jueves, 8 de noviembre de 2018

100 años de literatura costarricense. 7 EN BUSCA DEL UNICORNIO AZUL. (Fragmento. ESCRITOR ALFONSO CHASE).


7 EN BUSCA DEL UNICORNIO AZUL. (Fragmento. ALFONSO CHASE).

La inquietud acerca del aspecto temporal de la existencia se elabora también en la poesía de Alfonso Chase. Este rasgo se puede apreciar desde los títulos de algunos de sus libros, como: Árbol del tiempo (1967) hasta las constantes referencias a la música, el arte temporal por definición. En el libro Cuerpos (1972), por ejemplo, aparecen los poemas “Oboe sostenido para mis amigos lejanos, “Música solar” y en el poema “A quien buscare el corazón de los lugares: Donde la música proviniendo, de ella misma, hace de nuestro rostro una ceremonia suspensa”. Como se verá más adelante, la preocupación por el tiempo será igualmente otro aspecto importante en la producción narrativa de este autor.
Fuente:
100 años de literatura costarricense tomo II
Páginas: 800-801.
Margarita Rojas. Flora Ovares.
Editorial Costa Rica - Editorial UCR. 2018.-

miércoles, 7 de noviembre de 2018

100 años de literatura costarricense. Lecturas complementarias. Tomo II. (FRAGMENTO. ESCRITOR JORGE MÉNDEZ LIMBRICK).


LOS LABERINTOS DEL TIEMPO.
MARGARITA ROJAS G.
(Fragmento. JORGE MÉNDEZ-LIMBRICK).
 En el 2005 y 2009 aparecen dos novelas policiales de Jorge Méndez Limbrick: Mariposas negras para un asesino y El laberinto del verdugo. El protagonista de ambas es el detective Henry de Quincey, dedicado a perseguir al misterioso Julián Casasola Brown y cuyo nombre evoca al del escritor inglés Thomas de Quincey autor de Del asesinato como una de las bellas artes; típicas representantes de la tendencia del grupo de narradores nacidos en la década de 1950, se diferencian por su modo especial de conjugar el modelo policíaco con un enfoque particular del tiempo.
El interés por el tema histórico se había manifestado antes, en la primera obra de Méndez Limbrick, Noche sonámbula (1998), que podría integrarse dentro de una tendencia importante de la producción novelística de la década de 1990. En esos años, novelistas pertenecientes a varias generaciones orientaron su producción hacia el tema histórico, lo cual, según varios historiadores de la literatura, es parte de una tendencia general del género en Latinoamérica.

Fuente:
100 años de literatura costarricense tomo II
Páginas: 990-991.
Margarita Rojas. Flora Ovares.
Editorial Costa Rica - Editorial UCR. 2018.-

martes, 6 de noviembre de 2018

100 años de literatura costarricense.Tomo II. 8. Desencanto y Orfandad.


(Fragmento).
8.  Desencanto y Orfandad.
LA NARRATIVA.
"Más o menos a partir de la década de 1980 empieza a aparecer la producción de los narradores de este grupo. Linda Berrón, Anacristina Rossi, Hugo Rivas, Víctor Hugo Fernández, Jorge Méndez Limbrick, Mario Zaldívar, Rodolfo Arias,  José Ricardo Cháves, Dorelia Barahona, Carlos Cortés, Rodrigo Soto y Fernando Contreras. Algunos rasgos de su narrativa son los siguientes: el predominio de personajes derrotados, la violencia como forma fundamental de la relación social y la ausencia de salida ante los problemas vitales, todo lo cual configura, en la mayor parte de esta narrativa, un mundo hostil al individuo y hablan de su incapacidad para localizar el origen de la violencia...".
Fuente:
100 años de literatura costarricense tomo II
Página 892:
Margarita Rojas. Flora Ovares.
Editorial Costa Rica - Editorial UCR. 2018.-

domingo, 4 de noviembre de 2018

100 años de literatura costarricense. Tomo II. LA OTRA DIMENSIÓN. Margarita Rojas. ( ESCRITOR JORGE MÉNDEZ LIMBRICK).


LA OTRA DIMENSIÓN. Margarita Rojas.
(JORGE MÉNDEZ-LIMBRICK)
Mariposas negras para un asesino (EUNA, 2005) subraya, desde el título, la importancia del mundo de la oscuridad; este rasgo la acerca a la primera novela del autor (Noche sonámbula, EUNED, 1998) y a la tendencia general de la actual narrativa latinoamericana, que prefiere lo urbano nocturno. En esta novela, personajes y espacios revelan la existencia de un mundo nocturno paralelo a la de la vida diurna rutinaria: los hechos de sangre transcurren durante la noche; la marca que distingue al grupo de jóvenes prostitutas es el tatuaje en una parte del cuerpo no visible de una mariposa negra; junto con los transformistas y los investigadores de los crímenes, constituyen los habitantes propios de la noche josefina que dominan los acontecimientos criminales, cuyo autor se esconde bajo el manto de la Sombra. La indagación de Henry le permite un recorrido amplio y profundo por San José, el conocimiento de zonas antes veladas y el contacto con ciertos individuos como transformistas y prostitutas quienes, al contrario de lo que se cree, son estudiantes de universidades privadas o provienen de familias acomodadas. Los investigadores o sus amigos tampoco son seres simples; algunos poseen un pasado complicado o no conocido, y una vida nocturna privada, a veces relacionado con las drogas y el alcohol, y vínculos personales con las prostitutas. Con sus respectivos espesores, los habitantes de este mundo oculto son las víctimas y sus victimarios: los prostituidos, quienes comercian con ellos, intermediarios y clientes ricos, que quedan al amparo del poder del dinero o la influencia política. En este aspecto, la novela va más allá de la lectura de la denuncia simplificadora de la situación de la mujer y presenta un universo mucho más complejo, una realidad social injusta y violenta, sin caer en clichés simplificadores -de un lado los buenos-víctimas y del otro los malos-asesinos-. Las apariencias visibles, parece entonces sugerirse, no corresponden a las esencias o las verdades, y la ambigüedad sobre lo narrado, provoca no poca inquietud, y mucho desconcierto. Los espacios se configuran de manera correspondiente a esta idea de lo oculto: la ciudad, el ambiente mayor, posee varias partes no conocidas por la mayoría de la población, como Barrio Amón, preferido por los novelistas contemporáneos, que ha sido destruido para construir el llamado "Valle de las muñecas", junto con la "zona fantasma", la "zona de la muerte", y, sobre todo, la "subciudad", que solo el protagonista reconoce hacia el final de su indagación[...] En los últimos capítulos la novela nos reserva una sorpresa que se relaciona con el escurridizo personaje de la Sombra. En el proceso de descubrimiento de la identidad del culpable, de la verdad, Henry cree percibir varias veces una presencia que nunca se materializa, la Sombra; esta sirve para postular la existencia de una fuerza que supera la racionalidad, los poderes individuales. El investigador llega al convencimiento de que en el universo, no hay azar en el desarrollo de los hechos, pues todo se halla planificado según causas desconocidas o incomprensibles. [...] En el orden de los acontecimientos, la Sombra encarna la ambigüedad y su realidad/irrealidad no se resuelve en el texto. Al poner en duda la veracidad de los acontecimientos, se introduce un matiz nuevo en la estructura policial del género. No hay desenlace feliz y lo narrado se vuelve un juego con (o contra) el Lector, quien ve vacilar las leyes del género.

Fuente:
100 años de literatura costarricense tomo II
Páginas: 997, 998, 999, 1000.
Margarita Rojas. Flora Ovares.
Editorial Costa Rica - Editorial UCR. 2018.

sábado, 3 de noviembre de 2018

J.R.R. TOLKIEN-La Historia del Señor de los Anillos - 1


Este fragmento  es para todos los curiosos del CÓMO se elabora un texto literario. Nunca he encontrado, un texto y explicación tan detallado de la creación literaria. Estar en el taller y la mente del escritor me parece fabuloso.  J. Méndez-Limbrick.

(Fragmento. Texto. Elaboración de una trilogía).
Como se sabe, J. R. R. Tolkien vendió los manuscritos y los textos mecanografiados de El Señor de los Anillos a Marquette University (Milwaukee) pocos años después de su publicación, junto con los de El hobbit y Egidio, el granjero de Ham, y también de El Señor Bliss. Transcurrió un largo tiempo entre el envío de estos últimos documentos, que llegaron a Marquette en julio de 1957, y el envío de El Señor de los Anillos, que no llegó sino al año siguiente. Esto se debió a que mi padre había decidido clasificar, comentar y fechar los variados manuscritos de El Señor de los Anillos, pero en ese entonces le resultó imposible hacer el trabajo que eso exigía. Es evidente que nunca lo hizo, y finalmente envió los documentos tal cual estaban; se indicó que cuando llegaron a Marquette «no estaban en orden». Si los hubiese ordenado, se habría dado cuenta entonces de que, aunque era voluminosa, la colección de manuscritos estaba incompleta.
Siete años más tarde, en 1965, cuando trabajaba en la revisión de El Señor de los Anillos, le escribió al director de Bibliotecas de Marquette, preguntándole si tenían alguna cronología y una lista de los acontecimientos narrados, porque nunca había hecho «un catálogo o un inventario completo de los documentos que se le enviaron». En esa carta le explicaba que la transferencia se había hecho cuando parte de sus papeles estaban en su casa de Headington (Oxford) y otra parte en sus habitaciones de Merton College; y también le decía que había descubierto que aún tenía «ciertos escritos [que] deberían estar en su poder»: cuando terminara de revisar El Señor de los Anillos se iba a ocupar de ese asunto. Pero no lo hizo.
Recibí esos papeles después de su muerte, ocho años más tarde; pero aunque Humphrey Carpenter se refiere a ellos en Una biografía (1977) y cita algunas notas hechas en un comienzo, no les presté atención por muchos años, por estar absorto en la larga tarea de determinar la evolución de las narraciones de los Días Antiguos, las leyendas de Beleriand y Valinor. No fue sino poco tiempo antes de la publicación del volumen III de «La historia de la Tierra Media» cuando me di cuenta de que la «Historia» bien podría incluir una relación de la escritura de El Señor de los Anillos. Sin embargo, durante los últimos tres años me he dedicado por temporadas a descifrar y analizar los manuscritos de El Señor de los Anillos que están en mi poder (tarea que aún [12] dista mucho de llegar a su fin). En este proceso ha quedado en evidencia que los documentos que quedaron rezagados en 1958 corresponden sobre todo a las primeras etapas de escritura, aunque en algunos casos (y especialmente en el primer capítulo, que fue reescrito muchas veces) las sucesivas versiones que se encuentran entre los papeles llevan la narración hasta un punto bastante avanzado. Pero, en general, sólo se trata de notas y borradores iniciales, con esbozos del desarrollo posterior de la historia, que quedaron en Inglaterra cuando se envió la mayor parte de los documentos a Marquette.
Por supuesto, no sé por qué motivo no se enviaron a Marquette estos manuscritos en particular; pero creo que es bastante fácil explicarlo en términos generales. Por ser extraordinariamente prolífico, mi padre (que en 1963, cuando sufría de una dolencia en el brazo derecho, le escribió a Stanley Unwin: «la imposibilidad de utilizar la pluma y el lápiz me resulta tan frustrante como le resultaría la pérdida del pico a una gallina») revisaba constantemente, reaprovechaba, comenzaba de nuevo, pero nunca tiraba nada de lo que había escrito, de modo que sus papeles eran de una complejidad inextricable, y estaban desorganizados y dispersos. Al parecer, es poco probable que cuando se realizó el envío a Marquette hubiese tenido gran interés en los primeros borradores o recordara claramente en qué consistían, puesto que en algunos casos habían sido sustituidos y superados hasta veinte años antes; y no cabe duda de que habían sido dejados a un lado, olvidados y enterrados hacía mucho tiempo.
De cualquier modo, no cabe duda de que estos manuscritos dispersos deberían reagruparse, y que toda la colección debería estar en un solo lugar. Esa debe de haber sido la intención de mi padre cuando los vendió; y, por lo tanto, los manuscritos que están actualmente en mi poder serán entregados a Marquette University.
La mayor parte del material citado o descrito en este libro se encuentra en los papeles que quedaron rezagados; pero la tercera parte del libro (llamada «Tercera etapa») representó un difícil problema, porque en ese caso los manuscritos estaban divididos. La mayor parte de los capítulos correspondientes a esa «etapa» de escritura se enviaron a Marquette en 1958, pero no ocurrió lo mismo con extensos fragmentos de varios de ellos. Esos fragmentos quedaron separados porque mi padre los había descartado y había utilizado lo que restaba como elementos constitutivos de nuevas versiones. Habría sido absolutamente imposible interpretar esta parte de la historia sin la colaboración ilimitada de Marquette, y de hecho recibí mucha ayuda. En particular, el señor Taum Santoski se ha dedicado con gran habilidad y atención a una compleja operación, en la que a lo largo de muchos meses hemos intercambiado copias comentadas de los textos; y, [13] gracias a eso, ha sido posible determinar la historia textual y reconstruir los manuscritos originales que mi mismo padre desmembró hace casi medio siglo. Quiero dejar constancia de su generosa asistencia con satisfacción y profundo agradecimiento, como también de la asistencia prestada por el señor Charles B. Elston, encargado de los archivos de la Memorial Library de Marquette, por el señor John D. Rateliff y por la señorita Tracy Muench.
Este intento de presentar una relación de las primeras etapas de escritura de El Señor de los Anillos se ha visto dificultada por otros problemas, además del hecho de que los manuscritos estén tan dispersos; se trata especialmente de problemas de interpretación del orden en que fueron escritos los textos, pero también de presentación de los resultados en un libro impreso.
En pocas palabras, la escritura consistió en una serie de «oleadas» o (como las he llamado en este libro) «etapas». El primer capítulo fue reconstituido tres veces antes que los hobbits se marcharan de Hobbiton, pero a continuación la historia llegó hasta Rivendel antes de que se agotara el impulso. Mi padre empezó otra vez desde el comienzo («segunda etapa»), y luego una vez más («tercera etapa»); y, a medida que iban apareciendo nuevos elementos narrativos y nuevos nombres y relaciones entre los personajes, los iba incorporando a borradores anteriores, en distintas oportunidades. Se eliminaron algunos fragmentos del texto y se utilizaron en otras partes. Se incorporaron versiones alternativas en un mismo manuscrito, de modo que la historia permite varias lecturas de acuerdo con las instrucciones dadas. Es muy difícil determinar con absoluta precisión la secuencia de todos estos cambios extraordinariamente complejos. La fecha o las dos fechas anotadas por mi padre sólo ofrecen una ayuda muy limitada, y las referencias a la evolución de la obra que se encuentran en sus cartas son poco claras y no es fácil interpretarlas. Las variaciones en la caligrafía pueden ser muy engañosas. Por lo tanto, para desvelar la historia de la composición hay que basarse en gran medida en las claves que ofrece la evolución de los nombres y los motivos en la narración; pero en tal caso es muy fácil equivocarse por una interpretación errónea de las fechas relativas de las adiciones y las alteraciones. A lo largo de todo el libro se encuentran ejemplos de estos problemas. No supongo ni por un solo momento que haya conseguido desvelar la historia correctamente en todos sus puntos; en realidad, hay varios casos en que las evidencias parecen ser contradictorias y no puedo ofrecer ninguna solución. Los manuscritos son de tal naturaleza que probablemente siempre admitirán diversas interpretaciones. Pero, después de mucho experimentar con distintas teorías, tengo la impresión [14] de que la secuencia de composición que propongo es la que mejor se ajusta a las evidencias disponibles.
En muchos casos, los primeros esbozos de la trama y borradores de la narración son apenas legibles, y se vuelven mucho más complejos a medida que se avanza. Aprovechando cualquier pedazo de papel de pésima calidad que tenía a mano en los años de la guerra —escribiendo a veces no sólo en el dorso de exámenes sino también sobre los mismos exámenes—, mi padre anotaba elípticamente sus ideas sobre la continuación del relato y sus primeras ideas sobre la narración, a gran velocidad. En los rápidos borradores y esquemas, que no pretendía que perduraran mucho más allá del momento en que volviera a ocuparse de ellos y les diera una forma más manejable, las letras son tan poco definidas que, cuando es imposible deducir o adivinar una palabra en base al contexto o a versiones posteriores, pueden seguir siendo perfectamente ilegibles después de un largo examen; y si, como solía hacer mi padre escribió con un lápiz blando, gran parte del texto es borroso e indistinto. Hay que tener en cuenta esto en todo momento: los primeros borradores fueron escritos de prisa, tan pronto como iban surgiendo las primeras palabras y antes de que la idea se desvaneciera, en tanto que el texto impreso (con la excepción de algunos puntos y signos de interrogación en el caso de términos ilegibles) transmite inevitablemente una imagen de calma y de metódica composición, de redacción sopesada e intencional.
En cuanto a la forma en que se presenta el material en este libro, lo que plantea el problema de más difícil solución es el desarrollo del relato a través de sucesivos borradores, que varían constantemente pero que siempre se basan en gran medida en los textos precedentes. En el caso extremo del primer capítulo, «Una reunión muy esperada», en este libro se analizan seis textos principales y diversos comienzos descartados. La presentación de todo el material que corresponde a este capítulo alcanzaría prácticamente para todo un libro, sin considerar numerosas repeticiones y cuasi repeticiones. Por otra parte, no es fácil reconstruir la secuencia de una serie de textos reducidos a extractos y citas breves (cuando las versiones posteriores son muy diferentes de las precedentes), y la descripción minuciosa del desarrollo también es bastante larga. En realidad, no se puede dar una solución satisfactoria a este problema. El compilador debe asumir la responsabilidad de seleccionar y destacar los elementos que considera más importantes y significativos. En general, en cada capítulo presento la primera narración en su totalidad, o gran parte de ella, como base con la que se puede relacionar la evolución posterior. La organización del material compilado depende del trato dado a los manuscritos: [15] cuando se presenta todo el texto o gran parte de él, se recurre en gran medida a notas numeradas (que pueden ser un elemento importante de la presentación de un texto complejo), pero cuando no se incluyen notas el capítulo es más bien un análisis acompañado de citas.
Mi padre dedicó inmensos esfuerzos a la creación de El Señor de los Anillos, y he intentado que esta crónica de sus primeros años de trabajo en el libro sea un reflejo de esos esfuerzos. La primera parte de la historia, antes de que el Anillo salga de Rivendel, fue sin duda la más difícil de escribir (lo que explica la extensión de este libro en comparación con todo el relato); y se han descrito las dudas, las indecisiones, el material descartado, las reestructuraciones y los intentos fallidos. El resultado es necesariamente de una extrema complejidad; pero si bien se podría volver a relatar la historia mucho más breve y resumidamente, estoy seguro de que la omisión de detalles que plantean dificultades o la simplificación excesiva de los problemas y las explicaciones le haría perder a este estudio su interés esencial.
Me he propuesto describir la escritura de El Señor de los Anillos, dar a conocer el sutil proceso de cambios que podía modificar la importancia de los incidentes y las características de las personas y, a la vez, conservar las escenas y los diálogos incluidos en los primeros borradores. Por tal motivo, por ejemplo, analizo en detalle la historia de los dos hobbits que finalmente se convirtieron en Peregrin Tuk y Fredegar Bolger, pero sólo después de las más extraordinarias permutaciones y fusiones de nombres, caracteres y papeles; por otra parte, he evitado todo análisis que no se relacione directamente con la evolución de la narración.
En cuanto a la naturaleza del libro, supongo que el lector está familiarizado con La Comunidad del Anillo y, por supuesto, a lo largo de todo el texto se hacen comparaciones con la obra publicada. Los números de las páginas de La Comunidad del Anillo (CA) corresponden a los tres tomos encuadernados en tela de El Señor de los Anillos (SA) publicados en inglés por George Allen & Unwin (actualmente Unwin Hyman) y la Houghton Mifflin Company —el último de los cuales ha sido publicado tanto en Inglaterra como en Estados Unidos— y en castellano por Ediciones Minotauro.
En la «primera etapa» de escritura, en la que la historia avanza hasta la llegada a Rivendel, la mayoría de los capítulos no tenían título y posteriormente se introdujeron muchos cambios en la división del relato en capítulos, y se modificaron los títulos y la numeración. Por lo tanto, para evitar toda confusión, me ha parecido preferible dar a muchos de mis capítulos simples títulos descriptivos que se refieren al contenido —por ejemplo, «De Hobbiton al Boscaje Cerrado»—, en lugar [16] de relacionarlos con los títulos de los capítulos de La Comunidad del Anillo. Para el título del libro me pareció adecuado utilizar uno de los que mi padre había pensado darle al primer volumen de El Señor de los Anillos, pero que luego descartó. En una carta a Rayner Unwin escrita el 8 de agosto de 1953 (Cartas, n.º 139), proponía El Retorno de la Sombra.
En este libro no se presenta ninguna descripción de la historia de la escritura de El hobbit hasta la publicación de la primera edición en 1937, pero, debido a su relación con El Señor de los Anillos, se hacen constantes referencias a la obra publicada. Esa relación es curiosa y compleja. Mi padre expresó su opinión al respecto en varias oportunidades, pero más en detalle y (a mi juicio) con más precisión en la larga carta que le escribió a Christopher Bretherton en julio de 1964 (Cartas, n.º 257).
Regresé a Oxford en enero de 1926, y cuando se publicó El hobbit (1937) esta «historia de los Días Antiguos» ya había adquirido una forma coherente. No había intención de que El hobbit tuviera ninguna relación con ella. Cuando mis hijos aún eran pequeños tenía la costumbre de inventar y de contarles, a veces de escribir, «cuentos infantiles» para divertirlos… El hobbit debía ser uno de ellos. No tenía necesariamente ninguna conexión con la «mitología», pero como es natural se vio atraído por esa creación dominante de mi mente, lo que hizo que el cuento fuera adquiriendo mayores dimensiones y volviéndose más heroico a medida que avanzaba. Aun así podía mantenerse bastante independiente, con excepción de las referencias (innecesarias, aunque dan una impresión de profundidad histórica) a la Caída de Gondolin, las ramas del Pariente de los Elfos y la disputa entre el Rey Thingol, el padre de Lúthien, con los Enanos. …
El anillo mágico era el único elemento de El hobbit que evidentemente podía relacionarse con mi mitología. Para convertirse en el tema de un extenso relato tenía que ser extremadamente importante. Lo vinculé entonces con la referencia (originalmente) bastante casual al Nigromante, cuyo papel consistía en poco más que en darle un motivo a Gandalf para marcharse y dejar a Bilbo y a los Enanos librados a su propia suerte, lo cual era necesario para el cuento. De El hobbit se derivan también los Enanos, Durin —su primer antepasado—, y Moria; y Elrond. El pasaje del capítulo iii en el que se lo relaciona con los Medio Elfos de la mitología fue producto de un afortunado azar, debido a la dificultad de estar inventando constantemente nombres adecuados para los [17] nuevos personajes. Lo llamé Elrond por casualidad, pero por ser un nombre que provenía de mi mitología (Elros y Elrond, los dos hijos de Eärendel) lo convertí en medio elfo. Sólo en El Señor se lo identifica como el hijo de Eärendel, y por lo tanto biznieto de Lúthien y Beren, un personaje poderoso y Portador de un Anillo.
La opinión que tenía mi padre de El hobbit cuando fue publicado —especialmente en relación con «El Silmarillion»— se refleja con claridad en la carta que le escribió a G. E. Selby el 14 de diciembre de 1937:
No le doy toda mi aprobación a El hobbit, puesto que prefiero mi propia mitología (a la que apenas se alude) con su nomenclatura coherente —Elrond, Gondolin y Esgaroth han quedado fuera— y su historia organizada a esta plebe de enanos con nombres provenientes de los Edda tomados del Völuspá, hobbits y gollums recién inventados (en un rato de ocio) y runas anglosajonas.
La importancia de El hobbit en la historia de la evolución de la Tierra Media consiste entonces, en esta época, en el hecho de que fue publicado, y en la exigencia de escribir una continuación. Como consecuencia, debido a las características que fue adquiriendo El Señor de los Anillos a lo largo de su evolución, El hobbit se vio arrastrado a la Tierra Media… y la transformó; pero, tal como se presentaba en 1937, no formaba parte de ella. Su importancia en relación con la Tierra Media no se manifestó entonces, sino en su influencia posterior.
Más adelante, El Señor de los Anillos influyó en El hobbit, tanto en el texto publicado como (en mucha mayor medida) en las revisiones inéditas del texto; pero en el punto hasta donde llega esta Historia todo eso se encuentra en un futuro distante.
En los manuscritos de El Señor de los Anillos hay marcadas incoherencias, por ejemplo en cuanto al uso de mayúsculas y de guiones, y a la separación de los elementos en nombres compuestos. En mi presentación de los textos no he impuesto ninguna unificación en este sentido, aunque en mis análisis empleo formas coherentes.
Fuente:
Título original: The Return of the Shadow
J. R. R. Tolkien, 1988
Traducción: Teresa Gottlieb

CARLOS FUENTES. PERSONAS. NERUDA.


Pablo Neruda

Escuché a Pablo Neruda antes de conocerlo. Llegué de noche a Concepción. El poeta daba una lectura junto al mar. La voz del hombre y la del océano parecían fundirse en una sola, vasta y anónima, salida del mar ceñido y filoso de Chile al encuentro de la tierra de uva y lodo y cobre y salitre encerrada entre los Andes y el Pacífico.
Era como si en el séptimo día de la creación americana tanto Dios como el diablo se hubiesen cansado y entonces Pablo Neruda tomó la palabra y bautizó todas las cosas.
Aún no lo conocía. Sabía su biografía. Poeta chileno, hijo de trabajadores, nacido y criado en Parras, una provincia olvidada por todos salvo la lluvia y el hambre, el mar le envió un barco ebrio, los bosques se cubrieron de hojas de hierba. El poeta adolescente, flanqueado por Rimbaud y Whitman, salió a los veinte años a revolucionar la poesía escrita en castellano.
De la húmeda soledad del Valle de Temuco, enseguida de las calles de Santiago y los muelles de Valparaíso, siempre desde el fin del mundo, Robinson de las islas chilenas de su nacimiento y de su muerte, Neruda, antes de haberlos leído, escribía ya con Eliot y Saint John Perse, con Éluard y Cummings. Y con ellos transformaba el rostro del verbo. Pero si ellos procedían de los centros, Neruda hubo de escribir desde la frontera muda de una cultura excéntrica.
Chile fue llamado el Nuevo Extremo por los conquistadores. Desde ese límite polar de la tierra, Pablo Neruda envió las carabelas de Colón de regreso a España. Fue, después de Rubén Darío, el primer gran poeta de la lengua castellana desde el siglo XVII. Descubrió las voces perdidas de Quevedo y Góngora. Fue el adelantado de la respuesta cultural de la América española a la conquista española. Le devolvió a la lengua adormecida por siglos de inquisición, retórica, miedo, mediocridad y buenas costumbres una vitalidad a la vez ancestral y actual.
Sin la aventura poética de Neruda, no habría literatura moderna en América Latina. O por lo menos, no la que conocemos, admiramos y sustentamos. Su enorme alcance se debe a que Neruda asumió los riesgos de la impureza, de la imperfección y, también, de la banalidad. Estaba obligado a hacerlo, a fin de nombrar todo un mundo. Nuestro mundo. Lo condujo a las zonas salvajes de nuestro idioma olvidado. Nos liberó de las normas de la forma exquisita y del buen gusto yermo. Nos enseñó a comer y a beber. Nos obligó a mirar dentro de las peluquerías y a temblar ante nuestros fantasmas en las vitrinas de las zapaterías. Nos sacó de los jardines de nuestros Versalles literarios y nos arrojó al fango de las alcantarillas urbanas y a la putrefacción de las selvas tropicales. Nos mostró desnudos en desiertos de oro. Elevó nuestra altura a las cimas volcánicas. Le dio voz a los vivos y los muertos, a los amantes crepusculares en los apartamentos urbanos y a los príncipes indígenas en sus ciudadelas de piedra.
Toda la América española resucitó en su lengua. Su poesía nos permitió recuperar cinco siglos de historia perdida, una historia enmascarada por oratoria hueca y proclamas grandiosas, una historia mutilada por imperialismos extranjeros y opresiones internas. Una historia desfigurada por el silencio ofendido de los muchos y la mentira ofensiva de los pocos.
Todo esto era Neruda. Y no era nada porque era todos.
Aquel año de 1961, acompañado del poeta Poli Délano, paseándome cerca de la desembocadura del río Biobío, “grave río”, al apagarse el día, un grupo de trabajadores se reunió en torno a una fogata, uno de ellos tomó una guitarra y otro cantó los versos de Neruda en honor del guerrillero de la independencia, José Miguel Carrera.
Al poeta le gustaría saber que ustedes cantan sus versos —les dije.
¿Cuál poeta? —me contestaron.
Neruda había regresado a la palabra anónima, a la voz de todos.
Y sin embargo aquí estaba, sentado en la primera fila del encuentro que año con año organizaba Gonzalo Rojas en la Universidad de Concepción, no lejos del mar, ciudad devastada por los trepidantes terremotos chilenos, consumida y reconstruida y en este año, 1962, sede de una reunión llamativa de escritores de las dos Américas. Alejo Carpentier de Cuba, Mario Benedetti de Uruguay, José Bianco de Argentina, José Donoso de Chile, Claribel Alegría de El Salvador, Carolina María de Jesús de Brasil, y de Chile también, claro, Neruda en primera fila y dos norteamericanos famosos, el premio Nobel de química Linus Pauling y el sociólogo Frank Tannenbaum.
Todo transcurrió —y hubiese continuado— en pacífico flujo literario, hasta que Tannenbaum subió a la tribuna. Intelectual de mérito, Tannenbaum había escrito sobre México y la América Latina, especialmente sobre la presidencia de Lázaro Cárdenas. Pero al tomar la palabra en Concepción, lanzó, acaso con inocencia, sin duda con reacción que no esperaba, la sugerencia de una unión federal entre Estados Unidos y América Latina, en la que ésta tendría un papel similar al de Nebraska o Vermont. ¿Ciudad capital o imperio federativo? ¿Jefe de Estado? ¿Identidades culturales?
Tannenbaum no tuvo tiempo de adentrar más allá de un segundo las exclamaciones negativas que surgieron de una audiencia altamente consciente del vuelco de la política de Buen Vecino de Roosevelt a la agresiva postura del gobierno de Eisenhower y su canciller, John Foster Dulles, autores del golpe contra el régimen electo de Jacobo Arbenz en Guatemala. Súmese a este recuerdo el de la novedad de la Revolución Cubana apenas cuatro años antes, la malograda invasión de Bahía de Cochinos, y se entenderá que una propuesta de federación entre Estados Unidos y América Latina era una tontería o una provocación.
Así lo entendimos todos y Neruda dio cuenta de lo sucedido en sus memorias Confieso que he vivido:
Qué buen idioma el mío, qué buena lengua heredamos de los conquistadores torvos… Éstos andaban a zancadas por las tremendas cordilleras, por las Américas encrespadas, buscando patatas, butifarras, frijolitos, tabaco negro, maíz, huevos fritos, con aquel apetito voraz que nunca más se ha visto en el mundo… Todo se lo tragaban, con religiones, pirámides, tribus, idolatrías iguales a las que ellos traían en sus grandes bolsas… Por donde pasaban quedaba arrasada la tierra… Pero a los bárbaros se les caían de las botas, de las barbas, de los yelmos, de las herraduras, como piedrecitas, las palabras luminosas que se quedaron aquí resplandecientes.”
Se selló así una amistad duradera que continuamos en la reunión del Pen Club en Nueva York el año de 1965. Convocada por Norman Mailer y presidida por Arthur Miller, la conferencia invitó a Nemesio Antúnez el pintor; a Mario Vargas Llosa y a Juan Carlos Onetti, a Ernesto Sabato y Victoria Ocampo. También quiso traer a un grupo de escritores de la Unión Soviética y el bloque comunista. Se trataba, en suma, de distinguir entre la política de bloques de la Guerra Fría, que separaba, y la creación literaria y artística, que unía por encima de las diferencias ideológicas, sin suprimirlas.
Todos tuvieron una voz en Manhattan. Nadie fue silenciado. Todas las tendencias se manifestaron. Los escritores cubanos, en cambio, no asistieron y a las pocas semanas del Congreso del Pen, una carta acusatoria emanó en las oficinas de Roberto Fernández Retamar, el escribiente del gobierno cubano. Se acusaba a Neruda poco menos —o más que— de traidor por haber viajado a Nueva York y recibir un homenaje de sus pares latino y norteamericanos. La “carta abierta” de los cubanos contra Neruda sumaba centenares de nombres. Algunos esperados, como los de Nicolás Guillén, rival poético de Neruda, quien de ahí en adelante lo llamó “Guillén el malo” para distinguirlo de Jorge Guillén. Otros desesperados, como Alejo Carpentier, sin duda obligado por su compromiso con el gobierno de Castro, que aquí pesó más que la amistad con Neruda. Y otros inesperados, como José Lezama Lima, el menos político de los escritores.
Sospechamos, Neruda y yo, que a muchos de los firmantes ni siquiera se les consultó si ponían sus nombres. Decisión autoritaria. La referencia a mi persona me obligó a decidir que no volvería a Cuba mientras Fernández Retamar siguiese (como siguió) al frente de la burocracia cultural de la isla. Me explico. Yo continuaría defendiendo la independencia de Cuba y los méritos relativos de la revolución en materia de educación y salud. Seguiría, también, condenando la ceguera de los sucesivos gobiernos de Washington, ferozmente contrarios a Cuba como si la antigua colonia de España debiera ser, ahora y por siempre, protectorado de Estados Unidos. Ello le permitiría a Castro presentarse como defensor de la independencia cubana. Este motivo se hubiese evaporado con una política norteamericana, no de apoyo, sino de relación normalizada con Cuba. El hecho es que ni Estados Unidos le tendió la mano a Cuba, ni Cuba cedió ante los “gringos”, pero se enajenó a Moscú y al bloque soviético.
Así las cosas, yo podría sorprenderme del ataque a Neruda, primero, porque desconocía el rumbo que tomaban tanto la Guerra Fría como las políticas de coexistencia y distensión en la era nuclear. Y segundo, porque la militancia comunista de Neruda era antigua, y superior a la de los propios funcionarios cubanos que lo amonestaron.
Véase: de Chile al Asia, cónsul en Colombo, Batavia (donde se casa con María Antonieta Hagenaar), Singapur y de regreso a Chile en 1932. Enseguida cónsul en Buenos Aires, amistad con Federico García Lorca, con quien da una famosa “conferencia al alimón” en el Pen Club de Buenos Aires y en 1935 cónsul en Madrid. Ahí nace su hija, Malva Marina, afectada de hidrocefalia. Se separa al cabo de María Antonieta e inicia una larga relación con la argentina Delia del Carril.
De esta época datan los primeros libros de Neruda, Crepusculario (1923) y Veinte poemas de amor y una canción desesperada (1924):
Puedo escribir los versos más tristes esta
[noche […]
Ella me quiso, a veces yo también la
[quería”.
Tentativa del hombre infinito (1926). Y
ese mismo año
Anillos y El habitante y su
esperanza. El hondero entusiasta
en 1933:
Libértame de mí. Quiero salir de mi
[alma”.
También en 1933, la primera Residencia
en la tierra
:
Y por oírte orinar, en la oscuridad, en el
[fondo de la casa
como vertiendo una miel delgada,
[trémula, argentina, obstinada”,
seguido de la segunda Residencia:
Si me preguntan en dónde he estado
debo decir ‘sucede’”,
tema retomado en el gran poema Walking Around:
Sucede que me canso de ser hombre […]
El olor de las peluquerías me hace llorar
[a gritos”.
La guerra de España afecta a Neruda en todos los sentidos. Aquí están sus amigos Altolaguirre, Alberri, Emilio Prados, Luis Cernuda, León Felipe, José Herrera Petere, José Bergamín y pronto muerto, Miguel Hernández y asesinado, García Lorca. En Chile atacan a Neruda, Pablo de Rokha lo acusa de plagiarlo. Huidobro está enojado porque Lorca celebra a Neruda como “el mejor poeta de América después de Rubén Darío”. Y en 1936 el Frente Popular es elegido en España, y Francisco Franco se levanta en armas.
Neruda ayuda a organizar el congreso de escritores para la defensa de la cultura en 1937. Asisten Aragón, Max Aub, César Vallejo, Carlos Pellicer, Huidobro y Nicolás Guillén, así como la muy joven pareja de Octavio Paz y Elena Garro, que Neruda recibe en la estación de trenes.
Malva y la hija de Neruda se van a Holanda. Neruda embarca rumbo a Chile con Delia del Carril. Forma la Alianza de Intelectuales, publica su España en el corazón, explicativa del momento:
Preguntaréis ¿por qué su poesía
no nos habla del sueño, de las hojas,
de los grandes volcanes de su país natal?
Venid a ver la sangre por las calles,
venid a ver
la sangre por las calles,
¡venid a ver la sangre
por las calles!”.
El presidente Pedro Aguirre Cerda le encarga a Neruda asistir a los exiliados republicanos de la Guerra Civil española. “Tráiganme millares de españoles —le indica Aguirre Cerda—, tenemos trabajo para todos”. El barco Winnipeg llega a Valparaíso con el gran grupo de españoles, algunos de los cuales, pocos años después, serían mis profesores en escuelas chilenas. Nombrado cónsul en México, Neruda da un visado a David Alfaro Siqueiros para pintar el mural de una escuela en Chillán, ciudad devastada por el terremoto de 1939. Siqueiros se aleja así de las acusaciones por el atentado contra la vida de Trotsky. La guerra mundial parecería absolver a Stalin: la resistencia soviética a la invasión nazi consigna al olvido el pacto Ribbentrop-Molotov de 1939. Stalin aparece, heroico, en la portada de Time, su rostro azotado por la nieve. Neruda canta al “padre de los pueblos”. Ana Ajmatova pasa de ser tratada de “prostituta” a heroína de Leningrado. Sergei Einsenstein, quien ha exaltado el nacionalismo ruso en Alejandro Nevsky (1939). se prepara para filmar la doble faz de la tiranía en Iván el terrible (1943-1946): unificador de Rusia y amo de Rusia. Stalin escoge la primera versión. Muchos amigos de la URSS ya se decepcionaron: André Gide a la cabeza. Neruda tardará hasta la denuncia de Stalin por Krushov en 1956, ante el XX Congreso del PC.
No sabíamos —me dice Neruda con asombro.
No le creo. Lo leo, pues de esta época es el magnífico Canto general (1945), el más vasto poema sobre la grandeza y servidumbre de la América indo-hispana-nuestra América, que como poema es el espejo de las alturas y caídas, de las felicidades e infierno de nuestras patrias. Es increíble la fraternidad lírica del poema con la realidad histórica que evoca. Al cabo, se dejan atrás las chaturas y se retienen, incomparables, las alturas. Alturas del Machu Picchu:
Piedra en la piedra, el hombre, ¿dónde
                [estuvo?
Aire en el aire, el hombre, ¿dónde estuvo?
Tiempo en el tiempo, el hombre,
[¿dónde estuvo?
[…]
Sube a nacer conmigo, hermano.
Dame la mano desde la profunda
zona de tu dolor diseminado”.
Elegido senador en ese mismo 1945 por el Partido Comunista, al que Neruda ingresa el 18 de junio. Desde la elección de Aguirre Cerda hasta la muerte de Juan Antonio Ríos en 1946, el Frente Popular reúne a los partidos comunista, socialista y radical. Nadie más radical que el radical Gabriel González Videla, elegido presidente y sometido a una presión, resistible por otro mandatario (pienso en Ricardo Lagos) que desemboca en la ruptura con el PC chileno y sus tres ministros en el gobierno. Neruda ataca a González Videla y éste promueve el desafuero y detención del poeta. Neruda encuentra refugio inmediato en la embajada de México, presidida por el grande y noble don Pedro de Alba e inicia una difícil retirada a la Argentina, disfrazado, a pie, a caballo, barbado, armado de una cédula de identidad falsa. “Neftalí Reyes”, que se convirtió en “Pablo Neruda” ahora, pasajeramente, será “Antonio Ruiz Legorreta”.
Miguel Ángel Asturias, Luis Cardoza y Aragón, Paul Éluard y Pablo Picasso van extendiendo la protección de la amistad a Neruda. El poeta se siente feliz escribiendo Las uvas y el viento (1954). Sus lectores, no tanto. Aquí, por una vez, la ideología abruma al verso. Pero la poesía renace en el exilio de la isla de Capri, evocado de manera tan bella por Antonio Skármeta en El cartero de Neruda y luego en la ópera de Daniel Catán, Pablo se ha enamorado y le escribe a Matilde Urrutia Los versos del capitán (1952), obra de “ese pobre muchacho que te quiere” a la mujer que lo acompañará hasta la muerte.
De regreso a Chile en 1952, Neruda tendrá tres casas. En Santiago, la Casa Michoacán: biblioteca y caracolas. En Valparaíso, la Sebastiana, una casa que parece modelo para la ciudad entera, como lo es Valparaíso para la Sebastiana. Y en la costa, Isla Negra: mascarones de proa, las piedras que recogen el llanto, la oración, el cortejo, el albedrío; la antigua noche, la sal desordenada, el latido del océano, el rumor de la costa: el mascarón de proa de Neruda.
Todo ello radica a Neruda en Chile, pese a sus muchos viajes a Europa y Asia. En 1954, publica las Odas elementales, que serán continuadas en 1956 y 1957 y que son un maravilloso re-encuentro de la palabra con las cosas ausentes de ella: la alcachofa, el caldillo de congrio, la madera, el tomate, el aceite, el jabón, la mariposa y el limón, las tijeras y un ramo de violetas.
En el mar / tormentoso / de Chile / vive el rosado congrio, / gigantesca anguila / de nevada carne.”
Y en las cosas, de las cosas, para las cosas, están los seres humanos, “somos los pequeñitos / pescadores, / los hombres de ladrillo, / tenemos frío y hambre”.
Vuelvo al inicio, repasando apenas el triunfo electoral de Salvador Allende en 1970, la embajada de Neruda en París y su regreso a Chile en 1972, enfermo ya, para morir, días después del infame golpe militar de 1973, encabezado por un tirano de voz aflautada y corrupción pandillera, Augusto Pinochet.
Recuerdo a Neruda.
Si sus disputas con los hombres de su generación fueron a menudo amargas, con nosotros, los escritores entonces jóvenes, siempre fue generoso, abierto, inteligente, capaz de diálogo, razón y disensión. Y es que lo que nos unía era muchísimo más grande que lo que pudiese separarnos. Escribimos nuestras novelas bajo el signo de Neruda: darle al pasado inerte un presente vivo, prestarle voz actual a los silencios de la historia. Esta raíz genética fue mucho más importante que nuestras discrepancias acerca de la forma que el futuro debiese adoptar, porque si no salvábamos nuestro pasado para hacerlo vivir en el presente, no tendríamos futuro alguno.
El día en que murió mi amigo Neruda, recordé sobre todo la comunidad de valores que compartimos y quisimos mantener. La velación de Neruda tuvo lugar en una casa tomada. Soplan los vientos finales del invierno austral a través de ventanas rotas, removiendo las cenizas de libros quemados. Una casa saqueada, una nación violada. Esta terrible coincidencia de dos agonías me hace recordar algo que una vez me dijo Pablo:
Nosotros, los escritores latinoamericanos, quisiéramos volar. Pero nuestras alas cargan el peso de la sangre de nuestros pueblos.
El pueblo libre por el cual Neruda dio tanto de su vida fue asesinado por una pandilla de hombres desleales a su juramento de fidelidad a Chile. Un jefe de Estado que no mató a nadie, Salvador Allende, fue empujado a la muerte, quizás porque respetaba demasiado la vida.
¿Hemos, Bolívar, arado en el mar? La vida y la obra de Neruda nos dicen que no es así. Hemos llorado por el poeta y su pueblo. Pero un poeta no es su cuerpo, ni su posición política, ni sus opiniones personales. Un poeta es la totalidad de un lenguaje. Y el lenguaje del Canto general, Residencia en la tierra, Odas elementales y Veinte poemas de amor no ha muerto. Conoce, aún, ya lo dije, la gloria del anonimato: los poemas de Neruda son cantados con desafío y gritados con rabia y murmurados con amor por millones de latinoamericanos que, a veces, ni siquiera saben el nombre del poeta que escribió las palabras:
Eres, Chile (…) un niño
que no sabe su nombre todavía”.
Una poesía sin forma. Como un templo, como una montaña.
Las cosas no nos pertenecen a todos. Pero las palabras sí. Las palabras son la primera y más natural instancia de una propiedad común. La escritura, lo quiera o no el escritor, es siempre una comunidad y una comunión. Pablo Neruda no es dueño sólo de las palabras que escribió porque él no es sólo Pablo Neruda. Es el poeta: es todos. El poeta nace después de su acto: el poema. El poema crea al autor así como crea al lector.
La poesía de Neruda regresó como una promesa de libertad a su pueblo injuriado. Su poesía volvió a ser desierto y mar, montaña y lluvia. Su poesía volvió a ser, como en un principio, Temuco, Atacama, Biobío.
En 1913, en mi patria mexicana, otro presidente que respetaba la vida y la justicia, otro Salvador Allende llamado Francisco Madero, fue asesinado por otro Pinochet llamado Huerta. Los militares tomaron el poder y proclamaron el control de la situación. Pero entonces, de las sombras de la historia, surgieron los nombres sin nombre, Emiliano Zapata, Pancho Villa…

Temuco, Atacama, Biobío. De los nombres de la poesía de Pablo Neruda surgieron también los hombres y las mujeres de la democracia chilena. Porque nos dio un pasado y un presente, Pablo Neruda estará con nosotros en la arriesgada conquista del futuro.

viernes, 2 de noviembre de 2018

CARLOS FUENTES. PERSONAS. André Malraux.


André Malraux
En 1960, el presidente de Francia, Charles de Gaulle, hizo una provocadora visita a México. La llamo “provocadora” porque primero De Gaulle fue a Canadá y exaltó al “Quebec libre”, es decir a la nación francófona dentro del esquema bilingüe de Canadá. Gran alboroto. De Gaulle desafiaba no sólo a la “Commonwealth” canadiense sino al vecino anglo-parlante, Estados Unidos.
Enseguida, el General se dirigió al otro vecino norteamericano, México, hispano-parlante pero objeto —o sujeto— de una ocupación militar francesa entre 1861 y 1867. No era esto lo que deseaba evocar De Gaulle en México sino —como en Canadá— la relación México-Americana (“tan lejos de Dios, tan cerca de los Estados Unidos”).
Mis amigos y yo ocupamos un balcón del hotel Majestic, de cara al Zócalo, la Plaza de la Constitución, centro de la ciudad desde la época de Moctezuma. La caravana automovilística de De Gaulle avanzó por la Avenida Madero hasta la esquina del Zócalo, ocupado por un millón de mexicanos a la espera del “héroe de la Segunda Guerra Mundial” como era anunciado el General. En la esquina, De Gaulle descendió del auto y se dispuso a avanzar, sin otra protección que él mismo, entre la vasta multitud. Tan alto como era, el General sobresalía a la masa de mexicanos. Alto, uniformado, tocado con el kepí del ejército francés, De Gaulle avanzó lenta, casi majestuosamente, entre un millón de mexicanos.
Desde el balcón del Majestic veíamos la escena con K. S. Karol, corresponsal del L’Express, un periodista norteamericano de la revista Newsweek, Fernando Benítez, Víctor Flores Olea y Salvador Elizondo, el agudo escritor que fue quien dijo lo indecible: —¡Qué lástima que los franceses no ganaron la guerra en 1867 y se quedaron en México! ¡Hoy, Francia sería vecina de Estados Unidos!
Esa noche, Jean Sirol, consejero cultural de la embajada de Francia en México, ofreció una cena para André Malraux, quien acompañaba a De Gaulle como ministro de Cultura. Instado por Malraux, o quizá por iniciativa propia, Sirol invitó a vocales críticos del gobierno mexicano: Jaime García Terrés, Jorge Portilla, Víctor Flores Olea, Enrique González Pedrero, yo mismo.
La discusión fue intensa. Más que nada, en ese momento le reprochábamos a Malraux el haber abandonado lo que nosotros éramos (o queríamos ser): escritores independientes, a favor de un compromiso político y burocrático. Malraux se mostró más defensivo que otra cosa. Evocó su pasado. Le reprochamos el abandono del mismo. García Terrés defendió, sobre todo, una libertad de prensa que sentía violada por el gobierno y los ataques contra la revista crítica L’Express. Portilla discutió, con fervor, el tema de la muerte de Dios en Malraux. Éste expuso con brillo su sentimiento de que la muerte de Dios acrecentaba la soledad de la persona, pero también su responsabilidad. Flores Olea conocía bien la obra de Malraux y le preguntó si los espíritus encarnados en La condición humana —erotismo, juego y terror— sumaban las posibilidades de un mundo sin Dios. No, contestó Malraux, la única posibilidad que permanece, trascendiendo nuestra muerte, es el arte. González Pedrero se acercó al tema mayor de Malraux, la relación entre acción y destino. Malraux contestó que el destino individual no se concibe sin el destino colectivo. La dignidad humana es parte o resultado de ambos. García Terrés volvió a la carga: ¿a nombre de qué se censura a la prensa y se arrojan al Sena ejemplares de L’Express? Malraux no tuvo una respuesta convincente: a nombre de la dignidad de Francia.
Arropados en nuestro activismo político (1960) publicamos en nuestra revista eventual, El Espectador, un resumen de la conversación. Fuimos injustos. Comparamos al Malraux de hoy, el ministro, con el Malraux de ayer, el revolucionario. Max Aub, compañero de Malraux en la guerra de España, nos comunicó el disgusto del ministro. “No me gusta terminar en Le Canard Enchaîné” (revista satírica y crítica). No lo volvimos a ver. Pero acaso, como derivación de ese encuentro, lo releímos con seriedad. Creo que yo llegué a una conclusión que no era ajena al encuentro con el escritor: André Malraux era un escritor que no concebía la literatura sin la acción que, de una sola vez, reuniese narración y política. La relectura de La condición humana confirmaba en mi espíritu que para Malraux la acción era necesaria para salvarnos del absurdo y que el absurdo era la existencia sin Dios: el desamparo.
Recorrí de nuevo la vida de Malraux, sobre todo a partir de sus viajes a Indochina (donde despojó a algunos templos de sus tesoros) y a China misma, en el Shanghai en huelga y revolución de los años veinte, que el novelista encarnó en La condición humana. Una novela colectiva, cercana en esto al gran modelo de John Dos Passos, USA o al de la Yoknapatawpha de William Faulkner, dos autores presentados por Malraux en la NRF Gallimard. Aunque más tarde se supo que Malraux no participó en los sucesos descritos en La condición humana, tampoco Faulkner y Dos Passos vivieron lo que imaginaron. ¿Por qué, entonces, a Malraux se le exigía lo que a otros no? ¿Porque Malraux los concibió desde la comodidad de un barco de pasajeros? En parte, porque él mismo ofrecía su imaginación como experiencia, hecho que negó el título mismo de su autobiografía, Antimemorias de 1967. Más aún, porque la vida de Malraux estuvo ligada en extremo a la política del siglo XX. Contradictoriamente, Malraux defiende a Trotsky y quiere salvarlo del exilio interno en Alma-Ata. Quiere la épica que vio en el Acorazado Potemkin de Eisenstein, prohibida por la censura francesa en 1927. Cree encontrarla en Trotsky. Admira la elocuencia de Trotsky comparada con la chatarra discursiva de Stalin y del propio Lenin. Pero la relación con Trotsky pronto tropieza con la realidad política y la diferencia personal. Trotsky critica a los personajes de Los conquistadores de Malraux: sus conquistadores no conquistan nada. Malraux insiste en admirar a Trotsky: en los desfiles de Moscú, dice, hay retratos de Stalin, pero la presencia es de Trotsky. Las masas, según Malraux, pensaban en el ausente, Trotsky. “Usted es un proscrito, no un emigrado”, le escribe Malraux a Trotsky. Éste ve símbolos en los personajes de Malraux. No, alega éste. “Trotsky sostiene a varios personajes del momento, yo los reintegro a la duración.” Concluye Malraux: Trotsky no conoce las condiciones de la creación artística.
Stalin mucho menos.
¿Qué hay de interesante en París? —le pregunta Stalin a Malraux.
La última película de Laurel y Hardy —le contesta el rebelde, el irónico Malraux, que sin embargo, hace el elogio de Stalin y excusa las purgas de Moscú, que no disminuyen, alega Malraux, “la dignidad del comunismo”. Pero cuando se trata de defender al trotskista Víctor Serge, Malraux se abstiene. En cambio, con André Gide, viaja a la Alemania nazi para defender al dirigente comunista Georgi Dimitrov, acusado de incendiar el Reichstag y liberado gracias a una brillante autodefensa.
La guerra de España marca el momento más alto de Malraux. Se confunden aquí su vocación internacionalista y su compromiso nacional. En España concurren ambos. Malraux (quien no sabe manejar un automóvil) forma una escuadrilla aérea, posa como aviador y filma una película notable por su directa desnudez: L’Espoir (La esperanza), en la que se confunden la ficción y las biografías (aparecen con otros nombres) de Ehrenburg y Hemingway, Bergamin y Chiaramonte. Un mundo de “fraternidad entre hombres”. Max Aub es el colaborador más cercano de Malraux. La guerra de España es para Malraux una visión del mundo y del papel de la clase obrera. También es una defensa de España el país, de la nación, que prepara a Malraux para combatir a los nazis y defender a la nación francesa contra la ocupación alemana. Ha aprendido, acaso, una lección. En España, la Unión Soviética ha combatido a la izquierda más que a Franco. En Francia, la derrota, la ocupación y la represión alemana atentan directamente contra la patria, la nación francesa. Malraux se da cuenta de que la clase en peligro en Francia se llama el fascismo. La nación que peligra es jacobina y no hay nadie más jacobino que un francés.
Como el “Coronel Berger”, Malraux dirige la brigada Alsace-Lorraine y emerge heroicamente de la guerra. Pero el héroe mayor es Charles de Gaulle, quien nunca admitió la derrota de Francia y regresó a encabezar el gran desfile de los Campos Elíseos en París, en agosto de 1944. A De Gaulle se une Malraux porque De Gaulle (¡desde su apellido!) encarna a Francia. O sea: no hay general sin Francia, ni Francia sin general. Malraux firma con Sartre y Mauriac contra la censura al libro de Henri Alleg sobre la tortura en Argelia (1958). Pero en ese mismo año es nombrado primer ministro de Estado de la Cultura. No volverá a escribir una novela aunque sus Antimemorias son la novela de su vida, incluyendo a su imaginación. Jean Lacouture dirá que este libro “atraviesa la historia del siglo como una espada atraviesa la entraña del toro”.
Como ministro de Cultura, y después de serlo, Malraux escribe sobre el arte con pasión y discriminación. Se da cuenta de que sería un error pensar la obra política como obra de arte. Crea, en vez, un “mundo imaginario” que nos permite apreciar las posibilidades del pasado. El arte es “una vasta posibilidad proyectada sobre el pasado”. La obra revive y se transforma. La cultura es el conjunto de formas que han sido más fuertes que la muerte. ¿Es Malraux un hereje nestoriano que cree en dos cosas a la vez: en un Cristo humano al lado de un Cristo divino? De Gaulle, es sabido, cree sin soberbia en un “yo” que es un “nosotros” y afirma: “Mi único rival es Tintín” (el personaje de historieta).
¿Le queda a Malraux, cuando De Gaulle ocupa todo el espacio político, otra cosa que el espacio cultural? Es posible y fue importante. Aparte de su obra material (museos, libros, exposiciones, relación de Francia con otras culturas, limpieza de monumentos), Malraux el ministro jamás abandonó su visión pesimista del mundo. Dios ha muerto y sólo existe la condición humana. Esta condición consiste en erotismo, juego y terror. Sólo la salvan la visión del destino y la acción, pero la historia se vuelve contra ambos y sólo nos da una salida: el arte como antidestino.
Soy un agnóstico ávido de trascendencia que aún no recibe su revelación.” Pero “¿qué me importa lo que sólo me importa a mí?”. Yo creo que fue en sus novelas, más que en sus estudios de estética, donde Malraux tomó su figura más antidogmática. El escritor no le da razón a todos. Les da voz. O como dijo un día, “los navegantes descubren pericos, pero los pericos no descubren navegantes”. Añade que “hacen falta sesenta años para hacer a un ser humano y después sólo sirve para morir”. Sin embargo, más allá de toda consideración acerca de lo verdadero y lo falso, se encuentra lo vivido. ¿Se le puede pedir más a un ser humano? ¿La singularidad del hombre Malraux no participa, al cabo, de lo que somos y hacemos todos: vivir?
En 1976, siendo yo embajador de México en Francia, el diputado golista Raymond Offroy nos invitó a Silvia mi mujer y a mí a un almuerzo en honor de Malraux. Era una tarde fría de diciembre y el anfitrión sentó a Silvia a la izquierda de Malraux, a mí muy cerca del homenajeado. En esos diecisiete años desde la cena en México, Malraux había envejecido no tanto por el paso del tiempo, sino debido a la acentuación del gesto. La presencia protagónica de las manos, la abundancia de tics, la abundancia y brillo del verbo, describían su presencia. Hasta que un gesto casi imperceptible, una mirada a mi mujer, un vistazo debajo del mantel, una sonrisa inmediata y la aclaración seguida: el gato de los Offroy andaba estirándose debajo de los manteles, se acercó a la pierna de Malraux, éste creyó que Silvia le acercaba la suya, el gato resolvió el misterio y todos nos reímos.
El gato —¿o la gata?— le sirvió a Malraux, empero, para lanzarse a una disquisición histórica sobre la llegada a Europa de los primeros gatos, traídos desde Egipto por Cleopatra. No había, pues, felinos en Europa y los de la reina egipcia pronto demostraron su utilidad, cazando, comiendo y matando a la multitud de ratones que se juntaban en Roma, granero del Imperio.
Que Malraux hablara de gatos era natural. Tan natural que pudo parecer poco improvisado. No fue así. Los gatos acuden a quien los quiere. A quien huele como ellos. Por eso se acercaron a Malraux, aunque éste, terminado el capítulo “gatos”, se apresuró a comentarle a Silvia:
Pero no hay nada más antiguo que las arañas.
Historia de las arañas, historia de los caballos como antípodas del mundo arácnido. Historia de la edad de los caballos, para culminar con historia de la edad de los artistas, Miguel Ángel, Rembrandt.
Imaginé a Malraux, en ese momento, como otro momento: el del verbo. El verbo de Indochina y las novelas abanderadas de ficción con reportaje, el militante de izquierda del Frente Popular, el combatiente de la guerra de España, el resistente contra la ocupación nazi de Francia, el ministro de De Gaulle, el dialogante con Nehru y Mao, el reanimador del arte antiguo de México y Egipto. En fin, el hombre nervioso, brillante, acaso nostálgico de la juventud y la belleza quien, al levantarnos de la mesa esa tarde fría de diciembre de 1976, me dijo:
Usted es mi cómplice.
Para Malraux, todo arte era reencarnación. La creación era más importante que la perfección. Sentía remordimiento de ser él mismo. El destino sólo tiene un lugar. La conciencia. La valentía no es más que un sentimiento de invulnerabilidad. Es un error pensar en la obra política como obra de arte. La cultura es el conjunto de formas que han sido más fuertes que la muerte. Más allá de lo verdadero y lo falso está lo vivido.
Soy un agnóstico ávido de trascendencia que aún no recibe su revelación.
Novelas que son memorias, memorias que son ficción, política sin estética, estética sin política, aventura que es acción, acción que es a la vez realidad e idea de la realidad…
Podríamos citar sin descanso al Malraux fabricante de frases célebres y de ideas incitantes. Pero sólo lo haríamos a expensas de una obra en que la memoria miente para ser ficción y la ficción, según lo acostumbra, se vuelve verdad. Dijo de Lawrence de Arabia: “Parecía apartado de todo lo que, para la mayor parte de los hombres, constituye la vida misma. Era uno de esos hombres que han preferido una parte de lo divino, haciendo de ello su uniforme, su sotana invisible”.
¿Convienen esas palabras de Malraux sobre Lawrence al propio Malraux? Acaso Malraux las supera en el sentido de que quiso ser, sólo que a un nivel estético, lo que fue Lawrence a un nivel político. Y lo obtuvo a veces, en España, con la Resistencia. Sólo que Malraux también tuvo algo que la “santidad” misma de Lawrence no admitiría: la contradicción, no diabólica, sino humana, a los valores propuestos por el propio Malraux.
¿Éramos, por ese motivo, como me llamó un día, “cómplices”?
Palabras misteriosas que nunca acabé de entender, ni siquiera, el día que amaneció con la muerte de Malraux el 23 de noviembre de 1976. No se habla de una ceremonia fúnebre nacional. Llamo a mi amiga, la ministra de Cultura de Francia, Françoise Giroud.
Malraux merece un homenaje nacional —le digo.
Las banderas del Ministerio están a media asta— me contesta.
¿Y la ceremonia? —insisto.
Quiso ser enterrado en su pueblo, Verrieres-le-Buisson.
¿Y el homenaje nacional? —insisto.
Cuando al fin, en 1996, las cenizas del escritor fueron trasladadas al Panteón, el presidente Jacques Chirac, como suele suceder en estas ocasiones, le habló de “usted” —que no de tú— a Malraux.
Es usted el hombre de la inquietud, de la búsqueda, el hombre que abre su propio camino…
Con menos oratoria, con más certeza, Paul Morand había dicho desde los años treinta:
Malraux es el único suicida vivo.
Malraux, menos pragmático, más ingenioso, sólo nos preguntó:
¿Por qué no aceptar a Dios como un pintor moderno?
Hugh Thomas tuvo la última palabra:


 “André Malraux fue el Byron de su época”.

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