viernes, 7 de mayo de 2021

Maestros Balzac. A VIVA VOZ. CARLOS FUENTES.

 


Maestros Balzac Señoras y señores: No conozco ensayo más hermoso sobre una ciudad que el de Walter Benjamin, titulado París, capital del siglo XIX. Benjamin, el producto más acabado de la civilización alemana de su época, fue una víctima del nazismo que murió al filo de la noche, entre la espada y la pared, suicidado por la historia. Es, acaso, el más grande ensayista de nuestro siglo y sus palabras sobre París, la ciudad que él soñó y perdió en la muerte, me servirán de guía para acercarme a los problemas que trataremos en este curso: identificación, percepción y nominación del sujeto y el objeto literarios en el movimiento de desplazamiento.

Ciudad cerrada, ciudad abierta; ciudad virgen, ciudad desflorada. El paisaje moderno, nos dice Benjamin, es el pasaje comercial inventado en París en el siglo XIX: una naturaleza de vidrio y fierro, los elementos modernos que la revolución industrial añade al aire, al agua, la tierra y el fuego clásicos; vidrio y fierro contra la quebradiza opacidad de la pobreza antigua, las ventanas cubiertas de papel aceitoso, las chozas asfixiadas, sin ventanas, pozos de humo oscuro.

El pasaje comercial, dice Julio Cortázar en el cuento del mismo título, es “el otro cielo”; se convierte en “la caverna del tesoro”: una caverna luminosa, accesible a todos.

El pasaje comercial es interior y es exterior. Adentro, protege de la inclemencia del tiempo, permite pasearse a toda hora bajo los techos de vidrio y fierro; afuera, permite mostrar públicamente la mercancía, ofrecerla y protegerla a la vez.

Subterráneo de vidrio: el pasaje comercial muestra y nos muestra al tiempo que nos encubre y aprisiona. Aproximación del paraíso: puede llover en el otro mundo, dice Cortázar, en el mundo del “cielo alto”; no aquí, en este segundo cielo, más cercano, que es el de las galerías Vivienne en París o Güemes en Buenos Aires. “Los pasajes y las galerías han sido mi patria secreta desde siempre”, confiesa el protagonista de Todos los fuegos el fuego. Y en Ese oscuro objeto del deseo, de Luis Buñuel, las imágenes culminan misteriosamente en esas galerías con luz de esperma: el protagonista de la película, Fernando Rey, se aleja por una galería comercial con un costal al hombro. ¿Qué acarrea el héroe del consumo hacia el tiempo consumido por la palabra que no tardará en aparecer en la pantalla: FIN?

El fetichismo mercantil, nos dice Walter Benjamin, alcanza su culminación en las llamadas ferias mundiales, ocasiones excepcionales, Navidades de Mercurio, Ascensiones y Epifanías del universo comercial cuyas manifestaciones cotidianas —la misa mercantil— serán las galerías y los grandes almacenes a los que tan misteriosamente nos desplazan Buñuel y Cortázar.

La primera feria mundial moderna tuvo lugar en París en 1798 en medio y como parte distintiva de la Revolución francesa. ¿Pan y circo del segundo directorio? Sí, pero algo más también: dos percepciones diversas de lo que sería, de allí en adelante, el mundo de las cosas, la galaxia mercantil: los organizadores revolucionarios entienden ofrecerle al pueblo de París una diversión; para el pueblo, en cambio, la feria comercial es vista como una emancipación. El valor de la mercancía es transformado por esta operación cuasi-sagrada: la revolución industrial, hija pragmática de la ideología revolucionaria, va a ofrecer una cantidad y variedad de objetos sin precedente a un número y variedad creciente de ciudadanos. No bastará con que esas cosas sólo sean usadas y desechadas prontamente; primero, deben poseer un valor metapecunario: deben ser percibidas, identificadas, nominadas como símbolos, fantasmagorías placenteras, sublimaciones del ego, distracciones que nos recompensan de un trabajo que por ser más libre se ha convertido en más desvalido, de una política que con ser más igualitaria no ha sido más solidaria, de una sociedad que con declararse más fraternal no ha provocado menos sentimiento de enajenación.

La ley Le Chapelier —el primer acto legislativo de la Revolución francesa— disuelve las corporaciones profesionales y artesanales y entrega a los trabajadores a la penumbra cenicienta de las fábricas de Dickens y de las cárceles de Balzac: será libre quien sobreviva en un mundo sin más ley que la voluntad individual, sin más límite que la ambición personal, sin más recompensa que la ganada en esta tierra y convertida enseguida en objeto vendible, comprable, atesorable pero también mirable y sobre todo admirable.

Las antiguas peregrinaciones religiosas a Santiago y a Canterbury se transforman en las peregrinaciones mercantiles a las ferias mundiales. Varias de ellas —en este siglo y el pasado— se celebran en París, convertida en capital del lujo, monopolizadora de la elegancia y la profusión de objetos que el mundo desea. Hoy más barata, cercana y democrática, esa opción la ofrecen Houston, Dallas y Miami o aun más modestamente Perisur. Pero entonces como ahora, para el comprador potencial que en todo caso siempre es espectador primero, la mercancía es diversión — entertainment, show business— y para el empresario, séalo de mercancía o de espectáculo, el espectador es su mercancía. (Trasladado brutalmente al terreno político, esta simbiosis de mercantilismo y espectáculo explica sobradamente la elección, en los Estados Unidos, de Ronald Regan.) La prensa moderna, nos dice Benjamin, aparece para organizar el valor de la mercancía, darla a conocer, informarnos qué cosas son deseables y, sobre todo, cuáles son nuevas, para ti, sólo para ti, cliente, elector, mi semejante, mi hermano.

En Las ilusiones perdidas y en La piel de zapa de Balzac, la prensa aparece como una nueva forma de conspiración: una conspiración alegre y sin peligro, la llama Benjamin. En nuestros días, el sociólogo norteamericano C. Wright Mills hablaría del producto final de esta conspiración sonriente de prensa y mercancía, y lo llamaría “el Robot Alegre”. Pero para el siglo XIX que nos describe Walter Benjamin, la novedad no provocaba un sentimiento de adormecimiento, sino de liberación. Aún lo produce, pero hoy somos robots que aceptamos alegremente nuestra cómoda esclavitud; para el ciudadano emancipado y en ascenso del siglo XIX, para Rastignac en París y para Pip en Londres, la transformación de la mercancía en diversión era un hecho revolucionario y liberador.

El París descrito por Benjamin se celebra a sí mismo con fotografías y, siempre, más y más mercancías. El barón Haussmann condena a muerte la vieja ciudad medieval y abre las grandes avenidas —la Avenida de la Ópera, los bulevares de las Capuchinas, de los Italianos, de Courcelles— que permitirán un tránsito más expedito para quienes compran cosas pero también para quienes las roban: Arsène Lupin, el caballero ladrón, escapará más fácilmente gracias a las anchas avenidas que comunican los centros del poder social y mercantil parisino.

En cambio, los revolucionarios potenciales ya no podrán levantar barricadas en los anchos espacios de los grandes bulevares. La ciudad de las revoluciones de 1789, 1830 y 1848 es demolida: adiós, Los miserables, adiós, La educación sentimental, adiós, la Historia de dos ciudades. Nunca más tejerá Mme. Defarge junto a las guillotinas, ni saldrá Jean Valjean a buscar a Marius entre las barricadas del Faubourg St. Antoine, ni contemplarán los ojos inocentes y tristes de Frederic Moreau la caída de los Borbones en medio del furor de julio.

La lucha de clases ya no tendrá lugar. La Europa burguesa, después de la explosión de 1848 —el ardiente fiel histórico del siglo XIX europeo, pero también su albergue español adonde cada cual lleva lo que ya tiene— cree llegado el momento de la paz perpetua. En cambio, Marx lee en las revoluciones del año 48 un proceso de diferenciación irreversible dentro de la unidad anti-aristocrática fraguada por la revolución de 1789 —que, a su vez, fue un resultado de la ruptura del convenio secular entre la realeza y el Estado llano: nunca hay política sin alianzas.

Los intereses dejan de coincidir. Las diferencias sociales se acentúan y —escribe Marx— la burguesía percibe “claramente que todas las armas que había forjado en su lucha contra el feudalismo voltearon sus puntas contra ella, que todos los dioses creados por ella la habían abandonado”. Sin embargo, ni Bismarck ni Francisco José ni Luis Napoleón ni la reina Victoria parecen muy asustados por este estado de cosas. El desplazamiento que asegurará la paz interna se llamará, por un lado, crítica que al igual que la revolución burguesa ha sido la más profunda y fuerte de todas las revoluciones —y la más duradera y liberadora también— porque para establecer su sistema ha tenido que criticarlo con libros, escuelas, sindicatos, partidos, parlamentos que son la salud del sistema porque atacan críticamente al sistema. El sistema del sistema es la crítica del sistema.

El otro desplazamiento es internacional y se llamará imperialismo. El proletariado nacional será menos explotado que el proletariado colonial. Las insurrecciones y las represiones ya no tendrán lugar en Europa, sino en Argelia, México e Indochina. Los dictadores del mundo colonial perpetúan esta gran ilusión: Porfirio Díaz es el más acabado ejemplo de la paz en las colonias, el orden y el progreso, el Paseo de la Reforma a cambio del Bulevar de las Capuchinas y el Puerto de Liverpool a cambio del Bon Marche.

Pueden encontrarse todos los paralelos que se quieran entre el segundo imperio francés y el porfiriato mexicano, su sucesor republicano y colonial en las Américas, pero ni los bulevares de Haussmann, construidos para proteger a la ciudad contra la violencia civil, impidieron la explosión de la Comuna de París; ni los saraos del Centenario y los penachos del ejército federal impidieron la explosión de 1910 en México, encumbros del imperio de Maximiliano y la República de Juárez.

Cuando París era la capital del siglo XIX, la golosina de los pasajes comerciales era muy dulce, las ferias mundiales sagradas, la prensa excitante y seductora. Y, sobre todo, la creciente clase media de Europa obtuvo por primera vez posesión de la mercancía misma a través del dinero, y posesión de la identidad propia a través de la fotografía. Voy a estudiar estos dos aspectos y los problemas que proponen a la literatura, en este orden.

Primero, las cosas, la historia de las cosas.

Luis Felipe, el monarca burgués, es el primer rey que posa en pantuflas. El cuadro que lo describe sentado junto a su chimenea, rodeado de su mujer e hijos, no sólo establece el ánimo democrático de la Monarquía de Julio. Es quizás el primer cuadro de un rey sin corona, sin armiño y sin cetro, aunque no desnudo. Sus posesiones son las de cualquier burgués acomodado: el rey vive como el banquero Nucingen o como el comerciante Birotteau en las novelas de Balzac. El rey tiene un interior: el interior hogareño se convierte en símbolo de la interioridad anímica. El rey ya no está en su palacio, sino en su casa. Trabaja en su palacio; vive en su casa. La Revolución francesa, en cierto modo, culmina en la célebre pintura de Luis Felipe: el trabajo y la vida han sido separados. Si el rey sale de su casa para ir al trabajo, ¿cómo no ha de hacerlo el obrero para ir a la fábrica, cómo no ha de hacerlo el antiguo peón de la tierra para abandonarla y pasar a la industria urbana? Vivir donde se trabaja —ese signo de la artesanía— traduce las ocupaciones bajas, inseguras, tradicionales o excéntricas: zapateros y enterradores, abarroteros y escritores, la bohemia en su mansarda y el herrero en su covacha. La revolución industrial es un traslado masivo del trabajo del hogar artesanal a la fábrica impersonal —en nombre de la libertad individual, se trueca una forma de colectivismo por otra.

El interior —real y simbólico— es el lugar donde tenemos nuestras cosas: nuestros valores. El arte del siglo XIX, indica Walter Benjamin, tiene lugar en interiores. La gente compra, colecciona, amasa, sofoca: es la época de los salones recargados hasta la saciedad delirante; entrar a ellos es como verse obligado a comer cien pasteles de vainilla con cerezas y crema chantilly.

La fotografía nos dejará orgullosas, enfisemáticas pruebas de este encierro lúgubre que es, en cierto modo, el escenario elegante de la tuberculosis, la sífilis y la melancolía mortal, las enfermedades rampantes del siglo XIX. La gente se viste como sus interiores: capas y más capas de cosas, corsés, corpiños, polisones, cachorones, gorros de dormir, chalecos, polainas, bastones, sombreros de copa, bombines, gorras acechavenados como las de Sherlock Holmes, sombreros de pluma como los de Sissi la emperatriz de Austria.

Estos interiores que en Francia se llaman tarabiscoteados, en Inglaterra y en Estados Unidos; jengibres, son la vitrina secreta de las cosas amasadas, atesoradas para ser mostradas a los demás en una especie de semi-virginidad entre afuera y adentro: las cosas, como las relaciones sexuales, pueden preferir la endogamia o la exogamia y son quizás las grandes familias de los robber barons, los barones ladrones, de los Estados Unidos quienes con mayor gusto exhiban exteriormente sus interiores: los Gould, los Carnegie, los Stanford, los Harriman y sobre todo los Vanderbilt, cuyos palacios sobre el Hudson y en la playa de Newport tienen recámaras chinas, persas, versallescas, florentinas, sevillanas: el mundo entero puede ser comprado, ya no hay tesoros escondidos que no puedan ser extraídos del centro de la tierra y exhibidos, mostrados, celebrados como en la cena de los Astor en Madison Square Garden de Nueva York, donde las 400 familias del capitalismo decimonónico norteamericano se hacen fotografiar mientras cenan, vestidos de frac y crinolinas, a caballo, servidos por mozos de librea que deben estirar el cuello y los brazos y evitar las coces y que también figuran como posesiones privilegiadas y mostrables. Río abajo, en Hyde Park, viven los millonarios modestos que hacen sus propias camas y obedecen las reglas del puritanismo fundador. Su nombre: Roosevelt. Su hijo: el millonario renegado que les va a quitar sus “cosas” a los Rockefeller y a los Vanderbilt.

La gigantesca redistribución de la riqueza y la nueva organización del trabajo prohijadas por la Revolución francesa y por la revolución industrial convierten el dinero y el trabajo en temas centrales de nominación, identificación y percepción en la novela del siglo XIX. Me limito al autor que con más delirante actividad bautizó a su tiempo: Dickens. En su obra abundan los nombres metálicos, cobre de Copperfield, níquel de Nickleby, plata de Silverstone, bronce de Sampson Brass; los nombres cortan como el pedernal de Jeremiah Flint y como la profesión del Dr. Slasher, el rebanador; la siderurgia se apropia del nombre de Tom Steele, la bolsa del de la señora Joe Pouch, y Mr. Price, el señor Precio, es un prisionero por deudas en la novela de Pickwick. Heep, el hipócrita, es cosa amasada y Scrooge, el avaro, da su nombre a su vicio en el diccionario de los neologismos creso industriales.

Balzac, lo sabemos, es el gran novelista del dinero. Sus héroes comparten con los de Stendhal, Dickens y Thackeray, la ausencia de pasado, la novedad histórica y la voluntad de ser. La descripción de objetos y de interiores adquiere gran relieve en todos estos autores; pensemos por un instante en algunas grandes escenas como el salón de la Sanseverina en La cartuja de Parma de Stendhal, la casa de los millonarios arribistas, los temibles Veneering, en El amigo mutuo de Dickens, el baile la víspera de Waterloo en La feria de las vanidades de Thackeray. Pero acaso sólo Balzac supo transformar radicalmente la posesión en símbolo, la cosa inerme en vida y en muerte, cumpliendo así el deseo secreto del poseedor: que la cosa que yo poseo sea tan mía que tenga, también, lo que yo poseo para perder y ganar: mi vida y mi muerte.

La piel de zapa, escrita en 1831 —es decir, al principio de la carrera de Balzac—, preside la vasta arquitectura novelesca de La Comedia humana porque contiene las dos vertientes de la obra balzaciana: la vertiente social de los estudios de costumbres (Papá Goriot, Las ilusiones perdidas, Eugenia Grandet, Los parientes pobres) y la vertiente fantástica de los estudios filosóficos (Louis Lambert, La búsqueda del absoluto, El elixir de larga vida). “El novelista de la energía y la voluntad”, como lo llamó Baudelaire, es también el novelista de un duelo con el terror, como definiría Roger Caillois a la literatura fantástica.

La energía que prodigan los personajes en ascenso de Balzac produce ciertos resultados deseables: expansión, ascenso social, ganancia financiera, estimación social, fama. Pero estos resultados van acompañados de otros nada deseables: desgaste, retroceso, envejecimiento, pérdida. La piel de zapa es el símbolo balzaciano de la cosa suprema, casi una cosa en sí, una posesión que aumenta nuestras posesiones a la vez que nos desposee de la vida y nos ofrece la cosa final, la posesión eterna: la muerte.

Para el protagonista de la novela, Rafael de Valentin, un joven de buena familia y de pésimos recursos, esta posesión-desposesión se inscribe en una percepción que es la del absurdo. Acaso el protagonista de La piel de zapa sea el primer héroe del absurdo moderno y no es fortuito que este absurdo tenga que ver con la posesión de las cosas. El viejo anticuario que, para deshacerse de ella, le ofrece la piel de onagro a Rafael, le advierte que su posesión puede asegurarle al dueño una vida breve, intensa y ardiente, o bien una vida larga, tranquila y sin pasiones. Pero para tener la vida larga, la condición es no usar la piel; es decir, no gozar de la propiedad. En cambio, la vida breve será el resultado del uso de lo que se posee: la piel de zapa.

Rafael de Valentin tiene plena conciencia de que la afirmación de su ser (y de su propiedad) le aproxima velozmente a la muerte. Pero descubre también que hay dos formas de la muerte. Nos creemos libres, dice Rafael; en realidad sólo escogemos entre la destrucción y la inercia.

El protagonista es autor —eterno, inconcluso autor— de una teoría de la voluntad: es el autor, vale decir, de un libro sobre el tema de la novela dentro de la novela. Es el hijo burgués, decimonónico y post-revolucionario de Cervantes, de Sterne, y de Diderot, tres fundadores radicales de la narrativa moderna que se apresuran a demostrarnos que toda novela se contiene a sí misma no sólo como texto explícito sino como reflexión crítica sobre ese mismo texto. Este matrimonio de la forma y su reflexión adversaria que es lo propio de las novelas cómicas de Don Quijote, Tristram Shandy y Jacques el fatalista, asume en La piel de zapa el ropaje lúgubre de una parca paseándose en medio de un baile lujoso.

El baile de La piel de zapa es, a un tiempo, el de la muerte y el de la vida —pero la vida es carnaval explícito, pasión que la consume y la aproxima a la pérdida de sí. “Muero porque no muero”: lo contrario también es cierto, vivo porque no vivo, y en el corazón de esta simbiosis inevitable Balzac coloca el tema de la posesión de las cosas y de la pérdida de esa posesión como un mito, el de Tántalo, condenado a jamás gustar verdaderamente de los frutos y el agua que tiene, casi, al alcance de sus labios: v. Quevedo —“delgada sombra, denigrada y fría, ves de tu misma sed martirizarte”— y como una actividad: el juego, la apuesta brutal sobre vida y muerte, la ruleta que quita o da lo que poseemos. Y lo que poseemos, en el mundo de Balzac, en la capital del siglo XIX, es lo que somos.

Novela del siglo XIX y sus posesiones, La piel de zapa lo es también por su construcción lírica. Como una gran ópera, la narración de Balzac tiene un primer acto en un casino, donde las cosas se ganan y se pierden física, monetariamente; un segundo acto con el anticuario que salva de la ruina a Rafael ofreciéndole el talismán: la piel de zapa que se reduce con cada deseo cumplido por ella en beneficio de su poseedor; y un acto final en la orgía prolongada de la propiedad y la muerte, en la que Rafael lo adquiere todo y lo pierde todo a través de su talismán.

Balzac logra una extraordinaria tensión entre el elemento temporal y el elemento espacial de su novela. Esto es necesario en dos sentidos. En tanto novela mítica, La piel de zapa requiere un tiempo, pero en tanto novela simbólica, requiere un espacio determinado.

El espacio simbólico de La piel de zapa es la piel de zapa. El objeto duro y feo que el anticuario entrega a Rafael se convierte en un objeto suave y dúctil, como un guante, apenas lo toca su nuevo propietario. Pero cuando Rafael, horrorizado ante las propiedades de su riqueza suprema, quiere destruirla, el talismán revierte a su dureza inquebrantable. A medida que se cumplen los deseos de Rafael, el espacio de la piel se reduce; pero también se reduce el tiempo de Rafael: la voluntad del héroe es anulada por el cumplimiento de sus deseos.

“Jamás —dice su criado, Jonathan— jamás le digo, ¿desea Usted?, ¿quiere Usted?… Estas palabras están prohibidas en la conversación. Una vez, se me escapó una. ‘¿Quiere matarme?’, me dijo mi amo, encolerizado.”

Pocos instantes de terror y absurdo interdependientes se asemejan al momento baladí y estremecedor de esta novela de Balzac, en el que un camarero le dice al protagonista: “¿Quiere Usted más espárragos?”

La manifestación de la voluntad, en este caso, es no sólo absurda: es mortal.

En esta novela desesperada, el tiempo y el espacio, el mito y el símbolo, la posesión y la desposesión, la vida y la muerte se reúnen finalmente en la pasión erótica. Ésta es tanto más poderosa cuanto es más escondida. Al contrario de la avalancha de cosas, de objetos, de posesiones que significativamente decoran los teatros, las salas de juego, las tiendas de antigüedades, los bailes, los salones y los hoteles de este París del primer año de la Monarquía de Julio, la presencia y el uso erótico en La piel de zapa se esconden, no se muestran; apenas dicen una o dos palabras. Pero esas palabras poseen un secreto tal —el de su único lugar de encuentro de todo lo que, en el resto del libro, al tocarse huye de nuestras manos como los banquetes fugitivos de Tántalo— que nos estremecen más que si ocurriesen en un bulevar, fuesen mostradas en una galería comercial o, finalmente, terminasen fotografiadas por los señores Nadar y Daguerre y sus descendientes, prontos a apropiarse, cámara en mano, de todas las imágenes visibles de la modernidad.

Pero el sexo en Balzac es casi invisible. Quizás por esto el siempre equivocado (y por eso consagrado, ya que sus errores revelan las virtudes de lo que critica) Sainte-Beuve llamó a La piel de zapa “Libro pútrido, apestoso”. Porque aquí la poesía carnal es vista a través de dos mujeres. La cortesana Fedora es una mujer cínica pero triste porque posee “una memoria cruel” y esa mujer que se entrega a todos no se entrega a Rafael de Valentin: el héroe agónico de La piel de zapa lo deseará todo, salvo la entrega erótica de Fedora. Es decir: nunca le pedirá esto a su talismán. A Fedora quiere tenerla sin la piel de zapa. Esto es imposible: Fedora sólo es obtenible artificial, mágicamente. La posesión de Rafael se reduce a una soberbia escena de voyeurismo: Fedora se desviste lentamente y Rafael la espía a través de los velos de gasa de su recámara.

La ópera es cuestión, finalmente, de telones. El erotismo con Fedora sólo es concebible con una cortina, un velo, de por medio. Nos lo dice el propio Rafael desde antes de conocerla, con palabras que suenan a pronóstico borgiano: “Yo me creé una mujer, la diseñé en mi pensamiento, la soñé”.

Como en Las ruinas circulares de Borges, el objeto del deseo es otro deseo: el hijo del soñador no sabe que es soñado por su padre y el terror del padre es que el fantasma descubra “no ser un hombre, sino la proyección del sueño de otro hombre”. El humillante vértigo de esta situación es salvado cuando el padre descubre que él, también, es soñado: es decir, que él también es deseado.

Balzac no trasciende la creación de Fedora por el deseo de Rafael con la nitidez mítica empleada por Borges; prefiere apelar a la sustitución del objeto sexual por el fetiche.

Rafael de Valentin elimina el cuerpo de Fedora al obtener el objeto que podría comprarla; en vez, la piel de zapa sustituye el cuerpo de Fedora y se convierte, en las palabras de Freud, en “la prueba del triunfo sobre la amenaza de la castración y una salvaguarda contra ella”; posee, asimismo, la cualidad fetichista de ser ignorada y en consecuencia permitida: nadie le prohíbe a Rafael tener su piel de zapa porque la significación del talismán es desconocida. Nadie le prohíbe, en otras palabras, ser dueño de su propia muerte.

Fedora significa castradora: tal es su fama, su renombre. Rafael la desea pero teme la mutilación: la piel de zapa es el fetiche que sustituye a Fedora. Sólo que esa sustitución no es la de un objeto sexual por otro, sino la del sexo por la muerte. El desplazamiento del erotismo a la mortalidad abre la brecha de una identificación que Rafael sabe pasajera: ¿puede conocer el amor a pesar de Fedora y a pesar de la piel de zapa?

La sorpresa erótica de La piel de zapa es que la plenitud sexual le es reservada a la heroína pura y virginal, Paulina. Paulina, como Lillian Gish o Blanca Estela Pavón, adora de lejos a su novio y no se atreve a declararle su amor, le plancha en secreto sus camisas y deja de comer un pedazo de pan para compartirlo con él. Esta figura del clásico melodrama populista es convertida por el genio de Balzac en la más estremecida figura sensual de sus novelas: convertida en heredera millonaria, Paulina, que sufrió la pobreza con Rafael, compartirá con él, en la riqueza, la pasión y la muerte al fin identificadas. Su primer orgasmo en brazos de Rafael merece, acaso como ningún otro en la historia de la novela, el nombre francés de “la pequeña muerte”: anuncio de la gran muerte de este héroe que no puede escapar a la muerte aunque escoja la vida. Porque al entregarle un placer total, Paulina se convierte en el deseo total de Rafael y desear totalmente, para él, es morir totalmente.

Paulina la dulce, y no Fedora la cruel, mata a Rafael porque no le permite vivir sin desearla —no le permite, más bien dicho, morir sin desearla. El coito final entre los dos amantes es a la vez una lucha con la pequeña y con la gran muerte; Rafael se arroja sobre Paulina desnuda con “la ligereza de un ave de presa” y busca palabras para “expresar el deseo” que devora “todas sus fuerzas”; pero de su pecho, ahora, sólo salen “sonidos estrangulados”.

Incapaz de palabras, Rafael muerde el seno de Paulina y la novela culmina cuando el criado, Jonathan, acude a los gritos de Paulina e intenta separarla del cadáver que la posee en un rincón de la recámara.

Una vez, al principio de su jubilosa carrera, Balzac dijo sobre sí mismo: “Sería curioso que el autor de La piel de zapa muriese joven”. A mí esta novela me conmueve también porque preside la obra y la vida de su autor. Es decir: preside su tiempo. Balzac murió a los 50 años de edad, pocos meses después de su siempre aplazado matrimonio con la condesa Hanska, aunque sus palabras finales consistieron, primero, en llamar al ficticio doctor Horace Bianchon, el médico de cabecera en varias novelas de La Comedia humana — nominación— y enseguida —identificación— exclamar: “¡Dios mío, 500 mil tazas de café me han matado!”

La percepción real de esta individualidad, la de Honorato de Balzac, inmersa en un mundo donde los objetos aparentan dar la vida y en realidad reservan la muerte, es inseparable de la novela donde Balzac eleva la cosa al nivel simbólico, convierte el objeto puro en sujeto impuro y vence a la muerte con la literatura. Porque sólo una cosa es cierta en el combate, ya no entre Rafael de Valentin y la piel de onagro que lo derrota, sino entre ésta y la novela de Balzac: la piel se encoge, pero al mismo tiempo la novela —la escritura— se amplifica.

En una carta a la duquesa de Aforantes, quejosa de que Balzac no la visitase con más frecuencia en su casa de campo, el novelista le dice: “No pienses mal de mí: trabajo de día y de noche. Y sorpréndete de una sola cosa: aún no he muerto”.

Balzac ha nombrado, en La piel de zapa, a una cosa que es la muerte: el talismán de la piel de onagro; ha percibido que la posesión ofrece vida y otorga muerte; pero no ha sabido identificar estas realidades literales y simbólicas sino en la medida en que ha sido capaz de identificar su novela, La piel de zapa, como un texto, como una estructura verbal que contiene y da permanencia a cuanto se rehúsa a tenerlos: la fugacidad de la vida como posesión de las cosas.

Ahora, permítanme terminar esta primera conferencia, que muy conscientemente he querido radicar en la historia de las cosas para progresar desde ese extremo al otro, el de la historia de las palabras y de las personas que las dicen que, en efecto, para el ciudadano emancipado y en ascenso del siglo XIX, la transformación de la mercancía en diversión era un hecho revolucionario, liberador y, Helas!, pasajero: Madame Bovary cierra el drama del optimismo mercantil: es una mujer que necesita tener más y más para sentir que es más y más.

Imaginemos, sin embargo, a Emma Bovary provista de una tarjeta de crédito de la American Express. Su apetito por las cosas no hubiese sido menor que en la Francia provinciana del siglo pasado, sus deudas tampoco, pero acaso su destino hubiese sido distinto. Pero la literatura se adelanta siempre a la historia para decirnos que lo que parece un destino diferente es sólo un destino aplazado. Una buena mañana, armado de valor, el doctor Charles Bovary (Chabovary, como le decían sus condiscípulos) le retira a su mujer la tarjeta de crédito. Es decir: la devuelve al siglo XIX, la entrega en manos de los prestamistas sin escrúpulos y el destino literario, a pesar de todo, se cumple.

Drama universal y permanente, el de la heroína de Flaubert es el de una falsa percepción que conduce a un divorcio de la identidad entre las palabras y las cosas: la analogía, faro y fardo de la aventura quijotesca, se disipa cada vez más en el mundo de la diferenciación infinita del siglo XIX y Emma Bovary es su víctima: Emma Bovary muere porque no puede colmar la distancia entre la percepción sicológica determinada por las palabras románticas que ha leído y la percepción sociológica de los silencios tediosos impuestos a una espera de médico de provincia.

El precio para colmar esa distancia se llama cosas, objetos, mercancías para atiborrar al mundo con lo nuestro. Pero el mundo, misteriosamente, devora nuestras cosas y vuelve a presentarse, cada vez, como un vacío. Entonces tenemos que atiborrarnos de algo que nadie puede quitarnos: la mercancía invisible, la muerte, provocada por la mercancía indigerible y por ello entrañable: el veneno.

Pero no todos los propietarios son, como Madame Bovary, una heroína, también nombre de droga, endrogados, como esta Quijotita con faldas, por la certidumbre de que lo que leen es la realidad literal. NO; generalmente, un propietario del siglo XIX, cuando se da cuenta de que una cosa ha desaparecido de su lugar, ya no está y quizás ya no es, llama a un detective para que la encuentre y la restituya a su propietario y a su lugar. Así nace la literatura policial en el siglo XIX, y por eso nos ocuparemos en la siguiente ocasión de Edgar Allan Poe. Pues, naturalmente, tener tantas cosas es también tener miedo de perderlas.

Las cosas se ofrecen al consumo que es la suerte final de la posesión, y el uruguayo Lautréamont nos dice, que “los almacenes de la Rue Vivienne exhiben sus riquezas ante la mirada maravillada”. Ésta es la misma galería de la Rue Vivienne que el argentino Cortázar empleará, como lo recordé, en Todos los fuegos el fuego: extraño puente entre el río Sena y el Río de la Plata por el que transitan las figuras de la imaginación no novelesca, portadoras, a la vez, de la realidad material descrita y de la realidad imaginaria deseada. Todo gran artista, al cabo, no sólo describe la realidad, sino que la funda.

Balzac fue el fundador de una realidad sorprendida en el acto de crearse a sí misma. Él la dotó de energía, vitalidad, exuberancia, sí, pero también de esa sabiduría que nos sabe descendientes de la muerte a fin de asegurar la continuidad de la vida.

Trinity College, Dublín, Irlanda

miércoles, 5 de mayo de 2021

DECÁLOGO DEL ESCRITOR. A VIVA VOZ. CARLOS FUENTES.

 

 


1. DISCIPLINA. Los libros no se escriben solos ni se cocinan en comité. Escribir es un acto solitario y a veces aterrador: es como entrar a un túnel sin saber si en él habrá luz o salida. Recuerdo, de muy joven, haber compartido muchos fines de semana en Cuernavaca con mi muy amado maestro y amigo Alfonso Reyes. A veces llegaba yo tarde de una parranda —tenía 17 años— y a las cinco de la madrugada veía encendida la luz del estudio de Reyes y a don Alfonso inclinado sobre sus cuartillas como un mágico gnomo zapatero.

Reyes calmó mi asombro —mi envidia, mi afán de emularlo— con una frase de Goethe, otro escritor de madrugada: “El escritor debe quitarle la crema al día”. Alfonso Reyes me enseñó que la disciplina es el nombre cotidiano de la creación y Oscar Wilde, que el talento literario es 10% inspiración y 90% transpiración.

Pero si ésta es la parte lógica de la creación literaria, hay otra misteriosa e insondable que yo no asocio con la vaguedad de la inspiración —que a menudo es una manera de aplazar el trabajo esperando a Godot—. Esa parte misteriosa es el sueño. Yo puedo planificar, la noche anterior, el trabajo de la mañana siguiente y acostarme a dormir impaciente por levantarme a escribir.

Pero cuando me siento a hacerlo, el plan propuesto por mi lógica de la vigilia sufre demasiadas excepciones, se viene abajo y es invadido por lo totalmente imprevisto.

¿Qué ha sucedido?

Sucede que he soñado, Y sucede que los sueños que recuerdo son repetitivos, banales e inservibles. No puedo sino creer, entonces, que la mano creadora que guía la mía es la de los sueños que no recuerdo al día siguiente, los sueños haciendo su trabajo literario invisible: desplazando, condensando, re-elaborando y anticipando en el trabajo del sueño el trabajo de la creación literaria.

Ahora bien, cada cual mata pulgas a su manera y la mía es levantarme a las seis de la mañana, escribir de siete a doce —cinco horas corridas—, hacer ejercicio una hora, salir a comprar los periódicos (sus noticias me parecen siempre más viejas que mi imaginación), comer con mi mujer Silvia, leer tres horas en la tarde —de tres a seis— y salir entonces al cine, al teatro, la ópera.

Esto es posible —añado de prisa— en mi cuartel literario de Londres, una ciudad organizada. En el D. F., en cambio, los desayunos políticos a las ocho de la mañana, como si no hubiese polaca sin pozole; las comidas de tres a seis; la difícil digestión, bajo la mirada irónica de la Coatlicue, de seis a nueve. Y la cena del ángel exterminador de diez de la noche a las dos de la mañana. Si en estas condiciones logro escribir un artículo de prensa, me doy por bien servido.

Pero México, mis amigos, mi familia, mi maravilloso, tierno, infinitamente cortés pueblo, mi estrangulada, asfixiante, nunca más transparente región del aire, mi territorio de la memoria y una vida política en la que la realidad supera la ficción (a ver quién puede meter en una novela a un Mario Villanueva o a una “Paca” y hacerlos creíbles), todo ello, les digo, me llena los vasos comunicantes de la creación, con ardor, es cierto, de tequila y enchiladas.

Puedo entonces regresar a Londres y agradecer el mal clima, la pésima comida y la frialdad cortés de los isleños, sin perder la nostalgia de un buen chilpachole y guardando en la oreja los dos sonidos constantes de México que son como el aplauso diario de nuestro país: las hacendosas manos de nuestras mujeres palmeando las tortillas y los fraternales abrazos de nuestros hombres palmeándose las espaldas.

2. LEER. Leer mucho, leerlo todo, vorazmente. Nuestro inolvidable Fernando Benítez tenía unas tarjetas de visita que decían simplemente: FERNANDO BENÍTEZ, LECTOR DE NOVELAS.

Leerlo todo y leerlo pronto. La vida no nos va a alcanzar para leer y releer todo lo que quisiéramos. Mi generación, acaso, fue la última en formarse gracias a las lecturas maravillosas de los libros que nos transportaban a otros mundos, los libros del ensueño infantil. Salgari y El corsario negro, Paul Feval y El jorobado o Enrique de Lagardere, los Pardaillán que nos dotaban de capas y espadas en vez de overoles y trompos, el Corazón de Edmundo de Amicis que nos autorizaba a llorar sin vergüenza. Éstos eran los libros iniciales de las infancias latinas, de Roma a Buenos Aires y de Madrid a México.

Pero a ellas se añadían las que compartíamos con el mundo anglosajón, los escritores comunes de nuestras infancias, Alejandro Dumas, Julio Verne, Dickens, Stevenson y Mark Twain. ¿Los leen los niños de hoy, o pasan todo su tiempo en el Nintendo? No lo sé, pero no lo creo. Mi editor inglés me lleva a la esquina de su librería en Londres y me muestra, a lo largo de cuatro cuadras, la fila de niños esperando comprar el nuevo volumen de Harry Potter. Y una versión moderna de un nórdico poema épico del siglo VII, Beowulf, en la luminosa traducción de Seamus Heaney, se convierte en bestseller en todo el mundo angloparlante. Richards Lawrence.

Y entre nosotros, durante toda mi vida, fue una seña de identidad de la juventud ascendente, obrera, estudiantil, de clase media, universitaria, leer a Paz y a Rulfo, a Neruda y a Lorca, a García Márquez y a Cortázar.

El escritor, pues, debe ser el adelantado de la lectura, el protector del libro, el tábano insistente: que el precio del libro no sea obstáculo para leer en un país empobrecido. Que haya librerías públicas, abiertas a todos. Que los jóvenes sepan que si no hay dinero para comprar libros, hay bibliotecas públicas donde leer libros. ¿Me escucha usted, señor secretario Reyes Tamez?

Lo cual me lleva a la TERCERA consideración de esta mañana.

3. TRADICIÓN Y CREACIÓN. Las enuncio unidas porque creo profundamente que no hay nueva creación literaria que no se sostenga sobre la tradición literaria, de la misma manera que no hay tradición que perviva sin la savia de la creación. No hay Lezama sin Góngora —pero no hay, desde ahora, Góngora sin Lezama—. El autor de ayer se convierte así en autor de hoy y el de hoy, en autor de mañana. Y es así porque el lector conoce algo que el autor desconoce: el lector conoce el futuro y el siguiente lector del Quijote será siempre el primer lector del Quijote.

Creación y tradición: el puente entre ambas es mi cuarto inciso.

4. LA IMAGINACIÓN, que es “la loca de la casa”, dijo con razón Pérez Galdós, pero que abre con su locura todas las ventanas, respeta a los vampiros que duermen en los sótanos, pero levanta los techos como el Diablo Cojuelo para ver lo que ocurre en los pastelones podridos de Madrid, de México, de Manhattan… La imaginación vuela y sus alas son la mirada del escritor. Mira, y sus ojos son la memoria y el presagio del escritor.

La imaginación es eso, la unidad de nuestras sensaciones liberadas, el haz en que se reúne lo disperso, sí, la naturaleza de los símbolos que nos permiten pasar por las selvas salvajes, acaso más salvajes hoy en la ciudad que en la propia selva.

Imaginar es trascender, o por lo menos darle sentido, a la experiencia. Imaginar es convertir la experiencia en destino y salvar al destino de la fatalidad.

No hay, pues, naturaleza —natura— sin la imaginación bucólica de Dafnis y Cloe —prístino manantial del género—, de la Diana de Montemayor o del Pastor de Spenser, todas ellas formas amables que contrastan con la terrible naturaleza indómita del Moby Dick de Melville o con el paisaje desolado de La tierra baldía de Eliot.

Pero la naturaleza de la naturaleza literaria no sólo consiste en recordarnos que el mundo que nos rodea puede ser placentero o cruel, amigo o enemigo, sino en crear, mediante la imaginación, una segunda realidad literaria de la cual ya no podrá dispensarse la primera realidad física.

5. O sea, —quinta consideración— que la REALIDAD LITERARIA no se limita a reflejar la realidad objetiva. Añade a ésta algo que antes no estaba en la realidad —enriquece y potencia la realidad primaria—. Imaginemos —tratemos de imaginar— el mundo sin Don Quijote o Hamlet. No tardaremos en convencernos de que el Caballero de la Triste Figura y el Príncipe de Dinamarca tienen tanta o más realidad que muchos conocidos nuestros.

Ahora bien, la literatura crea realidad pero no puede divorciarse de la realidad histórica en la que ocurre —física, cronológica o imaginativamente— la literatura. Por eso es indispensable distinguir literatura e historia a partir de una premisa: la historia pertenece al mundo de la lógica, es decir, a la zona de lo unívoco: la invasión napoleónica de Rusia ocurrió en 1812. En cambio, la creación literaria pertenece al universo poético de lo plurívoco: ¿qué pasiones contradictorias agitan los espíritus de Natasha Rostova y Andrei Volkonsi en la novela de Tolstói?

La novela y el poema se disparan en muchos sentidos, no buscan una sola explicación y mucho menos una cronología precisa. Leamos a todos los excelentes historiadores rusos del siglo XIX pero tratemos de imaginar esa época sin Tolstói y Dostoyevski, sin Pushkin y sin Turguénev. O sea: La guerra y la paz de Tolstói no sólo ocurre en 1812. Renace en todos los campos de batalla de la guerra del tiempo, ocurre en la mente del lector y allí se diseña como hecho de la imaginación literaria que, a su vez, define la relación de la obra con el tiempo, a través del hecho del lenguaje.

6. LA LITERATURA Y EL TIEMPO. La literatura transforma la historia —los hechos, lo que sucede en el campo de batalla militar de Waterloo— en poesía y ficción o cómo sucede en el lecho nupcial de Natasha Rostova y Pierre Bezukov.

La literatura ve a la historia y la historia se subordina a la literatura porque la historia es incapaz de verse a sí misma sin un lenguaje. La Ilíada, nos indica Benedetto Croce, es la prueba de la identidad original de literatura e historia —es la obra de un popolo intero poetante— de todo un pueblo poetizador.

Semejante unidad se ha perdido. La modernidad fraccionadora, individualista, no la tolera desde que Montaigne dijo: “Ya no basta el nombre, ahora queremos el renombre”. El anonimato poético y colectivo de Homero no lo requería. Lo requiere Victor Hugo, que según la célebre apostilla de Jean Cocteau, era un loco que se creía Victor Hugo…

El mundo épico de la antigüedad es como el San Petersburgo de Gogol, un gran animal roto en mil pedazos. Ruptura de la unidad del lenguaje homérico y aparición del lenguaje cervantino. A partir de Don Quijote, sólo se puede hablar de lenguajes en plural. Cervantes supera la unidad perdida mediante la pluralidad hallada. Don Quijote habla el lenguaje de la épica. Sancho, el de la picaresca. Ulises y Penélope hablaban el mismo lenguaje, se entendían. Mme. Bovary y su marido, Anna Karenina y el suyo, hablan lenguajes diferentes, no se pueden entender.

La ruptura de la unidad se convierte así en unidad de las rupturas. No hay comunicación sin diversificación y no hay diversificación sin la admisión del Otro. El lenguaje se convierte en niveles del lenguaje y la literatura en re-elaboración de lenguajes híbridos, migratorios, mestizos, con los que el escritor utiliza su lenguaje para arrojar luz sobre otros lenguajes. Así proceden Goytisolo en España, Grass en Alemania, Pamuk en Turquía.

Dios se retira a su sabático antes de que Nietzsche lo dé por muerto y en su lugar aparece Don Quijote: aparece la novela, ya no como la ilustración de verdades sabidas sino como una búsqueda de verdades ignoradas. Ya no como antigüedad del pasado sino como novedad del pasado. Así es: el próximo lector del Quijote será siempre el primer lector del Quijote. El pasado de la literatura se convierte en el futuro de la literatura y en el eterno lenguaje de la literatura. Mito que nos radica en el hogar. Épica que nos empuja fuera de la tierra conocida a la frontera ignorada. Tragedia del retorno al hogar y a la familia dividida y herida por la pasión y la historia. Literatura, en fin, que restaura la comunidad perdida, polis que exige nuestra palabra y nuestra acción política, civitas que necesita la voz literaria como acto de civilización para aprender el arte de vivir juntos, acercarnos, amarnos, apoyarnos a pesar de la crueldad, la intolerancia y la sangre derramada que jamás ha abandonado las sombras de una mente humana iluminada, a pesar de todo ello, por la luz de la justicia.

La literatura aporta a la civitas la parte no escrita del mundo y se convierte en lugar de encuentro, lugar común, no sólo de personajes y argumentos, sino de civilizaciones (Thomas Mann), de lenguajes (Guimarães Rosa), de clases sociales enteras (Balzac), de eras históricas (Hermann Broch) o de eras imaginarias (Lezama Lima). El lenguaje literario, en este sentido, es lenguaje de lenguajes. Es el lenguaje mirándose a sí mismo porque es capaz de mirar los lenguajes de los otros.

7. Publicada la obra literaria deja de pertenecerle al escritor y se convierte en propiedad del lector —del Elector, como lo llamo en Cristóbal Nonato. Se convierte también en objeto de LA CRÍTICA. Y cuando digo “crítica” me refiero a un arte ni superior ni inferior a la obra criticada, sino su equivalente, una crítica a la altura de la obra, en diálogo con la obra.

Los mejores críticos de la literatura son, por ello, los mejores creadores literarios. La correspondencia crítica, digamos, entre Reyes y Góngora, Paz y Darío, D. H. Lawrence y Melville, Baudelaire y Poe, Sartre y Faulkner, convierte la crítica en equivalencia de la creación literaria. Pero el gran crítico profesional — diferente del escritor escribiendo sobre otro escritor— alcanza la misma relación de correspondencia: Ernst Robert Curtius y Balzac, Roland Barthes y Proust, Martin Hopenhayn y Kafka, Eric Auerbach y los románticos alemanes, Pedro Henríquez Ureña y el modernismo latinoamericano, Michel Foucault y Borges, Marthe Robert y Cervantes, Bajtín y Rabelais, Donald Fanger y Gogol, son sólo algunos ejemplos de esta fructífera correspondencia entre el crítico y la obra.

Distingo así la crítica verdadera de la que no pasa de ser reseña —la mayoría de las opiniones sobre libros que se leen en la prensa— o aun de la crítica solapada, la que se limita a reproducir las solapas del libro en cuestión. Recomiendo al joven escritor no ocuparse ni preocuparse demasiado por la reseña periodística. Pero no seamos hipócritas. Agradecemos las reseñas positivas, deploramos las negativas y admiramos a Susan Sontag porque no lee ni las unas ni las otras. Pero, asimismo, sujetarse a unas o a otras es un error. Pasan como un chiflido. Las buenas nos dan, es cierto, un poquito de respiración. Las malas, nos hacen lo que el aire a Juárez.

Consuélense pensando que no existe una sola estatua, en ninguna parte del mundo, en honor de un crítico literario.

Toda una actividad que puede ser noble y necesaria es a veces disminuida por quienes la practican movidos por la envidia o la frustración. Pero subsiste la paradoja, o si lo prefieren, el dilema: sólo en la literatura la obra es idéntica al instrumento de su crítica: el lenguaje. Ni las artes plásticas, ni la música, ni el cine, incluso el teatro que es un arte de la representación en vivo pero distanciada, sufren de esta incestuosa relación entre palabra creadora y palabra crítica.

8. De allí mi octava recomendación al escritor joven. No se dejen seducir ni por el éxito inmediato ni por la ilusión de la inmortalidad. La mayoría de los bestsellers de una temporada se pierden muy pronto en el olvido y el badseller de hoy puede ser el longseller de mañana. Stendhal es un buen ejemplo de lo segundo. Anthony AdverseAdversidad— de Hervey Allen, súper bestseller del año 1933, ejemplo de lo primero: el mismo año de 1933, Faulkner publicó un noseller que se convirtió en longseller, Luz de agosto.

Bueno, la eternidad, dijo William Blake, está enamorada de las obras del tiempo. Obras del tiempo son Don Quijote y Cien años de soledad y la eternidad, desde un principio, se enamoró de ellas. En cambio, La cartuja de Parma de Stendhal sólo obtuvo el puñado de lectores que el elogio de Balzac, irritado por la indiferencia municipal y espesa, le aseguró a una obra maestra destinada, primero, a los happy few y hoy, a la gloria eterna y renovada de las generaciones.

La lección: sean ustedes fieles a sí mismos, escuchen la voz profunda de su vocación, asuman el riesgo tanto de lo clásico como de lo experimental. Ya no hay vanguardia, ya no hay dogmas ni para la tradición ni para la renovación. No hay vanguardia porque el arte concebido como compañero de la novedad ha dejado de ser novedoso porque la novedad era, a su vez, compañera del progreso y el progreso ha dejado de progresar. El siglo XX nos legó una modernidad vulnerada. Hoy sabemos que el adelanto científico y técnico no asegura la ausencia de la barbarie política y moral, como lo ha evocado Vicente Rojo.

La respuesta artística a la crisis política y economicista de la modernidad ha sido la libertad de estilos, prácticamente ilimitada, que permite al autor, si se libera de la triple tiranía vanguardista-progresista-consumista, escribir en los estilos que le plazcan —pero a condición de que la libertad no olvide nunca lo que le debe a la tradición y lo que la tradición le debe a la creación.

9. Regreso así al origen de mi decálogo de recomendaciones y la conciencia de que ambas — tradición y creación— debe poseer el joven escritor. Distingo en este punto dos vertientes de acción. Una es la posición social del escritor situado entre el pasado y el futuro en un presente que le impide sustraerse de la condición política. Pero esto no lo digo a la manera del obligado compromiso sartreano, sino a partir del libre compromiso ciudadano.

El escritor cumple con su función social manteniendo vivas, en la escritura, la imaginación y el lenguaje. Aunque no tenga opiniones políticas, el escritor, le plazca o no, contribuye a la vida de la ciudad —la polis— con el vuelo de la imaginación y la raíz del lenguaje. No hay sociedad libre sin ellas y no es fortuito que los regímenes totalitarios traten de silenciar, en primer término, a los escritores.

Pero esta función —mantener vigentes la imaginación y el lenguaje— en nada excluye la opción política del escritor. Sólo que, como actor partidista dentro de la polis, el escritor procede como ciudadano, ni más ni menos, sin más privilegios que cualquier otro ciudadano: escoge, debate, elige, sale al foro público acaso con más voz pero no con menos responsabilidades políticas que las de la sociedad civil a la que pertenece y por la que habla.

Y sin embargo, de pie en la plaza pública, a solas con sus cuartillas y sus plumas (como yo aún) o con su ordenador (como muchos ya) el escritor está dando vida, circunstancia, carne, voz, a las grandes, eternas preguntas de las mujeres y de los hombres en nuestro breve tránsito por esta tierra:

¿Cuál es la relación entre la libertad y la fatalidad?

¿En qué medida podemos moldear nuestro propio destino?

¿Qué parte de nuestras vidas se adapta al cambio y cuál a la permanencia?

¿Hasta dónde son determinadas nuestras vidas por la necesidad, hasta dónde por el azar y hasta dónde por la libertad?

Y, finalmente, ¿por qué nos identificamos por la ignorancia de lo que somos: unión de cuerpo y alma? Respuesta que no conocemos pero hecho que nos permite continuar siendo exactamente lo que no comprendemos.

La literatura, señoras y señores, es por todo esto una educación de los sentidos, una indispensable escuela de la inteligencia y de la sensibilidad a través de lo que más nos distingue de y en la naturaleza: la palabra.

El décimo mandamiento, en consecuencia, lo dejo en las manos de todos y cada uno de ustedes, de su imaginación, de su palabra, de su libertad.

El Colegio Nacional

Ciudad de México, México

lunes, 3 de mayo de 2021

A VIVA VOZ. PRÓLOGO. CARLOS FUENTES.

 


Prólogo La obra narrativa y ensayística de Carlos Fuentes se escribió para ser impresa y leída, y releída, claro está. Es una aventura intelectual y vivencial única, muchas veces difícil. Requiere en el lector el pleno ejercicio de su cultura, atención y sentidos, un ejercicio que es ampliamente recompensado con placer, reconocimiento y un enriquecimiento de su percepción del mundo y sus seres. Las conferencias se conciben principalmente para ser pronunciadas y escuchadas. Carlos Fuentes fue un conferenciante generosamente prolífico e incansable. Hasta el final subía al podio con un salto atlético, seducía a su público con la brillantez de sus dramáticas síntesis, su manera personalísima de vivir y compartir su cultura literaria, la calidez de su tono. En una conferencia hablaba de la atención que mantener y ahondar la amistad exige y su palabra viva encarnaba esta intensa atención que define al escritor realmente importante. Una atención penetrante, crítica, colérica a veces, amorosa, inteligente. La inmediatez de la palabra hablada de Fuentes informa y anima los textos escritos de las conferencias reunidos en este tomo. Hablan intensamente de su relación con la literatura universal y nacional, con su propia literatura, con sus amigos y con la comunidad de escritores, desde Cervantes hasta Cortázar que, con él, comparten una plural apertura a la diversidad, la otredad y a la duda crítica que el poder y tantos regímenes políticos pugnan por eliminar.

A Fuentes le gustaba agrupar los conceptos y las figuras literarias en tríadas: desde los yo, tú y él, de Artemio Cruz, los tres peregrinos de Terra Nostra, memoria, inteligencia y voluntad; hasta el trío Voltaire, Rousseau y Diderot en La campaña o Marat, Robespierre y Danton con sus respectivos personajes en Federico en su balcón. Los tres maestros de los que habla aquí, Balzac, Faulkner y Cervantes, representan las visiones y prácticas que dialécticamente conforman gran parte de su obra: grosso modo, realismo, energía optimista, progreso lineal, la conciencia trágica, la conciencia crítica y lúdica, la mezcla de géneros y los juegos literarios que subvierten el orden narrativo y natural. La novedad de La región más transparente radicaba en el maridaje del realismo decimonónico francés y el modernismo anglosajón. La primera ruptura radical con el realismo y la fijeza genérica, bajo el signo cervantino, de la Mancha, llegó con Cambio de piel.

Estas tres conferencias empiezan pausadamente con una exposición amplia y sintética, de clase magistral, sobre la realidad histórica e intelectual en la cual se desarrolla la labor de sus maestros y van ganando en urgencia, en atrevimiento conceptual y dramatismo retórico. Usa el clásico ensayo de Benjamin sobre París como capital del siglo XIX para hablar del fetichismo de las posesiones, del dinero, del espectáculo del consumo como trasfondo de la energía de los personajes de Balzac y la seguridad con la que éste encarna lingüísticamente su psicología y voluntad. Se concentra después en La piel de zapa como vértice de las dos vertientes de la obra de Balzac: la de los estudios de costumbres sociales y la fantástica de los estudios filosóficos. Esta vacilación genérica se refleja en el realismo de Artemio y lo fantástico en su novela corta Aura, ambos del mismo año. En el caso de William Faulkner empieza con una exposición del tajante maniqueísmo moral de Estados Unidos y su doble fe en el progreso material y la salvación espiritual, su destino excepcional frente a la corrupción de la vieja Europa, su optimismo sin fisuras. Han sido escritores como Poe, Melville, Hawthorne y Steinbeck quienes más eficazmente han denunciado esta ideología, pero es Faulkner el que eleva el drama a nivel de tragedia. La derrota del Sur en la Guerra Civil y su larga historia de violencia racista subvierten la versión triunfalista de la historia. Sigue una exploración larga, densa, brillante y elocuente del “tiempo incandescente” de Faulkner y un análisis importante del sentido de la tragedia como ambigüedad y desgarro entre opciones morales de igual validez. La noción de la tragedia resurge repetidamente en estas conferencias y en la literatura de Fuentes, asociada también con Kafka y Nietzsche. Faulkner nos permite “acompañar a la razón dentro de sus límites sin enajenarnos a sus ilusiones”.

Fuentes inscribe a Cervantes y su progenie, los hijos de la Mancha, en el elogio de la locura erasmista, que erige la duda irónica contra los dogmas gemelos de la Fe ciega y la Razón hermética. Cumple una función paralela a la de Faulkner contra el maniqueísmo y la falsa conciencia yanquis. Fuentes sitúa a Erasmo y su Elogio de la locura (lo que puede ser), en la esencial tríada renacentista entre Tomás Moro (Utopía, lo que debe ser) y Maquiavelo (El príncipe, lo que es). El Quijote, con su diálogo de géneros entre épica y picaresca, su personaje que se sabe leído, su radical ironía y sus juegos de las novelas dentro de la novela (hermanos del teatro dentro del teatro de Hamlet) funda una dinastía de escritores irreverentes y autorreferenciales como el Sterne de Tristram Shandy, el Diderot de Jacques le fataliste y el Borges de “Pierre Menard”. Y aquí Fuentes empieza a levantar vuelo y a divertirse: Napoleón era un “anti-Quijote” que fundó la tradición de Waterloo, que nació de la historia y no de la imaginación como la de la Mancha. Los héroes de la nueva sociedad burguesa post-revolucionaria campean a sus anchas, por supuesto, en las páginas de Balzac. Las certezas de este mundo, y la doble fe en el progreso y el realismo, sólo se rompen radicalmente con la Primera Guerra Mundial cuando resurge la literatura de la mancha, manchega y manchada. Fuentes también se inscribe en la tradición subversiva de la Mancha, una tradición inseparable de las otras tradiciones: “Tengo un artículo de fe: No hay tradición que se sostenga sin creación que la renueva. Y no hay creación que valga sin tradición que la preceda”.

En cierto modo, las demás conferencias sobre literatura son una ampliación de las premisas asentadas alrededor de “los maestros”. Sus páginas demuestran una y otra vez la generosa apertura de Fuentes a una comunidad internacional y pluricultural de escritores que militan contra el olvido, la separación, el abuso de poder. El terreno común de la literatura es un sitio profundamente democrático: “Existe un terreno común donde la historia que nosotros mismos hacemos y la literatura que nosotros mismos escribimos, pueden reunirse. Ese lugar no es Olimpo sino Ágora”. La otredad y los otros tienen plena cabida en su literatura. Las palabras consoladoras de Flaubert, “Madame Bovary soy yo”, tienen que ceder el paso a las palabras de Rimbaud: “Je est un autre”. “Yo es Otro.” Estas palabras no ofrecen consuelo, sino exigencia. Somos otro. Y el otro puede ser extraño. El otro puede alarmarnos, repugnarnos. Es la difícil lección de las últimas obras de Fuentes como La voluntad y la fortuna o La Silla del Águila. Las culturas viven en constante transformación y Fuentes no deja de celebrar el poder transformador de la literatura, su poder de añadir algo valioso a la realidad: “Todos estos son reclamos a nuestra imaginación que cambian para siempre al mundo porque no se contentan con reproducir o reflejar la realidad, sino que aspiran a crear una nueva y más profunda realidad. Don Quijote y Hamlet son inimaginables antes de que Cervantes y Shakespeare los creasen. Hoy no entenderíamos el mundo sin ellos. No nos entenderíamos a nosotros mismos”.

Entre las palabras más sentidas y profundamente humanas de Fuentes son las que dedica a la amistad. Hablando del mal y de las experiencias difíciles con las que se ha enfrentado en la vida, se refiere a una intensidad de atención que trascienda el yo personal y se abra al otro: “Se levantará el templo de la ética para que la experiencia humana sea, difícil, excepcionalmente constructiva. Ello requiere, a mi entender, un alto grado de atención que rebasa nuestro propio yo, nuestro propio interés, para prestarle cuidado a la necesidad del otro, ligando nuestra subjetividad interna a la objetividad del mundo a través de lo que mi yo y el mundo compartimos: la comunidad, el nosotros”. Hablando de su amistad con Julio Cortázar y Aurora Bernárdez, “una pareja de alquimistas verbales, magos, carpinteros y magos”, añade lo que podría ser el lema de sus meditaciones sobre la amistad: “Lo que no tenemos, lo encontramos en el amigo. Creo en este obsequio y lo cultivo desde la infancia”. Los amigos que incluye en estas conferencias son Luis Buñuel, Alfonso Reyes, Julio Cortázar, Fernando Benítez y Octavio Paz. Los homenajes a Reyes y a Benítez no pueden ser más elocuentes. El primero supo “traducir la totalidad de la cultura de Occidente a términos latinoamericanos”; leer al segundo “es como leer el siglo XX mexicano”. Estos homenajes serios y entrañables cobran tintes más carnavalescos en Cristóbal Nonato. Sus palabras sobre Buñuel revelan al extraordinario crítico de arte que fue Fuentes, más que evidente por otra parte en su Viendo visiones. Sus comentarios sobre la mirada del deseo en El obscuro objeto del deseo, el deseo masculino de poseer a la mujer y el de la mujer de “ser otra para ser ella” son agudos. Sobre el amor, es difícil olvidar su frase: “Creo que el amor es como los ríos ocultos y los surtidores sorpresivos de Yucatán”. En “Mi amigo Octavio Paz”, escrito justo después de la muerte de éste, cuyas primeras poesías y ensayos fueron “las aguas bautismales de mi generación”, dedica generosas palabras al poeta. A la espera de leer (¿desde dónde?) la copiosa correspondencia que se publicará cincuenta años después de la muerte de Fuentes, nos deja dicho en la última página de su artículo lo que respondió cuando le ofrecieron para la Revista Mexicana de Literatura un ataque salvaje contra Octavio Paz: “aquí no se publican ataques contra mis amigos”. Y otra frase, con un paralelismo muy de Paz: “Octavio, físicamente, incendió el dinero. ¿Lo incendió, otro día, el dinero a él?” Con todo, no deja de ser un entrañable ensayo sobre la amistad que los unió durante tantos años.

En las conferencias que conforman la tercera parte de esta colección, Fuentes vuelve su mirada hacia la historia de sus propias obras literarias y a los principios que rigen su construcción. Coloca sus obras al lado de los acontecimientos culturales relevantes de su época y cuenta detalles y emite juicios que interesarán vivamente a los amantes de su literatura. Revela, por ejemplo, el desasosiego que le sigue produciendo su personaje Artemio Cruz, que “es el hijo más rejego, rebelde, taimado, traidor a ratos, héroe en algún momento, que constantemente regresa a mí reclamando su filiación. Es un reproche, es un recuerdo”. Es la cifra del destino patente y oculto de México: “Pero gracias al proyecto de Artemio, México es lo que es hoy, aunque también es lo que no es, dejó de ser, o aún no es”. Otorga a Cristóbal Nonato una función análoga: “No se trata de una profecía sino de un exorcismo”. En diferentes modos, Cambio de piel y Terra Nostra hablan de su relación con la cultura española. Cuando la censura franquista prohibió la primera: “Sentí, irónicamente, que lo ocurrido ilustraba, miserablemente, lo que la novela decía: el reino de la violencia, los dominios de la intolerancia, y la persistencia de la estupidez, son verdaderamente universales”. La segunda representa “el diálogo de un mexicano con esa mitad de nosotros que es España”. Como con Artemio Cruz, alude a una especie de íntima otredad dentro del devenir nacional.

De la última conferencia, su decálogo para el futuro novelista, sobresalen tres consejos. “DISCIPLINA. Los libros no se escriben solos ni se cocinan en comité. Escribir es un acto solitario y a veces aterrador.” “LEER. Leer mucho, leerlo todo, vorazmente.” Del segundo consejo sigue el tercero: la creación literaria se sostiene sobre la tradición literaria. De ésta y de las demás conferencias de Carlos Fuentes irradian la ética y la presencia vital del gran escritor mexicano y universal.

STEVEN BOLDY, 2019

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