miércoles, 11 de abril de 2018

LA PAIDEIA. WERNER JAEGER.


 

LIBRO PRIMERO

LA PRIMERA GRECIA


I. NOBLEZA Y "ARETE"


(19) la educación es una función tan natural y universal de la comunidad humana, que por su misma evidencia tarda mucho tiempo en llegar a la plena conciencia de aquellos que la reciben y la practican. Así, su primer rastro en la tradición literaria es relativamente tardío. Su contenido es en todos los pueblos aproximadamente el mismo y es, al mismo tiempo, moral y práctico. Tal fue también entre los griegos. Reviste en parte la forma de mandamientos, tales como: honra a los dioses, honra a tu padre y a tu madre, respeta a los extranjeros; en parte, consiste en una serie de preceptos sobre la moralidad externa y en reglas de prudencia para la vida, trasmitidas oralmente a través de los siglos; en parte, en la comunicación de conocimientos y habi­lidades profesionales, cuyo conjunto, en la medida en que es trasmisible, designaron los griegos con la palabra techné. Los preceptos elementales de la recta conducta respecto a los dioses, los padres y los extraños, fueron incorporados más tarde a las leyes escritas de los estados sin que se distinguiera en ellas de un modo fundamental entre la moral y el derecho. El rico tesoro de la sabiduría popular, mez­clado con primitivas reglas de conducta y preceptos de prudencia arraigados en supersticiones populares, llegó, por primera vez, a la luz del día a través de una antiquísima tradición oral, en la poesía rural gnómica de Hesíodo. Las reglas de las artes y oficios resis­tían, naturalmente, en virtud de su propia naturaleza, a la exposición escrita de sus secretos, como lo pone de manifiesto, por ejemplo, en lo que respecta a la profesión médica, la colección de los escritos hipocráticos.
De la educación, en este sentido, se distingue la formación del hombre, mediante la creación de un tipo ideal íntimamente coherente y claramente determinado. La educación no es posible sin que se ofrezca al espíritu una imagen del hombre tal como debe ser. En ella la utilidad es indiferente o, por lo menos, no es esencial. Lo funda­mental en ella es καλόν, es decir, la belleza, en el sentido normativo de la imagen, imagen anhelada, del ideal. El contraste entre estos dos aspectos de la educación puede perseguirse a través de la histo­ria. Es parte fundamental de la naturaleza humana. No importan las palabras con que los designemos. Pero es fácil ver que cuando em­pleamos las expresiones educación y formación o cultura para desig­nar estos sentidos históricamente distintos, la educación y la cultura tienen raíces diversas. La cultura se ofrece en la forma entera del hombre, en su conducta y comportamiento externo y en su apostura interna. Ni una ni otra nacen del azar, sino que son producto de una disciplina consciente. Platón la comparó ya con el adiestramiento de (20) los perros de raza noble. Al principio esta educación se hallaba re­servada sólo a una pequeña clase de la sociedad, a la de los nobles. El kalos kagathos griego de los tiempos clásicos revela este origen de un modo tan claro como el gentleman inglés. Ambas palabras pro­ceden del tipo de la aristocracia caballeresca. Pero desde el momento en que la sociedad burguesa dominante adoptó aquellas formas, la idea que las inspira se convirtió en un bien universal y en una norma para todos.
Es un hecho fundamental de la historia de la cultura que toda alta cultura surge de la diferenciación de las clases sociales, la cual se origina, a su vez, en la diferencia de valor espiritual y corporal de los individuos. Incluso donde la diferenciación por la educación y la cultura conduce a la formación de castas rígidas, el principio de la he­rencia que domina en ellas es corregido y compensado por la as­censión de nuevas fuerzas procedentes del pueblo. E incluso cuando un cambio violento arruina o destruye a las clases dominantes, se forma rápidamente, por la naturaleza misma de las cosas, una clase directora que se constituye en nueva aristocracia. La nobleza es la fuente del proceso espiritual mediante el cual nace y se desarrolla la cultura de una nación. La historia de la formación griega —el acaecimiento de la estructuración de la personalidad nacional del he­lenismo, de tan alta importancia para el mundo entero— empieza en el mundo aristocrático de la Grecia primitiva con el nacimiento de un ideal definido de hombre superior, al cual aspira la selección de la raza. Puesto que la más antigua tradición escrita nos muestra una cultura aristocrática que se levanta sobre la masa popular, es preciso que la consideración histórica tome en ella su punto de partida. Toda cultura posterior, por muy alto que se levante, y aunque cambie su contenido, conserva claro el sello de su origen. La educación no es otra cosa que la forma aristocrática, progresivamente espiritualizada, de una nación.
No es posible tomar la historia de la palabra paideia como hilo conductor para estudiar el origen de la educación griega, como a pri­mera vista pudiera parecer, puesto que esta palabra no aparece hasta el siglo V.[1] Ello es, sin duda, sólo un azar de la tradición. Es posi­ble que si descubriéramos nuevas fuentes pudiéramos comprobar usos más antiguos. Pero, evidentemente, no ganaríamos nada con ello, pues los ejemplos más antiguos muestran claramente que todavía al prin­cipio del siglo ν significaba simplemente la "crianza de los niños"; nada parecido al alto sentido que tomó más tarde y que es el único que nos interesa aquí. El tema esencial de la historia de la educación griega es más bien el concepto de areté, que se remonta a los tiempos más antiguos. El castellano actual no ofrece un equivalente exacto de la palabra. La palabra "virtud" en su acepción no atenuada por el (21) uso puramente moral, como expresión del más alto ideal caballeresco unido a una conducta cortesana y selecta y el heroísmo guerrero, ex­presaría acaso el sentido de la palabra griega. Este hecho nos indica de un modo suficiente dónde hay que buscar su origen. Su raíz se halla en las concepciones fundamentales de la nobleza caballeresca. En el concepto de la arete se concentra el ideal educador de este periodo en su forma más pura.
El más antiguo testimonio de la antigua cultura aristocrática he­lénica es Homero, si designamos con este nombre las dos grandes epopeyas: la Ilíada y la Odisea. Es para nosotros, al mismo tiempo, la fuente histórica de la vida de aquel tiempo y la expresión poética permanente de sus ideales. Es preciso considerarlo desde ambos pun­tos de vista. En primer lugar hemos de formar en él nuestra imagen del mundo aristocrático, e investigar después cómo el ideal del hom­bre adquiere forma en los poemas homéricos y cómo su estrecha es­fera de validez originaria se ensancha y se convierte en una fuerza educadora de una amplitud mucho mayor. La marcha de la historia de la educación se hace patente, en primer lugar, mediante la consi­deración de conjunto del fluctuante desarrollo histórico de la vida y del esfuerzo artístico para eternizar las normas ideales en que halla su más alta acuñación el genio creador de cada época.
El concepto de arete es usado con frecuencia por Homero, así como en los siglos posteriores, en su más amplio sentido, no sólo para designar la excelencia humana, sino también la superioridad de seres no humanos, como la fuerza de los dioses o el valor y la rapi­dez de los caballos nobles.[2] El hombre ordinario, en cambio, no tiene arete, y si el esclavo procede acaso de una raza de alta estirpe, le quita Zeus la mitad de su arete y no es ya el mismo que era.[3] La arete es el atributo propio de la nobleza. Los griegos consideraron siempre la destreza y la fuerza sobresalientes como el supuesto evi­dente de toda posición dominante. Señorío y arete se hallaban in­separablemente unidos. La raíz de la palabra es la misma que la de a)/ristoj, el superlativo de distinguido y selecto, el cual en plural era constantemente usado para designar la nobleza. Era natural para el griego, que valoraba el hombre por sus aptitudes,[4] considerar al mundo (22) en general desde el mismo punto de vista. En ello se funda el empleo de la palabra en el reino de las cosas no humanas, así como el enriquecimiento y la ampliación del sentido del concepto en el cur­so del desarrollo posterior. Pues es posible pensar distintas medidas para la valoración de la aptitud de un hombre según sea la tarea que debe cumplir. Sólo alguna vez, en los últimos libros, entiende Homero por arete las cualidades morales o espirituales.[5] En general de­signa, de acuerdo con la modalidad de pensamiento de los tiempos primitivos, la fuerza y la destreza de los guerreros o de los luchadores, y ante todo el valor heroico considerado no en nuestro sentido de la acción moral y separada de la fuerza, sino íntimamente unido.
No es verosímil que la palabra arete tuviera, en el uso vivo del lenguaje, al nacimiento de ambas epopeyas, sólo la estrecha signifi­cación dominante en Homero. Ya la epopeya reconoce, al lado de la arete, otras medidas de valor. Así, la Odisea ensalza, sobre todo en su héroe principal, por encima del valor, que pasa a un lugar secundario, la prudencia y la astucia. Bajo el concepto de arete es preciso comprender otras excelencias además de la fuerza denodada, como lo muestra, además de las excepciones mencionadas, la poesía de los tiempos más viejos. La significación de la palabra en el len­guaje ordinario penetra evidentemente en el estilo de la poesía. Pero la arete, como expresión de la fuerza y el valor heroicos, se hallaba fuertemente enraizada en el lenguaje tradicional de la poesía heroica y esta significación debía permanecer allí por largo tiempo. Es na­tural que en la edad guerrera de las grandes migraciones el valor del hombre fuera apreciado ante todo por aquellas cualidades y de ello hallamos analogías en otros pueblos. También el adjetivo a)gaqo/j, que corresponde al sustantivo arete, aunque proceda de otra raíz, lle­vaba consigo la combinación de nobleza y bravura militar. Significa a veces noble, a veces valiente o hábil; no tiene apenas nunca el sen­tido posterior de "bueno" como no tiene arete el de virtud moral. Esta significación antigua se mantiene aun en tiempos posteriores en expresiones formales tales como "murió como un héroe esforzado".[6] En este sentido se halla con frecuencia usado en inscripciones sepul­crales y en relatos de batallas. No obstante, todas las palabras de este grupo[7] tienen en Homero, a pesar del predominio de su significación (23) guerrera, un sentido "ético" más general. Ambas derivan de la misma raíz: designan al hombre de calidad, para el cual, lo mismo en la vida privada que en la guerra, rigen determinadas normas de conducta, ajenas al común de los hombres. Así, el código de la no­bleza caballeresca tiene una doble influencia en la educación griega. La ética posterior de la ciudad heredó de ella, como una de las más altas virtudes, la exigencia del valor, cuya ulterior designación, "hombría", recuerda de un modo claro la identificación homérica del valor con la arete humana. De otra parte, los más altos mandamien­tos de una conducta selecta proceden de aquella fuente. Como tales, valen mucho menos determinadas obligaciones, en el sentido de la mo­ral burguesa, que una liberalidad abierta a todos y una grandeza en el porte total de la vida.
Característica esencial del noble es en Homero el sentido del de­ber.   Se le aplica una medida rigurosa y tiene el orgullo de ello.   La fuerza educadora de la nobleza se halla en el hecho de despertar el sentimiento  del  deber frente al ideal, que  se sitúa así siempre  ante los ojos de los individuos.  A este sentimiento puede apelar cualquiera. Su violación despierta  en los demás  el sentimiento   de  la   némesis, estrechamente vinculado a aquél.   Ambos son, en Homero, conceptos constitutivos del ideal ético de la aristocracia.   El orgullo de la no­bleza,  fundado en una larga serie de progenitores ilustres, se halla acompañado del conocimiento de que esta preeminencia  sólo  puede ser conservada mediante las virtudes por las cuales ha sido conquis­tada.   El nombre de aristoi conviene a un grupo numeroso.   Pero, en este grupo, que se levanta por encima de la masa, hay una lucha para aspirar al premio de la arete.   La lucha y la victoria son en el con­cepto caballeresco la verdadera prueba del fuego de la virtud huma­na.   No significan simplemente el vencimiento físico  del  adversario, sino el mantenimiento de la arete conquistada en el rudo dominio de la naturaleza.   La palabra aristeia, empleada más tarde para los com­bates singulares de los grandes héroes épicos, corresponde plenamente a aquella concepción.   Su esfuerzo y su vida entera es una lucha in­cesante para la supremacía entre sus pares, una carrera para alcanzar el primer premio.   De ahí el goce inagotable en la narración poética de tales aristeiai.   Incluso en la paz se muestra el placer de la lucha, ocasión de manifestarse en pruebas y juegos de varonil arete.   Así lo vemos en la Ilíada, en los juegos realizados en una corta  pausa de la guerra en honor de Patroclo muerto.   Esta rivalidad acuñó como lema de la caballería el verso citado por los educadores de todos los tiempos; [8] ai)e\n a)risteu/ein kai\ u(pei/roxon e)/mmenai a)/llwn,  y abando­nado por el igualitarismo de la novísima sabiduría pedagógica.
En esta sentencia condensó el poeta de un modo breve y certero (24) la conciencia pedagógica de la nobleza. Cuando Glauco se enfrenta con Diómedes en el campo de batalla y quiere mostrarse como su digno adversario, enumera, a la manera de Homero, a sus ilustres antepasados y continúa: "Hipóloco me engendró, de él tengo mi pro­sapia. Cuando me mandó a Troya me advirtió con insistencia que luchara siempre para alcanzar el precio de la más alta virtud humana y que fuera siempre, entre todos, el primero." No puede expresarse de un modo más bello cómo el sentimiento de la noble emulación in­flamaba a la juventud heroica. Para el poeta del libro once de la Ilíada era ya este verso una palabra alada. A la salida de Aquiles hay una escena de despedida muy análoga en la cual su padre Peleo le hace la misma advertencia.[9]
En otro respecto es también la Ilíada testimonio de la alta con­ciencia educadora de la nobleza griega primitiva. Muestra cómo el viejo concepto guerrero de la arete no era suficiente para los poetas nuevos, sino que traía una nueva imagen del hombre perfecto para la cual, al lado de la acción, estaba la nobleza del espíritu, y sólo en la unión de ambas se hallaba el verdadero fin. Y es de la mayor importancia que este ideal sea expresado por el viejo Fénix, el edu­cador de Aquiles, héroe prototípico de los griegos. En una hora de­cisiva recuerda al joven el fin para el cual ha sido educado:
"Para ambas cosas, para pronunciar palabras y para realizar ac­ciones."
No en vano los griegos posteriores vieron ya en estos versos la más vieja formulación del ideal griego de educación, en su esfuerzo para abrazar lo humano en su totalidad.[10] Fue a menudo citado, en un periodo de cultura refinada y retórica, para elogiar la alegría de la acción de los tiempos heroicos y oponerla al presente, pobre en actos y rico en palabras. Pero puede también ser citado, a la inversa, para demostrar la prestancia espiritual de la antigua cultura aristo­crática. El dominio de la palabra significa la soberanía del espíritu. Fénix pronuncia la sentencia en la recepción de la legación de los jefes griegos por el colérico Aquiles. El poeta le opone a Odiseo, maestro de la palabra, y Áyax, el hombre de acción. Mediante este contraste pone de relieve, del modo más claro, el ideal de la más noble educación, personificado en el más noble de los héroes, Aquiles, educado por Fénix, mediador y tercer miembro de la embajada. De ahí resulta de un modo claro que la palabra arete, que equivalió en su acepción originaria y tradicional a destreza guerrera, no halló obs­táculo para transformarse en el concepto de la nobleza, que se forma de acuerdo con sus más altas exigencias espirituales, tal como ocurrió en la ulterior evolución de su significado.
(25) Íntimamente vinculado con la arete se halla el honor. En los pri­meros tiempos era inseparable de la habilidad y el mérito. Según la bella explicación de Aristóteles,[11] el honor es la expresión natural de la idea todavía no consciente para llegar al ideal de la arete, al cual aspira. "Es notorio que los hombres aspiran al honor para asegurar su propio valor, su arete. Aspiran así a ser honrados por las gentes juiciosas que los conocen y a causa de su propio y real valer. Así reconocen el valor mismo como lo más alto." Mientras el pensamien­to filosófico posterior sitúa la medida en la propia intimidad y en­seña a considerar el honor como el reflejo del valor interno en el espejo de la estimación social, el hombre homérico adquiere exclusi­vamente conciencia de su valor por el reconocimiento de la sociedad a que pertenece. Era un producto de su clase y mide su propia arete por la opinión que merece a sus semejantes. El hombre filosófico de los tiempos posteriores puede prescindir del reconocimiento exterior, aunque —de acuerdo también con Aristóteles— no puede serle del todo indiferente.
Para Homero y el mundo de la nobleza de su tiempo la negación del honor era, en cambio, la mayor tragedia humana. Los héroes se trataban entre sí con constante respeto y honra. En ello descansaba su orden social entero. La sed de honor era en ellos simplemente insa­ciable, sin que ello fuera una peculiaridad moral característica de los individuos. Es natural y se da por supuesto que los más grandes héroes y los príncipes más poderosos demandan un honor cada vez más alto. Nadie teme en la Antigüedad reclamar el honor debido a un servicio prestado. La exigencia de recompensa es para ellos un pun­to de vista subalterno y en modo alguno decisivo. El elogio y la reprobación (έπαινος y ψόγος) son la fuente del honor y el deshonor. Pero el elogio y la censura fueron considerados por la ética filosófica de los tiempos posteriores como el hecho fundamental de la vida social, mediante el cual se manifiesta la existencia de una medida de valor en la comunidad de los hombres.[12] Es difícil, para un hom­bre moderno, representarse la absoluta publicidad de la conciencia entre los griegos. En verdad, entre los griegos no hay concepto al­guno parecido a nuestra conciencia personal. Sin embargo, el cono­cimiento de aquel hecho es la presuposición indispensable para la difícil inteligencia del concepto del honor y su significación en la An­tigüedad. El afán de distinguirse y la aspiración al honor y a la aprobación aparecen al sentimiento cristiano como vanidad pecami­nosa de la persona. Los griegos vieron en ella la aspiración de la persona a lo ideal y sobrepersonal, donde el valor empieza. En cier­to modo es posible afirmar que la arete heroica se perfecciona sólo con la muerte física del héroe. Se halla en el hombre mortal, es más, es el hombre mortal mismo. Pero se perpetúa en su fama, es decir, (26) en la imagen de su areté, aun después de la muerte, tal como le acompañó y lo dirigió en la vida. Incluso los dioses reclaman su honor y se complacen en el culto que glorifica sus hechos y castigan celosamente toda violación de su honor. Los dioses de Homero son, por decirlo así, una sociedad inmortal de nobles. Y la esencia de la piedad y el culto griegos se expresan en el hecho de honrar a la di­vinidad. Ser piadoso significa "honrar lo divino". Honrar a los dio­ses y a los hombres por causa de su areté es propio del hombre primitivo.
Así se comprende el trágico conflicto de Aquiles en la Iliada.   Su indignación contra los griegos y su negativa a prestarles auxilio no procede  de  una   ambición  individual  excesiva.    La   grandeza  de  su afán  de honra corresponde a la grandeza  del héroe  y es natural a los ojos del griego.   Ofendido este héroe en su honor se conmueve en sus mismos  fundamentos la  alianza de los héroes aqueos contra Troya.   Quien atenta a la areté ajena pierde en suma el sentido mis­mo de la areté.   El amor a la patria, que solventaría hoy la dificul­tad, era ajeno a los antiguos nobles.   Ágamemnón sólo puede apelar a su poder soberano por un acto despótico, pues aquel poder no es tampoco admitido por el sentimiento aristocrático que lo reconoce sólo como primus ínter pares.   En el sentimiento de Aquiles, ante la nega­ción del honor que se le debe por sus  hechos,   se mezcla  también este sentimiento  de opresión  despótica.   Pero esto no es lo  primor­dial.   La verdadera gravedad de la ofensiva es el hecho de haber de­negado el honor de una areté prominente.[13]   El segundo gran ejemplo de las trágicas consecuencias del honor   ofendido es Áyax, el   más grande de los héroes aqueos, después de Aquiles.  Las armas del caído Aquiles son otorgadas a Odiseo a pesar de los merecimientos superio­res de aquél.   La tragedia de Áyax termina en la locura y el suicidio. La cólera de Aquiles  pone al ejército de  los   griegos al borde del abismo.   Es un problema grave para Homero si es posible reparar el honor ofendido.   Verdad es que Fénix aconseja a Aquiles no tender en exceso el arco y aceptar el presente de Ágamemnón, como signo de reconciliación a causa de la aflicción de sus compañeros.  Pero que el Aquiles de la tradición originaria no rechaza la reconciliación por terquedad solamente, lo vemos   en   el ejemplo de Áyax   que,  en el infierno, no contesta a las palabras compasivas de su antiguo enemi­go y se vuelve silenciosamente "hacia las otras sombras en el oscuro reino de la muerte".[14]  Tetis suplica a Zeus: "Ayúdame y honra a mi hijo, cuya vida heroica fue tan breve.   Ágamemnón le arrebató el ho­nor.   Hónrale,  ¡oh, Olímpico!"   Y el más alto dios,   en atención a Aquiles, permitió que los aqueos, privados de su ayuda, sucumbieran en la lucha y reconocieran, así, con cuánta injusticia habían privado de su honor al más grande de sus héroes.
(27) El afán de honor no es ya considerado por los griegos de los tiempos posteriores como un concepto meritorio. Corresponde mejor a la ambición tal como nosotros la entendemos. Sin embargo, aun en la época de la democracia, hallamos con frecuencia el reconoci­miento y la justificación de aquel afán, lo mismo en la política de los estados que en la relación entre los individuos. Nada tan instructivo para la íntima comprensión de la elegancia moral de este pensamien­to como la descripción del megalopsychos, del hombre magnánimo, en la Ética de Aristóteles.[15] El pensamiento ético de Platón y de Aris­tóteles se funda en muchos puntos, en la ética aristocrática de la Grecia arcaica. Ello requeriría una interpretación histórica detallada. La filosofía sublima y universaliza los conceptos tomados en su ori­ginaria limitación. Pero, con ello, se confirma y precisa su verdad permanente y su idealidad indestructible. El pensamiento del siglo IV es naturalmente más diferenciado que el de los tiempos homéricos y no podemos esperar hallar sus ideas ni aun sus equivalentes precisos en Homero ni en la epopeya. Pero Aristóteles, como los griegos de todos los tiempos, tiene con frecuencia los ojos fijos en Homero y desarrolla sus conceptos de acuerdo con su modelo. Ello demuestra que se halla mucho más cerca que nosotros de comprender íntima­mente el pensamiento de la Grecia antigua.
El reconocimiento de la soberbia o de la magnanimidad como una virtud ética resulta extraño a primera vista para un hombre de nues­tro tiempo. Más notable parece aún que Aristóteles viera en ella no una virtud independiente, como las demás, sino una virtud que las presupone todas y "no es, en algún modo, sino su más alto orna­mento". Sólo podemos comprenderlo justamente si reconocemos que el filósofo ha asignado un lugar a la soberbia areté de la antigua ética aristocrática en su análisis de la conciencia moral. En otra oca­sión[16] dice, incluso, que Aquiles y Áyax son el modelo de esta cua­lidad. La soberbia no es, por sí misma, un valor moral. Es incluso ridicula si no se halla encuadrada por la plenitud de la areté, aquella unidad suprema de todas las excelencias, tal como lo hacen Platón y Aristóteles sin temor, al usar el concepto de kalokagathía. Pero el pensamiento ético de los grandes filósofos atenienses permanece fiel a su origen aristocrático al reconocer que la areté sólo puede hallar su verdadera perfección en las almas selectas. El reconocimiento de la grandeza de alma como la más alta expresión de la personalidad espiritual y ética se funda en Aristóteles, así como en Homero, en la dignidad de la areté.[17]  "El honor es el premio de la areté; es el tributo pagado a la destreza." La soberbia resulta, así, la sublimación (28) de la areté. Pero de ello resulta también que la soberbia y la magna­nimidad es lo más difícil para el hombre.
Aquí aprehendemos la fundamental significación de la primitiva ética aristocrática para la formación del hombre griego. El pensamien­to griego sobre el hombre y su areté se revela, de pronto, como en la unidad de su desarrollo histórico. A pesar de todos los cambios y en­riquecimientos que experimenta en el curso de los siglos siguientes, mantiene siempre la forma que ha recibido de la antigua ética aristo­crática. En este concepto de la areté se funda el carácter aristocrático del ideal de la educación entre los griegos.
Vamos a perseguir todavía aquí algunos de sus últimos motivos. Para ello puede ser también Aristóteles nuestro guía. Aristóteles mues­tra el esfuerzo humano hacia la perfección de la areté como producto de un amor propio elevado a su más alta nobleza, la φιλαυτία. Ello no es un mero capricho de la especulación abstracta —si ello fuera así, su comparación con la areté de los griegos primitivos sería sin duda errónea. Aristóteles, al defender y adherirse con especial predilec­ción a un ideal de amor propio, plenamente justificado, en consciente contraposición con el juicio común en su siglo, ilustrado y "altruista", descubre una de las raíces originarias del pensamiento moral de los griegos. Su alta estimación del amor propio, así como su valoración del anhelo de honor y de la soberbia, proceden del ahondamiento filosófico lleno de fecundidad en las intuiciones fundamentales de la ética aristocrática. Entiéndase bien que el "yo" no es el sujeto físico, sino el más alto ideal del hombre que es capaz de forjar nuestro espíritu y que todo noble aspira a realizar en sí mismo. Sólo el más alto amor a este yo en el cual se halla implícita la más alta areté es capaz "de apropiarse la belleza". Esta frase es tan genuinamente griega que es difícil traducirla a un idioma moderno. Aspirar a la "belleza" (que para los griegos significa al mismo tiempo nobleza y selección) y apropiársela, significa no perder ocasión alguna de con­quistar el premio de la más alta areté.
¿Qué significa para Aristóteles esta "belleza"? Nuestro pensa­miento se vuelve de pronto hacia el refinado culto a la personalidad de los tiempos posteriores, hacia la característica aspiración del hu­manismo del siglo XVIII a la libre formación ética y el enriqueci­miento espiritual de la propia personalidad. Pero las mismas palabras de Aristóteles muestran de un modo indubitable que lo que tiene ante los ojos son, por el contrario, ante todo, las acciones del más alto heroísmo moral. Quien se estima a sí mismo debe ser infatigable en la defensa de sus amigos, sacrificarse en honor de su patria, aban­donar gustoso dinero, bienes y honores para "apropiarse la belleza". La curiosa frase se repite con insistencia y ello muestra hasta qué punto, para Aristóteles, la más alta entrega a un ideal es la prueba de un amor propio enaltecido. "Quien se sienta impregnado de la propia estimación preferirá vivir brevemente en el más alto goce (29) que una larga existencia en indolente reposo; preferirá vivir un año sólo por un fin noble, que una larga vida por nada; preferirá cum­plir una sola acción grande y magnífica, a una serie de pequeñeces insignificantes."
En estas palabras se revela lo más peculiar y original del senti­miento de la vida de los griegos: el heroísmo. En él nos sentimos esencialmente vinculados a ellos. Son la clave para la inteligencia de la historia griega y para llegar a la comprensión psicológica de esta breve pero incomparable y magnífica aristeia. En la fórmula "apro­piarse la belleza", se halla expresado con claridad única el íntimo motivo de la areté helénica. Ello distingue, ya en los tiempos de la nobleza homérica, la heroicidad griega del simple desprecio salvaje de la muerte. Es la subordinación de lo físico a una más alta "be­lleza". Mediante el trueque de esta belleza por la vida, halla el im­pulso natural del hombre a la propia afirmación su cumplimiento más alto en la propia entrega. El discurso de Diótima, en el Simpo­sio de Platón, sitúa en el mismo plano el sacrificio de dinero y bienes, la resolución de los grandes héroes de la Antigüedad en el esfuerzo, la lucha y la muerte para alcanzar el premio de una gloria perdurable y la lucha de los poetas y los legisladores para dejar a la posteridad creaciones inmortales de su espíritu. Y ambos se ex­plican por el poderoso impulso anhelante del hombre mortal hacia la propia inmortalidad. Constituyen el fundamento metafísico de las paradojas de la ambición humana y del afán de honor.[18] También Aristóteles conecta de un modo expreso, en el himno que se ha con­servado a la areté de su amigo Hermias —el príncipe de Atarneo, que murió por fidelidad a su ideal filosófico y moral—, su concepto filosófico de la areté con la areté de Homero y con los modelos de Aquiles y Áyax.[19] Y es evidente que muchos rasgos, mediante los cuales describe la propia estimación, son tomados de la figura de Aqui­les. Entre ambos grandes filósofos y los poemas de Homero, se ex­tiende la no interrumpida serie de testimonios de la vida perdurable de la idea de la areté, propia de los tiempos primeros de Grecia.




[1] 1 El pasaje más antiguo esquilo, Los siete, 18. La palabra significa aquí toda­vía lo mismo que trofh/.
[2] 2  Areté del caballo Ψ 276, 374, también en platón, Rep., 335 B, donde se habla de la arete de los perros y los caballos.  En 353 B, se habla de la areté del ojo.  Areté de los dioses, I 498.
[3] 3  r 322.
[4] 4 Los griegos comprendían por arete, sobre todo, una fuerza, una capacidad. A veces la definen directamente. El vigor y la salud son arete del cuerpo. Sa­gacidad y penetración, arete del espíritu. Es difícil compaginar estos hechos con la explicación subjetiva ahora usual que hace derivar la palabra de αρέσκω "complacer" (ver M. hoffmann, Die ethische Terminologie bei Homer, Hesiod und den alten Elegikern und lambographen, Tubinga, 1914, p. 92). Es verdad que arete lleva a menudo el sentido de reconocimiento social, y viene a significar entonces "respeto", "prestigio". Pero esto es secundario y se debe al fuerte con­tacto social de todas las valoraciones del hombre en los primeros tiempos. Originariamente la palabra ha designado un valor objetivo del calificado en ella.   Sig­nifica una fuerza que le es propia, que constituye su perfección.
[5] 5  Así O 641 ss. vemos que el buen juicio y la habilidad corporal y guerrera se designan  con   el  concepto  colectivo  "toda  clase   de   aretai".   Es  característico que en la Odisea, que es posterior, se emplee algunas veces arete en este amplio sentido.
[6] 6  a)nh\r a)gaqo/j geno/menoj a)pe/qane.
[7] 7  Junto a a)gaqo/j se emplea, en este sentido, sobre todo e)sqlo/j; kako/j sig­nifica  lo contrario.   El lenguaje  de  Teognis y  de Píndaro  muestra cómo  estas palabras   más   tarde   siguen   especialmente   adheridas   a   la   aristocracia,   aunque cambiando su sentido paralelamente al desarrollo general de la cultura.   Sin em­bargo, esta limitación de la arete en la aristocracia, natural en la época homérica, no se podía mantener ya más si se tiene en cuenta que la nueva acuñación de los viejos ideales partió de sitio bien distinto.
[8] 8 Ζ 208.
[9] 9 Λ 784.
[10] 10 Así la fuente griega de cicerón, De or., 3, 57, donde el verso (I, 443), es citado en este sentido. Todo el pasaje es muy interesante como primer intento de una historia de la educación.
[11] 11  aristóteles, Et. nic., A 3, 1095 b 26.
[12] 12  aristóteles, Et. nic., Γ I, 1109 b 30.
[13] 13 A 412, Β 239-240, I 110, 116, Π 59, pasaje principal I 315-322.
[14] 14  λ 543 ss.
[15] 15 aristóteles, Et. nic., Δ 7-9, ver mi ensayo: "Der Grossgesinnte", Die Antike, vol. 7, pp. 97 ss.
[16] 16 aristóteles, Anal, post., Β 13, 97 b 15.
[17] 17 aristóteles, Et. nic., Δ 7, 1123 b 35.
[18] 18 platón, Simp., 209 C.
[19] 19 Ver mi Aristóteles (Berlín, 1923; trad. esp. FCE, México, 1946; citamos de acuerdo con esta edición), p. 140.

martes, 10 de abril de 2018

DE NUEVO ESTAMOS CON USTEDES.

Muchas gracias a todas las personas que han seguido visitando el blog: Ellaberintodelverdugo.blogspot.com que estuvo sin actualizarse por más de un semestre. Esperamos que la ausencia sea  coronada con más lectores ahora que iniciamos de nuevo labores. j. Méndez-Limbrick.

LOS PERSONAJES FEMENINOS EN LA NARRATIVA DE ADOLFO BIOY CASARES POR Juan Pedro Molina Cañabate


2. La revista Sur.
 Bioy Casares publica La invención de Morel en 1940. A partir de entonces, se sumerge en la vida literaria argentina gracias, en cierto modo, a la revista Sur. Esta cabecera está dirigida por Victoria Ocampo, quien sería su cuñada años más tarde. Como se verá más adelante, Bioy Casares no comparte los criterios literarios de Sur. La revista nace de la pretensión del escritor norteamericano Waldo Frank y del argentino Eduardo Mallea de crear una publicación para jóvenes literatos argentinos (4). Frank y Mallea convencen a Victoria Ocampo para que dirija la revista, que nace en el verano de 1930. Tiene una imagen sobria, austera y de pequeño formato. Después de un año de descanso, ve la luz de nuevo en 1935 y, aunque su estética aparece algo renovada, mantiene la sobriedad de siempre. Tras adoptar diversas periodicidades, en 1953 se convierte en bimestral y en 1970 en semestral. El nombre de la publicación se debe a Ortega y Gasset, según cuenta Victoria Ocampo en su "Carta a Waldo Frank" (artículo publicado en el primer número de Sur, que marca sus señas de identidad). El filósofo español lo propuso durante una conversación telefónica transoceánica que mantuvo con ella. Entre otras firmas prestigiosas, Sur contará con la de Ortega y Gasset, Jorge Luis Borges, Julio Cortázar, Ernesto Sábato, Eduardo Mallea, Pedro Henríquez Ureña, Alfonso Reyes, Guillermo de Torre, Enrique Los personajes femeninos en la narrativa de Adolfo Bioy Casares 14 Pezzoni, María Luisa Bastos, Javier Fernández, Leo Ferrero, Drieu la Rochelle, Jules Supervielle, Waldo Frank, Ernest Anserment, Eduardo Bullrich, Oliverio Girondo, Alfredo González Garaño y María Rosa Oliver. Respecto a su ideología, la revista se declara independiente y democrática pocos años antes de la II Guerra Mundial. Pero esta opinión no es compartida por toda la crítica, como Eduardo Paz Leston: "Sur no fue una revista neutral. Sobre todo en las cuatro primeras décadas, luchó por la libertad de pensamiento y se opuso a los totalitarismos de derecha y de izquierda". (5) Otros, como David Viñas, dirán que Sur brujuleó hacia la izquierda y la derecha: "A la muerte de Lugones —entendido como el escritor en quien se condensa al máximo la propuesta individualista del Poeta Héroe— sus discípulos, hijos, corifeos y prolongaciones en lo literariose están nucleando alrededor de Sur. En su fundación, esa revista alude a una renovada táctica de sobrevivencia de ese modelo a través de nuevas variantes, matices inéditos o remiendos más o menos sagaces. Allí se cultiva la literatura como algo extraterritorial y una respetuosa perplejidad los ensombrece: porque la crisis de ese modelo humanose superpone con otros a partir del añode la aparición de la revista. Lo más evidente son las concretas vacilaciones del grupo: hasta las vísperas de la agresión italiana en Etiopía se dejan seducir por la figura de Mussolinni. A lo largo de la guerra civil española esas vacilaciones no se superan, salvo cautelosas quejas contra lo de Guernica o las simpatías que demuestran por un frentismo en el que se superponen con los hombres polarizados diez años antes hacia Boedo [...] Sin duda, a la caída de Perón hay un fenómeno de reflujo que llega hasta el centro de la revista [...]. La figura de Sábato se superpone con el centro: ésa fue su mayor comprensión hacia ese lado. Porque hacia el 60 y hacia la izquierda de Sur empieza a brotar el fenómeno de Cuba, que penetra y drena todo un flanco de ese grupo arrastrando en su marea a Martínez Estrada [...] a Leopoldo Marechal [...] hasta llegar hasta Cortázar, que esboza una propuesta inédita desde esa izquierda de Sur hacia el socialismo". (6) Los personajes femeninos en la narrativa de Adolfo Bioy Casares 15 Una visión muy crítica del grupo Sur es la del propio Bioy Casares. Él reconoce en varios pasajes de sus Memorias (7) su especial aversión hacia Victoria Ocampo. "El afecto y la admiración que en mi casa sentían por las Ocampo, me preparó para mirar con simpatía al grupo Sur y recibir como un hecho muy importante la aparición de la revista. Sin embargo, nunca me sentí del todo cómodo con ellos. Allá se admiraba a Gide, a Valéry, a Virginia Woolf, a Huxley, a Sakville West, a Ezra Pound, a Eliot, a Waldo Frank (que siempre me pareció ilegible), a Tagore, a Keyserling, a Drieu de la Rochelle. De ninguno de ellos podría yo decir que era uno de mis autores favoritos, salvo, quizá, Huxley en sus ensayos [...] Para mí las disidencias con Victoria y el grupo Sur resultaban casi insalvables. Yo era entonces un escritor muy joven, inmaduro, desconocido, que escribía mal y que por timidez no hablaba de manera cortés, matizada y persuasiva. Callaba, juntaba rabia. Reputaba una aberración el exaltar a los escritores que mencioné y olvidar, mejor dicho ignorar, a Wells, a Shaw, a Kipling, a Chesterton, a George Moore, a Conrad... Con relación a nuestra literatura y a la española también divergíamos. Para la gente de Sur Borges era un enfant terrible, Wilcock un majadero, Ortega y Gasset escribía mejor que nadie y el pobre Erro era un pensador sólido [...] Yo pensaba que en Sur se guiaban por los nombres prestigiosos, aceptados entre los high brow, la gente "bien" de la literatura, "bien" no por nacimiento o dinero, sino por la aceptación entre los intelectuales. Pensé que allá preferían ese criterio al personal, y al que hubieran tenido si realmente les gustaran los libros". (8) Existe casualidad (y quién sabe si causalidad) entre los reproches de Bioy al grupo Sur y su antipatía hacia Victoria Ocampo. Las críticas de Bioy son solitarias, porque la directora de la revista tendrá fervientes defensores, que decían ella que tenía "...una inteligencia extremadamente receptiva, una mentalidad ecuménica, una personalidad subyugante. Si bien es cierto que Victoria Ocampo disponía de fortuna personal, heredada de una tía abuela, esa fortuna no basta para explicar la continuidad de una revista minoritaria en un ambiente hostil [...] Ya era conocida por escritores y artistas de celebridad mundial. Rabindranath Tagore le dedicó su libro de poemas Puravi, inspirado por la amistad que se estableció entre ellos con motivo de su viaje a Argentina (1924). Ya Los personajes femeninos en la narrativa de Adolfo Bioy Casares 16 había despertado la admiración del conde de Keyserling, con quien tuvo una vasta correspondencia antes de conocerlo". (9) El modo en que crece la revista es relatado por Victoria Ocampo a Alfonso Reyes por vía epistolar entre 1927 y 1959. En la correspondencia se observa cómo Reyes apoya a la intelectual argentina en la realización de su proyecto literario: “Sur va a ser como nuestra patria. Ya verá qué activo ciudadano resulto yo. Preparo colaboraciones en verso y prosa, y me permitiré enviarle cuantas sugerencias se me ocurran. La vida tiene ahora más peso. A usted las gracias” (10).
Fuente:
UNIVERSIDAD COMPLUTENSE DE MADRID FACULTAD DE CIENCIAS DE LA INFORMACIÓN Departamento de Filología III LOS PERSONAJES FEMENINOS EN LA NARRATIVA DE ADOLFO BIOY CASARES MEMORIA PARA OPTAR AL GRADO DE DOCTOR PRESENTADA POR Juan Pedro Molina Cañabate Bajo la dirección de la Doctora: Marta Portal Nicolás Madrid, 2001 

UTOPÍA. TOMAS MORO

 
La obra está conformada por dos partes. En primer lugar se encuentra un diálogo que explora diferentes asuntos filosóficos, así como otros ligados a la política y economía que caracterizaron a Inglaterra durante el silgo XVI. El personaje principal es Rafael Hitlodeo, un explorador que contará su experiencia tras haber descubierto una isla llamada Utopía.

Se trata de un lugar donde aparentemente todo es perfecto. Es una sociedad pacífica, en la que no existe la propiedad privada. Esto contrasta con la realidad vivida por esos años, siendo una crítica a la conflictiva estructura del continente europeo. Además, las autoridades son elegidas por el voto popular. Hay tolerancia y respeto para las diferentes creencias religiosas, condenando las conversiones respaldadas por la violencia.
Fuente:
J.M.L.

martes, 5 de septiembre de 2017

JOHN MILTON. Poeta. Por: Harold Bloom.


JOHN MILTON

 Aunque aquí sólo tengo espacio para un breve resumen de El Paraíso perdido de Milton, pienso que un libro sobre cómo leer y por qué debería decir algo útil sobre el mayor poeta de la lengua inglesa después de Shakespeare y Chaucer. Satán, el héroe - villano del poema de Milton, es un personaje muy shakespeariano en cuyo "sentido del mérito herido" - después de que Dios lo deja a un lado por Cristo - resuena claramente la herida psíquica de Yago cuando Otelo lo relega a favor de Casio. También Macbeth y Hamlet se infiltran en Satán. Shelley observó que el diablo le debía todo a Milton; habría podido añadir que el Diablo de Milton le debía muchísimo a Shakespeare. Adán expulsado del Paraíso debía haber sido una tragedia sobre la Caída; así había concebido originalmente Milton lo que en cambio se transformó en el poema épico El Paraíso perdido. Sospecho que, habiéndose topado con las extrañas sombras de los héroes - villanos de Shakespeare, Milton retrocedió al darse cuenta de que la épica heroica aún le estaba abierta pero el drama trágico en inglés había sido usurpado para siempre.
 El difunto C. S. Lewis, a quien muchos fundamentalistas norteamericanos reverencian como autor del tratado dogmático Simple cristiandad, aconsejó al lector del Paraíso perdido empezar por "un saludo matinal de odio por Satán". En mi opinión, así es como no hay que empezar a leer el poema. Milton no era tan herético como Christopher Marlowe o William Blake, pero sí claramente una "secta de uno solo" y un protestante muy herético a buen seguro. Era mortalista; creía que alma y cuerpo morían juntos y juntos resucitaban, y negaba también el relato ortodoxo de la creación desde la nada. El Paraíso perdido identifica la energía con el espíritu; Satán está sobrado de ambos, pero desde luego también lo está Yago. Y también - y a un punto abrumador - lo está John Milton, aunque se cuida de hacer de Satán a la vez un doble y una parodia de sí mismo. En tono irónico, y en contra de C. S. Lewis y otros críticos defensores de la Iglesia, uno podría argumentar que Satán representa un cristianismo más ortodoxo (aunque invertido) que el de Milton. Satán no identifica energía con espíritu, por mucho que encarne la fusión de ambos; exclama: "¡Mal, se tú mi bien!" Uno esperaría que Milton, prácticamente un muggletoniano (secta visionaria y muy radical de protestantes heréticos) hubiera sido tan taimado como para hacer de Satán a la vez un héroe auténtico (de cariz más shakespeariano que clásico) y un papista maquinador, con una baja apreciación de las naturalezas humana y angélica.
 La clave para internarse en El Paraíso perdido está en la manera de leer al espléndido Satán; pues acaso la mayoría de los lectores actuales vean en la obra una vasta película de ciencia ficción proyectada en un cine cósmico. El gran director soviético Sergei Eisenstein fue el primero en señalar cuánto hay en El Paraíso perdido que prefigura al cine, si consideramos el uso brillante que hace Milton del montaje. Yo siento por el poema un amor apasionado, pero me preocupa que no sobreviva a esta era de información visual en la que sólo Shakespeare, Dickens y Jane Austen parecen capaces de sobreponerse al tratamiento televisivo y cinematográfico. Milton exige mediaciones: es erudito, alusivo y profundo. Como a James Joyce y Jorge Luis Borges en nuestro siglo, la ceguera estimuló en él la riqueza verbal barroca y la claridad visual, ninguna de las cuales es fácil de trasladar a la pantalla. Los difusos montajes de nuestra época no acogerían bien El Paraíso perdido.
 Las mediaciones son necesarias en primer lugar para el lector común, ya que los personajes de Milton, pese a su colorido shakesperiano, no son seres humanos reconocibles - como ocurre en las obras de Shakespeare o Jane Austen. Tampoco son los grandes grotescos de Dickens. O bien son dioses y ángeles, o son humanos idealizados (Adán, Eva, el Sansón de Sansón agonista). He aquí a Satán en su cariz más impresionante: se despierta, en un lago en llamas del infierno, para encontrarse rodeado de seguidores atónitos y traumatizados. Cristo acaba de derrotarlos en la Guerra del Cielo. El Cristo de Milton, una especie de general Patton al frente de una carga de blindados angélicos, se ha montado al ardiente Carro de la Deidad Paternal, versión cosmológica del tanque Merkabá israelí, y a fuerza de furia y fuego ha echado al Abismo a los ángeles rebeldes. Cuando los ángeles flameantes dan en el fondo, el impacto enciende el Infierno en el reino que hasta entonces fuera el Caos. La lectora o el lector han de concebir cómo se sentirían si se despertaran con esas catastróficas legiones en un estado de tan sublime incomodidad. Así admirarán mejor el auténtico heroísmo de Satán cuando vuelve en sí y contempla los maltrechos rasgos de su amante Belzebú (los ángeles miltonianos son andróginos, tanto los caídos como los celestiales).
 Satán contempla a Belzebú, decía, y con soberbia inmediatez tiene que superar una crisis narcisística, pues Milton deja claro que el rebelde era el más hermoso de los ángeles. Si el amado Belzy tiene este aspecto del demonio, ¿qué aspecto tendré yo?, debe pensar Satán. Pero, como general heroico (aunque derrotado) no se permite decirlo:

Sí, tú eres aquél; pero cuan caído y diferente
del que revestido de un trascendente esplendor
en los felices Reinos de la Luz, brillabas más
que miríadas de otros: Sí, eres el que una alianza mutua,
una sola idea y un solo parecer, igual esperanza
y los peligros de una Gloriosa Empresa
unieron una vez a mí, y al que el infortunio ha unido
en igual ruina: ya ves en qué Abismo estamos,
caídos desde aquella altura; tanto más fuerte
demostróse él con su Rayo. ¿Y quién hasta entonces
conocía el poder de esas atroces Armas? Sin embargo,
a pesar de ellas, a pesar de todo cuanto en su cólera
el Potente Víctor pueda infligirme, no me arrepiento ni cambio,

aunque mi lustre externo haya cambiado, ese ánimo inmutable,
ese desprecio soberano, conciencia del mérito ofendido,
que me hizo alzarme a combatir contra el poderosísimo
y a feroz contienda arrastrar conmigo
a la fuerza innumerable de Espíritus armados
que desprecian su gobierno y, prefiriéndome a mí,
a su poder supremo se opusieron con poder adverso
en dudosa Batalla en los Llanos del Cielo,
e hicieron temblar su trono. ¿Qué se ha perdido
más que el campo de batalla? No todo está perdido.
Voluntad inconquistable, estudio de la venganza,
odio inmortal y valor de no ceder ni someterse nunca:
¿significa algo más no ser vencido?
Ni su cólera ni su poder me arrebatarán jamás
esa Gloria. No he de inclinarme a pedir gracia
con rodilla suplicante, ni deificaré su poder,
cuyo Imperio el terror de este Brazo acaba de
poner en duda, y mostrar que ciertamente no era grande,
porque sería una ignominia y una afrenta aún mayor
que esta caída; puesto que por Destino y por la fuerza
de los Dioses esta sustancia Empírea no puede morir,
ya que en la experiencia de este gran suceso,
sin mermar en Armas, hemos ganado mucho en previsión,
podemos con más esperanza de éxito decidirnos
a librar por fuerza y engaño una Guerra eterna,
irreconciliable, a nuestro gran Enemigo,
que ahora triunfa y, en el colmo de su gozo,
reinando solo conserva la Tiranía del Cielo.

 Los estudiosos de Milton que se consideran partidarios de Dios (el Dios pomposo y tiránico que aparece como personaje en El Paraíso perdido pero no es la visión herética de Dios del propio Milton) suelen comentar este pasaje diciendo que no dice la verdad. Si el trono de Dios se estremeció, fue por efecto del feroz ataque armado de Cristo. Este argumento ortodoxo no carece de encanto, pero Satán está desesperado, como lo estaría cualquier comandante vencido, y por lo tanto su hipérbole se puede comprender. Lo mejor de su gran pieza oratoria no es hiperbólico:

...y valor de no ceder ni someterse nunca:
¿significa algo más no ser vencido?

 Es decir: se ha perdido el campo de batalla, pero queda el valor; ¿y qué otra cosa importa siempre y cuando uno no reconozca estar vencido? Se puede negarle heroísmo a Satán si uno es defensor del Dios de Milton, pero no si es un lector auténtico de Milton. El propio Milton editorializa más adelante que Satán está "alardeando en voz alta", pero reconoce que el ángel apóstata está sufriendo. Es tan inconveniente burlarse de su "conciencia del mérito ofendido" como de la de Yago. Satán tiene un genio considerablemente menor que el de Yago, pero trabaja en escala más grandiosa: no precipita a un general valiente pero limitado, sino a toda la humanidad.
 He reconocido que el lector común de nuestra época requiere mediación para apreciar plenamente El Paraíso perdido, y me temo que, en términos relativos, los que hagan el intento serán pocos. Es una lástima, y una gran pérdida cultural. ¿Por qué leer un poema épico tan difícil y erudito? Se podría aducir el argumento meramente histórico; así como Dante es el poeta - pro feta central del catolicismo, Milton es el principal poeta protestante. Aunque en muchos aspectos nuestra cultura y nuestra sensibilidad - y hasta la religión de los Estados Unidos - son más post - protestantes que protestantes, resulta difícil comprenderlas sin alguna idea clara del espíritu del protestantismo. En El Paraíso perdido ese espíritu llegó a la apoteosis, y el lector arriesgado hará bien en arrostrar sus dificultades.

lunes, 4 de septiembre de 2017

WILLIAM SHAKESPEARE. Poeta. Por: Harold Bloom.


WILLIAM SHAKESPEARE

 Si pudiera ser mejorada en tanto poesía, "Tom O'Bedlam" encontraría sus rivales en los sonetos y los dramas de Shakespeare. Más adelante me ocuparé de discutir con cierto detenimiento cómo leer Hamlet; aquí me vuelvo ahora hacia algunos Sonetos. Dado que, como dijo Borges, Shakespeare era todo el mundo y nadie, de los Sonetos podemos decir que son a la vez autobiográficos y universales, personales e impersonales, irónicos y apasionados, bisexuales y heterosexuales, íntegros y heridos. Éste es el momento apropiado para prevenir al lector contra el dogma literario cada vez más inútil según el cual el "yo" que habla en un poema es siempre una máscara o una persona y no un ser humano. El "yo" de los Sonetos de Shakespeare es el dramaturgo y actor William Shakespeare, creador de Falstaff, Hamlet, Rosalinda, Yago y Cleopatra. Cuando leemos los sonetos estamos escuchando una voz dramática, una voz a un tiempo similar y diferente a la de Hamlet. La diferencia consiste en que escuchamos al propio Shakespeare, que no es enteramente una creación de él mismo. Sin embargo sigue habiendo una similitud entre el "Will" de los Sonetos y Hamlet o Falstaff; compungido, labra toscamente su autopresentación, aun si no puede modelarla por completo. La meditativa voz de los Sonetos de Shakespeare se cuida muy bien de distanciarse de su sufrimiento, a veces incluso de su humillación. En el conjunto oímos una historia que podría tildarse de traición; pero nunca oímos hablar de la muerte del amor, aunque existen sobradas razones para que muera.
 De todos los fenómenos inquietantes de la literatura, no hay para mí ninguno más inquietante que el equilibrio de Shakespeare entre la autoalienación y la autoafirmación:

Mejor será ser malo que malestimado,
cuando el no serlo gana de serlo condena,
perdido el justo gozo, que no al propio agrado
de uno se mide, sino por mirada ajena.

Pues, ¿a qué van los ojos de otros con veneno
a hacer guiño a los brincos de mis fantasías,
o a ser de mis miserias míseros espías,
que hagan malo a su antojo lo que estimo bueno?

No, yo soy lo que soy; y los que me reprochen,
contando están sus propias faltas en mis sobras;
puedo ir derecho, aunque ellos de través atrochen;
Sus pútridas ideas no han de hacer mis obras;
Si no es que a todo extienden esta triste ley:
todo hombre es malo, y en su mal él es el rey. 7

 Éste es el soneto 121 de una secuencia de 154; ignoramos si el propio Shakespeare los dispuso en el orden presente, pero parece probable. Aquí nos vamos acercando al final de los 126 sonetos dirigidos a un apuesto noble joven, presumiblemente el patrono de Shakespeare (algunos creen que también su amante), el conde de Southampton. Me gustaría recomendarle este soneto al presidente William Jefferson Clinton, pero pienso que no tendré la oportunidad. Es la expresión más poderosa de nuestra lengua sobre la situación de ver la actividad erótica propia condenada por "los ojos de otros con veneno" ("false adultérate eyes", en el original); ojos de quienes se comportan "de través" ("themselves are betel"). Y ojalá hubiera podido leerse por televisión, a menudo y en voz alta, durante la reciente orgía nacional de virtud alarmada que se manifestó a través de voceros y congresistas. Pero, puesto que a mí me concierne cómo leerlo bien y por qué, paso ya a un examen atento de su dicción magníficamente cargada.
 Si bien es posible que por "malo" ("vile") Shakespeare se refiera a un estado de bajeza moral, la palabra (como él bien sabía) lleva en sí la noción de bajo valor o precio, y por lo tanto tiene ciertas connotaciones de inferioridad social. En parte, la complejidad del cuarteto inicial se centra en "se mide". ¿Se relaciona el giro con "malo" o con "el justo gozo"? Como Shakespeare lo mantiene en una deliberada ambigüedad, debemos leerlo de las dos maneras. La amarga ironía de "Mejor será ser malo que malestimado/ cuando el no serlo gana de serlo condena" significa, entre otras cosas, que poco importa que la conducta propia sea deplorada, porque aun si uno es realmente virtuoso los demás pueden pensar diferente. Pueden considerarlo malo, con lo cual uno se quedará sin el placer que debería darle el amor. Con todo, con su ironía amarga, la otra lectura es más interesante. Puede que tales observadores midan el "justo gozo", pero la medición o juicio será de ellos y no de Shakespeare, quien sabe que su amor es casto. No hay nada en las siguientes diez líneas del soneto que resuelva esta ambigüedad.

 7 Todas las traducciones de sonetos de Shakespeare que se reproducen son de Agustín García Calvo.

 Los burlones observadores se vuelven objeto de burla cuando, entrometidos, hacen "guiño a los brincos de mis fantasías" como si estuvieran animando el desempeño sexual de Shakespeare. De miseria más abundante que la que saludan con guiños en Shakespeare, son reos de mala voluntad, ya estén acusando de mala una relación inocente o moralizando contra una relación real. Una vez más Shakespeare se abstiene de decirnos exactamente qué quiere que creamos. A cambio nos sobresalta con una declaración asombrosa: "No, yo soy lo que soy". Ni a él ni a sus lectores podía pasar inadvertida la alusión al Éxodo, 3:14, donde Moisés le pregunta a Yahvé quién es, y éste dice "Yo soy el que soy". La frase en hebreo - ehyeh asher ehyeh - es un audaz juego de palabras con el nombre de Yahvé y literalmente significa "yo seré [siempre y en todo lugar] yo seré". Como es de presumir que Shakespeare no sabía esto, su "soy lo que soy" significa sobre todo "Soy como soy", pero por medio de una blasfemia considerable. Él nunca publicó los sonetos: tal vez el 121 sea un poema independiente sin referencia necesaria a la relación homoerótica con el apuesto joven noble. En todo caso no lo sabemos, y este desconocimiento fortalece el poema.
 Como en Medida por medida, su sublime y cáustico adiós a la comedia, Shakespeare no refrenda ni niega la sombría fórmula final: todo hombre es malo, y en su mal él reina.
 La ira se convierte en un furor controlado en el soneto 129, un lamento que sólo apunta a la traición de la famosa e innominada Dama Oscura:

Despilfarro de aliento en derroche de afrenta
es lujuria en acción; y hasta la acción, lujuria
es perjura, ultrajante, criminal, sangrienta,
brutal, sin fe, extremosa, presa de su furia;

disfrutada no más que despreciada presto;
más que es razón buscada, y no bien poseída,
más que es razón odiada, como cebo puesto
adrede a volver loco al que a beber convida,

en la demanda loco, loco en posesión,
habido, habiendo y en haber poniendo empeño;
gloria dada a probar; probada, perdición;
antes, gozo entrevisto, y después, un sueño.

Todo esto el mundo sabe, y nadie sabe modos
de huir de un cielo que a este infierno arroja a todos.

 La furiosa energía de estos versos es casi un redoble de tambor, una letanía por el deseo que no augura sino más deseo, y mayor desastre erótico. No hay personajes en el poema; el bello joven está muy lejos, y hasta la Dama Oscura sólo está presente por implicación. La lujuria es heroína y villana de esta pieza nocturna del espíritu: lujuria masculina por el "infierno" que se menciona al final, siendo "infierno" un término de argot isabelino - jacobino para vagina. En el soneto 129 llega a la apoteosis el antiguo tópico de la tristeza - después - del - coito, pero a mayor precio que el del despilfarro de aliento ("spirit"). El lenguaje está tan turbado que evade su aparente adhesión a la creencia renacentista de que cada acto sexual acorta la vida del hombre. En ese "infierno" el lector puede oír una reminiscencia de enfermedad venérea, anunciadora de una preocupación shakesperiana que aparecerá en muchas de las obras teatrales, Troilo y Crésida y Timón de Atenas en particular. Esa misma, se diría, es la carga final del más que irónico soneto 144:

Dos tengo amores de catástrofe y amparo,
como dos genios que me inspiran hora a hora:
mi mejor ángel es un hombre blondo, claro,
mi genio malo una mujer morena mora.

Para echarme al infierno ya, mi diablo hembra
tienta a mi ángel bueno a abandonar mi bando
y en mi santo malicias de demonio siembra,
su pureza con vil soberbia cortejando.

Y si se hará mi ángel diablo o no, conmigo
temerlo puedo, no decirlo a lo derecho;
mas siendo míos ambos y uno de otro amigo,
un ángel en infierno de otro me sospecho.

Pero eso nunca lo sabré, y en dudas peno,
hasta que el malo a purgatorio arroje al bueno.

"Me inspiran hora a hora" significa algo así como "me tientan perpetuamente". Está claro que el bello y joven "mejor ángel" no es célebre por su pureza, y "diablo del infierno" designa popularmente la cópula. "Sospecho" es lacónico, porque no hay en juego aquí sospecha alguna; mientras que "hasta que el malo a purgatorio arroje al bueno" se refiere menos al final de la aventura que a la transmisión de sífilis al joven por la Dama Oscura, con la sugerencia de que Shakespeare ya a ha recibido de ella el obsequio.
¿Por qué leer el soneto 144? No hay duda de que las ironías y el genio lírico de Shakespeare dan más placer al lector en muchas otras piezas de la serie; no obstante, el patetismo amortiguado pero aterrador de este poema es un valor estético único, perturbadoramente memorable y del todo universal en su poder de sugerencia. Los Sonetos son un elemento singular en el impresionante logro de Shakespeare. Es apropiado que el escritor central de Occidente, inventor de lo humano tal como lo conocemos hoy, sea también el lírico más penetrante y meditativo de la lengua inglesa. No creo que necesariamente lleguemos a conocer al Shakespeare más profundo o íntimo en los Sonetos, en donde parece velarse de modo tan enigmático como en las obras dramáticas. Como hemos visto, Walt Whitman nos ofrece tres metáforas de su ser: yo, mi alma, y el yo real o mí mismo. En los Sonetos hay casi tantas metáforas del ser de Shakespeare como sonetos. De alguna manera Shakespeare se las ingenia para que todas esas imágenes del yo sean persuasivas, aunque tentativas. La pregunta que, a modo de tributo, lanza al apuesto joven noble al comienzo del soneto 53, bien podría hacérsele a él:

¿Qué es lo que es tu sustancia? ¿De qué estás tu hecho
que mil ajenas sombras se te trasparecen?

domingo, 3 de septiembre de 2017

WALT WHITMAN. Por: Harold Bloom.


WALT WHITMAN

 Los monólogos dramáticos de Tennyson y Browning representan un modo mayor de la poesía, introspectivo y al cabo sin esperanza en nada excepto una personalidad fuerte con sus poderes de resistencia y desafío. Tanto "Ulises" como "Childe Roland a la Torre Oscura fue" están modelados por la tradición poética inglesa, desde el Hamlet de Shakespeare y el Satán de Milton hasta el romanticismo. Los dos grandes contemporáneos norteamericanos de Tennyson y Browning fueron Walt Whitman y Emily Dickinson, ambos originales y con una relación mucho más equívoca con la tradición inglesa. Si, como sostengo, una razón primordial para la lectura es el fortalecimiento de la propia personalidad, tanto Dickinson como Whitman son poetas esenciales. La religión norteamericana de la Confianza en Sí, invención crucial de Ralph Waldo Emerson, triunfa en ambos, aunque de formas asombrosamente diferentes. Emerson enseña la autoconfianza: no te busques fuera de ti mismo. El Canto a mí mismo de Walt Whitman es una consecuencia directa de esa exhortación. Más evasivamente, los poemas líricos de Emily Dickinson llevan la autoconfianza a un tono más alto de conciencia que el de cualquier otra poesía posterior a Shakespeare.
 Como he apuntado ya, en Shakespeare la conciencia extraordinaria descuella en la facultad de oírse a sí mismo, por así decirlo, sin quererlo: tales los casos de Hamlet, Yago, Cleopatra o Próspero. Dickinson mantiene este atributo, pero con frecuencia Whitman intenta ir más allá. El choque de oírse a uno mismo consiste en que uno captura una inesperada otredad. Sobre todo en Canto a mí mismo, y en la elegía "Mientras crecía con el Océano de la Vida", Whitman divide su ser en tres: "yo", el "yo real" o "mí mismo" y el "alma". Esta cartografía psíquica es altamente original, y difícil de asimilar al modelo freudiano o a cualquier otro mapa de la mente. No obstante, es una de las razones fundamentales por las que debemos leer a Whitman, poeta sutil y matizado que en nada se ajusta a lo que suponen de él la mayoría de sus exégetas.
 Aunque él se proclama poeta de la democracia, en su tono mejor y más característico Whitman es un poeta difícil, hermético y elitista. No es preciso que dudemos del amor que siente por los lectores que proyecta tener, pero a menudo su autorretrato es una persona, la máscara a través de la cual canta. No hay un único Walt Whitman real; con frecuencia el poeta (en tanto opuesto al hombre) es más autoerótico que homoerótico, y mucho más "el cantante solitario" que el celebrante de los humillados y ofendidos (aunque también se preocupa por ser esto). No quiero sugerir que Whitman es un prestidigitador, sino que aquello que da, su sentido de los panoramas democráticos, a veces lo retira: su arte es una lanzadera. Pero siempre hay una riqueza: entre los poetas norteamericanos, sólo Dickinson y él manifiestan la "florabundancia" que más tarde imitaría Wallace Stevens.
 Como mejor conocemos (o creemos conocer) a Whitman es bajo la identidad de "Walt Whitman, uno de los rudos, un americano", pero ese personaje o máscara es el bardo de Canto a mí mismo. Whitman hilaba mucho más fino; aunque diga otra cosa, es un poeta de una dificultad sorprendente. Puede que su obra parezca fácil, pero es delicada y evasiva.

Vienen a mí los días y las noches y vuelven a marcharse
pero no son el Mí mismo.

Aparte del empujón y el tironeo está lo que yo soy,
divertido, complaciente, compasivo, ocioso, unitario,
que mira desde arriba, erguido, o inclina un brazo en descanso impalpable
para observar curioso qué vendrá a continuación, con la cabeza ladeada,
a la vez en el juego y fuera de él, y mirando y asombrado.

 Tan lleno de gracia como solitario, este encantador "mí mismo" está en paz, aunque una pizca receloso de posibles intrusiones. Whitman empieza Canto a mi mismo con un abrazo, más gimnosófico que homoerótico, entre su ser exterior y su alma, que en gran medida parece ser para él un enigma pero puede considerarse como carácter o ethos en contraste con la personalidad o la tosca identidad "masculina". Claro que el yo real o "mí mismo" sólo puede mantener con el alma whitmaniana una relación negativa:

Creo en ti, mi alma, el otro que soy no se rebajará ante ti
y tu no te rebajarás ante él.

 El sujeto de "creo" es el "yo" de Canto a mí mismo o personalidad poética de Whitman. El "otro que soy" es el "mí mismo": su personalidad verdadera, interior. Whitman teme que puede haber humillación mutua entre el personaje y su propio yo, en apariencia sólo capaces de entablar un vínculo amo - esclavo, sadomasoquista y al cabo destructivo para ambos. Al lector le cabe inferir que "Walt Whitman, uno de los rudos, un americano", nace para impedir una tan segura destrucción mutua. Whitman conoce muy bien a su  persona poética, ya que (según Vico) sólo conocemos aquello que hemos hecho nosotros mismos. También conoce a su yo interior o "yo real", pasmosamente bien si pensamos cuan pocos poseen ese conocimiento. Lo que Whitman apenas si conoce es eso que llama "mi alma"; "creer en" no significa conocer sino dar un salto de fe. El alma whitmaniana, de modo similar al alma de Norteamérica, es un enigma y, pese al armonioso abrazo que abre Canto a mí mismo, el lector nunca siente que Whitman esté cómodo con ella. Llegamos a pensar que el "mí mismo" es la parte mejor y más antigua de Whitman - que se remonta a antes de la Creación -, mientras que el alma pertenece a la naturaleza, o es el elemento desconocido de la naturaleza. Leyendo a Whitman aprendemos explícitamente lo que muchos norteamericanos parecen saber de manera implícita: que el alma norteamericana no se siente libre a menos que esté sola, o "sola con Jesús", como dicen nuestros evangelistas. Whitman, que era su propio Cristo, compartía sin embargo ese impulso del alma de su país y lo transformó en el que acaso sea el mayor de sus muchos y variados poderes: una fuerza que, al unísono con su alma, desafía la naturaleza.

Tremenda y deslumbrante, qué pronto me mataría la aurora
si yo no fuera capaz, ahora y siempre, de que de mí naciera la aurora.

Nosotros también ascendemos, tremendos y deslumbrantes como el sol,
formamos nuestra propia aurora, oh mi alma, en la paz y la frescura del alba.

 El movimiento desde el yo (el personaje Walt Whitman) al nosotros, mí mismo y alma juntos, es el triunfo de este amanecer sublime. Supremo escritor norteamericano (más grande aún que Emily Dickinson y Henry James), Whitman trasciende la limitación de considerar que su alma es incognoscible. Lo que se juega entre la naturaleza y él es el dominio, y aquí el resultado favorece al poeta. La indicación de cómo leer este pasaje debería hacer hincapié en la audacia del "ahora y siempre", una declaración inusitadamente titánica de autoconfianza. Ahora y siempre, la pregunta "¿Cómo leer?" me resulta cada vez más cautivante. Una lectura paciente y profunda de Canto a mí mismo nos ayuda a entrar en la verdad de que "el qué es incognoscible". Un niño le pregunta a Whitman: ¿Qué es la hierba? y el poeta no puede responder. "Yo tampoco lo sé", dice. Con todo, el no - saber estimula al poeta para lanzarse a una maravillosa serie de símiles:

Sospecho que es la bandera de mi carácter tejida con
esperanzada tela verde.
O el pañuelo de Dios,
una prenda fragante dejada caer a propósito,
con el nombre del dueño en alguna punta, para que
lo veamos y lo notemos y nos preguntemos, ¿de quién?

O sospecho que la hierba misma es un niño, el recién nacido de la tierra.
O un jeroglífico uniforme
que significa: crezco por igual en las regiones vastas y en las estrechas,
crezco por igual entre los negros y los blancos,
canadiense, piel roja, senador, inmigrante, a todos
me entrego y a todos los recibo.

Y ahora se me figura que es la cabellera suelta y hermosa de las tumbas.
Te usaré con ternura, hierba curva.
Acaso hayas brotado del pecho de los jóvenes,
acaso, si estuvieran aquí, yo los amaría,
acaso hayas brotado de los ancianos, o de niños arrancados
del regazo de la madre,
y ahora eres el regazo de la madre.

Esta hierba es demasiado oscura para haber brotado
de los cabellos blancos de las madres ancianas,
más oscura que las descoloridas barbas de los ancianos,
demasiado oscura para haber brotado de sus ásperos paladares. 6

 "La bandera de mi carácter tejida con esperanzada tela verde" lleva a pensar que el verdor lozano es un emblema de lo que Ralph Waldo Emerson había designado como "lo Nuevo": una afluencia trascendente de energía espiritual fresca. Para Whitman, "lo Nuevo" emerge del abrazo simbólico entre el yo que se da por sentado y el alma desconocida, abrazo con que se abre el poema y la obra de la vida. La relación que mantiene con el alma es esperanzada pero, a la manera epicúrea, consciente de sus límites. El enigmático título Hojas de hierba combina la hoja, metáfora central de la poesía de Occidente, aceptación homérica de la brevedad de la vida individual, con la imagen - proveniente de Isaías y los Salmos - de que toda carne, como la hierba, dura dolorosamente poco. No obstante, trasciende los sombríos presentimientos de mortalidad para convertirse en afirmación de una sustancia que hay en nosotros y prevalece. "Y son innumerables las hojas erguidas o dobladas en los campos", escribe Whitman poco antes de la serie de sospechas en torno a qué puede ser la hierba. El inmenso encanto de "el pañuelo de Dios, / una prenda fragante dejada caer a propósito" deja paso a visiones de la hierba misma como niña, como uniforme jeroglífico que disuelve las diferencias sociales y raciales, y a la espléndida - pero Homérica - originalidad del "Y ahora se me figura que es la cabellera suelta y hermosa de las tumbas".

 6 Traducción de Jorge Luis Borges. He modificado la traducción del verso "If I could not now and always...". La versión de Borges es: "si yo no fuera capaz, aquí y ahora..." (N. del T.)

 De la más surrealista de las transmutaciones de la hierba ("Esta hierba es demasiado oscura para haber brotado/ de los cabellos blancos de las madres ancianas") surge un estilo que prefigura el de Hemingway. Necesitamos leer a Whitman por la conmoción de perspectivas nuevas que nos proporciona, pero también porque sigue profetizando los enigmas no resueltos de la conciencia norteamericana. Y un mundo que se vuelve cada vez más norteamericano también necesita leerlo, no sólo para comprendernos sino para entender mejor en qué se está convirtiendo.

viernes, 1 de septiembre de 2017

ROBERT BROWNING. Poeta. Por: Harold Bloom.


ROBERT BROWNING

 A lo largo de muchos años enseñé que en la capacidad de oírse a sí mismos (como desde fuera, por así decirlo) radicaba la originalidad de los personajes mayores de Shakespeare, sin recordar dónde había encontrado esa noción. Mientras escribía el párrafo anterior de pronto me vino a la mente un contemporáneo de Tennyson, el filósofo John Stuart Mill, que en su ensayo «¿Qué es poesía?" (1833) dice acerca de un aria de Mozart: "La imaginamos oída al pasar". También la poesía, da a entender Mill, es algo que se oye como de pasada, o casualmente, más que en el sentido habitual de oír. Me vuelvo ahora hacia una obra maestra del verdadero rival de Tennyson, Robert Browning, hoy en día muy descuidado a causa de las auténticas dificultades que presenta. "Childe Roland a la torre oscura fue" toma el título de un fragmento de canción que canta Edgar en la escena cuarta del tercer acto de El rey Lear de Shakespeare:

Childe Rowland a la torre oscura fue
y dentro la voz decía: "Fim, fam, fem,
sangre británica ya se empieza a oler".

 Éste es Edgar en su abyecto disfraz de vagabundo "Tom el loco rabioso", un mendigo a la Tom O'Bedlam, a veces llamado hombre de Abraham. Se supone que Edgar está citando una balada antigua, pero nunca se ha encontrado esa balada y yo sospecho que la espantosa rima la escribió Shakespeare. Más adelante en este capítulo citaré y discutiré la más grande canción loca de la lengua inglesa, la anónima "Tom O'Bedlam", descubierta en un álbum literario de recortes de 1620, un poema tan magnífico que me gustaría poder atribuirlo a Shakespeare sólo para añadirle mérito. Como sea, escribiera o no Shakespeare la tonada de Edgar, ésta le inspiró a Browning el más asombroso de sus monólogos dramáticos:

I
Primero pensé que ese viejo tullido
mentía a mansalva, recelosos como estaban
sus malignos ojos de ver el efecto de su embuste
en los míos, y su boca apenas capaz de permitirse
reprimir el júbilo, que ceñía y hostigaba
los bordes, de haber cobrado una víctima más.

II
¿Qué otra cosa podía proponerse, con ese bastón?
Qué, sino detener con sus mentiras y enlazar
a los viajeros que lo encontraran clavado allí
y le preguntaran el camino? Imaginé qué risa
de calavera estallaría, qué muletas iban a gozar
escribiendo mi epitafio en la vía polvorienta.

III
Eso si a su consejo yo me desviaba
por esa senda ominosa que, todos concuerdan,
esconde la Torre Oscura. Y sin embargo accedí
a enfilar por donde él señalaba: no por orgullo
ni esperanza renovada de divisar el fin,
mas por alegría de que un final hubiera al menos.

IV
Pues, aunque con la arrancia por el ancho mundo,
con la búsqueda de largos años, mi esperanza
había menguado a fantasma incompetente ya para lidiar
con la dicha bullanguera que traería el éxito,
apenas pude ahora refutar el salto que el corazón
me dio al avistar en su horizonte el fracaso.

 ¿Quién es exactamente este personaje desesperanzado que nos habla con tal elocuencia desesperada? Un childe es un joven noble, aún no ungido caballero pero candidato a serlo; pero Roland sólo quiere ser apto para fracasar en la tradición de quienes lo han precedido en la búsqueda de la Torre Oscura. En ningún momento se nos dice quién o qué habita la Torre, aunque cabe presumir que sea el ogro cuyas palabras eran "Finí, fam, fem, / sangre británica empiezo a oler". Truculenta perspectiva, aunque no más sombría que la apabullante tierra baldía por donde avanza el negativamente heroico Childe Roland:

X
Seguí la marcha, pues. No había visto nunca, creo,
naturaleza más famélica e innoble; nada prosperaba:
ni una flor - ¡mucho menos cedros en un bosque! -,
sino espinos y cizaña propagaban sus especies
de acuerdo con ley propia, sin nadie, se hubiera dicho,
que les temiera; un abrojo se habría dado por tesoro.

XI
¡No! Penuria, letargo y amargura, extrañamente
eran la dote de esa tierra. "Cierra los ojos
si no quieres ver", decía la naturaleza disgustada;
"si no hay quien lo remedie, mi caso está perdido.
La cura del lugar será el fuego del Juicio:
calcinará la tierra y librará a mis prisioneros."

XII
Si el tallo de algún maltrecho cardo descollaba
por sobre los demás, era decapitado; de lo contrario
los celos se imponían. ¿Qué originaba las grietas y carcomas
en las ásperas hojas de acedera, heridas como para hundir
toda esperanza de verdor? Como si un bruto hubiera andado
pisándoles la vida, con intenciones brutales.

XIII
La hierba, por su parte, era escasa como el pelo
de un leproso; flacas briznas secas asomaban
en el barro, cuyo sostén parecía sangre coagulada.
Llegado vaya a saberse cómo, un rígido caballo ciego,
en piel y huesos, se alzaba estupefacto.
¡Lo habrían jubilado de las cuadras del diablo!

XIV
¿Vivía? Lo mismo habría podido ser cadáver,
Con ese pescuezo rojo, endurecido, descarnado,
y los ojos cerrados bajo el cabestro herrumbroso;
rara vez convive así el dolor con lo grotesco;
nunca una bestia me despertó tanto odio;
ha de ser malvada para merecer tal pena.

 Si, de cabalgar al lado de Roland, nosotros veríamos un paisaje tan deforme y ruinoso como él, es materia de discusión. Si bien ese caballo horrendo, ni del todo vivo ni muerto, parece incontrovertiblemente descrito, ¿gritaríamos nosotros? "¡Lo habrían jubilado de las cuadras del diablo!" o pasaríamos a la pueril reflexión siguiente:

nunca una bestia me despertó tanto odio;
ha de ser malvada para merecer tal pena

 Nadie deja a un niñito solo con un gato herido, y uno se pregunta cuan seguro es dejar que Childe Roland viaje solo. Desesperado por su propia visión, Roland intenta convocar imágenes de sus precursores en la búsqueda de la Torre Oscura, pero sólo recuerda amigos queridos caídos en desgracia como traidores. "¡De vuelta pues a mi sendero en penumbras!", exclama; pero quizá convenga saber que el lector debería cuestionar lo que el joven noble ve. La inclemente Tierra baldía de T. S. Eliot parece hospitalaria comparada con este paisaje:

XX
¡Qué insignificante y despreciable a la vez!
achaparrados alisos se hincaban a todo lo largo;
sauces empapados caían sobre ellos en un arrebato
de desesperación muda, cual suicidas en tropel:
el río que les había causado todo el mal,
cualquiera fuese, corría sin inmutarse un ápice.

XXI
Cuando empecé a vadearlo, por los santos, cómo
temí apoyar el pie en la mejilla de un muerto,
o sentir que la vara que empuñaba para sondear pozos
se enredara en una cabellera o una barba. Tal vez
lo que ensarté fuese una rata de agua, pero ¡aj!
el grito que oí parecía de un recién nacido.

XXII
Me alegró mucho llegar a la otra orilla.
Pensé que sería una región mejor. ¡Vano presagio!
¿Quiénes eran los combatientes - y qué guerra libraban -
cuyas violentas pisadas podían hacer del suelo húmedo
semejante tremedal? Sapos en un estanque envenenado
o gatos salvajes en una jaula al rojo vivo.

XXIII
Tal habría debido ser la pelea en aquel caído circo.
¿Qué los agolpaba allí, teniendo libre todo el llano?
Ni una pisada conducía a las hórridas caballerizas,
ni una salía. Locas maquinaciones les afectaban
los sesos, sin duda, como a esos esclavos que los turcos
arrojan a un pozo, cristianos mezclados con judíos.

XXIV
Y como a un estadio de distancia, ¡todavía más!
¿Cuál era el uso dañino de esa rueda - o freno,
que no rueda -, de esa rastra apta para enrollar
cuerpos de hombres como seda? Tenía todo el aire
del tormento de Tofet, dejado en la tierra al descuido
o para que se le afilaran los dientes oxidados.

XXV
Luego venía una extensión de cepas, antaño un bosque,
después pantano, se habría dicho, y ahora mera tierra
desesperada y exhausta; (¡así el idiota se complace
en hacer una cosa y estropearla, hasta que cambia
de humor y empieza de nuevo!) Dentro de un acre,
marjal, arcilla, escombros, arena y simple muerte negra.

XXVI
Tan pronto filas de manchas, coloridas o sombrías,
como parches donde alguna delgadez del suelo
rompía en musgo o una sustancia como abscesos;
venía luego un roble con parálisis y una hendedura
como una distorsionada boca cuyo borde se parte
en un jadeo moribundo, y muere al retraerse.

 Aquello que somos, y que sólo nosotros podemos ver (reflexión Emersoniana ésta), impulsa al lector a encontrar en el Roland de Browning un buscador en tal estado de ruina que sería difícil descubrirle un equivalente literario. Durante la marcha por su infierno, Dante se cuida de evitar efectos tan atrozmente equívocos como "¡aj!/ el grito "que oí parecía de un recién nacido" La rastra de la estrofa xxiv podría ser un instrumento de tortura, pero el lector se siente cada vez más escéptico. Al parecer, es el propio Roland quien quebranta y deforma todo cuanto ve y quien, en consecuencia, no consigue divisar el objeto de su búsqueda hasta que es demasiado tarde:

XXVII
¡Y siempre igualmente lejos de la meta!
¡Nada en la distancia salvo el crepúsculo, nada
que orientara mis pasos adelante! Mientras pensaba así,
un gran pájaro negro, amigo del alma de Apolión,
pasó volando, el ancha ala de dragón imperturbable,
y me rozó la gorra: tal vez el guía que buscaba.

XXVIII
Pues al alzar los ojos, no sé cómo, a pesar
de la penumbra, vi que todo alrededor la llanura
había dejado lugar a unas montañas - palabra ésta que agracia
a las feas alturas y peñascos que ahora me cerraban
la vista. ¡Cómo me sorprendieron! ¡Qué dilema!
Salir del cerco aquél no era cuestión más fácil.

XXIX
Pero a medias me pareció reconocer una artimaña
dañina que había sufrido, sabe cuándo Dios
- en una pesadilla, acaso. Allí se terminaba, pues,
la posibilidad de avanzar por ese lado. Cuando, a punto ya
de abandonar, una vez más, se oyó un chasquido,
como cuando se cierra la trampa, ¡y uno está atrapado!

 De ningún modo parece posible que ese gran pájaro negro sea amigo del alma del Apolión que en la Revelación de San Juan el Divino (9:11) es caracterizado como "ángel del abismo sin fondo". En toda la poesía inglesa conozco poquísimos efectos tan sublimemente perturbadores como los de las estrofas que cierran este poema de Browning:

XXX
La idea me abrasó de pronto: ¡Ese era el lugar!
Las dos colinas de la derecha se agachaban
como toros en lucha trabados por los cuernos; mientras
que a la izquierda, una alta montaña pelada... Necio,
caduco, ¡adormilado en el gran momento
tras prepararte toda una vida para la visión!

XXXI
¿Qué había en medio sino la Torre misma?
La redonda torreta baja, ciega cual corazón de tonto,
hecha de piedra castaña, sin parangón
en todo el mundo. Así el elfo burlón de la tormenta
señala al piloto el invisible risco contra el cual
da la nave sólo cuando ya han saltado las cuadernas.

XXXII
¿No ver? ¿Tal vez a causa de la noche? ¡Bien,
si es por eso, volvió el día! Antes de que se marchara,
el sol agonizante alumbró a través de una grieta:
las colinas, como gigantes de caza, barbilla en mano
miraban a la presa acorralada. - ¡Y ahora acabemos
de una vez! ¡A clavarle la espada hasta la empuñadura!

XXXIII
¿No oír? ¡Cuando había ruido por doquier! Crecía
como un repique de campana. En mis oídos, nombres
de todos los aventureros extraviados, pares míos.
- Qué fuerte había sido uno, y otro audaz, y otro
afortunado; sin embargo, desde hacía tanto, ¡todos
perdidos! ¡Todos! Dobló en un instante un dolor de años.

XXXIV
Allí se alzaban, en línea en las laderas, reunidos
para verme por postrera vez, ¡marco viviente para
un último retrato! En una cortina de llamas los vi
a todos y los reconocí. Y no obstante, sin arredrarme,
me llevé el cuerno a los labios y soplé.
Childe Roland a la Torre Oscura fue.

 Desde "La idea me abrasó" - al comienzo de la estrofa xxx - hasta "En una cortina de llamas los vi/ y a todos los reconocí", uno está con Roland en lo que William Butler Yeats habría de llamar el Estado del Fuego. Después de haberse preparado toda la vida entera para reconocer el lugar último de su juicio, uno sólo acierta a comprender dónde está cuando ya es demasiado tarde. ¿Qué o quién es el ogro con el cual se enfrenta ahora Roland? Este majestuoso poema nos dice que no hay ogro alguno; sólo está la Torre Oscura: "¿Qué había en medio sino la Torre misma?" Y la torre es una especie de perplejidad kafkiana o borgiana; no tiene ventanas ("ciega cual corazón de tonto") y es por completo corriente y a la vez única. Si algo circunda a Roland en la Torre no son ogros, sino las sombras de sus precursores, la Banda de hermanos que emprendieron la búsqueda fatídica. Quizá sólo a medias consciente, Roland buscaba, no el mero fracaso, sino un enfrentamiento directo con todos los buscadores fracasados que lo precedieron. En el sombrío ocaso oye algo que parece el repique de una gran campana pero, magníficamente, reúne voluntad y coraje para lo que será su momento final. Desafiante, Roland hace sonar su cuerno (slug - born: en el siglo dieciocho, el jovencísimo poeta - falsificador Thomas Chatterton había escrito erróneamente slogan - "consigna" - para referirse a una trompeta), a la manera en que suena la "trompeta de una profecía" en las líneas finales de la "Oda al viento del oeste" de Shelley:

¡Lleva mis pensamientos muertos por el mundo
como hojas mustias para avivar un nuevo nacimiento!
Y, por el encanto de estos versos,

Esparce, como chispas y cenizas de una hoguera
inextinta, mis palabras entre la humanidad!
¡Sé por mis labios para la tierra que aún duerme

la trompeta de una profecía! Oh, Viento,
si el invierno llega, ¿puede tardar la primavera?

 Después de "y soplé", Browning no pone dos puntos sino punto, lo cual, es evidente, indica que el concluyente "Childe Rolanda la Torre Oscura fue" no es el mensaje de la trompa. Visto que la idea le vino en una pesadilla, acaso ese final signifique que el poema es cíclico y Roland debe soportarlo todo una y otra vez. Pero yo no creo que el lector común lo tome así, y el lector común tiene razón. El mayor monólogo dramático de Browning no se resuelve en una desesperación cíclica; aunque nihilista y responsable de su ruina, en el enfrentamiento final con todos los predecesores que fracasaron en la Torre Oscura el buscador recupera el honor. No hay ningún ogro; sólo hay otros individuos y un yo entre ellos. En las cuatro últimas estrofas despunta un aire exultante, y esta gloria es tanto del lector entregado como de Childe Roland. Pese a la desesperanza y el cortejo suicida del fracaso, hemos renovado y aumentado nuestra personalidad. La profundidad del descenso que lleva a cabo el poema legitima su música final de triunfo.

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