lunes, 21 de agosto de 2017

JORGE LUIS BORGES. Por Harold Bloom.


JORGE LUIS BORGES

 El cuento moderno, en tanto permanece en la órbita de Chéjov, es impresionista; esto es tan cierto respecto del James Joyce de Dublineses como de Hemingway o Flannery O'Connor. Percepción y sensación, centros de la estética de Walter Pater, lo son también del cuento impresionista, incluidas en este rubro las mejores piezas cortas de Thomas Mann y de Henry James. Algo muy diferente ingresó en el arte moderno del relato con las fantasmagorías de Franz Kafka, precursor principal de Jorge Luis Borges, de quien puede decirse que reemplazó a Chéjov como influencia mayor en la cuentística de la segunda mitad del siglo veinte. Hoy los cuentos tienden a ser chejovianos o borgianos; sólo en raras ocasiones son ambas cosas.
 Al contrario que las miradas impresionistas de Chéjov a las verdades de la existencia, las obras de ficción de Borges siempre insisten en un consciente carácter de artificios. Convendrá que, cuando vaya al encuentro de Borges y sus muchos seguidores, los lectores sepan albergar expectativas muy distintas a las que tienen frente a Chéjov y su vasta escuela. Ya no se oirá la voz solitaria de un elemento sumergido en la población, sino una voz habitada por una plétora de voces literarias precedentes. La gran proclama con que Borges profesa su alejandrinismo es que no hay para un Dios gloria mayor que ser absuelto del mundo. Si en los cuentos de Chéjov hay un Dios, no puede ser absuelto del mundo, como tampoco podemos serlo nosotros. Pero para Borges el mundo es una ilusión especulativa, o un laberinto, o un espejo que refleja otros espejos.
 Necesariamente, entender cómo debe leerse a Borges es más una lección en la forma de leer a sus precursores que un ejercicio de autocomprensión. No quiero decir que Borges sea menos entretenido o iluminador que Chéjov, sino que es muy diferente. Para Borges, Shakespeare es todo el mundo y a la vez nadie: es el laberinto vivo de la literatura misma. Para Chéjov, Shakespeare es obsesivamente el autor de Hamlet, y el príncipe Hamlet se convierte en el barco en el cual Chéjov navega (del modo más literal en "En el mar", el primer cuento que publicó bajo su propio nombre). El relativismo de Borges es un absoluto; el de Chéjov es condicional. Cautivado por Chéjov y sus discípulos, el lector puede gozar de una relación personal con cada cuento, pero Borges lo cautiva en el campo de las fuerzas impersonales, donde la memoria de Shakespeare es un vasto abismo en donde uno puede tambalearse y perder los restos de individualidad que le queden.
 Cada lector confeccionará una lista selecta de las ficciones de Borges; la mía consta de "Tlön, Uqbar, Orbis Tertius", "Pierre Menard, autor del Quijote", "La muerte y la brújula", «El Sur", "El Inmortal" y "El Aleph". De esta media docena, aquí me concentraré sólo en la primera, y con cierto detalle, para ayudar a culminar esta sección sobre cómo leer cuentos y por qué necesitamos seguir leyendo los mejores ejemplos que encontremos.
 "Tlön, Uqbar, Orbis Tertius" empieza con una frase desarmante: "Debo a la conjunción de un espejo y de una enciclopedia el descubrimiento de Uqbar." Esto es puro Borges: añádase a la enciclopedia y el espejo un laberinto y se tendrá su mundo. De todas las ficciones de Borges, ésta es la más sublimemente exorbitante. No obstante, el lector sucumbe a la seducción y busca encontrar creíble lo increíble, porque Borges tiene la habilidad de emplear personas y lugares reales (sus amigos mejores y más literarios, por un lado, y por otro una vieja mansión de campo, la Biblioteca Nacional de Buenos Aires, un hotel familiar). Uno le concede la misma realidad natural al ficticio Herbert Ashe que al real Bioy Casares, mientras que Uqbar y Tlön, aunque fantasmagorías, resultan poco más maravillosas que la Biblioteca. Una enciclopedia que trata enteramente de un mundo inventado es algo muy distinto que la verificación de un mundo porque figura en una enciclopedia, obra a la cual solemos dar autoridad.
 De hecho esto es desconcertante, pero de una manera sesgada. A medida que los objetos y conceptos tlönianos se propagan por las naciones, la realidad "cede". En ningún momento la seca ironía de Borges es más imponente:

Lo cierto es que anhelaba ceder. Hace diez años bastaba cualquier simetría con apariencia de orden - el materialismo dialéctico, el antisemitismo, al nazismo - para embelesar a los hombres.

 Borges, firme oponente tanto del marxismo como del fascismo argentino, incrimina lo que llamamos "realidad", pero no esa fantasía que es Tlön, parte del laberinto vivo de la literatura imaginativa.

Tlön será un laberinto, pero es un laberinto urdido por los hombres, un laberinto destinado a que lo descifren los hombres.

 En otras palabras, Tlön es un laberinto benigno, en cuyo final no hay Minotauro que espere para devorarnos. La literatura canónica no es una simetría ni un sistema, sino una enciclopedia vastamente proliferante del deseo humano, un deseo por ser más imaginativo en lugar de hacer daño a otra individualidad. Aunque no se trata de que Tlön nos hechice o nos hipnotice, no se nos da información suficiente para descifrarlo. Precisamente, Tlön queda como una vasta cifra a ser resuelta sólo por todo el universo literario de la fantasía.
 El cuento de Borges comienza cuando él y su amigo más íntimo (y en ocasiones colaborador), el novelista argentino Bioy Casares, después de cenar en una quinta que han alquilado, sienten que los "acecha" la presencia de un espejo al fondo de un corredor. Entonces Bioy recuerda que "uno de los heresiarcas de Uqbar había declarado que los espejos y la cópula son abominables, porque multiplican el número de los hombres." No se nos revela nunca el nombre de ese asceta gnóstico, que indefectiblemente es el mismo Borges, pero Bioy cree haber leído la frase en un artículo sobre Uqbar incluido en lo que se presenta como reedición (con otro título) de la Encyclopaedia Britannica de 1902. El artículo no aparece en los volúmenes que hay en la casa alquilada. Al día siguiente Bioy lleva su propio y relevante volumen, que contiene cuatro páginas sobre Uqbar. La geografía y la historia de Uqbar son igualmente vagas; la localización del país parece ser transcaucásica, mientras que su literatura es totalmente fantástica y se refiere a territorios imaginarios, entre ellos Tlön.
 En este punto el cuento, que apenas empieza, se acabaría de no ser por Herbert Ashe, un reticente ingeniero inglés con quien, a lo largo de dieciocho años, Borges dice haber mantenido desganadas conversaciones en un hotel que ambos frecuentaban. Tras la muerte de Ashe, Borges encuentra un volumen que el ingeniero ha dejado en el bar del hotel: A First Encyclopaedia of Tlön. Vol. XI. Hlaer to Jangr. El libro no lleva fecha ni lugar de publicación y consta de 1001 páginas, en clara alusión a Las mil y una noches. Absorto en esas páginas míticas, Borges descubre buena parte de la naturaleza (por así llamarla) del cosmos que es Tlön, en donde la ley primordial de la existencia es el idealismo feroz del obispo Berkeley, con su convicción de que nada puede ser como una idea salvo otra idea. En ese cosmos no hay causas ni efectos; predominan la psicología y la metafísica de la fantasía absoluta.
 Hasta aquí el "artículo" titulado "Tlön, Uqbar, Orbis Tertius" que, dice Borges, incluyó en su Antología de la literatura fantástica publicada en 1940. Una "posdata" de 1947 expande la fantasmagoría. Se explica Tlön como una benigna conspiración de hermetistas y cabalistas a lo largo de tres siglos, que en 1824 cobró un giro decisivo cuando "el ascético millonario" Ezra Buckley propuso convertir un país imaginario en un universo inventado. Borges sitúa la propuesta en Memphis, Tennessee, haciendo así de lo que hoy conocemos como Elvislandia un lugar tan misterioso como la Menfis del antiguo Egipto. Los cuarenta volúmenes de la First Encyclopaedia of Tlön se completan en 1914, año en que estalla la Primera Guerra Mundial. En 1942, en medio de la Segunda Guerra, empiezan a aparecer los primeros objetos de ese universo: una brújula cuyas letras corresponden a uno de los alfabetos de Tlön, un cono metálico de peso insoportable, un juego completo de la Encyclopaedia. Otros objetos, hechos de materiales no terrestres, inundan luego las naciones. La realidad cede y con el tiempo el mundo será Tlön. Escasamente alterado, Borges permanece en su hotel revisando lentamente una "indecisa traducción quevediana" del Urn Burial de Sir Thomas Browne, del que mi frase favorita sigue siendo: "La vida es pura llama, y vivimos de un Sol invisible que está en nosotros."
 Borges, visionario escéptico, nos encanta aun cuando hayamos aceptado su advertencia: la realidad cede con demasiada facilidad. Puede que las fantasías de cada uno de nosotros no sean tan complejas ni abstractas como Tlön; pero Borges ha esbozado una tendencia universal y cumplido un anhelo fundamental en relación con las razones por los cuales leemos.
Fuente:
    HAROLD BLOOM

CÓMO LEER Y POR QUÉ

Traducción de Marcelo Cohen

    Grupo Editorial Norma
         Primera edición,
      Santa Fe de Bogotá,
       2000


sábado, 19 de agosto de 2017

(Fragmento. Novela. BOLA NEGRA). Tercera Parte de Mariposas Negras Para un Asesino.


(Fragmento. Novela. BOLA NEGRA). J. Méndez-Limbrick.

PENELOPEA
El Valle de las Muñecas es uno de los lugares más visitados con la oscuridad. La Torre Báquica y otros espacios de la ciudad de San José apenas se levanta el “toque de queda”,  muchas personas se refugian en los night clubs.
Yo no soy la excepción, busco  entretenimiento con las sombras de la ciudad. Después de tomar el elixir y recostarme media hora en mi Torre Ave Fénix, la transformación es completa: soy el bello Julián, el bello Julián con el cabello rubio hasta los hombros, el bello Julián que cautiva a hombres y mujeres.
Mi estatura es de 1,85 cm, ojos pardos, tez blanca - nívea, como el sueño de un vampiro, una barba al ras de la piel, igual, rubia,  unas manos perfectas, una risa provocadora, y unos dientes para un anuncio de pasta dentífrica…  ¿Quién lo diría? Sí, este bello joven soy yo, don Julián Casasola Brown.
No hay respuesta racional para concluir son la misma persona pero, lo somos. Lo único compartido en las dos personas supondrán qué es… ¡exacto, el anillo con la piedra color púrpura!
[...]
En el night club todas me aman y apenas entro está allí la Madama Carlota, siempre  me atiende, siempre me hace un guiño a mis peticiones. Es Carlota cc “Garganta Profunda”, sí, están ustedes en lo cierto, el sobrenombre de “Garganta Profunda” obedece a tres razones:
La primera. Así se llamó una película porno, quizá la gran película porno de los años 70 del siglo pasado y filmada en los Estados Unidos de Norteamérica.
La segunda. Fue la primera actriz porno que tuvo en su boca un pene enorme y al realizarle sexo oral a su co-protagonista, el enorme miembro desaparecía por completo… entonces, en la jerga mundial se le bautizó a la actriz de “Garganta Profunda”.
La tercera. Y con un doble sentido, así se llamó a toda persona e informante anónimo de temas que le podían interesar a la ciudadanía. A la Madama Carlota, se le llama también –y por cariño- “Garganta Profunda” por conocer los chismes de la mayoría de los políticos y de sus aventuras sexuales en el antro de “Penelopea”.
“Garganta Profunda”, ignora quién soy, a ella no le importa, a Carlota le interesa mi buen pago. ¿Sospecha de mí? ¿De mis crímenes? Podría ser. ¿Qué haría para denunciar?
El ambiente huele a aerosol y, un aire de ventilación no natural golpea e invade mis fosas nasales.  Penelopea con los muchos cristales le dan al ambiente una fuga de imágenes, de proyecciones fingidas y falsas al salón principal.
Los planos se superponen y el fondo del antro adquiere proporciones que no posee. Me agradan sus metales con los violetas de los adornos,  proyectan una sensación de ensueño y una especie de narcosis.

“Garganta Profunda” –me observa- es un áspid, yergue la cabeza y suelta la mano al aire en señal de saludo. Yo la miro y me dirijo hacia ella.
-Belleza, tesoro de mamá… mi nene… ¿adónde estabas escondido? Dice “Garganta Profunda” y hace un espacio para que me siente a su lado. No podría negarlo…  “Garganta Profunda” es una mujer cuarentona, mantiene una belleza incólume de una mujer treintona o menos años. Su cuerpo es de unas proporciones alucinantes, de una simetría para volver loco al más puritano de los hombres. Pero, “Garganta Profunda” es la Madama, es la administradora de las putas y no comercia con su cuerpo.
Me acerco, huelo su piel, su perfume y por un momento me embrutece los sentidos. Es la sensación del estar drogado… “Garganta Profunda” se sabe deseada por los hombres y eso la excita, siento la piel mejilla tibia sobre mejilla tibia mientras con inteligencia me toma de las manos (otro golpe de sangre en la cabeza) y, me desplomo rendido a su lado. ¡Soy su prisionero!
Agrega:
- Amorcito… JC, con este asunto de la oscuridad en la ciudad muchos políticos “ratas al fin” se han ido a pasarla – con el caos de las sombras- a otras partes, a otras ciudades. ¿Europa o Sudamérica? Probable, porque, quedarse en lugarcitos de Centroamérica pues no,  es peligroso jajajaja.
- Y, ¿vos macho divino qué querés de bebida? Pregunta Carlota y alza la mano por segunda vez en medio del claroscuro para llamar a un salonero.
- Un whisky. Agrego y no hago ningún comentario ni a favor ni en contra de los políticos que, han dejado la ciudad igual a las ratas cuando un barco se hunde. Me importa muy poco. Estoy satisfecho con el caos de la ciudad. La ciudad está enferma y eso me gusta.

Señalo:
-“Y vos Carlota, ¿por qué no te fuiste con tus amigotes políticos a Miami o a Puerto Vallarta? Le digo, sosteniendo el trago de whisky.
-¿Yo? ¿Cómo decís? Jajajaja, ayyy, qué ocurrencias tenés, ¿yo? Jajaja… ¡Qué rico, síiiii! ¡Qué ocurrencias JC. ¿Y las niñas, qué hago con las niñas, me las llevo a todas? ¡Ayyy noooo amoooor, debemos de trabajar, el negocio no se puede descuidar. Agrega “Garganta Profunda” encendiendo un cigarro. Observo su rostro: bronceado, a una décima de segundo por ser el rostro más sexy de la farándula nacional porque, “Garganta Profunda” también tiene otras actividades. ¿Cuáles? Posee boutiques, restaurantes y  bares con “Lady´s night”  para la clase media urbana pero, su secreto mejor guardado está en el antro “Penelopea”, exclusivo para políticos, empresarios, futbolistas y, personas de clase alta. Personas deseosas de una larga, larguísima diversión.
También Carlota cc “Garganta Profunda” hace  charters a varias islas del Golfo de Nicoya con extranjeros y nacionales. Ella a estas actividades les llama “giras turísticas-ecológicas”, si le solicitan “un documento para identificar el negocio. Francesco Rocco, Arthur Blackwood y yo, preferimos llamarlo: “putas con tanga en la playa”. Es toda una organización  propiedad de “Garganta Profunda”.
Carlota continúa:
- ¡Ayyy… amooor… viste, ¡qué ricooo, qué hombre más simpático jajaja! ¿Lo viste… a ese diputadillo “Pedro Navaja” hablando en contra de las drogas por la tele? Si la gente lo sabe, jajaja, él se regodea con los narcos internacionales mexicanos, jajaja. No amor, ahora Costa Rica no se le conoce en los ámbitos internacionales de “Banana republic” ahora es “Cocaína republic” jajaja, y no la Suiza centroamericana sino la “Reina de la cocaína Centroamericana, al menos en bodegaje… jajajaja. Sonrío, es imposible no sonreír con las ocurrencias de Carlota.  Pedro Navaja es un diputado de la bancada oficial saliente. Por lo estrafalario  en su vestir le pusieron así, Pedro Navaja como el personaje de la canción de Rubén Blades.

Otra observación:“Garganta Profunda” es la reina de las pasarelas a escala nacional. Señala a dedo quién sale o quién no sale en las pasarelas de los Malles, bares y en las “Ladys´s night” organizados ya sea para eventos privados o públicos.
- ¿Y chicas nuevas? Le pregunto. Es una rutina con Carlota, preguntar por novedades “artísticas”. Carlota me lleva al fondo del negocio, su sala de operaciones en donde tiene una lista o álbum completo de las últimas novedades de jóvenes con sus fotografías. Pero, la rutina ahí no termina, si la joven está en Penelopea o anda cerca del lugar estudiando en una universidad privada o pública, Carlota le manda un mensajito para que llegue rápido al night club y haga un espectáculo en el hot tube.

Así sucedió dos semanas atrás y visité Penelopea,  me llamó la atención una “modelo” colombiana más al pedirle a Carlota los servicios de la muchacha, la joven andaba en “turismo ecológico” viendo la “isla Tortuga” allá en las playas del Pacífico.

“Penelopea” arde en sombras acá y allá. Observo, Carlota continúa con la charla:

- ¿Y vos amor, tesorito de mamá? ¿cómo le hacés para andar con “el toque de queda”? Pregunta con cierta duda, intriga, recelo y no vaya a ser yo un agente encubierto de la DEA o de la O.I.C. en busca de drogas y menores de edad en el lugar. Me doy cuenta, no es una pregunta suelta de “Garganta Profunda”, es una pregunta fría y bien calculada. Así Carlota obtiene información de los políticos nacionales: disparando preguntas a discresión.

El negocio lo inició hace mucho tiempo atrás. Apenas era una adolescente y se encontró con Mr. Miller (un gringo viejo e inversionista). Juró venir acá a invertir en el turismo ecológico. No era otro negocio que turismo de putas en las playas.

Y Carlota estaba en la costa con una tanga diminuta, con sus diecisiete años en Sámara, con un grupo de compañeros del colegio un fin de semana.
Y mr. Miller  la vio y se dijo “esa” era la mujercita tropical de sus sueños carnavalescos. Le habló.  Carlota cumplidos los 18 años se iría a vivir con el gringo Miller a Sámara.
Luego, montaron el negocio de Penelopea en  uno de los lugares más “chic” de la ciudad capital y cuando comenzaron a visitarlo políticos, empresarios y personas influyentes del medio social, mr. Miller ideó un plan de crédito y garantía a través de los años: tener un libro, llamado el “Libro Rojo” con detalles (teléfonos, residencias, familiares, negocios, amistades, preferencias sexuales, putas solicitadas en las visitas, etc) de lo visto en Penelopea.
El asunto llegó a oídos de los políticos clientes del lugar y a partir del rumor del libro rojo, por arte de magia, Mr. Miller obtuvo favores y privilegios de las autoridades nacionales.
El famoso “Libro Rojo”  ponía al descubierto los encuentros sexuales de políticos con  prostitutas  y menores de ambos sexos.
No queriendo correr ningún riesgo los políticos involucrados por no saber  si ellos eran víctimas de las anotaciones en el Libro Rojo, las complacencias con Mr. Miller fueron de puertas abiertas.

Mr. Miller negó a la prensa nacional tales acusaciones del Libro Rojo y las anotaciones de los políticos – clientes.
(Páginas siguientes ilegibles…).

Y, -recordó Carlota- los beneficios económicos llegaron multiplicados. Carlota ríe y me dice tener a mano El Libro Rojo en lugar seguro, que me lo puede enseñar. Yo le comento  no tener el menor interés y  esto a Carlota  le intriga mucho más, piensa, soy un extraterrestre. ¡Muchas personas pagarían por leer  el Libro Rojo!

[...]  Pasan cuatro jóvenes aleteando sexo, brincan de una mesa a otra hasta que miran a donde está “Garganta Profunda” y yo. Carlota las ve y de una señal con su mano, las 4 jovencitas están alrededor nuestro, bautizándome con sus nombres de cariño. Me siento en un serallo.
“Garganta Profunda” se levanta y me dice al oído:
-Dichosas estas jovencitas con una belleza, con una divinura como vos, mi rico, mi macho divino  y en el último momento me introduce su lengua en la oreja para muy luego sentir su aliento tibio y mezclado con más palabras y un diminuto beso en la boca de: “ te amo… mi adonis”.  Y “Garganta Profunda” es una puta más en medio de la penumbra.

Esa noche estuve con las 4 jóvenes. Imagino, con la escasez de clientes cualquier compañía  es buena, y más si se departe con alguien joven y de mi posición social quien no duda en comprar bebidas sin escatimar precios.
La polémica de las jovencitas se da, cada una desea granjearse mis atenciones y favores. Es un ir y venir de palabras y  palabritas de doble sentido entre las mujeres. Yo escucho… se inicia una guerra de guerrillas por avanzar al interés que yo pueda tener por una de ellas.
La de mayores intentos en conseguir mi atención es una jovencita de nombre  Sady, “la muñequita barby” así, se le apoda por su belleza en Penelopea. Su cuerpo es delgado sin ser flacucha.
Medidas: no más de 1.60 cm. Ustedes dirán: “es baja”, yo digo: “perfecta”… no me agradan las mujeres demasiado grandes… me parecen masculinas…andróginas. El garbo y la sensualidad está en las proporciones correctas y Sady posee las proporciones exactas entre altura, peso y formas. ¿Su piel? En un claroscuro, yo le puedo percibir un color de piel trigueño, posee un tenue dorado, tostado, del pan recién hecho, para comerlo, ¿dorado? Sí, ustedes me entienden, ¿verdad?
Usa frenillos para que sus dientes busquen la simetría que de por sí ya poseen. ¿Su pelo? Ahhh, su pelo es lacio, es una cascada de color champagne, fino, terso, sedoso, con una ondulación mínima provocado por su peinado. Es una cabellera un poco menos de la media espalda de largo. ¿Su risa? Es una risa de sensualidad, no es una risa vulgar, por el contrario cuando ríe lo hace con la provocación de una niña pulcra y con recato en donde se le adivinan dos camanances. ¡Ahhh, se me olvidaba comentar: Al caminar lo hace con sensualidad, no camina sino,  levita.

[...]  Nos quedamos en un rincón de Penelopea Sady y yo. Pasamos de una conversación a otra, ella supone no voy  más allá en la tertulia por razones de no estar seguro con una cita. ¿Será? Equivocado el razonamiento de  Sady, no me decido por varias razones. La primera: no convengo en proponerle sexo esa noche. Me limito al diálogo, no hay escarceos por parte mía. Me acerco a su cara y le digo una seguidilla de mentiras. La primera y gran mentira: “Garganta Profunda” y yo tuvimos un romance,  hoy,  somos “buenos amigos”. “Carlota y yo nos conocemos hace mucho tiempo atrás” Argumento. ¿Razones por no solicitar sus servicios hoy? Deseo a una Sady cómplice para una cita dentro de 24 horas, y me jure lo siguiente: las últimas frases son convincentes máxime cuando estas mujercitas les hablás al oído y les pasás las manos por las piernas. Hurgo entre sus muslos internos – Sady anda con una falda de mezclilla corta-  y siento lo caliente de su caverna, de su piel húmeda a mi contacto, siento el vaho,  el silabario roto que expele esa gruta. Justifico:

- ¿Me entendés, Sady, mi belleza lo que trato de explicar? Y hago una pausa, buscando más palabras de mentira, de convencimiento, de seducción imposible para una puta como Sady.  Sigo la pantomima: “es simple, imagino  Carlota todavía me ama y, sentiría celos si sabe de nuestra cita”. Le digo a Sady. La frase le gusta por el contenido de rivalidad existente entre todas las mujeres, es una cuestión de vanidad, de halagos,  al final somos  humanos.
- ¿Y? ¿Qué hacemos? Me lo dice acercándo su rostro a mi oído en un flash…
- ¿Qué deseo? Te repito, es algo sencillo, ahí está la trampa y “Sady la barby” consentida no entiende de qué se trata el juego oscuro así llamados a los juegos de seducción y muerte por la abogada Beatriz Muriel Nigroponte. Y  Sady se siente única con una mentira más: “vos Sady me gustás y si “Garganta Profunda” se da cuenta mi interés en  vos, se pondrá fúrica, aunque no lo creás-. Le digo la mentira hasta  tocar su piel con mis labios. Al toque de mi aliento siento el brinco leve, el movimiento del músculo tenso a un acto inesperado para  alejarse de mi rostro y volverme a mirar a los ojos y preguntar, si es así, y no le miento. Entonces, me digo:  “la trampa está puesta, el señuelo: su ego, su orgullo y vanidad me han dado resultado,  ha caído…”.
[...]
(Faltan varias páginas).
No me despedía de Carlota, la Madama se iba al fondo del negocio y no regresaba. Le dije a Sady nos viéramos al día siguiente, a las 7 de la noche cerca de los andenes de ferrocarriles. Ella no convencida me contestó, no le gustaba la idea. Quedamos de encontrarnos en la “Torre Báquica”, en el Valle de las Muñecas, antes del toque de queda y así, cenaríamos y antes de las 21:30 horas  estaríamos en un lugar secreto, mío, muy personal…
- Tu penthouse de soltero… comenta Sady y me confiesa:
- Yo, también  le he pagado favores a un general centroamericano en un penthouse hermoso, mirando al mar. Sady se mantiene muda, estática, continúa con la idea anterior: “sabés, los gringos lo mataron en un accidente simulado, sabía demasiado de la política exterior gringa hacia Latinoamérica”.
- Imagino, de cuál general centroamericano me hablás. Le comento y cambio de conversación. Lo contado no me importa, me importa el ahora, el saber estoy con Sady… me importa el instante creado, el instante de la perversión y de mi enfermedad… ¿Tiene relevancia lo contado del “gorila militar” y que la tuvo por varias noches en su penthouse como una muñequita inflable para hacerle el sexo cuantas veces quisiera? ¿ Es un juguete caro para desechar?… ¡Qué obsceno y vulgar es el mundo! Me digo.

Pero, si el gorila militar hizo lo contado… yo… ¿en qué posición me sitúo?
¡Lo mío va más allá de lo físico, de lo sexual! Se encuentra en el término medio de lo sexual, lo erótico, la perversión, la locura. Es una sensación primitiva, elemental,  también es la sensación más sublime de todas las sensaciones capturada con mi esencia de humano… un cuerpo te pertenece por siempre. El acto y la mujer se convierten en una especie de tótem, de actos impuros y, de belleza disipada al instante porque, entre el orgasmo, lo sensual, lo erótico, lo sexual y la muerte prevalece solo un tris, un viaje diminuto y sin retorno…

Cuando Sady llegó a nuestra cita,  la oscuridad de San José, se hacía más intensa. Los científicos dijeron: “la oscuridad será mayor con la sumatoria de los días”.
En este segundo día, la cresta de la oscuridad se iniciaba. No me importó. Al contrario - y lo dije en páginas precedentes- , la oscuridad y el caos promovido por las bandas de párvulos delincuentes me tiene sin cuidado.
Otro asunto: Apareció Sady y el frío aumentaba. Al pasar el tiempo y se hace más densa la oscuridad, el frío es mucho mayor. Las proporciones son las mismas: a más oscuridad más frío.

Cubierta con una bufanda, guantes de lana, y un gabán, Sady llegó a la cita con una palidez inusual,  llegó con el viento frío de la muerte.
Le pregunté si le comentaba sobre nuestra cita a “Garganta Profunda”.
-¿Decirle? ¡Jamás amor. Le juré me quedaría en el apartamento estudiando para un examen de bachillerato.
Y mientras lee el menú me confiesa: “Ahhh, vieras qué risa, es cierto lo que me dijiste; apenas te fuiste pues Carlota me buscó y preguntó del por qué yo no me iba con vos, yo le digo que vos no quisiste, y agregaste:
 - Mirá Sady,  creo no sos mi chica ideal. Carlota preguntó:
 -¿Qué sucedió?  Y yo le respondí:
- “No, no se fue con nadie”.

[...] En medio del sonambulismo y del frío, Sady y yo caminamos por entre algunas zonas verdes del Valle de las Muñecas.
Ella y yo enfundados en nuestros abrigos, la tomo de la mano. ¿Es especial la pareja? Me pregunto. Me respondo: ¡no! Es una pareja más de jóvenes tomados de las manos. Ella de menor estatura que yo, nada más.
Botas de cuero café, gabán, ¿el color del gabán? No desentona: café claro, combina de maravilla con el matiz de su pelo color champagne- caramelo.
Sostenerla por la cintura es un prodigio, siento el ritmo de su caminado y me digo: ¡ahhh Sady, la tensión del Universo en una gota de sangre! ¡Ahhh Sady,  la belleza en el instante de las cosas finitas. Su cintura es una cintura esotérica y llena de misterios, de pasadizos!
Caminamos por la noche, pasamos junto a los numerosos anuncios de neón, por los diferentes senderillos comunicando bares, discotecas y las diferentes torres.
¡Imagino su ropa de lencería... su monte de Venus!
[…]
Soy un vampiro atrapando los sentidos de mi amiga. Así recorro la ciudad en mi Blazer negro.  La soledad de los parques y sus luces mortecinas disparan mi eros, se tensa el  músculo.

- ¿No te parece JC encantador ver la ciudad sin gente? Me pregunta Sady, la colegiala …
- Sí, a mí también me agrada mirar los parques sin gente, con las luces de color  ámbar proyectadas por las farolas. Respondo, y hurgo con la mano entre los muslos internos y tibios de mi joven amiga. Ella se deja, entreabre las piernas,  mi mano recorre sin dificultad la caverna, la gruta.” Pero, cierra los muslos y aparta mi cuerpo de ella. Yo no insisto, habrá tiempo para “eso” y mucho más. Avanzamos en el Blazer por calles paralelas, lugares no visitados. Sady me hace una pregunta.
- Te deseo  JC pero, por favor decíme la verdad, ¿sí? ¿Me das tu palabra? Y pregunta sin sonreír, con una cara neutra desprovista de humanidad, mirando hacia delante de la carretera en una sucesión de imágenes ambiguas y sombrías.
- ¿Qué será? Le respondo.
- ¡No me mintás, porfa! Vuelve a insistir Sady. Siento un cosquilleo, imagino  estoy al borde del abismo, que Sady me puede empujar con un soplo adonde son los imposibles: ¡la Nada! Pregunta:
- “… ¿sos un hombre casado? Te ves joven, guapo, educado, con dinero,   yo me pregunto si estás casado o  tu mujer no te da algunos placeres, entonces, los buscás afuera”.
Me digo qué responder.  Respiro, hago una mueca y antes de contestar vuelvo a preguntar:
- ¿ Y cuál es la diferencia? ¿No estamos juntos? ¿Qué importa lo demás? ¿No te parece?  Y expreso lo anterior alargando el tiempo para poder valorar mejor cuál será mi respuesta definitiva de si soy casado o no lo soy. Es ridícula la escena – me digo- ¿ ella no es una puta? ¿Está dentro del juego oscuro esta situación? Respondo:
-      No, no soy casado.
- ¿No? Pregunta Sady y me vuelve a mirar con el rostro de la contrariedad. ¿Es una mala respuesta? Sí, eso ha sido de mi parte: una pésima respuesta. Me confundo con el semblante de Sady.
- ¡Ahhh… ¡qué lastima se ha perdido parte de la emoción  y de lo morboso! Confiesa Sady.
- ¿Y por qué? Pregunto.
- ¡No te imaginás cómo me seducen los hombres casados!… ¿Cómo decirlo, cómo definir la sensación? Es una sensación entre morbosa y de perversión, lo sé, lo sé, es la sensación “de lo imposible” Es codiciar y no tener. Me agrada la no-pertenencia. Me excitan los imposibles, los espejismos, lo doloroso, lo torcido, no lo sé.
- Y, ¿qué vamos a hacer? ¿Decepciono tanto?
- ¡ Ayyyy no! … No JC por favor no es para cortarse las venas… contesta y hace un ademán  como cortándose las venas. Es un asunto de gustos.
- - Ahhh,¿te gusta lo torcido, lo anormal?
- Uhmmm, sí. ¡Y cuando ríe se le forman los camanances haciendo más impúdica, más de gruta enferma su persona…! ¡Me enloquece  lo escuchado…! Los frenos inhibitorios son rotos, se desemboca y comienza aletear el vampiro que llevo dentro. Es una llaga pútrida, es la pústula reventando con su inmundicia. ¡Los cupidos han muerto! Lo dicho por Sady es  agarrar a Cupido y abofetearle la cara hasta hacerlo sangrar.
- Ehhh, ajá y,  ¿qué más te seduce?  Pregunto. Siento una leve erección, es el aguijón  del escorpión  próximo a inocular su veneno.
- ¿Qué más me gusta? No sé, lo raro, lo poco común… sabés… y… ¿para dónde vamos? Pregunta  Sady, al observar, las interminables callecillas de los barrios del sur, de la Zona Fantasma por donde recorro… y agrega: sos extraño, bello, ¿sabés? Sos un hombre pulcro, misterioso, extravagante, sí esa es la palabra: “extraño”, si fueras casado sería más interesante…
- Ahhhh, ehhh pero… no lo soy… y compenso esa deficiencia con otras virtudes. ¿Te parece? Le reprocho a Sady. Y lo digo y me siento un duende malévolo, un duende a medio construir...
- Supongo, tenés novia. Me dice Sady. Modula la voz, haciendo que la pregunta no tenga una connotación de celo, de mujercita aburrida y caprichosa... por el contrario es una entonación de palabra fácil y con  doble sentido. El doble sentido que la mujer perspicaz le da al  vocabulario con una afinidad sexual a lo comentado.
Agrega:  “un hombre... digo, vos no tendrás problemas para encontrar pareja”... ríe y de nuevo se le advierten los camanances... Y ahí, es a donde reside la cuestión, el lado oscuro de esta historia. No, no es así, equivocada. No, no es dramatismo, es la realidad, la burda y cutre realidad. Son las ambivalencias, me digo. No respondo por un segundo, ella calla esperando mi respuesta.
El recorrido con el Blazer se hace monótono. Entramos a la Zona Fantasma, a los parajes de mi reino. Unos vagabundos me hacen una señal de alto, no hago caso, prosigo el viaje.
Y vuelvo a pensar en mi diálogo con Sady. ¿No tengo problemas para encontrar sexo, una mujer, una pareja? Depende... me  digo. Depende de quién se presente: JC el joven  o don Julián el viejo. ¿Arrastro mis sombras, lo vital? ¿Qué haría si ella mirara mi lado oculto, la exploración de unos sentidos  no percibidos por nadie?  ¿Se acercaría al viejo JC si supiera es un hombre rico? Soy un hombre insano, hace muchos años atrás, soy una rosa enferma y en el centro un gusano me corroe.
-      No lo sé… no lo sé… si existe una novia. Digo.
- ¿No sabés si tenés novia, una amante? Pregunta Sady.
- No, no sé cómo contestar a la pregunta. Respondo.

[...]
No ha sido necesaria la droga hipnótica para una Sady  a tono conmigo y con mi conversación. Sady afirma:
- JC. ¡Qué locura, el ambiente de los claroscuros del último piso de la Torre de los Cuervos, estoy enamorada del lugar. Sos un mago JC.  Más allá del Evento de Sucesos nadie – sepa yo- viene.  Es una zona prohibida. Y este edificio de negro y esos cuervos encima de la cúpula de cristal y ese paisaje con ese Sol que veo, que está ahí, vigilante, estático, en ese firmamento de colores ámbares. ¡Sos un loco, sos un mago, sí eso es,  sos un mago por encontrar este lugar! Dice Sady alargando y entrecortando otras frases. Entonces, cuando la beso en la boca y mientras ella está frente al gran ventanal mirando el Sol in perpetuum hundo una fina daga en su seno izquierdo. El aliento se le escapa en un orgasmo de muerte y yo lo recojo bocanada a bocanada en mi boca.

[...] ¿Qué hacer con un cadáver bello? No, están  equivocados si suponen en la profanación. ¿Lo primero? Lo limpié con la meticulosidad de  un joyero ante el diamante que  pule.
Frente al gran ventanal en un ritual único coloco el cuerpo de Sady, lo he puesto en una enorme tabla de caoba.
Es Sady, es la perfección de un cuerpo desnudo en sus proporciones humanas. Abundan cuerpos de amazonas,  exuberantes, grandes, altivos, de piernas de robles y cinturas diminutas, con caderas generosas.  Sady no es así,  más bien su cuerpo es de muñequita de escaparate, frágil, de proporciones delicadas, de curvas que se esfuman entre la sensualidad y la inocencia sin ser un cuerpo sexual, erótico. Ahí es donde reside su encanto.

Después de limpiarla me quedo mirando su cuerpo en una especie de simulacro, de capilla ardiente, en una representación única: al fondo el Sol In perpetuum, y unos rayos entrando por el ventanal hasta tocar el cuerpo de Sady y más allá del cuerpo: yo, en un sillón contemplando el espectáculo, único, irrepetible.
Bertolino, ¿dónde estás viejo amigo? ¡Me hacés falta, desearía contarte de este gusano que me corroe por dentro todas las noches!

[...]
Lo confieso: ¿Dejar el cuerpo de Sady en los patios de Ferrocarriles al Pacífico? ¡Imposible! ¡No! Con una dosis de codeína y morfina, una especie de cóctel, me he extasiado contemplando el cuerpo de Sady por segunda vez.
(Ilegibles los renglones siguientes).

[...]
He bajado a los pisos inferiores de la Torre (más allá del primer nivel) existe una escalerilla y un enorme salón.
El Maestro Oficiante no me confesó de su existencia,  ¿por qué? He colocado el cuerpo, donde nadie puede verlo, donde nadie pueda tocarlo, mancillarlo, allí estará protegido de las miradas inoportunas, de los indiscretos, de las personas deseosas por hacer un circo con las muertes de las putas.

[...] Fragmentos ilegibles.
La oscuridad continúa. En los noticieros ha salido una escueta noticia sin la mayor importancia sobre su desaparición. La noticia es revertida a un concepto ambiguo: en la noticia se habla de su desaparición. En este punto se coincide. También se dice o se comenta, la desaparición fue o hace días. También es así. Lo  no comentado es, la jovencita menor de edad y de escasos 17 años se dedicaba a la prostitución y  un general  gorila la poseía cuantas veces quisiera.
No me puedo imaginar esa mole, ese gorila encima de Sady penetrando su carne, tocándola por dentro, humillando así su belleza.

Con la muerte de Sady, no he vuelto a traer a nadie más a la Torre de los Cuervos, rebajaría su muerte y su recuerdo.
A las demás mujeres las llevaré a la Torre Cobriza, sus dimensiones son enormes con puertas y laberintos falsos.

[...]
Otra observación: Henry de Quincey anda tras las pistas de mi personaje, de JC, el hombre joven.  Está espiando la Torre Ave Fénix... ¡Simpático! Henry al salir del psiquiátrico de Pavas lo hizo con un desquiciado mental, un fulano llamado Felipe Ossorio... estaré al tanto con mis informantes.

[...]
El oficial de Policía Ernesto Miranda Rojas, anda husmeando en la Zona Fantasma. Posee informantes y estos le aseguran, una relación entre los zanates, la Zona Fantasma y los asesinatos últimos de las mujeres. (Fragmentos ilegibles).

[...]
Francesco Rocco, Arthur Blacwood, Ricardo Iglesias, me apoyan en continuar con la tradición. La tradición de las reuniones físicas y no las reuniones virtuales propuestas por los nuevos cofrades.
Los argumentos son discutibles para las modificaciones. El argumento más interesante es:  por medio de la Internet se puede tener una mayor flexibilidad en cuanto a las reuniones. Se argumenta, el peligro generado es menor con las reuniones virtuales. Solo se tendría el Servidor Umbral de enlace y el servidor haría las comunicaciones necesarias para  los cofrades.
Es una propuesta a mi parecer descabellada y  no convence a los viejos de la cofradía. Yo, esgrimo lo siguiente: con la dirección electrónica  ya se está en riesgo de ser detectado. Los que están a favor de las reuniones virtuales, han contestado a este argumento: igual sucede con las reuniones físicas, con la agravante que si se atrapan es a todos en persona, en la mismísima reunión.
¡Es inútil con las discusiones: hemos perdido, Rocco, Blackwood, Iglesias y yo, pensamos diferente!

[...]
Nos hemos retirado de la Cofradía.  El nuevo Maestro Oficiante es un hombre de empresas y negocios. ¡Ahhh y...  le hice trampa...! Al dar los libros de miembros,  eliminé los nombres de mis amigos y el mío. E igual, en un revanchismo, no le informé sobre la Torre de los Cuervos, me la dejaré. Será parte de mi patrimonio personal. (Falta fragmento último).

[...]

- ¡Qué historia nos acaba usted de contar. Manifestó Eustaquio a Henry apenas este dejó de leer y depositó el libro en el maletín de  cuero negro.
- Sí, es una gran historia. Replicó Faustino bastante pensativo.
- Se entiende el tema de las incursiones a la Zona Fantasma por el grupo de jóvenes.
- Concluyo,  la permanencia del servidor umbral en la Zona Fantasma o más allá en el Evento de Sucesos-. Otro aspecto es el mito de la inexpugnabilidad del Evento de Sucesos. ¡Se puede ingresar! Dijo entusiasmado el Gran Archivero de la Noche.
- ¿Será posible que todavía se encuentre ahí el servidor ilegal? Preguntó Eustaquio.
-  No lo creo. Si las “fuentes” son ciertas, ya la Cofradía se  ha ido.  Contestó Henry, tamborileando los dedos  sobre el maletín  de cuero.
- ¡Especulaciones, todas son especulaciones! Única manera de saberlo: visitando la Torre Cobriza, el Evento de Sucesos y la Torre de los Cuervos. Afirmó Faustino.
- Pero, primero hacemos un trabajo de campo.   Contestó el Gran Archivero.
- Sí, lo estamos. Respondió Faustino.
- ¿Don Eustaquio, qué opina? Dijo Henry.
- Ya lo afirmó Faustino: estamos de acuerdo en las investigaciones.

Al terminar Henry de leer el documento de don Julián Casasola Brown y se concluyó la estrategia en los días siguientes, faltaba una hora para amanecer y la calma en la Zona Fantasma era total, como si la zona estuviera atenta que  sus secretos más íntimos – los del Evento de Sucesos- llegaran a ser revelados.

viernes, 18 de agosto de 2017

HAROLD BLOOM CÓMO LEER Y POR QUÉ.


PREFACIO

 No hay una sola manera de leer bien, aunque hay una razón primordial por la cual debemos leer. A la información tenemos acceso ilimitado; ¿dónde encontraremos la sabiduría? Si uno es afortunado se topará con un profesor particular que lo ayude; pero al cabo está solo y debe seguir adelante sin más mediaciones. Leer bien es uno de los mayores placeres que puede proporcionar la soledad, porque, al menos en mi experiencia, es el placer más curativo. Lo devuelve a uno a la otredad, sea la de uno mismo, la de los amigos o la de quienes pueden llegar a serlo. La lectura imaginativa es encuentro con lo otro, y por eso alivia la soledad. Leemos no sólo porque nos es imposible conocer bastante gente, sino porque la amistad es vulnerable y puede menguar o desaparecer, vencida por el espacio, el tiempo, la comprensión imperfecta y todas las aflicciones de la vida familiar y pasional.
 Este libro enseña cómo leer y por qué, y avanza afianzándose en una multitud de ejemplos y muestras: poemas cortos y largos, cuentos y novelas. No debe pensarse que la selección es una lista exclusiva de qué leer, se trata más bien de una muestra de obras que mejor ilustran por qué leer. La mejor forma de ejercer la buena lectura es tomarla como una disciplina implícita; en última instancia no hay más método que el propio, cuando uno mismo se ha moldeado a fondo. Como yo he llegado a entenderla, la crítica literaria debería ser experiencial y pragmática antes que teórica. Los críticos que son mis maestros - en particular el Dr. Samuel Johnson y William Hazlitt - practican su arte a fin de hacer explícito, con cuidado y minuciosidad, lo que está implícito en un libro. En las páginas que siguen, ya trate con un poema de A. E. Housman o una pieza teatral de Oscar Wilde, con un cuento de Jorge Luis Borges o una novela de Marcel Proust, siempre me ocuparé sobre todo de modos de percibir y comprender lo que puede y debe hacerse explícito. Dado que para mí la cuestión de cómo leer nunca deja de llevar a los motivos y usos de la lectura, en ningún caso separaré el "cómo" y el "por qué". En "¿Cómo se debe leer un libro?", el breve ensayo final de su Lector Común (Volumen II), Virginia Woolf hace esta encantadora advertencia: "Por cierto, el único consejo que una persona puede darle a otra sobre la lectura es que no acepte consejos". Pero luego añade muchas disposiciones para el gozo de la libertad por parte del lector, y culmina con la gran pregunta "¿Por dónde empezar?" Para llegar a los placeres más hondos y amplios de leer, "es preciso no dilapidar ignorante y lastimosamente nuestros poderes". Parece pues que, mientras uno no llegue a ser plenamente uno mismo, recibir consejos puede serle útil y hasta esencial.
 Woolf, por su parte, había encontrado asesoramiento en Walter Pater (cuya hermana le había dado clases), y también en el Dr. Johnson y los críticos románticos Thomas de Quincey y William Hazlitt, sobre el cual hizo esta maravillosa observación: "Es uno de  esos raros críticos que han pensado tanto que pueden prescindir de la lectura." Woolf pensaba incesantemente, y nunca dejaba de leer. Tenía buena cantidad de consejos para dar a otros lectores, y a lo largo de este libro yo los he adoptado muy contento. El mejor es recordar: "Siempre hay en nosotros un demonio que susurra 'amo esto, odio aquello' y es imposible callarlo." Yo no puedo callar a mi demonio, pero en fin, en este libro lo escucharé únicamente cuando susurre "amo", porque aquí no pretendo entablar polémicas; sólo quiero enseñar a leer.

PRÓLOGO: ¿POR QUÉ LEER?

 Importa, si es que los individuos van a retener alguna capacidad de formarse juicios y emitir opiniones propias, que sigan leyendo por su cuenta. Qué lean y cómo - bien o mal - no puede depender totalmente de ellos, pero el motivo (el por qué) debe ser el interés propio. Uno puede leer meramente para pasar el rato o leer con manifiesta urgencia, pero en definitiva siempre leerá contra el reloj. Acaso los lectores de la Biblia, ésos que la recorren por sí mismos, ejemplifiquen la urgencia con mayor claridad que los lectores de Shakespeare, pero la búsqueda es la misma. Entre otras cosas, la lectura sirve para prepararnos para el cambio, y lamentablemente el cambio último es universal.
 Me entrego a la lectura como a una práctica solitaria más que como a una empresa educativa. El modo en que leemos hoy, cuando estamos solos con nosotros mismos, guarda una continuidad considerable con el pasado, cualquiera sea la vía adoptada en las academias. Mi lector ideal (y héroe de toda la vida) es el Dr. Samuel Johnson, que conocía y expresó tanto el poder como las limitaciones de la lectura incesante. Ésta, como todas las actividades de la mente, debía satisfacer el principal compromiso de Johnson, que era con "lo que tenemos cerca, aquello que podemos usar". Sir Francis Bacon, que aportó algunas de las ideas que Johnson llevó a la práctica, dio este célebre consejo: "No leáis para contradecir o impugnar, ni para creer o dar por sentado, ni para hallar tema de conversación o discurso, sino para sopesar y reflexionar." A Bacon y Johnson yo añado un tercer sabio de la lectura, Emerson, fiero enemigo de la historia y de todo historicismo, quien señaló que los mejores libros "nos impresionan con la convicción de que una naturaleza escribió y la misma naturaleza lee". Permítanme fundir a Bacon, Jonson y Emerson en una fórmula de cómo leer: encontrar, entre lo que está cerca, aquello que puede usarse para sopesar y reflexionar, y que se dirige a uno como si uno compartiera la naturaleza única, libre de la tiranía del tiempo. En términos pragmáticos esto significa: primero encuentra a Shakespeare, y deja que él te encuentre a ti. Si es que El rey Lear te encuentra plenamente, sopesa la naturaleza que ambos compartís y reflexiona sobre ella; es proximidad contigo mismo. No me propongo con esto ser idealista, sino pragmático. Utilizar la tragedia como queja contra el patriarcado es falsificar los intereses propios primordiales, sobre todo en el caso de una mujer joven; lo que no es tan irónico como suena. Shakespeare, más que Sófocles, es la autoridad ineludible sobre el conflicto entre generaciones, y más que ningún otro lo es sobre las diferencias entre mujeres y hombres. Ábrete a la lectura plena de El rey Lear y comprenderás mejor los orígenes de lo que crees que es el patriarcado.
 En definitiva leemos - como concuerdan Bacon, Johnson y Emerson - para fortalecer el sí -mismo (el self) y averiguar cuáles son sus intereses auténticos. Al hecho de que experimentemos esos aumentos como placer puede deberse que los moralistas sociales, de Platón a nuestros actuales puritanos de campus, siempre hayan reprobado los valores estéticos. Sin duda los placeres de la lectura son más egoístas que sociales. Uno no puede mejorar directamente la vida de nadie leyendo mejor o más profundamente. Por tradición, la esperanza social siempre ha sido que el crecimiento de la imaginación individual estimulara el cuidado por los otros. Yo me mantengo escéptico respecto de la esperanza social, y tomo con gran cautela cualquier argumento que vincule los placeres de la lectura solitaria al bien público. La pena de la lectura profesional es que sólo raras veces uno recupera el placer de leer que conoció en la juventud, cuando los libros eran un entusiasmo hazlittiano. La manera en que leemos hoy depende en parte de nuestra distancia interior o exterior de las universidades, donde la lectura apenas se enseña como placer, en cualquiera de los sentidos profundos de la estética del placer. Abrirse a una confrontación directa con Shakespeare en sus momentos más fuertes, por ejemplo en El rey Lear, nunca es un placer fácil, ni en la juventud ni en la vejez, y sin embargo no leer El rey Lear plenamente (es decir, sin expectativas ideológicas) es ser objeto de fraude cognoscitivo y estético. La niñez pasada en gran medida mirando televisión se proyecta en una adolescencia frente al ordenador, y la universidad recibe un estudiante difícilmente capaz de acoger la sugerencia de que debemos soportar tanto el irnos de aquí como el haber llegado: la madurez lo es todo. La lectura se desmorona, y en el mismo proceso se hace trizas buena parte de la propia identidad. Todo esto es inmune a los lamentos, y no hay promesas ni programas que lo remedien. Lo que ha de hacerse sólo se puede llevar a cabo mediante alguna versión del elitismo, y, por buenas y malas razones, en nuestra época esto es inaceptable. Todavía hay en todas partes, aun en las universidades, lectores solitarios jóvenes y viejos. Si existe en nuestra época una función de la crítica, será la de dirigirse a la lectora y el lector solitarios, que leen por sí mismos y no por los intereses que supuestamente los trascienden.
 En la vida como en la literatura, el valor está muy relacionado con lo idiosincrático, con los excesos por los cuales se pone en marcha el sentido. No es casual que los historicistas - críticos convencidos de que a todos nos sobredetermina la historia de la sociedad - consideren los personajes literarios como signos en una página y nada más. Si no tenemos un pensamiento que sea propio, Hamlet ni siquiera será un caso clínico. Si se trata de restablecer la forma en que leemos hoy, paso ahora al primer principio, un principio que me apropio del Dr. Johnson: Limpiate la mente de jergas. El diccionario inglés dirá que "jerga" (cant), en este sentido, es un lenguaje desbordante de perogrulladas piadosas, el vocabulario peculiar de una secta o un aquelarre 1. Dado que las universidades han potenciado expresiones como "género y sexualidad" o "multiculturalismo", la admonición de Johnson se convierte en: "Limpiate la mente de jerga académica". Una cultura universitaria donde la apreciación de la ropa interior victoriana reemplaza la apreciación de Charles Dickens y Robert Browning parece la extravagancia de un nuevo Nathanael West, pero es meramente la norma. Un producto subsidiario de esta "poética cultural" es que no puede haber un nuevo Nathanael West, pues ¿cómo podría semejante cultura académica alimentar la parodia? Los poemas de nuestro clima han sido reemplazados por las trusas de nuestra cultura. Los nuevos Materialistas nos dicen que han recobrado el cuerpo para el historicismo y afirman trabajar en nombre del Principio de Realidad. La vida de la mente debe someterse a la muerte del cuerpo; pero para esto poco se requieren los hurras de una secta académica.

 1 Cant tiene, por supuesto, una acepción más esotérica que el español jerga, referido a especialidades u oficios. (Nota del traductor)

 Limpiate la mente de jerga conduce al segundo principio del restablecimiento de la lectura: No trates de mejorara tu vecino ni tu vecindario por las lecturas que eliges o cómo las lees. La superación personal ya es un proyecto bastante considerable para la mente y el espíritu de cada uno: no hay ética de la lectura. Hasta tanto haya purgado su ignorancia primordial, la mente no debería salir de casa; las excursiones prematuras al activismo tienen su encanto, pero consumen tiempo, y nunca habrá tiempo suficiente para leer. Historizar, sea el pasado o el presente, es practicar una especie de idolatría, una devoción obsesiva a las cosas en el tiempo. Leamos entonces bajo esa luz interior que celebró John Milton y Emerson adoptó como principio de lectura. Principio que bien puede ser el tercero de los nuestros: El estudioso es una vela que encienden el amor y el deseo de todos los hombres. Olvidando tal vez la fuente, Wallace Stevens escribió maravillosas variaciones de esta metáfora; pero la frase emersoniana original articula con mayor claridad el tercer principio de la lectura. No hay por qué temer que la libertad del desarrollo como lector sea egoísta porque, si uno llega a ser un verdadero lector, la respuesta a su labor lo ratificará como iluminación de los otros. Cuando reflexiono sobre las cartas de desconocidos que he recibido en los últimos siete u ocho años, en general me conmuevo tanto que no puedo responder. Si tienen un pathos para mí, radica en que a menudo trasuntan un ansia de estudios literarios canónicos que las universidades desdeñan satisfacer. Emerson dijo que la sociedad no puede prescindir de mujeres y hombres cultivados, y proféticamente agregó: "El hogar del escritor no es la universidad sino el pueblo." Se refería a los escritores fuertes, a los hombres y mujeres representativos; a los representantes de sí mismos, y no a los parlamentarios, pues la política de Emerson era la del espíritu.
 La función - olvidada en gran medida - de una educación universitaria quedó captada para siempre en "El estudioso americano", discurso en el que, de los deberes del docto, Emerson dice: "Todos deben estar comprendidos en la confianza en sí mismo." Yo tomo de Emerson mi cuarto principio de la lectura: Para leer bien hay que ser un inventor. A la "lectura creativa", en el sentido de Emerson, yo la llamé alguna vez "mala lectura" 2, palabra que persuadió a mis oponentes de que padecía de dislexia voluntaria. La ruina o el espacio en blanco que ven ellos cuando miran un poema está en sus propios ojos. La confianza en sí mismo no es una donación ni un atributo, sino el Segundo Nacimiento de la mente, y no sobreviene sin años de lectura profunda. En estética no hay patrones absolutos. Si alguien desea sostener que el ascendiente de Shakespeare fue un producto del colonialismo, ¿quién se molestará en refutarlo? Al cabo de cuatro siglos Shakespeare nos impregna más que nunca; lo representarán en la estratosfera y en otros mundos, si se llega hasta allí. No es una conspiración de la cultura occidental; contiene todos los principios de la lectura y es mi piedra de toque a lo largo del libro. Borges atribuyó el carácter universal de Shakespeare a su aparente falta de personalidad, pero ese rasgo es más bien una gran metáfora de lo que hace diferente a Shakespeare, que en última instancia es poder cognoscitivo como tal. Con frecuencia, aunque no siempre sabiéndolo, leemos en busca de una mente más original que la nuestra.

 2 El término inglés acuñado por Bloom es misreading, que también puede traducirse como lectura desviada. (N. del T.)

 Como la ideología, sobre todo en sus versiones más superficiales, es especialmente nociva para la capacidad de captar y apreciar la ironía, sugiero que nuestro quinto principio para el restablecimiento de la lectura sea la recuperación de lo irónico. Pensemos en la inagotable ironía de Hamlet, que casi invariablemente dice una cosa cuando quiere decir otra, ésta a menudo lo opuesto de lo que está diciendo. Pero con este principio me acerco a la desesperación, porque enseñarle a alguien a ser irónico es tan difícil como instruirlo para que se haga solitario. Y sin embargo la pérdida de la ironía es la muerte de la lectura y de lo que nuestras naturalezas tienen de civilizado.

Anduve de Tabla en Tabla
con paso lento y prudente
Sentía alrededor las estrellas
En torno a mis pies el Mar
Sabía que quizá la siguiente
fuera la pulgada final -
A mi precario Paso algunos
Suelen llamarlo Experiencia

 Mujeres y hombres pueden caminar de maneras diferentes, pero a menos que nos disciplinen todos tenemos un paso en cierto modo individual. Difícilmente puede aprehenderse a Dickinson, maestra del Sublime precario, si uno está muerto para sus ironías. Aquí va andando por el único sendero disponible, "de tabla en tabla"; irónicamente, no obstante, la lenta cautela se yuxtapone a un titanismo que le hace sentir "alrededor las estrellas", aunque tenga los pies casi en el mar. El hecho de ignorar si el paso siguiente será la "pulgada final" le confiere ese "precario Paso" al que no da nombre, aunque "algunos" lo llamen Experiencia. Dickinson había leído "Experiencia", el ensayo de Emerson - una pieza culminante, muy al modo en que "De la experiencia" lo fuera para Montaigne - y su ironía es una respuesta amable a la apertura de Emerson: "¿Dónde nos encontramos? En una serie cuyos extremos desconocemos, y que para nuestra creencia no existen." Para Dickinson el extremo es ignorar si el paso siguiente será la pulgada final. "¡Si alguno de nosotros supiera qué estamos haciendo, o hacia dónde vamos, sería mejor que lo pensáramos dos veces!" El consiguiente ensueño de Emerson difiere del de Dickinson en temperamento o, como dice ella, en el paso. En el ámbito de la experiencia de Emerson "todas las cosas nadan y destellan", y su ironía genial es muy diferente de la ironía de la precariedad de Dickinson. Con todo, ninguno de los dos es un ideólogo, y en los poderes rivales de sus respectivas ironías ambos perviven.
 Al final del sendero de la ironía perdida hay una pulgada última, más allá de la cual el valor literario será irrecuperable. La ironía es sólo una metáfora, y es difícil que la ironía de una edad literaria sea la de otra; no obstante, sin un renacimiento del sentido irónico se habrá perdido más que lo que llamamos "literatura imaginativa". Ya parece estar perdido Thomas Mann, irónico mayor de los grandes escritores de este siglo. No dejan de aparecer nuevas biografías suyas, casi siempre reseñadas sobre la base de su homoerotismo, como si la única forma de rescatarlo para nuestro interés fuera certificar su condición de homosexual, y darle así un lugar en los planes de estudio universitarios. Esto no difiere mucho de estudiar a Shakespeare sobre todo por su aparente bisexualidad, pero los caprichos del contrapuritanismo vigente parecen no tener límite. Aunque las ironías de Shakespeare, es de esperar, son las más abarcadoras y dialécticas de toda la literatura occidental, su arco emocional es tan vasto e intenso que no siempre median entre nosotros y las pasiones de los personajes. Por lo tanto Shakespeare sobrevivirá a nuestra era; perderemos sus ironías y nos aferraremos a lo que quede de él. Pero en Thomas Mann cada emoción, narrativa o dramática, está mediada por un esteticismo irónico; enseñar Muerte en Venecia o Desorden y pena temprana a los universitarios más habituales resulta casi imposible. Cuando los autores son destruidos por la historia, con toda justicia calificamos sus obras como "piezas de época"; pero cuando la ideología historizada nos los vuelve inaccesibles, creo que topamos con un fenómeno diferente.
 La ironía exige un cierto nivel de atención y la habilidad de poder tener ideas antitéticas, incluso cuando éstas chocan entre sí. Despojar a la lectura de ironía implica la pérdida inmediata de toda disciplina y sorpresa. Busca todo aquello que te es cercano, que pueda ser usado para sopesar y considerar, y muy probablemente encontrarás ironía, incluso si muchos de tus profesores no saben qué es ni dónde encontrarla. La ironía limpiará tu mente de la jerga de los ideólogos y te ayudará a resplandecer como el estudioso de una vela.
 Cuando uno anda por los setenta quiere tan poco leer mal como vivir mal, porque el tiempo no afloja la marcha. No sé si le debemos a Dios o a la naturaleza una muerte, pero la naturaleza hará su cosecha de todos modos y, por cierto, a la mediocridad no le debemos nada, cualquiera sea la colectividad que pretende mejorar o al menos representar.
 Debido a que por medio siglo mi lector ideal ha sido el Dr. Samuel Johnson, paso a ocuparme de mi pasaje favorito de su Prefacio a Shakespeare:

Éste es pues el mérito de Shakespeare, que su drama sea el espejo de la vida; que aquél que ha enmarañado su imaginación siguiendo los fantasmas alzados ante él por otros escritores pueda curarse de sus éxtasis delirantes leyendo sentimientos humanos en lenguaje humano, escenas que permitirían a un ermitaño estimar las transacciones del mundo y a un confesor predecir el curso de las pasiones.

 Para leer sentimientos humanos en lenguaje humano hay que ser capaz de leer humanamente, con toda el alma. Tenga las convicciones que tenga, uno es más que una ideología; y Shakespeare le dice algo a la parte de sí que cada cual lleve hasta él. En otras palabras: Shakespeare nos lee más enteramente de lo que podemos leerlo a él, aun después de habernos limpiado la cabeza de jergas. No ha habido antes ni después de él otro escritor con semejante dominio de la perspectiva, ni que desborde tanto cualquier contextualización que se imponga a sus obras. Johnson, que percibió esto de modo admirable, nos incita a permitir que Shakespeare nos cure de nuestros "éxtasis delirantes". Permítanme extender a Johnson instándonos también a reconocer los fantasmas que exorcizará la lectura profunda de Shakespeare. Uno de ellos es la Muerte del Autor; otro es la afirmación de que el yo es una ficción; otro más, la opinión de que los personajes literarios y dramáticos son signos en una página. Un cuarto fantasma, el más pernicioso, es que el lenguaje piensa por nosotros.
 De todos modos, al fin el amor por Johnson y por la lectura me aparta de la polémica para llevarme a la celebración de los muchos lectores solitarios que sigo encontrando, tanto en el aula como en los mensajes que recibo. Leemos a Shakespeare, Dante, Chaucer, Cervantes, Dickens, y todos sus pares porque amplían la vida, y más. En términos pragmáticos, se han convertido en la Bendición, ésta en el verdadero sentido yahvístico de "más vida vertida en tiempo sin límites." Leemos en profundidad por razones variadas, la mayoría de ellas familiares: porque no podemos conocer a fondo suficientes personas; porque necesitamos conocernos mejor; porque requerimos conocimiento, no sólo de nosotros mismos o de otros, sino de cómo son las cosas. Sin embargo el motivo más fuerte y auténtico para la lectura profunda del tan maltratado canon es la búsqueda de un placer difícil. Yo no patrocino precisamente una erótica - de - la - lectura, y pienso que "dificultad placentera" es una definición plausible de lo Sublime; pero la búsqueda del lector sigue siendo un placer más alto. Hay un Sublime del lector que me parece la única trascendencia secular a nuestro alcance, si exceptuamos esa trascendencia aún más precaria que llamamos "enamoramiento". Los exhorto a descubrir aquello que les es realmente cercano y puede utilizarse para sopesar y reflexionar. A leer profundamente, no para creer, no para contradecir, sino para aprender a participar de esa naturaleza única que escribe y lee.
Fuente:
Traducción de Marcelo Cohen

    Grupo Editorial Norma
         Primera edición,
      Santa Fe de Bogotá,
       2000


miércoles, 16 de agosto de 2017

Vladimir Nabokov. Cuento:Una cuestión de suerte.


 Una cuestión de suerte

 Era camarero en el vagón restaurante internacional de un expreso alemán. Se llamaba Aleksey Lvovich Luzhin. Había abandonado Rusia cinco años antes, en 1919, y desde entonces, a medida que se iba abriendo camino de una ciudad a otra, había probado un sinnúmero de oficios y ocupaciones: trabajó de bracero en Turquía, de mensajero en Viena, fue pintor de brocha gorda, empleado de comercio, y así sucesivamente. Pero en estos momentos era un camarero que veía cómo a cada lado del vagón restaurante flotaban sin cesar los prados, las colinas cubiertas de brezo, las arboledas de pino, y el consomé humeaba y chapoteaba dentro de las gruesas tazas que él transportaba en la bandeja con agilidad a lo largo del angosto pasillo que separaba las mesas dispuestas junto a las ventanillas. Era un camarero que dominaba su oficio, y lo demostraba en la maestría con que servía los filetes de buey o de jamón que llevaba en la fuente, y los depositaba en los platos, mientras inclinaba sin tambalearse la cabeza con su cabello bien corto, su frente tensa y sus tupidas cejas negras.
 El vagón llegaría a Berlín a las cinco en punto y a las siete volvería a iniciar la marcha en sentido contrario, en dirección a la frontera francesa. Luzhin vivía en una especie de sierra de acero: sólo tenía tiempo de deleitarse en sus recuerdos por la noche, en un agujero estrecho que olía a pescado y a calcetines sucios. Sus recuerdos más frecuentes eran de una casa en San Petersburgo, y de su despacho en aquella casa, con sus muebles tapizados en cuero y sus botones insertos entre las curvas y también de su mujer Lena, de quien no había tenido noticias en cinco años. En estos momentos sentía que estaba desperdiciando su vida. Su excesiva familiaridad con la cocaína le había destrozado la mente; las pequeñas llagas del interior de su nariz le empezaban a comer el tabique nasal.
 Cuando reía, sus dientes relampagueaban en un estallido blanco, y gracias a esta sonrisa de marfil ruso se había granjeado las simpatías de los otros dos camareros, Hugo, un berlinés rubio y fuerte, encargado de cobrar las comidas, y el pelirrojo Max, de nariz afilada y aspecto de zorro, cuyo cometido era llevar el café y la cerveza a los distintos compartimientos. En los últimos tiempos, sin embargo, Luzhin sonreía menos.
 En las horas de recreo cuando las olas cristalinas de la droga estallaban contra él, penetrando sus pensamientos con su resplandor y transformando la menudencia más mínima en un milagro etéreo, anotaba con esfuerzo en una hoja de papel las distintas medidas que pensaba tomar para averiguar el paradero de su mujer. Mientras emborronaba las cuartillas con todas esas sensaciones todavía felizmente vivas, sus anotaciones le parecían sobremanera importantes y también correctas. Por la mañana, sin embargo, cuando la cabeza le estallaba y la camisa se le ceñía pegajosa al cuerpo, miraba con expresión de asco y aburrimiento sus notas confusas y su letra irregular. Recientemente, sin embargo, una nueva idea había venido a ocupar sus pensamientos. Empezó a elaborar con diligencia un plan para su muerte; dibujaba una especie de gráfico en el que indicaba los altos y bajos de su sentido del miedo; y por fin, como para simplificar las cosas, se ponía una fecha fija, la noche entre el primer y el segundo día de agosto. Lo que le interesaba no era tanto la muerte misma sino todos los detalles que la precedían, y se metía tanto en los detalles que la muerte misma se le olvidaba. Pero en cuanto volvía a estar sobrio, la escena pintoresca de tal o cual método de autodestrucción palidecía, y sólo una cosa permanecía clara: su vida había ido consumiéndose en la nada y no tenía sentido continuar con ella.
 El primer día de agosto siguió su curso. A las seis y media de la tarde, en el gran bufé mal iluminado de la estación de Berlín, la anciana princesa María Ukhtomski estaba sentada en una mesa vacía: una mujer gorda, vestida completamente de negro, con el rostro cetrino como el de un eunuco. Los contrapesos de bronce de las arañas resplandecían bajo el alto techo empañado. De cuando en cuando alguien movía una silla y el sonido hueco reverberaba en el espacio.
 La princesa Ukhtomski lanzó una mirada severa a la manecilla dorada del reloj de pared. La manecilla dio un paso adelante. Un minuto más tarde volvió a estremecerse. La anciana dama se levantó, tomó su sac de voyage de brillante cuero negro, y se arrastró hasta la salida, apoyada en su bastón masculino con su gran pomo de madera.
 Un mozo la estaba esperando en la puerta. El tren entraba de espaldas a la estación. Uno tras otro, los lúgubres coches alemanes color de hierro pasaron ante su vista. La teca parda y ya vieja de un coche-cama mostraba bajo la ventana central una señal donde se leía BERLÍN-PARÍS; el coche internacional, así como el vagón restaurante con su madera de teca, en una de cuyas ventanillas se distinguían los codos y la cabeza del camarero de pelo color de zanahoria, eran lo único que recordaba al elegante y severo Nord-Express de antes de la guerra.
 El tren se detuvo con un chasquido metálico de los parachoques, y un silbido largo de los frenos.
 El mozo instaló a la princesa Ukhtomski en un compartimiento de segunda clase de un vagón Schnellzug, un compartimiento de fumadores, tal como ella había pedido. En un rincón, junto a la ventana, un hombre en un traje beige con rostro insolente y tez olivácea estaba cortando el extremo de un puro.
 La anciana princesa se instaló enfrente. Comprobó, con una mirada lenta y meditada, que todas sus cosas estuvieran colocadas en la red que había sobre sus cabezas. Dos maletas y una cesta. Todo estaba allí. Y el reluciente bolso de viaje en su regazo. Sus labios se movieron en un gesto adusto como si estuviera mascando algo.
 Una pareja de alemanes irrumpió jadeante y presurosa en el compartimiento.
 Y a continuación, un minuto justo antes de que el tren se pusiera en marcha, llegó una mujer joven con la boca pintada y un sombrerito negro que le cubría la frente. Dispuso sus cosas y salió al pasillo. El hombre del traje beige se la quedó mirando. Abrió la ventanilla con sacudidas inexpertas, y se apoyó en ella para despedirse de alguien. La princesa creyó distinguir el repiqueteo del idioma ruso.
 El tren se puso en movimiento. La mujer volvió al compartimiento. La sonrisa que tenía en el rostro se había desvanecido, y había sido reemplazada por una expresión preocupada. Las traseras de ladrillo de las casas se deslizaban al otro lado de la ventanilla: una de ellas mostraba el anuncio pintado de un cigarrillo ingente, relleno de lo que parecía paja dorada. Los tejados, mojados con la lluvia, brillaban bajo los rayos del sol poniente.
 La anciana princesa Ukhtomski no pudo aguantar más. Preguntó amablemente en ruso: «¿Le molesta que ponga mi bolso aquí?».
 La mujer dio un respingo y contestó: «No, en absoluto, por favor».
 El hombre de beige y oliva del rincón escrutaba su periódico con atención.
 —Yo voy a París —inició la conversación la princesa con un leve suspiro—. Tengo un hijo allí. Me da miedo Alemania, sabe usted.
 Y sacó de su bolso de viaje un gran pañuelo que se pasó por la nariz y por toda la cara.
 —Sí, miedo. La gente dice que va a estallar una revolución comunista en Berlín. ¿No ha oído usted nada?
 La mujer negó con la cabeza. Miró con suspicacia al hombre del periódico y al matrimonio alemán.
 —Yo no sé nada. Llegué de Rusia, de Petersburgo, anteayer.
 El rostro cetrino y regordete de la princesa Ukhtomski expresaba una intensa curiosidad. Sus cejas diminutas se levantaron.
 —¡No me diga!
 Con los ojos fijos en la punta de su zapato gris, la mujer dijo rápidamente en una voz muy dulce:
 —Sí, una persona de buen corazón me ayudó a salir. Ahora voy a París. Tengo parientes allí.
 Y empezó a quitarse los guantes. Una alianza de oro se le deslizó del dedo. La cogió con presteza.
 —No hago más que perder mi alianza. Debo de haber adelgazado o algo así.
 Se quedó en silencio, sin dejar de parpadear. A través de la ventanilla del pasillo, al otro lado de la puerta de cristal del compartimiento, se veía la hilera imperturbable de los hilos telefónicos que se alzaban vertiginosos hacia arriba.
 La princesa Ukhtomski se acercó a su vecina.
 —Dígame —preguntó en un susurro—. A esos soviéticos no les va tan bien ahora, ¿no es cierto?
 Un poste telegráfico, negro contra el sol poniente, pasó raudo, interrumpiendo el ascenso suave de los cables. Cayeron, como cae la bandera cuando el viento cesa de soplar. Y luego, furtivamente, comenzaron a ascender de nuevo. El expreso viajaba rápido entre los muros espaciosos de una noche inmensa y encendida de fuego. Desde algún lugar en el techo de los compartimientos, se oía un ligero tembleteo como si la lluvia cayera sobre techos de pizarra. Los vagones alemanes oscilaban violentamente. El internacional, tapizado de azul en su interior, se movía menos y hacía menos ruido que los otros. Tres camareros ponían las mesas en el vagón restaurante. Uno de ellos, con el pelo muy corto y cejijunto pensaba en el pequeño vial que guardaba en su bolsillo. No dejaba de pasar la lengua por los labios y sorberse los mocos. El vial contenía un polvo cristalino y llevaba la marca de Kramm. Estaba colocando los cuchillos y los tenedores e insertando botellas cerradas en los correspondientes aros de las mesas, cuando de repente ya no pudo más. Le dirigió una sonrisa convulsa a Max Fuchs, que estaba bajando las persianas, y cruzó la plataforma que conectaba los coches para llegar al vagón siguiente. Se encerró en el baño. Calculando con cuidado los vaivenes del tren, vertió un montoncito de polvo en la uña de su pulgar; con fruición se lo aplicó a un agujero de la nariz y luego al otro; lo inhaló; con la lengua se limpió el polvo brillante que se había quedado en la uña; parpadeó con fuerza un par de veces como reacción ante el amargor gomoso y abandonó el baño, borracho y boyante, con la cabeza llena del delicioso aire helado. Al cruzar el diafragma en su camino de vuelta al vagón restaurante pensó: «¡Qué sencillo sería morir ahora!». Sonrió. Sería mejor que esperara hasta que cayera la noche. Sería una pena cortar el efecto de aquel veneno encantador.
 —Dame las reservas, Hugo. Voy a distribuirlas.
 —No, deja que vaya Max. Max trabaja más deprisa. Ten, Max.
 El camarero pelirrojo agarró la caja con los cupones en su puño pecoso. Se deslizó como un zorro entre las mesas y por el pasillo azul del coche-cama. Cinco cuerdas de arpa se alzaban distintas y precisas contra el cielo y tras las ventanillas. El cielo se estaba oscureciendo. En el compartimiento de segunda clase de uno de los vagones alemanes una anciana vestida de negro, con aspecto de eunuco, escuchaba, puntuando su escucha con unos leves suspiros, el relato de una vida distante y monótona.
 —¿Y su marido... tuvo que quedarse?
 Los ojos de la joven se abrieron de par en par mientras negaba con la cabeza.
 —No. Lleva fuera bastante tiempo. Sencillamente, las cosas ocurrieron así. Al comienzo de la Revolución viajó hacia el sur, a Odesa. Le perseguían. Yo pensaba reunirme allí con él, pero no conseguí salir a tiempo.
 —Terrible, terrible. ¿Y no ha tenido noticias suyas?
 —Ninguna. Recuerdo que un buen día decidí que estaba muerto. Empecé a llevar la alianza en la cadena donde llevo la cruz. Temía que también me quitaran eso. Y luego, en Berlín, unos amigos me dijeron que estaba vivo. Alguien le había visto. Ayer mismo puse un anuncio en un periódico de exiliados.
 Apresuradamente sacó una página doblada del Rul’ de su ajado bolso de seda.
 —Aquí lo tiene, mire.
 La princesa Ukhtomski se puso las gafas y comenzó a leer: «Elena Nikolayevna Luzhin está buscando a su marido Aleksey Lvovich Luzhin».
 —¿Luzhin? —preguntó, quitándose las gafas—. ¿No será el hijo de Lev Sergeich? Tenía dos hijos. No recuerdo sus nombres.
 Elena sonrió radiante.
 —Oh, qué maravilloso. Esto sí que es una sorpresa. No me diga que conocía a su padre.
 —Claro que sí, desde luego —interrumpió la princesa en un tono amable y complaciente—. Lyovushka Luzhin, antiguo Ulano. Nuestras propiedades estaban una al lado de la otra. Solía visitarnos.
 —Murió —interrumpió Elena.
 —Sí, sí, eso he oído. Descanse en paz. Siempre llegaba a nuestra casa con sus perros de caza. Pero de sus hijos no me acuerdo tan bien. Llevo fuera del país desde 1917. El más joven era rubio, creo recordar. Y tartamudeaba un poco.
 Elena volvió a sonreír.
 —No, ése era su hermano mayor.
 —En ese caso, los tengo confundidos, querida —dijo la princesa con aplomo—. Mi memoria ya no es demasiado buena. Ni siquiera me habría acordado de Lyovushka si usted no lo hubiera mencionado. Pero ahora lo recuerdo todo. Solía venir a nuestra casa a tomar el té y, déjeme que le cuente... —la princesa se acercó y siguió, con una voz clara y un punto melodiosa, sin tristeza, porque sabía que de las cosas felices sólo es posible hablar de una forma feliz, sin dolerse porque se hayan ido.
 —Déjeme que le cuente —siguió—, teníamos un juego de platos muy divertido, con una cenefa de oro en derredor y, en el centro, un mosquito tan realista que nadie que no estuviera al tanto escapaba al gesto de intentar quitarlo del plato.
 La puerta del compartimiento se abrió. Un camarero pelirrojo les iba entregando las reservas de mesa para la cena. Elena cogió una. Y lo mismo hizo el hombre sentado en el rincón, que llevaba algún tiempo tratando de despertar su atención.
 —Yo he traído mi propia comida —dijo la princesa—. Jamón y un panecillo.
 Max pasó por todos los vagones y volvió al vagón restaurante. Al pasar, dio un codazo a su compañero ruso que estaba de pie a la entrada del coche con una servilleta bajo el brazo. Luzhin se quedó mirando a Max con ojos brillantes de ansiedad. Sintió que un hormigueo de vacío y de frío se le colaba en el cuerpo y suplantaba sus huesos y sus órganos, como si todo su cuerpo estuviera a punto de estornudar de un momento a otro, exhalando el alma en un suspiro. Se imaginó por centésima vez cómo iba a organizar su muerte. Calculó hasta el más mínimo detalle, como si estuviera ante un problema de ajedrez. Planeó bajarse del tren por la noche en una determinada estación, rodear caminando el vagón inmóvil hasta colocar la cabeza en el extremo de los topes justo en el momento en el que otro vagón, que iban a acoplar al vagón inmóvil, iniciara su marcha. Los topes chocarían. Entre ellos estaría su cabeza inclinada. Estallaría como una burbuja de jabón y se convertiría en aire iridiscente. Tendría que sostenerse con fuerza en las traviesas y apoyar la sien firmemente contra el frío metal del tope.
 —¿Es que no me oyes? Ya es hora de que llames a cenar.
 Ahora era Hugo quien hablaba. Luzhin respondió con una sonrisa asustada e hizo lo que le decía, abriendo por un momento las puertas de los compartimientos al pasar, mientras anunciaba rápidamente y a plena voz:
 —¡Primera llamada para la cena!
 En uno de los compartimientos sus ojos se fijaron fugazmente en el rostro relleno y amarillento de una anciana que estaba desempaquetando un bocadillo. Algo en aquel rostro le resultaba familiar. Mientras rehacía su camino atravesando los distintos compartimientos, no dejaba de pensar en quién podía ser. Era como si la hubiera visto en un sueño. La sensación de que su cuerpo estaba a punto de estornudarle el alma en cualquier momento se hizo más concreta ——en cualquier momento recordaré a quién se parece esa mujer. Pero cuanto más se esforzaba por recordar, más se le resistía el recuerdo que parecía esfumarse en la distancia. Cuando llegó al vagón restaurante se movía con lentitud, la nariz parecía dilatársele y sentía un espasmo en la garganta que le impedía tragar.
 —Al cuerno con ella, vaya estupidez.
 Los pasajeros, caminando torpemente y agarrándose a las barandillas de metal, empezaron a recorrer los pasillos en dirección al vagón restaurante. En las ventanas oscurecidas empezaban a brillar diferentes reflejos, aunque todavía se dejaba ver el rayo amarillo del sol poniente. Elena Luzhin se fijó no sin cierta alarma en que el hombre del traje beige había esperado a que ella se pusiera en pie para levantarse. Tenía unos desagradables ojos saltones y vidriosos que parecían llenos de un yodo oscuro. Caminaba por el pasillo de tal forma que continuamente se tropezaba con ella y la pisaba, y cuando un brusco movimiento del tren le hacía perder el equilibrio (los vagones traqueteaban violentamente), él se aclaraba la garganta mordaz como respondiendo a no sé qué oscuras intenciones. Por alguna razón pensó que tenía que ser un espía, un confidente, y aunque sabía que era una tontería pensar eso —después de todo ya no estaba en Rusia— no conseguía quitarse la idea de la cabeza.
 Él dijo algo cuando atravesaron el pasillo del coche cama. Ella aceleró el paso. Cruzó las placas metálicas traqueteantes que conectaban con el restaurante, situado a continuación del coche-cama. Y allí, de repente, en el vestíbulo del vagón restaurante, aquel hombre, con una especie de ternura brutal, la cogió por el brazo. Ella ahogó un grito y liberó el brazo de un tirón tan violento que casi la llevó al suelo.
 El hombre dijo en alemán con acento extranjero: «¡Querida!».
 Elena torció el gesto intempestivamente. Volvió, rehizo su camino a través de las planchas metálicas, a través de los distintos vagones, a través del coche-cama. Se sentía profundamente herida. Prefería no cenar a tener que enfrentarse con aquel monstruo de zafiedad. «¡Dios sabe por quién me ha tomado! —pensó— y todo porque llevo carmín de labios».
 —¿Qué ocurre? ¿Es que no vas a cenar?
 La princesa Ukhtomski tenía un bocadillo de jamón en la mano.
 —No, ya no me apetece. Le ruego me disculpe pero creo que voy a dormir un poco.
 La anciana arqueó las cejas sorprendida, y luego continuó con su bocadillo.
 En cuanto a Elena, apoyó la cabeza en el respaldo e hizo como si durmiera. Muy pronto cayó en un sopor. De tanto en tanto, su rostro pálido y cansado se movía en un gesto sorprendido. Su nariz brillaba en aquellas zonas en las que el maquillaje había desaparecido. La princesa Ukhtomski encendió un cigarrillo con un filtro larguísimo.
 Media hora más tarde el hombre volvió, se sentó imperturbable en su rincón y se dedicó a limpiarse las muelas con un palillo. Luego cerró los ojos, jugueteó un rato con las manos, y finalmente se tapó la cara con la solapa del abrigo que colgaba de un gancho en la pared. Pasó una media hora y el tren aminoró la marcha. Las luces de un andén pasaron como espectros a lo largo de las ventanas llenas de niebla. El vagón se detuvo con un prolongado suspiro de alivio. Se oían diversos ruidos: alguien que tosía en el compartimiento vecino, pisadas que corrían por el andén de la estación. El tren se quedó parado un largo rato, mientras que los silbidos nocturnos se llamaban unos a los otros en la distancia. Luego, dio un respingo y empezó a moverse.
 Elena se despertó. La princesa seguía durmiendo, su boca abierta una caverna negra. La pareja alemana había desaparecido. El hombre, con la cabeza cubierta por el abrigo, tenía las piernas completamente abiertas en una postura grosera.
 Elena se lamió los labios, secos, y con preocupación se pasó la mano por la frente. De repente dio un respingo: no llevaba la alianza en el dedo anular.
 Por un instante se quedó inmóvil contemplando su mano desnuda. Luego, con el corazón en vilo, empezó a buscarlo apresurada por el asiento, por el suelo. Miró las rodillas huesudas del hombre.
 —¡Dios mío!, claro, debí de dejarla caer cuando iba al vagón restaurante, cuando luché por liberarme...
 Salió corriendo del compartimiento; con los brazos extendidos, apoyándose en ambos lados del pasillo, conteniendo las lágrimas, atravesó un vagón, y después otro. Llegó al final del coche-cama, y a través de la puerta trasera, no vio sino aire, vacío, el cielo nocturno, la oscura cuña del lecho vacío donde los raíles se perdían en la distancia.
 Pensó que se había confundido y había tomado la dirección equivocada. Llorando, rehizo su camino.
 Junto a ella, en la puerta del baño, había una anciana con un viejo delantal y un brazalete que parecía una enfermera del turno de noche. Llevaba en la mano un cubo del que sobresalía un cepillo.
 —Desengancharon el vagón restaurante —dijo la vieja, y quién sabe por qué razón, suspiró—. Después de atravesar Colonia, engancharán otro.

 En el vagón restaurante que había quedado atrás bajo la bóveda de una estación donde debería aguardar a la mañana para volver a ponerse en camino en dirección a Francia, los camareros limpiaban y recogían los manteles. Luzhin terminó y se quedó en la puerta abierta a la entrada del vagón. La estación estaba oscura y desierta. En la distancia lucía una lámpara como si fuera una estrella húmeda que atravesara una nube gris de humo. El torrente de raíles brillaba todavía levemente. Seguía sin entender por qué el rostro de aquella anciana del bocadillo le había trastornado tan profundamente. Todo lo demás estaba claro, sólo aquel punto concreto permanecía oscuro.
 Max, el pelirrojo de nariz afilada, salió a la puerta. Se puso a barrer el suelo. Se dio cuenta de que había un brillo de oro en una esquina. Se agachó. Era un anillo. Lo escondió en el bolsillo de su chaleco y miró furtivamente para asegurarse de que nadie lo había visto. La espalda de Luzhin seguía inmóvil en la misma puerta. Max sacó el anillo con cuidado; a la débil luz distinguió una palabra y unos números grabados en el interior. Debe de ser chino, pensó. En realidad la inscripción decía: «1-VIII-1915, ALEKSEY». Se volvió a meter el anillo en el bolsillo.
 La espalda de Luzhin se movió. Silenciosamente se bajó del vagón. Caminó en diagonal hasta la próxima vía, con paso tranquilo, relajado, como si estuviera dando un paseo.
 Un tren directo, sin paradas, tronó en su entrada a la estación. Luzhin fue hasta el borde del andén y bajó de un salto. La pista de ceniza crujió bajo su peso.
 En ese preciso instante, la locomotora lo engulló de un golpe voraz. Max, totalmente ignorante de lo que acababa de ocurrir, miraba desde lejos mientras las ventanas iluminadas se sucedían vertiginosamente en una tira continua.

martes, 15 de agosto de 2017

LUIS CERNUDA. OCNOS. FRAGMENTO 2. LITERATURA DE RESCATE.


OCNOS. (FRAGMENTO 2).
 El huerto


Alguna vez íbamos a comprar una latania o un rosal para el patio de casa. Como el huerto estaba lejos había que ir en coche; y al llegar aparecían tras el portalón los senderos de tierra oscura, los arriates bordeados de geranios, el gran jazminero cubriendo uno de los muros encalados.
Acudía sonriente Francisco el jardinero, y luego su mujer. No tenía hijos, y cuidaban de su huerto y hablaban de él tal si fuera una criatura. A veces hasta bajaban la voz al señalar una planta enfermiza, para que no oyese, ¡la pobre!, cómo se inquietaban por ella.
Al fondo del huerto estaba el invernadero, túnel de cristales ciegos en cuyo extremo se abría una puertecilla verde. Dentro era un olor cálido, oscuro, que se subía a la cabeza: el olor de la tierra húmeda mezclado al perfume de las hojas. La piel sentía el roce del aire, apoyándose insistente sobre ella, denso y húmedo. Allí crecían las palmas, los bananeros, los helechos, a cuyo pie aparecían las orquídeas, con sus pétalos como escamas irisadas, cruce imposible de la flor con la serpiente.
La opresión del aire iba traduciéndose en una íntima inquietud, y me figuraba con sobresalto y con delicia que entre las hojas, en una revuelta solitaria del invernadero, se escondía una graciosa criatura, distinta de las demás que yo conocía, y que súbitamente y sólo para mí iba acaso a aparecer ante mis ojos.
¿Era dicha creencia lo que revestía de tanto encanto aquel lugar? Hoy creo comprender lo que entonces no comprendía: cómo aquel reducido espacio del invernadero, atmósfera lacustre y dudosa donde acaso habitaban criaturas invisibles, era para mí imagen perfecta de un edén, sugerido en aroma, en penumbra y en agua, como en el verso del poeta gongorino: «Verde calle, luz tierna, cristal frío».

  El miedo


A Guadalupe Dueñas

Por el camino solitario, sus orillas sembradas de chumberas y algún que otro eucalipto, al trote de las mulas del coche, volvía el niño a la a la ciudad desde aquel pueblecito con nombre árabe. ¿Cuántos años tendría entonces: cinco, seis? Él mismo no lo sabía, porque el tiempo, la idea del tiempo no había entrado aún en su alma. Pero aquel anochecer entraría en ella otra idea nueva y terrible, a la que sólo el adulto puede, si es que puede, enfrentarse.
A través de la ventanilla del coche iba viendo cómo el cielo palidecía, desde el azul intenso de la tarde al celeste desvaído del crepúsculo, para luego llenarse lentamente de sombra. ¿Le alcanzaría fuera de la casa y de la ciudad la noche, de cuya oscuridad creciente le habían protegido hasta entonces las paredes amigas, la lámpara encendida sobre el libro de estampas?
Un miedo, de cuya aparición súbita en él acaso no se daba cuenta, atendiendo más al efecto que a la causa, le prevenía contra el mundo nocturno a campo abierto: el miedo frente a lo extraño y lo desconocido, y que comenzaba a traducirse para su conciencia infantil, con prisa, con afán, con angustia, en la presión de un movimiento incontenible (que las mulas del coche apresurasen el paso) huyendo hacia adelante.
Muchos años más tarde te dijo alguna vez que él mismo desconocía aquella voz que de su entraña salió, oscura, amedrentada, diciendo: «Que va a caer la noche, que va a caer la noche», para prevenir a los otros, que no le hacían caso, que nadar podían quizá, contra aquel horror antes desconocido: el horror a los poderes contrarios al hombre sueltos y al acecho en la vida.
Tú, que le conociste bien, puedes relacionar (con el margen inevitable de error que hay entre el centro hondo e insobornable de un ser humano y la percepción externa de otro, por amistosa que sea) aquel despertar del terror primario y ancestral en un alma predestinada a sentirlo siempre, aunque intermitente, con la expresión que luego él mismo iba a darle cuando hombre en un verso: «Por miedo de irnos solos a la sombra del tiempo».

  El bazar


En la media luz brillaban las lunas biseladas de cristales y espejos, y un aroma confuso de piel de Rusia y ámbar flotaba por el aire. Tras de las vitrinas, junto al terciopelo oscuro de los estuches, encerrando como en una concha irisados reflejos de plata y de porcelana, surgían los grandes frascos de agua de colonia o los más frágiles de perfume. Apenas si quedaba espacio para los mueblecillos modern style, cuyas formas irregulares e imprevistas se percibían aquí o allá, entre los colores vivos y puros de los juguetes. Era una confusión múltiple y rica de colores, reflejos y aromas.
El encanto de aquel ambiente llegaban a cifrarlo enigmáticas unas etiquetas de estrecha forma rectangular, donde el nombre del bazar aparecía en blancas letras de realce sobre fondo escarlata, y las cuales se destacaban sobre el cartón de las cajas que por mi santo o en día de reyes traían a casa los juguetes maravillosos, envueltos en papel de seda y finas virutas ensortijadas, tal un bucle de pelo rubio.
Era aquella atmósfera del bazar una atmósfera femenina, y su seducción particular no se dispersaba con los objetos que de allí salían, en paquetillos atados por una cinta, ocultos en el inmenso manguito de una mujer. Y aunque ésta, con leve rumor de seda, asomando apenas la punta del pie entre los pliegues de la estrecha falda, bajara los escalones de mármol para apelotonarse luego en la berlina que aguardaba afuera, aquel encanto no desaparecía. Quedaba flotando, impersonal e indivisible, como el aroma mismo de las pieles, los polvos de arroz y el opoponax, hecho ya época él mismo, leyenda e historia.

  El tiempo


Llega un momento en la vida cuando el tiempo nos alcanza. (No sé si expreso esto bien). Quiero decir que a partir de tal edad nos vemos sujetos al tiempo y obligados a contar con él, como si alguna colérica visión con espada centelleante nos arrojara del paraíso primero, donde todo hombre una vez ha vivido libre del aguijón de la muerte. ¡Años de niñez en que el tiempo no existe! Un día, unas horas son entonces cifra de la eternidad. ¿Cuántos siglos caben en las horas de un niño?
Recuerdo aquel rincón del patio en la casa natal, yo a solas y sentado en el primer peldaño de la escalera de mármol. La vela estaba echada, sumiendo el ambiente en una fresca penumbra, y sobre la lona, por donde se filtraba tamizada la luz del mediodía, una estrella destacaba sus seis puntas de paño rojo. Subían hasta los balcones abiertos, por el hueco del patio, las hojas anchas de las latanias, de un verde oscuro y brillante, y abajo, en torno de la fuente, estaban agrupadas las matas floridas de adelfas y azaleas. Sonaba el agua al caer con un ritmo igual, adormecedor, y allá en el fondo del agua unos peces escarlata nadaban con inquieto movimiento, centelleando sus escamas en un relámpago de oro. Disuelta en el ambiente había una languidez que lentamente iba invadiendo mi cuerpo.
Allí, en el absoluto silencio estival, subrayado por el rumor del agua, los ojos abiertos a una clara penumbra que realzaba la vida misteriosa de las cosas, he visto cómo las horas quedaban inmóviles, suspensas en el aire, tal la nube que oculta un dios, puras y aéreas, sin pasar.

  Pregones


Eran tres pregones.
Uno cuando llegaba la primavera, alta ya la tarde, abiertos los balcones, hacia los cuales la brisa traía un aroma áspero, duro y agudo, que casi cosquilleaba la nariz. Pasaban gentes: mujeres vestidas de telas ligeras y claras; hombres, unos con traje de negra alpaca o hilo amarillento, y otros con chaqueta de dril desteñido y al brazo el canastillo, ya vacío, del almuerzo, de vuelta del trabajo. Entonces, unas calles más allá, se alzaba el grito de «¡Claveles! ¡Claveles!» grito un poco velado, a cuyo son aquel aroma áspero, aquel mismo aroma duro y agudo que trajo la brisa al abrirse los balcones, se identificaba y fundía con el aroma del clavel. Disuelto en el aire había flotado anónimo, bañando la tarde, hasta que el pregón lo delató, dándole voz y sonido, clavándolo en el pecho bien hondo, como una puñalada cuya cicatriz el tiempo no podrá borrar.
El segundo pregón era al mediodía, en el verano. La vela estaba echada sobre el patio, manteniendo la casa en fresca penumbra. La puerta entornada de la calle apenas dejaba penetrar en el zaguán un eco de la luz. Sonaba el agua de la fuente adormecida bajo su corona de hojas verdes. Qué grato en la dejadez del mediodía estival, en la somnolencia del ambiente, balancearse sobre la mecedora de rejilla. Todo era ligero, flotante; el mundo, como una pompa de jabón, giraba frágil, irisado, irreal. Y de pronto, tras de las puertas, desde la calle llena de sol, venía dejoso, tal la queja que arranca el goce, el grito de «¡Los pejerreyes!». Lo mismo que un vago despertar en medio de la noche, traía consigo la conciencia justa para que sintiéramos tan sólo la calma y el silencio en torno, adormeciéndonos de nuevo. Había en aquel grito un fulgor súbito de luz escarlata y dorada, como el relámpago que cruza la penumbra de un acuario, que recorría la piel con repentino escalofrío. El mundo, tras de detenerse un momento, seguía luego girando suavemente, girando.
El tercer pregón era al anochecer, en otoño. El farolero había pasado ya, con su largo garfio al hombro, en cuyo extremo se agitaba como un alma la llamita azulada, encendiendo los faroles de la calle. A la luz lívida del gas brillaban las piedras mojadas por las primeras lluvias. Un balcón aquí, una puerta allá, comenzaban a iluminarse por la acera de enfrente, tan próxima en la estrecha calle. Luego se oía correr las persianas, cerrar los postigos. Tras el visillo del balcón, la frente apoyada al frío del cristal, miraba el niño la calle un momento, esperando. Entonces surgía la voz del vendedor viejo, llenando el anochecer con un pregón ronco de «¡Alhucema fresca!», en el cual las vocales se cerraban, como el grito ululante de un búho. Se le adivinaba más que se le veía, tirando de una pierna a rastras, nebulosa y aborrascada la cara bajo el ala del sombrero caído sobre él como una teja, que iba, con su saco de alhucema al hombro, a cerrar el ciclo del año y de la vida.
Era el primer pregón la voz, la voz pura; el segundo el canto, la melodía; el tercero el recuerdo y el eco, la voz y la melodía ya desvanecidas.

  El poeta y los mitos


Bien temprano en la vida, antes que leyeses versos algunos, cayó en tus manos un libro de mitología. Aquellas páginas te revelaron un mundo donde la poesía, vivificándolo como la llama al leño, trasmutaba lo real. Qué triste te apareció entonces tu propia religión. Tú no discutías ésta, ni la ponías en duda, cosa difícil para un niño; mas en tus creencias hondas y arraigadas se insinuó, si no una objeción racional, el presentimiento de una alegría ausente. ¿Por qué se te enseñaba a doblegar la cabeza ante el sufrimiento divinizado, cuando en otro tiempo los hombres fueron tan felices como para adorar, en su plenitud trágica, la hermosura?
Que tú no comprendieras entonces la casualidad profunda que une ciertos mitos con ciertas formas intemporales de la vida, poco importa: cualquier aspiración que haya en ti hacia la poesía, aquellos mitos helénicos fueron quienes la provocaron y la orientaron. Aunque al lado no tuvieses alguien para advertirte del riesgo que así corrías, guiando la vida, instintivamente, conforme a una realidad invisible para la mayoría, y a la nostalgia de una armonía espiritual y corpórea y desterrada siglos atrás de entre las gentes.

  El escándalo


En las largas tardes del verano, ya regadas las puertas, ya pasado el vendedor de jazmines, aparecían ellos, solos a veces, emparejados casi siempre. Iban vestidos con blanca chaqueta almidonada, ceñido pantalón negro de alpaca, zapatos rechinantes como el cantar de un grillo, y en la cabeza una gorrilla ladeada, que dejaba escapar algún rizo negro o rubio. Se contoneaban con gracia felina, ufanos de algo que sólo ellos conocían, pareciendo guardarlo secreto, aunque el placer que en ese secreto hallaban desbordaba a pesar de ellos sobre las gentes.
Un coro de gritos en falsete, el ladrar de algún perro, anunciaba su paso, aun antes de que hubieran doblado la esquina. Al fin surgían, risueños y casi envanecidos del cortejo que les seguía insultándoles con motes indecorosos. Con dignidad de alto personaje en destierro, apenas si se volvían al séquito blasfemo para lanzar tal pulla ingeniosa. Mas como si no quisieran decepcionar a las gentes en lo que éstas esperaban de ellos, se contoneaban más exageradamente, ciñendo aún más la chaqueta a su talle cimbreante, con lo cual redoblaban las risotadas y la chacota del coro.
Alguna vez levantaban la mirada a un balcón, donde los curiosos se asomaban al ruido, y había en sus descarados ojos juveniles esa burla mayor, un desprecio más real que en quienes con morbosa curiosidad les iban persiguiendo. Al fin se perdían al otro extremo de la calle.
Eran unos seres misteriosos a quienes llamaban «los maricas».

  Mañanas de verano


Algunos días de fiesta religiosa, cuya celebración tenía resonancia particularmente local o familiar, fiestas que siempre caían durante el verano, salía el niño por la mañana, camino de la iglesia. Unas veces le llevaban a la catedral, otras más lejos, a algún barrio popular, nunca o raramente visitado, donde estaba la iglesia en cuestión, y en ocasiones hasta había que atravesar el río, cuya densa luminosidad verde parecía metal fundido entre las márgenes arcillosas.
Qué aire inusitado cobraba todo. Era primero lo de ir y volver en horas cuando ya comenzaba a apretar el calor, porque las salidas veraniegas acostumbradas se hacían al caer la tarde o a la noche. Luego lo de ir por las calles matinales, entoldadas unas, otras descubiertas hacia el cielo radiante, cuyo igual no encontraría después en parte alguna. Por último lo de mirar al paso y de cerca la actividad tranquila del barrio popular y del mercado.
Cuánta gracia tenían formas y colores en aquella atmósfera, que los esfumaba y suavizaba, quitándoles a unas dureza y a otros estridencia. Ya era el puesto de frutas (brevas, damascos, ciruelas), sobre las que imperaba la rotundidad verde oscuro de la sandía, abierta a veces mostrando adentro la frescura roja y blanca. O el puesto de cacharros de barro (búcaros, tallas, botellas), con tonos rosa o anaranjado en panzas y cuellos. O el de los dulces (dátiles, alfajores, yemas, turrones), que difundían un olor almendrado y meloso de relente oriental.
Pero siempre sobre todo aquello, color, movimiento, calor, luminosidad, flotaba un aire limpio y como no respirado por otros todavía, trayendo consigo también algo de aquella misma sensación de lo inusitado, de la sorpresa, que embargaba el alma del niño y despertaba en él un gozo callado, desinteresado y hondo. Un gozo que ni los de la inteligencia luego, ni siquiera los del sexo, pudieron igualar ni recordárselo.
Parecía como si sus sentidos, y a través de ellos su cuerpo, fueran instrumento tenso y propicio para que el mundo pulsara su melodía rara vez percibida. Pero al niño no se le antojaba extraño, aunque sí desusado, aquel don precioso de sentirse en acorde con la vida y que por eso mismo ésta le desbordara, transportándole y transmutándole. Estaba borracho de vida, y no lo sabía; estaba vivo como pocos, como sólo el poeta puede y sabe estarlo.
Fuente:
Ocnos


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Titivillus 23.04.15


 
 Luis Cernuda, 1942

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