia la política, no ocurría lo mismo con sus aptitudes sociales y su temperamento; entró a trabajar como revisor de tranvía, y los hijos de la familia Hammett empezaron a estudiar en la Escuela Pública Número 72. Como chico de ciudad, el joven Sam Hammett podía hacer referencia a sus raíces rurales, y cuando volvía a pasar el verano a la granja de su abuelo, adoptaba con el mismo aplomo aires urbanos. La familia se mudaría dos veces más en Baltimore, solo para volver a casa de la suegra cuando los planes políticos y comerciales de Richard fracasaron. Sam seguiría viviendo allí hasta los veintitantos.

Desde la infancia, Hammett fue un lector incorregible y frecuentaba las bibliotecas públicas para satisfacer sus preferencias, que iban de las novelas de quiosco de espadachines y del oeste hasta obras edificantes de filosofía europea y manuales de conocimientos técnicos. Fue una costumbre que lo nutrió desde muy temprano y lo acompañó durante posteriores periodos de enfermedad postrado en cama. De niño, a menudo se quedaba leyendo hasta tan tarde que le costaba despertarse por la mañana, se lamentaba su madre, Annie Bond Hammett, una mujercilla frágil y aun así directa, conocida como Lady, que apoyaba su curiosidad y sin duda alentaba su confianza en sí mismo. El narrador de Tulip, un fragmento autobiográfico de Hammett, recuerda lo siguiente sobre su madre:

En toda su vida solo me dio dos consejos y ambos fueron buenos. «Nunca salgas en una embarcación sin remos, hijo —me dijo—, por mucho que sea el Queen Mary; y no pierdas el tiempo con mujeres que no sepan cocinar, porque lo más probable es que no sean tampoco muy divertidas en las otras habitaciones».

Seguramente fue Annie Hammett quien en 1900 le abrió la puerta de su casa adosada en Filadelfia al encuestador del censo, pues quedó constancia de que en el 2942 de Poplar Street vivían entonces tres niños: Reba, Richard y un hijo mediano de seis años, «Dashell». La evolución de Hammett de Sam a Dashiell no sigue una línea recta, pero sin duda de niño su madre lo llamaba Dashiell (pronunciado DA-SHIIL), nombre que luego usó en sus relatos y libros y, al final, acabó siendo el que casi todo el mundo utilizaba.[*] Hammett parece haber tenido una relación sólida y agradable con su madre y su hermana mayor, Reba, y durante toda su vida se llevaría mejor con las mujeres. Según su prima segunda Jane Fish Yowaiski, a quien más tarde entrevistó Josiah Thompson, solo la madre de Sam era capaz de hacerle ir a misa.

Ninguna referencia escrita a Annie pasa por alto cómo se consideraba un poco por encima de la familia de su marido, y no sin razón. A sus hijos les hablaba con orgullo de la estirpe de su propia madre, descendientes de hugonotes franceses llamados De Schiells (pronunciado Da-SHIIL, como el segundo nombre de Hammett en el entorno familiar), apellido americanizado como «Dashiell». La familia estaba al menos tan arraigada como los Hammett, cuyo primer antepasado en Maryland murió en 1719. Según una historia de la familia, James Dashiell había llegado al estado en 1663, y trasquilaba las orejas al ganado con el dibujo de la flor de lis que le gustaba a su abuela francesa. La madre de Sam le contaba historias de los De Schiells del Viejo Mundo llenas de castillos y caballeros, transmitiéndole la divisa familiar, más bien poco ambiciosa, de «Ny Tost Ny Tard» («Ni muy pronto ni muy tarde»).

Puesto que la familia de Richard Hammett siempre andaba necesitada de dinero, cuando surgía la oportunidad, Annie Hammett trabajaba como enfermera privada, pese a la tos y la debilidad crónicas que por lo demás no le permitían ausentarse mucho de casa. Hammett parecía compartir la opinión de su madre de que Richard Hammett no era digno de ella, o al menos podría haberla tratado mucho mejor: además de sus fracasos como sostén de la familia (primero como representante de una fábrica, luego como vendedor, dependiente y revisor), Richard era un donjuán al que le gustaba vestir de punta en blanco para sus otras mujeres. La prima de Hammett, Jane Yowaiski recordaba visitas a su familia en la década de los treinta en las que parecía «el gobernador de Maryland», y a menudo iba acompañado de una mujer atractiva más joven a la que presentaba como su «amiga».[1]

Para los veinte años, Sam era un joven larguirucho y callado de pelo tirando a rojo al que le gustaba cazar y pescar y beber, y que prefería con mucho la compañía de las mujeres y los libros a lo que había visto del mundo laboral. Al igual que el padre, con el que discutía, Sam era un tanto gandul y aspiraba a ser un donjuán. (A principios de ese mismo año, 1915, contrajo la gonorrea por primera vez, es posible que contagiada por una mujer a la que había conocido mientras trabajaba cerca de los apartaderos del ferrocarril. No sería la última vez que la contraería). Viviendo todavía con sus padres, a menudo llegaba tarde a trabajar, cuando no lo hacía con resaca de su vida nocturna cada vez más ajetreada.

«Me convertí en el empleado insatisfactorio e insatisfecho de diversas compañías ferroviarias, corredores de bolsa, fabricantes de máquinas, fábricas de conservas y demás —recordaría—. Por lo general, me despedían».[2] Según Hammett, su jefe en la oficina del Ferrocarril B & O intentó despedirle tras una semana de llegar tarde, luego se ablandó al ver que no mentía y prometía enmendarse, demorando lo inevitable.

A los veinte, sus puestos de empleo más recientes habían sido con la agencia de bolsa de Baltimore Poe & Davies, donde su impuntualidad y sus descuidos con las cifras lo abocaron al despido, y como estibador portuario, donde «estaba a la altura pero luego empezó a resultar demasiado duro».[3] Pasó unas semanas ociosas antes de que otra cosa le llamara la atención en la prensa, una «enigmática oferta de trabajo» que buscaba un joven capaz con un abanico de experiencias como el suyo y al que le gustara viajar. Aunque el anuncio de prensa exacto nunca se ha identificado, según un antiguo empleado de esa época, los anuncios de contratación en los que no se mencionaba la empresa eran más o menos así:

SE BUSCA: Vendedor animado y con experiencia para ocuparse de una buena línea; sueldo y comisión. Excelente oportunidad para el hombre adecuado para entrar en contacto con una empresa de primer orden.[4]

Hammett envió su respuesta y lo citaron en el centro para hacerle una entrevista en una suite del edificio de Continental Trust Company, en Baltimore Street, una torre de oficinas cuyas dieciséis plantas estaban protegidas por pequeños halcones de piedra. Según resultó, el puesto no era de vendedor, ni agente de seguros, sino de empleado en la sucursal de Baltimore de la Agencia Nacional de Detectives Pinkerton. En «The Hunter» [«El cazador»], Hammett escribió acerca de otro detective: «El azar de la búsqueda de empleo sin dejarse guiar por una preparación vocacional definida lo había llevado a entrar a trabajar en una agencia de detectives privados».

Pinkerton buscaba detectives, o «agentes operativos», como prefería denominarlos la agencia, y la empresa mantenía el secreto por medio de ofertas de empleo para otras profesiones. Muchas aptitudes de los vendedores, por ejemplo, iban muy bien para el trabajo de detective, sobre todo la capacidad de calibrar rápidamente a un desconocido sin levantar sospechas, pero los anuncios imprecisos también se usaban para reclutar a individuos que se dedicaran a reventar huelgas en nombre de la agencia Pinkerton. Hammett cumpliría ambos cometidos.

Según un antiguo Pinkerton, un buen agente operativo era un hombre «en quien se pueda confiar que hará lo correcto, aunque no tenga instrucciones de la sección ejecutiva, y que en todo momento se comporte con serenidad, discreción y sensatez».[5] Hammett, que gracias a sus abundantes lecturas había atesorado toda clase de conocimientos peculiares, también debió de causarle al entrevistador la impresión de ser sereno, discreto y sensato, porque fue contratado como empleado de Pinkerton, y en cuestión de meses ya era agente operativo. Ahora, con veintiún años, había tenido la buena fortuna de encontrar en la agencia de detectives más antigua e importante del país un empleo duro e impredecible que le convenía de una manera peculiar. Allan Pinkerton escribió: «El ojo del detective no debe dormir nunca», y Hammett descubrió enseguida que se esperaba de los agentes que, en caso necesario, trabajaran siete días a la semana. El símbolo de la compañía, un ojo imperturbable encima del lema «Nunca dormimos», había dado pie a un término popular, que a su fundador no le hacía gracia, para hacer referencia a los detectives: private eye, literalmente «ojo privado».

La vida de un agente operativo lo llevaba a todas partes y a ningún sitio, y ciñéndose a las normas básicas de vigilancia, podía pasar horas o incluso días seguidos sin que nadie lo detectara. Más adelante, Hammett resumiría el trabajo de seguimiento para su público civil: «Mantente detrás del perseguido siempre que puedas; nunca intentes esconderte; compórtate con naturalidad, pase lo que pase; y nunca lo mires a los ojos».[6]

Para un hombre joven cuya instrucción formal había terminado apenas unos meses después de empezar secundaria, la Agencia Pinkerton ofrecía una educación única que él siguió complementando en las bibliotecas públicas. No hay indicios de que ya en 1915 quisiera escribir, pero la agencia contribuyó a formar al escritor en que se convirtió del mismo modo que si hubiera estado trabajando en un periódico. Un agente veterano recordaba haber ingresado en Pinkerton «para ver mundo y aprender acerca de la naturaleza humana».[7]

Aunque para cuando Hammett entró a formar parte de la compañía Allan Pinkerton había desaparecido hacía mucho tiempo, su huella estaba en todas partes. Poco a poco, por medio de un trabajo que él inventó, el inmigrante escocés se había transformado en el líder de una especie de cuerpo de policía nacional que podía perseguir a delincuentes sin las trabas que suponían las fronteras entre estados o condados. En sus muchos libros (escritos por negros literarios o por su propia mano) ofrecía una imagen definida de su porfiado investigador ideal:

La profesión del detective es, a un tiempo, honorable y sumamente útil. Pocas profesiones la superan en cuanto a beneficios prácticos. Es un agente de la justicia, y debe mantenerse puro y por encima de cualquier reproche... Lo más esencial es evitar que su identidad sea conocida, ni siquiera entre sus colegas de carácter respetable, y cuando no consigue que así sea; cuando se descubre la naturaleza de su vocación y se pone de manifiesto, deja de ser útil para la profesión, y el resultado es el fracaso seguro e inevitable.[8]

Pinkerton también llegó al trabajo de detective siguiendo un camino tortuoso. Nació en Glasgow (Escocia) en 1819, y mientras trabajaba como tonelero, se involucró en el movimiento obrero cartista escocés (del que más adelante tomaría prestado el término operative, referente al obrero u operario, aplicado al «agente operativo»), antes de que los problemas con la policía debidos a su activismo lo empujaran a emigrar con su esposa en 1842. Después de varios comienzos en falso juntos, la pareja se estableció en la población de Dundee (Illinois), al noroeste de Chicago, donde construyeron una casita y Pinkerton abrió un negocio razonablemente rentable suministrando toneles a los granjeros de la región. Pinkerton se diferenciaba de buena parte de sus vecinos en que era abstemio y abolicionista; además de dar cobijo a su joven familia cada vez más numerosa, la modesta casa de Pinkerton albergaba a fugitivos que iban al norte en busca de la libertad.

La primera agencia de detectives americana se creó a partir de las sospechas de un joven que iba en busca de leña. Para reducir sus costes materiales, Pinkerton iba a recoger madera para hacer las duelas de los toneles empujando su barcaza con pértiga por el cercano río Fox, y aprovisionándose en bosquecillos sin dueño a lo largo de la travesía. En junio de 1846, estaba varios kilómetros río arriba, cerca de la ciudad de Algonquin (Illinois), cuando descubrió algo que desviaría el rumbo de su vida de tonelero. Una mañana, en mitad del río, en una pequeña isla que no era propiedad de nadie, Pinkerton se puso a trabajar talando y cortando la madera que necesitaba cuando vio en el suelo una zona ennegrecida, prueba de que había habido una hoguera, y otros indicios de que el lugar había sido visitado repetidas veces por forasteros. La hoguera parecía sospechosa. «En aquellos tiempos no se iba de picnic, la gente tenía asuntos más serios que atender y no hacía falta ser muy agudo para llegar a la conclusión de que quienes tenían por costumbre ocupar ese lugar no eran hombres de bien».[9]

Pinkerton fue a la isla varias veces más y encontró otras señales de reuniones secretas. Entonces, una noche, mientras estaba de vigilancia, vio un grupo de hombres que llegaban a la isla y se reunían con aire conspirativo en torno a una hoguera. Volvió de nuevo, acompañado del sheriff y un pelotón, y detuvieron a un grupo de falsificadores atrapados con sus herramientas y «una bolsa de monedas falsas de diez centavos». Después de su triunfo en la que pasaría a ser conocida como Bogus Island [isla Falsa], Pinkerton recibió la oferta de unos empresarios locales para que les ayudara a atrapar a otra banda de falsificadores. Rehusó aduciendo que se dedicaba a la fabricación de toneles, pero luego se impuso su sentido de la justicia y aceptó su primer trabajo remunerado como detective.

En un primer momento, el activismo de Pinkerton lo había empujado a huir a América, y presentarse en 1847 a sheriff del condado por el partido abolicionista lo llevó a enfrentarse al pastor de la iglesia baptista local de Dundee, que lo llevó a juicio por ateísmo y «venta de bebidas espirituosas». La difamación animó a Pinkerton a aceptar el puesto de ayudante del sheriff del condado de Cook y mudarse a Chicago, por entonces una ciudad inmunda pero cada vez más grande, de casi treinta mil habitantes. Allí, en torno a 1850, abrió la primera agencia de detectives del país, la Agencia de Policía del Noroeste, que luego pasó a ser la Agencia Nacional de Detectives Pinkerton.[*] Haría habitual el uso de los antecedentes penales, los registros de delincuentes, las fotos policiales y las huellas dactilares; y décadas antes de que las hubiera en la ciudad de Nueva York, contrató a las primeras mujeres detectives.

Desde hacía tiempo, Pinkerton aseguraba que los delitos no los esclarecían genios distantes, sino un agente que era un estudioso observador de la naturaleza humana y protegía su propia identidad como si su vida dependiera de ello, un caballero que se podía hacer pasar por maleante. «En la medida de lo posible, debe codearse con los individuos destinados a sentir la fuerza de su autoridad».[10]

La Agencia Pinkerton creció en los años en que muchas ciudades fronterizas no contaban con un cuerpo de policía municipal, mientras que las que sí contaban con cuerpos reducidos veían cómo los delincuentes huían cruzando las fronteras entre condados. «La historia de todos los lugares que han tenido un crecimiento rápido está plagada de pasmosos incidentes delictivos —explicó Pinkerton—, creando oportunidades para la comisión de crímenes tan numerosos que a veces dan pie a una epidemia de fechorías».[11] Esas epidemias se convirtieron en la oportunidad de Pinkerton. En 1855 tuvo la buena fortuna de firmar un contrato para proteger el Ferrocarril Central de Illinois; su director, George McClellan, y el abogado de la compañía, Abraham Lincoln, eran hombres de futuro prometedor.

En 1861, Pinkerton destapó una «trama de Baltimore» contra el presidente recién elegido; trasladó en tren a Lincoln de forma clandestina eludiendo el meollo de la conspiración hasta su toma de posesión, y durante un tiempo sirvió como su jefe de inteligencia militar. En una famosa fotografía de guerra de Lincoln visitando un campamento de la Unión, Pinkerton está allí mismo, oculto a la vista de todos, identificado por su alias de «comandante Allen», una figura robusta y ceñuda con barba oscura y bombín junto al espigado hombre de sombrero de copa.

Hasta el final de su vida, Allan Pinkerton se ceñiría a los métodos esbozados en sus primeros casos. En The Model Town and the Detectives [La ciudad modelo y los detectives], recordaba que lo visitó un hombre que representaba a un grupo de comerciantes de Illinois cuya comunidad estaba sufriendo una oleada de robos. «Le dije que me ocuparía de despejar la ciudad de las sabandijas que la asolaban a condición de que me permitiera trabajar a mi manera, sin interferencias de nadie y de que mis instrucciones se obedecieran incondicionalmente». Antes de enviar a sus agentes de incógnito a las tabernas y las pensiones, Pinkerton reconoció la ciudad en persona, bajo un nombre falso y vestido de campesino.

Despejar la ciudad de las sabandijas que la asolan es lo que hacen algunos héroes de Hammett, aunque no siempre se ciñen a las normas de investigación del señor Pinkerton. Cuando el caso era lo bastante importante, Pinkerton también infringía muchas de sus propias normas, como se pone de manifiesto en el famoso caso de su guerra con la banda de los James en la década de 1870. Pinkerton escribió a su oficina de Nueva York: «Sé que los James y los Younger son hombres desesperados y que cuando nos enfrentemos será el fin de uno de nosotros o de ambos».[12]

Después de que en 1874 uno de sus detectives, J. W. Whicher, fuera secuestrado, torturado y asesinado a quemarropa por la banda, un supervisor de Pinkerton analizó el error fatal del agente: «Iba vestido con descuido, pero cuando llegó debieron de darse cuenta de que era un individuo astuto y de aire perspicaz, y probablemente se fijaron en que tenía las manos tersas».[13] De hecho, aparte de ir solo, el mayor error del agente operativo Whicher había sido revelar su identidad al sheriff local, George E. Patton, un veterano confederado manco y amigo de infancia de los hermanos James, ante el que alardeó de sus planes de ir de incógnito e infiltrarse en la banda.

«Han derramado sangre mía y deben pagar por ello», escribió Pinkerton a su superintendente de Nueva York, George Bangs, y envió un contingente a la granja de la madre de los James, en Misuri, cuyas ventanas protegidas con tablas de chilla no permitían a los agentes de la ley atisbar a sus posibles objetivos en el interior. Bob y Jesse no estaban en la casa —de hecho, Jesse se había ido a Nashville en una especie de luna de miel—, pero los Pinkerton tenían planeado lanzar al interior un potente artefacto incendiario para que el humo hiciera salir a cualquier miembro de la banda. En cambio, fue a parar a la chimenea y explotó, matando por efecto de la metralla de hierro al hermanastro de nueve años de Frank y Jesse y lisiándole a la madre la mano derecha, que tuvo que serle amputada, lo que no hizo sino aumentar en todo el país la simpatía por la causa de la legendaria banda. En este insólito caso, Pinkerton supo ver que había sido derrotado y abandonó amargamente la persecución.[*]

En los años posteriores a su muerte en 1884, los hijos de Allan Pinkerton dividieron el control de la agencia en las oficinas centrales del este y el oeste, e incrementaron la carga de trabajo de protección de la empresa. Con la huelga sindical de Homestead en 1892, los Pinkerton aprendieron otra desastrosa lección en público: la de que ejercer abiertamente como rompehuelgas por medio de violencia contra los trabajadores podía entrañar mayores riesgos que otras variantes más discretas del trabajo de investigación.

Los contactos con el ferrocarril habían llevado a la compañía a perseguir bandas de forajidos que robaban a las empresas de correo exprés; después del éxito de la agencia infiltrándose en la mortífera sociedad de los Molly Maguire en las cuencas mineras de Pensilvania, los Pinkerton introdujeron audaces obreros espías en un sindicato tras otro, lo que les permitía informar, a menudo a diario, de las estrategias de los comités de huelga directamente a los ejecutivos de las compañías. Ciertos detectives concretos, como el «Agente 58A» de la Agencia Thiel (Edward L. Zimmerman) o Charlie Siringo, de Pinkerton, se hicieron famosos por su atrevimiento a la hora de infiltrarse, pese a que las compañías mineras a cuyo servicio arriesgaban la vida eran injuriadas y tachadas de «opresoras de los trabajadores».

Como lector de historias de detectives y vaqueros, Hammett debía de conocer la carrera del «detective cowboy» Charlie Siringo y sus aventuras «en la montaña y la llanura, entre contrabandistas de licor, cuatreros, vagabundos, dinamiteros y matones». Pero la vida de Siringo como detective también ofrecía una advertencia a cualquier agente que se sintiera tentado de hablar más de la cuenta. El año en que Hammett empezó a trabajar en la agencia, 1915, había sido el de la segunda tentativa de Siringo de contar la historia de sus emocionantes dos décadas con los Pinkerton. Nacido en el condado de Matagorda (Texas), a los once años Siringo trabajaba de vaquero, y cuando de joven vivía en Chicago, presenció en 1886 el atentado y la revuelta mortal de Haymarket Square, que le infundió deseos de hacerse detective «para dar con el que lanzó la bomba y sus cómplices». Cuando fue a la sucursal de Pinkerton en Chicago, citó como referencia al agente de la ley Pat Garrett, que mató a Billy el Niño.

Siringo entró a formar parte del pelotón de Pinkerton que persiguió a la banda del Garito de Butch Cassidy, y se infiltró como minero en un caso de robo de mineral en Aspen. Luego, durante las huelgas mineras de Coeur d’Alene en Idaho, antes de que descubrieran que era un espía, consiguió que lo eligieran secretario de actas del sindicato de mineros de gemas. Escapó a través de los tablones del suelo de un edificio en Gem (Idaho), y se arrastró varios metros bajo la acera de madera, donde una turba enfurecida esperaba para lincharlo. En público, acostumbraba a ir pintorescamente armado con un bastón-espada y un Colt 45, e hizo las veces de guardaespaldas de su colega detective de Pinkerton William McParland cuando este llevó a cabo investigaciones para la fiscalía con relación al asesinato del antiguo gobernador de Idaho Frank Steunenberg en 1905.

Cuando intentó publicar sus memorias, Cowboy Detective (1912), Siringo averiguó los límites de la tolerancia de Pinkerton. Aunque el libro se leía como un manual de captación para iniciarse en la vida del detective, la familia Pinkerton demoró dos años la publicación, hasta que Siringo hubo cambiado muchos nombres cruciales, sobre todo el de la empresa de detectives «mundialmente famosa» en la que había trabajado, sustituyéndolo por el de la ficticia «Agencia Dickenson». En 1915, muy molesto por el trato recibido, volvió a probar suerte con el vengativo Two Evil Isms: Pinkertonism and Anarchism [Dos funestos ismos: el Pinkertonismo y el anarquismo]. Esta vez contaba muchas historias demasiado turbias para la primera narración, más heroica, explicando cómo cobró por votar cinco veces en un mismo día en unas elecciones en Colorado, y por qué se había negado una y otra vez a aceptar ascensos en la que denominaba «la institución más corrupta del siglo».[14] Citando el acuerdo de confidencialidad que había firmado, la Agencia Pinkerton lo demandó e incautó las láminas de impresión del libro. Nadie estaba autorizado a escribir sobre la Agencia Pinkerton aparte de la familia Pinkerton y sus negros literarios.

Para 1915, cuando Sam Hammett contestó al anuncio de prensa y se unió a la oficina de Baltimore, relativamente reciente, Pinkerton ya contaba con veinte sucursales por toda Norteamérica. El fundador siempre había temido perder el control de su compañía al expandirse, pues la corrupción suponía una gran tentación en las oficinas más alejadas. Sin embargo, tras su muerte, los hijos establecieron sucursales al oeste de Chicago, en Denver y Spokane, y se desplazaron al sur hasta Baltimore y Washington. Para cuando Hammett fue contratado, la demanda de detectives había aumentado tanto que había setenta y tres agencias distintas solo en la ciudad de Nueva York. La rival Agencia Internacional de Detectives Burns tenía casi tantas oficinas como Pinkerton, y su sede estaba en el espléndido edificio Woolworth recién inaugurado en Nueva York. Y aunque el coste por convertirse en detective aficionado a través de una conocida escuela a distancia ascendía a 7,50 dólares, un agente operativo novato solo ganaba 21 dólares a la semana. Aun así, Hammett decía: «Me gustaba ser detective, era mejor que cualquier otra cosa que hubiera hecho».[15]

sábado, 5 de marzo de 2022

LA MUERTE DE VIRGILIO. HERMAN BROCH. FRAGMENTOS. I.



 ¿Quiénes eran los tres? ¿Enviados del infierno, mandados por el barrio de la miseria, en cuyas hileras de ventanas había mirado, obligado despiadadamente por el destino? ¿qué vería todavía, qué más debía suceder aún? ¿no era suficiente, no era suficiente todavía? Oh, no habían sido para él esta vez los ultrajes, no el escarnio y la irrisión, que habían sacudido a los tres, esta chillante, ladrante, contagiosa risa masculina, sin semejanza ninguna con la risa femenina de la calle de la miseria; no, en esta risa hervía algo peor, espantoso y terrible, y era el terror de lo real, que ya no se dirige al hombre, ni a él que lo había visto y oído desde la ventana, ni a otro hombre cualquiera, como un idioma que ya no es puente entre hombres, como una risa extrahumana cuyo alcance escarnecedor abarca la existencia del mundo real como tal, y que llegando más allá de todo campo humano, ya no se ríe del hombre, sino que simplemente lo aniquila dejando el mundo al descubierto; ¡oh, así había sonado en la risa de las tres figuras, expresando horror, transmitiendo horror, la risa humana, la risa del horror rugiendo sus bromas! 

(...)

Allá en el cielo del sur, allá, inmóvil y mudo, tendía Sagitario el arco contra Escorpio; en dirección a Sagitario habían desaparecido los tres y en el silencio seguían ondeando una y otra vez, primero desgarrados groseramente, luego levemente desflecados, primero multicolores, luego grises y finalmente perdidos los inmundos jirones residuales de sus palabras ultrajantes, una carcajada estentórea, escurridiza, gorda de mujer, ofreciendo y ordenando en su lloriqueante lamento, un par de palabras de bajo engolado del cojo, una y otra vez su ladrante risa, finalmente apenas sólo un maldecir crepuscular, casi lejanamente doloroso, casi vuelto delicado y confundido con los otros ruidos de la lejanía nocturna, entretejido y fundido en uno con cada tono, con cada último resto tonal que se desprendía de la lejanía, fundido en uno con el onírico canto de un somnoliento gallo plateado, fundido en uno con el ladrar perdido de dos perros, que en algún sitio, fuera, en la extensión centelleante, tal vez en algún solar, tal vez en alguna casa campestre, se gritaban mutuamente su presencia lunar, el diálogo sin puentes del animal fundido en uno con el sonido de una canción humana que llegaba a jirones de la zona del puerto, reconocible aún en su origen, traída por un soplo del norte, pero ya casi sin dirección también esto delicado, aunque probablemente perteneciera a un obsceno canto de marinos, sofocado por risotadas, en una taberna maloliente a vino, delicado y nostálgico, como si fuera la muda lejanía, como si fuera su rígido más allá el lugar donde se unían en un nuevo idioma la muda voz de la risa y la muda voz de la música, ambos lenguajes fuera del lenguaje, debajo y sobre el límite de la conjunción humana, unidos en un lenguaje en el cual lo tremendo de la risa es milagrosamente absorbido por la gracia de lo bello, pero no eliminado, sino reforzado hasta un doble terror, vuelto mudo idioma de la rígida lejanía extrahumana y de su abandono, lenguaje ajeno a cualquier lengua materna, inescrutable lenguaje de la absoluta intraducibilidad, incomprensiblemente llegado al mundo, incomprensible e impenetrablemente penetrando el mundo con su propia lejanía, necesariamente presente en el mundo sin haberlo alterado, y por eso mismo doblemente incomprensible, inefablemente incomprensible como la necesaria irrealidad de lo real inalterado.

(...)

... goce sibarita que desprecia el conocimiento ...

(...)

Ahí se hallaba él sostenido, por él se hallaba encerrado; estaba encerrado por el espacio del aliento humano, pero excluido del espacio de las esferas, del espacio del verdadero aliento. 

(...)

 ¡Ay, ni el mismo Orfeo lo había logrado, ni el mismo Orfeo en la grandeza de su inmortalidad justificó tan ambiciosos sueños de desmedida vanidad ni tan punible sobreestimación de la poesía!


viernes, 4 de marzo de 2022

LA MUERTE DE VIRGILIO. FRAGMENTO. "Tiempo corría arriba, tiempo corría abajo, oculto tiempo de la noche...".

 


"Tiempo corría arriba, tiempo corría abajo, oculto tiempo de la noche, fluyendo de nuevo en sus venas, fluyendo de nuevo en las órbitas de los astros, segundo tras segundo sin espacio, tiempo de nuevo concedido, tiempo redivivo, inexorable ley del tiempo, superior al destino, supresora del acaso, liberada del decurso, presente de eterna duración, al que se veía proyectado:

ley y tiempo, 

nacidos uno del otro, 

eliminándose uno a otro y siempre generándose de nuevo, 

reflejándose uno a otro y sólo así visibles, 

cadena de las imágenes y contra-imágenes que abarcan el tiempo, 

que abarcan la imagen primigenia, 

sin poder concebir ninguno de ellos hasta el fin y sin embargo 

saliéndose más y más del tiempo, 

hasta que en el último eco de su armonía, 

hasta que en un último símbolo 

se une el de la muerte con el de toda vida, 

la imagen que es la realidad del alma, 

su mansión, su ahora sin tiempo y por eso 

la ley en ella realizada, 

su necesidad".

(FRAGMENTO. LA MUERTE DE VIRGILIO. HERMANN BROCH).

Fuente:Hermann Broch.

La muerte de Virgilio.
Versión de J.M. Ripalda 
sobre traducción de A. Gregori.
Alianza. El libro de bolsillo. Madrid, 2019.

UN DRAMA DE GARCÍA LORCA: MARIANA PINEDA. Francisco de Ayala.

 



 UN DRAMA DE GARCÍA LORCA: MARIANA PINEDA[25]

[25] AYALA, Francisco, «Un drama de García Lorca. Mariana Pineda (Estatua de piedra, estatua de cera)», La Gaceta Literaria, n.º 13, Madrid, 1 de julio de 1927, p. 5. Obras completas, III, 1996, p. 358. Nuestro agradecimiento al Centro de Estudios Lorquianos. Museo Casa Natal Federico García Lorca, Fuente Vaqueros. 

Francisco Ayala

Plaza de la Mariana, de Marianita Pineda. Plaza fría, de encajes blancos, almidonados. (Y de encaje romántico, exactamente.) Situada: entre un teatro y un cuartel —farsantería, pronunciamientos. Discursos, toques de corneta: siglo XIX.

Situada: entre el barrio —infame— de los prostíbulos y el barrio de la Virgen de las Angustias, aristocrático y devoto.

Con un costado de tabernas polícromas. Con un escape —calle de Enriqueta Lozano— al novelismo lacrimoso del último romanticismo provinciano. Con ruidos de entraña épica. Con ronda de niñas.

Y en el centro —eje de suscitaciones múltiples y de virajes de murciélago—, la estatua imponente, blanca, de Mariana Pineda.

Mariana Pineda: exangüe, nieve exprimida, sin corazón, sin viento para sus cabellos de piedra… Estatua de cera —un momento— conturbada por visiones cinematográficas de su vida y de su muerte patibularia, que evoca la ronda de niñas en flechas azules de voz quebrada.

(Hay que santificarla ya a Mariana Pineda. Hay que ir pensando ya en el expediente, etc.)

Sobre las gradas geométricas duermen vagabundos un sueño de aleluyas —verdes, amarillas, rojas— de romanticismo increíble y de poesía popular.

Juglar de los sueños —el hombre del puntero y el cartel truculento—: Federico García Lorca. Y su cartel nuevo, deshumanizante —«Mariana Pineda», tres actos, decorado de Salvador Dalí—, la historia enorme de la Mariana. En viñetas sucesivas. Con ademanes sueltos. Emociones de cristal. Y la incorporación consciente de elementos retrospectivos.

Federico ha cantado, con su voz alegre, la historia de Mariana, y le ha rodeado la espléndida garganta con un collar de imágenes nuevas. A lo largo de su drama. De su romance. De su tragedia.

La génesis de esta obra de García Lorca es antigua. Ahincada.

Venía del pueblo a la capital —Granada— a ver el teatro por primera vez en su vida. Frente al teatro, la Mariana. «¿Qué es eso?» «La Mariana, niño.» (La Mariana, lívida, entre focos de gas. En aquella noche remota. Y amarga. Porque le dijeron en el teatro: NO HAY TEATRO, y estas palabras —no… hay… teatro…— apretaron el corazón del pseudo-gitanillo.)

Ay, niño. Que se perdió entre la gente: niño perdido. ¿Dónde lo hallaron, con el primer romance entre los dientes, como colilla de cigarro? ¿Dónde lo hallaron, repitiendo el romance de Mariana Pineda, que habían cantado las chicas? Ay, niño. Que lo encontraron, luego, maestro entre los doctores.

Doctor de ciencia infusa —escribe con una pluma del ala de San Miguel, mojada en el tintero oblongo de la Plaza Larga—: Prodigio —torero— con alamares de risa. (Sin que faltara nunca lo de Ha quedao magistral.)

—Y dime, Federico…

—Ah. No es una heroína para odas. No es eso. Mariana era una burguesa. Lírica. Al final se convierte en la personificación de la Libertad, por haber comprendido que su amante la traicionaba con la Libertad.

—Y dime, Federico…

—Nadie había dicho nada de esta figura del siglo XIX. Nadie había reparado en ella. Era obligación mía exaltarla. Yo sentía ese imperativo. Porque ella es una figura esencialmente lírica. Sin odas. Sin milicianos. Sin lápidas de CONSTITUCIÓN. (Esas lápidas terribles —Constitución. Constitución. Constitución—, que tanto me intrigaban de niño.)

—Y dime, Federico…

—Tengo tres versiones completamente distintas del drama. Las primeras, no viables teatralmente. En absoluto… La que estreno implica una conexión, una sincronización. Hay en ella dos planos: uno, amplio, sintético, por el que pueda deslizarse con facilidad la atención de la gente. Al segundo —el doble fondo— sólo llegará una parte del público.

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