jueves, 26 de julio de 2018

Lucio Apuleyo El asno de oro (Las Metamorfosis). LITERATURA DE RESCATE.




Lucio Apuleyo
 El asno de oro
(Las Metamorfosis)
Introducción


1. Datos biográficos

Aunque la Antigüedad no nos ha dejado ninguna biografía de Apuleyo, sin embargo no se ciernen sobre el autor de El Asno de Oro las tinieblas insalvables que envuelven al autor de El Satiricón. Parte de los escritos de Apuleyo son una preciosa fuente de información sobre el escritor; nos referimos a tres de sus obras: la Apología, las Floridas y Las Metamorfosis o El Asno de Oro. Por lo que atañe a la novela, es indudable que algunos rasgos del héroe, Lucio, convienen a Apuleyo; pero ver en El Asno de Oro una autobiografía y aplicar al escritor todas las noticias referidas a Lucio, como lo han hecho Th. Sinko y Enrico Cocchia[1A], es muy aventurado. La prudencia aconseja atenerse a la Apología y a las Floridas, y no utilizar Las Metamorfosis sino en la medida que por otra parte podamos contrastar sus testimonios.
Hilvanando, pues, entre sí los datos fundamentales suministrados por el autor en las dos obras mencionadas, se ha llegado, a veces con aventurada y presuntuosa exactitud cronológica, a reconstruir la biografía de nuestro autor. La resumiremos a grandes rasgos y ateniéndonos a las noticias más seguras.
Apuleyo[2A] es africano (como Frontón y la mayoría de los escritores que han destacado en el siglo II, salvo Suetonio). Nace en Madaura, como ya se creía dando fe a las subscripciones de los manuscritos y a Las Metamorfosis (XI, 27), y como quedó confirmado por una inscripción descubierta en Argelia en 1818, que dice así: «Al filósofo platónico, gloria de su ciudad, los madaurenses dedicaron esta lápida a expensas del erario público»[3A]. El padre de nuestro escritor era oriundo de Italia y había llegado a África con una expedición de veteranos para repoblar la colonia de Madaura, donde se estableció y pasó por todos los honores hasta alcanzar la suprema magistratura del duumvirato.
No es segura la fecha del nacimiento de su hijo: las deducciones a base de los datos de la Apología oscilan entre los dos límites extremos de los años 114 y 125.
El joven Apuleyo recibió una educación esmerada, como correspondía a un hijo de familia distinguida y de brillante posición. Estudió en Cartago, «la venerable maestra de toda la provincia»[4A], y guardó toda la vida perenne recuerdo de gratitud y cariño a la ciudad en que cursó sus primeros estudios: atribuirá a los maestros y tutores de su infancia gran parte de los méritos y éxitos de SU carrera literaria.
Coincidiendo con el final de la etapa escolar del joven, sobreviene la muerte de su padre; el joven entra en posesión de una saneada herencia. Y dada esa apasionada e insaciable curiosidad por aprender y saber cosas, de que nos habla repetidas veces, aprovecha su holgada posición económica para dedicarse a viajar por Oriente, Grecia e Italia. Pasa una larga temporada en Atenas y completa allí sus estudios: «Mis estudios filosóficos, iniciados en Cartago, llegaron a la madurez en la capital ateniense»[5A]. Recuérdese que Atenas había conservado siempre su prestigio secular como centro de atracción intelectual, y que ese prestigio se había incluso renovado y acentuado en el siglo II de nuestra Era por el resurgimiento reciente de su literatura bajo el impulso de los sofistas que recorrían el Imperio y triunfaban clamorosamente en las salas de lectura de Roma; eso sin contar la pléyade de escritores ilustres por otros conceptos que también florecieron entonces, como Plutarco, Apiano, Arriano y Dión Cassio.
En Atenas se familiariza con la filosofía griega. Estudia el aristotelismo y sobre todo el platonismo, de que va a hacer su profesión; se hace iniciar en los misterios entonces en boga en todo el mundo grecorromano, toma parte en toda clase de cultos, «por amor a la verdad y por piadoso deber para con los dioses»[6A]
No menos de diez años duraron estas andanzas que tenían a la vez carácter de peregrinación, de viajes científicos y de excursiones turísticas. Como la etapa de Atenas, fue igualmente muy importante la de Roma, donde nuestro viajero permaneció unos dos años, especialmente dedicados al estudio de la elocuencia y a los ejercicios del foro.
Ya formado, Apuleyo lleva la vida de los sofistas de su tiempo: da conferencias en griego y en latín. Desarrolla su actividad en África y concretamente en Cartago, que será el centro de su gloria.
En un viaje, rumbo a Alejandría, cae enfermo en Oea (Tripolitania). Allí recibe la visita de un amigo llamado Ponciano[7A] se habían conocido en Atenas, donde habían convivido íntimamente. Ponciano invita a su amigo a alojarse en casa de su madre so pretexto de que allí sería bien atendido y se recuperaría mejor. Aceptada la invitación, pasa una larga temporada con Pudentila: tal era el nombre de la rica viuda, madre de Ponciano. La convivencia entre Apuleyo y Pudentila acaba en boda, a pesar de la notable diferencia de edad: ella tenía cerca de veinte años más que él. Ponciano, que había tenido mucha parte en el arreglo matrimonial, muere; su hermano menor, Pudens, suscita un pleito contra Apuleyo, a quien acusa de haber embaucado a su madre por arte de magia. Apuleyo pronuncia su propia defensa, la Apología, y logra un triunfo completo.
Los datos biográficos posteriores al pleito son ya mucho más esporádicos. Varios pasajes de las Floridas hacen suponer que vivió principalmente en Cartago donde goza de fama extraordinaria (se le eleva una estatua y se le nombra sumo sacerdote de la provincia)[8A] y escribe la mayoría de sus libros.
En el año 162, bajo el reinado de Marco Aurelio y Lucio Vero, pronuncia, en honor del procónsul Severiano, un panegírico del que conocemos un fragmento insertado en las Floridas[9A]. En el 174 habla ante el procónsul Escipión Orfito[10A], que es amigo personal de Apuleyo: sin duda se habían conocido y tratado en Roma por los años de sil juventud.
En adelante perdemos el rastro de Apuleyo; se cree que alcanzó una edad avanzada y murió en los últimos años del reinado de Marco Aurelio o primeros del de Cómodo. Nunca dejó descansar la pluma, y El Asno de Oro sería una de sus ultimas obras[11A].
2. Su obra

Los mejores escritores del siglo II son todos bilingües, y no pocos, aunque latinos de nacimiento, abandonan su lengua madre para escribir sólo en griego, como el propio Marco Aurelio. Apuleyo escribe en griego y en latín, en verso y en prosa; es filósofo, retórico y novelista, con una fecundidad extraordinaria en todos los géneros. En una de sus Floridas[12A] leemos este párrafo: «Confieso que me gusta componer poemas en todos los géneros, tan apropiados a la batuta épica como a la lírica, tan aptos al borceguí cómico como al trágico coturno; además, sátiras y enigmas, historias variadas, discursos aplaudidos por los doctos y diálogos alabados por los filósofos; todo esto y otros escritos análogos, lo hago tanto en griego como en latín, con el mismo afán, el mismo empeño y parecido estilo».
Y en otra[13A]: «Empédocles compone poemas, Platón diálogos, Sócrates himnos, Epicarmo mimos, Jenofonte historias, Crates sátiras: vuestro Apuleyo abraza todo eso y cultiva las nueve musas con el mismo empeño». Esos dos textos son muy significativos: nos dan una idea muy exacta del mundo intelectual de Apuleyo y de su tiempo; todo el dilettantismo, el filohelenismo, el barroquismo literario y científico que caracterizan al siglo 11 de nuestra Era, asoman en esas líneas. Nadie encarna la época mejor que Apuleyo. Nadie, salvo tal vez el propio emperador Adriano. Éste es igualmente apasionado por lo helénico: hablaba y escribía en griego con la misma facilidad que en latín, y reproducía en su famosa villa de Tíbur los lugares célebres de Grecia, como el Liceo, el valle del Tempe, el Pritaneo, etc.; es igualmente dilettante, un dilettante coronado como Nerón, o, mejor dicho, aun Nerón sin la locura, es igualmente erudito: a la vez poeta, músico, escultor, pintor, arqueólogo, médico y físico; y, por último, es también, como Apuleyo, un viajero infatigable: pasa la mayor parte de su reinado fuera de Roma; disfruta de los viajes como un turista y los utiliza como un emperador: visita los monumentos famosos del Imperio, caza leones en Libia, hace la ascensión del Etna con un tiempo espantoso; y, para que no falte detalle en el paralelismo que establecemos, se hace iniciar en los misterios de Eleusis[14A].
La producción de Apuleyo fue inmensa. Por referencias del autor en su Apología, o por citas de los gramáticos, conocemos cerca de veinte títulos de obras que no han llegado a nuestros días, y unos cuantos títulos más de otras que se le atribuyen y cuya autenticidad resulta dudosa o totalmente inconsistente[15A].
Lo que de nuestro autor subsiste sin sombras de duda son unos tratados filosóficos, parte de su producción oratoria y la novela de Las Metamorfosis o Asno de Oro.
Son cuatro los tratados filosóficos: el De Platón y su doctrina (en dos libros), que es un catecismo platónico, tal vez unos apuntes del curso seguido en Atenas por nuestro autor; el Del mundo, una adaptación latina del tratado pseudo-aristotélico Perì kósmos; el Perì Hermeneías, un tratado de lógica formal que, a pesar de su título griego, está escrito en latín; y el Sobre el dios de Sócrates, que es una conferencia de divulgación filosófica de las doctrinas sobre los demonios.
Entre las obras oratorias figura ante todo la pieza esencial de su propia defensa en el grave pleito familiar que se le planteó: se titula De magia o Pro se de magia, o más comúnmente Apología. Es el único discurso judicial de toda la latinidad imperial. Los manuscritos lo han transmitido en dos libros, caso insólito, debido a la excesiva extensión de la apología, que no pudo ser pronunciada en el tiempo reglamentariamente limitado que se concedía a la defensa. El discurso realmente pronunciado tuvo que ser más breve y menos trabajado literariamente. Lo que subsiste es un arreglo posterior a la causa y pensado por el autor para defenderse ante la posteridad. Ante el procónsul no le fue menester disertar tanto.
Junto a la Apología van las Floridas. Apuleyo reunió y publicó en cuatro libros sus declamaciones. Un autor desconocido, probablemente africano, extractó veintitrés fragmentos de desigual extensión, y eso es lo que, con la Apología, subsiste de los discursos de Apuleyo. La colección se titula Florida, que se interpreta comúnmente como «Antología» o «Florilegio»; tal vez haya, no obstante, en dicho título una alusión al llamado genus floridum dicendi, es decir, al «estilo florido en oratoria», del que es una deslumbrante muestra esta colección de fragmentos.
Pero la popularidad de Apuleyo a través de los siglos no arranca de su producción filosófica o retórica. Son los once libros de Las Metamorfosis, y sobre todo el inmortal cuento de Psique y el Amor (IV, 28 -VI, 24), lo que abrió a nuestro autor la puerta grande de la inmortalidad en la literatura universal.
3. «Las Metamorfosis» o «El Asno de Oro»

3.1. FUENTES —. Para la gente de cultura media, Apuleyo no es sino el autor de «Psique y el Amor» o a lo sumo de Las Metamorfosis o El Asno de Oro.
Se trata aquí de la mágica metamorfosis de un distinguido mercader de Corinto, llamado Lucio, en un asno que, bajo su apariencia de cuadrúpedo, conserva todas las facultades humanas salvo la voz; así sufre una interminable serie de tribulaciones, a cual más penosa, y a la vez, naturalmente, es testigo de numerosas y emocionantes aventuras o de sensacionales historias de duendes. Vuelve a recobrar la forma humana al oler unas rosas, y, tras esta recuperación, Lucio nos cuenta su extraordinaria historia.
Ha llegado hasta nuestros días el mismo tema desarrollado en griego; con el título de Lucio o el Asno figura entre las obras de Luciano, autor casi rigurosamente contemporáneo de Apuleyo. Ello ha planteado varios y graves problemas.
¿Es auténtico el diálogo de Luciano, o hay que seguir hablando del Pseudo-Luciano? La crítica moderna se inclina con bastante unanimidad por la segunda alternativa. No insistimos en esta cuestión, ya que para nuestro propósito su interés es totalmente marginal.
En todo caso el Asno de Pseudo-Luciano y El Asno de Oro de Apuleyo presentan múltiples correspondencias literales o casi literales en párrafos enteros: alguna relación ha de existir, pues, entre ambos. ¿Cuál de los dos copia al otro? O ¿hay un tercer autor imitado paralelamente en griego y en latín por Luciano y Apuleyo, respectivamente?
En el parangón directo entre Apuleyo y Luciano salta a la vista la desproporción material en el desarrollo del tema en uno y otro caso: Apuleyo es ocho veces más extenso que Luciano: o mucho abrevia éste, o mucho amplifica aquél, si es que uno de los dos toma al otro por modelo.
No parece verosímil que un autor griego como (Pseudo-) Luciano vaya a buscar su inspiración en un autor latino: normalmente la corriente fluye en sentido inverso. Además, Apuleyo afirma que su tema es originariamente griego: «aquí empieza una fábula de origen griego»[16A].
Tampoco cree nadie que Apuleyo haya seguido a Luciano: el autor latino da la impresión de traducir o adaptar una materia preexistente; las numerosas y clarísimas coincidencias textuales con Luciano (sea cual fuere el modelo seguido o transcrito) muestran que la originalidad no era preocupación esencial de nuestro autor; en cambio, si detrás de Las Metamorfosis no hubiera más que el breve opúsculo de Luciano, la novela latina tendría más de creación que de adaptación.
Lo más verosímil, como hoy suele admitirse, es postular un original griego perdido, como fuente común para Luciano y Apuleyo[17A].
A favor de tal conjetura viene a sumarse un precioso testimonio de Focio, patriarca de Constantinopla en la segunda mitad del siglo IX. Focio en un libro titulado Biblioteca[18A] da a su hermano noticias de 280 obras antiguas que ha leído; entre ellas cita «unas Metamorfosis de Lucio de Patras en varios libros», y plantea ya el problema de la relación existente entre Lucio de Patras y Luciano. Aunque con cierta sombra de duda, se inclina a creer que la paternidad del tema ha de atribuirse al escritor de Patras, donde Luciano «recortó la materia» a su antojo, suprimiendo lo que no interesaba a sus propósitos.
El testimonio de Focio parece disipar todas las dificultades: hubo una novela griega en varios libros; llevaba el título de Metamorfosis y era obra de Lucio de Patras; de ella salieron, paralelamente el Asno de Luciano y el Asno de oro de Apuleyo.
Sin embargo no acaban aquí las dudas. Si Focio parece resolver una dificultad, a la vez plantea otras nuevas. Es problemática la existencia de Lucio de Patras, ya que no hay la menor alusión a tal escritor fuera del texto de Focio. «Lucio» es precisamente el nombre del asno protagonista y a la vez el supuesto narrador de la propia historia: ¿no habrá confundido Focio al narrador y al autor como les pasa a los modernos que identifican a Apuleyo con el héroe de su novela, a la que atribuyen un valor personal y autobiográfico? Si el códice del patriarca carecía de nombre de autor, sería fácil equivocarse, pues el título sería: «Metamorfosis de Lucio»; y este «Lucio» podría interpretarse indiferentemente como el nombre del autor de Las Metamorfosis o del personaje que las sufre.
Aún relegada al mundo de los mitos la existencia de Lucio de Patras, lo que sí queda firmemente establecido por el testimonio de Focio es la existencia en el siglo IX de una novela griega con las metamorfosis de un asno. Y por ello se ha lanzado nuevamente la crítica en busca del auténtico autor de esas Metamorfosis griegas, autor que para unos[19A] sería el propio Apuleyo (en tal caso nuestro autor se imitaría a sí mismo en la obra que ahora traducimos), y para otros[20A] sería el propio Luciano (que se resumiría a sí mismo en el consabido opúsculo).
3.2. TÍTULO DE LA NOVELA —. En la actualidad no suele dudarse sobre el título que llevó en un principio el libro de Apuleyo. El único título auténtico sería el de Metamorfosis. El códice Laurenciano 68, 2 (siglo XI), que está en la base de la tradición manuscrita[21A], repite ese título en cada suscripción y no conoce ningún otro. Después de lo dicho anteriormente sobre las fuentes, es de creer que Apuleyo conservó el titulo del original griego, aunque, como salta a la vista de cualquier lector, lo de «las metamorfosis» en plural no responde muy bien al contenido, ya que la mayor parte de las historias de nuestra novela no son precisamente metamorfosis; en realidad sólo hay una metamorfosis, la del asno, y ésta, sólo en cierto modo y como marco externo, envuelve el contenido de la obra.
Apropiado o no el pretendido título original, el libro se ha vulgarizado ya desde la antigüedad como El Asno de Oro; la primera cita con esta denominación «vulgar» (?) es de san Agustín[22A].
Evidentemente —se dice— el adjetivo latino aureus o su correspondiente traducción «de oro», cuando se aplica a un asno de carne y hueso como aquí, es una especificación encomiástica; se añade al cuadrúpedo excepcional que piensa y razona como el hombre; «el asno de oro» es, pues, «el asno que vale el oro que pesa», «el asno incomparable». Metáforas como «edad de oro», «libro de oro», «boca de oro», «corazón de oro», etc., son frecuentes tanto en latín como en castellano y otras lenguas. El mismo Apuleyo llama «niño de oro»[23A] al prodigioso niño que Psique lleva en su seno, y «mansión de oro»[24A] a la fastuosa morada de Venus.
Sin embargo, en un trabajo reciente de R. Martin[25A] se nos da, con nuevos y bien fundados argumentos, una nueva interpretación del adjetivo aureus aplicado al curioso asno. Asinus aureus no es el «asno de oro» como quiere la tradición, sino el ὄνος πυρρός («el asno pelirrojo»), que, según Plutarco, era para los fieles de Isis la encarnación del pecado y de las fuerzas del mal.
Visto el problema desde esta nueva perspectiva, Asinus Aureus parece el único título admisible para la obra de Apuleyo, y el precioso testimonio de san Agustín cobra nuevo valor; san Agustín conocía perfectamente a su paisano Apuleyo, como lo conocían los paganos contemporáneos, cuando lo oponían a Jesucristo, según escribe el mismo Agustín; ahora bien, en La Ciudad de Dios (XVIII 18) se consigna explícitamente que Apuleyo dio a su obra el título de Asinus Aureus: libri quos «Asini Aurei» titulo Apuleius inscripsit. ¿No merece mayor crédito este testimonio temprano y formal de una reconocida autoridad que el suministrado seis siglos más tarde por el manuscrito Laurentianus?
Aún se lee en ciertas ediciones antiguas otro título, el de «Milesias de Apuleyo», inspirado por el propio autor, que inicia su relato con estas palabras: «Lector, quiero hilvanar para ti en esta charla milesia una serie de variadas historias…».
Los términos «cuentos milesios», «charlas milesias», o simplemente «milesias» a secas, son denominaciones frecuentemente aplicadas en la literatura grecorromana a ciertas creaciones literarias de la fantasía que servían de marco a cuadros de costumbres y no encajaban entre los grandes géneros literarios catalogados en los trabajos de retórica. Las milesias tenían por denominador común la facilidad y la ligereza del estilo, así como la variedad de incidentes y episodios sin unidad intrínseca; la característica más destacada de los cuentos milesios era lo escabroso de los temas tratados y la libertad del lenguaje en su desarrollo, libertad que no retrocedía ante la más cruda obscenidad; Ovidio llama a las milesias de Arístides de Mileto «crónica escandalosa» y «diversiones libertinas»[26A]. Plutarco[27A] dice que las milesias halladas entre los efectos de un oficial romano caído en el campo de batalla frente a los partos escandalizaron el pudor del rey bárbaro. Y el emperador Septimio Severo echa en cara a Clodio Albino su afición empedernida por las «milesias púnicas» de su compatriota Apuleyo[28A].
El género había nacido en Mileto, ciudad de costumbres notoriamente relajadas. El creador del prototipo de esta literatura fue un tal Arístides, cuyo libro titulado «Milesíacas» alcanzó gran difusión y fue traducido al latín por el conocido historiador Cornelio Sisenna (120? - 67).
3.3. CARACTERIZACIÓN —. En su estilo milesio, Apuleyo hilvana historias y anécdotas para «acariciar con grato murmullo el oído de todo lector benévolo»: duendes, hechiceras, bandoleros, charlatanes captarán sucesivamente nuestra atención; crónicas macabras, juicios sensacionales, espectáculos fastuosos, historias románticas, resurrecciones de difuntos, apariciones de divinidades, execraciones, maldiciones, fervorosas plegarias, iniciaciones místicas se seguirán a lo largo de la novela en variada e imprevisible ordenación. La misma anécdota resultará con frecuencia alegre y triste a la vez, real y maravillosa, pícara y sentimental; con sin igual destreza se mezclarán los tonos y episodios más dispares, sin que resulte nunca demasiado violento el tránsito entre situaciones orgánicamente incoherentes. La única constante que asegura a la obra al menos cierta unidad extrínseca es el héroe, Lucio, es decir, el asno que ha vivido, visto u oído los acontecimientos que se narran.
¿Hay fuera de esto algún tipo de unidad interna, artística o moral? La cuestión no está decididamente zanjada ni mucho menos. Sin embargo, predomina hoy la respuesta negativa. Las Metamorfosis no son un símbolo religioso o moral orientado a mayor gloria de Isis y a la edificación del lector, aunque es cierto que Lucio se regenera en el último libro por obra y gracia de Isis. El libro XI, con toda la transfiguración material y moral que se quiera, no basta para contrarrestar los efectos del lodo —por no decir las lecciones de libertinaje— que el lector ha de salvar en los libros precedentes. En conjunto, Las Metamorfosis tienen mucho más de escandaloso que de edificante.
Tampoco es el libro una novela previamente concebida como sátira, aunque es evidente que abundan los rasgos satíricos contra la avaricia (de Milón), contra la depravación del clero (sacerdotes de la diosa Siria), o contra la corrupción de las costumbres (tantos y tantos maridos burlados por sus esposas, y viceversa). Las Metamorfosis son a la vez obra de edificación, obra satírica, novela erótica y símbolo religioso: Apuleyo desborda cualquier fórmula única en que se quiera circunscribir su talento[29A]. Lo hemos visto vanagloriarse de cultivar por igual las nueve Musas, y parece haberse empeñado en que se admirara el coro de las nueve Musas en esa producción extraña y única que son Las Metamorfosis[30A].
3.4. EL CUENTO DE PSIQUE Y CUPIDO —. Entre las aventuras novelescas narradas en Las Metamorfosis destaca por su extensión (Libros IV 28 - VI 24), por su estilo, por su altura moral, por su fantasía tan deliciosa como irreal, ese prototipo de los cuentos de hadas que es la fábula de Psique y Cupido. Sin duda remonta a las tradiciones primitivas de Grecia, como lo dan a entender tantos monumentos del arte antiguo. Resulta misterioso que no la haya hecho suya ningún poeta conocido. ¿Cómo ese cantor armonioso de los amores del Olimpo que es Ovidio no dedicó unos versos a los amores del Amor en persona? Psique permanece misteriosamente muda durante siglos en sus representaciones iconográficas: camafeos, medallones, terracotas, sarcófagos (paganos y cristianos), pinturas; sólo en las postrimerías del paganismo, ya en plena expansión cristiana, se le ocurre al africano Apuleyo, y sólo a él, transmitirnos la mítica alegoría. Ello sería motivo suficiente para incluir Las Metamorfosis entre los libros más preciosos del mundo clásico.
Son legión los artistas, poetas y filósofos que posteriormente se han inspirado en la fábula de Psique; pero, siempre que a través de los siglos se ha intentado descubrir el valor simbólico del mito —suponiendo que la fábula arrope alguna idea trascendente—, siempre ha salido una interpretación personal, adecuada a la mentalidad del comentarista. Tal vez radique ahí la gran virtud de la inmortal historia, en su adaptación a todos los gustos.
Ya a finales del siglo V, Fulgencio[31A], el obispo africano, da la primera interpretación cristiana del cuento: la ciudad en que se desarrolla la fábula es el mundo; el rey y la reina de la ciudad son Dios y la carne; sus tres hijas son la carne, la libertad y el alma; etc.
Y ¿cómo no recordar aquí a nuestro gran Calderón? Para el poeta de los autos sacramentales, en «la alegoría de Psiquis y Cupido», Cupido o «Dios de amor» es Cristo; Psiquis es el alma fiel que aspira incesantemente hacia él; el himeneo de los dos amantes es la unión mística del hombre con Dios en la Eucaristía.
En el sentir filosófico, la interpretación menos extraña (y más en consonancia con el filósofo platónico de Madaura) ve en Psique la personificación del alma que, atormentada y desgraciada en ausencia del místico esposo, logra la suprema perfección de su ser y alcanza la plenitud de su felicidad en la unión del amor.
Si la sagacidad de los comentaristas no da con una interpretación objetiva y razonable, tal vez sea porque no existe el sentido oculto que se supone. Sin duda el mito abrigaba originariamente una idea; pero sobre el núcleo de la idea primitiva debió sedimentar todo el fondo de la tradición escrita (si es que la hubo y se perdió) o de la tradición oral que en todo caso ha de admitirse ante las innumerables representaciones de las artes figurativas; la forma ha debido prevalecer insensiblemente bajo los añadidos de maravillas siempre nuevas que irían diluyendo la idea primitiva subyacente, en la misma medida que iban dando cuerpo al incomparable cuento de hadas tal como lo recogió, sin preocupaciones filosóficas, la pluma de Apuleyo: nos hallamos ante un brillante juego de la imaginación más que ante un velo prestado a la verdad.
3.5. ESTILO —. En cuanto al estilo de nuestro autor, son unánimes los elogios desde San Agustín y Sidonio Apolinar hasta los tiempos modernos; los humanistas pregonan sin excepción y siempre con entusiasmo los méritos de Apuleyo como escritor; para Pío V, Las Metamorfosis «son un libro sin par, un verdadero lingote de oro»; en opinión de Felipe Beroaldo —el primero de los comentaristas de Las Metamorfosis—. «si las Musas quisieran hablar en latín, les gustaría hacerlo en el estilo de ese libro».
En cambio, la elocuencia arrebatadora, «atronadora»[32A] que admiraban San Agustín y Sidonio Apolinar, resulta demasiado estridente a los oídos de nuestros contemporáneos. Se dice que el estilo de Apuleyo es demasiado barroco, duro, afectado; se le acusa de atormentar la lengua en busca de la novedad, de amordazar las palabras para adaptarlas a significaciones inauditas; no se concibe «una degradación» tan rápida en los pocos años que separan a Apuleyo de los Plinio y Tácito. Pero ¿es legítimo medir a un autor del siglo II con la medida de los cánones clásicos?
Se han buscado en el estilo de Apuleyo influencias púnicas o libias, y ello con tanto mayor empeño cuanto que el propio autor inicia el libro de Las Metamorfosis pidiendo perdón por los barbarismos que pudieran escapársele; pero África no ha sido hallada en los escritos de Apuleyo ni por los críticos antiguos ni por los modernos. Lo que hay en El Asno de Oro es una brillantísima muestra del estilo imperial. Lo africano está en el vigor y fascinación del autor, en la inquietud espiritual que, respira, en la necesidad de agitar a las multitudes, que se observa en él como en todos los escritores africanos.
3.6. INTERÉS —. Aunque se discuta el valor estilístico de Las Metamorfosis, no decae el interés por el libro: sigue siendo considerado como una alhaja de las letras: a él deben las artes el mito de Psique; es la única novela antigua íntegramente conservada y la muestra esencial del género de las famosas milesias; por último, y sobre todo, El Asno de Oro, con El Satiricón, serán siempre el insustituible manual de quien pretenda conocer la vida real del Imperio; Apuleyo quiso ante todo distraer la ociosidad de sus contemporáneos con bonitas historias, halagar sus oídos con música agradable. Ahora, la lejanía de los siglos añade un interés más sustancial, pues si no cabe mayor inventiva y fantasía en el cuento, tampoco cabe mayor veracidad y realismo en los detalles que integran sus cuadros. El Asno de Oro pone ante nuestros ojos el diario vivir de nuestros antepasados, el retrato, captado al natural, de toda la sociedad del siglo II con su confusa e indigesta mezcla de astrología, metafísica y mitología; con los contrastes entre la opulencia de unos sectores y la rudimentaria economía de otros; en Las Metamorfosis vemos la audacia de los salteadores de caminos, la insolencia de los soldados bajo un régimen totalitario, la crueldad de los amos y la miseria de los esclavos, la lucha diaria del hombre que, en un mar de tribulaciones, busca la felicidad sin dar con ella en este mundo, y que por último se acoge a la fe y a la esperanza para lograr la paz interior. Aquí nos hallamos ya en las fronteras del cristianismo.
3.7. EL TEXTO DE «LAS METAMORFOSIS». EDICIONES. TRADUCCIONES CASTELLANAS —. La tradición del texto de El Asno de Oro está actualmente bien dilucidada. Se conocen unos cuarenta manuscritos; todos ellos derivan más o menos directamente del Laurentianus 68, 2 (siglo XI). En este manuscrito se basan, pues, las ediciones críticas de la obra; sólo cuando no está claro el testimonio del Laurentianus 68, 2, se acude a sus descendientes y, en primer lugar, a otro Laurentianus, el 29, 2, que es la copia más antigua y por lo tanto efectuada cuando el 68, 2 estaba menos deteriorado por efectos del tiempo y retoques posteriores[33A].
La edición princeps fue la de Roma (1469). Buenas ediciones modernas son: la de G. F. Hildebrand (dos volúmenes, Leipzig, 1842), con las notas de Oudendorp; la de R. Helm (3.ª ed., Leipzig, 1931; reimpresión en 1968); la de C. Giarratano (Turín, 1929, 2.ª ed. revisada por P. Frassinetti, Turín-Paravia, 1960); la de D. S. Robertson, P. Vallette (tres vols., «Les Belles Lettres», 1940-1945) y la de P. Scazzoso (Florencia, 1971).
Léxico: W. A. OLDFATHER, H. V. CANTER, B. E. PERRY, Index Apuleianus, Middleton, Connecticut, 1934.
En Barcelona ha publicado M. Olivar Les Metamorfosis (texto latino y traducción catalana en dos volúmenes, I, 1929 y II, 1931, colección «Bernat Metge»). En castellano siempre se ha leído El Asno de Oro en la versión del arcediano de Sevilla Diego López de Cortegana (Sevilla, 1513): tiene, entre otros méritos, el de haber sido la primera de las versiones vernáculas de El Asno de Oro; reproducida muchas veces en los siglos siguientes, citemos, entre las reediciones más recientes, la de la «Biblioteca Clásica» (1890 y 1914), la de la «Colección Universal» (Madrid, 1920), la de la «Biblioteca Mundial Sopena» (Buenos Aires, 1939), y la de «Obras Maestras» (Barcelona, 1955). Una extraña y pobre traducción (¿de Jaime Uyá?) apareció en Barcelona, 1969, en la colección «Podium: Obras significativas», bajo el título Apuleyo: El Asno de Oro; Turmeda: Disputa del Asno.
Nuestro colega A. Ruiz de Elvira ha dado una elegante versión del cuento de Psique en Estudios Clásicos, Suplemento, Serie de Traducciones, 5 (1953) 55-85.
En nuestra traducción hemos seguido el texto de D. S. Robertson - P. Vallette, citado líneas más arriba.
NOVELA LATINA Y LITERATURA ESPAÑOLA

He aquí, para concluir esta introducción, algunas observaciones sobre la novela latina en la literatura española.
El tema general de la literatura latina en su relación con la española no ha merecido la debida atención de nuestros hombres de letras. M. Menéndez y Pelayo es una notabilísima excepción; pero, en el caso concreto de la novela latina, se inclina a creer que no ha dejado claras huellas en nuestras letras, y su opinión ha contribuido sin duda a desalentar entre nosotros ulteriores investigaciones sobre el tema. Oigamos al autor de Los Orígenes de la Novela: «Petronio ha influido muy poco en la literatura moderna… Apuleyo, en quien la obscenidad es menos frecuente y menos inseparable del fondo del libro, ha recreado con sus portentosas invenciones a todos los pueblos cultos, y muy especialmente a los españoles e italianos, que disfrutan desde el siglo XVI las dos elegantes y clásicas traducciones del arcediano Cortegana y de Messer Agnolo Firenzuola; ha inspirado gran número de producciones dramáticas y novelescas, y aun puede añadirse que toda novela autobiográfica y muy particularmente nuestro género picaresco de los siglos XVI y XVII, y su imitación francesa el Gil Blas, deben algo a Apuleyo, si no en la materia de sus narraciones, en el cuadro general novelesco, que se presta a una holgada representación de la vida humana en todos los estados y condiciones de ella».
«Tal es la herencia, ciertamente exigua, que la cultura greco-latina… pudo legarle en este género de ficciones…»[34A].
Y, en otro lugar, dice todavía Menéndez y Pelayo: «El cuadro autobiográfico de El Asno de Oro tiene analogía remota con el de nuestra novela picaresca, sin que por eso haya que admitir imitación ni reminiscencia… Imitación directa de Apuleyo, no encontramos ni en el Lazarillo ni en sus continuaciones, ni mucho menos en el Guzmán de Alfarache»[35A].
Siguen poco después otros párrafos que reflejan las mismas dudas con ciertas matizaciones: «El Asno de Oro, traducido al castellano por Diego López de Cortegana, fue libro muy popular en España durante los siglos XVI y XVII. Así lo testifica, entre otros, el autor de La Pícara Justina (1605), cuando dice en su prólogo hablando de los libros de que se valió, que “no hay enredo en Celestina, chistes en Momo, simplezas en Lázaro…, cuentos en Asno de Oro…, cuya nota aquí no tenga, cuya quinta esencia no saque”. A pesar de tal declaración, ningún cuento de Apuleyo encontramos en la parte hoy conocida de La Pícara Justina, pero acaso estaría en los varios tomos que el supuesto Licenciado de Ubeda tenía compuestos, prosiguiendo su obra, cuyo estilo por otra parte, en lo enrevesado y artificioso, no deja de tener algún parentesco con el de Apuleyo».[36A].
Por último hemos de recordar que nuestro gran polígrafo no se atreve a negar de plano que los pellejos de vino sobre los que Don Quijote descarga la ira de su lanza tengan su precedente en los tres odres que degüella Lucio cuando, al regresar de una cena, se apresta a entrar en casa de Milón (Asno de Oro, II 32); también reconoce que hay varias reminiscencias confesadas en Gonzalo de Ciéspedes y Meneses (El Soldado Píndaro).
H. Cortés se ha atrevido, a pesar de lo dicho por Menéndez y Pelayo, a rastrear la influencia de Apuleyo en nuestra literatura y ha visto sus huellas en los libros de caballería, en Cervantes, en Lope de Vega, en Tirso de Molina, en La Pícara Justina y en Baltasar Gracián[37A].
Que el mito de Psique y Cupido ha inspirado a muchos de nuestros escritores es evidente; ya hemos mencionado antes el auto sacramental de Calderón; José M. de Cossío se refiere al éxito que tuvo el mito entre los poetas sevillanos: «La traducción de El Asno de Oro, de Apuleyo, por el arcediano Diego López de Cortegana, personaje tan ilustre e influyente, atrajo la atención de los poetas hacia la fábula de Psique… (El mito de Psique y Cupido) gustado a través de la prosa de Cortegana es el que casi unánimemente han de cantar los poetas sevillanos del siglo XVI». Sigue la serie de dichos poetas: Gutierre de Cetina, Fernando de Herrera, Juan de Malara, etc.[38A]
Por nuestra parte sentimos la tentación de pensar que el autor de La Pícara Justina conoció no sólo El Asno de Oro, sino también El Satiricón. En La Pícara Justina se define un ideal artístico demasiado parecido al de Petronio, que hemos señalado en su lugar; he aquí ahora los correspondientes párrafos de la novela española: «Antes pienso pintarme tal cual soy, que tan bien se vende una pintura fea, si es con arte, como una muy hermosa y bella». — «Y tan bien hizo Dios la luna, con que descubrir la noche, como el sol con que se ve el claro y resplandeciente día. En las plantas hacen labor las espinas, etc.».
Y otro tanto cabe decir de Mateo Alemán. Las expresivas reflexiones de Guzmán sobre la pobreza como «inventiva sutil» podrían ser un eco de esta frase de Petronio (capítulo 135): «Yo admiraba el ingenio de la pobreza y su habilidad hasta en los más mínimos detalles». Y podría servir de lema al mismo Guzmán otro párrafo de Petronio (capítulo 125): «¡Dioses y diosas del cielo! ¡Qué malo es vivir fuera de la ley! Siempre está uno esperando el castigo merecido».
Sin embargo, es posible que, más que en detalles concretos, haya de buscarse la influencia latina en las estructuras y atmósfera general de ciertas obras maestras de nuestras letras. En un artículo de la Hispanic Review se señalan las semejanzas entre el Lazarillo y El Asno de Oro; para el autor de dicho artículo la novela latina «es fuente más que probable» de la novelita española[39A].
También nos parece fuente más que probable para el Guzmán de Alfarache:
1) En ambos casos el protagonista narra sus aventuras en primera persona.
2) Muchos rasgos de la vida de Apuleyo y Alemán han pasado a sus respectivas novelas, sin que en un caso ni en otro sea fácil discernir lo que es autobiográfico de lo que no lo es.
3) En ambas obras se intercalan varias novelitas cortas y se destaca una particularmente extensa y sentimental: a la historia de Psique y Cupido corresponde en el Guzmán la historia de Ozmín y Daraja.
4) También en ambos casos cortan el hilo de la narración toda clase de cuentos y anécdotas variadas.
5) Guzmán y Lucio tienen la misma afición a plasmar su filosofía en refranes.
6) En ambos casos hay la misma mezcla de trazos edificantes en contraste con un fondo esencialmente descarado y amoral. Al Asno de Oro puede aplicarse con toda propiedad el juicio de Cejador sobre el Guzmán: «El Guzmán de Alfarache es obra de crítica moral o sátira social por el fondo, y novela picaresca por la forma o envoltorio; es filosofía y arte, ambas tan bien casadas, que no hay herramienta de tan fina hoja que acierte a despartirlas»[40A]. Recuérdese lo dicho en su lugar sobre El Asno de Oro.
7) Por último, el fatalismo y básico pesimismo que pesa sobre el pícaro Guzmán tiene la más exacta correspondencia en la «implacable Fortuna» que persigue a Lucio, cuyo estribillo a lo largo de Las Metamorfosis son esta u otras palabras similares: «los rudos asaltos de la Fortuna», «la ceguera de la Fortuna», «mi Fortuna siempre inhumana», «la Fortuna siempre encarnizada con mi desgracia», etc. (cf. VI 28; VII 16 y 25; VIII 24; XI 15; etc.). Incluso la liberación final de Lucio es obra de la Fortuna, pero una Fortuna que esta vez tiene los ojos muy abiertos y lo mira con compasión (XI 15).
Traduciendo a Petronio y Apuleyo nos ha venido muchas veces a la mente otro capítulo importante de nuestra literatura: el de la hechicería. En la novela latina ya vemos a las hechiceras pidiendo ayuda a los seres superiores del cielo y del infierno, ya vemos sus ensalmos y, «en el sobrado alto de la solana», vemos un laboratorio bien surtido donde no falta ningún instrumento o ingrediente para realizar en la mayor soledad (la Celestina también ha de estar a solas para formular su conjuro) las más sorprendentes maravillas; en Apuleyo ya «vuelan» las brujas, ya saben someter a su voluntad el mundo sobrenatural, el mundo de los astros y los elementos de la naturaleza; pero ante todo saben dominar los sentimientos del corazón y aplican su arte fundamentalmente al servicio del amor[41A].

Fuente:
Título original: Asinus aureus

Lucio Apuleyo, siglo II d. C.

Traducción: Lisardo Rubio Fernández

Ilustraciones: Jean de Bosschère y Edmund Dulac

Retoque de cubierta: RLull
Editor digital: RLull

ePub base r1.2


miércoles, 25 de julio de 2018

John Robert Fowles. Novela. EL COLECCIONISTA.


John Robert Fowles conocido como John Fowles (1926 - 2005) fue un novelista y ensayista británico. Hijo de un próspero comerciante de tabaco y una maestra. Después de estudiar en el Bedford School, estudió francés y alemán en la Universidad de Edimburgo y en el New College de Oxford. Tras licenciarse sirvió en la Armada británica y en 1950, comenzó a trabajar como profesor en Francia, Grecia e Inglaterra. 

El éxito de su primera novela `El coleccionista` (The Collector) en 1963, hizo que dejara la docencia para dedicarse en exclusiva a la literatura. 
En 1968, Fowles se mudó a Lyme Regis en Dorset, que serviría como escenario de la novela `La mujer del teniente francés` (The French Lieutenant`s Woman). Esta novela se llevó a las pantallas en 1981, y su guionista fue nominado al Oscar. 

La obra de no ficción más conocida de Fowles es probablemente `Aristos` (The Aristos), una colección de reflexiones filosóficas. Muchos críticos lo consideran como el padre de Postmodernismo británico. 

Un tema constante en su obra es el libre albedrío, que en ocasiones implica al lector, como en `La mujer del teniente francés`, que plantea dos finales posibles. 

También recurre a la ironía para interpolar alusiones a teorías científicas y artísticas de la época en que se ambienta sus narraciones, como sobre Darwin o los prerrafaelistas, parodiando así determinada tradición narrativa victoriana. 

Falleció en su casa de Dorset después de una larga batalla contra un apoplejía que sufrió en 1988.

En este relato de amor obsesivo, Frederick, introvertido y tan falto de educación como de afecto, se dedica a coleccionar mariposas y hacer fotografías. Un día, un golpe de suerte en las quinielas le permite poner en práctica un plan secreto: secuestrar a Miranda, una estudiante de arte a la que admira furtivamente, y encerrarla en el sótano de una casa de campo. A partir de ese momento, para Él solo queda esperar a que el aislamiento acabe por borrar los prejuicios de clase que dificultan su relación amorosa. Ella, una mujer tan inteligente como desesperada por recuperar la libertad, trata de ser comprensiva, pero no puede disimular cuánto odia en su captor el desprecio por todo lo humano. El joven deja que la muchacha tenga algunas comodidades e incluso le proporciona con qué pintar e intenta relacionarse con ella, permitiendo que se bañe etc... sin darse cuenta de que ella es, privada de libertad, como esas mariposas sin vida que colecciona.

(Fragmento. Novela. El Coleccionista).
 John Fowles

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Cuando, desde el colegio en que estaba internada regresaba a su casa, yo solía verla, y a veces hasta varios días seguidos, porque sus padres vivían frente al Anexo de la Municipalidad, donde yo trabajaba. Ella y su hermanita menor iban y venían muy a menudo, acompañadas con frecuencia por muchachos, lo cual, como es natural, no me agradaba mucho que digamos. Cada vez que los archivos y carpetas me dejaban un momento libre, iba a la ventana para mirar hacia la calle cubierta de escarcha, y aunque no siempre, algunas veces conseguía verla. Todas las noches consignaba el hecho en mi libro diario de observaciones. Al principio, en aquellas anotaciones, ella era X; pero después, o sea, desde que supe cómo se llamaba, ya fue M. También la vi varias veces en la calle. Un día estuve un largo rato detrás de ella, en una cola de la Biblioteca Pública de la calle Crossfield. No me miró ni una sola vez, pero yo no aparté ni un instante la mirada de su nuca y de su pelo, que peinaba en una larga trenza.
Era un pelo de un rubio muy pálido, sedoso, como capullo de gusano de seda. Todo él estaba apretado en una larga y gruesa trenza que le llegaba a la cintura: algunas veces por la espalda, y otras, a un costado del pecho. Pero de vez en cuando la trenza desaparecía, remplazada por un peinado alto. Sólo una vez, antes de que viniera a esta casa como mi huésped, tuve la suerte de verla con el pelo suelto, y me dejó casi sin aliento. ¡Tan hermosa estaba, que parecía una sirena! Otra vez, un sábado que yo tenía libre, cuando hice una visita al Museo de Historia Natural, volví en el mismo tren que ella. Ocupaba un asiento tres filas delante de mí, en el otro lado del coche, y estaba concentrada en la lectura de un libro, lo que me brindó la oportunidad de mirarla a mi gusto durante treinta y cinco minutos.
Cada vez que la veía experimentaba la misma sensación que cuando conseguía atrapar un raro ejemplar de mariposa, acercándome con suma cautela, con el corazón en la boca como suele decirse. Por ejemplo, una Amarilla Pálida Anublada. Siempre pensaba en ella así, quiero decir, con palabras como, por ejemplo, «elusiva» y muy «refinada», de ninguna manera como las otras muchachas, ni siquiera las bonitas. Como quien dice, en buen conocedor.
El año en que ella estaba aún en el colegio no pude saber quién era; sólo que su padre era el doctor Grey, y un rumor que oí sin quererlo un día, en una reunión de la Sección de Insectos, en el sentido de que su madre bebía con exceso. Otro día, en una casa de comercio, oí hablar a su madre, que tenía una voz afectada, y uno se daba cuenta en seguida, al verla, de que era ese tipo de mujer dada a la bebida, además de maquillarse exageradamente, etcétera. Otro día leí en el diario local un pequeño artículo sobre la beca que M había ganado, y lo hábil y lista que era, y su nombre, que me pareció tan hermoso como ella misma: Miranda. Entonces me enteré de que estaba en Londres y que estudiaba dibujo y pintura. Aquél articulito del periódico tuvo un significado especial para mí, pues desde que lo leí me pareció que ella y yo habíamos intimado más, aunque, naturalmente, no nos conocíamos de la manera común entre las personas. No puedo decir lo que me ocurrió, pero la verdad es que la primera vez que la vi tuve la seguridad de que era la única mujer en el mundo para mí. Claro que no estoy loco, y me percaté de que aquello era sólo un sueño. Y lo habría seguido siendo para siempre de no haber mediado eso del dinero. A menudo soñaba despierto con ella, y componía historias en las cuales llegaba a conocerla, hacía todas las cosas que admiraba más, me casaba con ella, y todo eso. Pero nada malo ni feo; eso no ocurrió hasta más tarde, según explicaré algo más adelante.
Ella pintaba cuadros, y yo cuidaba mi colección de mariposas (en el sueño, claro). Siempre era lo mismo: ella me amaba y la entusiasmaba mi colección, y a menudo dibujaba y coloreaba las mariposas. Trabajábamos juntos en una hermosa casa moderna, en una amplia habitación que tenía una de esas enormes ventanas de un solo vidrio. Allí se celebraban también reuniones de la Sección de Insectos, en las cuales, en lugar de decir poco o nada por miedo a cometer un error, los dos éramos populares y cordiales dueños de casa. Ella, preciosa con su pelo de color rubio pálido y sus hermosos ojos grises, y los otros hombres, claro, verdes de envidia ante mi gran suerte.
Las únicas veces que no soñaba despierto todas esas cosas tan lindas sobre ella era cuando la veía con cierto muchacho, un individuo vulgar, estrepitoso, que tenía un coche deportivo. Una vez me encontré a su lado en el «Banco Barclay», donde había ido a efectuar un depósito, y le oí decir: «Démelo en billetes de cinco libras». El chiste era que el cheque sólo había sido librado por diez libras. Todos los tipos como ése tienen cosas así.
Miranda subía algunas veces al coche de aquel tipo; otras, los dos paseaban por el pueblo a pie, y en esos días mi comportamiento en la oficina era hosco con los demás y no consignaba en mi diario de observaciones las notas relacionadas con X. (Entonces aún era X para mí). Pero todo eso ocurrió antes de que ella se fuese a Londres, pues después ya dejó a ese muchacho. Ésos eran días en que yo soñaba despierto cosas malas, a propósito y con un poco de rabia. En esos sueños ella lloraba o se arrodillaba ante mí. Un día, soñando así, despierto, le di una bofetada, como había visto que hacía el primer actor a la dama joven en una obra de la Televisión. Tal vez eso fue el principio de todo… Quiero decir, todo lo malo.
Mi padre murió mientras iba al volante de su coche. Entonces tenía yo dos años. Eso ocurrió en 1937. Mi padre guiaba en estado de ebriedad, más tía Annie dijo siempre que fue mi madre la que le empujó a la bebida. Nunca me dijeron la verdad de lo ocurrido, pero mi madre se fue poco después y me dejó con tía Annie. Parece que lo único que le interesaba a mi madre era pasarlo bien, sin complicaciones. Mi prima Mabel me dijo un día (cuando los dos éramos niños y en una disputa) que mi madre era una mala mujer y que se había escapado con un extranjero. Yo era un estúpido, y me fui en seguida a tía Annie, a preguntarle qué debía responder si alguien me preguntaba. Me dijo que no contestase nada, que ella se encargaría de eso y que yo debía ignorarlo todo. Ahora no me importa ya, y si mi madre vive todavía, no quiero encontrarme con ella. No me interesa. Tía Annie ha dicho siempre que es una gran suerte para todos que ella se haya marchado.
Así que fui criado como quien dice por tía Annie y tío Dick, con su hija Mabel. Tía Annie era hermana de mi padre, y mayor que él. Tío Dick murió cuando yo tenía quince años. Esto fue en 1950. Fuimos juntos al lago artificial de la represa de Tring, a pescar. Como de costumbre, yo me separé de él con mi red de cazar mariposas. Cuando me di cuenta de que tenía hambre, volví a donde lo había dejado y vi un grupo de gente apiñada. Pensé que tío Dick habría pescado algún ejemplar de gran tamaño. Pero no: había sufrido un ataque. Lo llevamos a casa, más ya no pudo hablar una palabra ni reconoció a ninguno de nosotros hasta que murió. Lo sentí mucho.
Los días que pasábamos juntos tío Dick y yo (bueno, juntos, lo que se dice juntos, no, porque yo siempre me iba a cazar mariposas y él se quedaba con sus cañas de pescar, aunque siempre comíamos y viajábamos de ida y vuelta juntos) fueron los mejores que recuerdo de toda mi vida. Tía Annie y mi prima Mabel miraban con desprecio mis mariposas cuando yo era niño, pero tío Dick siempre salía en defensa de mi hobby favorito. Admiraba la forma en que yo acomodaba mis ejemplares. Sentía lo mismo que yo ante alguna variedad rara. Se pasaba largos ratos mirando los movimientos de las mariposas, las orugas y demás insectos, y me cedió un espacio de su pequeño almacén de herramientas, para mi colección. Cuando gané un premio con un grupo de Fritillarias, me regaló una libra esterlina con la condición de que no le dijese una palabra a tía Annie. Pero, bueno: no sigo. Tío Dick fue tan bondadoso conmigo como un padre. Cuando tuve aquel cheque en la mano, él fue la persona, además de Miranda, claro, en quien pensé de inmediato. Le habría regalado los mejores trebejos de pesca que hubiese y cuanto hubiera querido. Pero estaba de Dios que no había de ser así, y me armé de paciencia.
Desde que cumplí los veintiún años empecé a jugar en las apuestas de fútbol. Todas las semanas jugaba un boleto de cinco chelines. El viejo Tom y Crutchley, que trabajaban conmigo en Tarifas, y algunas de las muchachas, se juntaron para jugar permanentemente un boleto mucho mayor que el mío, y no hacían más que insistir en que jugase con ellos, pero yo preferí seguir haciéndolo solo. Nunca me han gustado el viejo Tom y Crutchley. El primero es un hombre viscoso, que no hace otra cosa que hablar del gobierno municipal de la localidad y adular con todo descaro a Mr. Williams, el tesorero del Ayuntamiento. Crutchley es un hombre de mente sucia y un sádico. No deja pasar ni una oportunidad de burlarse de mi hobby, sobre todo cuando hay muchachas delante. Por ejemplo: «Fred tiene aspecto de cansado, porque se ha pasado un sucio fin de semana con un hermoso ejemplar de Col Blanca». O si no: «¿Quién era esa Dama Pintada con quien lo vi anoche, mi querido Fred?». Al oír esas salidas del sádico, el viejo Tom reía hipócritamente, y Jane, la novia de Crutchley, que trabaja en Sanidad y que siempre estaba en nuestra oficina, hacía coro a esa risa, como una perfecta idiota. Era todo lo que Miranda no era. Siempre he odiado a las mujeres vulgares, sobre todo a las jóvenes. De modo que, como ya he dicho, continué jugando solo. El cheque que recibí al acertar el boleto era de 73091 libras esterlinas, algunos chelines y peniques. No bien la gente de la administración de apuestas me confirmó el martes que todo estaba en regla, llamé por teléfono a Mr. Williams. En seguida me di cuenta de que estaba furioso, porque yo dejaba el empleo de esa manera, aunque al principio me felicitó y me dijo que se alegraba de mi buena suerte, y que estaba seguro de que todos en la oficina se alegraban también, lo que no creí, naturalmente, ni un momento. ¡Hasta me sugirió que invirtiese en bonos del 5% del Empréstito del Consejo! Hay tipos en el Ayuntamiento que pierden todo sentido de la proporción. Pero yo hice lo que me sugirió la gente de la administración de apuestas: me trasladé en seguida a Londres con tía Annie y Mabel, hasta que pasara el revuelo de mi buena suerte. Le mandé al viejo Tom un cheque de quinientas libras esterlinas, pidiéndole que las compartiese con los demás. No contesté las cartas de agradecimiento que me enviaron. Se adivinaba fácilmente que me consideraban un individuo mezquino.
Fuente:
Título original: The collector
John Fowles, 1963
Traducción: Federico López Cruz

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martes, 24 de julio de 2018

John Cleland Fanny Hill PRIMERA CARTA (Fragmento).



John Cleland

Fanny Hill






PRIMERA CARTA



Señora:
Tomo la pluma para daros una prueba innegable de que considero vuestros deseos como órdenes. Entonces, y por desagradable que sea mi tarea, volveré a recordar esas escandalosas etapas de mi vida, de las que ya he salido, para disfrutar de todas las bendiciones que pueden otorgar el amor, la salud y la fortuna; estando aún en la flor de la juventud, y no siendo demasiado tarde para emplear los ocios que me proporcionan mi gran fortuna y prosperidad, cultivando mi entendimiento, cuya naturaleza no es vil, y que ha ejercitado, aun dentro del torbellino de placeres relajados en el que me vi envuelta, más observaciones sobre los caracteres y las costumbres mundanas de lo que es frecuente entre las que practicaban mi desgraciada profesión, quienes contemplan todo pensamiento o reflexión como su principal enemigo, los mantienen a la mayor distancia posible ó los destruyen sin piedad.
Odiando mortalmente todo prefacio innecesariamente largo, no os haré perder más vuestro tiempo y no intentaré disculparme; preparaos para ver la parte libertina de mi vida, escrita con la misma libertad con que la llevé.
¡Verdad! La verdad cruda y desnuda es la palabra, y no me tomaré el trabajo de arrojar ni un velo de gasa sobre ella, sino que pintaré las situaciones tal como aparecieron naturalmente ante mí, sin cuidarme de infringir esas leyes de la decencia que nunca se aplicaron a unas intimidades tan candorosas como las nuestras, ya que vos tenéis demasiado entendimiento y demasiado conocimiento de los mismos originales para desdeñar remilgadamente a sus retratos. Los hombres más grandes, los que tienen gustos más refinados e influyentes, no tienen escrúpulos en adornar sus habitaciones privadas con desnudos, aunque se pliegan a los prejuicios vulgares y piensan que no serían un decorado decente en sus escalinatas o en sus salones.
Habiendo sentado estas premisas más que suficientes, me lanzo de cabeza en mi historia personal. Mi nombre de soltera era Frances Hill. Nací en un pueblecito cercano a Liverpool, en Lancashire, de padres muy pobres y creo, piadosamente, extremadamente honestos.
Mi padre, que había quedado baldado de las piernas, no podía realizar las faenas más laboriosas del trabajo del campo y, tejiendo redes, aseguraba su magra subsistencia que no mejoraba mucho porque mi madre mantuviera una escuela para niñas de la vecindad. Habían tenido varios hijos, pero ninguno vivió mucho, aparte de mí, que recibí de la naturaleza una constitución perfectamente sana.
Mi educación, hasta los catorce años, fue de las más vulgares; leía o más bien deletreaba, escribía con letra ilegible y bordaba torpemente; eso era todo. Y el fundamento de mi virtud no era más que una total ignorancia del vicio y la cautelosa timidez que caracteriza a nuestro sexo en esa tierna etapa de la vida, cuando los objetos alarman o atemorizan más que nada por su novedad.
Claro que este temor se cura con frecuencia, a expensas de la inocencia, cuando la señorita, gradualmente, logra no mirar a un hombre como a una criatura de presa que va a devorarla.
Mi pobre madre había dividido tan completamente su tiempo entre sus pupilos y sus pequeñas tareas domésticas que había dedicado muy poco a mi instrucción, ya que por su propia inocencia de toda maldad, nunca pensó ni remotamente en preservarme de ella.
Estaba yo por cumplir quince años cuando sufrí la peor de las desgracias, perdiendo a mis tiernos y cariñosos padres que me fueron arrebatados por la viruela con pocos días de diferencia; mi padre murió antes, apresurando así el fin de mi madre, y dejándome huérfana y sin amigos, ya que mi padre se había afincado allí accidentalmente y era originario de Kent. La cruel enfermedad que había sido tan fatal para ellos también me había atacado, pero con síntomas tan suaves y favorables que pronto quedé fuera de peligro y —cosa que no aprecié enteramente en aquellos momentos— sin ninguna marca. Omitiré referir aquí la pena y la aflicción que naturalmente sentí en una ocasión tan melancólica. Pasó algún tiempo y el atolondramiento de la edad disipó prontamente mis reflexiones sobre la irreparable pérdida, pero nada contribuyó tanto a reconciliarme con ella como las ideas que de inmediato me metieron en la cabeza de ir a Londres a servir, en lo que una tal Esther Davis me prometió ayuda y consejo, ya que había venido a ver a sus amigos y, después de unos días, debía retornar a su colocación.
Como ahora ya no me quedaba nadie vivo en el pueblo, nadie que se preocupara por lo que pudiera sucederme o que pusiera peros a este proyecto, y como la mujer que cuidaba de mí desde la muerte de mis padres más bien me animaba a seguir adelante, pronto tomé la resolución de lanzarme al ancho mundo y dirigirme a Londres para hacer fortuna, una frase que, por cierto, ha arruinado a más aventureros de ambos sexos, provenientes del campo, que los que se beneficiaron de ella.
Tampoco Esther Davis se privó de hacerme reflexionar, animándome a aventurarme con ella, aguijoneando mi curiosidad infantil con los hermosos espectáculos que se podían ver en Londres: las Tumbas, los Leones, el Rey, la Familia Real, las maravillosas funciones de teatro y ópera; en una palabra, todas las diversiones que podía esperar quien estaba en su situación; sus detalles hicieron dar vueltas a mi cabecita.
Tampoco puedo recordar sin reírme la inocente admiración, no desprovista de una pizca de envidia, con la que nosotras, chicas pobres cuyos vestidos para ir a la iglesia no superaban las camisas de algodón basto y las faldas de paño, admirábamos los vestidos de satín de Esther, sus cofias ribeteadas con una pulgada de encaje, sus vistosas cintas y sus zapatos con hebillas de plata; imaginábamos que todo eso crecía en Londres e influyó grandemente en mi determinación de tratar de obtener mi parte.
Sin embargo, la idea de llevar consigo a una mujer del pueblo, fue motivo de poca monta para que Esther se comprometiera a hacerse cargo de mí durante mi viaje a la ciudad, pues, según me dijo con su estilo peculiar, «muchas chicas del campo hicieron fortuna para ellas y sus familias, ya que preservando su virtud, algunas habían hecho tan buenas relaciones con sus amos que se habían casado con ellos, y ahora tenían carruajes y vivían a lo grande y felizmente, y hasta algunas habían llegado a ser duquesas; la buena estrella lo era todo y ¿por qué yo no?», añadiendo otras historias con la misma finalidad, que me pusieron ansiosa de iniciar ese prometedor viaje y de dejar un lugar que, aunque fuera aquel donde había nacido, no contenía parientes que pudiese extrañar y se me había vuelto insoportable a causa del cambio de los tiernos usos por la fría caridad con que se me recibía, aun en la casa de la única amiga de la que podía esperar cuidados y protección. Sin embargo, fue tan justa conmigo como para convertir en dinero las fruslerías que me quedaron después de saldar las deudas y los entierros, y en el momento de la partida puso en mis manos toda mi fortuna, que consistía en un magro guardarropas, guardado en una caja muy portátil y ocho guineas con diecisiete chelines de plata, metidos en una cajita de muelle, que eran el tesoro más grande que jamás hubiese visto y que me parecía imposible se pudiera gastar enteramente. Por cierto que estaba tan poseída por el júbilo de ser dueña de una suma tan inmensa, que presté muy poca atención al buen consejo que se me dio junto con ella.
Entonces, Esther y yo tomamos plazas en el coche de postas de Londres. Pasaré por alto la poco interesante escena de la despedida en la que dejé caer algunas lágrimas, mezcla de pena y alegría. Por las mismas razones de insignificancia, me saltaré todo lo que me sucedió en el camino, como el carretero que me miraba empalagosamente y las trampas que me tendieron algunos de los pasajeros, que fueron evitadas gracias a la vigilancia de Esther, quien, para hacerle justicia, cuidó maternalmente de mí, al mismo tiempo que me cobraba su protección obligándome a hacerme cargo de los gastos del camino, que sufragué con la mayor alegría, sintiendo que aún estaba en deuda con ella.
Por cierto que se cuidó de que no nos estafaran ni cobraran con exceso y también de comportarse lo más frugalmente posible, la prodigalidad no era su vicio.
Llegamos a la ciudad de Londres bastante tarde, una noche de verano, en nuestro medio de transporte, lento, pese a que seis caballos tiraban de él. Mientras pasábamos por las anchas calles que llevaban a nuestra posada, el ruido de los coches, las prisas, las multitudes de peatones, en una palabra, el nuevo paisaje de tiendas y casas me agradó y me asombró al tiempo.
Pero imaginad mi mortificación y mi sorpresa cuando llegamos a la posada y nuestras cosas fueron bajadas y entregadas y mi compañera de viaje y protectora, Esther Davis, que me había tratado con tierna solicitud durante el viaje y no me había preparado con ningún signo precursor del golpe abrumador que estaba por recibir, cuando, como digo, mi única amiga en este extraño lugar, asumió conmigo un tono extraño y frío, como si temiera que me convirtiera en una carga para ella.
Entonces, en vez de prometerme que continuarían su asistencia y sus buenos oficios, con los que yo contaba y que nunca había necesitado tanto, pareció considerarse, en apariencia, dispensada de sus compromisos para conmigo por haberme traído, sana y salva hasta el final del viaje, y pareciéndole que su proceder era natural y ordenado, comenzó a besarme para despedirse mientras yo me sentía tan confundida, tan herida que no tuve el espíritu ni la sensatez suficientes como para mencionar las esperanzas que había puesto en su experiencia y en su conocimiento del lugar donde me había traído.
Mientras yo me quedaba allí, estúpida y enmudecida, cosa que ella atribuyó, sin duda, tan sólo a la preocupación de la despedida, una idea me procuró, quizás, un ligero alivio al oírle decir que, ahora que habíamos llegado felizmente a Londres y que ella estaba obligada a volver a su colocación, me aconsejaba, sin ninguna duda, que yo también obtuviera una lo antes posible; que no debía atemorizarme ante esa idea, ya que había más colocaciones que iglesias; que me aconsejaba ir a una agencia de colocaciones y que si se enteraba de alguna cosa, me buscaría y me la comunicaría; que mientras tanto, debía buscar un alojamiento y comunicarle mis señas; que me deseaba buena suerte y esperaba que Dios me concediera la gracia de mantenerme siempre honesta y no ser la desgracia de mi familia. Con esto, se despidió de mí y me dejó como se dice en mis propias manos, con tanta ligereza como yo me había confiado a las suyas.
Cuando quedé sola, totalmente desamparada y sin amigos, comencé a sentir con amargura la severidad de esta separación, cuyo escenario había sido una pequeña habitación de la posada; en cuanto me volvió la espalda, la aflicción que sentía a causa de mi desvalida situación estalló en un río de lágrimas que aliviaron infinitamente la opresión de mi corazón, aunque aún seguía atónita y totalmente perpleja en lo que se refería a mi futuro.
La entrada de uno de los mozos acrecentó mi incertidumbre, al preguntarme secamente si necesitaba algo. A esto respondí inocentemente que no, pero que deseaba que me dijera dónde podría obtener una habitación para pasar la noche. Dijo que hablaría con su ama que por cierto vino, y me dijo en tono seco, sin interesarse por la inquietud que veía en mí, que podía tener una cama a cambio de un chelín y que, como suponía que tenía amigos en la ciudad (aquí suspiré profundamente, pero en vano), por la mañana podría arreglar mi situación.
Es increíble la pequeñez de los consuelos que la mente humana puede hallar en medio de una gran aflicción. La seguridad de tan sólo una cama donde descansar aquella noche calmó mis agonías, y sintiendo vergüenza de comunicar a la dueña de la posada que no tenía amigos a quienes recurrir en la ciudad, me propuse dirigirme, a la mañana siguiente, a una agencia de colocaciones, para lo que disponía de unas señas escritas en el reverso de una balada que me había dado Esther. Contaba con que allí me informarían sobre una colocación adecuada para una chica del campo, como yo, donde pudiera ganarme la vida antes de que mi pequeño capital se consumiera. En cuanto a las referencias, Esther me había repetido con frecuencia que podía contar con que ella las obtendría; por afectada que me hubiese sentido por su abandono, seguía contando con ella y comencé a pensar, afablemente, que su procedimiento era natural y que sólo mi ignorancia de la vida había hecho que yo lo considerara, al comienzo, bajo una luz desfavorable.
En consecuencia, a la mañana siguiente me vestí con todo el cuidado y el aseo que permitía mi rústico guardarropas y, después de dejar mi caja especialmente recomendada a la posadera, me aventuré sola, y sin encontrar más dificultades que las que pueden asaltar a una chica campesina de apenas quince años, para la que cada tienda era una trampa para los ojos, llegué a la deseada agencia de colocaciones.
Estaba dirigida por una mujer anciana que recibía a los parroquianos sentada frente a un libro, muy grande y ordenado, y varios rollos con señas de colocaciones.
Me dirigí entonces a este importante personaje, sin levantar los ojos ni observar a las personas que había a mi alrededor, que aguardaban allí con el mismo propósito que yo, y haciéndole una profunda reverencia me ingenié para tartamudear mis necesidades.
La señora, después de oírme, con toda la gravedad y el ceño fruncido de un ministro de Estado, y habiendo visto con una sola mirada quién era yo, no respondió, pero solicitó el chelín preliminar; al recibirlo me dijo que las plazas para criadas eran muy escasas, especialmente porque yo parecía algo delicada para los trabajos duros; pero que miraría en su libro y vería si podía hacer algo por mí. Me solicitó que esperara un poco, mientras despachaba a otros clientes.
Ante esto, retrocedí un poco, muy mortificada por una afirmación que conllevaba una incertidumbre fatal, incertidumbre que mis actuales circunstancias no me permitían soportar.
Finalmente, reuniendo mi coraje y buscando distraerme de mis desasosegados pensamientos, me aventuré a levantar un poco la cabeza y permití que mis ojos recorrieran la habitación, donde se encontraron de frente con los de una dama (porque así la juzgué, en mi extremada inocencia) que estaba sentada en un rincón, cubierta con un manto de terciopelo (nota bene: en pleno verano) y sin cofia; era muy gorda, rubicunda y cuando menos cincuentona.
Parecía que quería devorarme con los ojos, mirándome con fijeza de arriba abajo, sin cuidarse de la confusión y los rubores que me causaba su mirada fija, rubores y confusión que fueron, sin duda, mi mejor recomendación, pues le indicaban que yo era adecuada para sus propósitos. Después de un rato en el que examinó estrictamente mi aspecto, persona y figura que yo, por mi parte, procuré mejorar estirándome, irguiendo la cabeza y mostrando mi mejor aspecto, avanzó y me habló con mucha gravedad:
—¿Buscas una colocación, querida?
—Sí, si le place —le dije, mientras hacía una profunda reverencia.
Ante esto, me comunicó que ella misma había venido a la agencia a buscar una sirvienta; que creía que yo serviría, si aceptaba sus enseñanzas; que estaba dispuesta a considerar mi aspecto como recomendación; que Londres era un lugar vil y malvado; que esperaba que yo sería dócil y que me mantendría alejada de las malas compañías; en una palabra me dijo todo lo que una profesional de experiencia en la ciudad podía decir, que fue más de lo necesario para engañar a una ingenua e inexperimentada doncella campesina que temía convertirse en una vagabunda y, por lo tanto, debió aceptar la primera oferta de refugio, cuanto más si ésta venía de una dama tan grave y amatronada, como me aseguró mi imaginación que era mi nueva ama. Estaba siendo contratada ante las narices de la buena mujer que dirigía la agencia, cuyas astutas sonrisas y encogimientos de hombros no pude dejar de observar; inocentemente pensé que demostraban su complacencia porque había encontrado tan prontamente una colocación, pero como supe más tarde, esas viejas brujas se entendían muy bien y éste era un mercado al que la señora Brown, mi ama, concurría con frecuencia, a la caza de mercancías frescas que pudiesen ofrecerse para el uso de sus clientes y su propio provecho.
La señora estaba tan satisfecha con su ganga que, temiendo, según creo, que un buen consejo o algún accidente me apartaran de ella, me llevó solícitamente en un coche a mi posada donde reclamó mi caja y le fue entregada, gracias a mi presencia, sin que nadie pidiera explicaciones acerca del sitio donde me conducía.
Habiendo terminado con eso, ordenó al cochero que se dirigiera a una tienda en St. Paul Churchyard, donde compró un par de guantes que me entregó, renovando entonces sus órdenes al cochero para que nos condujera a su casa en la calle..., donde desembarcamos ante su puerta, luego de que yo fuera alegrada y animada durante el camino con los embustes más plausibles, en los que de cada sílaba sólo se podía concluir que yo había tenido la enorme buena suerte de caer en manos del ama más cariñosa, por no decir amiga, que el mundo entero podía proporcionarme; por tanto, atravesé su puerta con la más completa confianza y exaltación, prometiéndome que en cuanto estuviese un poco asentada, comunicaría a Esther Davis la extraordinaria fortuna que había tenido.
Podéis estar segura de que mi buena opinión acerca de mi empleo no disminuyó ante la aparición de un salón de estar, al que fui conducida y que me pareció magníficamente amueblado, a mí, que no había visto más salas que las comunes de las posadas del camino. Había dos espejos en los entrepaños de la pared y un aparador en el que brillaban unos platos, dispuestos para lucir; todo eso me persuadió de que debía haber entrado a servir en una familia muy reputada.
Aquí mi ama comenzó a representar su papel, diciéndome que debía ser alegre y libre con ella; que no me había tomado para ser una criada común, para realizar las faenas domésticas, sino para que fuera una especie de compañera para ella y que si yo me comportaba como una buena chica sería más que veinte madres para mí, a todo lo cual respondí sólo con las más profundas y torpes reverencias y unos pocos monosílabos como «¡sí!», «¡no!», «¡claro!»
Finalmente, mi ama hizo sonar la campanilla y entró la robusta doncella que nos había abierto la puerta.
—Martha —dijo la señora Brown—. Acabo de tomar a esta joven para que se cuide de mi ropa blanca, de modo que apresúrate y muéstrale su cuarto; te ordeno que la trates con tanto respeto como a mí, porque me gusta prodigiosamente y no sé qué no haría por ella.
Martha, que era una mala pécora y estaba habituada a esos fingimientos, la comprendió perfectamente, me hizo una especie de media reverencia y me pidió que subiera con ella; consecuentemente me enseñó una bonita habitación, luego de subir dos tramos de la escalera de atrás, en la que había una hermosa cama donde, según me dijo Martha, yo dormiría con una joven dama, una prima de mi ama que —me aseguró— sería muy bondadosa conmigo. Luego comenzó a alabar afectadamente a ¡su buena ama!, ¡su dulce ama! y ¡qué feliz era yo de haberla hallado! Yo no hubiese podido decirlo mejor. Añadió otras cosas del mismo estilo que hubiesen provocado las sospechas de cualquiera menos las de una tonta sin experiencia, para quien la vida era nueva y que tomó cada una de sus palabras tal como ella quiso que las tomara; vio con rapidez qué clase de agudeza era la mía y me midió perfectamente al silbar de modo que me sintiera complacida con mi jaula y no viera los barrotes.
En medio de estas falsas explicaciones acerca de la naturaleza de mis futuros servicios, nos llamaron nuevamente y fui introducida otra vez en el mismo salón, donde había una mesa tendida con tres cubiertos; ahora mi ama tenía consigo a una de sus chicas favoritas, una notable administradora de su casa cuyo oficio era preparar y domar a las potrancas jóvenes para que se avinieran a la montura. Por esta razón me fue adjudicada como compañera de cama y, para que tuviera mayor autoridad, se le confirió el título de prima, por parte de la venerable presidenta de ese colegio.
Aquí soporté un segundo examen que terminó con la completa aprobación de la señora Phoebe Ayres, que tal era el nombre de mi tutora, a cuyos cuidados e instrucciones fui afectuosamente recomendada.
La cena estaba ya en la mesa y, para continuar tratándome como a una compañera, la señora Brown, con un tono que no admitía discusión, dispuso prontamente de mis humildes y confusas objeciones acerca de la conveniencia de sentarme con su señoría, cosa que con mi humilde linaje me parecía no podía estar bien ni ser cosa natural.
En la mesa, la conversación fue mantenida por las, dos señoras y llevó consigo muchas expresiones de doble sentido, interrumpidas de tanto en tanto por bondadosas declaraciones dirigidas a mí, todas tendientes a confirmar y fijar mi satisfacción con mi presente condición; aumentarla, no podían, tan novicia era yo entonces.
Ahí se acordó que yo debía mantenerme en la parte alta de la casa y fuera del alcance de la vista durante unos pocos días, hasta que me procurasen las ropas adecuadas para el papel de acompañante de mi señora, observando mientras tanto que mucho dependería de la primera impresión que causara mi figura; como ellas pensaban, la perspectiva de cambiar mis vestidos aldeanos por atavíos londinenses hizo que la cláusula de confinamiento fuera bien digerida por mí. Pero la verdad era que la señora Brown prefería que no fuera vista ni hablara con nadie, ni con sus clientes ni con sus palomas (como llamaban a las chicas que les proporcionaba clientes hasta haberse asegurado un buen comprador para la virginidad que, al menos en apariencia, yo había traído para ponerla al servicio de su señoría.
Para ahorrar minutos que no tienen importancia dentro de mi historia, pasaré por alto el intervalo hasta la hora de ir a acostarse, durante el cual quedé cada vez más complacida con las perspectivas que se abrían ante mí de un servicio fácil con esta bondadosa gente y, después de la cena, fui llevada a la cama por la señorita Phoebe, quien observó en mí una cierta resistencia a desnudarme y cambiarme delante de ella, de modo que cuando la doncella se retiró, se acercó a mí y comenzó a desprender mi pañoleta y mi vestido y me alentó a que siguiera desnudándome. Sonrojándome aun porque me veía desnuda bajo mi camisa me apresuré a meterme bajo las mantas y fuera de la vista. Phoebe rió y no pasó mucho tiempo antes de que se tendiese a mi lado. Tenía unos veinticinco años, según sus sospechosos informes, en los que, por las apariencias, habían desaparecido unos buenos diez años; también había que tomar en cuenta los estragos que había realizado en su constitución una larga carrera de mercenaria que ya la había situado en esa rancia etapa en que las de su profesión se ven reducidas a hacer pasar a los visitantes en vez de recibirlos.
En cuanto esta preciosa sustituta de mi ama se hubo acostado, ella, que nunca dejaba pasar una ocasión de lujuria, se volvió hacia mí y me abrazó y besó afanosamente. Eso era nuevo y extraño para mí, aunque considerándolo un fruto de la pura bondad que, por lo que yo sabía, podía ser la moda en Londres, y con el propósito de no quedarme atrás, devolví el beso y el abrazo con todo el fervor de la perfecta inocencia.
Envalentonada con esto, sus manos se volvieron muy libres y recorrieron todo mi cuerpo con toques, apretones y presiones que más me entusiasmaron y sorprendieron por su novedad que me chocaron o alarmaron.
Las lisonjeras alabanzas que mezclaba con estos escarceos contribuyeron no poco a sobornar mi pasividad y como no conocía el mal, no lo temí especialmente de alguien que previno cualquier duda sobre su femineidad conduciendo mis manos hasta un par de pechos que colgaban blandamente, con un peso y volumen que distinguía su sexo de forma más que suficiente, para mí al menos, que nunca había hecho otra comparación...
Yo yacía allí, tan mansa y pasiva como ella deseaba, mientras sus libertades no me provocaban otras emociones que las de un extraño y, hasta ese momento, no experimentado placer. Cada una de mis partes estaba abierta y expuesta a las licenciosas rutas de sus manos que, como un fuego fatuo, recorrían todo mi cuerpo y deshelaban a su paso cualquier frialdad.
Mis pechos, si no es una metáfora demasiado audaz llamar así a dos montecillos firmes y nacientes que apenas habían comenzado a mostrarse y a significar algo para el tacto, ocuparon y entretuvieron durante un rato a sus manos hasta que, deslizándose hacia abajo, por un suave camino, pudo sentir el suave y sedoso plumón que había nacido unos pocos meses antes y que ornaba el monte del placer prometiendo esparcir un umbrío refugio sobre la sede de las sensaciones exquisitas que había sido, hasta ese momento, lugar de la más insensible inocencia. Sus dedos jugueteaban y trataban de enredarse en los brotes de ese musgo que la naturaleza ha destinado tanto al abrigo como al ornamento.
Pero, no contenta con esos sitios exteriores, ahora buscó el sitio principal y comenzó a retorcer, a insinuar y finalmente a forzar la introducción de un dedo en lo más vivo, de forma tal que si no hubiera procedido con una gradación insensible que me inflamó más allá del poder de la modestia, haciendo que no opusiera resistencia a sus progresos, hubiese saltado de la cama y gritado pidiendo auxilio ante sus extrañas embestidas.
En cambio, sus lascivos tocamientos encendieron un fuego nuevo que retozaba por todas mis venas y se fijaba con violencia en ese centro que le ha otorgado la naturaleza, donde ahora las primeras manos extrañas se ocupaban de tocar, apretar, cerrar los labios, abrirlos nuevamente, dejando un dedo dentro hasta que un «¡Oh!» hizo saber que me hacía daño donde la estrechez del pasaje intacto le negaba la entrada.
Mientras tanto, mis miembros extendidos y lánguidos mis suspiros y jadeos, conspiraban para asegurar a esa ramera llena de experiencia que yo me sentía más complacida que ofendida por sus acciones, que ella salpicaba con repetidos besos y exclamaciones como: «Oh, ¡qué encantadora criatura eres!... ¡Qué feliz será el primer hombre que te transforme en mujer!... ¡Oh! ¡Si yo fuera hombre!», y otras expresiones entrecortadas, interrumpidas por besos tan fieros y fervorosos como cualquiera de los que he recibido del otro sexo.
Por mi parte, estaba transportada, confundida y fuera de mí; sentimientos tan nuevos eran demasiado para mí. Mis ardientes y alarmados sentidos estaban en un tumulto que me robaba toda mi libertad de pensamiento; lágrimas de placer brotaban de mis ojos y aliviaban un poco el incendio que ardía en todo mi ser.
La misma Phoebe, la ramera de pura raza para quien todas las formas y recursos del placer eran conocidos y familiares, hallaba, aparentemente, en este ejercicio de su arte para domar jovencitas, la gratificación de uno de esos gustos arbitrarios que son totalmente inexplicables. No es que odiara a los hombres, ni que no los prefiriera a su propio sexo, pero cuando hallaba una ocasión como ésta, la saciedad de los placeres del camino trillado y quizás también una secreta parcialidad, la inclinaban a sacar el mayor placer posible, donde quiera que lo encontrara, sin distinción de sexos. Con ese propósito, la certeza de que con sus caricias me había inflamado lo suficiente para sus propósitos, bajó suavemente la ropa de cama y me vi extendida y desnuda, mientras me subía la camisa hasta el cuello, en tanto que yo no tenía la fuerza ni el sentido necesarios para oponerme a ello. Hasta mis sonrojos expresaban más el deseo que la modestia, mientras que la vela que había quedado encendida (sin duda, a propósito) iluminaba todo mi cuerpo.
—No —dice Phoebe—. Querida niña, no debes pensar en ocultarme todos esos tesoros. Mi vista debe recrearse tanto como mi tacto... Debo devorar con mis ojos ese pecho naciente... Soporta que lo bese... Aún no lo he mirado lo suficiente... Déjame besarlo una vez más... Qué carne blanca, firme y suave tienes aquí... Oh, déjame ver la pequeña, amada y tierna abertura... Esto es demasiado, ¡no puedo soportarlo!... Debo... Debo...
Aquí, tomó mi mano y en un transporte la llevó a donde fácilmente podréis suponer. Pero ¡qué diferencia en el estado de la misma cosa! Un amplio matorral de ásperos rizos denunciaban a la mujer adulta y completa. Y luego, la cavidad a la que guió mi mano la recibió fácilmente. En cuanto la sintió en su interior, se movió hacia adelante y hacia atrás con una fricción tan rápida que terminé por retirarla, mojada y pegajosa, tras lo cual Phoebe se compuso un tanto, y luego de dos o tres suspiros, de unos desgarradores ¡Oh! y un beso que pareció exhalar su alma a través de sus labios, volvió a cubrirnos con la ropa de cama. No diré qué placer había encontrado, pero sí sé que las primeras chispas incendiarias, las primeras ideas corrompidas, las cogí esa noche; y que el conocimiento y la comunicación con la maldad de nuestro propio sexo es, con frecuencia, tan fatal para la inocencia como todas las seducciones del otro. Pero sigamos. Cuando Phoebe recuperó la calma, que yo estaba muy lejos de disfrutar, me sondeó arteramente acerca de todos los puntos necesarios para dirigir los designios de mi virtuosa ama y, de mis respuestas, surgidas de mi genuina naturaleza, no tuvo razones más que para prometerse todo el éxito imaginable, siempre que dependiera de mi ignorancia, mi dulzura y el ardor de mi constitución.
Después de un prolongado diálogo, mi compañera de cama me dejó reposar y quedé dormida de puro cansancio, a causa de las violentas emociones que me había provocado; la naturaleza (que había sido agitada con demasiado fervor para no apaciguarse de alguna forma) me alivió por medio de uno de esos sueños lascivos cuyos transportes son apenas inferiores a los de los actos de la vigilia.

A la mañana siguiente desperté a eso de las diez, muy contenta y descansada. Phoebe se había levantado antes que yo y me preguntó bondadosamente cómo estaba, cómo había descansado y si estaba pronta para desayunar, evitando cuidadosamente, al mismo tiempo, aumentar la confusión que yo sentía al mirarla a la cara, insinuando algo sobre la escena nocturna en la cama. Le dije que si le complacía, me levantaría y emprendería cualquier tarea que le placiera encomendarme. Phoebe sonrió: luego la doncella trajo el té y yo terminaba de ponerme mis ropas cuando entró, contoneándose, mi ama. Yo esperaba que me dijera algo o me regañara por haberme levantado tan tarde, pero me llevé un agradable chasco cuando me cumplimentó por mi aspecto puro y fresco. Yo era «un pimpollo de hermosura» (ése era su estilo) «y cuánto me admirarían los más finos caballeros», a todo lo cual mis respuestas, os lo aseguro, no desmintieron mi buena crianza; fueron tan simples y tontas como ellas pudieran desear y sin duda, les proporcionaron mayor satisfacción que si hubiesen demostrado que yo había sido ilustrada por la educación y el conocimiento del mundo.
Fuente:

Título original: Fanny Hill

John Cleland, 1748

Traducción: Beatriz Podestá

Diseño de portada: Neslé Soulé

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