martes, 6 de octubre de 2020

Jorge Luis Borges El aprendizaje del escritor. INTRODUCCIÓN.

 



 Jorge Luis Borges

El aprendizaje del escritor


Título original: Borges on Writing

Jorge Luis Borges, 1972

Traducción: Julián Ezquerra

Diseño de cubierta: Eduardo Ruiz

EDITORIAL SUDAMERICANA


  INTRODUCCIÓN



Muchos lectores se han interesado tanto por las complejidades metafísicas de Borges que han olvidado que también tuvo que enfrentar el mismo problema que enfrentan todos los escritores: sobre qué escribir, de qué material hacer uso para escribir. Esta es acaso la tarea fundamental que un escritor debe enfrentar, puesto que marcará su estilo y moldeará su identidad literaria.

Borges escribió acerca de una amplia gama de temas, pero en su trabajo más reciente ha vuelto a su punto de origen. Los nuevos cuentos de El Aleph y otros cuentos[1] y El informe de Brodie están basados en la experiencia del joven que vivió en los suburbios de Palermo, en la zona norte de Buenos Aires. En un largo ensayo autobiográfico publicado en inglés en 1970, Borges describió esta parte de la ciudad como hecha de «casas bajas y terrenos baldíos. Muchas veces me he referido a esa zona como barriada. En Palermo vivía gente de familia bien venida a menos y otra no tan recomendable. Había también un Palermo de compadritos, famosos por las peleas a cuchillo, pero ese Palermo tardaría en interesarme, puesto que hacíamos todo lo posible, y con éxito, para ignorarlo».

Esta es la clásica situación del escritor. Borges, heredero de una línea distinguida de patriotas argentinos, con sangre inglesa en las venas y héroes militares por ancestros, se encontró, por motivos ajenos a su voluntad, viviendo en una comunidad decadente donde todas las crudezas del Nuevo Mundo eran tristemente evidentes. En Palermo, la guerra entre civilización y barbarie se peleaba todos los días.

Por un tiempo, Borges mantuvo a Palermo fuera de su conciencia literaria. Casi todo joven escritor rehúye escribir sobre la vida que lo rodea. Cree que es aburrida o vergonzosa. El padre es el hastío; la madre, el regaño; el barrio, la decadencia y el tedio. ¿A quién puede interesarle? Por eso el joven escritor a menudo prefiere un tema exótico y lo presenta de un modo sofisticadamente complejo y oscuro.

En alguna medida, Borges hizo lo mismo. Aunque escribió algunos cuentos sobre Buenos Aires, se concentró principalmente en temas literarios. «Vida y muerte le han faltado a mi vida» ha escrito; también se ha referido a sí mismo como «contaminado de literatura». Los resultados, en su escritura temprana, eran predecibles. En un momento determinado, intentó «imitar prolijamente a dos escritores españoles barrocos del siglo XVII, Quevedo y Saavedra Fajardo, que en su español árido y severo creaban el mismo tipo de prosa que sir Thomas Browne en Urne-Buriall. Yo hacía todo lo posible por escribir latín en español, y el libro se desmoronaba bajo el peso de sus complejidades y sus juicios sentenciosos». Después intentó otro enfoque: llenó su obra con tantas expresiones argentinas como pudiera encontrar y, como dijo, «introduje tantos localismos que muchos de mis compatriotas casi no lo entendieron».

Y luego, mediante algún proceso misterioso e inexplicable, aunque con cierta evidencia de madurez, Borges empezó a dirigir su atención a la vida del Palermo suburbano. Después de los laberintos y los espejos, la especulación filosófica respecto del tiempo y la realidad, que ocuparon buena parte de su escritura temprana, Borges volvió cada vez más a su propio patio trasero, y describió el proceso como estar «volviendo poco a poco a la cordura, a escribir con cierta lógica tratando de facilitarle las cosas al lector en vez de intentar deslumbrarlo con pasajes grandilocuentes». Esto es también relevante para nosotros, en Nueva York, porque el patio al que se refiere Borges, la ciudad moderna, es también nuestro patio trasero. Buenos Aires podría ser el prototipo del centro urbano del siglo veinte, sin historia ni carácter, sin ruinas incas ni aztecas, sin foro romano ni acrópolis. Como Los Ángeles, Calcuta, San Pablo o Sídney, es una extensión urbana que clama por que alguien le otorgue expresión.

Pero antes de que Borges pudiera lidiar con su patio trasero, tuvo que barrer el detritus acumulado. Esto significa principalmente que tuvo que desarmar el romanticismo del gaucho, en quien recaía la supuesta representación del carácter argentino. Tuvo que ir más allá de la dependencia fácil del color local a la que recurrió buena parte de la literatura gauchesca. Y lo hizo mediante la simple observación: las anchas pampas se convirtieron para él simplemente en una «distancia desmesurada» donde «la casa más cercana era una especie de mancha en el horizonte». Los gauchos pasaron a ser sencillamente peones de campo.

Una vez hecho este trabajo preliminar, una vez que Borges reveló las cosas tal como eran en el campo, fue entonces capaz de hacer lo mismo por la ciudad, y en el proceso se convirtió en su portavoz. Esa es una de las causas de la universalidad de Borges. Sus observaciones son siempre claras y directas; basta citar algunos fragmentos para demostrarlo. Aquí está el inicio de «Historia de Rosendo Juárez», escrito en 1969:

Serían las once de la noche, yo había entrado en el almacén, que ahora es un bar, en Bolívar y Venezuela.

Nótese la autenticidad: no dice que el bar estaba en una zona inhóspita o remota de la ciudad; no, está en la esquina de Bolívar y Venezuela, que es decir en la esquina de Christopher y la Séptima Avenida, o Wabash y Monroe. El mundo que nos ofrece es un mundo real: no es una farsa, ni un montón de mitos prematuros, ni retazos de color local. También adviértase el detalle acerca del bar, que antes fue un almacén. Esto demuestra que el autor anduvo por la zona lo suficiente para conocer su tema. Pueden confiar en él.

Con igual economía y competencia introduce un personaje:

Benjamín Otálora cuenta, hacia 1891, diecinueve años. Es un mocetón de frente mezquina, de sinceros ojos claros, de reciedumbre vasca;

Muchos de los atributos de la vida argentina están resumidos aquí, en unas pocas palabras de descripción física.

El camino abierto por Borges tiene importancia para lectores y escritores de todas partes. Borges ha demostrado que un escritor puede enfrentarse a sus experiencias de vida. No hay nada de qué avergonzarse. Recientemente ha escrito: «He renunciado a las sorpresas de un estilo barroco; también a las que quiere deparar un final imprevisto. He preferido, en suma, la preparación de una expectativa a la de un asombro. Durante muchos años creí que me sería dado alcanzar una buena página mediante variaciones y novedades; ahora, cumplidos los setenta, creo haber encontrado mi voz».

Borges es un escritor mundial porque conoce todas las reglas y conoce cómo y cuándo romperlas. Su vida literaria ha sido una larga lucha para liberar la palabra, para darle una vitalidad nueva en una época en la que se ve constantemente amenazada. Borges es un mago del lenguaje, pero como los mejores prestidigitadores y poetas, nos hace sentir, cuando el truco es revelado y el poema dicho, que estuvo siempre ahí, en algún lugar inexpresado dentro nuestro.

Carlos Fuentes ha escrito de Borges que sin su prosa, hoy no habría novela hispanoamericana moderna. Pero su influencia se ha extendido más allá de los confines de América Latina: Borges ha ayudado a escritores del mundo entero. Esa es la razón por la que fue invitado en la primavera de 1971 a hablar varias veces a los estudiantes inscriptos en el programa de escritura de la Universidad de Columbia. Su ceguera le impidió leer el trabajo de los estudiantes, pero con la ayuda de sus colegas y de su traductor, Norman Thomas di Giovanni, pudo discutir sobre su propia obra y, a partir del ejemplo, ayudar a otros con las suyas. En cada ocasión, Borges y di Giovanni se quedaron durante aproximadamente dos horas, y la audiencia, constituida por estudiantes y profesores, se mantuvo lo más reducida posible para garantizar cierto grado de intimidad.

A fin de evitar la repetición innecesaria, se decidió que cada una de estas reuniones fuera principalmente dedicada a un solo tema: a la escritura de ficción, de poesía y de traducción. A los presentes se les entregaron copias de uno de los cuentos de Borges, «El otro duelo», media docena de poemas y varios ejemplos de la obra de Borges traducidos por di Giovanni y otros. Para el seminario de ficción, di Giovanni leyó el cuento línea por línea y Borges interrumpió cada vez que quiso hacer comentarios o discutir sobre asuntos técnicos. Después tuvo lugar una conversación general y Borges explicó cómo transformó gradualmente su material en un cuento. Para el encuentro de poesía, se siguió el mismo método: di Giovanni leyó los poemas lentamente permitiendo los comentarios de Borges. En el momento de las preguntas, Borges discutió la utilidad de las formas métricas tradicionales y la necesidad de conocer la propia herencia literaria. El seminario sobre traducción, naturalmente, involucró a di Giovanni más íntimamente como participante, quien explicó la manera en que trabajaron juntos para pasar los cuentos y los poemas de Borges al inglés. Cada una de las tres ocasiones fue informal. El humor y la modestia de Borges ayudaron a hacerlas agradables, como lo hicieron el carácter no pretencioso y directo de di Giovanni. Las tres reuniones, entonces, otorgaron a los estudiantes de Columbia y a sus profesores la posibilidad de examinar de cerca la obra de un autor mayor con el beneficio de sus propios comentarios.

El texto de este libro está basado en las transcripciones de una grabación magnetofónica de las tres reuniones. La corrección editorial se mantuvo al mínimo con el fin de preservar el sabor de las ocasiones reales.

Después de la última de sus visitas a la Facultad de Artes, Borges asistió a una recepción preparada conjuntamente para él, los estudiantes y los profesores del programa de escritura. Allí habló en general de la situación del joven escritor, ya sea en Buenos Aires o en Nueva York, y estos comentarios están incluidos en el apéndice.

Nueva York, junio 1972

lunes, 5 de octubre de 2020

El tamaño de mi esperanza Buenos Aires, Editorial Proa, 1926. JORGE LUIS BORGES.

 


En El tamaño de mi esperanza, segundo libro de ensayos de Jorge Luis Borges, se encuentra ya la característica mezcla de apego a lo criollo, a la pampa y al suburbio, de inquietud por la literatura y de preocupación por el lenguaje que caracteriza buena parte de la obra del maestro argentino. Como ocurriera también con «Inquisiciones» y «El idioma de los argentinos», el libro, publicado en 1926, fue preterido en seguida por su autor, probablemente por el uso que hace en él de un vocabulario y ortografía criollistas y por su implacable autoexigencia: «Como el Gran Inquisidor —dice María Kodama en el prólogo al volumen y refiriéndose al mismo—, a través de un donoso escrutinio, Borges creyó haber alcanzado su destrucción […]. Quizá el Gran Inquisidor, en su afán de buscar lo perfecto, fue injusto con ese libro de juventud. Creo que los lectores se alegrarán de que la obra exista.»

Jorge Luis Borges


 El tamaño de mi esperanza


 

 

Título original: El tamaño de mi esperanza

Jorge Luis Borges, 1926


 

 

 El tamaño de mi esperanza



A los criollos les quiero hablar: a los hombres que en esta tierra se sienten vivir y morir, no a los que creen que el sol y la luna están en Europa. Tierra de desterrados natos es ésta, de nostalgiosos de lo lejano y lo ajeno: ellos son los gringos de veras, autorícelo o no su sangre, y con ellos no habla mi pluma. Quiero conversar con los otros, con los muchachos querencieros y nuestros que no le achican la realidá a este país. Mi argumento de hoy es la patria: lo que hay en ella de presente, de pasado y de venidero. Y conste que lo venidero nunca se anima a ser presente del todo sin antes ensayarse y que ese ensayo es la esperanza. ¡Bendita seas, esperanza, memoria del futuro, olorcito de lo por venir, palote de Dios!

¿Qué hemos hecho los argentinos? El arrojamiento de los ingleses de Buenos Aires fue la primer hazaña criolla, tal vez. La Guerra de la Independencia fue del grandor romántico que en esos tiempos convenía, pero es difícil calificarla de empresa popular y fue a cumplirse en la otra punta de América. La Santa Federación fue el dejarse vivir porteño hecho norma, fue un genuino organismo criollo que el criollo Urquiza (sin darse mucha cuenta de lo que hacía) mató en Monte Caseros y que no habló con otra voz que la rencorosa y guaranga de las divisas y la voz póstuma del Martín Fierro de Hernández. Fue una lindísima voluntá de criollismo, pero no llegó a pensar nada y ese su empacamiento, esa su sueñera chúcara de gauchón, es menos perdonable que su Mazorca. Sarmiento (norteamericanizado indio bravo, gran odiador y desentendedor de lo criollo) nos europeizó con su fe de hombre recién venido a la cultura y que espera milagros de ella. Después ¿qué otras cosas ha habido aquí? Lucio V. Mansilla, Estanislao del Campo y Eduardo Wilde inventaron más de una página perfecta, y en las postrimerías del siglo, la ciudá de Buenos Aires dio con el tango. Mejor dicho, los arrabales, las noches del sábado, las chiruzas, los compadritos que al andar se quebraban, dieron con él. Aún me queda el cuarto de siglo que va del novecientos al novecientos veinticinco y juzgo sinceramente que no deben faltar allí los tres nombres de Evaristo Carriego, de Macedonio Fernández y de Ricardo Güiraldes. Otros nombres dice la fama, pero yo no le creo. Groussac, Lugones, Ingenieros, Enrique Banchs son gente de una época, no de una estirpe. Hacen bien lo que otros hicieron ya y ése criterio escolar de bien o mal hecho es una pura tecniquería que no debe atarearnos aquí donde rastreamos lo elemental, lo genésico. Sin embargo, es verdadera su nombradla y por eso los mencioné.

He llegado al fin de mi examen (de mi pormayorizado y rápido examen) y pienso que el lector estará de acuerdo conmigo si afirmo la esencial pobreza de nuestro hacer. No se ha engendrado en estas tierras ni un místico ni un metafísico, ¡ni un sentidor ni un entendedor de la vida! Nuestro mayor varón sigue siendo don Juan Manuel: gran ejemplar de la fortaleza del individuo, gran certidumbre de saberse vivir, pero incapaz de erigir algo espiritual, y tiranizado al fin más que nadie por su propia tiranía y su oficinismo. En cuanto al general San Martín, ya es un general de neblina para nosotros, con charreteras y entorchados de niebla. Entre los hombres que andan por mi Buenos Aires hay uno solo que está privilegiado por la leyenda y que va en ella como en un coche cerrado; ese hombre es Irigoyen. ¿Y entre los muertos? Sobre el lejanísimo Santos Vega se ha escrito mucho, pero es un vano nombre que va paseándose de pluma en pluma sin contenido sustancial, y así para Ascasubi fue un viejito dicharachero y para Rafael Obligado un paisano hecho de nobleza y para Eduardo Gutiérrez un malevo romanticón, un precursor idílico de Moreira. Su leyenda no es tal. No hay leyendas en esta y tierra y ni un solo fantasma camina por nuestras calles. Ése es nuestro baldón.

Nuestra realidá vital es grandiosa y nuestra realidá pensada es mendiga. Aquí no se ha engendrado ninguna idea que se parezca a mi Buenos Aires, a este mi Buenos Aires innumerable que es cariño de árboles en Belgrano y dulzura larga en Almagro y desganada sorna orillera en Palermo y mucho cielo en Villa Ortúzar y proceridá taciturna en las Cinco Esquinas y querencia de ponientes en Villa Urquiza y redondel de pampa en Saavedra. Sin embargo, América es un poema ante nuestros ojos; su ancha geografía deslumhra la imaginación y con el tiempo no han de faltarle versos, escribió Emerson el cuarenta y cuatro en sentencia que es como una corazonada de Whitman y que hoy, en Buenos Aires del veinticinco, vuelve a profetizar. Ya Buenos Aires, más que una ciudá, es un país y hay que encontrarle la poesía y la mística y la pintura y la religión y la metafísica que con su grandeza se avienen. Ese es el tamaño de mi esperanza, que a todos nos invita a ser dioses y a trabajar en su encarnación.

No quiero ni progresismo ni criollismo en la acepción corriente de esas palabras. El primero es un someternos a ser casi norteamericanos o casi europeos, un tesonero ser casi otros; el segundo, que antes fue palabra de acción (burla del jinete a los chapetones, pifia de los muy de a caballo a los muy de a pie), hoy es palabra de nostalgia (apetencia floja del campo, viaraza de sentirse un poco Moreira). No cabe gran fervor en ninguno de ellos y lo siento por el criollismo. Es verdad que de enancharle la significación a esa voz —hoy suele equivaler a un mero gauchismo— sería tal vez la más ajustada a mi empresa. Criollismo, pues, pero un criollismo que sea conversador del mundo y del yo, de Dios y de la muerte. A ver si alguien me ayuda a buscarlo.

Nuestra famosa incredulidá no me desanima. El descreimiento, si es intensivo, también es fe y puede ser manantial de obras. Díganlo Luciano y Swift y Lorenzo Sterne y Jorge Bernardo Shaw. Una incredulidá grandiosa, vehemente, puede ser nuestra hazaña.

Buenos Aires. Enero de 1926

Fuente:

El tamaño de mi esperanza
Buenos Aires, Editorial Proa, 1926

Ejecución de tres palabras. INQUISICIONES. 1925. JORGE LUIS BORGES.



 Ejecución de tres palabras

    San Agustín —hombre que invoco adrede para fortalecer la opinión de quienes me juzgan agusanado de antiguallas— escribió una vez que, en el discurso, habíamos de apreciar la verdad y no las palabras: In verbis verum amare non verba. Conjeturando que una verdad sin palabras, quiero decir un pensamiento sin enunciación, es un antojo asaz difícil, quizá convenga más parafrasear lo antedicho y apuntar prolijamente que en el discurso no hemos de consentir vocablos horros de contenido sustancial. Basta hojear un poema rubenista para convencerse que existen esas palabras fantásticas, más enclenques que una neblina y gariteras como naipe raspado.

  Yo, ante la afrancesada secta de voces que embolisman la charla, descalabran toda cuartilla y salen fatalmente a relucir en las composiciones de quienes se dedican a vocear nubes y a gesticular balbuceos, he determinado alzar un Dos de Mayo en estos apuntes. Apuntes que para la jerigonza ritual de los novecentistas serán un síntoma de inquisición y unos garabatos de hoguera. Empezaré quemando la palabra

  Inefable


  Este adjetivo sucede en todos los escritos, y es un conmovedor desvarío de los que generosamente lo desparraman el no haberse jamás parado a escudriñarle la significación y desenterrarle la estirpe. Inefable es, por definición etimológica, aquello que no alcanza las palabras.

  Aplicarlo a cualquier sustantivo es, pues, una confesión de impotencia, y escribir, por ejemplo, tarde inefable, equivale a decir: A mí no se me ocurre nada… o No he logrado encontrar el adjetivo definidor de la tarde. Además, como si ya no fuese bastante aventurada la viaraza de andar enjaretando una palabra que a semejanza de sus congéneres infinito, inenarrable, inextenso, es una simple casualidad gramatical permitida por la arbitraria costumbre de conceder al prefijo in una significación negativa, los que así obran tienen la usanza perversa de llamar inefables a los momentos de máxima intensidad de sentir, que son precisamente los de más pronta expresión y constituyen la permanencia de la lírica y la tragedia. Inefable podría denominarse acaso la cotidianería de la vida, pero nunca los besos, las miradas y la contemplación del cielo.

  Los que negando esto negaren la eficacia del lenguaje y creyeren que hay cosas inefables, deberán suspender acto continuo el ejercicio de la literatura y sólo despabilarse de vez en cuando las entendederas hojeando el Ermitaño usado, los poemas de Arrieta o cualquier otro consciente desbarajuste de frases… Ahora viene el zarpazo contra la palabra

  Misterio


  que es santo y seña de los poetas rebañegos. No desconozco las sofisterías que abogan en su favor: el prestigio teológico que la ensalza, la insinuación de las fiestas de Eleusis, la supuesta enormidad que encajona y lo demás. Con todo y a pesar de esas mentirosas ventajas, estoy convencido que es una trampa su numeroso empleo. Mis razones son éstas: La poesía no es para mí la expresión de aquel azoramiento ante las cosas, de aquel asombro del Ser que todos hemos sentido tras de un suceso excepcional o sencillamente después de una disputa metafísica, sino la síntesis de una emoción cualquiera, que si es clara y precisa no ha nunca menester vocablos inhábiles y borrosos como misterio, enigma y otros semejantes. El asombro e inquietud que esas palabras dicen es lo contrario del pleno adentramiento espiritual que la poesía supone: adentramiento que no hay que confundir con las ligazones corrientes que ata la ley de causalidad, pero que es tan real como aquéllas. Tampoco hemos de arrimar la poesía entera a la mística, según muchísimos han hecho, e imaginar que el tal adentramiento equivale a un hallazgo de afinidades ocultas y parentescos escondidos; en realidad, no hay tales armazones ni recovecos soterraños, y equivócanse de medio a medio los que creen en el alma de las cosas. Las cosas sólo existen en cuanto las advierte nuestra conciencia y no tienen residuo autónomo alguno. La actividad metafórica es, pues, definible como la inquisición de cualidades comunes a los dos términos de la imagen, cualidades que son de todos conocidas, pero cuya coincidencia en dos conceptos lejanos no ha sido vislumbrada hasta el instante de hacerse la metáfora. Así, cuando San Juan de la Cruz relata: Y el ventalle de cedros aires daba, la semejanza que establece entre un abanico y los árboles no está ni en la verdad científica ni en trabazones misteriosas y sí en la yuxtaposición de frescura y de apacible meneo: aspectos que todos —aisladamente— conocen.

  Mi postrer ofensa va enderezada contra el universal y cortesano y debilitador vocablo

  Azul


  que apicarado de gandules, frondoso de abedules y a veces impedido de baúles, se arrellana por octosílabas y sonetos en los sitiales donde antaño pontificaron los rojos con su arrabal de abrojos, rastrojos y demás asperezas consabidas.

  Apareado a nombres abstractos el adjetivo azul nada dice. La indecisión que suelen mostrar esos nombres no ha menester las adicionales neblinas con las cuales el suso mentado epíteto las borronea. Bástame copiar un ejemplo —que pudiera también serlo de metáfora turbia— para señalar cómo la palabreja de que hablo, antes despinta que define. Dice un compatriota nuestro, en verso que ha espoleado admirativos asombros:

  Esa fiebre azulada que nutre mi quimera

  Y pues de azul hablamos, aludiré a cierta controversia de tintorería literaria que nos alborota desde hace un siglo y cuyo sujeto es el color de la noche. Desde que Juan Pablo Richter lo proclamó, la noche es azul. Antes fue sempiternamente renegrida. La tal contrariedad escandaliza a Martínez Sierra, que en no sé qué recoveco de su Glosario espiritual increpa a los poetas que durante tanto tiempo amancillaron con adjetivación proterva el cielo nocturno y les acusa de no haberlo jamás contemplado. Yo no creo tal cosa. Y pues el altercado no atañe propiamente a la pintura sino a las letras, no hemos de resolverlo asomándonos al patio y clavando nuestra curiosidad en las alternativas del cielo. Hemos de meditar el asunto que alguna significancia tiene, aunque mínima.

  Yo, por mi parte, me arrimo a la siguiente componenda: Ambos bandos —nochinegristas y nochiazulistas— llevan razón. Los clásicos tuvieron de la noche un concepto de cosa dura, lóbrega, hostil, que halló cabida en lo de negro, útil además como antítesis del esplendor que muestra el día. Ciega noche, afirmó Quevedo. Noche cansada… noche pavorosa, escribió Shakespeare. Los románticos la consideraron en cambio como una época de placentera mansedumbre o de felina suavidad e hicieron bien en azulearla. La noche sobre el mundo vivamente se abate / con sus cálidas sombras y su olor de combate, declara Lugones, literalizando la visión antedicha.

  (Oh fácil y acariciador y dulce traslado que emancipando de su horror antiguo la noche, la vuelves comparable no a la ceniza fatigosa del día que ardió en hoguera del poniente, sino a la selva que conmovida de activísima savia florecerá en regalo de aurora, oh tú, metáfora bisoña que has trasmutado en arrimadero de besos la carcelaria y dura tiniebla, en increpándote, vuélvase dulzura mi burla, pues de las hondonadas del corazón me despiertas las noches de la patria, fragantes como un ramo de alhucema y aventureras como un barco sin rumbo.)

  Con este brusco empellón lírico doy fin a las apuntaciones presentes, encomendando a algún estudiantón de mal humor, buenos odios, breve inventiva y voluntad berroqueña la escritura de un libro que podría intitularse Hospicio de palabras desahuciadas. Para compaginarlo basta enristrar en orden alfabético todas las palabras que ha escrito en el decurso de su vida Rafael Lasso de la Vega y remacharles notas puntiagudas.

 BORGES-INQUISICIONES. 1925

Autor: Jorge Luis BORGES.

Título: Inquisiciones.

Edición: Buenos Aires, Editorial Proa,  (tall. gráf. "El Inca"), 1925. 1ª edición.

Datos: 18,5 x 14 cm. 160 p.

Herrera y Reissig. INQUISICIOINES. 1925. JORGE LUIS BORGES.

Borges y su madre: doña Leonor Acevedo de Borges.


 Herrera y Reissig

  La lírica de Herrera y Reissig es la subidora vereda que va del gongorismo al conceptismo; es la escritura que comienza en el encanto singular de las voces para recabar finalmente una clarísima dicción. De igual manera que en la cosmogonía mazdeísta se oponen belicosos el mal y el bien, fueron armipotentes en su yo la realidad poética y el simulacro de esa realidad. Fue un posible forastero de la literatura, pero al fin entró a saco en ella.

  Le sojuzgó el error que desanima tantos versos de su época: el de confiarlo todo a la connotación de las palabras, al ambiente que esparcen, al estilo de vida que ellas premisan. Esa falacia es bien merecedora de que la escudriñemos. Su preferencia busca lo lucido de la objetividad, las cosas cuya virtud está en la forma o en la riqueza de recordación que estimulan. Es manifiesto que la palabra cequí sabe resplandecer; es innegable que en el solo dictado de voces como cisterna, patio, alcarraza, parecen ya ir incluidas la generosidad de tiempo, la compostura varonil y el anhelo de fresco y de quietud que informan el ambiente moro. El error del poeta (y de los simbolistas que se lo aconsejaron) estuvo en creer que las palabras ya prestigiosas constituyen de por sí el hecho lírico. Son un atajo y nada más. El tiempo las cancela y la que antes brilló como una herida hoy se oscurece taciturna como una cicatriz.

  A ese empeño visual juntó una terca voluntad de aislamiento, un prejuicio de personalizarse. Remozó las imágenes; vedó a sus labios la dicción de la belleza antigua; puso crujientes pesadeces de oro en el mundo. Buscó en el verso preeminencia pictórica; hizo del soneto una escena para la apasionada dialogación de dos carnes. Significativa de esa época es la secuencia de poesías que intituló Los parques abandonados, escrita en los alrededores del novecientos. Traslado un soneto de su iniciación:

  Fundióse el día en mortecinos lampos

  y el mar y la cantera y las aristas

  del monte, se cuajaron de amatistas,

  de carbunclos y raros crisolampos.

  Nevó la luna y un billón de ampos

  alucinó las caprichosas vistas,

  y embargaba tus ojos idealistas

  el divino silencio de los campos.

  Como un exótico abanico de oro,

  cerró la tarde en el pinar sonoro…!

  sobre tus senos, a mi abrazo impuro,

  ajáronse tus blondas y tus cintas,

  y erró a lo lejos un rumor obscuro

  de carros, por el lado de las quintas!

 

  Este poema suscita en mí varias anotaciones. Inicialmente, quiero confesar la regalada irrealidad del comienzo. Es evidente que la entereza del primer cuarteto no hace sino parafrasear una imagen que iguala el resplandor de los paisajes en el atardecer al duradero resplandor de las joyas. Individualizar las piedras, deteniendo lo que es morado en amatistas, lo encarnado en carbunclos y lo áureo en crisolampos, es un prolijo elaborar que nada justifica. (Concedo a crisolampo la significación etimológica de brillo de oro. El epíteto raros es una indecidora cuña). En lo de nevó la luna ya se recaba una eficaz incantación poética; pero enseguida viene ese billón, tan fácilmente reemplazando a millar, y esos dos balbucientes adjetivos ¡y ese silencio que se introduce en los ojos! Después, en vivida secuencia, el abanico es una reiterada salpicadura de lujo, la frase abrazo impuro es promisoria de la realidad y los dos admirables versos últimos redimen el poema. Con el incidente que narran entra en escena el tiempo, una intrínseca luz subleva el mármol de las líneas y la vehemencia de lo transitorio dramatiza el conjunto.

  Esta gradual intensidad y escalonada precisión del soneto —ya tan vecina de nosotros que su numerosa ausencia en los clásicos nos zahiere como una decepción— es asimismo significativa del arte actual. No la practicó el Siglo de Oro cuyo conjetural anhelo fáustico vinculábase aún a las tutelas apolíneas de la ataraxia y la ecuanimidad. (Los versos más ilustres de Quevedo no están situados casi nunca en el remate de la última estrofa. Su intensidad no es subidora; quiere ser lisa y fiel. Apartando algunos sonetos de una evidente configuración escolástica, realizaremos que tal vez los únicos desmentidores de esta igualdad son el soneto LXXXI de la segunda musa y el XXXI de los enderezados a Lisi en el libro que canta bajo la invocación a Erato.) Ganoso de una más quieta y remansada hermosura, el propio Herrera varió la forma de sus composiciones. Puso su voz en la montaña, acalló su eviterna confesión de amante en el crepúsculo y enseñoreó las arduas amplitudes del verso alejandrino. Hizo poemas en que todas las líneas sobresalen, como las de un alto relieve. Por lo manejos de una sagaz alquimia y de una lenta transustanciación de su genio, pasó del adjetivo inordenado al iluminador, de la asombrosa imagen a la imagen puntual. En ese entonces —he aludido a la fecha en que Los éxtasis de la montaña se hicieron— su docta perfección pudo mentir alguna vez leve facilidad. No de otra suerte el lidiador mata con sencillez. Fue siempre muy generoso de metáforas, dándoles tanta preeminencia que varios hoy lo quieren trasladar a precursor del creacionismo. No es ésa su mejor ejecutoria y en el concepto intrínseco de precursor hay algo de inmaduro y desgarrado, que mal le puede convenir. Herrera y Reissig es el hombre que cumple largamente su diseño, no el que indica bosquejos invirtuosos que otros definirán después. Está todo él en sí, con aseidad, nunca en función de forasteras valías. No es el Moisés merodeador que vislumbra la tierra de promisión y sólo alcanza de ella el racimo de uvas que atravesado en un madero los exploradores le traen y la certeza de que la pisarán sus hijos; es el Josué que entre el apartamiento de las aguas cruza a pie enjuto la corriente y pisa la ribera deleitosa y celebra la pascua en tierra deseada y duerme en ella como en mujer sumisa a su querer. No es primavera balbuciente su verso. Lo anterior, claro es, mira a Los éxtasis de la montaña, que están situados por entero en la lírica. Luego, su estro andariego tornó a solicitarle y prefirió esquivarse en caprichos a recabar dos veces una misma hermosura. He de añadir un par de observaciones que harán más pensativa mi alabanza y de algún provecho al leyente. La inicial es atañedera a un peculiar linaje de metáforas que Herrera y Reissig frecuentó. Quiero hablar de esas frases traslaticias que para esclarecer los sucesos del mundo aparencial, los traducen en hechos psicológicos. Ya Goethe y Hólderlin nos pueden ministrar algún ejemplo de esa figura. En castellano, ninguno es tan ilustremente hermoso como el incluido en este dístico del uruguayo:

  Y palomas violetas salen como recuerdos

  de las viejas paredes arrugadas y oscuras.

 

  Mi observación final atañe a la exactitud de la métrica y a la estudiosa uniformidad de sus temas: gentiles o católicos, pero invariadamente realizándose en el mismo escenario montañés. Esta uniformidad que muchos culparán de pobrería y que sólo mi pluma sabrá calificar de acierto, incluye para los avisados una resplandeciente didascalia. Entendió Herrera que la lírica no es pertinaz repetición ni desapacible extrañeza; que en su ordenanza como en la de cualquier otro rito es impertinente el asombro y que la más difícil maestría consiste en hermanar lo privado y lo público, lo que mi corazón quiere confiar y la evidencia que la plaza no ignora. Supo templar la novedad, ungiendo lo áspero de toda innovación con la ternura de palabras dóciles y ritmo consabido. Lo antiguo en él pareció airoso y lo inaudito se juzgó por eterno. A veces dijo lo que ya muchos pronunciaron; pero le movió el no mentir y el intercalar después verdad suya. Lo bienhablado de su forma rogó con eficacia por lo inusual de sus ideas.

  Este concepto abarcador que no desdeña recorrer muchas veces los caminos triviales y que permite la hermanía de la visión de todos y del hallazgo novelero, alcanza innumerable atestación en la segura dualidad de la vida. El arcano de tu alma es la publicidad de cualquier alma. Intensamente palpa el individuo aquellos sentires que se entrañaron con la especie: miedo ruin, la amotinada y torpe salacidad, la esperanza lozana, el desamor de sitios inhabitados y estériles, la sorpresa implacable y pensativa que suscita la idea de un morir, la reverencia de las límpidas noches. Ellas encarnan la sustancia del arte, que no es sino recordación. El grato anunciamiento que hacen duradero los mármoles, que cimbran las guitarras y que las estrofas persuaden, es pasadizo que nos devuelve a nosotros, a semejanza de un espejo.

 

 

domingo, 4 de octubre de 2020

La encrucijada de Berkeley. INQUISICIONES. 1925. JORGE LUIS BORGES.

  


La encrucijada de Berkeley

En un escrito anterior intitulado La nadería de la personalidad, he desplegado en muchas de sus derivaciones el idéntico pensamiento cuya explicación es el objeto y fin de estas líneas. Pero aquel escrito, demasiadamente mortificado de literatura, no es otra que una serie de sugestiones y ejemplos, enfilados sin continuidad argumental. Para enmendar esa lacra he determinado exponer, en los renglones que siguen, la hipótesis que me movió a emprender su escritura. De esta manera, situándose el lector conmigo en el manantial mismo de mi pensar, palpando mano a mano las dificultades según vayan surgiendo y resbalando la meditación en brioso desembarazo por un solo arcaduz, emprenderemos juntos esa eterna aventura que es el problema metafísico.

  Fue mi acicate el idealismo de Berkeley. Para solaz de aquellos lectores en cuyo recuerdo no surja con macizo relieve la especulación susodicha, ora por el cuantioso tiempo transcurrido desde que algún profesor la señaló a su indiferencia, zahiriéndola con descreimiento, ora —desmemoria aun más disculpable— por no haberla jamás frecuentado, conviene recapitular en breves palabras lo sustancial de esa doctrina.

  Esse rerum est percipi: la perceptibilidad es el ser de las cosas: sólo existen las cosas en cuanto son advertidas: sobre esa perogrullada genial estriba y se encumbra la ilustre fábrica del sistema de Berkeley, con esa escasa fórmula conjura los embustes del dualismo y nos descubre que la realidad no es un acertijo lejano, huraño y trabajosamente descifrable, sino una cercanía íntima, fácil y de todos lados abierta. Escudriñemos los pormenores de su argumentación.

  Elijamos cualquier idea concreta: poned por caso la que la palabra higuera designa. Claro está que el concepto así rotulado no es otra cosa sino una abreviatura de muchas y diversas percepciones: para nuestros ojos la higuera es un tronco apocado y retorcido que hacia arriba se explaya en clara hojarasca; para nuestras manos es la dureza redondeada del leño y lo áspero de las hojas; para nuestro paladar sólo existe el sabor codiciable de la fruta. Hay además las percepciones de olfacción y auditiva que dejo adredemente de lado por no enmarañar en demasía el asunto, mas que tampoco es dable olvidar.

  Todas ellas, afirma el hombre ametafísico, son diferentes cualidades del árbol. Pero si ahondamos en este aserto sencillo, nos espantará la multitud de neblinas y de contradicciones que encubre.

  Así, mientras cualquiera admite que el verdor no es una cualidad esencial de la higuera, ya que al anochecer caduca su brillo, amarillecen las hojas y el tronco vuélvese renegrido y oscuro, todos concuerdan en aseverar que la convexidad y el volumen son realidades íntimas del árbol. En lo que al gusto atañe, se trastrueca un poco el asunto. Nadie pretende que el sabor de una fruta no ha menester nuestro paladar para existir en su entereza máxima. De distinción en distinción, nos acercamos al dualismo hoy amparado por la física, componenda que según la certera definición del hegeliano inglés Francis Bradley estriba en considerar algunas cualidades como sustantivos de la realidad y otras como adjetivos.

  Por regla general, sólo se adjudica sustantividad a la extensión, y en cuanto a las demás cualidades, color, gusto y sonido, se las considera enclavadas en un terreno fronterizo entre el espíritu y la materia, universo intermedio o aledaño que forjan, en colaboración continua y secreta, la realidad espacial y nuestros órganos perceptivos. Esa conjetura adolece de faltas gravísimas. La desnuda extensión monda y lironda que según los dualistas y materialistas compone la esencia del mundo, es una inútil nadería, ciega, vana, sin forma, sin tamaño, ajena de blandura y de dureza, una abstracción que nadie logra imaginar. El hecho de concederle sustantividad es un desesperado recurso del prejuicio antimetafísico que no se aviene a negar del todo la realidad esencial del mundo externo y se acoge a la componenda de arrojarle una limosna verbal: hipocresía comparable al concepto de los átomos, sólo ideados como defensa contra la idea de la divisibilidad inacabable.

  Berkeley, en decisiva argumentación, arranca el mal de raíz:

  Cualquiera admite, escribió, que ni nuestros pensamientos ni nuestras pasiones ni las ideas formadas por nuestra imaginación existen sin la mente. No es menos cierto a mi entender que las diversas sensaciones o ideas que afectan los sentidos, de cualquier modo que se mezclen (vale decir, cualesquiera objetos que formen) sólo pueden subsistir en una mente que las advierta…

  Afirmo que la mesa sobre la cual estoy escribiendo, existe; esto es, la miro y la palpo. Si estando fuera de mi gabinete afirmo lo mismo, quiero indicar por ello que si me hallara aquí la advertiría o que la advierte algún otro espíritu. En cuanto a lo que se vocea sobre la existencia de cosas no presentes, sin relación al hecho de si son o no percibidas, confieso no entenderlo. La perceptibilidad es el ser de las cosas, o imposible es que existan fuera de las mentes que las perciben.

  Y en otro lugar escribe previniendo objeciones:

  Mas, me diréis, nada es tan fácil para mí como imaginar una arboleda en un prado o libros en una biblioteca, y nadie cercano para advertirlos. En efecto, no hay dificultad alguna en ello. ¿Pero qué es tal cosa, os pregunto, sino formar en vuestra mente ciertas ideas que llamáis árboles y libros, y al mismo tiempo no formar la idea de alguien que los percibe? ¿Y mientras tanto, no los advertís o no pensáis en ellos vosotros mismos?

  Y ensanchando su idea:

  Verdades hay tan cercanas y tan palmarias que bástale a un hombre abrir los ojos para verlas. Una de ellas es la importante verdad: Todo el coro del cielo y los aditamentos de la tierra —los cuerpos todos que componen la poderosa fábrica del mundo— no tienen subsistencia allende las mentes; su ser estriba en que los noten y mientras yo no los advierta o no se hallen en mi alma o en la de algún otro espíritu creado, hay dos alternativas: o carecen de todo vivir o subsisten en la mente de algún espíritu eterno.

  Los anteriores renglones los escribió Berkeley el filósofo, salvo el renglón final donde asoma Berkeley el obispo. La demarcación mucho importa, pues si Berkeley en ejercicio de hombre pensante podía desmenuzar el universo a su antojo, tal desahogo era insufrible a su calidad de serio prelado, versado en teología e implacable en la certidumbre de abarcar por entero la verdad. Dios le sirvió a manera de argamasa para empalmar los trozos dispersos del mundo o, con más propiedad, hizo de nexo para las cuentas desparramadas de las diversas percepciones e ideas. Esto lo declaró Berkeley afirmando que la enrevesada totalidad de la vida no es sino un desfile de ideas por la conciencia de Dios y que cuanto nuestros sentidos advierten es una escasa vislumbre de la universal visión que se despliega ante su alma. Según este concepto, Dios no es hacedor de las cosas; es más bien un meditador de la vida o un inmortal y ubicuo espectador del vivir. Su eterna vigilancia impide que el universo se aniquile y resurja a capricho de atenciones individuales, y además presta firmeza y grave prestigio a todo el sistema. (Olvida Berkeley que una vez igualados la cognición y el ser, las cosas en cuanto existencias autónomas cesan de hecho y sólo traslaticiamente cabe decir que se aniquilan y resurgen.)

  Alejándome de tan solemnes argucias, más aptas para ser dichas que para ser comprendidas, quiero mostrar dónde se esconde la falacia raigal de la doctrina de Berkeley, conformando al espíritu la idéntica argumentación que él endereza a la materia.

  Berkeley afirma: Sólo existen las cosas en cuanto se fija en ellas la mente. Lícito es responderle: Sí, pero sólo existe la mente como perceptiva y meditadora de cosas. De esta manera queda desbaratada, no sólo la unidad del mundo externo, sino la espiritual. El objeto caduca, y juntamente el sujeto. Ambos enormes sustantivos, espíritu y materia, se desvanecen a un tiempo y la vida se vuelve un enmarañado tropel de situaciones de ánimo, un ensueño sin soñador. No hay que dolerse de la confusión que trae consigo esta doctrina, pues ella únicamente atañe al imaginario conjunto de todos los instantes del vivir, dejando en paz el orden y el rigor de cada uno de ellos y aun de pequeños agolpamientos parciales. Lo que sí vuélvese humo son las grandes continuidades metafísicas: el yo, el espacio, el tiempo… En efecto, si la ajena advertencia determina el ser de las cosas, si éstas no pueden subsistir sino en alguna mente que las piense o tenga noticias de ellas, ¿qué decir, por ejemplo, de la sucesión de placenteros, ecuánimes y dolorosos sentires cuyo eslabonamiento forma mi vida? ¿Dónde está mi vida pretérita? Pensad en la flaqueza de la memoria y aceptaréis fuera de duda que no está en mí. Yo estoy limitado a este vertiginoso presente y es inadmisible que puedan caber en su ínfima estrechez las pavorosas millaradas de los demás instantes sueltos. Si no queréis apelar al milagro e invocar en pro de vuestro agredido afán de unidad el enigmático socorro de un Dios omnipotente que abraza y atraviesa cuanto sucede como una luz al traspasar un cristal, convendréis conmigo en la absoluta nadería de esas anchurosas palabras: Yo, Espacio, Tiempo…

  Para defender la primera, de nada os valdrá el famoso baluarte del cogito, ergo sum. Pienso, luego soy. Si ese latín significara: Pienso, luego existe un pensar —única conclusión que acarrea lógicamente la premisa— su verdad sería tan incontrovertible como inútil. Empleado para significar Pienso, luego hay un pensador, es exacto en el sentido de que toda actividad supone un sujeto y mentiroso en las ideas de individuación y continuidad que sugiere. La trampa está en el verbo ser, que según dijo Schopenhauer es meramente el nexo que junta en toda proposición el sujeto y el predicado. Pero quitad ambos términos y os queda una palabra desfondada, un sonido.[1]

  Y pues de objeciones hablamos, quiero contrariar las que Spencer, en sus preclaros Principies of Psychology (volumen segundo, página 505 II), opone a la doctrina idealista. Arguye Spencer:

  De la afirmación que dice no haber existencia alguna allende la conciencia, resulta implícitamente que esta última es de extensión ilimitada. Pues un límite que la conciencia no puede atravesar admite una existencia que impide el límite; y ésta, o se encuentra allende la conciencia, lo cual es contrario a la hipótesis, o es distinta encontrándose dentro de ella, lo cual es también contrario a la hipótesis. Algo que reduce la conciencia a una esfera determinada, sea ésta interna o externa, ha de ser diferente de la conciencia —ha de ser coexistente, suposición que contradice la hipótesis—. La conciencia, pues, siendo ilimitada en su esfera, es infinita en el espacio.

  En lo anterior hay varias falacias. Razonar que la suposición de que no existe nada allende la conciencia la obliga a ser ilimitada es como argüir que tengo en el bolsillo un capital infinito, ya que todo él está hecho de centavos. Más allá de la conciencia no hay nada, equivale a decir: Cuanto acontece es de orden espiritual; una cuestión de calidad que no afecta en lo más mínimo la cantidad de sucesos cuyo enfilamiento forma el vivir.

  En cuanto a la frase concluyente, es incomprensible. El espacio, según los idealistas, no existe en sí: es un fenómeno mental, como el dolor, el miedo y la visión, y siendo parte de la conciencia no puede en sentido alguno decirse que ésta hállase enclavada en él.

  Prosigue Spencer:

  Otra resultante es la infinitud de la conciencia en el tiempo. Concebir un límite a la conciencia en el pasado es concebir que antecediendo este límite hubo alguna otra existencia en el momento cuando aquélla empezó, lo cual es contrario a la hipótesis.

  A lo cual puede contestarse apuntando que la tal infinitud de tiempo no abarca necesariamente una dilatadísima duración. Suponed, con algunos afilosofados, que sólo existe un sujeto y que todo cuanto sucede no es sino una visión desplegándose ante su alma. El tiempo duraría lo que durara la visión, que nada nos impide imaginar como muy breve. No habría tiempo anterior a la iniciación del soñar ni posterior a su fin, pues el tiempo es un hecho intelectual y objetivamente no existe. Tendríamos así una eternidad que abarcaría todo el tiempo posible y sin embargo cabría en muy escasos segundos. También los teólogos hubieron de traducir la eternidad de Dios en una duración sin principio ni fin, sin vicisitudes ni cambio, en un presente puro. Concluye Spencer:

  Faltando ajenos existires que podrían limitarla en el tiempo o en el espacio, la conciencia debe ser incondicional y absoluta. Todo en ella es autodeterminado; la continuación de un dolor, la cesación de un placer, obedecen únicamente a condiciones impuestas por la misma conciencia.

  El artificio de tal argumentación descansa en el sentido instrumental, personal, casi podríamos decir mitológico, que Spencer introduce en la palabra conciencia, proceder que nada justifica…

  Y con esto doy fin a mi alegato. En lo atañente a negar la existencia autónoma de las cosas visibles y palpables, fácil es avenirse a ello pensando: La Realidad es como esa imagen nuestra que surge en todos los espejos, simulacro que por nosotros existe, que con nosotros viene, gesticula y se va, pero en cuya busca basta ir, para dar siempre con él.

 

Examen de metáforas. INQUISICIONES. 1925. JORGE LUIS BORGES.


 

Examen de metáforas


  Su principio


Los preceptistas Luis de Granada y Bernard Lamy se acuerdan en aseverar que el origen de la metáfora fue la indigencia del idioma. La traslación de los vocablos se inventó por pobreza y se frecuentó por gusto, arbitra el primero. La lengua más abundante se manifiesta alguna vez infructuosa y necesita de metáforas, corrobora el segundo.

  Algún detenimiento metafísico reforzará impensadamente ambas afirmaciones. El mundo aparencial es un tropel de percepciones baraustadas. Una visión de cielo agreste, ese olor como de resignación que alientan los campos, la gustosa acrimonia del tabaco enardeciendo la garganta, el viento largo flagelando nuestro camino y la sumisa rectitud de un bastón ofreciéndose a nuestros dedos, caben aunados en cualquier conciencia, casi de golpe. El idioma es un ordenamiento eficaz de esa enigmática abundancia del mundo. Lo que nombramos sustantivo no es sino abreviatura de adjetivos y su falaz probabilidad, muchas veces. En lugar de contar frío, filoso, hiriente, inquebrantable, brillador, puntiagudo, enunciamos puñal; en sustitución de ausencia de sol y progresión de sombra, decimos que anochece. Nadie negará que esa nomenclatura es un grandioso alivio de nuestra cotidianidad. Pero su fin es tercamente práctico: es un prolijo mapa que nos orienta por las apariencias, es un santo y seña utilísimo que nuestra fantasía merecerá olvidar alguna vez. Para una consideración pensativa, nuestro lenguaje —quiero incluir en esta palabra todos los idiomas hablados— no es más que la realización de uno de tantos arreglamientos posibles. Sólo para el dualista son valederas su traza gramatical y sus distinciones. Ya para el idealista la antítesis entre la realidad del sustantivo y lo adjetivo de las cualidades no corrobora una esencial urgencia de su visión del ser: es una arbitrariedad que acepta a pesar suyo, como los jugadores en la ruleta aceptan el cero. Ninguna prohibición intelectual nos veda creer que allende nuestro lenguaje podrán surgir otros distintos que habrán de correlacionarse con él como el álgebra con la aritmética y las geometrías no euclidianas con la matemática antigua. Nuestro lenguaje, desde luego, es demasiadamente visivo y táctil. Las palabras abstractas (el vocabulario metafísico, por ejemplo) son una serie de balbucientes metáforas, mal desasidas de la corporeidad y donde acechan enconados prejuicios. Buscarle ausencias al idioma es como buscar espacio en el cielo. La inconfidencia con nosotros mismos después de una vileza, el ruinoso y amenazador ademán que muestran en la madrugada las calles, la sencillez del primer farol albriciando el confiado anochecer, son emociones que con certeza de sufrimiento sentimos y que sólo son indicables en una torpe desviación de paráfrasis.

  El lenguaje —gran fijación de la constancia humana en la fatal movilidad de las cosas— es la díscola forzosidad de todo escritor. Práctico, inliterario, mucho más apto para organizar que para conmover, no ha recabado aún su adecuación a la urgencia poética y necesita troquelarse en figuras.

  Su inasistencia en la lírica popular



  Esa apetencia de uniformidad justiciera que informa tantas opiniones, ha prejuzgado que la lírica popular no es menos numerosa de metáforas que la culta. Dos causas discernidas colaboran en esa especie: una esencial y la otra accidental. La esencial es la falsa oposición que establecieron los románticos entre la versificación académica, considerada con falsía como una ineficaz jactancia de trabas, y la espontaneidad del pueblo. Este contraste tiene la rareza de ser ficticio de ambos lados. En el academismo cabe mucho fervor, y buena prueba de ello es que a las épocas de docto rebuscar siguen las épocas barrocas. La imitación erudita es invariable prólogo de los afligimientos verbales.

  La otra falacia estriba en suponer que toda copla popular es improvisación. Pocos versos habrá menos repentizados que esos cantares públicos que rebosantes de guitarra en guitarra, son rehechos por cada nuevo cantaor. De cada copla suelen convivir diversas lecciones, que ya no incluyen la primitiva tal vez. La causa accidental es el vistoso y llamativo prestigio que para los literatizados muestra la imagen. En la eventualidad de algunas coplas metafóricas, propaladas en demasía, se ha creído dar con el canon.

  Yo afirmo la infrecuencia de metáforas en las coplas anónimas. Lo pruebo con los ocho mil cantares que recogió Rodríguez Marín y publicó en Sevilla el ochenta y tres.

  Donde son turbamulta los testigos, no han de faltar muchísimos que me desmientan, pero llevo razón en lo esencial. Apartando muchas hipérboles que luego manifestaré, todas las traslaciones populares están en esas equivalencias sencillas que confunden la novia con la estrella, la niña con la flor, los labios y el clavel, la mudanza y la luna, la dureza y la piedra, el gozamiento de un querer y el viñedo. Claras imágenes ante cuya lisa evidencia es dócil todo corazón y cuyo inicial pecado de hallazgo fueron ungiendo y perdonando los siglos.

  La poesía del pueblo, nada curiosa de comparaciones, se desquita en hipérboles altivas. Esto no es asombroso, pues hay una esencial desemejanza entre ambas figuras. La metáfora es una ligazón entre dos conceptos distintos: la hipérbole ya es la promesa del milagro. Con esperanza casi literal manifestó el salmista: Los ríos aplaudirán con la mano, y juntamente brincarán de gozo los montes delante del Señor. Con esa misma voluntad de magia, con ese ahínco milagroso, dicen los cantaores (obra citada, 2):

  1599

  Cuando mi niña ba a misa

  la iglesia se resplandece;

  hasta la yerba que pisa

  si está seca, reberdese.

  1513

  El naranjo de tu patio

  cuando te acercas a él

  se desprende de las flores

  y te las echa a los pies.

  1389

  Cuando b’andando

  rosas y lirios ba derramando.

 

  Grandiosa hipérbole, ya sin ahínco de alucinación, es esta que copio:

  2775

  Quisiera ser el sepulcro

  donde te van a enterrar,

  para tenerte abrazada

  por toda la eternidad.

 

  Quiero añadir alguna observación sobre la parcidad de metáforas en la poesía popular y el vocinglero alarde que hacen de ellas los literatos cultos. La aclaración es fácil. Al coplista plebeyo, constreñido por la costumbre no sólo a ciertos temas sino a un manejo tradicional de esos temas, no puede interesarle la metáfora nueva, cuyo efecto más inmediato es el azoramiento. Sorpresa y burla se le antojan sinónimos. Las anchas emociones primordiales —dolor de ausencia, regocijo de un amor contestado, ensalzamiento de la novia— son las únicas poetizables para su instinto. Le atañe lo sobresaliente que hay en toda aventura humana, no las parciales excepciones. Al literato le interesa su vida, su costumbre de vida en función de desemejanza con los existires ajenos.

  El coplista versifica lo individual; el poeta culto, lo meramente personal. (Una psicología desaliñada suele confundir ambos términos, pero ellos son contrarios. Diré un ejemplo. La personalidad no colabora en el acto genésico, donde se manifiesta por entero la individualidad.)

  Su Ordenación



  Allende la secuencia de traslaciones que ya legalizaron los preceptistas clásicos, he concertado la siguiente ordenanza que a pesar de ser incompleta es apta para evidenciar la poquedumbre de los elementos que componen la lírica.

  a) La traslación que sustantiva los conceptos abstractos Es artimaña de hombre sensitivo a quien lo aparencial y ajeno del mundo se le antoja más evidente que la propia conciencia de su yo. Ejemplos:

  Palabras como remordimiento, gloria, cultura. La estrofa:

  Mas nos llevan los rigore

  como el pampero a la arena.

  (Martín Fierro)

  b) Su inversión: La imagen que sutiliza lo concreto

  Es artimaña propia de insensuales y de meditabundos y es muy escasa aún.

  Ejemplos:

  Las hojas soñolientas y cansadas de sol.

  (Lenau)

  La estrofa:

  Y palomas violetas salen como recuerdos

  de las viejas paredes arrugadas y oscuras.

  (Herrera y Reissig)

  c) La imagen que aprovecha una coincidencia deformas

  Es artimaña muy vistosa y traviesa, más eficaz para asombrar que para enternecer.

  Ejemplos:

  Los pájaros remando con las alas

  (Virgilio).

  La luna equiparada a un cero, a un girasol, a una jofaina, a un trompo, a una calavera, a un ovillo, a un semáforo, a una pantalla, a una moneda, a un globo, a un as de oros.

  (Lugones).

  d) La imagen que amalgama lo auditivo con lo visual, pintarrajeando los sonidos o escuchando las formas

  Es artimaña tan usual que toda erudición por indigente que sea puede ostentarse generosa en mostrarla. De paso, cabe recordar los dogmas que acerca del color de las vocales fueron propuestos por los simbolistas —tal vez en pos de incitaciones de asombro— y que tras de haber atareado la estupidez internacional de los doctos, fueron adjudicados al olvido.

  Ejemplos:

  Tacitum lumenluz callada

  (Virgilio).

  Voz pintada, canto alado


  (Quevedo, a un pájaro canoro).

  El esplendor sangriento que el día en alejándose lanza como una maldición


  (Browning).

  El horizonte se ha tendido como un grito a lo largo de la tarde.


  (Norah Lange)

  e) La imagen que a la fugacidad del tiempo da la fijeza del espacio

  Ejemplos:

  Cuando su cabellera está dispuesta en tres oscuras trenzas, me parece mirar tres noches juntas

  (Las 1001 Noches).

  Una última noche, angosta como un lecho, leñosa, rectangular y húmeda


  (J. Becher).

  f) La inversa: La metáfora que desata el espacio sobre el tiempo

  Ejemplos:

  El puente como un pájaro vuela encima del río

  (Hólderlin).

  El acueducto, gran galope de piedra a través de los campos

  (Ramón).

  Los arco iris saltan hípicamente el desierto.

  (Guillermo de Torre)

  g) La imagen que desmenuza una realidad, rebajándola en negación

  Es artimaña predilecta de todos nuestros clásicos que abatieron a pura nadería la inestabilidad de las cosas.

  Ejemplos:

  Que pasados los siglos, horas fueron

  (Calderón).

  El hombre es nadería consciente de sí misma

  (Julius Bahnsen).

  h) La inversa: La artimaña que sustantiva negaciones

  Ejemplos:

  Por la oscura región de vuestro olvido

  (Garcilaso).

  Habla el silencio allí

  (Cervantes).

  …eran tantos ausentes en el café que a faltar una persona más, ya no cabe…

  (Macedonio Fernández).

  i) La imagen que para engrandecer una cosa aislada la multiplica en numerosidad

  Conviene recordar aquí el pluralis maiestaticus de los teólogos y la hechura plural del nombre Elohim que adjudica a Dios la Escritura. Plural es asimismo la voz behemoth que en el libro de Job es la designación de un monstruo temible.

  Ejemplos:

  Me arremetió el tropel de un borracho bostezador de bodegas

  (Torres Villarroel).

  Toda la charra multitud de un ocaso

  (J. L. B.).

  Pero es inútil proseguir esta labor clasificatoria comparable a un diseño sobre papel cuadriculado. Ya he desentrañado bastantes imágenes para que sea posible y casi segura la suposición de que cada una de ellas es referible a un arquetipo, del cual pueden deducirse a su vez pluralizados ejemplos, tan bellos como el inicial.

  Hay libros que son como un señalamiento de la enteriza posibilidad metafórica de un alma o de un estilo. En castellano deben señalarse como vivas almácigas de tropos los sonetos de Góngora; la Hora de todos, de Quevedo; los Peregrinos de piedra, de Herrera y Reissig; El divino fracaso, de Rafael Cansinos Asséns, y el Lunario sentimental, de Lugones. Un ordenamiento que bastase para la intelección total de las metáforas que cualquier libro de los antedichos incluye sería —tal vez— aplicable a toda la lírica, y su escritura no ofrecería grandes trabas. Tal sistema sólo parecerá imposible a quienes niegan el infinito poder arreglador de nuestra inteligencia. A Eugenio Montes le regalo esta geométrica soñación.

BORGES-INQUISICIONES. 1925

Autor: Jorge Luis BORGES.

Título: Inquisiciones.

Edición: Buenos Aires, Editorial Proa,  (tall. gráf. "El Inca"), 1925. 1ª edición.

Datos: 18,5 x 14 cm. 160 p.

viernes, 2 de octubre de 2020

Menoscabo y grandeza de Quevedo. Inquisiciones. 1925. Jorge Luis Borges.


  

Menoscabo y grandeza de Quevedo



  Hay la aventura personal del hombre Quevedo: el tropel negro y desgarrado que eslabonaron con dureza sus días, el encono que hubo en sus ojos al traspasar con sus miradas el mundo, la numerosa erudición que requirió de tanto libro ya lejano, la salacidad que desbarató su estoicismo como una turbia hoguera, su ahínco en traducir la España apicarada y cucañista de entonces en simulacros de grandeza apolínea, su aversión a lechuzos, alguaciles y leguleyos, sus tardeceres, su prisión, su chacota: todo su sentir de hombre que ya conoció el doble encontronazo de la vida segura y la insegura muerte. Ya se desbarató y hundió la plateresca fábrica de su continuidad vital y sólo debe interesarnos el mito, la significación banderiza que con ella forjemos. Aquí está su labor, con su aparente numerosidad de propósitos, ¿cómo reducirla a unidad y cuajarla en un símbolo? La artimaña de quien lo despedaza según la varia actividad que ejerció no es apta para concertar la despareja plenitud de su obra. Desbandar a Quevedo en irreconciliables figuraciones de novelista, de poeta, de teólogo, de sufridor estoico y de eventual pasquinador, es empeño baldío si no adunamos luego con firmeza todas esas vislumbres. Quevedo a mi entender, fue innumerable como un árbol, pero no menos homogéneo.

  Hay un rasgo en su obra que puede ser de algún provecho para la conceptualización que buscáis. Quiero indicar que casi todos sus libros son cotidianos en el plan, pero sobresalientes en los verbalismos de hechura. El Buscón es todo él un aprovechamiento de la esencia del Guzmán de Alfarache, esto es, de prometer la vida de un gran pícaro para historiar después algunas travesuras de escolar y algunas malandanzas en la cuales, por lo común, sale apaleado el héroe (procedimiento propio de moralistas que no contentos con censurar la picardía, quieren también contradecir su existencia); los Sueños son reflejo de Luciano, en que la inventiva muéstrase inhábil y necesita recurrir a oraciones, a censos de heresiarcas y a incitadas apostrofes para terminar su dictado: la Hora de todos —¡tan alborotadísima de vida!— no ejecuta el milagro jubiloso que los primeros incidentes amagan; la Política de Dios, pese a su bizarría varonil en desbravecer ambiciones, no es sino un largo y enzarzado sofisma y el Parnaso español recuerda el juego de un admirable y docto ajedrecista que las más veces no se empeña en ganar. En cuanto a su Discurso de la inmortalidad del alma es un resumen y alguna vez un literatizar de añejos argumentos doctrinales, siendo curioso que el mejor alegato de Quevedo en pro de la inmortalidad no se halle en él, sino esquiciado breve y hondamente en una estrofa de grandioso erotismo. Me refiero al soneto XXXI de los enderezados a Lisi en el libro que canta bajo la invocación a Erato. En esa composición el goce genésico es atestiguamiento de la eternidad que vive en nosotros:

  Alma, a quien todo un Dios prissión ha sido,

  venas que humor a tanto fuego han dado,

  médulas que han gloriosamente ardido,

  su forma dejarán, no su cuidado;

  serán cenica, mas tendrá sentido

  polvo serán, mas polvo enamorado.

 

  Pero el mejor signáculo de la dualidad de Quevedo está en la Espístola censoria que escribió al Conde de Olivares y que después, con justificada largueza, prodigaron tantas imprentas.

  Jamás versos tan nobles altivecieron tanta cotidianidad espiritual. Iniciase Quevedo encareciendo su sinceridad temeraria y luego se dilata en fácil diatriba contra los mohatreros, contra el abajamiento del ejército, contra las comilonas, contra el lujo, contra las fiestas de toros. Lo señalado está en la forma que asume su polémica. No moteja la lidia de matanza inútil y zafia, pero pondera las leyendas que ennoblecen al toro, la aventura de Zeus, la gran constelación que es simulacro de su hechura. Frente al charco de sangre y a la vergüenza del dolor primordial, Quevedo ensalza la fabulosa proceridad de la bestia

  Que un tiempo endureció manos Reales

  i detrás de él los Cónsules gimieron

  i rumia luz en Campos Celestiales;

  ¿Por qual enemistad se persuadieron

  a que su apocamiento fuese hacaña

  i a las miesses tan grande offensa hicieron?

 

  Versos tan eminentes, como inaptos para alcanzar la compasión que se busca.

  Todo lo anterior es señal del intelectualismo ahincado que hubo en la mente de Quevedo. Fue perfecto en las metáforas, en las antítesis, en la adjetivación; es decir, en aquellas disciplinas de la literatura cuya felicidad o malandanza es discernible por la inteligencia. El ejercicio intelectual es hábil para establecer la virtud de esas artimañas retóricas, ya que todas ellas estriban en un nexo o ligamen que aduna dos conceptos y cuya adecuación es fácil examinar. La vialidad de una metáfora es tan averiguable por la lógica como la de cualquier otra idea, cosa que no les acontece a los versos que un anchuroso error llama sencillos y en cuya eficacia hay como un fiel y cristalino misterio. Un preceptista merecedor de su nombre puede dilucidar, sin miedo a hurañas trabazones, toda la obra de Quevedo, de Milton, de Baltasar Gracián, pero no los hexámetros de Goethe o las coplas del Romancero.

  Una realzada gustación verbal, sabiamente regida por una austera desconfianza sobre la eficacia del idioma, constituye la esencia de Quevedo. Nadie como él ha recorrido el imperio de la lengua española y con igual decoro ha parado en sus chozas y en sus alcázares. Todas las voces del castellano son suyas y él, en mirándolas, ha sabido sentirlas y recrearlas ya para siempre. Bien le conocen las más opuestas y apartadas provincias de nuestro castellano, siendo igualmente sentencioso su gesto en la latinidad del Marco Bruto como en la jerigonza soez de las jácaras, barro sutil y quebradizo que sólo un alfarero milagroso pudo amasar en vasija de eternidad.

  Poco duran los valientes,

  mucho el verdugo los gasta

 

  ocurre en una de sus composiciones burlescas, y lo lapidario en ella no es excepción.

  Fue don Francisco un gran sensual de la literatura, pero nunca fió todo su dictado a la inconsecuente virtud de las palabras prestigiosas. Estas palabras, testificando la doctrina de Spengler, son hoy las que señalan disparidades en el tiempo y lejanía en el espacio; en los comienzos del siglo XVII fueron aquellas por las cuales el mundo manifestaba su lucida riqueza en monstruos, en variedad de flores, en estrellas y en ángeles. El poeta no puede ni prescindir enteramente de esas palabras que parecen decir la intimidad más honda, ni reducirse a sólo barajarlas. Quevedo las menudeó en estrofas galantes y el no poder echar mano a ellas en sus composiciones jocosas motivó tal vez el raudal de metáforas y de intuiciones reales que hay en su burlería. Le atareó mucho lo problemático del lenguaje propio del verso y es lícito recordar que fingió en uno de sus libros un altercado entre el poeta de los picaros y un seguidor de Góngora (esto es, entre un coplero y un rubenista), tras el cual se evidencia que su desemejanza está en emplear el uno voces ilustres y el otro voces ruines y plebeyas, sin existir entre ambos el menor contraste ideológico. El conceptismo —la solución que dio Quevedo al problema— es una serie de latidos cortos e intensos marcando el ritmo del pensar. En vez de la visión abarcadora que difunde Cervantes sobre el ancho decurso de una idea, Quevedo pluraliza las vislumbres en una suerte de fusilería de miradas parciales.

  El gongorismo fue una intentona de gramáticos a quienes urgió el plan de trastornar la frase castellana en desorden latino, sin querer comprender que el tal desorden es aparencial en latín y sería efectivo entre nosotros por la carencia de declinaciones. El quevedismo es psicológico: es el empeño en restituir a todas las ideas el arriscado y brusco carácter que las hizo asombrosas al presentarse por vez primera al espíritu.

  Quevedo es, ante todo, intensidad. No descubrió una sola forma estrófica (proeza lograda de hombres cuya valía fue incomparablemente menor: verbigracia, Espinel); no agregó a universo una sola alma; no enriqueció de voces duraderas la lengua. Transverberó su obra de tan intensa certitud de vivir que su magnífico ademán se eterniza en una firme encarnación de leyenda. Fue un sentidor del mundo. Fue una realidad más. Yo quiero equipararlo a España, que no ha desparramado por la tierra caminos nuevos, pero cuyo latido de vivir es tan fuerte que sobresale del rumor numeroso de las otras naciones.

Fuente:

BORGES-INQUISICIONES. 1925

Autor: Jorge Luis BORGES.

Título: Inquisiciones.

Edición: Buenos Aires, Editorial Proa,  (tall. gráf. "El Inca"), 1925. 1ª edición.

Datos: 18,5 x 14 cm. 160 p.

Hemingway, el centenar de gatos. 44 ESCRITORES DE LA LITERATURA UNIVERSAL.



Hemingway, el centenar de gatos

 Hay un concurso anual de dobles de Hemingway al que llegan participantes de todos los lugares del mundo. Todos con ese aspecto bonachón de última hora: barba blanca, de profeta menor; gafas de aro, metálicas; bermudas color caqui bajo el estómago hinchado de ginebra; chapelas o viseras, sandalias y, los más osados, una petaca de ron.

Tuvo un problema de pequeño, un trauma infantil, cuando su madre lo vistió de chica. Era costumbre, entonces, poner faldas y trajes a los niños, así que el cándido Ernest aparece en las fotos de sus primeros años vestido con la ropa de su hermana mayor; todo rizos de oro, el pobre, y faldas tableadas, y corpiños fruncidos. De modo que el resto de su existencia, tal vez por resarcirse, ofreció una imagen varonil, siempre, de hombretón valeroso, aventurero audaz —cara cuadrada, mandíbula vigorosa y bigotito—, amante del peligro y el riesgo, y de la vida ruda: pesca y caza mayor.

Un machote que durante la Gran Guerra recibió el impacto de una granada de obús mientras evacuaba a un herido. Más de doscientas esquirlas austriacas que los médicos tuvieron que extraerle, una a una, y que a veces, cuando afloraban, se arrancaba él mismo con un cortaplumas que tenía sobre la mesilla del hospital. Tuvo una propensión fatal y reiterada a resultar herido. Un catálogo interminable de accidentes, fracturas, caídas, lesiones, tropiezos y diagnósticos adversos; golpes, roturas, cortes y cicatrices y puntos de sutura. Como ciento cincuenta.

Fanfarrón, mujeriego, algo exhibicionista, bebedor compulsivo, víctima de su propia leyenda, construyó su vida como una novela y sus novelas como reflejos de su propia vida. «Me han dado el Nobel», dijo en una entrevista, «porque en El viejo y el mar no hay palabrotas».

Amigo de Fitzgerald, un poco de Capote, de Faulkner, más o menos, de Dietrich y de Castro, con quien salía a pescar peces espada, llegó a ser el escritor más famoso del mundo; un loco que se creía que era Hemingway.

Entre sus excentricidades, la de escribir de pie, en un pupitre hecho a su medida. La de enviarse regalos el día de su cumpleaños, que recibía con gesto de sorpresa, o la de mandar sus cuentos a las revistas por telegrama.

Acabó sus días enfermo y angustiado, obsesionado con la idea de que el FBI lo vigilaba. El presidente Kennedy le había pedido un texto para su toma de posesión. Pasó dos semanas trabajando, ya transparente, inmóvil, blando de esa blandura mortal e innecesaria, y apenas consiguió enhebrar tres frases.

Una mañana de 1961 se levantó cantando, como siempre, cogió de la cocina las llaves del armero donde su mujer había guardado las escopetas. Eligió una, dos cartuchos de perdigones, y se disparó en la cabeza. Dejó viudos a un centenar de gatos, más o menos, para los que siempre guardaba los mejores trozos de pescado, a escondidas.

Fuente:

Ficha técnica

Nº de páginas:

236

Editorial:

SIRUELA

Idioma:

CASTELLANO

Encuadernación:

Tapa dura

ISBN:

9788416964406

Año de edición:

2017

Plaza de edición:

MADRID

 


jueves, 1 de octubre de 2020

Fitzgerald, los felices veinte. 44 escritores de la literatura universal.

 


Fitzgerald, los felices veinte

 

El joven Fitzgerald podemos suponerle, de entrada, una infancia difícil. «Mi padre es un imbécil. Mi madre una neurótica», escribió.

Un padre guapetón, pero indolente, sureño y repeinado, y una madre que aparece en las fotos con expresión ceñuda, ojerosa y adusta. Como si hubiera llevado el mismo vestido siempre. Como si acabara de tragarse una espina y tratara de disimular ante el anfitrión. Una mujer estricta y posesiva, huraña como la bruja de los cuentos, que lo abrigaba en exceso, en invierno, con bufandas y gorros y verdugos y calzoncillos largos, y que cultivaba sus rizos rubios, de niño, y sus ojos azules, como quien planta hortensias en un jardín florido. Fue a Princeton, donde obtuvo algunas de las peores notas que se recuerdan, y donde se encargó del grupo de teatro y de la revista.

Fitzgerald, elegante y meloso, ligón y mujeriego, seductor implacable —el pelo engominado y una flor en el ojal de la chaqueta—, las mujeres caían en sus brazos como polillas atraídas por la luz. Se cuenta que en los bailes, en los felices veinte que vivió como nadie, siempre les regalaba un adjetivo: «Tengo un adjetivo para ti», les decía.

Su catálogo de conquistas, de fotos dedicadas e iniciales, resulta interminable. Una vez, en París, cenando con los Joyce, estuvo flirteando con Nora toda la noche: en el primero y en el segundo plato, en los postres y en el café, hasta que James amenazó con tirarse por una ventana si su mujer no le decía que parara en ese instante.

Acabó casándose con Zelda, con quien mantuvo una relación rugiente y destructiva, regida por el alcohol, la infidelidad, los abandonos, el desamor y la literatura… Fueron la pareja de moda. Anhelada y selecta, elegante y mundana, en un tiempo de luces de neón y bourbon al ocaso, desenfrenado y loco, de fiestas a las que acudían vestidos con pijama, de etiqueta o desnudos, y donde era de buen gusto echar las joyas a cocer a una cacerola con salsa de tomate. Ganó tanto dinero, tanto, que dejaba en los hoteles una bandeja cubierta de billetes para que los botones pudieran servirse.

Todo se rompió. Zelda, en una sucesión interminable de sanatorios y clínicas, y una lista herrumbrosa de diagnósticos de necesidad mortales: paranoia, demencia, esquizofrenia… Francis, perseguido por el demonio en que lo convertía el alcohol. Vivió los últimos años flotando en un mar de barbitúricos y espuma. Tomaba Veronal, Nembutal y Barbitol para el insomnio, y Benzedrina y café para poder ponerse de pie por la mañana. El más mínimo ruido, la luz, una llamada, un momento de paz, todo le crispaba los nervios. Dejó 600 dólares, en un sobre, al morir, para el entierro, y una caja repleta de cumplidos. «Eres un cristal claro», dijo en una ocasión a una de sus amantes. «Un vidrio soplado que el sol atraviesa, de repente». Así cualquiera.

 

Habían discutido y Zelda escribió a Francis para pedirle que volviera con ella. «Si vuelves, querido», le escribió en una cuartilla perfumada con su mejor letra de poeta, «haré que florezca el jazmín y con un matorral de hortensias te haré un vestido. Podrás jugar con mi pistola y dejaré que ganes todos los partidos de golf». No se sabe si volvió. Ni si fue para jugar con la pistola.

Fuente:

Ficha técnica

Nº de páginas:

236

Editorial:

SIRUELA

Idioma:

CASTELLANO

Encuadernación:

Tapa dura

ISBN:

9788416964406

Año de edición:

2017

Plaza de edición:

MADRID


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