lunes, 4 de mayo de 2020

Gaston Leroux Rouletabille en el palacio del zar. (Fragmento. Cap. I ).


En la última página de El perfume de la Dama de negro supimos que el zar reclamaba a Rouletabille para solucionar un caso enrevesado, mientras el Comité revolucionario le amenazaba con no dejarle llegar vivo a San Petersburgo si aceptaba la oferta. Aquella misma noche Rouletabille tomó el tren. También Leroux, su creador, había estado como periodista en San Petersburgo, escenario de su novela. En medio de una red de envenenadores y asesinos invisibles, donde no faltan secuestros, suplantaciones, bombas vivientes y juicios sumarísimos, brilla la prodigiosa mente de Rouletabille, en uno de esos juegos de lógica que solo pueden resolverse como un enigma o un jeroglífico.



 Gaston Leroux

Rouletabille en el palacio del zar

Rouletabille - 3








 
La presente obra es traducción directa e íntegra del original francés en su primera edición, publicada originalmente por entregas en el suplemento literario de L'Illustration en 1913, y editada el mismo año en forma de libro en el volumen tercero de Les Aventures extraordinaires de Joseph Rouletabille reporter por Editions Pierre Lafitte et Cie, París. Las ilustraciones, originales de Cristina Pérez Navarro, han sido realizadas expresamente para esta edición.


 
 
I
Alegría y dinamita

Bárinia[1], el joven extranjero ha llegado.
—¿A dónde lo has llevado?
—¡Oh! Se ha quedado en la caseta.
—Te dije que lo condujeras a la sala de Natasha. ¿No me has entendido, Ermolai?
—Perdóname, bárinia, pero cuando intenté registrarlo el joven extranjero me propinó una buena patada en el vientre.
—¿Le dijiste que se registra a todo el mundo antes de entrar en la propiedad, que esas son las órdenes, y que incluso mi madre se somete a ellas?
—Se lo dije, bárinia, y le hablé de la madre de la señora.
—¿Y qué respondió?
—Que él no es la madre de la señora. Estaba furioso.
—Está bien, hazlo pasar sin registrarlo.
—Al pristav[2] no le gustará.
—Lo ordeno yo.
Ermolai se inclinó y bajó al jardín. La bárinia abandonó la galería donde acababa de tener esta conversación con el viejo intendente del general Trebasof, su marido, y regresó al comedor de su dacha[3] de las Islas, donde el alegre consejero imperial, Iván Petróvich, relataba a los divertidos comensales su última aventura en Cubat[4]. Reinaba allí una gran alegría, y el menos alegre no era el general, que extendía sobre un sillón una pierna de la que aún no disponía libremente tras el penúltimo atentado de fatales consecuencias para su viejo cochero y sus dos caballos píos. La divertida anécdota del siempre amable Iván Petróvich (un anciano pequeño y bullicioso, calvo como una bola de billar) databa de la víspera. Después de haberse —como decía él— récuré la bouche[5] (pues estos caballeros no ignoran nada de nuestra bella lengua francesa, lengua que hablan como la propia y que gustan de usar entre ellos para no ser entendidos por el servicio), después de haberse enjuagado la boca con un gran vaso de «espumoso y burbujeante vino de Francia», estalló en carcajadas:
—Nos reímos de lo lindo, Fiódor Fiódorovich: cantamos a coro en la Barca[6], y luego, cuando los gitanos se marcharon con su música, bajamos hasta el río para refrescarnos las piernas y lavarnos la cara al fresco del amanecer, cuando una sotnia[7] de cosacos de la guardia pasó por allí. Yo conocía al oficial que estaba al mando y lo invité a venir y brindar a la salud del emperador en Cubat. Este oficial es un hombre, que conoce las marcas desde su más tierna infancia y que puede jactarse de no haber bebido jamás un vaso de vino de Crimea. Con solo oír la palabra champán grita: «¡Viva el emperador!». Un verdadero patriota. Aceptó. Y nos pusimos en camino, alegres como chiquillos despreocupados que recuerdan historias de la escuela. Toda la sotnia nos seguía, además del grupo de clientes que tocaba la flauta de pico y los izvóschiki[8] por detrás, todos en fila: ¡una auténtica procesión! Al llegar a Cubat, me avergüenzo de dejar a los compañeros de mi amigo en la puerta. Los invito. Ellos aceptan, naturalmente. Pero los suboficiales también tenían sed. Yo conozco la disciplina. Tú sabes, Fiódor Fiódorovich, que siempre he defendido la disciplina. El estar alegre, una mañana de primavera, no es razón para olvidar la disciplina. Hice beber a los oficiales en un gabinete particular y a los suboficiales en el salón del restaurante. En cuanto a los soldados, que también tenían sed, les hice beber en el patio. De este modo, palabra, no había mezclas extrañas. Pero hete aquí que los caballos relinchaban. Eran bravos caballos, Fiódor Fiódorovich, que también querían beber a la salud del emperador. Me encontraba en un buen aprieto por culpa de la disciplina. ¡La sala, el patio, todo estaba lleno! ¡Y no podía subir a los caballos a un gabinete particular! Dispuse, pues, que les llevasen champán en cubos y entonces se produjo esa fastidiosa mezcla que tanto había intentado evitar: una gran confusión de botas y cascos de caballo; sin duda la cosa más divertida que había visto en mi vida. Pero los caballos eran los más alegres de todos y danzaban como si les hubiesen puesto una tea bajo el vientre, y todos, palabra, estaban dispuestos a pisotear a sus caballeros, a poco que estos no fuesen de la misma opinión que ellos respecto a la ruta a seguir. Desde la ventana del gabinete particular gozábamos de lo lindo ante semejante follón de botas y cascos en danza. Pero los caballeros llevaron a los caballos al cuartel, con gran paciencia, porque los caballeros del emperador son los mejores del mundo, Fiódor Fiódorovich. ¡Cómo nos reímos! A su salud, Matrena Petrovna.
Estas últimas y atentas palabras iban dirigidas a la generala Trebasof, quien se encogió de hombros ante la insólita historia del alegre consejero imperial. Matrena Petrovna no intervino en la conversación más que para calmar al general, que quería «castigar» a toda la sotnia —hombres y caballos— con el calabozo. Y mientras los invitados reían con la aventura, ella le dijo a su marido, en su tono firme de gran mujer:
—Fiódor, no irás a dar importancia a lo que cuenta nuestro viejo y loco Iván. Es el hombre más imaginativo de la ciudad, con ayuda del champán.
—¡Iván!… ¡No es cierto que ordenases servir el champán en cubos a los caballos! ¡Viejo jactancioso! —protestó con envidia Atanasio Georgevich, el abogado famoso por su buen diente, que se jactaba de contar las mejores historias de borracheras y lamentaba no haber inventado esta.
—¡Palabra de honor! ¡Y de primera calidad! Había ganado cuatro mil rublos en el círculo de comercio y salí de esta pequeña fiesta con cincuenta kópeks[9].
Pero, junto al oído de Matrena Petrovna se inclinó Ermolai, el fiel intendente de campaña que jamás se quitaba, ni siquiera en la casa, su traje de nanquín[10] color avellana, su cinturón de cuero negro, sus holgados pantalones azules y sus botas relucientes como espejos (como corresponde a todo intendente de campaña recibido en casa de un superior, en la ciudad). La generala se levanta, tras una leve y amistosa inclinación de cabeza a su hermosa hija Natasha, quien la sigue con la mirada hasta la puerta, indiferente en apariencia a las cariñosas palabras del ayudante de campo de su padre, el soldado Borís Murazof, autor de hermosos versos sobre la muerte de los estudiantes moscovitas fusilados en sus barricadas.
Ermolai condujo a su señora al salón y allí le mostró una puerta que había dejado entreabierta que daba a una sala que precedía a la habitación de Natasha.
—¡Ahí está! —dijo en voz baja.
Ermolai hubiera podido callarse, pues la generala habría sido igualmente advertida de la presencia de un extranjero en la sala por la actitud de un individuo que vestía un abrigo marrón, ribeteado con el astracán sintético característico de los abrigos de la policía rusa (lo que permite reconocer a un agente secreto a primera vista). El policía estaba en el salón, a cuatro patas, y veía lo que ocurría en la sala por el estrecho espacio iluminado que quedaba entre la puerta semiabierta y la pared, cerca de los goznes. De este modo, toda persona que intentase acercarse al general Trebasof era observada, sin darse cuenta, después de haber sido registrada en la caseta (medida que se había adoptado tras el último atentado).
La generala golpeó suavemente la espalda del hombre arrodillado con esa mano heroica que salvara la vida de su marido y en la que aún quedaban huellas de la terrible explosión (último atentado en el que Matrena Petrovna había cogido con la mano la caja infernal destinada a hacer volar por los aires al general). El individuo se puso en pie y se alejó sigilosamente hasta la galería, donde se tumbó sobre un canapé simulando de inmediato un sueño profundo, pero vigilando en realidad el acceso al jardín.
Y Matrena Petrovna pasó a ocupar su puesto tras la ranura de la puerta y observó lo que ocurría en la sala. Por lo demás, esto no tenía nada de excepcional. Ella siempre daba el visto bueno a todo y a todos. Merodeaba a cualquier hora del día o de la noche alrededor del general como una perra guardiana, dispuesta a atacar, a enfrentarse al peligro, a recibir los golpes, a morir por su amo. Todo empezó en Moscú, después de la terrible represión —las masacres revolucionarias tras los muros de Presnia—, cuando los nihilistas[11] supervivientes dejaron tras ellos un cartel condenando a muerte al victorioso general Trebasof. Matrena Petrovna no vivía sino para el general. Había declarado que no le sobreviviría. Tenía dobles razones para cuidar de él.
… Pero había perdido la confianza…
Habían ocurrido en su casa cosas que le hacían desconfiar de su vigilancia, de su instinto, de su amor… Solo había hablado de ellas con el jefe de policía, Kuprian, quien a su vez se las comunicó al emperador… Y hete aquí que el emperador le envía, como último recurso, a este joven extranjero… Joseph Rouletabille, reportero…
¡Pero si era un chiquillo! Matrena Petrovna estudiaba, sin comprender, aquella joven cabeza redonda, aquellos ojos claros y —a primera vista— extraordinariamente ingenuos: ojos de niño. (Es cierto que en un primer momento la mirada de Rouletabille no resulta en absoluto de una profundidad de pensamiento sobrehumana, pues, de pie junto a la mesa de los zakuski[12] en medio de la sala, el joven parece únicamente ocupado en devorar a cucharadas los restos de caviar que quedan en las tarrinas). Matrena observó el frescor rosado de las mejillas, la ausencia de vello en el mentón: ni un solo pelo de barba… el cabello rebelde, formando volutas sobre la frente… ¡Ah! La frente, la frente, por ejemplo, era curiosa. Sí, era, a fe mía, una curiosa frente con dos protuberancias sobre las cejas, mientras que la boca se ocupaba… se ocupaba… se diría que Rouletabille no había comido en ocho días. En ese momento hacía desaparecer una magnífica rodaja de esturión del Volga, contemplando con interés una ensalada de pepinos a la crema, cuando apareció Matrena Petrovna.
Quiso excusarse de inmediato y habló con la boca llena:
—Le pido perdón, señora, pero el zar ha olvidado invitarme a comer.
La generala sonrió y le dio un fuerte apretón de manos, al tiempo que le rogaba que se sentase:
—¿Ha visto a Su Majestad?
—De allí vengo, señora. ¿Tengo el honor de hablar con la generala Trebasof?
—La misma. ¿Y usted es el señor…?
—Joseph Rouletabille en persona, señora; no añado «para servirla» porque aún no sé nada. Es precisamente lo que acabo de decirle a Su Majestad: esas historias de nihilistas a mí no me conciernen, ¿no es cierto?…
—¿Entonces? —preguntó la generala, bastante divertida con el tono que tomaba la conversación y el aire un poco atolondrado de Rouletabille.
—¡Entonces, nada! Yo soy reportero, ¿no es verdad? Es lo primero que le dije a mi director en París… no quiero tomar partido en asuntos de revolución que no conciernen a mi patria. A lo cual mi director me respondió: «No se trata de tomar partido. Se trata de ir a Rusia e informarse sobre la situación de los partidos políticos. Empezará por entrevistar al emperador». Y yo le dije: «¡En ese caso, de acuerdo!». Y tomé el tren.
—¿Y ha entrevistado al emperador?
—Sí, eso no ha sido difícil. Contaba con llegar directamente a San Petersburgo —explicó—; pero después de Gátchina, el tren se detuvo y el gran mariscal de la corte vino a mí y me rogó que le siguiera. ¡Nada más halagüeño! Veinte minutos más tarde me encontraba en Tsárskoie Seló, ante Su Majestad… Me estaba esperando. Comprendí de inmediato que se trataba de un asunto fuera de lo común…
—¿Y qué le dijo Su Majestad?
—Es un buen hombre. Su Majestad. Me tranquilizó de inmediato cuando le hice partícipe de mis escrúpulos. Me dijo que no se trataba de hacer política, sino de salvar al más fiel de sus servidores, que estaba a punto de ser víctima del más extraño drama familiar que quepa imaginar…
La generala se puso en pie, completamente pálida.
—¡Ah! —dijo, simplemente…
Y Rouletabille, a quien nada se le escapaba, vio temblar su mano sobre el respaldo de la silla.
El joven continuó, como sin reparar en absoluto en la emoción de la generala:
—Su Majestad añadió textualmente: «Se lo pido yo; y la generala Trebasof. ¡Vamos, señor, ella le espera!».
Entonces Rouletabille se calló, esperando a que la generala hablase a su vez.
Ella se decidió, tras reflexionar un instante.
—¿Ha visto a Kuprian? —preguntó.
—¿El jefe de policía? Sí… El gran mariscal me acompañó de nuevo a la estación de Tsárskoie Seló; el jefe de policía me esperaba en la de San Petersburgo. ¡Imposible ser mejor recibido!
—Señor Rouletabille —elijo Matrena, que se esforzaba visiblemente por recuperar toda su sangre fría—, no soy de la opinión de Kuprian y… tampoco —en este punto bajó la voz temblorosa— soy de la opinión de Su Majestad. Prefiero advertirle de inmediato… para que no tenga que lamentar el haber intervenido en un asunto en el que hay… riesgos… riesgos terribles… ¡No! Aquí no hay ningún drama familiar… La familia es muy pequeña, muy pequeña… el general, su hija Natasha, nacida de un primer matrimonio, y yo… No puede haber ningún drama familiar entre nosotros tres… Se trata simplemente de mi marido, señor, que ha cumplido con su deber de soldado defendiendo el trono de Su Majestad…, mi marido, al que quieren asesinar… No hay nada más, nada más, mi querido y joven huésped…
Y, para ocultar su aflicción, se dispuso a cortar una gran loncha de ternera con zanahorias en gelatina.
—No ha comido: tiene hambre. Es terrible, mi querido muchacho… Va usted a cenar con nosotros y luego… nos despediremos…, sí…, me dejará sola… Intentaré salvarlo yo sola… claro que sí… lo intentaré.
Y una lágrima cayó sobre la ternera con zanahorias. Rouletabille, que sentía que la emoción de esta valerosa mujer se apoderaba de él, se puso rígido para no dejar traslucir nada…
—Yo podría ayudarla —dijo—. El señor Kuprian me ha dicho que se trata de un auténtico misterio… y mi oficio consiste precisamente en desentrañar misterios…
—Ya sé lo que piensa Kuprian —dijo ella, sacudiendo la cabeza—. ¡Pero si yo tuviera que pensar un solo día lo que Kuprian piensa, preferiría estar muerta!
Y la buena de Matrena Petrovna levantó hacia Rouletabille sus hermosos y grandes ojos brillantes, llenos de lágrimas contenidas… y al momento añadió:
—¡Pero coma, mi querido y joven huésped, coma!… Mi querido muchacho, tendrá que olvidar todo lo que Kuprian le ha dicho… cuando regrese a la bella Francia.
—Se lo prometo, señora…
—El emperador le ha hecho hacer este gran viaje… Yo no quería… ¿Tiene gran confianza en usted? —preguntó ingenuamente, mirándolo con gran atención entre sus lágrimas.
—Señora, se lo voy a explicar. Tengo en mi haber unos cuantos asuntos sobre los cuales el emperador ha sido detalladamente informado y además, al emperador le está permitido leer los periódicos de vez en cuando. Había oído hablar sobre todo (pues se ha hablado de ello en el mundo entero, señora) del misterio del cuarto amarillo y del perfume de la Dama de negro[13]
Aquí, Rouletabille miró de soslayo a la generala y advirtió la gran mortificación que, sin lugar a dudas, expresaba su franca fisonomía; su absoluta ignorancia de aquel misterio amarillo y aquel perfume negro.
—Mi querido amigo —dijo ella, con voz cada vez más velada—, tendrá que perdonarme, pero hace mucho tiempo que ya no tengo vista para leer…
Y ahora, las lágrimas le corrían por el rostro… le corrían.
Rouletabille no lo resistió más. De pronto recordó que aquella heroica mujer había sufrido en el atroz combate cotidiano contra la muerte que ronda. Tembloroso, cogió sus manos pequeñas y regordetas con los dedos cargados de anillos:
 
—¡Señora, no llore! Quieren matar a su marido. ¡Pues, de acuerdo, seremos por lo menos dos para defenderlo, se lo juro!
—¿Incluso contra los nihilistas?
—¡Pues claro, señora, contra el mundo entero!… Me he comido todo su caviar: ¡soy su huésped!…, ¡soy su amigo!…
Mientras decía esto, estaba tan emocionado, tan sincero y tan gracioso, que la generala no pudo evitar sonreír entre lágrimas. Le hizo sentarse de nuevo muy cerca de ella.
—El jefe de policía me ha hablado mucho de usted. Fue de repente, por azar, después de que ocurriera el último atentado y algo misterioso que luego le contaré. Exclamó: «¡Ah! ¡Necesitaríamos un Rouletabille para desentrañar esto!». Al día siguiente volvió. Había estado en la corte. Allí, al parecer, se habló mucho de usted. El emperador quería conocerlo… Y así se han hecho las cosas, por mediación de la embajada, en París…
—Sí, sí…, y naturalmente, todo el mundo se ha enterado…, ¡qué bien!… Los nihilistas no tardaron en advertirme que jamás llegaría a Rusia con vida. Eso, además, me decidió a venir. Me gusta llevar la contraria por naturaleza[14].
—¿Y cómo ha sido el viaje?
—No ha ido mal…, gracias. En el tren descubrí de inmediato al joven eslavo encargado de mi muerte y llegué a un acuerdo con él…, es un muchacho encantador: lo hemos resuelto muy bien.
Rouletabille comía en aquel momento platos extraños a los que le resultaba difícil denominar. Matrena Petrovna le puso su mano pequeña y regordeta sobre el brazo:
—¿Habla en serio?
—Muy en serio.
—¿Un vasito de vodka?
—Nunca tomo alcohol.
La generala vació el vasito de un trago:
—¿Y cómo lo descubrió? ¿Cómo lo supo?
—En primer lugar, llevaba gafas. Todos los nihilistas llevan gafas cuando viajan. Además, yo tengo un buen truco. Un minuto antes de salir de París hice subir a uno de mis amigos al pasillo de los coches-cama, un reportero que hace todo lo que le pido sin pedir nunca explicaciones, el padre Candeur. Le dije: «Padre Candeur, vas a gritar, de pronto, con todas tus fuerzas: “¡Vaya, ahí está Rouletabille!”». El padre Candeur gritó entonces: «¡Vaya, ahí está Rouletabille!». Y al momento, todos los que estaban en el pasillo se volvieron y todos los que ya estaban en los compartimientos se asomaron, menos el hombre de las gafas. Ya lo sabía.
La generala miró a Rouletabille, que estaba rojo como la cresta de un gallo y bastante azorado por su fatuidad.
—Esto que le digo se merece, quizá, una bofetada, señora; pero desde el momento en que el emperador de todas las Rusias tenía el deseo de conocerme yo no podía permitir que cualquier hombrecillo con gafas metiera las narices en mis asuntos. No era natural. En cuanto el tren se puso en marcha, fui a sentarme junto a este señor y le hice partícipe de mis reflexiones. Había acertado. El viajero se quitó las gafas y, mirándome fijamente a los ojos, me confesó que le alegraba tener una pequeña charla conmigo antes de que me ocurriese algo lamentable. Media hora más tarde llegábamos a un acuerdo cordial. Le había hecho comprender que iba simplemente a cumplir con mi oficio de reportero y que siempre estarían a tiempo de disgustarse si yo no obraba con prudencia. En la frontera alemana me permitió seguir mi camino y regresó tranquilamente a su nitroglicerina.
—¡Ahí lo tiene, «amenazado», usted también, mi pobre muchacho!…
—¡Oh! ¡Aún no nos tienen!…
Matrena Petrovna tosió. Ese nos acababa de darle un vuelco a su corazón. ¡Con qué tranquilidad aquel muchacho, al que hacía tan solo una hora aún no conocía, se disponía a compartir los peligros de una situación que despertaba la compasión de todos, pero de la cual los más valerosos se apartaban con tanta prudencia como terror!
—¡Ah, mi querido amigo!… ¿Un poco de este magnífico buey ahumado de Hamburgo? Usted cuénteme novedades y lo acompañaremos con un poco de anís.
Pero el joven ya estaba llenando su vaso de pivo[15] rubia, espumeante y fresca:
—Ahora —dijo—, señora, la escucho. Cuénteme cómo fue el primer atentado.
—Ahora —dijo Matrena—, vamos a cenar…
Rouletabille agrandó los ojos.
—¿Pero, señora, qué es lo que acabo de hacer?
La generala sonrió. Todos los extranjeros eran iguales. Por comer unos entremeses, unos zatkuski, se imaginan que el anfitrión les va a dejar tranquilos. No saben comer.
—Vamos al salón. El general le espera. Están todos a la mesa.
—Se supone que yo ya lo conozco.
—Sí, se conocieron en París. Es lo más natural del mundo que, al estar de paso en San Petersburgo, venga a hacerle una visita. Lo conoce incluso muy bien, lo suficiente para que él le ofrezca su entera hospitalidad. ¡Ah, escuche! ¡Mi hermosa hija también!… Sí, Natasha cree que su padre le conoce —añadió, ruborizándose.
Empujó la puerta del gran salón que había que atravesar para ir al comedor.
Desde donde se encontraba, Rouletabille podía ver todos los rincones del salón, la galería, el jardín y la caseta de la entrada, junto a la verja. En la galería, el hombre del abrigo marrón con cuello de astracán sintético parecía continuar su sueño sobre el canapé; en una de las esquinas del salón, otro individuo, silencioso e inmóvil como una estatua, y vestido con el mismo abrigo marrón y astracán sintético, de pie y con las manos en la espalda, parecía como petrificado ante una colorida acuarela en la que se veía una puesta de sol que alumbraba como una antorcha la flecha de oro de San Pedro y San Pablo. En el jardín, junto a la caseta, tres gabanes marrones erraban como almas en pena por el césped o ante la puerta de entrada. Rouletabille retuvo a la generala con un gesto, volvió a la salita y cerró la puerta.
—¿Policías? —preguntó.
Matrena Petrovna le hizo una seña con la cabeza al tiempo que se llevaba el índice a su pequeña boca ingenua, como se acostumbra a hacer con el dedo y la boca para recomendar silencio. Rouletabille sonrió.
—¿Cuántos son?
—Diez, relevados cada seis horas.
—Eso significa cuarenta desconocidos cada día en su casa.
—¡Desconocidos no! —repuso ella—… ¡Policías!…
—¿Y a pesar de ello ocurrió el golpe del ramo de flores en la habitación del general?
—¡No!… En ese momento, solo eran tres… Desde entonces pasaron a ser diez.
—No importa… Pero después de tener a los diez ocurrió…
—¿Qué? —preguntó ella, ansiosa.
—Lo sabe muy bien… lo del suelo…
—¡Cállese! —ordenó ella.
Y fue a echar un vistazo a la puerta, observando con atención al policía-estatua frente a su puesta de sol… Luego dijo:
—No lo sabe nadie… Ni siquiera mi marido…
—Eso me dijo Kuprian… Entonces, él le asignó a esos diez agentes…
—¡Exacto!
—Pues bien, va usted a empezar por echarlos a todos de aquí.
Matrena Petrovna le cogió la mano, atónita.
—¿No lo dirá usted en serio?
—¡Sí! ¡Hay que saber de dónde viene el golpe! Aquí hay cuatro clases de personas: la policía, los criados, los amigos y la familia… Alejaremos primero a la policía. Que se le prohíba la entrada en la casa. No ha sabido protegerles. No tiene nada que lamentar. Y si, una vez se hayan ido, no vuelve a producirse otro hecho preocupante, podremos dejar que Kuprian continúe la investigación, sin molestarse, en casa.
—Pero usted no conoce a la policía de Kuprian. Es admirable. Estos valerosos hombres han dado muestras de una abnegación…
—Señora, si yo me encontrara frente a un nihilista, lo primero que me preguntaría sería esto: ¿es policía? Lo primero que me pregunto ante uno de vuestros agentes es: ¿no será nihilista?…
—¡Pero no querrán irse!
—¿Alguno de ellos habla francés?
—Sí, su jefe, el que está ahí, en el salón.
—Llámelo, se lo ruego.
La generala se acercó al salón e hizo una seña. El hombre apareció. Rouletabille le tendió un papel que el otro leyó.
—Va usted a reunir a sus hombres y a abandonar la villa —ordenó Rouletabille—. Vaya a Jefatura y dígale al señor Kuprian que yo lo he ordenado y que exijo que el servicio policial en la villa sea suspendido… hasta nueva orden.
El hombre se inclinó, parecía no comprender, miró a la generala y le dijo al joven:
—¡A sus órdenes!
Salió.
—Aguarde un momento aquí —le rogó la generala, que no sabía qué actitud adoptar y cuya inquietud daba realmente lástima.
Y desapareció tras el hombre vestido con abrigo de astracán sintético. Un momento después regresó. Parecía aún más agitada.
—Le ruego que me perdone —murmuró—, pero no podía dejarlos ir así. Estaban muy apenados. Me han preguntado si habían hecho algo mal, si habían faltado a sus obligaciones. Les he tranquilizado con una nachái[16].
—Dígame toda la verdad, señora. Les ha pedido que no se alejen demasiado, que permanezcan en los alrededores de la villa, que la vigilen lo más de cerca posible.
—Es cierto —admitió la generala, ruborizándose—. Pero se han marchado de todos modos. Tienen que obedecerle. ¿Qué era ese papel que le ha enseñado?…
Rouletabille sacó de nuevo su pase lleno de matasellos, de signos, de letras cabalísticas, de las que no entendía ni jota. La generala tradujo en voz alta:
—«Orden a todos los agentes de vigilancia en la villa Trebasof de obedecer fielmente al portador de la presente. Firmado: Kuprian».
—¡Es posible! —murmuró Matrena Petrovna—. Pero Kuprian jamás le habría dado ese papel si hubiera podido imaginar que se serviría de él para expulsar a sus agentes.
—¡Evidentemente! Yo no le pedí su opinión, señora, créame… Pero mañana lo veré y me comprenderá…
—¿Y mientras, quién va a vigilar? —preguntó ella.
Rouletabille volvió a tomarle las manos. La veía sufrir, presa de una angustia casi enfermiza. Sentía lástima de ella. Deseaba inspirarle confianza de inmediato.
¡Nosotros! —dijo.

Ella miró sus ojos tan claros, tan profundos, tan inteligentes; su cabeza sólida, su frente voluntariosa, toda aquella juventud ardiente que se entregaba a ella para tranquilizarla. Rouletabille esperaba que dijera algo. No dijo nada. Lo abrazó con todo su corazón.

Fuente: EPUB.

domingo, 3 de mayo de 2020

El breve misterio de los Misterios Largos La obra de Gaston Leroux

 

El breve misterio de los Misterios Largos

 

 

            La obra de Gaston Leroux
             
            Ni Sherlock Holmes ni Auguste Dupin (el detective creado por Edgar Allan Poe) lograron desentrañar uno de los casos más difíciles de toda su carrera, y quizá uno de los más difíciles de la historia del misterio literario en sí: su duración. A diferencia de los misterios de la realidad, algunos de los cuales —la propia realidad es un buen ejemplo— duran toda nuestra vida y se prolongan en las vidas de los demás, el misterio literario, al menos el buen misterio literario, es breve por naturaleza. Sherlock Holmes y Auguste Dupin sabían que podían enfrentarse a cualquier adversario, salvo al aburrimiento del lector.
            Pero el enigma de la difícil existencia de los Misterios Largos merece un análisis. Es, como diría Holmes, «un problema de tres pipas». Y veremos que, allí donde el detective inglés y el americano fracasaron, un resuelto investigador francés consiguió triunfar.
            Procedamos como verdaderos detectives, indagando en primer lugar si existe realmente un misterio que resolver. ¿Es cierto que la solución del caso de los Misterios Largos no fue descubierta por Holmes o Dupin? A primera vista, así es en lo que a este último atañe. La propia obra de Poe, salvo su Gordon Pym y su esotérico ensayo Eureka, está formada por cuentos cortos y poemas. Curiosamente, Poe, a quien todos los dedos acusadores señalan como verdadero inventor de la novela policíaca (y acentuamos aquí la palabra «novela»), situó el primero de sus cuentos en París, quizá anticipando de manera profética, en uno de esos raptos metafísicos a los que era tan aficionado, el nacimiento del detective que realmente resolvería el caso: y así, El doble asesinato de la calle Morgue presenta al detective Auguste Dupin en unas cuantas páginas y nos abre las puertas a un horror fascinante, «bestial» en todos los sentidos de la palabra. Otras dos historias —entre ellas la extraordinaria Carta robada— no superan el límite de páginas necesario para prolongar debidamente el misterio.
            Es verdad que lo que ocurre con el detective inglés es distinto. La presentación que nos hace Conan Doyle de él, o la que nos hace su factótum, el doctor Watson, es una novela en toda regla: Estudio en Escarlata. A lo largo de su prolífica vida de ficción, Holmes participará en otras novelas como El sabueso de los Baskerville y El valle del terror. De modo que quizá el detective aficionado que todo lector lleva dentro puede apresurarse a señalar que fue Sherlock Holmes quien descifró los curiosos códigos del misterio de más de cien páginas. Pero la verdad, como suele decirse, es muy distinta.
            Si examinamos con lupa las aventuras de Sherlock, veremos que Conan Doyle no era ni de lejos tan bueno en las obras de largo aliento y necesitaba «rellenarlas» con pequeños relatos del género histórico que tanto le agradaba. Salvo El sabueso de los Baskerville (y ahora veremos el truco que usó en ésta), el misterio de sus aparentes «novelas» holmesianas termina pronto, y la segunda parte de tales obras está dedicada a explicar los antecedentes del caso haciendo que el lector se remonte a tiempos remotos. En lo que respecta a los Baskerville, una hábil componenda del autor permite que Holmes se eclipse durante casi la mitad de la novela, convirtiendo ésta en una especie de bitácora de Watson, confinado en la soledad de los páramos. Es decir —y aquí hallamos una pista importante sobre el Misterio de los Misterios Largos—, no es que no pueda prolongarse un relato de misterio: es que, para hacerlo, es preciso, al parecer, frenar el desarrollo y apartar del escenario al investigador. En teoría, un investigador que se pasara más de cien páginas buscando huellas y entrevistando a testigos perpetraría de inmediato el crimen más imperdonable de cuantos puede cometer un detective: el asesinato a sangre fría del interés del lector. ¿O no?
            El escritor francés Gaston Leroux demostró que esto no siempre es así. Y hallar las claves que utilizó para resolver el Misterio de los Misterios Largos, por complejas que sean, es el propósito de esta introducción.
            Procederemos como cualquier detective, y examinaremos en primer término el lugar de los hechos: sus obras de misterio, ¿son novelas? Tomemos como ejemplo El misterio del cuarto amarillo o El perfume de la Dama de Negro. Un examen superficial nos revela que fueron publicadas en forma de folletines. Los investigadores torpes confundirán el efecto con la causa y afirmarán que no podían dejar de ser novelas, ya que fueron publicadas por entregas, como las obras de Dickens. Pero observemos que el misterio, lejos de resolverse, se embarulla: las aventuras de Holmes también fueron publicadas por entregas, y, para complicar todavía más el asunto (como ocurre en los clásicos misterios cuando se presenta, casi al final, una prueba inesperada y distinta), hubo otro escritor muy anterior a Gaston Leroux y al propio Doyle que habló de detectives y escribió larguísimas novelas publicadas en forma de folletín: Wilkie Collins. De modo que la forma de publicarlas no sólo no parece la clave del enigma, sino que lo complica más. ¿Es, por tanto, falso que Poe y Doyle fueran los padres del relato policíaco? ¿Ya se escribían novelas policíacas antes de que Rouletabille —el detective de Leroux— comenzara su andadura? Bien, no es exactamente así. La verdad no es la que aparenta ser. Las obras del inglés Wilkie Collins, compuestas en el siglo XIX, contienen misterios, pero no se asientan en ellos para desarrollarse y llenar páginas. En realidad, lo que hace Collins —y de forma magistral— es crear personajes que se turnan hablando en primera persona y revelándonos sus formas de ser y sus profundidades. A Collins no le interesa saber quién o cómo lo hizo, sino crear una galería de historias y personajes fascinantes que se adhieren al misterio como la nieve a una bola de nieve. Sus aparentes «novelas de misterio» son novelas psicológicas en las que el interés por el misterio en sí se diluye mientras avanzamos a través de los densos monólogos de sus protagonistas.
            Por lo tanto, Wilkie Collins es inocente. No fue el creador de los Misterios Largos, y tampoco resolvió el caso. Y en cuanto a los folletines de las pseudonovelas de Holmes, ya hemos explicado que no pueden considerarse «novelas de Holmes» al cien por cien.
            Esto nos lleva de nuevo a Leroux, porque «cuando se han descartado todas las posibilidades, la que queda, por improbable que parezca, ha de ser la verdad». Y si Leroux carece de antecesores de sus obras, entonces debe ser Leroux la clave del misterio que intentamos desentrañar.
            ¿Cómo logra este enorme, victorhuguesco escritor francés, perteneciente a esa clase de amantes de la buena mesa y la buena vida, prolongar sus relatos de misterio sin que el interés decaiga? Bien, supongo que eso es lo que cada lector tendrá que descubrir por sí mismo en las páginas que siguen. Pero yo puedo adelantarles algunas pistas: una organización cuidadosa, minuciosa casi, como la de un verdadero rompecabezas, pero de esos que venden en grandes cajas repletos de minúsculos recortes, o más bien como las construcciones de Lego; cierto interés por los personajes, no comparable al de Collins, pero tampoco anecdótico; una pasión admirable por el diálogo, por la pregunta y la respuesta socráticas, donde el lector participa casi como un testigo mudo. Y, last but not least, el amor por el desafío de la lógica, por el verdadero misterio, que no se resuelve nunca en dos patadas sino a lo largo de muchos y muy considerables esfuerzos. ¿Es posible averiguar en menos de cien páginas cómo se ha cometido un crimen en un cuarto completamente hermético? La respuesta es: no, si el misterio está bien creado. Y El misterio del cuarto amarillo lo está, y desafía nuestra lógica una y otra vez, guiándonos por caminos falsos y conduciendo al más avezado de los lectores hacia metas que se revelan como espejismos, hasta que al fin el gran Leroux alza el telón y la verdad, hasta entonces enmascarada —como en su famosa novela El fantasma de la ópera—, nos permite contemplar su terrible rostro. Y El perfume de la Dama de Negro, donde de nuevo aparece el detective Rouletabille, es otro buen ejemplo de esa persecución lógica que nos obliga a emprender Leroux. No en vano, grandes cultivadores de la novela policíaca posterior, como Agatha Christie o John Dickson Carr, han experimentado auténtica devoción por el autor del Cuarto amarillo, y viendo los viejos retratos del escritor francés uno se pregunta hasta qué punto ese otro grande y aventurero detective belga no fue heredero, no sólo lógico (la propia Agatha lo confesó así) sino «biológico» de las creaciones y la apariencia física del propio Leroux.
            En cualquier caso, el lector tiene ya en sus manos la clave del enigma. Y a lo largo de las páginas que siguen, comprobará que el Misterio de los Misterios Largos es, a fin de cuentas, muy breve, y se llama Gaston Leroux.
             
            JOSÉ CARLOS SOMOZA
Fuente:
Título original: Le mystère de la chambre jaune & Le perfume de la Dame en noir

            Gaston Leroux, 1907

            Traducción: J. L. Samo


sábado, 2 de mayo de 2020

CAJA DE HERRAMIENTAS 70. Mientras escribo. Stephen King.


CAJA DE HERRAMIENTAS
70
1
Mi abuelo era carpintero.
Hacía casas, tiendas, bancos;
fumaba Camel sin parar
y clavaba planchas con clavos.
Era un hombre muy cabal,
que cepillaba bien sus puertas
y votaba a Eisenhower
porque Lincoln ganó la guerra.
Es una de mis letras favoritas de John Prine, quizá porque mi abuelo
también era carpintero. Tiendas y bancos no sé, pero casas hizo muchas Guy
Pillsbury, y dedicó la tira de años a que el Atlántico y los duros vientos
invernales de la costa no se llevaran la casa que tenía en Prout’s Neck el
famoso pintor Winslow Homer. La diferencia es que Fazza fumaba puros. El
fumador de Camel era mi tío Oren, en cuyas manos quedó la caja de
herramientas al jubilarse Fazza. No recuerdo que estuviera en el garaje el día
en que se me cayó el bloque de cemento en el pie, pero debía de ocupar su
emplazamiento habitual, al lado del rincón donde guardaba mi primo Donald
sus palos de hockey, sus patines de hielo y su guante de béisbol. Era una caja
de las grandes, con tres pisos, dos de los cuales (los de encima) se podían
quitar, y divididos los tres de manera muy ingeniosa, como cajitas chinas.
Huelga decir que estaba hecha a mano, a base de maderas, clavitos y tiras de
latón, y en la tapa unos cierres que a mi vista infantil parecían los de la
fiambrera de un gigante. La tapa tenía un forro interior de seda, que en aquel
contexto resultaba un poco extraño, y más por el dibujo: rosas rojo claro
medio borradas por la grasa y la suciedad. La caja tenía un asidero grande en
cada lado. Puedo asegurar que en Wal-Mart o Western Auto no se veían cajas
de herramientas comparables. Al quedársela mi tío, encontró al fondo, grabada
en latón, una reproducción de una marina famosa de Homer (creo que La
resaca). Después de unos años hizo que se la autentificara un experto en
Homer de Nueva York, y tengo entendido que la vendió a los pocos años por
bastante dinero. El cómo y el porqué de que llegara a manos de Fazza son un
misterio, pero el origen de la caja no tenía nada de enigmático: se la había
hecho él.
Un verano ayudé al tío Oren a cambiar una mosquitera del fondo de la
casa, porque se había roto. Creo que tenía ocho o nueve años. Me acuerdo de
haberlo seguido con la de repuesto en la cabeza, como los nativos de las
71
películas de Tarzán. Mi tío llevaba la caja a la altura del muslo, cogida por las
dos asas. Iba vestido como siempre, con pantalones caquis y una camiseta
blanca
limpia. Su pelo entrecano, de corte militar, brillaba de sudor. Tenía un Camel
colgando del labio inferior. (Años después, viéndome llegar con un paquete de
Chesterfíeld en el bolsillo de la camisa, el tío Oren le dedicó una mirada
desdeñosa y lo definió como «tabaco de calabozo».)
Cuando llegamos a la ventana donde se había roto la mosquitera, el tío
Oren dejó la caja en el suelo con un suspiro de alivio. Dave y yo habíamos
intentado levantarla varias veces del suelo del garaje, cada uno por un asa,
pero apenas se movía. Claro que éramos pequeños, pero calculo que, llena del
todo, la caja de herramientas de Fazza pesaba entre cuarenta y sesenta kilos.
El tío Oren me dejó abrir los cierres. La bandeja superior contenía todas
las herramientas de uso habitual. Había un martillo, una sierra, alicates, dos
llaves inglesas fijas y otra graduable, un nivel (con su mágica ventanita
amarilla en el centro), un taladro (cuyas diversas brocas estaban perfectamente
ordenadas en las profundidades) y dos destornilladores. Mi tío me pidió uno.
—¿Cuál? —pregunté.
—El que sea —contestó.
La mosquitera rota tenía tornillos de los de agujero en forma de estrella,
y es verdad que daba igual usar un destornillador normal o de cruz. Esa clase
de tornillos se quitan metiendo la punta del destornillador en el agujero y
haciéndolo girar como las llantas de coche después de haber soltado las
tuercas.
El tío Oren retiró los tornillos (un total de ocho, que me dio a mí para
tenerlos a mano) y quitó la mosquitera rota. Luego la dejó apoyada en la pared
y levantó la nueva. Coincidían perfectamente los agujeros de los dos marcos,
el de la mosquitera y el de la ventana. Al comprobarlo, el tío Oren soltó un
gruñido de satisfacción. Entonces fui dándole uno a uno los tornillos, los
metió en los agujeros y los apretó por el mismo procedimiento de antes,
insertando el destornillador y haciéndolos girar.
Cuando la mosquitera estuvo fija, el tío Oren me dio el destornillador
pidiéndome que lo pusiera en la caja de herramientas y la cerrara. Yo obedecí,
pero estaba perplejo. Le pregunté por qué había llevado la caja de Fazza por
toda la casa si sólo necesitaba un destornillador. Podría habérselo metido en el
bolsillo trasero de los pantalones.
—Ya, Stevie —dijo él mientras se agachaba para coger las dos asas—,
pero es que no sabía si tendría que hacer algo más. ¿Entiendes? Siempre es
mejor llevar todas las herramientas, porque corres el riesgo de encontrarte con
algo que no esperabas y dejar a medias la faena.
72
Es una manera de decir que para sacar el máximo partido a la escritura
hay que fabricarse una caja de herramientas, y luego muscularse hasta poder
llevarla. Quizá entonces, en lugar de dejar una faena a medias, se pueda coger
la herramienta indicada y poner manos a la obra de manera inmediata.
La caja de herramientas de mi abuelo tenía tres niveles. La tuya debería
tener al menos cuatro. Supongo que podrían ser hasta cinco o seis, pero llega
un punto en que crece demasiado la caja para ser portátil, con lo cual pierde su
mayor virtud. También tienes que disponer de vanos compartimientos para los
tornillos y las tuercas, pero su situación y contenido es cosa tuya.
Advertirás que ya tienes casi todas las herramientas necesarias, pero te
recomiendo volver a examinarlas una por una al guardarlas en la caja.
Conviene verlas como si fueran nuevas, acordarse de su función y, si hay
alguna oxidada (lo cual es muy posible, sobre todo si hace tiempo que no se
utiliza a fondo), limpiarla.
La bandeja superior es para las herramientas normales. La más normal,
el pan del escritor, es el vocabulario. En este caso puedes aprovechar lo que
tengas sin ningún sentimiento de culpa ni de inferioridad. Es lo que dijo la
puta al marinero vergonzoso: «Oye, guapo, que no es cuestión de lo que
tienes, sino de cómo lo usas.»
Hay escritores con un léxico enorme, el tipo de persona que no ha
fallado una sola respuesta en los concursos de vocabulario de la tele desde
hace como mínimo treinta años. Un ejemplo:
Las cualidades de correoso, indeteriorable y casi
indestructible eran atributos inherentes a la forma de
organización de la cosa, pertenecientes a algún ciclo
paleógeno de la evolución de los invertebrados que se hallaba
fuera del alcance de nuestras capacidades especulativas.
—H. P. Lovecraft, En las montañas de la locura
¿Qué tal? Ahí va otro:
En algunas [tazas] no se advertía la menor señal de que se
hubiera plantado algo; otras presentaban tallos marrones y
agostados, testimonio de inescrutables estragos.
—T. Coraghessan Boyle, Budding Prospects
73
Alguien le arrebató la venda a la anciana, y fue apartada de
un manotazo junto con el malabarista. Al congregarse todos
para dormir, y crepitar al viento las llamas bajas de la
hoguera cual si estuviera viva, seguían los cuatro en cuclillas
en los márgenes de la lumbre, rodeados de extraños enseres y
viendo combarse las llamas bajo la ventisca como si fueran
absorbidas al vacío por alguna vorágine, un vórtice en aquel
desierto con respecto del cual quedaban derogados el tránsito
del hombre y todos sus cálculos.
—Cormac McCarthy, Blood Meridian
También hay escritores que emplean vocabularios más reducidos y
sencillos. Parece casi innecesario dar ejemplos, pero pondré unos cuantos de
los que prefiero.
Llegó al río. Lo tenía delante.
—Ernest Hemingway, El río de los dos corazones
Pillaron al niño haciendo guarrerías debajo de las gradas.
—Theodore Sturgeon, Some of Your Blood
Pasó esto.
—Douglas Fairbairn, Shoot
Algunos dueños eran amables porque no les gustaba lo que
tenían que hacer; otros estaban enfadados porque no les
gustaba ser crueles, y otros eran fríos porque ya hacía tiempo
que se habían dado cuenta de que sólo se podía ser dueño
siendo frío.
—John Steinbeck, Las uvas de la ira
Destaca la frase de Steinbeck. Tiene 44 palabras, 33 de ellas
monosílabas o bisílabas. Quedan once de más de dos sílabas, pero no
corresponden a palabras cultas, sino a formas verbales, pronombres... La
estructura presenta cierta complejidad, pero el vocabulario no se aleja
demasiado del de los libros infantiles. Las uvas de la ira es indiscutiblemente
una buena novela. Considero que Blood Meridian también, aunque no
entienda del todo muchas partes. ¿Y qué? Tampoco sé descifrar muchas de
mis canciones favoritas.
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Por otro lado, hay material que no sale en el diccionario pero que sigue
siendo vocabulario. Verbigracia:
—Qué hay, Lee —dijo Killian—. Qué-tal-hombre-qué-tal.
—¡Has logrado acojonar... a ese... mamón!
—Pues ejjjjjjj...
—¡Sherman... asqueroso traidor hijoputa!
—¡Marica de mierda!
—Tom Wolfe, La hoguera de las vanidades
Es un ejemplo de transcripción del vocabulario de la calle. Hay pocos
escritores que igualen el talento de Wolfe para ponerlo por escrito. (Otro que
sabe es Elmore Leonard.) A veces lo callejero acaba en el diccionario, pero
sólo cuando está bien muerto. Y dudo que «¡Brrraaannnggg!» figure en el
diccionario de ninguna academia.
Pon el vocabulario en la bandeja de encima, y no hagas ningún esfuerzo
consciente de mejorarlo. (Claro que lo harás al leer, pero... luego lo comento.)
Poner al vocabulario de tiros largos, buscando palabras complicadas por
vergüenza de usar las normales, es de lo peor que se le puede hacer al estilo.
Es como ponerle un vestido de noche a un animal doméstico. El animal pasa
vergüenza, pero el culpable de la presunta monería debería pasar todavía más.
Propongo desde ya una promesa solemne: no usar «retribución» en vez de
«sueldo», ni «John se tomó el tiempo de ejecutar un acto de excreción»
queriendo decir que «John se tomó el tiempo de cagar». Si consideras que tus
lectores podrían considerar ofensivo o impropio el verbo «cagar», di «John se
tomó el tiempo de hacer sus necesidades» (o «John se tomó el tiempo de ir de
vientre»). No es que quiera fomentar las palabrotas, pero sí el lenguaje directo
y cotidiano. Recuerda que la primera regla del vocabulario es usar la primera
palabra que se te haya ocurrido siempre y cuando sea adecuada y dé vida a la
frase. Si tienes dudas y te pones a pensar, alguna otra palabra saldrá (eso
seguro porque siempre hay otra), pero lo más probable es que sea peor que la
primera, o menos ajustada a lo que querías decir.
Lo de «querer decir» es muy importante. Si tienes alguna duda, piensa
cuántas veces has oído frases como: «Es que no puedo describirlo», o «No es
lo que quería decir». Piensa cuántas veces lo has dicho tú, con más o menos
frustración. Las palabras sólo reflejan contenidos. Aunque se escriba como los
ángeles, casi nunca se logra expresar plenamente lo que se pretendía decir.
Hecha esa precisión, ¿a quién se le ocurre empeorar las cosas eligiendo una
palabra emparentada en segundo o tercer grado con la que se quería usar?
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Y otra cosa: que no te cohiba tener en cuenta el decoro. Como dijo
alguien, una cosa es hacerle a la condesa una visita en domingo, y otra un
besito en las domingas. Quedaría mal.

viernes, 1 de mayo de 2020

Octavio Paz La casa de la presencia


Poesía y poema
La poesía es conocimiento, salvación, poder, abandono. Operación capaz de cambiar al mundo, la
actividad poética es revolucionaria por naturaleza; ejercicio espiritual, es un método de liberación interior. La
poesía revela este mundo; crea otro. Pan de los elegidos; alimento maldito. Aisla; une. Invitación al viaje;
regreso a la tierra natal. Inspiración, respiración, ejercicio muscular. Plegaria al vacío, diálogo con la
ausencia: el tedio, la angustia y la desesperación la alimentan. Oración, letanía, epifanía, presencia.
Exorcismo, conjuro, magia. Sublimación, compensación, condensación del inconsciente. Expresión histórica
de razas, naciones, clases. Niega a la historia: en su seno se resuelven todos los conflictos objetivos y el
hombre adquiere al fin conciencia de ser algo más que tránsito. Experiencia, sentimiento, emoción, intuición,
pensamiento no dirigido. Hija del azar; fruto del cálculo. Arte de hablar en una forma superior; lenguaje
primitivo. Obediencia a las reglas; creación de otras. Imitación de los antiguos, copia de lo real, copia de una
copia de la idea. Locura, éxtasis, logos. Regreso a la infancia, coito, nostalgia del paraíso, del infierno, del
limbo. Juego, trabajo, actividad ascética. Confesión. Experiencia innata. Visión, música, símbolo. Analogía:
el poema es un caracol en donde resuena la música del mundo y metros y rimas no son sino
correspondencias, ecos, de la armonía universal. Enseñanza, moral, ejemplo, revelación, danza, diálogo,
monólogo. Voz del pueblo, lengua de los escogidos, palabra del solitario. Pura e impura, sagrada y maldita,
popular y minoritaria, colectiva y personal, desnuda y vestida, hablada, pintada, escrita, ostenta todos los
rostros pero hay quien afirma que no posee ninguno: el poema es una careta que oculta el vacío, ¡prueba
hermosa de la superflua grandeza de toda obra humana!
¿Cómo no reconocer en cada una de estas fórmulas al poeta que la justifica y que al encarnarla le da
vida? Expresiones de algo vivido y padecido, no tenemos más remedio que adherirnos a ellas —
condenados a abandonar la primera por la segunda y a ésta por la siguiente. Su misma autenticidad
muestra que la experiencia que justifica a cada uno de estos conceptos, los trasciende. Habrá, pues, que
interrogar á los testimonios directos de la experiencia poética. La unidad de la poesía no puede ser asida
sino a través del trato desnudo con el poema.
Al preguntarle al poema por el ser de la poesía, ¿no confundimos arbitrariamente poesía y poema?
Ya Aristóteles decía que «nada hay de común, excepto la métrica, entre Hornero y Empédocles; y por esto
con justicia se llama poeta al primero y fisiólogo al segundo». Y así es: no todo poema —o para ser exactos:
no toda obra construida bajo las leyes del metro— contiene poesía. Pero esas obras métricas ¿Son
verdaderos poemas o artefactos artísticos, didácticos o retóricos? Un soneto no es un poema, sino una
forma literaria, excepto cuando ese mecanismo retórico —estrofas, metros y rimas— ha sido tocado por la
poesía. Hay máquinas de rimar pero no de poetizan Por otra parte, hay poesía sin poemas; paisajes,
personas y hechos suelen ser poéticos: son poesía sin ser poemas. Pues bien, cuando la poesía se da
como una condensación del azar o es una cristalización de poderes y circunstancias ajenos a la voluntad
creadora del poeta, nos enfrentamos a lo poético. Cuando —pasivo o activo, despierto o sonámbulo— el
poeta es el hilo conductor y transformador de la corriente poética, estamos en presencia de algo
radicalmente distinto: una obra. Un poema es una obra. La poesía se polariza, se congrega y aisla en un
producto humano: cuadro, canción, tragedia. Lo poético es poesía en estado amorfo; el poema es creación,
poesía erguida. Sólo en el poema la poesía se aisla y revela plenamente. Es lícito preguntar al poema por el
ser de la poesía si deja de concebirse a éste como una forma capaz de llenarse con cualquier contenido. El
poema no es una forma literaria sino el lugar de encuentro entre la poesía y el hombre. Poema es un
organismo verbal que contiene, suscita o emite poesía. Forma y substancia son lo mismo.
Apenas desviamos los ojos de lo poético para fijarlos en el poema, nos asombra la multitud de formas
que asume ese ser que pensábamos único. ¿Cómo asir la poesía si cada poema se ostenta como algo
diferente e irreducible? La ciencia de la literatura pretende reducir a géneros la vertiginosa pluralidad del
poema. Por su misma naturaleza, el intento padece una doble insuficiencia» Si reducimos la poesía a unas
cuantas formas —épicas, líricas, dramáticas—, ¿qué haremos con las novelas, los poemas en prosa y esos
libros extraños que se llaman Aurelia, Los cantos de Maldoror o Nadja? Si aceptamos todas las excepciones
y las formas intermedias —decadentes, salvajes o proféticas— la clasificación se convierte en un catálogo
infinito. Todas las actividades verbales» para no abandonar el ámbito del lenguaje, son susceptibles de
cambiar de signo y transformarse en poema: desde la interjección hasta el discurso lógico. No es ésta la
única limitación, ni la más grave, de las clasificaciones de la retórica. Clasificar no es entender. Y menos
aún comprender. Como todas las clasificaciones, las nomenclaturas son útiles de trabajo. Pero son
instrumentos que resultan inservibles en cuanto se les quiere emplear para tareas más sutiles que la mera
ordenación externa. Gran parte de la crítica no consiste sino en esta ingenua y abusiva aplicación de las
nomenclaturas tradicionales.
Octavio Paz La casa de la presencia
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Un reproche parecido debe hacerse a las otras disciplinas que utiliza la crítica, desde la estilística
hasta el psicoanálisis. La primera pretende decirnos qué es un poema por el estudio de los hábitos verbales
del poeta. El segundo, por la interpretación de sus símbolos. El método estilístico puede aplicarse lo mismo
a Mallarmé que a una colección de versos de almanaque. Otro tanto sucede con las interpretaciones de los
psicólogos, las biografías y demás estudios con que se intenta, y a veces se alcanza, explicarnos el porqué,
el cómo y el para qué se escribió un poema. La retórica, la estilística, la sociología, la psicología y el resto
de las disciplinas literarias son imprescindibles si queremos estudiar una obra, pero nada pueden decirnos
acerca de su naturaleza última.
La dispersión de la poesía en mil formas heterogéneas podría inclinarnos a construir un tipo ideal de
poema. El resultado sería un monstruo o un fantasma. La poesía no es la suma de todos los poemas. Por sí
misma, cada creación poética es una unidad autosuficiente. La parte es el todo. Cada poema es único,
irreductible e irrepetible. Y así, uno se siente inclinado a coincidir con Ortega y Gasset: nada autoriza a
señalar con el mismo nombre a objetos tan diversos como los sonetos de Quevedo, las fábulas de La
Fontaine y el Cántico espiritual.
Esta diversidad se ofrece, a primera vista, como hija de la historia. Cada lengua y cada nación
engendran la poesía que el momento y su genio particular les dictan. Mas el criterio histórico no resuelve
sino que multiplica los problemas. En el seno de cada período y de cada sociedad reina la misma
diversidad: Nerval y Hugo son contemporáneos, como lo son Velázquez y Rubens, Valéry y Apollinaire. Si
sólo por un abuso de lenguaje aplicamos el mismo nombre a los poemas védicos y al haikú japonés, ¿no
será también un abuso utilizar el mismo sustantivo para designar a experiencias tan diversas como las de
San Juan de la Cruz y su indirecto modelo profano; Garcilaso? La perspectiva histórica —consecuencia de
nuestra fatal lejanía— nos lleva a uniformar paisajes ricos en antagonismos y contrastes. La distancia nos
hace olvidar las diferencias que separan a Sófocles de Eurípides, a Tirso de Lope. Y esas diferencias no
son el fruto de las variaciones históricas, sino de algo mucho más sutil e inapreciable: la persona humana.
Así, no es tanto la ciencia histórica sino la biografía la que podría darnos la llave de la comprensión del
poema. Y aquí interviene un nuevo obstáculo: dentro de la producción de cada poeta cada obra es también
única, aislada e irreductible. La Galatea o El viaje del Parnaso no explican a Don Quijote de la Mancha;
Ifigenia es algo substancialmente distinto del Fausto—, Fuenteovejuna, de La Dorotea. Cada obra tiene vida
propia y las Églogas no son la Eneida. A veces, una obra niega a otra: el Prefacio a las nunca publicadas
poesías de Lautréamont arroja una luz equívoca sobre Los cantos de Maldorar; Una temporada en el
infierno proclama locura la alquimia del verbo de Las iluminaciones. La historia y la biografía nos pueden dar
la tonalidad de un período o de una vida, dibujarnos las fronteras de una obra y describirnos desde el
exterior la configuración de un estilo; también son capaces de esclarecernos el sentido general de una
tendencia y hasta desentrañarnos el porqué y el cómo de un poema. Pero no pueden decirnos qué es un
poema.
La única nota común a todos los poemas consiste en que son obras, productos humanos, como los
cuadros de los pintores y las sillas de los carpinteros. Ahora bien, los poemas son obras de una manera
muy extraña: no hay entre uno y otro esa relación de filialidad que de modo tan palpable se da en los
utensilios. Técnica y creación, útil y poema son realidades distintas. La técnica es procedimiento y vale en la
medida de su eficacia, es decir, en la medida en que es un procedimiento susceptible de aplicación
repetida: su valor dura hasta que surge un nuevo procedimiento. La técnica es repetición que se perfecciona
o se degrada; es herencia y cambio: el fusil reemplaza al arco. La Eneida no sustituye a la Odisea. Cada
poema es un objeto único, creado por una «técnica» que muere en el momento mismo de la creación. La
llamada «técnica poética» no es transmisible, porque no está hecha de recetas sino de invenciones que
sólo sirven a su creador. Es verdad que el estilo —entendido como manera común de un grupo de artistas o
de una época— colinda con la técnica, tanto en el sentido de herencia y cambio cuanto en el de ser
procedimiento colectivo. El estilo es el punto de partida de todo intento creador; y por eso mismo, todo
artista aspira a trascender ese estilo comunal o histórico. Cuando un poeta adquiere un estilo, una manera,
deja de ser poeta y se convierte en constructor de artefactos literarios. Llamar a Góngora poeta barroco
puede ser verdadero desde el punto de vista de la historia literaria, pero no lo es si se quiere penetrar en su
poesía, que siempre es algo más. Es cierto que los poemas del cordobés constituyen el más alto ejemplo
del estilo barroco, ¿mas no será demasiado olvidar que las formas expresivas características de Góngora —
eso que llamamos ahora su estilo— no fueron primero sino invenciones, creaciones verbales inéditas y que
sólo después se convirtieron en procedimientos, hábitos y recetas? El poeta utiliza, adapta o imita el fondo
común de su época —esto es, el estilo de su tiempo— pero trasmuta todos esos materiales y realiza una
obra única. Las mejores imágenes de Góngora —como ha mostrado admirablemente Dámaso Alonso—
proceden precisamente de su capacidad para transfigurar el lenguaje literario de sus antecesores y
contemporáneos. A veces, claro está, el poeta es vencido por el estilo. (Un estilo que nunca es suyo, sino
de su tiempo: el poeta no tiene estilo.) Entonces la imagen fracasada se vuelve bien común, botín para los
futuros historiadores y filólogos. Con estas piedras y otras parecidas se construyen esos edificios que la
historia llama estilos artísticos.
Octavio Paz La casa de la presencia
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No quiero negar la existencia de los estilos. Tampoco afirmo que el poeta crea de la nada. Como
todos los poetas, Góngora se apoya en un lenguaje. Ese lenguaje era algo más preciso y radical que el
habla; un lenguaje literario, un estilo. Pero el poeta cordobés trasciende ese lenguaje. O mejor dicho: lo
resuelve en actos poéticos irrepetibles: imágenes, colores, ritmos, visiones: poemas. Góngora trasciende el
estilo barroco; Garcilaso, el toscano; Rubén Darío, el modernista. El poeta se alimenta de estilos. Sin ellos,
no habría poemas. Los estilos nacen, crecen y mueren. Los poemas permanecen y cada uno de ellos
constituye una unidad autosuficiente, un ejemplar aislado, que no se repetirá jamás.
El carácter irrepetible y único del poema lo comparten otras obras: cuadros, esculturas, sonatas,
danzas, monumentos. A todas ellas es aplicable la distinción entre poema y utensilio, estilo y creación. Para
Aristóteles la pintura, la escultura, la música y la danza son también formas poéticas, como la tragedia y la
épica. De allí que al hablar de la ausencia de caracteres morales en la poesía de sus contemporáneos, cite
como ejemplo de esta omisión al pintor Zeuxis y no a un poeta trágico. En efecto, por encima de las
diferencias que separan a un cuadro de un himno, a una sinfonía de una tragedia, hay en ellos un elemento
creador que los hace girar en el mismo universo. Una tela, una escultura, una danza son, a su manera,
poemas. Y esa manera no es muy distinta a la del poema hecho de palabras. La diversidad de las artes no
impide su unidad. Más bien la subraya.
Las diferencias entre palabra, sonido y color han hecho dudar dé la unidad esencial de las artes. El
poema está hecho de palabras, seres equívocos que si son color y sonido son también significado; el
cuadro y la sonata están compuestos de elementos más simples: formas, notas y colores que nada
significan en sí. Las artes plásticas y sonoras parten de la no significación; el poema, organismo anfibio, de
la palabra, ser significante. Esta distinción me parece más sutil que verdadera. Colores y sones también
poseen sentido. No por azar los críticos hablan de lenguajes plásticos y musicales. Y antes de que estas
expresiones fuerza usadas por los entendidos, el pueblo conoció y practicó el lenguaje de los colores, los
sonidos y las señas. Resulta innecesario, por otra parte, detenerse en las insignias, emblemas, toques,
llamadas y demás formas de comunicación no verbal que emplean ciertos grupos. En todas ellas el
significado es inseparable de sus cualidades plásticas o sonoras.
En muchos casos, colores y sonidos poseen mayor capacidad evocativa que el habla. Entre los
aztecas el color negro estaba asociado a la oscuridad, el frío, la sequía, la guerra y la muerte. También
aludía a ciertos dioses: Tezcatlipoca, Mixcóatl; a un espacio: el norte; a un tiempo: Técpatl; al sílex; a la
luna; al águila. Pintar algo de negro era como decir o invocar todas estas representaciones. Cada uno de los
cuatro colores significaba un espacio, un tiempo, unos dioses, unos astros y un destino. Se nacía bajo el
signo de un color, como los cristianos nacen bajo un santo patrono. Acaso no resulte ocioso añadir otro
ejemplo: la función dual del ritmo en la antigua civilización china. Cada vez que se intenta explicar las
nociones de Yin y Yang —los dos ritmos alternantes que forman el Tao— se recurre a términos musicales.
Concepción rítmica del cosmos, la pareja Yin y Yang es filosofía y religión, danza y música, movimiento
rítmico impregnado de sentido. Y del mismo modo, no es abuso del lenguaje figurado, sino alusión al poder
significante del sonido, el empleo de expresiones como armonía, ritmo o contrapunto para calificar a las
acciones humanas. Todo el mundo usa estos vocablos, a sabiendas de que poseen sentido, difusa
intencionalidad. No hay colores ni sones en sí, desprovistos de significación: tocados por la mano del
hombre, cambian de naturaleza y penetran en el mundo de las obras. Y todas las obras desembocan en la
significación; lo que el hombre roza, se tiñe de intencionalidad: es un ir hacia... El mundo del hombre es el
mundo del sentido. Tolera la ambigüedad, la contradicción, la locura o el embrollo, no la carencia de
sentido. El silencio mismo está poblado de signos. Así, la disposición de los edificios y sus proporciones
obedecen a una cierta intención. No carecen de sentido —más bien puede decirse lo contrario— el impulso
vertical del gótico, el equilibrio tenso del templo griego, la redondez de la estupa budista o la vegetación
erótica que cubre los muros de los santuarios de Orissa. Todo es lenguaje.
Las diferencias entre el idioma hablado o escrito y los otros —plásticos o musicales— son muy
profundas, pero no tanto que nos hagan olvidar que todos son, esencialmente, lenguaje: sistemas
expresivos dotados de poder significativo y comunicativo. Pintores, músicos, arquitectos, escultores y
demás artistas no usan como materiales de composición elementos radicalmente distintos de los que
emplea el poeta. Sus lenguajes son diferentes, pero son lenguaje. Y es más fácil traducir los poemas
aztecas a sus equivalentes arquitectónicos y escultóricos que a la lengua española. Los textos tántricos o la
poesía erótica Kavya hablan el mismo idioma de las esculturas de Konarak. El lenguaje del Primero sueño
de sor Juana no es muy distinto al del Sagrario Metropolitano de la ciudad de México. La pintura surrealista
está más cerca de la poesía de ese movimiento que de la pintura cubista.
Afirmar que es imposible escapar del sentido, equivale a encerrar todas las obras —artísticas o
técnicas— en el universo nivelador de la historia. ¿Cómo encontrar un sentido que no sea histórico? Ni por
sus materiales ni por sus significados las obras trascienden al hombre. Todas son «un para» y «un hacia»
que desembocan en un hombre concreto, que a su vez sólo alcanza significación dentro de una historia
precisa. Moral, filosofía, costumbres, artes, todo, en fin, lo que constituye la expresión de un período
determinado participa de lo que llamamos estilo. Todo estilo es histórico y todos los productos de una
Octavio Paz La casa de la presencia
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época, desde sus utensilios más simples hasta sus obras más desinteresadas, están impregnados de
historia, es decir, de estilo. Pero esas afinidades y parentescos recubren diferencias específicas. En el
interior de un estilo es posible descubrir lo que separa a un poema de un tratado en verso, a un cuadro de
una lámina educativa, a un mueble de una escultura. Ese elemento distintivo es la poesía. Sólo ella puede
mostrarnos la diferencia entre creación y estilo, obra de arte y utensilio.
Cualquiera que sea su actividad y profesión, artista o artesano, el hombre transforma la materia
prima: colores, piedras, metales, palabras. La operación trasmutadora consiste en lo siguiente: los
materiales abandonan el mundo ciego de la naturaleza para ingresar en el de las obras, es decir, en el de
las significaciones. ¿Qué ocurre, entonces, con la materia piedra, empleada por el hombre para esculpir una
estatua y construir una escalera? Aunque la piedra de la estatua no sea distinta a la de la escalera y ambas
estén referidas a un mismo sistema de significaciones (por ejemplo: las dos forman parte de una iglesia
medieval), la transformación que la piedra ha sufrido en la escultura es de naturaleza diversa a la que la
convirtió en escalera. La suerte del lenguaje en manos de prosistas y poetas puede hacernos vislumbrar el
sentido de esa diferencia.
La forma más alta de la prosa es el discurso, en el sentido recto de la palabra. En el discurso las
palabras aspiran a constituirse en significado unívoco. Este trabajo implica reflexión y análisis. Al mismo
tiempo, entraña un ideal inalcanzable, porque la palabra se niega a ser mero concepto, significado sin más.
Cada palabra —aparte de sus propiedades físicas— encierra una pluralidad de sentidos. Así, la actividad
del prosista se ejerce contra la naturaleza misma de la palabra. No es cierto, por tanto, que M. Jourdain
hablase en prosa sin saberlo. Alfonso Reyes señala con verdad que no se puede hablar en prosa sin tener
plena conciencia de lo que se dice. Incluso puede agregarse que la prosa no se habla: se escribe. El
lenguaje hablado está más cerca de la poesía que de la prosa; es menos reflexivo y más natural y de ahí
que sea más fácil ser poeta sin saberlo que prosista. En la prosa la palabra tiende a identificarse con uno de
sus posibles significados, a expensas de los otros: al pan, pan; y al vino, vino. Esta operación es de carácter
analítico y no se realiza sin violencia, ya que la palabra posee varios significados latentes, es una cierta
potencialidad de direcciones y sentidos. El poeta, en cambio, jamás atenta contra la ambigüedad del
vocablo. En el poema el lenguaje recobra su originalidad primera, mutilada por la reducción que le imponen
prosa y habla cotidiana. La reconquista de su naturaleza es total y afecta a los valores sonoros y plásticos
tanto como a los significativos. La palabra, al fin en libertad, muestra todas sus entrañas, todos sus sentidos
y alusiones, como un fruto maduro o como un cohete en el momento de estallar en el cielo. El poeta pone
en libertad su materia. El prosista la aprisiona.
Otro tanto ocurre con formas, sonidos y colores. La piedra triunfa en la escultura, se humilla en la
escalera. El color resplandece en el cuadro; el movimiento del cuerpo, en la danza. La materia, vencida o
deformada en el utensilio, recobra su esplendor en la obra de arte. La operación poética es de signo
contrario a la manipulación técnica. Gracias a la primera, la materia reconquista su naturaleza: el color es
más color, el sonido es plenamente sonido. En la creación poética no hay victoria sobre la materia o sobre
los instrumentos, como quiere una vana estética de artesanos, sino un poner en libertad la materia.
Palabras, sonidos, colores y demás materiales sufren una transmutación apenas ingresan en el círculo de la
poesía. Sin dejar de ser instrumentos de significación y comunicación, se convierten en «otra cosa*. Ese
cambio —al contrario de lo que ocurre en la técnica— no consiste en abandonar su naturaleza original, sino
en volver a ella. Ser «otra cosa» quiere decir ser «la misma cosa»: la cosa misma, aquello que real y
primitivamente son.
Por otra parte, la piedra de la estatua, el rojo del cuadro, la palabra del poema, no son pura y
simplemente piedra, color, palabra: encarnan algo que los trasciende y traspasa. Sin perder sus valores
primarios, su peso original, son también como puentes que nos llevan a otra orilla, puertas que se abren a
otro mundo de significados indecibles por el mero lenguaje. Ser ambivalente, la palabra poética es
plenamente lo que es —ritmo, color, significado— y asimismo, es otra cosa: imagen. La poesía convierte la
piedra, el color, la palabra y el sonido en imágenes. Y esta segunda nota, el ser imágenes, y el extraño
poder que tienen para suscitar en el oyente o en el espectador constelaciones de imágenes, vuelve poemas
todas las obras de arte.
Nada prohíbe considerar poemas las obras plásticas y musicales, a condición de que cumplan las dos
notas señaladas: por una parte, regresar sus materiales a lo que son —materia resplandeciente u opaca— y
así negarse al mundo de la utilidad; por la otra, transformarse en imágenes y de este modo convertirse en
una forma peculiar de la comunicación. Sin dejar de ser lenguaje —sentido y transmisión del sentido— el
poema es algo que está más allá del lenguaje. Más eso que está más allá del lenguaje sólo puede
alcanzarse a través del lenguaje. Un cuadro será poema si es algo más que lenguaje pictórico. Piero della
Francesca, Masaccio, Leonardo o Ucello no merecen, ni consienten, otro calificativo que el de poetas. En
ellos la preocupación por los medios expresivos de la pintura, esto es, por el lenguaje pictórico, se resuelve
en obras que trascienden ese mismo lenguaje. Las investigaciones de Masaccio y Ucello fueron
aprovechadas por sus herederos, pero sus obras son algo más que esos hallazgos técnicos: son imágenes,
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poemas irrepetibles. Ser un gran pintor quiere decir ser un gran poeta: alguien que trasciende los límites de
su lenguaje.
En suma, el artista no se sirve de sus instrumentos —piedras, sonido, color o palabra— como el
artesano, sino que los sirve para que recobren su naturaleza original. Servidor del lenguaje, cualquiera que
sea éste, lo trasciende. Esta operación más adelante— produce la imagen. El artista es creador de
imágenes: poeta. Y su calidad de imágenes permite llamar poemas al Cántico espiritual y a los himnos
védioos, al haikú y a los sonetos de Quevedo. El ser imágenes lleva a las palabras, sin dejar de ser ellas
mismas, a trascender el lenguaje, en tanto que sistema dado de significaciones históricas.

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