sábado, 18 de febrero de 2017

SEMANA DE LA NOVELA NEGRA Y POLICIAL. HAMMETT DASHIELL.


NOVELA NEGRA
Denominación que se aplica a un subgénero narrativo (relacionado
con la novela policiaca), que surge en Norteamérica a comienzos de los
años veinte, y en el que sus autores tratan de reflejar, desde una con-
ciencia crítica, el mundo del gansterismo y de la criminalidad
organizada, producto de la violencia y corrupción de la sociedad capita-
lista de esa época. La expresión «novela negra» surge en Francia para
designar una serie de novelas pertenecientes a este subgénero,
traducidas y publicadas en la colección Gallimard (1945), y que J.
Prévert denominó «Série Noire» por el simple hecho de llevar el color
negro las pastas de dichos libros. Cuan-do, algo más tarde, comienzan
a llegar las primeras películas americanas basadas en estos relatos (p.
e.,
El halcón maltés,
de J. Huston, versión cinematográfica de la
novela homónima de D. Hammett), quedará definitiva-mente fijada la
expresión «filmes noirs» y «roman noirs» para las películas y novelas en
las que se aborda la temática mencionada. En España coexiste esta
denominación «novela negra» con las de «novela de crimen» o «novela
criminal» y «novela policiaca».
Aunque estos relatos siguen, fundamentalmente, el esquema de la
*novela policiaca
(presencia de un crimen, investigación del mismo por
un detective, descubrimiento y persecución de los culpables) y una
organización análoga en el desarrollo de la historia (relato a la inversa,
etc.), sin embargo, se diferencian de ésta en que el interés primordial no
radica tanto en la resolución del enigma cuanto en la configuración de
un cuadro de conflictos humanos y sociales, además de un estudio de
caracteres, a partir de aun enfoque realista y sociopolítico de la
contemporánea temática del crimen» J. Coma, 1980). Otra diferencia
fundamental radica en que, frente a la condición de "paraliteratura"
asignada a buena parte de las novelas policiacas, la novela "negra"
norteamericana se ha convertido, gracias a sus grandes maestros, en
un subgénero narrativo de indudable prestigio literario. En este sentido,
se deben recordar los juicios elogiosos de A. Malraux, A. Gide o L.
Cernuda hacia la obra narrativa del iniciador de la novela negra, D.
Hammett, a quien el mencionado poeta español consideraba como «un
escritor para escritores, un técnico agudo en el arte de la novela y un
estilista».
El contexto económico y sociopolítico que sirve de referente a estos
relatos es la sociedad americana de los años veinte, caracterizada por la
aparición de una cultura de masas (aglomeraciones urbanas, revolución
de los medios de comunicación: prensa, radio, cine), exaltación del ideal
del bienestar y del consumo, y también del triunfo y de la violencia,
inmigración y negocios sucios (alcohol, prostitución, apuestas) en busca
de rápidas y gran-des fortunas, etc. En este ambiente surgen bandas
organizadas que trafican con el alcohol, el juego y la prostitución,
amparándose en la actitud permisiva y corrupta de ciertas instituciones
y personas de la administración (alcaldes, jueces, policías), que son
sobornados por un gansterismo poderoso. Frente a este mundo
degradado, surge la figura de un nuevo detective, que, junto al abogado
y el periodista, se enfrentan a esta sociedad del crimen organizado. Esta
nueva figura presenta unos rasgos de mayor dureza, inclinación a la
violencia justiciera y a la acción individualista, al margen de la policía.
Ejemplos de este nueve detective serían Race Wiliams (personaje creado
por C. J. Daly), Continental Op (creado por Hammett), etc.
Entre los autores más notables de esta no-vela negra deben citarse
al ya mencionado D. Hammett
(Cosecha roja,
1929;
El halcón mal-té,
1930;
La llave de cristal,
1931, etc.), W. R. Burnett, R. Chandler, Ch.
Himes, J. Thompson, etc. Esta novela norteamericana va a contar con
imitadores en Europa desde finales de los años treinta y, especialmente
a partir de la Segunda Guerra Mundial: P. Jeney, J. Hadley Chase y J.
Symons en Inglaterra, Boris Vian, P. Boileau-T. Narcejac y
Giovanni en Francia, G. Scerbanenco y L. Sciascia en Italia, F.
Dürrenmatt en Suiza, M. Vázquez Montalbán, J. Madrid, P. Casals, A.
Martín, etc., en España, donde, a mediados de los ochenta surgió una
colección titulada «Etiqueta Negra», en la Editorial Júcar, en la que se
han publicado más de ciento treinta obras de este subgénero, entre
cuyos autores figuran D. Hammett, Ch. Himes, J. Thompson, D. E.
Westlake, etc., y escritores españoles como J. Madrid, J. Ibáñez, A.
Martín, F. González Ledesma, etc. Sobre el desarrollo de esta novela
negra (o policiaca, como algunos críticos siguen denominándola) en
España, y su posible incidencia en la renovación de la narrativa
contemporánea española, puede verse NOVELA POLICIACA.
NOVELA POLICIACA.
Fuente: N.N.S

***
  HAMMETT DASHIELL.

NOVELA: EL AGENTE DE LA CONTINENTAL. FRAGMENTO.

 
El agente de la Continental es un detective privado que trabaja para la Agencia Continental de Investigaciones de San Francisco. Se caracteriza por su ambigua moral. No duda en intervenir en los casos a los que se enfrenta manipulando la situación y dando lugar a que se precipiten los hechos, utilizando métodos tan cuestionables como los de los criminales a los que persigue (de hecho fue con este personaje y con Sam Spade, junto con el posterior Philip Marlowe de Raymond Chandler, con el que nacería el subgénero negro denominado hard boiled).
Esta edición contiene los relatos que fueron publicados por primera vez en la revista pulp Black Mask, entre 1924 y 1930:
La décima pista (enero de 1924), La Herradura Dorada (noviembre de 1924), La casa de la calle Turk (abril de 1924), La muchacha de los ojos de plata (junio de 1924), El Menda (marzo de 1925), La muerte de Main (junio de 1927), El crimen de Farewell (febrero de 1930).
No es hasta 1945 cuando se publica por primera vez un volumen con estos relatos (The Continental Op).

 

Dashiell Hammett

 El agente de la Continental




 Título original: The Continental Op

Dashiell Hammett, 1945

Traducción: Carmen Criado Fernández




   


  La décima pista

—Don Leopoldo Gantvoort no está en casa —dijo el criado que me abrió la puerta—, pero está su hijo, el señorito Charles, si es que desea verle.
—No. El señor Gantvoort me dijo que me recibiría hacia las nueve. Son ahora las nueve en punto y estoy seguro de que no tardará. Le esperaré.
—Como quiera el señor.
Se apartó para dejarme pasar, se hizo cargo de mi abrigo y mi sombrero, me condujo a la biblioteca de Gantvoort, situada en el segundo piso, y allí me dejó. Tomé una de las revistas que había sobre la mesa, coloqué a mi lado un cenicero y me puse cómodo.
Pasó una hora. Dejé de leer y comencé a inquietarme. Pasó otra hora… Yo estaba en ascuas.
Comenzaba a dar las once un reloj del piso bajo, cuando entró en la habitación un joven alto y delgado de unos veinticinco o veintiséis años de edad, piel muy blanca y ojos y cabellos muy oscuros.
—Mi padre no ha vuelto todavía —me dijo—. Es una lástima que le haya estado esperando usted tanto tiempo. ¿Puedo ayudarle en algo? Soy Charles Gantvoort.
—No, gracias —me levanté del sillón encajando la cortés despedida—. Llamaré mañana.
—Lo siento —murmuró educadamente, y juntos nos dirigimos hacia la puerta.
En el momento en que salíamos al pasillo, un teléfono supletorio, situado en un rincón de la habitación que abandonábamos, comenzó a sonar con un timbrazo amortiguado. Me detuve en el umbral de la puerta mientras Charles Gantvoort se acercaba a responder.
De espaldas a mí, habló en el aparato.
—Sí. Sí. Sí —bruscamente—. ¿Qué? Sí —con desmayo—. Sí.
Muy lentamente se volvió hacia mí con el auricular aún en la mano. Tenía el rostro grisáceo y contraído en un gesto de angustia, los ojos abiertos de par en par por la sorpresa y la boca entreabierta.
—Mi padre —balbuceó—. Ha muerto. Le han matado.
—¿Dónde? ¿Cómo?
—No lo sé. Era la policía. Quieren que vaya inmediatamente.
Se enderezó con un esfuerzo, recobró su compostura y colgó el teléfono. Los músculos de su rostro se relajaron ligeramente.
—Perdone mi…
—Señor Gantvoort —le interrumpí—, trabajo para la Agencia de Detectives Continental. Su padre llamó a nuestras oficinas esta tarde y pidió que le enviaran un detective esta misma noche. Dijo que le habían amenazado de muerte. Pero teniendo en cuenta que aún no me había contratado, a menos que usted quiera…
—Desde luego. Está usted contratado. Si la policía no ha hallado al asesino, quiero que haga usted todo lo posible por encontrarlo.
—Bien. Vamos a la jefatura.
Ninguno de los dos habló durante el camino. Gantvoort iba inclinado sobre el volante del automóvil que lanzaba a través de las calles a una increíble velocidad. Ardía en deseos de hacerle infinidad de preguntas, pero me di cuenta de que para mantener aquella velocidad sin estrellarnos era necesario que concentrara toda su atención en la conducción del automóvil. Así pues, opté por no molestarle y guardé silencio.
En la jefatura de policía nos esperaban media docena de oficiales. Estaba a cargo del caso el inspector O’Gar, un sargento de cabeza apepinada que viste como un sheriff de película, incluido el sombrero negro de ala ancha, pero que no por eso deja de disfrutar de toda mi consideración. Habíamos trabajado ya juntos en dos o tres casos y nos llevábamos de maravilla.
Nos condujo a uno de los despachos situados bajo la sala de juntas. Diseminados sobre el escritorio había aproximadamente una docena de objetos.
—Quiero que mire estas cosas detenidamente —dijo el sargento a Gantvoort— y elija las que pertenecieron a su padre.
—Pero ¿dónde está?
—Haga esto primero —insistió O’Gar—, y luego le verá.
Miré los objetos que había sobre la mesa mientras Charles Gantvoort hacía la selección. Un joyero vacío, una agenda, tres cartas en sendos sobres abiertos dirigidos a la víctima, varios documentos, un manojo de llaves, una pluma estilográfica, dos pañuelos de lino blanco, dos casquillos de pistola, una navaja y un lápiz de oro unidos a un reloj, también de oro, por una cadena de oro y platino; dos monederos de piel negra, uno de ellos nuevo y el otro muy usado; cierta cantidad de dinero en billetes y monedas y una máquina de escribir abollada y retorcida salpicada de amasijos de cabellos y sangre. Parte de los objetos estaban manchados de sangre y parte estaban limpios.
Gantvoort seleccionó el reloj con sus aditamentos, las llaves, la pluma, la agenda, los pañuelos, las cartas, los documentos y el monedero usado.
—Esto era de mi padre —nos dijo—. Las otras cosas no las he visto nunca. Como no sé cuánto llevaba encima esta noche, no puedo decirles si ese dinero le pertenecía o no.
—¿Está seguro de que no eran suyos el resto de estos objetos? —le preguntó O’Gar.
—Creo que no, pero no estoy seguro. Whipple se lo podrá decir —se volvió hacia mí—. Es el criado que le abrió la puerta esta noche. Estaba al servicio de mi padre y él sabrá con seguridad si le pertenecían o no.
Uno de los policías fue a llamar a Whipple para decirle que viniera inmediatamente.
Yo continué el interrogatorio.
—¿Echa en falta algo que su padre llevara habitualmente? ¿Algo de valor?
—Nada que yo sepa. Todo lo que cabía esperar que llevara, está aquí.
—¿A qué hora salió de casa esta noche?
—Antes de las siete y media. Puede que a las siete.
—¿Sabe adónde se dirigía?
—No me lo dijo, pero supuse que iba a visitar a la señorita Dexter.
Las caras de los policías se iluminaron y sus miradas se agudizaron. Supongo que la mía también. Son muchos, muchísimos, los crímenes en que no hay faldas de por medio, pero es raro el asesinato notable en que no hay complicada una mujer.
—¿Quién es la señorita Dexter? —me reveló O’Gar.
—Es… —dijo Charles Gantvoort dudando—. Verá, mi padre tenía una relación muy cordial con ella y con su hermano. Solía visitarles, o mejor dicho, visitarla, varias noches por semana. Yo sospechaba que quería casarse con ella.
—¿Qué clase de persona es?
—Mi padre les conoció hace seis o siete meses. Yo les he visto varias veces, pero no les conozco muy bien. La señorita Dexter, Creda de nombre, tiene unos veintitrés años, diría yo, y su hermano Madden es cuatro o cinco años mayor. Él debe estar ahora camino de Nueva York, donde va a gestionar un asunto en nombre de mi padre.
—¿Le dijo su padre que iba a casarse con ella? —insistió O’Gar negándose a perder de vista la posibilidad de una intervención femenina.
—No, pero es evidente que estaba, ¿cómo le diría?, muy entusiasmado con ella. Tuvimos unas palabras sobre eso hace unos días, concretamente la semana pasada. Nada serio, entiéndame… Una discusión sin importancia. Del modo en que me habló, me temí que pensaba casarse con ella.
—¿Por qué ha dicho «me temí»? —saltó O’Gar al oír estas palabras.
Charles Gantvoort se azaró un poco y carraspeó nerviosamente.
—No quiero darle una mala impresión de los Dexter. Creo, más aún, estoy seguro, que no tienen nada que ver en este asunto. Pero no les tengo ninguna simpatía, no me caen bien. Me parecen unos oportunistas. Mi padre no era fabulosamente rico, pero tenía una considerable fortuna. Y aunque se conservaba bien, tenía ya cincuenta y siete años, lo que me hace pensar que a Creda Dexter le interesaba más su dinero que él.
—¿Y el testamento de su padre?
—En el último de que yo tengo noticia, el que redactó hace dos o tres años, deja todo a mi mujer y a mí. Su abogado, Murray Abernathy, podrá decirle si hay un testamento posterior, pero no lo creo.
—Su padre se había retirado de los negocios, ¿verdad?
—Sí. Me traspasó su agencia de importación y exportación hace un año aproximadamente. Conservaba bastantes inversiones en diversos sitios, pero no participaba activamente en ninguna empresa.
O’Gar se echó atrás el sombrero de sheriff, y durante unos segundos se rascó la cabeza apepinada con expresión meditabunda.
Después me miró.
—¿Tiene usted alguna pregunta más?
—Sí. Señor Gantvoort, ¿conoce usted a un tal Emil Bonfils? ¿Ha oído hablar de él a su padre o a cualquier otra persona?
—No.
—¿En alguna ocasión le dijo su padre que había recibido una carta en la cual se le amenazaba? ¿O que alguien le había disparado en la calle?
—No.
—¿Estuvo su padre en París en 1902?
—Es muy posible. Hasta que se retiró solía ir al extranjero todos los años.
Terminada la entrevista, O’Gar y yo acompañamos a Gantvoort al depósito de cadáveres para que identificara el de su padre. El espectáculo que ofrecía éste no era lo que se dice agradable, ni siquiera para O’Gar ni para mí, que sólo le conocíamos de vista. Yo le recordaba como un hombre bajo y enjuto, siempre elegantemente ataviado y dotado de una viveza que le hacía parecer mucho más joven de lo que era. Ahora yacía con el cráneo convertido en un amasijo de pulpa roja.
Dejamos a Gantvoort en el depósito de cadáveres y nos dirigimos a pie a la jefatura.
—¿Qué secretos se trae usted sobre ese Emil Bonfils y París en 1902? —me preguntó O’Gar en el momento en que salimos a la calle.
—Éste: la víctima telefoneó a la agencia esta tarde diciendo que había recibido una carta amenazadora de un tal Emil Bonfils, con el que ya había tenido roces en París en 1902. Afirmó que Bonfils había disparado sobre él en la calle la noche anterior y pidió que le enviaran un detective esta misma noche. Rogó que bajo circunstancia alguna se informara de esto a la policía, añadiendo que prefería que Bonfils le matara a que el asunto se hiciera público. Eso es todo lo que dijo por teléfono. Por eso estaba yo presente cuando notificaron a Charles Gantvoort la muerte de su padre.
O’Gar se detuvo en medio de la acera y dejó escapar un silbido.
—Esta sí que es buena —exclamó—. Espere usted a que volvamos a la jefatura. Le enseñaré una cosa.
Whipple nos esperaba ya en la sala de juntas. A primera vista su rostro tenía la misma expresión de máscara que cuando me había admitido pocas horas antes en la casa de Russian Hill. Pero por debajo de sus modales de sirviente perfecto se le notaba crispado y tembloroso. Le llevamos al pequeño despacho donde habíamos interrogado a Charles Gantvoort.
Whipple corroboró todo lo que el hijo de la víctima nos había dicho. Estaba seguro de que ni la máquina de escribir, ni el joyero, ni los dos casquillos, ni el monedero nuevo habían pertenecido al muerto. No conseguimos hacerle confesar lo que pensaba de los Dexter, pero era evidente de que no les tenía ninguna simpatía. La señorita Dexter, nos dijo, había llamado tres veces aquella noche; hacia las ocho, a las nueve y a las nueve y media. En las tres ocasiones había preguntado por el señor Gantvoort, pero no había dejado ningún recado. Whipple suponía que la señorita Dexter esperaba a su amo y que al ver que no llegaba se había inquietado por su tardanza.
Dijo no saber nada ni de Emil Bonfils ni de las cartas en que se amenazaba a Gantvoort. La noche anterior a su muerte, éste había salido desde las ocho hasta la medianoche. Whipple no se había fijado en él lo suficiente como para decir si a su vuelta estaba inquieto o no. Cuando salía llevaba encima, generalmente, unos cien dólares.
—¿Echa usted de menos algo de lo que Gantvoort llevaba encima esta noche? —pregunto O’Gar.
—No, señor. Creo que está todo aquí. El reloj y la cadena, el dinero, la agenda, el monedero, las llaves, los pañuelos, la pluma… Todo, que yo sepa.
—¿Salió Charles Gantvoort esta noche?
—No, señor. Él y su esposa estuvieron en casa toda la noche.
—¿Está seguro?
Whipple meditó un momento.
—Sí, señor. Casi seguro. Puedo decirle con absoluta certeza que la señora Gantvoort no salió. La verdad es que al señorito Charles no le vi desde las ocho aproximadamente, hasta las once, hora en que bajó con este caballero —dijo señalándome—. Pero estoy casi seguro de que no salió. Creo recordar que la señora Gantvoort me dijo que estaba en casa.
O’Gar le hizo entonces otra pregunta que en aquel momento me sorprendió.
—¿Qué clase de botonadura llevaba el señor Gantvoort?
—¿Se refiere usted a don Leopoldo?
—Sí.
—Era una botonadura lisa, de oro. Los botones estaban hechos de una pieza y llevaban el contraste de un joyero de Londres.
—¿Los reconocería si los viera?
—Sí, señor.
Luego dejamos a Whipple regresar a casa.
—¿No cree —pregunté a O’Gar una vez que nos quedamos solos frente a aquel escritorio cubierto de pistas que aún no significaban absolutamente nada para mí— que es hora de que empiece a ponerme al día?
—Creo que sí. Escúcheme bien. Un hombre llamado Lagerquist, dueño de una tienda de ultramarinos, atravesaba en su automóvil esta noche el parque de Golden Gate, cuando pasó junto a un coche estacionado con los faros apagados en una avenida oscura. La postura del hombre que había en el interior le pareció rara e informó de ello al primer agente de policía que encontró.
—El agente halló a Gantvoort sentado al volante con la cabeza aplastada, y este cacharro —continuó poniendo la mano sobre la máquina de escribir manchada de sangre— sobre el asiento de al lado. Eran las diez menos cuarto. El forense dice que le mataron machacándole el cráneo con esta máquina de escribir. Los bolsillos del traje de la víctima estaban vueltos hacia fuera, y sobre el suelo y los asientos del automóvil hallamos diseminados los objetos que ve sobre el escritorio, exceptuando el monedero nuevo. En el coche encontramos también este dinero, cerca de cien dólares. Entre los papeles hallamos éste.
Me alargó una hoja de papel blanco en la que alguien había escrito a máquina lo siguiente:
L. F. G.
Quiero lo que es mío. Nueve mil kilómetros y veintiún años no te bastarán para ocultarte a la víctima de tu traición. Estoy dispuesto a tener lo que me robaste.
E. B.

—L. F. G. puede ser Leopoldo F. Gantvoort —dije—, y E. B. puede ser Emil Bonfils. Veintiún años serían los transcurridos entre 1902 y 1923, y nueve mil kilómetros es aproximadamente la distancia que hay de París a San Francisco.
Dejé la carta sobre la mesa y tomé el joyero. Era de un material negro que imitaba piel y estaba forrado de satén blanco. Carecía de marca alguna.
Después examiné los casquillos. Eran del calibre cuarenta y cinco y mostraban en la ojiva una muesca en forma de cruz, viejo truco que permite que la bala se aplane como un platillo cuando llega a su destino.
—¿Los encontraron en el automóvil?
—Sí. Y esto también.
O’Gar sacó del bolsillo de su chaleco un mechón de cabellos rubios de unos tres o cuatro centímetros de longitud. No había sido arrancado, sino cortado.
—¿Algo más?
La serie de hallazgos parecía interminable.
Tomó el monedero nuevo que estaba sobre el escritorio, el que tanto Whipple como Charles Gantvoort habían negado que fuera propiedad del muerto, y me lo alargó.
—Esto lo hallamos en la carretera, a un metro del coche aproximadamente.
Era un monedero de poco precio y no llevaba ni la marca del fabricante ni las iniciales de su propietario. En su interior había dos billetes de diez dólares, tres recortes de periódico y una lista mecanografiada de seis nombres, encabezados por el de Gantvoort, con sus respectivas direcciones.
Al parecer, los tres recortes procedían de las columnas de anuncios personales de tres periódicos distintos, pues el tipo de letra era diferente en los tres casos. Decían lo siguiente:
GEORGE. Todo está dispuesto. No esperes demasiado. D. D. D.
R. H. T. No contestan. FLO
CAPPY. A las doce en punto, y de punta en blanco. BINGO
Los nombres y direcciones que aparecían bajo el de Gantvoort en la lista mecanografiada eran:
Quincy Heathcote, calle Jason, 1223, Denver; B. D. Thornton, calle Hughes, 96, Dallas; Luther G. Randall, calle Columbia, 615, Portsmouth; J. H. Boyd Willis, calle Harvard, 5444, Boston; Hannah Hindmarsh, calle 79 E., 218, Cleveland.
—¿Qué más? —pregunté después de examinar la lista.
El sargento no había agotado aún las existencias.
—Cuando hallamos a la víctima los botones del cuello de la camisa habían desaparecido, aunque tanto éste como la corbata seguían en su lugar. Faltaba también el zapato izquierdo. Hemos buscado por todas partes, pero no hemos podido hallar ni uno ni otros.
—¿Es eso todo?
Ya estaba preparado para oír cualquier cosa.
—¡No sé qué más quiere usted, demonios! —gruñó—. ¿Es que no le parece bastante?
—¿Qué me dice de las huellas?
—Nada. Las únicas que encontramos pertenecían al muerto.
—¿Y el automóvil en que le hallaron?
—Pertenece a un médico, el doctor Wallace Girargo. Llamó esta tarde a las seis para informar de que se lo habían robado en las cercanías del cruce de la calle McAllister y la calle Polk. Estamos investigando sus antecedentes, pero creo que es persona honrada.
Los objetos que Whipple y Charles Gantvoort habían identificado como propiedad de la víctima no nos dijeron nada. Los examinamos cuidadosamente sin resultado. La agenda contenía muchos nombres y direcciones, pero nada que pareciera tener que ver con el caso. Las cartas carecían de importancia.
El número de serie de la máquina de escribir con que se cometió el crimen había sido borrado, probablemente con una lima.
—¿Qué opina usted de todo esto? —me preguntó O’Gar cuando, terminada la inspección, nos arrellanamos en sendos sillones a fumar un cigarro.
—Tenemos que encontrar a Emil Bonfils.
—No es mala idea —gruñó—. Creo que lo mejor será que nos pongamos en contacto con las cinco personas cuyos nombres aparecen en la lista que encabeza el de Gantvoort. ¿Cree que puede tratarse de una lista de futuras víctimas? ¿Estará dispuesto Bonfils a matarlos a todos?
—Quizá. En cualquier caso, tenemos que localizarlos. Es posible que haya matado ya a alguno, pero muertos o no es evidente que tienen que ver con el asunto. Enviaré un telegrama a las sucursales de la agencia con los nombres que figuran en la lista y veré si pueden averiguar también la procedencia de los recortes de prensa.
O’Gar miró su reloj y bostezó.
—Son más de las cuatro. ¿Qué le parece si dejamos esto y nos vamos a dormir? Dejaré un recado al técnico del departamento para que compare el tipo de la máquina de escribir con la carta firmada E. B. y con la lista de nombres, y me diga si las escribieron con ella. Supongo que sí, pero tenemos que asegurarnos. Tan pronto como amanezca haré que registren el parque en que hallaron a Gantvoort. Quizá puedan encontrar el zapato y los botones desaparecidos. Mandaré también un par de hombres a recorrer todas las tiendas de máquinas de escribir de la ciudad. Veremos si pueden averiguar de dónde procede ésta.
Me detuve en la oficina de telégrafos más cercana y envié unos cuantos telegramas. Después me dirigí a casa. Aquella noche mis sueños no estuvieron ni remotamente relacionados con crímenes ni con trabajo.
A las once en punto de la mañana siguiente, cuando fresco y animoso y con cinco horas de sueño en mi haber llegué a la jefatura de policía, hallé a O’Gar inclinado sobre su escritorio mirando con asombro un zapato negro, media docena de botones de oro, una llave oxidada y un periódico arrugado que se alineaban ante él.
—¿Qué es eso? ¿Recuerdos de su boda?
—Como si lo fueran —respondió con voz cargada de disgusto—. Escuche esto. Uno de los conserjes del Banco Nacional de Hombres del Mar se disponía a limpiar el local esta mañana cuando halló un paquete en el vestíbulo. Se trataba de este zapato, el que nos faltaba de Gantvoort. Iba envuelto en una hoja del Philadelphia Record con fecha de hace cinco días. Con el zapato iban estos botones y esta llave vieja. Como verá, el tacón del zapato ha sido arrancado y no lo hemos hallado todavía. Whipple ha identificado el zapato y dos de los botones sin la menor dificultad, pero dice no haber visto nunca la llave. Los otros cuatro botones son nuevos y de los más corrientes, de oro chapado. La llave parece que no se ha usado en mucho tiempo. ¿Qué deduce usted de todo esto?
No pude deducir nada.
—¿Cómo se le ocurrió al conserje entregar esto a la policía?
—Los periódicos de la mañana publicaron la noticia del crimen y en ella se hacía referencia al zapato y a los botones.
—¿Qué han averiguado de la máquina de escribir? —pregunté.
—Se ha comprobado que fue con ella con la que escribieron la carta y la lista de nombres, pero no hemos podido descubrir su procedencia. Hemos hecho todas las averiguaciones necesarias con respecto a los movimientos del propietario del automóvil durante la noche de ayer y está al abrigo de toda sospecha. Lo mismo ocurre con Lagerquist, el que encontró a Gantvoort. Y usted, ¿qué hizo?
—Aún no he recibido respuesta a los telegramas que envié anoche. Pasé por la agencia esta mañana antes de venir aquí y encargué a cuatro detectives que recorrieran todos los hoteles de la ciudad para ver si pueden hallar a algún Bonfils. En el listín de teléfonos figuran dos o tres familias con ese apellido. También envié un telegrama a nuestra agencia en Nueva York para que revisen las listas de pasajeros llegados recientemente al puerto y mandé un cable a nuestro corresponsal en París para ver qué puede averiguar allí.
—Supongo que antes de nada deberíamos ver a Abernathy, el abogado de Gantvoort, y a esa tal señorita Dexter —dijo el sargento.
—Estoy de acuerdo —asentí—. Vamos a tantear al abogado primero. Tal como están las cosas, es el más importante en este momento.
Murray Abernathy, abogado de profesión, era un caballero alto y delgado que hablaba con lentitud y mostraba una acérrima adhesión a las camisas de pechera almidonada. Por exceso de lo que consideraba ética profesional, se negó a darnos toda la información que deseábamos. Pero le dejamos divagar a su modo y así conseguimos averiguar algunos datos. Lo que nos dijo fue más o menos lo siguiente:
Leopoldo Gantvoort y Creda Dexter pensaban casarse el miércoles siguiente. Tanto el hijo de él como el hermano de ella se oponían a la boda, de modo que la pareja había decidido contraer matrimonio secretamente en Oakland y embarcarse para Oriente la misma tarde de la boda pensando que para cuando acabara la larga luna de miel, ambas familias se habrían resignado a su unión.
Gantvoort había redactado un nuevo testamento por el que dejaba la mitad de su fortuna a su nueva esposa y la otra mitad a su hijo y a su nuera, pero no había firmado aún el documento y Creda Dexter lo sabía. No ignoraba tampoco, y éste fue uno de los pocos puntos en que Abernathy se mostró explícito, que de acuerdo con el testamento anterior aún en vigor, toda la fortuna pasaba a Charles Gantvoort y a su esposa.
Basándonos en alusiones y medias palabras de Abernathy, dedujimos que la fortuna de Gantvoort ascendía a millón y medio de dólares aproximadamente. El abogado afirmó ignorar todo lo referente a Emil Bonfils y a las amenazas dirigidas contra su cliente. No sabía, o no quiso decirnos, nada que viniera a arrojar un rayo de luz acerca de la naturaleza del robo de que se acusaba a Gantvoort en la carta amenazadora.
Desde la oficina de Abernathy nos dirigimos al apartamento de Creda Dexter, situado en un lujoso edificio a pocos minutos de distancia de la casa de la víctima.
Creda Dexter era una mujer menuda de poco más de veinte años. Lo que más destacaba en ella eran sus ojos, unos ojos grandes y profundos de color del ámbar, con pupilas que se movían incesantemente. Continuamente cambiaban de tamaño expandiéndose o contrayéndose, unas veces con lentitud y otras con rapidez, pasando súbitamente del tamaño de una cabeza de alfiler a amenazar con invadir el iris ambarino.
Aquellos ojos revelaban que se trataba de una mujer marcadamente felina. Todos sus movimientos eran lentos, suaves, seguros como los de una gata. Las líneas de su bonito rostro, el contorno de su boca, la nariz breve, la forma de los ojos, la hinchazón de las cejas, todo en ella era felino. Y venía a corroborar esa impresión el modo en que peinaba sus cabellos, que eran espesos y oscuros.
—El señor Gantvoort y yo —dijo una vez hechas las presentaciones— íbamos a casarnos pasado mañana. Su hijo y su nuera se oponían a nuestro matrimonio y lo mismo mi hermano Madden. Los tres creían que había demasiada diferencia de edad entre nosotros. Para evitar roces, habíamos proyectado casarnos secretamente y pasar un año o más en el extranjero. Pensábamos que para nuestro regreso habrían olvidado sus objeciones. Ese fue el motivo por el que el señor Gantvoort convenció a Madden de que fuera a Nueva York. Tenía un negocio pendiente en aquella ciudad, algo relacionado con la liquidación de sus intereses en una fundición de acero, y lo utilizó como excusa para enviar a mi hermano allí hasta que partiéramos en nuestro viaje de bodas. Madden vive conmigo y me habría sido imposible hacer todos los preparativos sin que hubiera sospechado nada.
—¿Estuvo el señor Gantvoort aquí anoche? —pregunté.
—No. Le estuve esperando porque íbamos a salir. Generalmente venía andando, pues vivía sólo a unas cuantas manzanas de este edificio. Cuando vi que eran las ocho y aún no había llegado, llamé a su casa y Whipple me dijo que había salido hacía ya casi una hora. Después volví a llamar dos veces. Esta mañana telefoneé de nuevo, antes de leer el periódico, y me dijeron que…
Al llegar a este punto se le quebró la voz. Esta fue la única muestra de emoción que dio durante toda la conversación. La idea que de ella nos habían dado Charles Gantvoort y Whipple nos había llevado a esperar una exhibición de dolor mucho más teatral. Pero Creda Dexter nos desilusionó. Se mostró comedida, discreta y ni siquiera trató de impresionarnos con sus lágrimas.
—¿Estuvo aquí anteanoche el señor Gantvoort?
—Sí. Llegó un poco después de las ocho y se quedó aquí hasta las doce. No salimos.
—¿Vino y regresó a su casa andando?
—Sí. Creo que sí.
—¿Le dijo algo acerca de que le habían amenazado de muerte?
—No.
Negó rotundamente con la cabeza.
—¿Conoce usted a un tal Emil Bonfils?
—No.
—¿Le habló alguna vez de él el señor Gantvoort?
—No.
—¿En qué hotel se aloja su hermano en Nueva York?
Las negras pupilas se dilataron abruptamente amagando con invadir hasta el blanco de sus ojos. Ese fue el primer síntoma de temor que reconocí en ella. Pero excepción hecha de aquellas pupilas delatoras, no perdió un ápice de su compostura.
—No lo sé.
—¿Cuándo salió de San Francisco?
—El jueves. Hace cuatro días.
Salimos del apartamento de Creda Dexter y recorrimos seis o siete manzanas en silencio, sumidos en nuestros pensamientos. Al fin O’Gar habló:
—Esta señora es una gatita. A las caricias responde con un ronroneo. Pero mucho cuidado porque puede sacar las garras.
—¿Qué opina de la forma en que se le dilataron las pupilas cuando le pregunté acerca de su hermano? —dije.
—Debe significar algo, pero no sé qué. Convendría investigar el asunto y ver si realmente se halla en Nueva York. Si hoy se encuentra ya allí es seguro que no pudo estar aquí anoche. Hasta el avión más rápido tarda de veintiséis a veintiocho horas en recorrer la distancia de San Francisco a Nueva York.
—Lo investigaremos —afirmé—. Me parece que Creda Dexter no está muy segura de que su hermano no tenga que ver en el asunto. Es posible que Bonfils no actuara solo. Pero no creo que Creda esté complicada en el crimen. Sabía que Gantvoort no había firmado el testamento en que la dejaba heredera y no tendría sentido que renunciara a tres cuartos de millón de dólares.
Mandamos un largo telegrama a la Agencia Continental en Nueva York y nos dirigimos a mi oficina para ver si había llegado respuesta a los cables que envié la noche anterior.
Efectivamente, había llegado.
Nuestros detectives no habían hallado el menor rastro de ninguna de las personas cuyos nombres figuraban en la lista encabezada por el de Gantvoort. Un par de las direcciones que aparecían en ella ni siquiera existían. En dos de las calles en cuestión no había casa alguna que correspondiera al número indicado, y nunca la había habido.
O’Gar y yo pasamos el resto de la tarde recorriendo la distancia que separaba la casa de Gantvoort, en Russian Hills, del inmueble donde vivían los Dexter interrogando a todo hombre, mujer y niño que viviera, trabajara o jugara a lo largo de los tres caminos distintos que la víctima podía haber seguido para ir de un edificio al otro. Nadie había oído el disparo que hizo Bonfils la noche anterior al crimen. Nadie había reparado en nada sospechoso la noche del asesinato. Nadie había visto a Gantvoort subir a un automóvil.
Fuimos a casa de Gantvoort e interrogamos de nuevo al hijo de la víctima, a la esposa de éste y a todos los criados, sin resultado. Ninguno de ellos había echado de menos nada que pudiera pertenecer a la víctima y que fuera tan pequeño como para poder ocultarlo en un tacón. El par de zapatos que llevaba Gantvoort la noche del crimen era uno de los tres pares que le habían hecho en Nueva York dos meses antes. Pudo haber arrancado el tacón del zapato izquierdo, vaciarlo lo suficiente como para introducir en él un objeto de pequeñas dimensiones y volverlo a clavar otra vez, aunque Whipple insistía en que, a menos que la operación la hubiera llevado a cabo un experto, él habría reparado en ello.
Agotadas las posibilidades del interrogatorio, regresamos a la agencia. En ese momento acababan de recibir un telegrama de la oficina de Nueva York según el cual durante los seis meses anteriores al crimen no había llegado a ese puerto ningún Emil Bonfils ni desde Inglaterra, ni desde Francia, ni desde Alemania.
Los detectives que habían recorrido la ciudad tratando de localizar a todos los apellidados Bonfils tampoco habían averiguado nada de interés. Habían hallado, e investigado, a once Bonfils en San Francisco, Oakland, Berkeley y Alameda, pero ninguno tenía nada que ver con el crimen ni sabían nada de ningún Emil Bonfils. La búsqueda por los hoteles tampoco había dado resultado.

viernes, 17 de febrero de 2017

Philip K. Dick El informe de la minoría Minority Report.


Terminamos la semana del CYBERPUNK con el fragmento de la novela EL INFORME DE LA MINORÍA del escritor Philip K. Dick.
“Tres personas con capacidades precognitivas, los Precogs, ayudan a la policía de la unidad de Precrimen a descubrir los crímenes antes de que se produzcan. John Anderton es un policía perteneciente a la Unidad de Precrimen que, durante un día de servicio, descubre que en escasas horas él mismo acabará con la vida de una persona a la que no conoce. Habrá de escapar en un intento de demostrar su inocencia y descubrir los sucesos que le arrastrarán hacia el inexorable homicidio.”
Fuente: N.N.
Philip K. Dick

 El informe de la minoría


Minority Report
 Minority Report
 El informe de la minoría


El primer pensamiento que tuvo Anderton al ver al joven fue: «Me estoy poniendo calvo, gordo y viejo». Pero no lo expresó en voz alta. En su lugar, echó el sillón hacia atrás, se incorporó y salió resueltamente al encuentro del recién llegado extendiendo rápidamente la mano en una cordial bienvenida. Sonriendo con forzada amabilidad, estrechó la mano del joven.
—¿Señor Witwer? —dijo, tratando de que sus palabras sonaran en el tono más amistoso posible.
—Así es —repuso el recién llegado—. Pero mi nombre es Ed para usted, por supuesto. Es decir, si usted comparte mi disgusto por las formalidades innecesarias.
La mirada de su rubio semblante, lleno de confianza en sí mismo, mostraba que la cuestión debería quedar así definitivamente resuelta. Serían Ed y John: todo iría sobre ruedas con aquella cooperación mutua desde el mismo principio.
—¿Tuvo usted dificultad en hallar el edificio? —preguntó a renglón seguido Anderton, con cierta reserva, ignorando el cordial comienzo de su conversación instantes atrás. Buen Dios, tenía que asirse a algo. Se sintió lleno de temor y comenzó a sudar.
Witwer había comenzado a moverse por la habitación como si ya todo le perteneciese, como midiendo mentalmente su tamaño. ¿No podría haber esperado un par de días como lapso de tiempo decente para aquello?
—Ah, ninguna dificultad —repuso Witwer, con las manos en los bolsillos. Con vivacidad, se puso a examinar los voluminosos archivos que se alineaban en la pared—. No vengo a su agencia a ciegas, querido amigo, ya comprenderá. Tengo un buen puñado de ideas de la forma en que se desenvuelve el Precrimen.
Todavía un poco nervioso, Anderton encendió su pipa.
—¿Y cómo funciona? Me gustaría conocer su opinión.
—No mal del todo —repuso Witwer—. De hecho, muy bien.
Anderton se le quedó mirando.
—¿Ésa es su opinión particular?
—Privada y pública. El Senado está satisfecho con su trabajo. En realidad, está entusiasmado. —Y añadió—: Con el entusiasmo con que puede estarlo un anciano.
Anderton sintió un desasosiego interior, que supo mantener controlado, permaneciendo impasible. Le costó, no obstante, un gran esfuerzo. Se preguntaba qué era realmente lo que Witwer pensaba, lo que se encerraba en aquella cabeza. El joven tenía unos azules y brillantes ojos… turbadoramente inteligentes. Witwer no era ningún tonto. Y sin la menor duda, debería estar dotado de una gran dosis de ambición.
—Según tengo entendido —dijo Anderton— usted será mi ayudante hasta que me retire.
—Así lo tengo entendido yo también —replicó el otro, sin la menor vacilación.
—Lo que puede ser este año, el próximo… o dentro de diez. —La pipa tembló en las manos de Anderton—. No tengo prisa por retirarme ni estoy bajo presión alguna en tal sentido. Yo fundé el Precrimen y puedo permanecer aquí tanto tiempo como lo desee. Es una decisión puramente mía.
Witwer aprobó con un gesto de la cabeza, con una expresión absolutamente normal.
—Naturalmente.
Con cierto esfuerzo Anderton habló con el tono de la voz algo más frío.
—Yo deseo solamente que las cosas discurran correctamente.
—Desde el principio —convino Witwer—. Usted es el Jefe. Lo que usted ordene, eso se hará. —Y con la mayor evidencia de sinceridad, preguntó—: ¿Tendría la bondad de mostrarme la organización? Me gustaría familiarizarme con la rutina general, tan pronto como sea posible.
Conforme iban caminando entre las oficinas y despachos alumbrados por una luz amarillenta, Anderton dijo:
—Le supongo conocedor de la teoría del Precrimen, por supuesto. Presumo que es algo que debe darse por descontado.
—Conozco la información que es pública —repuso Witwer—. Con la ayuda de sus mutantes premonitores, usted ha abolido con éxito el sistema punitivo post criminal de cárceles y multas. Y como todos sabemos, el castigo nunca fue disuasorio, ni pudo proporcionar mucho consuelo a cualquier víctima ya muerta.
Ya habían llegado hasta el ascensor y mientras descendían hasta niveles inferiores, Anderton dijo:
—Tendrá usted ya una idea de la disminución del porcentaje de criminalidad con la metodología del Precrimen. Lo tomamos de individuos que aún no han vulnerado la Ley.
—Pero que seguramente lo habrían hecho —repuso Witwer convencido.
—Felizmente no lo hicieron… porque les detuvimos antes de que pudieran cometer cualquier acto de violencia. Así, la comisión del crimen por sí mismo es absolutamente una cuestión metafísica. Nosotros afirmamos que son culpables. Y ellos, a su vez, afirman constantemente que son inocentes. Y en cierto sentido, son inocentes.
El ascensor se detuvo y salieron nuevamente hacía otro corredor alumbrado con igual luz amarillenta.
—En nuestra sociedad no tenemos grandes crímenes —continuó Anderton—, pero tenemos todo un campo de detención lleno de criminales en potencia, criminales que lo serían efectivamente.
Se abrieron y cerraron una serie de puertas, hasta llegar al ala del edificio que se ocupaba del problema analítico. Frente a ellos surgían unos impresionantes bancos de equipo especializado, receptores de datos, y ordenadores que estudiaban y reestructuraban el material que iba llegando. Y más allá, de la maquinaria, los premonitores sentados, casi perdidos a la vista entre una red inextricable de conexiones y cables.
—Ahí están —dijo Anderton—. ¿Qué piensa usted de ellos?
A la luz incierta de aquella enorme habitación, los tres idiotas farfullaban palabras ininteligibles. Cada palabra soltada al azar, murmurada sin ton ni son en apariencia, era analizada, comparada, reajustada en forma de símbolos visuales y transcritos en tarjetas perforadas convencionales que se introducían en las ranuras de los ordenadores. A todo lo largo del día, aquellos idiotas balbuceaban entre sí o aisladamente, prisioneros en sus sillas especiales de alto respaldo, sujetados de forma especial en una rígida posición por bandas de metal, grapas y conexiones.
Sus necesidades físicas eran atendidas automáticamente. No tenían necesidades espirituales en ningún sentido. Al igual que vegetales, se movían, se retorcían y existían. Sus mentes permanecían nubladas, confusas, perdidas en las sombras. Pero no las sombras del presente. Las tres murmurantes criaturas con sus enormes cabezas y estropeados cuerpos estaban contemplando el futuro. La maquinaria analítica registraba sus profecías y los tres idiotas premonitores hablaban, mientras que las máquinas escuchaban cuidadosamente.
Por primera vez, la confiada cara de Witwer pareció perder seguridad. En sus ojos apareció una desmayada expresión de sentirse enfermo, como una mezcla de vergüenza y de shock moral.
—No es… agradable —murmuró—. Nunca pude imaginarme que fueran tan… —Luchó con su mente para encontrar la palabra adecuada—. Tan… deformes.
—Sí, deformes y retrasados —convino Anderton al instante—. Especialmente aquella chica, Dona. Tiene cuarenta y cinco años pero el aspecto de una niña de diez. El talento lo absorbe todo: su facultad especial de premonición del porvenir altera el equilibrio del área frontal. Pero ¿para qué vamos a preocuparnos? Conseguimos sus profecías. Aquí tienen cuanto necesitan. Ellos no comprenden absolutamente nada de esto, pero nosotros sí.
Algo sobrecogido por el espectáculo, Witwer atravesó la habitación y se dirigió hacia la maquinaria. De un recipiente tomó un paquete de fichas.
—¿Son éstos los nombres que han surgido?
—Desde luego que sí. —Y frunciendo el ceño, Anderton tomó las fichas de manos de Witwer—. No he tenido aún la oportunidad de examinarlas —explicó guardándose para sí la preocupación que aquello le causaba.
Fascinado, Witwer observaba cómo las máquinas de tanto en tanto expulsaban una ficha sobre un recipiente. Después continuaban con otra y una tercera. De los discos que zumbaban con un murmullo constante, surgían fichas, una tras otra.
—¿Los premonitores ven muy lejos en el futuro? —preguntó Witwer.
—Sólo ven una extensión relativamente limitada —le informó Anderton—. Una semana o dos como mucho. Muchos de sus datos son inútiles para nuestro trabajo… simplemente sin importancia para nuestra investigación. Pasamos esas informaciones a otras agencias. Agencias que, a cambio, nos pasan otros informes interesantes. Cada agencia importante tiene su subterráneo de «monos» guardados como un tesoro.
—¿«Monos»? —dijo Witwer mirándole con desagrado—. Oh, sí, ya comprendo. Es una curiosa forma de expresarlo.
—Muy adecuada —automáticamente, Anderton recogió las últimas fichas expulsadas por los ordenadores—. Algunos de estos nombres tienen que ser totalmente descartados. Y la mayor parte de los que quedan se refieren a delitos poco importantes, como los de evasión de impuestos, asalto o extorsión. Como estoy seguro que usted ya sabe, el Precrimen ha rebajado las fechorías en un 99%. Apenas si se dan casos actualmente de traición o asesinato. Después de todo, el delincuente sabe que lo confinaremos en un campo de detención una semana antes de que tenga la oportunidad de cometer el crimen.
—¿En qué ocasión se cometió el último asesinato? —Preguntó Witwer.
—Hace cinco años.
—¿Y cómo ocurrió?
—El criminal escapó de nuestros equipos. Teníamos su nombre… de hecho teníamos todos los detalles del crimen, incluido el nombre de la víctima. Sabíamos también el momento exacto y el lugar preciso del planeado acto de violencia que iba a cometerse. Pero a despecho nuestro y de todo, el criminal consiguió llevarlo a cabo. —Anderton se encogió de hombros—. Después de todo, resulta imposible cogerlos a todos. —Barajó las fichas con las manos—. Sin embargo, conseguimos evitar la mayoría.
—Un crimen en cinco años —murmuró Witwer, en cuya voz se advertía que retornaba la confianza perdida—. Es realmente un récord impresionante… algo para sentirse orgulloso.
—Yo me siento orgulloso —repuso con calma—. Hace treinta años descubrí la teoría… allá en aquellos días cuando los crímenes se producían abundantemente. Vi proyectado hacia el futuro algo de un incalculable valor social.
Alargó el paquete de tarjetas a Wally Page, su subordinado a cargo del equipo de «monos».
—Vea usted cuáles necesitamos —le dijo—. Utilice su propio criterio.
Mientras Page desaparecía con las fichas, Witwer dijo pensativamente:
—Pues creo que es una gran responsabilidad.
—Sí, lo es —convino Anderton—. Si dejamos que un criminal se escape —como ocurrió hace cinco años— tenemos una vida humana en nuestra conciencia. Nosotros somos los únicos responsables. Si fallamos, alguien puede perder la vida.
Amargamente, recogió tres nuevas fichas acabadas de surgir del ordenador.
—Es una cuestión de confianza pública.
—¿Y no se sienten ustedes tentados a…? —Witwer vaciló—. Quiero decir, algunos de los hombres que ustedes detienen por este procedimiento tendrán que ofrecerles muchas posibilidades.
—En general enviamos un duplicado de las tarjetas del archivo al Cuartel General Superior del Ejército. Allí se comprueba cuidadosamente. Así pueden también seguir nuestro trabajo. —Anderton lanzó un vistazo a la parte superior de una de las fichas recién salidas—. Así, aunque nosotros deseásemos aceptar un…
Se detuvo de repente, con los labios apretados.
—¿Ocurre algo? —Preguntó Witwer alarmado.
Cuidadosamente, Anderton dobló la ficha y la depositó en uno de sus bolsillos.
—Ah… nada —murmuró—. No es nada, nada en absoluto.
La dureza de la voz de Anderton puso alerta a Witwer.
—Con sinceridad, a usted le disgusto yo.
—Es cierto —admitió Anderton—. No me gusta. Pero…
En realidad no era aquél el motivo. No parecía posible; no era posible. Algo iba mal en todo aquello. Perplejo, trató de aclararse su mente confusa.
Sobre aquella ficha estaba escrito su nombre. En la primera línea… ¡Y acusado de un futuro asesinato! De acuerdo con las señales codificadas, el Comisario del Precrimen John A. Anderton iba a matar a un hombre… y dentro de la próxima semana.
Con una absoluta y total convicción, él no podía creer semejante cosa.
* * *

En la oficina exterior, hablando con Page se hallaba la esbelta y atractiva joven esposa de Anderton, Lisa. Estaba enzarzada en una animada y aguda conversación de política y apenas si miró de reojo cuando entró su marido acompañado de Witwer.
—Hola, querida —saludó Anderton.
Witwer permaneció silencioso. Pero sus pálidos ojos se animaron al posar su mirada sobre la cabellera de la mujer vestida de uniforme. Lisa era un oficial ejecutivo del Precrimen, pero una vez había sido, según ya conocía Witwer, la secretaria de Anderton.
Dándose cuenta del interés que se reflejaba en el rostro de Witwer, Anderton se detuvo reflexionando. Colocar la ficha en las máquinas requeriría un cómplice del interior del Servicio, la ayuda de alguien que estuviese íntimamente conectado con el Precrimen y tuviese acceso al equipo analítico. Lisa era un elemento improbable. Pero la posibilidad existía.
Por supuesto que la conspiración podría hacerse en gran escala y de forma muy elaborada, implicando mucho más que el sencillo hecho de insertar una cartulina perforada en cualquier lugar del proceso. Los datos originales en sí mismos tendrían que ser deliberadamente cambiados. Por el momento, no había forma de decir de qué modo podría llevarse a cabo tal alteración. Un frío nervioso le recorrió la espalda, al comenzar a entrever las posibilidades del asunto. Su impulso original —abrir las máquinas decididamente y suprimir todos los datos— resultaba inútilmente primitivo. Probablemente los registros concordaban con la ficha: no haría sino incriminarse a sí mismo en el futuro. Disponía de aproximadamente veinticuatro horas. Después, la gente del Ejército desearía comprobar seguramente las fichas y descubrirían la discrepancia. Y encontrarían en sus archivos el duplicado de una ficha de la que él se habría apropiado. Él sólo tenía una de las dos copias, lo que significaba que la ficha que se hallaba doblada en su bolsillo estaría a aquellas horas sobre la mesa de Page a la vista de todo el mundo.
Desde el exterior del edificio le llegó el tronar y los aullidos de una patrulla de coches de la policía. ¿Cuántas horas pasarían antes de que fueran a detenerse en la puerta de su casa?
—¿Qué te ocurre, cariño? —Le preguntó Lisa inquieta—. Tienes el aspecto del que ha visto a un fantasma. ¿Te encuentras bien?
—Oh, sí, perfectamente.
Lisa se dio cuenta en el acto del escrutinio admirativo de que estaba siendo objeto por parte de Witwer.
—¿Es este caballero tu nuevo colaborador, querido? —preguntó.
Un poco distraído y confuso, Anderton se apresuró a presentar a su nuevo colega. Lisa sonrió en amistoso saludo. ¿Pasó entre ellos como un encubierto entendimiento? No pudo decirlo. Santo Dios, ya estaba empezando a sospechar de todo el mundo… no solamente de su esposa y de Witwer sino de una docena de miembros de su personal.
—¿Es usted de Nueva York? —preguntó Lisa.
—No —replicó Witwer—. He vivido la mayor parte de mi vida en Chicago. Estoy en un hotel… uno de esos grandes hoteles del centro de la ciudad. —Espere… tengo el nombre escrito en una tarjeta por aquí en cualquier parte.
Mientras se rebuscaba por los bolsillos, Lisa sugirió:
—Tal vez le gustaría cenar con nosotros. Tendremos que trabajar en íntima cooperación y pienso que realmente deberíamos conocernos mejor.
Asombrado, Anderton se sintió deprimido. ¿Qué oportunidades serían las que proporcionaría la actitud amistosa de su mujer? Profundamente conturbado se dirigió impulsivamente hacia la puerta.
—¿Adónde vas? —Preguntó Lisa asombrada.
—Vuelvo con los «monos» —repuso Anderton—. Quiero hacer una comprobación relativa a unos datos desconcertantes, antes de que el Ejército los vea.
Ya estaba fuera en el corredor antes de que ella pudiese pensar en una forma razonable de detenerlo. Rápidamente se dirigió hacia la rampa del extremo opuesto. Estaba ya a punto de desaparecer de la vista cuando Lisa apareció jadeante de la carrera emprendida tras él.
—Pero ¿qué es lo que te ocurre, hombre de Dios? —Tomándole por una manga y tirando fuerte hacia ella, se situó a su lado—. Sabía que te marchabas —exclamó Lisa bloqueándole el camino—. ¿Qué te pasa? Todo el mundo va a pensar que tú… —Se contuvo controlándose para añadir—: Quiero decir, que te estás comportando de una forma errática y extraña.
Una multitud de gente les envolvió, la muchedumbre usual de la tarde. Ignorando a todo el mundo, Anderton apretó el brazo de su mujer.
—Voy a salir fuera —dijo—, mientras que aún es tiempo.
—Pero, ¿por qué?
—Estoy siendo tratado de una forma deliberadamente maliciosa. Ese hombre ha venido a quedarse con mi trabajo. El Senado quiere echarme sirviéndose de él.
Lisa le miró asombrada.
—Pero si parece una persona encantadora…
—Sí, encantadora como una serpiente de agua.
Lisa reflejó en su rostro su desconcierto.
—No lo creo. Querido, creo que estás bajo los efectos de un exceso de trabajo. —Sonriendo inciertamente balbuceó—: No resulta realmente creíble que Ed Witwer esté tratando de minarte el terreno. ¿Cómo podría hacerlo aunque quisiera? Seguramente que Ed…
—¿Ed?
—Ése es su nombre, ¿no es así?
Los ojos de Lisa se dilataron de asombro y de desconcierto y brillaron en una muda protesta.
—Cielo santo, estás sospechando de todo el mundo. Parece como si creyeses que yo también estoy mezclada en alguna clase de conspiración contra ti, ¿verdad?
Su marido consideró un instante la cuestión.
—Pues… no estoy muy seguro.
Lisa se le aproximó con ojos acusadores.
—Eso no es cierto. Ni tú mismo lo crees. Tal vez deberías marcharte de vacaciones por un par de semanas. Necesitas desesperadamente un descanso. Toda esta tensión y este trauma producido por la llegada de un joven… Estás actuando como un paranoico. ¿Es que no puedes verlo? Dime, ¿tienes alguna prueba de lo que estás diciendo?
Anderton sacó su billetera y extrajo de ella la ficha doblada.
—Examina esto cuidadosamente —le dijo a su mujer.
El color se escapó de las mejillas de Lisa, dejando escapar un sonido entrecortado.
—La trama es claramente evidente —le dijo Anderton—. Esto dará a Witwer un claro pretexto, legal al mismo tiempo, para suprimirme de aquí inmediatamente. No tendrá que esperar a que yo presente mi dimisión. Ellos saben que puedo prestar aún unos años más de servicio.
—Pero…
—Y eso acabará con el sistema de equilibrio y de comprobación. El Precrimen dejará de ser una agencia independiente. El Senado controlará la policía y después… —Su labios se apretaron en un rictus amargo—. Absorberán igualmente al Ejército también. Bien, eso sería una consecuencia lógica. Naturalmente, siento hostilidad y resentimiento hacia Witwer, y por supuesto que tengo motivos para proceder así. A nadie le gusta ser reemplazado por un joven y puesto en la lista de los inútiles. En su día eso resultaría totalmente plausible, excepto que no tengo ni la más remota intención de matar a Witwer. Pero no puedo probarlo. Y así las cosas, ¿qué es lo que puedo hacer?
En silencio, con la cara blanca por una intensa palidez, Lisa sacudió la cabeza.
—Pues yo… yo no sé, querido. Si sólo…
—Ahora mismo —declaró abruptamente Anderton—. Me voy a casa y empaquetaré mis cosas. Creo que es lo mejor que puedo hacer.
—Y vas realmente a… ¿Esconderte por ahí?
—Así voy a hacerlo. Me iré aunque sea a las colonias lejanas del sistema de Centauro si es preciso. Ya se ha hecho antes con éxito y aún dispongo de veinticuatro horas para hacerlo. —Se volvió resueltamente—. Vuelve al interior. No hay nada que hablar de que vengas conmigo.
—¿Imaginaste que lo haría? —preguntó Lisa.
Sorprendido, Anderton la miró fijamente.
—¿No lo hubieras hecho? No, ya veo que no me crees. Todavía piensas que estoy imaginando todo esto… —Y sacudió nerviosamente la ficha entre las manos—. Ni incluso con esta evidencia estás convencida.
—No —convino rápidamente Lisa—. No lo estoy. Creo que no has considerado bien de cerca la cuestión, querido. El nombre de Ed Witwer no está en ella.
Incrédulo, Anderton tomó la ficha de manos de su mujer.
—Nadie dice que tú tengas que matar a Ed Witwer —continuó Lisa rápidamente en un tono vivaz—. La ficha debe ser verdadera, ¿comprendes? Pero nada tiene que ver con Ed Witwer. Él no está intrigando contra ti, ni ninguna persona más tampoco.
Demasiado confuso para responder, Anderton permaneció sin quitar los ojos de la ficha de cartulina. Ella tenía razón. Ed Witwer no estaba catalogado como su víctima. Sobre la línea quinta, la máquina había estampado nítidamente otro nombre:
LEOPOLD KAPLAN.
Aturdido, volvió a guardarse la ficha en el bolsillo. Jamás había oído ese nombre en toda su vida.

Fuente:
Título original: Minority Report
Philip K. Dick, 1956
Traducción: Manuel Mata Álvarez-Santullano, Carlos Gardini
Editor digital: Titivillus
ePub base r1.2


jueves, 16 de febrero de 2017

WILLIAM GIBSON. NOVELA: PAÍS DE ESPÍAS.



 William Gibson.
SEMANA DEL CYBERPUNK.
 El cyberpunk es una corriente comercial? Sin lugar a dudas pero,  debemos de señalar que con la globalización nada se escapa a lo “comercial”. Basta  saber del cómo las editoriales españolas como Seix Barral, Planeta,  Alfaguara entre muchas otras han pasado a mega corporaciones como Random House.
Sin embargo, el fenòmero literario del Cyberpunk es un subgénero que gusta, que está ahí,y  llegó para quedarse.

¿Quién acuñó el término de cyberpunk? Se dice que quien popularizó el concepto o acuño el término de cyberpunk  fue Gartneer Dozois entre otros.
J.MÉNDEZ-LIMBRICK.

“La película Blade Runner (1982), adaptada del libro ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas? de Philip Kindred Dick, se ubica en una distopía futura en la cual seres manufacturados llamados replicantes (en la novela, andrillos) son usados como esclavos en colonias del espacio, y en la Tierra presa de varios cazadores de recompensas, quienes se encargan de "retirarlos" (matarlos). Aunque Blade Runner no fue un éxito en su lanzamiento, encontró un gran nicho en el mercado de alquiler de películas. Puesto que la película omite los elementos religiosos y míticos de la novela de Dick (por ejemplo, cajas de empatía y Wilbur Mercer), cae más estrictamente dentro del género ciberpunk que la novela. William Gibson revelaría después que la primera vez que vio la película, se había sorprendido mucho de cómo la apariencia de esta película era similar a su visión cuando estaba trabajando en Neuromancer. Aunque no fue hasta principios de los noventa cuando se consagró como un género de denominación popular, gracias a numerosas películas, entre las que destacan Hardware o Death Machine”.
Fuente: wikipedia.

(Fragmento).

    Hollis Henry, ex cantante pop, ahora trabaja de periodista. Una revista poco común llamada Node le encarga a Hollis que localice a Bobby Chombo, un artista multimedia creador de un fascinante artilugio mezcla de GPS y generador de hologramas. El problema es que Bobby también hace algunos trabajos para los militares. Y por eso, nunca duerme dos veces en el mismo lugar. Y no quiere conocer a nadie. Mucho menos a Hollis.
    Tito, un cubano de raíces chinas, se dedica a delicadas y complejas operaciones de espionaje y transferencia de información. Ahora acaba de recibir una nueva misión, tan peligrosa que tendrá que dejar su casa, empezar una nueva vida en otra parte y posiblemente no volver a ver a su familia nunca más.
    Milgrim es un adicto a las drogas de diseño. Además, es un gran conocedor del idioma ruso. Milgrim está en manos de Brown, un hombre misterioso que lo tiene secuestrado y lo utiliza para sus propios fines; Milgrim no sabe cuáles son esos fines, pero sospecha que detrás hay intrincadas redes de espionaje militar.
   
 William Gibson

 País de espías


   
    Traducción de Rafael Marín

   
   
   
 
    Para Deborah

   
 Febrero de 2006


   
 1
 Lego blanco


   
    —Rausch —dijo la voz del móvil de Hollis Henry—. Nódulo.
    Ella se volvió hacia la lámpara de la mesita de noche, que iluminaba la lata vacía de Asahi Draft del Punto Rosa, y su PowerBook repleto de pegatinas, cerrado y dormido. Lo envidió.
    —Hola, Philip.
    Nódulo era su empresa actual, hasta el punto que podía considerarse como tal, y Philip Rausch, su editor. Habían tenido una conversación previa, la que la había hecho venir a L. A. e instalarse en el Mondrian, pero eso había tenido más que ver con su situación financiera que con ningún poder de persuasión por parte de él. Algo en su entonación del nombre de la revista, aquella letra cursiva audible, sugería una empresa de la que estaba segura de que se cansaría pronto.
    Oyó el robot de Odile Richard chocar levemente contra algo, en la dirección del cuarto de baño.
    —Aquí son las tres —dijo Rausch—. ¿La he despertado?
    —No —mintió Hollis.
    El robot de Odile estaba hecho de piezas de Lego, Lego blanco exclusivamente, con un número indeterminado de ruedas de plástico blanco con neumáticos negros debajo, y lo que ella suponía que eran baterías solares atornilladas a la espalda. Podía oírlo moverse con paciencia, aunque algo al azar, por el suelo alfombrado de la habitación. ¿Se podían comprar piezas de Lego sólo blancas? Parecía a sus anchas aquí, donde había montones de cosas blancas. Bonito contraste con las patas azul Egeo de la mesa.
    —Están listos para mostrarle su mejor pieza —dijo Rausch.
    —¿Cuándo?
    —Ahora. Ella la está esperando en el hotel. El Standard.
    Hollis conocía el Standard. Tenía alfombras de Astroturf azul real. Cada vez que iba allí le parecía que ella era lo más viejo del edificio. Tras el mostrador de recepción había una especie de terrarium gigantesco, donde a veces unas chicas en bikini étnicamente ambiguas yacían como si estuvieran tomando el sol, o estudiando grandes libros de texto profusamente ilustrados.
    —¿Se ha encargado de la factura de aquí, Philip? Cuando lo comprobé, todavía estaba cargada a mi tarjeta.
    —Ya se han hecho cargo.
    Ella no lo creyó.
    —¿Tenemos ya un plazo límite para el reportaje?
    —No. —Rausch se mordió los labios en algún lugar de Londres que ella no quería molestarse en imaginar—. El lanzamiento se ha retrasado. A agosto.
    Hollis aún tenía que conocer a alguien de Nódulo, o a alguna otra persona que escribiera para ellos. Una versión europea de Wired, parecía, aunque naturalmente nunca lo expresaban así. Dinero belga, vía Dublín, oficinas en Londres... o, si no se trataba de oficinas, al menos este Philip. Que hablaba como si tuviera diecisiete años. Diecisiete años y el sentido del humor extirpado quirúrgicamente.
    —Hay tiempo de sobra —dijo ella, sin estar muy segura de lo que quería decir, pero pensando con cierto reparo en su cuenta bancaria.
    —Ella la está esperando.
    —Muy bien.
    Hollis cerró los ojos y el teléfono.
    ¿Podías estar alojada en este hotel y seguir siendo considerada técnicamente una sin hogar?, se preguntó. Parecía que sí, decidió.
    Permaneció tendida bajo la sábana blanca, escuchando el robot de la chica francesa chocar y chasquear y dar marcha atrás. Supuso que estaba programado como una de esas aspiradoras japonesas, para seguir chocando hasta que acababa el trabajo. Odile había dicho que recopilaba datos con una unidad GPS incorporada; Hollis supuso que eso hacía.
    Se sentó, y la lujosa sábana de algodón resbaló hasta sus muslos. En el exterior, el viento encontró sus ventanas desde un nuevo ángulo. Tamborilearon de manera inquietante. Cualquier fenómeno meteorológico muy pronunciado, aquí la asustaba. Aparecería descrito en los periódicos del día siguiente, lo sabía, como una especie menor de terremoto. Quince minutos de lluvia y las zonas inferiores del centro de Beverly planchadas; peñascos del tamaño de casas que resbalaban majestuosamente por las colinas, hasta caer en cruces atestados. Ya había estado aquí antes.
    Se levantó de la cama y se acercó a la ventana, esperando no pisar al robot. Tanteó en busca del cordón que abría las pesadas cortinas blancas. Seis plantas más abajo, vio las palmeras de Sunset agitarse, como bailarines que imitaran los últimos estertores de una plaga de ciencia-ficción. Las tres y diez de la madrugada de un miércoles y ese viento parecía haber dejado completamente desierto el Strip.
    No pienses, se aconsejó. No compruebes tu correo electrónico. Levántate y ve al cuarto de baño.
    Quince minutos más tarde, tras haber hecho lo posible con todo aquello que nunca había estado bien del todo, bajó al vestíbulo en un ascensor Philippe Starck, decidida a prestar a sus detalles la menor atención posible. Una vez había leído un artículo sobre Starck que decía que el diseñador era dueño de una granja de ostras donde sólo se cultivaban ostras perfectamente cuadradas, en marcos de acero fabricados especialmente.
    Las puertas se abrieron para revelar una extensión de madera clara. El ideal platónico de una pequeña alfombra oriental se proyectaba sobre una parte desde algún lugar superior, estilizados garabatos de luz que recordaban a garabatos ligeramente menos estilizados de lana teñida. Recordó que le habían dicho que la intención original era evitar ofender a Alá. La cruzó rápidamente, dirigiéndose a las puertas de entrada.
    Al abrir una de ellas y salir al extraño calor en movimiento del viento, uno de los hombres de seguridad del Mondrian la miró, con una oreja con bluetooth bajo el rapado montículo de un corte de pelo militar. Le preguntó algo, pero la pregunta fue engullida por una súbita ráfaga.
    —No —dijo ella, suponiendo que le había preguntado si quería que le trajeran el coche, si lo tenía, o si quería un taxi. Vio que había un taxi, con el conductor reclinado tras el volante, posiblemente dormido, posiblemente soñando con los campos de Azerbaiyán. Pasó de largo, mientras una extraña exuberancia nacía en ella y el viento, tan salvaje y extrañamente aleatorio, recorría Sunset, procedente de Tower Records, como la vaharada trasera de algo que se esfuerza por despegar.
    Le pareció oír al hombre de seguridad llamándola, pero entonces sus Adidas encontraron la acera del Sunset, un abstracto puntillista de chicles ennegrecidos. La monstruosidad estatuaria del Mondrian y sus puertas abiertas quedaron tras ella, y se subió la capucha. Sintió no tanto que se encaminaba en la dirección del Standard, sino que simplemente se alejaba.
    El aire estaba lleno del seco y punzante detrito de las palmeras.
    Estás loca, se dijo. Pero aquello parecía bien por el momento, aunque sabía que no era un lugar recomendable para una mujer, sobre todo si estaba sola. Ni para un peatón, a esta hora de la madrugada. Sin embargo este clima, este momento de anómalo clima de L. A., parecía haber barrido cualquier habitual sensación de amenaza. La calle estaba vacía como en ese momento de la película justo antes de la primera pisada de Godzilla. Las palmeras doblándose, el mismo aire estremecido, y Hollis, ahora con la capucha negra puesta, caminando con decisión. Hojas de periódico y folletos de clubes se arremolinaban en sus talones.
    Un coche de policía pasó de largo, corriendo en dirección a Tower. Su conductor, encogido resueltamente tras el volante, no le prestó ninguna atención. Servir y proteger, recordó. El viento cambió de pronto echándole atrás la capucha y cambiándole instantáneamente el estilo del peinado. Cosa que le hacía falta de todas formas, se recordó.
    Encontró a Odile Richard esperando bajo la blanca entrada cubierta y el cartel del Standard (colocado, por motivos sólo conocidos por su diseñador, boca abajo). Odile seguía con el horario de París, pero Hollis se había ofrecido a aceptar esta reunión a horas intempestivas. Lo cual, evidentemente, era óptimo para ver este tipo de arte.
    Junto a ella se encontraba un grueso joven latino de cabeza afeitada y Pendleton retro-étnico burdeos, las mangas recortadas por encima de los codos. Los fondillos sueltos de la camisa casi le llegaban a las rodillas de sus anchos chinos.
    —Vote por Santa —dijo, sonriendo, mientras ella se les acercaba, alzando una taza plateada de Tecate. Había algo tatuado con letras Olde English muy negritas y ultraelaboradas en su antebrazo.
    —¿Disculpe?
    —À votre santé —corrigió Odile, frotándose la nariz con un pañuelo de papel arrugado. Odile era la francesa menos chic que Hollis recordaba haber conocido, aunque en un estilo haute-pardilla europea que la hacía molestamente adorable. Llevaba una camiseta negra XXXL de alguna estrella prometedora muerta hacía mucho tiempo, calcetines de hombre marrones ribeteados de nilón con un brillo peculiarmente desagradable, y sandalias de plástico transparentes de color sirope de cereza.
    —Alberto Corrales —dijo él.
    —Alberto —respondió ella, permitiendo que su mano fuera absorbida por la mano de él, seca como la madera—. Hollis Henry.
    —Toque de queda —dijo Alberto, la sonrisa cada vez más amplia.
    Los fans son inevitables, pensó ella, sorprendida como siempre, y de repente igualmente inquieta.
    —Esta suciedad, en el aire —protestó Odile—, es repugnante. Por favor, vamos a ver la obra.
    —Muy bien —dijo Hollis, agradecida por la distracción.
    —Por aquí —indicó Alberto, lanzando limpiamente su lata vacía a una papelera blanca Standard con pretensiones milanesas. El viento, advirtió Hollis, había muerto como siguiendo una indicación.
    Miró al vestíbulo. El mostrador de recepción estaba desierto, el terrarium de chicas en bikini vacío y sin iluminar. Entonces siguió a Alberto y a la irritablemente moqueante Odile hasta el coche de Alberto, un Volks Escarabajo clásico que brillaba bajo múltiples capas de laca baratas. Vio un volcán ardiendo con lava incandescente, latinas pechugonas con mini-taparrabos y tocados aztecas con plumas, los aros policromados de una serpiente alada. Alberto estaba en una especie de empanada étnico-cultural, decidió, a menos que los Volswagen hubieran entrado en el panteón desde la última vez que ella miró.
    Abrió la puerta del copiloto y sostuvo el asiento delantero mientras Odile pasaba a la parte de atrás. Donde ya parecía haber algún tipo de equipo. Entonces le indicó a Hollis que ocupara el asiento del copiloto, casi con una reverencia.
    Ella parpadeó ante la semiótica sublimemente casual del salpicadero del viejo Volswagen. El coche olía a algún ambientador étnico. También eso era parte del lenguaje, supuso, como la pintura, pero alguien como Alberto podría usar deliberadamente el ambientador equivocado.
    Alberto salió a Sunset y ejecutó un esmerado giro de ciento ochenta grados. Volvieron en dirección al Mondrian, sobre el asfalto finamente cubierto por la desecada biomasa de las palmeras.
    —Soy fan desde hace años —dijo Alberto.
    —A Alberto le interesa la historia como espacio interiorizado —contribuyó Odile, demasiado cerca de la cabeza de Hollis—. Ve este espacio interiorizado como emergente del trauma. Siempre, del trauma.
    —Trauma —repitió Hollis involuntariamente, mientras dejaban atrás el Punto Rosa—. Para en el Punto, Alberto, por favor. Necesito cigarrillos.
    —Ollis —acusó Odile—, me dijiste que no eras fumadora.
    —Acabo de empezar.
    —Pero si ya estamos aquí —dijo Alberto, girando a la izquierda en Larrabee y aparcando.
    —¿Dónde es aquí? —preguntó Hollis, entreabriendo la puerta y preparándose, tal vez, para correr.
    Alberto parecía serio, pero no particularmente loco.
    —Cogeré mi equipo. Me gustaría que vieras la obra, primero. Luego, si quieres, podemos discutir.
    Se bajó del coche. Hollis también. Larrabee se inclinaba empinadamente, hacia los apartamentos iluminados de la ciudad, tanto que a ella le resultó incómodo estar de pie. Alberto ayudó a Odile a salir del asiento trasero. Se apoyó contra el Volks y cruzó los brazos sobre su camiseta.
    —Tengo frío —se quejó Odile.
    Y era verdad que ahora hacía más frío, advirtió Hollis, sin el cálido abrazo del viento. Contempló el feo hotel rosa que se alzaba sobre ellos, mientras Alberto, envuelto en su Pendleton, rebuscaba en la parte trasera del coche. Sacó una cascada caja de aluminio, cubierta de cinta adhesiva negra.
    Un largo coche plateado pasó en silencio por Sunset, mientras ellas seguían a Alberto por la empinada acera.
    —¿Qué hay ahí dentro, Alberto? ¿Qué vamos a ver? —preguntó Hollis cuando llegaron a la esquina. Él se arrodilló y abrió la caja. El interior estaba recubierto con bloques de gomaespuma. Sacó algo que al principio ella confundió con una máscara de soldador.
    —Póntelo —le dijo, mientras se la entregaba.
    Una cinta acolchada, con una especie de visor.
    —¿Realidad virtual? —Hollis no oía mencionar en voz alta el término desde hacía años, pensó mientras lo pronunciaba.
    —El hardware está algo obsoleto —dijo él—. Al menos el que puedo permitirme.
    Sacó un portátil de la caja, lo abrió y lo conectó.
    Hollis se puso el visor. Podía ver con él, aunque sólo tenuemente. Miró hacia la esquina de Clark y Sunset, y distinguió la marquesina del Whiskey. Alberto extendió una mano y con cuidado manipuló un cable a un lado del visor.
    —Así —dijo, guiándola por la acera hasta una fachada baja, pintada de negro y sin ventanas. Ella entornó los ojos ante el cartel. The Viper Room.
    —Ahora —dijo Alberto, y ella lo oyó pulsar el teclado del portátil. Algo tembló en su campo de visión—. Mira. Mira aquí.
    Hollis se dio la vuelta, siguiendo su gesto, y vio un cuerpo delgado y moreno, boca abajo en la acera.
    —Noche de Halloween, 1993 —dijo Odile.
    Hollis se acercó al cadáver. Que no estaba allí. Pero estaba. Alberto la seguía con el portátil, protegiendo el cable. Le pareció que contenía la respiración. Ella hacía lo mismo.
    El chico, muerto, parecía un pajarillo. Cuando se inclinó, reparó en la pequeña sombra que proyectaba el arco de su pómulo. Tenía el pelo muy oscuro. Llevaba pantalones oscuros de rayas finas y una camisa oscura.
    —¿Quién? —preguntó, recuperando la respiración.
    —River Phoenix —respondió Alberto en voz baja.
    Ella alzó la mirada, hacia la marquesina del Whiskey, y luego volvió a mirar, asombrada por la fragilidad del cuello blanco.
    —River Phoenix era rubio —dijo.
    —Se había teñido el pelo —respondió Alberto—. Se lo tiñó para una película.

miércoles, 15 de febrero de 2017

WILLIAM GIBSON. CUENTOS. QUEMANDO CROMO.


SEMANA DE LA LITERATURA CYBERPUNK.

La literatura cyberpunk es una literatura de denuncia:  la intromisión del Estado como de las grandes corporaciones  en la vida privada del ciudadano.
Igualmente la literatura cyberpunk le interesa la denuncia y corrupción de los gobiernos y los grupos de poder así como la enajenación y manipulación que pueden ejercer sobre el ciudadano común lo que conlleva a un movimiento contracultural  de la tecnología mal empleada.
El mundo virtual y la Internet están siempre presentes en este tipo de literatura.
La contracultura del mundo virtual y de la tecnología se entiende como una  profunda desconfianza de este mundo computarizado y de adelantos  tecnológicos. ¿Por qué? La razón es sencilla: un mundo  tecnológico nos puede deparar mayor comodidad pero, una mayor vigilancia del individuo: todo está clasificado, todo está almacenado en la gran matrix sin que se pueda evitar.
J. MÉNDEZ-LIMBRICK.

***
william Gibson. CUENTOS. QUEMANDO CROMO.
Este volumen reúne los primeros cuentos de William Gibson, publicados originalmente en antologías y revistas especializadas. La mayoría de ellos estuvieron nominados para los principales premios del género (Hugo, Nebula, Locus). Dos de estos cuentos, Quemando Cromo y Johnny Mnemónico (origen de la película del mismo nombre protagonizada por Keanu Reeves en 1995), tienen como escenario el mismo universo de Neuromante, que se convertirá en el referente estético y tecnológico del movimiento ciberpunk y será el mundo decadente y post-apocalíptico en el que se desarrollan las obras principales de Gibson: Conde Cero, Mona Lisa acelerada, Luz virtual, Idoru y Todas las fiestas de mañana.

 

William Gibson

Quemando Cromo


 Título original: Burning Chrome
William Gibson, 1986
Traducción: José Arconada Rodríguez & Javier Ferreira Ramos


  A Otey Williams Gibson, mi madre, y a Mildred Barnitz,
amiga auténtica y querida de ella y mía, con amor



 Prefacio

si los poetas son los legisladores no reconocidos del mundo, los escritores de ciencia ficción son sus bufones de corte. Somos Payasos Sabios que podemos saltar, dar cabriolas, hacer profecías y rascarnos en público. Podemos jugar con Grandes Ideas porque el extravagante colorido de nuestros orígenes de revista barata nos hacen parecer inofensivos.
Y los escritores de ciencia ficción tenemos siempre la posibilidad de retozar alegremente: ejercemos influencia sin tener responsabilidades. Son muy pocos los que se sienten obligados a tomarnos en serio; y no obstante, nuestras ideas se filtran en la cultura, la recorren, burbujeantes, invisibles, como una radiación de fondo.
Con todo, la triste verdad del asunto es que la ciencia ficción no ha mostrado mucha alegría últimamente. Todas las formas de cultura popular atraviesan depresiones; pescan un resfriado cada vez que la sociedad estornuda. Que la ciencia ficción de los setenta haya sido confusa, autorreflexiva y rancia, es motivo de poca sorpresa.
Pero William Gibson es uno de nuestros mejores heraldos de un tiempo mejor.
Su breve trayectoria ya lo ha consolidado como un incuestionable escritor de los ochenta. Su asombrosa primera novela, Neuromante, que barrió con todos los premios del género en 1985, reveló la incomparable capacidad de Gibson para identificar con precisión los nervios sociales. El efecto fue galvánico, y ayudó a despertar al género de su sopor dogmático. Interrumpida su hibernación, la ciencia ficción está abandonando su caverna para salir a la fulgurante luz solar del moderno zeitgeist. Y estamos flacos y hambrientos y no del mejor humor. De ahora en adelante las cosas van a ser diferentes.
La colección que tiene usted ahora en las manos contiene todas las obras cortas que Gibson ha publicado hasta el momento. Es una rara oportunidad para ver el desarrollo asombrosamente rápido de un escritor de estatura mayor.
El rumbo que se había propuesto ya era visible en su primer relato publicado, «Fragmentos de una rosa holográfica», de 1977. Las señas de Gibson ya estaban presentes: una compleja síntesis de la cultura popular moderna, high tech, y una técnica literaria avanzada.
El segundo cuento de Gibson, «El continuo de Gernsback», nos lo revela apuntando conscientemente a la tambaleante figura de la tradición de la ciencia ficción. Es una devastadora refutación de la «scientifiction»[1] en su aspecto de tecnolatría estrecha. Vemos aquí a un escritor que conoce sus raíces y se prepara para una reforma radical.
Gibson encontró su molde con la serie del Sprawl: «Johnny Mnemónico», «Hotel New Rose», y el increíble «Quemando Cromo». La aparición de estos relatos en la revista Omni mostró un nivel de concentración imaginativa que hizo subir las apuestas por el género en su conjunto. Estos relatos, barrocos, densamente cargados, merecen varias lecturas por su filosa, oscura pasión, y por la intensidad de sus detalles.
El triunfo de estas historias radica en la evocación, brillante y autónoma, de un futuro creíble. Es difícil sobreestimar la dificultad de un esfuerzo semejante, esfuerzo que muchos escritores de ciencia ficción han eludido durante años. Tal fracaso intelectual da cuenta de la ominosa proliferación de relatos postapocalípticos, fantasías de espada y brujería, y esos omnipresentes culebrones en los que imperios galácticos degeneran cómodamente en barbarie. Todos esos subgéneros son producto de la urgente necesidad de los escritores de evitar enredarse con un futuro realista.
Pero en las historias del Sprawl vemos un futuro que es reconocible y dolorosamente extraído de la condición moderna. El enfoque es multifacético, sofisticado, global. Nace de un nuevo conjunto de puntos de partida: no de la gastada fórmula de robots, naves espaciales y el milagro moderno de la energía atómica sino de la cibernética, la biotecnología y la telaraña de comunicaciones, por nombrar algunos.
Las técnicas extrapolativas de Gibson son las de la clásica ciencia ficción dura, pero la demostración que hace de ellas es pura New Wave. Más que los acostumbrados tecnócratas sin pasión y los coriáceos Hombres Competentes de la ciencia ficción dura, sus personajes son una tripulación pirata de perdedores, buscavidas, parias, marginados y lunáticos. Vemos ese futuro desde abajo, tal como se vive, no como una mera y árida especulación.
Gibson pone punto final a ese fértil arquetipo gernsbackiano, Ralph 124C41+, un tecnócrata light encerrado en su torre de marfil, que derrama las bendiciones de la superciencia sobre el populacho. En la obra de Gibson nos encontramos en las calles y los callejones, en un reino de sudorosa, tensa supervivencia, donde lo high tech es un incesante zumbido subliminal, «como un perverso experimento de darwinismo social, ideado por un investigador aburrido que mantuviese el dedo permanentemente apretado en el botón de avance rápido».
La Ciencia Grande de este mundo no es una fuente de pintorescos prodigios a lo Mister Mago, sino una fuerza omnipresente, que todo lo invade, incuestionable. Es una sábana de radiación mutagénica que se extiende sobre las multitudes, un atestado Bus Global que sube rugiendo como una fiera por una pendiente exponencial.
Estos relatos pintan un retrato instantáneamente reconocible de la situación moderna. Las extrapolaciones de Gibson muestran, con exagerada claridad, la masa oculta de un iceberg de cambio social. Este iceberg se desliza ahora con siniestra majestuosidad sobre la superficie de las postrimerías del siglo veinte, y sus proporciones son tenebrosas e inmensas.
Muchos autores de ciencia ficción, enfrentados a este monstruo acechante, han levantado las manos y vaticinado el naufragio. Aunque nadie puede acusar a Gibson de ver las cosas color de rosa, él ha evitado esta salida fácil. He aquí otra marca distintiva de la emergente nueva escuela de los ochenta: su hastío del apocalipsis. Gibson no pierde mucho tiempo en agitar el dedo o estrujarse las manos. Mantiene los ojos decididamente abiertos y, como ha señalado Algis Budrys, no teme el trabajo intenso. Son virtudes capitales.
Hay otra señal que presenta a Gibson como parte de un nuevo y creciente consenso en la ciencia ficción: la facilidad con que colabora con otros escritores. Tres de esas colaboraciones honran esta colección. «La especie» es un raro manjar, una oscura fantasía en la que bulle un lunático surrealismo. «Estrella roja, órbita de invierno» es otro relato del futuro cercano que cuenta con un trasfondo auténtico y apasionadamente detallado; con el punto de vista multicultural típico de la ciencia ficción de los ochenta.
«Combate aéreo» es una obra de eficacia feroz, brutalmente retorcida, con la clásica combinación gibsoniana de bajos fondos y high tech.
En Gibson oímos el sonido de una década que ha encontrado finalmente su propia voz. No es un revolucionario fervoroso, sino un reformista práctico. Está abriendo los estancos corredores del género al aire fresco de la nueva información: la cultura de los ochenta, con su extraña, creciente integración de tecnología y moda. Siente debilidad por los más raros e inventivos afluentes de la corriente principal de la literatura: Le Carré, Robert Stone, Pynchon, William Burroughs, Jayne Anne Phillips. Y es un devoto de lo que J. G. Ballard ha llamado lúcidamente «literatura invisible»: ese penetrante flujo de informes científicos, documentos gubernamentales y publicidad especializada que conforma nuestra cultura por debajo del nivel de reconocimiento.
La ciencia ficción ha sobrevivido a un largo invierno alimentándose con la grasa corporal acumulada. Gibson, junto a una amplia ola de nuevos escritores, inventivos y ambiciosos, ha aguijoneado el género hasta despertarlo y ponerlo en marcha, en busca de una nueva dieta. Eso nos hará mucho bien a todos.
BRUCE STERLING


  Johnny Mnemónico

metí el arma en un bolso de mano Adidas y la envolví con cuatro pares de medias de tenis; no era en absoluto mi estilo, pero eso era lo que yo buscaba: si piensan que eres bruto, sé técnico; si piensan que eres técnico, sé bruto. Soy un muchacho muy técnico. Así que resolví hacerme lo más grosero posible. Hoy día, sin embargo, tienes que ser muy técnico hasta para aspirar a la grosería. Tuve que moldear con un torno las dos balas de latón calibre doce, y luego cargarlas yo mismo; tuve que buscar una vieja microficha con instrucciones para la carga manual de cartuchos; tuve que fabricar una prensa de palanca para asentar los detonadores: todo muy complicado. Pero sabía que funcionarían.
La reunión estaba programada en el Drome a las 23:00, pero seguí en el metro hasta tres paradas después de la estación más cercana y regresé caminando. Procedimiento impecable.
Verifiqué mi aspecto en la pared cromada de un quiosco de café, un típico caucasiano de rostro astuto y una cresta de pelo tieso y oscuro. En el Bajo el Cuchillo las chicas estaban con la fiebre de Sony Mao, y se hacía difícil impedir que agregasen la elegante insinuación de pliegues epicánticos. Aquello tal vez no engañase a Ralfi Face, pero podría llevarme hasta cerca de su mesa.
El Drome consta de un solo espacio angosto, con una barra a un lado y mesas al otro, atiborrado de rufianes y tratantes, y un misterioso surtido de traficantes. Aquella noche estaban en la puerta las Hermanas del Perro Magnético, y no me atraía la idea de tener que pasar junto a ellas al salir si las cosas no llegaban a marchar bien. Medían dos metros de altura y eran delgadas como galgos. Una era negra y la otra blanca, pero aparte de eso eran casi tan idénticas como la cirugía cosmética las había podido hacer. Eran amantes desde hacía años, y tenían fama de violentas. Nunca supe con certeza cuál de las dos había sido varón en un principio.
Ralfi estaba sentado a la mesa de siempre. Me debía un mantón de dinero. Yo llevaba cientos de megabytes guardados en la cabeza, en una base informática del tipo idiota/sabio, a la que no tenía acceso consciente. Ralfi me la había dejado allí. Sin embargo, nunca había vuelto para buscarla. Sólo Ralfi podía recuperar la información, con una frase código inventada por él mismo. Para empezar, no soy barato, pero el precio de mis horas extras como depósito es astronómico. Y hacía tiempo que Ralfi brillaba por su ausencia.
Entonces oí decir que Ralfi me quería dar un contrato. Quedé en encontrarme con él en el Drome, pero concerté la cita bajo el nombre de Edward Bax, importador clandestino, recién llegado de Río y Beijín.
El Drome apestaba a negocios, un olor metálico de tensión nerviosa. Los musculosos camorreros, dispersos entre la multitud, se flexionaban partes abultadas unos frente a otros y ensayaban sonrisas estrechas y frías; algunos estaban tan perdidos bajo superestructuras de injertos musculares que sus rasgos no eran verdaderamente humanos.
Disculpen. Disculpen, amigos. Es sólo Eddie Bax, Rápido Eddie el Importador, con su bolso de gimnasio profesionalmente soso, y por favor no se fijen en esta abertura, apenas lo bastante amplia para meter por ella la mano derecha.
Ralfi no estaba solo. Ochenta kilos de carne rubia californiana se apoyaban en actitud de alerta en la silla de al lado, artes marciales escritas por todo el cuerpo.
Rápido Eddie Bax se había sentado frente a ellos antes de que las manos del montón de carne se hubieran separado de la mesa.
—¿Eres cinturón negro? —pregunté prontamente. Él asintió; ojos azules que realizaron una exploración automática entre mis ojos y mis manos—. Yo también —dije—. Tengo el mío aquí en el bolso. —Metí la mano por la abertura y quité el seguro. Clic—. Cañón doble de calibre doce con los gatillos unidos.
—Eso es un arma —dijo Ralfi, poniendo una mano gorda y moderadora sobre el tenso pecho de nailon azul de su muchacho—. Johnny tiene un arma de fuego antigua en el bolso. —Al diablo con Edward Bax.
Supongo que siempre había sido Ralfi Fulano o Mengano, pero debía ese apodo adquirido a una singular vanidad. Con cuerpo de pera demasiado madura, había lucido durante veinte años el antaño famoso rostro de Christian White: Christian White de la Banda Aria de Reggae, el Sony Mao de su generación, y campeón último del rock racial. Soy un genio de la banalidad.
Christian White: rostro clásico del pop, con la alta definición muscular de un cantante, pómulos cincelados. Angelical en un sentido, bellamente depravado en otro. Pero eran los ojos de Ralfi los que vivían bajo aquel rostro, ojos pequeños y fríos y negros.
—Por favor —dijo—, resolvamos esto como hombres de negocios. —El tono de su voz era de una horrible sinceridad prensil, y las comisuras de su hermosa boca de Christian White estaban siempre húmedas—. Este Lewis —dijo, señalando al chico de carne con la cabeza— es una albóndiga. —Lewis encajó aquello impávido, con aire de algo armado con piezas.-Tú no eres una albóndiga, Johnny.
—Claro que lo soy, Ralfi, una albóndiga atiborrada de implantes donde puedes almacenar tu ropa sucia mientras buscas gente que me mate. Por lo que hay en este lado del bolso, Ralfi, se diría que tienes algo que explicar.
—Es esta última hornada de productos, Johnny. —Soltó un suspiro profundo—. En mi papel de corredor…
—De traficante —corregí.
—Como corredor, tengo mucho cuidado en lo relativo a fuentes.
—Tú sólo les compras a los que roban lo mejor. Entiendo.
Volvió a suspirar.
—Trato —dijo fatigosamente— de no comprarles a locos. Esta vez lo he hecho, me temo. —El tercer suspiro fue una seña para que Lewis activara el disociador neural que habían pegado bajo mi lado de la mesa.
Puse toda mi fuerza en doblar el dedo índice de la mano derecha, pero fue como si ya no estuviese conectado a él. Sentía el metal del arma y el acolchado de goma espuma con que había envuelto la culata corta, gruesa; pero mis manos eran de cera fría, distantes e inertes. Esperaba que Lewis fuese una verdadera albóndiga, bastante obtuso como para ocuparse del bolso y quitarme el dedo del gatillo, pero me equivoqué.
—Hemos estado muy preocupados por ti, Johnny. Muy preocupados. Verás, lo que tienes ahí es propiedad de los Yakuza. Se los robó un loco, Johnny. Un loco de atar.
Lewis soltó una risita.
Entonces todo cobró sentido, un horrible sentido, como bolsas de arena húmeda que se apilaban alrededor de mi cabeza. Matar no era el estilo de Ralfi. Ni siquiera Lewis pertenecía al estilo de Ralfi. Pero había quedado atrapado entre los Hijos del Crisantemo de Neón y algo que les pertenecía; o, lo que quizá era aún más probable, algo de ellos que pertenecía a algún otro. Ralfi, naturalmente, podía usar la frase código para volverme idiota/ sabio, y yo arruinaría su programa sin recordar ni una sola nota. Para un traficante como Ralfi, por lo general eso habría sido suficiente. Pero no para los Yakuza. Los Yakuza sabrían lo de los Calamares, por una parte, y no iban a molestarse en que alguien me sacara de la cabeza aquellas huellas tenues y permanentes de su programa. Yo no sabía gran cosa de los Calamares, pero había oído historias, y me cuidaba mucho de no repetírselas nunca a mis clientes. No, a los Yakuza no les gustaría eso; se parecía mucho a una prueba. No habían llegado a donde estaban dejando pruebas por ahí. O vivos.
Lewis sonreía. Creo que se estaba representando un punto justo detrás de mi frente, e imaginando cómo podría llegar hasta él por las malas.
—Eh, vaqueros —dijo una voz suave, femenina, desde algún lugar detrás de mi hombro derecho—, no parecen estar pasándola muy bien que se diga.
—Fuera, perra —dijo Lewis, la cara bronceada muy quieta. Ralfi no tenía expresión.
—Cálmate. ¿Me quieres comprar base de la buena? —Apartó una silla y se sentó antes de que ninguno de ellos se lo impidiese. Apenas entraba en mi campo visual: una muchacha delgada con lentes espejados, el pelo oscuro, áspero y corto. Llevaba una chaqueta de cuero negro abierta sobre una camiseta cruzada en diagonal por rayas rojas y negras—. A ocho mil el gramo.
Lewis bufó exasperado, y trató de derribarla de la silla de un manotazo. Por alguna razón no consiguió tocarla; la mano de ella se levantó y pareció rozarle la muñeca al pasar. Un chorro de sangre brillante salpicó la mesa. Lewis se apretó la muñeca con fuerza; la sangre se le escapaba entre los dedos.
Pero ¿no tenía ella las manos vacías?
Lewis iba a necesitar un grapador de tendones. Se levantó cuidadosamente, sin molestarse en apartar la silla. La silla cayó hacia atrás y él salió de mi línea visual sin decir una palabra.
—Debería buscarse un médico que le mirara eso —dijo la chica—. Es un corte de los feos.
—No tienes idea —dijo Ralfi, con voz repentinamente cansada— de lo profundo que es el pozo de mierda en que te acabas de meter.
—¿De veras? Misterio. Me emocionan los misterios. Por qué estará tan callado tu amigo, por ejemplo. O para qué será esta cosa que tengo aquí —y levantó la pequeña unidad de control que de algún modo le había quitado a Lewis. Ralfi parecía enfermo.
—Tú, eh… tal vez quieras un cuarto de millón por darme eso e irte a dar un paseo. —Lewis alzó una mano gorda y se acarició nerviosamente el rostro pálido, delgado.
—Lo que yo quiero —dijo la chica, chasqueando los dedos de modo que la unidad se puso a girar y brillar— es trabajo. Un trabajo. Tu muchacho se hizo daño en la muñeca. Pero un cuarto de millón bastará como anticipo.
Ralfi exhaló explosivamente y comenzó a reírse, dejando al descubierto dientes que no habían sido conservados de acuerdo con la norma Christian White. Entonces la chica apagó el disociador.
—Dos millones —dije.
—Ése es mi hombre —dijo ella, y echó a reír—. ¿Qué hay en el bolso?
—Un arma.
—Qué grosero. —Bien pudo ser un cumplido.
Ralfi no dijo nada.
—Me llamo Millones. Molly Millones. ¿Qué le parece si salimos de aquí, jefe? La gente empieza a mirar. —Se puso de pie. Llevaba pantalones de cuero color sangre seca.
Y vi por primera vez que los lentes espejados eran implantes quirúrgicos; la plata se alzaba suavemente desde los pómulos y le sellaba los ojos en el interior de los zócalos. Vi mi nueva cara reflejada dos veces.
—Yo soy Johnny —le dije—. El señor Face viene con nosotros.
Estaba afuera, esperando. Con un aire estándar de turista tech, en pantalones cortos de plástico y una absurda camisa hawaiana estampada con ampliaciones del microprocesador más conocido de su empresa; un hombrecito apacible, de los que con toda seguridad terminan borrachos de salce en algún bar donde se sirve arroz tostado con algas marinas. Tenía el aspecto del que canta el himno de la empresa y llora, el que estrecha interminablemente la mano del barman. Rufianes y traficantes lo verían como un conservador innato, y lo dejarían en paz. No daba para mucho, y cuando hiciese algo sería cuidadoso con su cuenta.
Como luego imaginé, seguramente le habrían amputado parte del pulgar izquierdo, poco antes de la primera articulación, y se lo habrían reemplazado por una punta protésica, rellenándole el muñón y acoplándole una bobina y un cuenco diseñados según uno de los análogos romboides de la Ono-Sendai. Luego habrían enrollado cuidadosamente la bobina con tres metros de filamento monomolecular.
Molly se puso a conversar de algo con las Hermanas del Perro Magnético, lo que me permitió apresurar a Ralfi hacia la salida, presionándole la base de la columna con el bolso de gimnasia. Molly parecía conocerlas. Oí que la negra reía.
Miré hacia arriba, por algún reflejo pasajero, tal vez porque nunca me he acostumbrado a eso, a los elevados arcos de luz y a las sombras de las geodésicas de más arriba. Tal vez eso me salvó.
Ralfi siguió caminando, pero no creo que estuviese tratando de escapar. Creo que ya se había rendido. Era probable que ya tuviera alguna idea de la cosa con la que íbamos a enfrentarnos.
Bajé la mirada a tiempo para verlo explotar.
Una reconstrucción pormenorizada muestra a Ralfi caminando cuando el turista aparece de no se sabe dónde, sonriendo. Apenas una reverencia insinuada y el pulgar izquierdo se desprende. Es un truco de magia. El pulgar del hombre queda suspendido. ¿Espejos? ¿Hilos? Y Ralfi se detiene, dándonos la espalda, oscuras medias lunas de sudor bajo las axilas de su pálido traje de verano. Él sabe. Tiene que haberlo sabido. Y entonces el dedo de tienda de artículos de broma, pesado como plomo, dibuja un arco en un fulminante truco de yo-yo, y el hilo invisible que lo une a la mano del hombre atraviesa lateralmente el cráneo de Ralfi, justo encima de las cejas, sube y vuelve a bajar para cortar en diagonal el torso de forma de pera, desde el hombro hasta las costillas. Corta tan finamente que no sale sangre hasta que las sinapsis fallan y los primeros temblores hacen que el cuerpo ceda a la gravedad.
Ralfi se desplomó en pedazos en medio de una nube rosada de fluidos; las tres partes desiguales rodaron hacia adelante sobre el suelo de baldosas. En total silencio.
Levanté el bolso de gimnasia y se me crispó la mano. El retroceso del arma casi me rompió la muñeca.
Debía de haber estado lloviendo; de una geodésica rota caían cintas de agua que salpicaban las baldosas a nuestras espaldas. Nos acurrucamos en un estrecho hueco entre una tienda de artículos quirúrgicos y otra de antigüedades. Molly acababa de asomar un ojo espejado y había informado de la presencia de un módulo Volks delante del Drome, con las luces rojas encendidas. Estaban barriendo a Ralfi. Haciendo preguntas.
Yo estaba cubierto de pelusa blanca chamuscada. Las medias de tenis. El bolso de gimnasia era un deshilachado puño de plástico alrededor de mi muñeca.
—No entiendo cómo diablos no le di.
—Porque es rápido, demasiado rápido. —La chica se abrazó las rodillas y se balanceó sobre los talones de las botas—. Le han acrecentado la sensibilidad del sistema nervioso. Ha sido fabricado por encargo. —Sonrió y soltó un pequeño chillido de placer—. Voy a conseguir a ese muchacho. Esta noche. Es el mejor, el número uno, lo máximo, lo último.
—Lo que tú vas a conseguir, por los dos millones de este chico, es sacarme de aquí. Ese amigo tuyo fue hecho casi todo en una probeta en Chiba City. Es un asesino Yakuza.
—Chiba. Sí, Molly también ha estado en Chiba. —Y me enseñó las manos, con los dedos ligeramente separados. Eran delgados, cónicos, muy blancos en contraste con el esmalte rojo de las uñas. Diez cuchillas salieron de sus receptáculos bajo las uñas, cada una un fino escalpelo de acero azulado, de doble filo.
Nunca había andado mucho por Nighttown. No había allí nadie que me debiese dinero por algo que yo recordaba, y casi todos tenían muchos a quienes pagaban con regularidad para que olvidasen. Generaciones de finos tiradores habían hostigado tanto las luces de neón que los equipos de mantenimiento acabaron por renunciar a repararlas. Incluso a mediodía los arcos eran manchas de hollín sobre un débil fondo perlino.
¿A dónde vas cuando la organización criminal más rica del mundo te busca a tientas con dedos tranquilos, distantes? ¿Dónde te escondes de los Yakuza, tan poderosos que tienen sus propios satélites de comunicación y al menos tres transbordadores? Los Yakuza forman una auténtica red multinacional, como ITT y la Ono-Sendai. Cincuenta años antes de que yo naciera, ya los Yakuza habían absorbido las Tríadas, la Mafia, la Unión Corsa.
Molly tenía una respuesta: Te escondes en el Pozo, en el círculo más bajo, donde cualquier influencia exterior genera ondas rápidas y concéntricas de amenaza pura. Te escondes en Nighttown. Mejor todavía, te escondes encima de Nighttown, porque el Pozo es invertido, y el fondo de su cuenco toca el cielo, el cielo que Nighttown nunca ve, sudando bajo su propio firmamento de resina acrílica; arriba, donde los Lo Teks se agazapan en las oscuras gárgolas, con cigarrillos del mercado negro colgándoles de los labios.
Tenía otra respuesta, además.
—Conque estás bloqueado de verdad, ¿eh, Johnny? ¿No hay modo de sacar ese programa sin la contraseña? —Me llevó hacia las sombras que aguardaban más allá de la brillante plataforma del tren subterráneo. Las paredes de hormigón estaban recargadas de graffiti, años de palabras que se retorcían en un único metagarabato de rabia y frustración.
—Los datos almacenados son introducidos mediante una serie modificada de prótesis microquirúrgicas contra-autismo. —Recité una adormilada versión de mi discurso de venta estándar—. El código del cliente se almacena en un chip especial; salvo que recurras a los Calamares, de los que preferimos no hablar los que nos dedicamos a esto, no hay forma de recuperar la frase. No puedes sacarla con drogas, ni extirpando, ni torturando. Yo no la sé, nunca la supe.
—¿Calamares? ¿Cosas rastreras con brazos? —Salimos a un mercado callejero desierto. Unas figuras sombrías nos observaban desde una plaza improvisada, llena de cabezas de pescado y fruta podrida.
—Superconductores que detectan interferencias cuánticas. Los usaban en la guerra para encontrar submarinos, para destapar cibersistemas del enemigo.
—¿Sí? ¿Material de la Marina? ¿De la guerra? ¿Los Calamares te pueden leer esa cosa? —Se detuvo, y sentí que sus ojos me miraban desde detrás de aquellos espejos gemelos.
—Hasta los modelos más primitivos podían medir un campo magnético con una millonésima parte de la fuerza geomagnética; es como detectar un susurro dentro de un estadio en plena euforia.
—Eso ya lo hacen los policías, con micrófonos parabólicos y lásers.
—Pero tu información sigue a salvo. —Orgullo profesional—. Ningún gobierno permitiría a la policía el uso de Calamares. Ni siquiera a los peces gordos de seguridad. Sería demasiado fácil descubrir chanchullos interdepartamentales; demasiado buenos para destapar watergates.
—Material de la Marina —dijo ella, y su sonrisa brilló entre las sombras—. Material de la Marina. Tengo un amigo por aquí que estuvo en la Marina, se llama Jones. Sería bueno que lo vieras. Lo que pasa es que es un yunki; así que tendremos que llevarle algo. —¿Un yunki?
—Un delfín.
Era más que un delfín, pero desde el punto de vista de otro delfín podría haber parecido menos que eso. Vi cómo se movía pesadamente en el tanque galvanizado. El agua saltaba por los bordes y me mojó los zapatos. Era un excedente de la última guerra. Un cyborg.
Salió del agua, y vimos las costrosas placas que le cubrían los costados, una especie de retruécano visual cuya gracia casi se perdía bajo una armadura articulada, torpe y prehistórica. A ambos lados del cráneo tenía unas deformidades gemelas que habían sido modificadas para poner allí unidades sensoras. En las partes descubiertas de la piel blanco-grisácea le brillaban unas lesiones plateadas.
Molly silbó. Jones sacudió la cola y arrojó más agua contra el borde del tanque.
—¿Qué es este lugar? —Vi formas difusas en la oscuridad, eslabones de cadena oxidada y otras cosas cubiertas por lona alquitranada. Por encima del tanque pendía un rústico marco de madera, cruzado y recruzado por hileras de polvorientas luces navideñas.
—Feria de Diversiones. Zoo y paseos de carnaval. «Hable con la Ballena de la Guerra». Esas cosas. Jones es una especie de ballena…
Jones se encabritó de nuevo, y me clavó una mirada triste y antigua.
—¿Cómo hace para hablar? —De pronto tenía deseos de irme.
—Ahí está lo bueno. Di «hola», Jones. Y todas las luces se encendieron simultáneamente. Titilaban rojas, blancas y azules.
 RBARBARBA RBARBARBA RBARBARBA RBARBARBA RBARBARBA —Conoce el lenguaje de los símbolos, ya ves, pero el código está restringido. En la Marina lo tenían conectado a un exhibidor audiovisual. —Molly sacó el estrecho paquete de un bolsillo de la chaqueta—. Polvo puro, Jones. ¿Lo quieres? —Jones se detuvo en el agua y comenzó a hundirse. Sentí un pánico extraño al recordar que no era un pez, que podía ahogarse—. Queremos la clave del banco de Johnny, Jones. La queremos ya.
Las luces titilaron, se apagaron.
—¡Vamos, Jones!
  A AAAAAAAAA A A A Luces azules, cruciformes.
Oscuridad.
—¡Puro! Es limpio. Vamos, Jones.
 BBBBBBBBB BBBBBBBBB BBBBBBBBB BBBBBBBBB BBBBBBBBB Un fulgor de sodio blanco bañó las facciones de Molly en una monocromía árida; sus pómulos proyectaron sombras partidas.
 R RRRRR R R RRRRRRRRR R R RRRRR R Los brazos de la esvástica roja se le retorcieron en los lentes de plata.
—Dáselo —dije—. Ya la tengo.
Cara de Ralfi. Falta de imaginación.
Jones alzó la mitad de su cuerpo blindado sobre el borde del tanque, y pensé que el metal iba a ceder. Molly lo pinchó de un golpe con la jeringuilla, metiendo la aguja entre dos placas. El émbolo silbó. En el marco hubo una explosión de espasmódicos juegos de luz que luego se desvaneció por completo.
Lo dejamos flotando, girando lánguidamente en el agua oscura. Quizás estuviese soñando con su guerra en el Pacífico, con las ciberminas que habría barrido, hurgando suavemente los circuitos con el Calamar para extraer la patética clave de Ralfi del chip que llevo metido en la cabeza.
—Veo que metieron la pata cuando lo licenciaron, dejándolo salir de la Marina con ese equipo intacto, pero ¿cómo se hace para que un delfín cibernético se vuelva drogadicto?
—La guerra —dijo ella—. Todos lo estaban. Lo hizo la Marina. ¿De qué otro modo los haces trabajar para ti?
—No estoy seguro de que esto tenga aspecto de buen negocio —dijo el pirata, buscando un mejor precio—. Especificaciones de objetivo para un satélite de comunicaciones que no está en el libro…
—Hazme perder tiempo y serás tú quien se quedará sin aspecto —dijo Molly, inclinándose por encima del escritorio de plástico rayado para pincharlo con el dedo.
—Entonces ve a comprar tus microondas a otro sitio. —Era un chico duro, bajo ese disfraz de Mao. Nacido en Nighttown, tal vez.
La mano de Molly le pasó como un rayo por delante de la chaqueta, cortándole una solapa sin siquiera arrugarla.
—¿Trato hecho, entonces?
—Hecho —dijo él, mirándose la arruinada solapa con lo que esperó fuese simplemente un educado interés—. Trato hecho.
Mientras yo examinaba las dos grabadoras que habíamos comprado, ella sacó del bolsillo con cremallera que llevaba en el puño de la chaqueta el pedazo de papel que yo le había dado. Lo desplegó y lo leyó en silencio, moviendo los labios. Se encogió de hombros.
—¿Esto es todo?
—Adelante —dije yo, pulsando simultáneamente los botones de RECORD en ambos tableros.
—Christian White —recitó Molly—, y su Banda Aria de Reggae.
Ralfi el fiel, un fan hasta el día de su muerte.
La transición a la modalidad idiota/sabio es siempre menos brusca de lo que yo espero. La fachada de la emisora pirata era una fracasada agencia de viajes en un cubículo color pastel que se jactaba de poseer un escritorio, tres sillas, y un descolorido póster de un spa orbital suizo. Un par de pájaros de fantasía con cuerpos de vidrio soplado y patas de lata sorbían monótonamente agua de un vaso de poliestireno apoyado en una repisa junto al hombro de Molly. A medida que yo entraba en la nueva modalidad, los pájaros fueron acelerando gradualmente el vaivén hasta que las crestas de plumas abrillantadas se convirtieron en apretados arcos de color. La ventanilla digital que marcaba los segundos en el reloj de plástico de pared era ahora un reticulado que latía sin sentido; Molly y el chico con cara de Mao se nublaron, y los brazos se les desdibujaron en fantasmagóricos ademanes de insecto. Y entonces todo se convirtió en estática fría y gris, en un interminable poema tonal en un lenguaje artificial.
Pasé tres horas cantando el programa robado de Ralfi.
El paseo mide cuarenta kilómetros de punta a punta, una desordenada superposición de cúpulas Fuller que cubren lo que en otro tiempo fue una arteria suburbana. Si se apagan las luces en un día claro, una gris aproximación de luz solar se filtra a través de las capas acrílicas, creando una visión parecida a las imágenes de prisión de Giovanni Piranesi. Los tres kilómetros del extremo sur cubren Nighttown. Nighttown no paga impuestos ni presta servicios. Las luces de neón están apagadas, y las geodésicas han sido ennegrecidas por el humo de décadas de fuegos de cocina. En la casi total oscuridad de un mediodía de Nighttown, ¿quién se fija en una que otra docena de chiquillos locos perdidos en los techos?
Llevábamos dos horas subiendo por escaleras de hormigón y de metal con planchas perforadas, pasando junto a grúas abandonadas y herramientas cubiertas de polvo. Habíamos comenzado en lo que parecía ser un taller de mantenimiento fuera de uso, atiborrado de segmentos triangulares de techumbre. Todo había sido cubierto por la misma capa de graffiti hechos con pintura en aerosol: nombres de pandillas, iniciales, fechas que se remontaban hasta el cambio de siglo. Los graffiti nos siguieron durante todo el ascenso, mermando gradualmente hasta que quedó un único nombre, repetido a intervalos: LO TEK. En chorreantes mayúsculas negras.
—¿Quién es Lo Tek?
—Nosotros no, jefe. —Molly subió por una temblorosa escalera de aluminio y desapareció por un agujero practicado en una lámina de plástico corrugado—. Low technique, low technology, baja tecnología. —El plástico le amortiguaba la voz. Subí tras ella, acariciándome la dolorida muñeca—. A los Lo Teks les parecería un gesto decadente ese truco tuyo de la escopeta.
Una hora más tarde subí metiéndome por otro agujero, este último mal abierto con una sierra en una tabla de madera terciada, y me encontré con el primer Lo Tek.
—No pasa nada —dijo Molly, rozándome el hombro con la mano—. Es Perro. Hola, Perro.
En el estrecho haz de luz de la linterna de Molly, Perro nos observó con su único ojo, y lentamente sacó una lengua gruesa y grisácea que lamió unos caninos enormes. Me pregunté cómo podían calificar de baja tecnología el trasplante de colmillos de dóberman. Los inmunosupresores no crecen precisamente en las copas de los árboles.
—Moll. —El tamaño de los dientes le dificultaba el habla. Del torcido labio inferior le colgó un hilo de saliva—. Te oí llegar. Hace tiempo. —Podría tener quince años, pero los colmillos y un brillante mosaico de cicatrices se conjugaban con la órbita del ojo para presentar una máscara de total bestialidad. Había tomado tiempo y un cierto tipo de creatividad ensamblar aquel rostro, y su actitud me hizo ver que disfrutaba viviendo tras él. Llevaba unos tejanos gastados, negros de mugre y brillantes en las rayas. Tenía el pecho y los pies desnudos. Hizo algo con la boca que se aproximó a una sonrisa—. Alguien los sigue.
Muy a lo lejos, en Nighttown, un vendedor de agua pregonaba su producto.
—¿Saltos en red, Perro? —Molly movió la linterna hacia un lado, y vi cuerdas delgadas atadas a pernos, cuerdas que iban hasta el borde y desaparecían.
—¡Apaga la maldita luz!
Molly la apagó.
—¿Cómo es que el que los viene siguiendo no tiene linterna?
—No la necesita. Ése sí que es un peligro, Perro. Si tus centinelas se le cruzan, volverán a casa en pedazos.
—¿Ése es amigo amigo, Molí? —Parecía incómodo. Le oí mover los pies sobre la madera terciada.
—No. Pero es mío. Y éste —dándome una palmada en el hombro—, éste sí es amigo. ¿Entendido?
—Sí —dijo Perro, sin mucho entusiasmo, caminando pesadamente hacia el borde de la plataforma, donde estaban los pernos. Se puso a puntear una especie de mensaje en las cuerdas tensas.
Nighttown se extendía debajo de nosotros como una aldea de juguete para ratas: unas ventanas minúsculas dejaban ver luz de velas; sólo unos pocos edificios estaban chillonamente iluminados por linternas de pilas y lámparas de carburo. Imaginé a los viejos con sus interminables partidas de dominó, bajo gotas de agua gruesas y calientes que caían de ropa mojada colgada en varas entre las paredes de las chabolas de madera terciada. Traté entonces de imaginarlo subiendo pacientemente en la oscuridad, con las sandalias y la horrible camisa de turista, suave y parsimonioso. ¿Cómo hacía para seguirnos?
—Bien —dijo Molly—. Nos huele.
—¿Fumas? —Perro sacó un paquete arrugado del bolsillo y ofreció un cigarrillo aplanado. Miré la marca mientras me lo encendía con una cerilla de cocina. Yiheyuan filtro. Beijín Cigarette Factory. Llegué a la conclusión de que los Lo Teks eran comerciantes del mercado negro. Perro y Molly volvieron a su discusión, que parecía girar en torno al deseo de Molly de utilizar alguna parte en especial de la propiedad inmobiliaria de los Lo Teks.
—Yo te he hecho un montón de favores, hombre. Quiero ese piso. Y quiero la música.
—Tú no eres Lo Tek…
Así transcurrió la mayor parte de un tortuoso kilómetro, con Perro guiándonos por pasarelas inestables y escalerillas de cuerda. Los Lo Teks fijan sus nidos y escondrijos al tejido de la ciudad con gruesos trozos de resina, y duermen en hamacas de red. Viven en un país tan poco poblado que en algunos sitios no es más que unos asideros para las manos y los pies, practicados con sierra en los puntales geodésicos.
El Piso Mortal, lo llamaba Molly. Gateando detrás de ella, resbalando en metal gastado y madera húmeda con mis zapatos nuevos de Eddie Bax, me preguntaba cómo podría aquello ser más letal que el resto del territorio. Al mismo tiempo, tenía la impresión de que las protestas de Perro eran rituales, y que Molly ya esperaba conseguir lo que quería.
En algún lugar debajo de nosotros, Jones debía estar dando vueltas en su tanque, sintiendo las primeras punzadas del síndrome de abstinencia. La policía estaría aburriendo a los asiduos del Drome con preguntas acerca de Ralfi. ¿Qué hacía? ¿Con quién estaba antes de salir? Y los Yakuza andarían asentando su fantasmagórica moles en los bancos de datos de la ciudad, buscando tenues imágenes mías reflejadas en cuentas numeradas, transacciones de valores, billetes de acciones. Somos una economía de información. Te lo enseñan en la escuela. Lo que no te dicen es que es imposible moverse, vivir, actuar a cualquier nivel sin dejar huellas, pedacitos, fragmentos de información en apariencia insignificantes. Fragmentos que pueden ser recuperados, amplificados…
Pero a esas alturas el pirata habría puesto nuestro mensaje en línea para su transmisión al satélite de comunicaciones Yakuza. Un mensaje sencillo: Consigan que los perros dejen de molestar o difundimos su programa.
El programa. No tenía ni idea de cuál era su contenido. Sigo sin tenerla. Yo sólo canto la canción sin comprender nada. Probablemente fuesen datos de investigación, pues los Yakuza se dedican a formas avanzadas de espionaje industrial. Un negocio elegante: robar a la Ono-Sendai como si nada y pedir un rescate por la información, amenazando con difundirla y mellar así el filo de las investigaciones del conglomerado.
Pero ¿no había otra solución? ¿No estarían más contentos si tuvieran algo que vender a la Ono-Sendai, más contentos que con un Johnny de calle Memoria muerto?
El programa iba en viaje a una dirección en Sidney, donde se guardaban cartas de clientes y donde no se hacían preguntas una vez que se pagaba un pequeño anticipo. Correo marítimo común. Yo había borrado la mayor parte del otro material y grabado nuestro mensaje en el espacio en blanco, dejando del programa apenas lo suficiente para que se lo pudiera identificar como genuino.
Me dolía la muñeca. Quería parar, acostarme, dormir. Sabía que no tardaría en perder las fuerzas y caer, sabía que los zapatos tan elegantes que me había comprado para la noche como Eddie Bax no pisarían con firmeza y me llevarían a Nighttown. Pero el hombre brotó en mi mente como un holograma religioso de pacotilla, resplandeciente; el chip ampliado de la camisa hawaiana parecía una foto de reconocimiento de algún núcleo urbano sentenciado a la destrucción.
Así que seguí a Perro y a Molly por el cielo Lo Tek, construido con chatarra y desperdicios que ni siquiera querían en Nighttown.
El Piso Mortal tenía ocho metros de lado. Un gigante había enhebrado cables de acero pasándolos de un lado a otro por encima de un depósito de chatarra y los había estirado. Crujía al moverse, y se movía constantemente, balanceándose y torciéndose mientras los Lo Teks se reunían e instalaban en la plataforma de madera terciada que lo rodeaba. La madera estaba plateada por el paso de los años, pulida por el uso prolongado y surcada de iniciales, amenazas, declaraciones de pasión. Colgaba de otro grupo de cables que se perdían en la oscuridad detrás del estridente resplandor blanco de las dos lámparas antiguas que pendían encima del Piso.
Una muchacha con dientes como los de Perro entró en el Piso a gatas. Tenía los senos tatuados con espirales de color añil. Cruzó el Piso riendo, forcejeando con un muchacho que bebía un líquido oscuro de una botella de litro.
La moda Lo Tek incluía cicatrices y tatuajes. Y dientes. La electricidad que robaban para iluminar el Piso Mortal parecía una excepción a su estética general, creada en nombre del… ¿rito, deporte, arte? No lo sabía, pero veía que el Piso era algo especial. Tenía el aspecto de haber sido montado a lo largo de generaciones.
Mantenía la inútil arma bajo la chaqueta. Esa dureza y ese peso resultaban reconfortantes, aunque no me quedasen más cartuchos. Y me di cuenta de que no tenía la menor idea de lo que estaba realmente sucediendo, ni de lo que, se suponía, debía suceder. Y ése era mi juego, porque he pasado la mayor parte de mi vida como un receptáculo ciego que se llena con el conocimiento de otras personas, conocimiento del que luego se me vacía: un chorro de lenguajes sintéticos que nunca comprenderé. Un chico muy técnico. Claro que sí.
Entonces advertí lo quietos que se habían quedado los Lo Teks.
Él estaba allí, al borde de la luz, observando el Piso Mortal y la galería de mudos Lo Teks con calma de turista. Y cuando nuestros ojos se encontraron por primera vez con un mutuo reconocimiento, sentí que un recuerdo hacía clic en mi cabeza: París, y el brillo del largo Mercedes que se deslizaba bajo la lluvia hacia Notre Dame; invernáculos móviles, caras japonesas detrás del vidrio, y cien Nikons que se levantaban en ciego fototropismo, flores de acero y cristal. Detrás de esos ojos, cuando me encontraban, los mismos obturadores, zumbando.
Busqué a Molly Millones, pero se había ido.
Los Lo Teks se apartaron para dejarlo subir al banco. Él hizo una reverencia, sonriendo, y se sacó suavemente las sandalias, las dejó juntas, perfectamente alineadas, y bajó al Piso Mortal. Avanzó hacia mí, caminando por aquel movedizo trampolín de chatarra, con la soltura de un turista que camina por la alfombra sintética de un hotel cualquiera.
Molly saltó al Piso, moviéndose.
El Piso chilló.
Estaba equipado con micrófonos y amplificadores, con fonocaptores instalados en los cuatro gruesos resortes de las esquinas y micrófonos de contacto pegados al azar en oxidados fragmentos de maquinaria. En alguna parte, los Lo Teks tenían un amplificador y un sintetizador, y ahora vi las formas de los altavoces en lo alto, por encima de las crueles luces blancas.
Comenzó un ritmo de percusión, un ritmo electrónico, una especie de corazón amplificado, tan regular como un metrónomo.
Ella se había quitado la chaqueta de cuero y las botas; la camiseta no tenía mangas, y a lo largo de aquellos delgados brazos aparecían tenues indicios de circuitos de Chiba City. Los pantalones de cuero le brillaban a la luz de las lámparas. Empezó a bailar.
Flexionó las rodillas, pies blancos y tensos sobre un tanque de gas aplanado, y el Piso Mortal empezó a subir y a bajar. El ruido que hacía era como el de un mundo que se acaba, como si los cables que sujetan el firmamento se hubiesen roto y estuviesen entrechocando y cayendo por el cielo.
Él siguió el ritmo durante unos cuantos latidos, y luego avanzó calculando a la perfección el movimiento del Piso, como un hombre que salta de una piedra plana a otra en un jardín ornamental.
Se sacó la punta del pulgar con la elegancia de un hombre acostumbrado a los gestos de sociedad y se lo lanzó a Molly. Bajo las lámparas, el filamento fue un refractario hilo de arcoiris. Ella se tiró al suelo, rodó y se levantó de un salto después de que la molécula pasara casi rozándola con un silbido de latigazo; las garras de acero chasquearon hacia la luz en lo que debe de haber sido un automático rictus de defensa.
El latido de la percusión se aceleró, y ella saltó acompañándolo: el pelo oscuro desmelenado sobre las lisas lentes platinadas, la boca apretada, los labios tensos de concentración. El Piso Mortal resonaba y rugía, y los Lo Teks chillaban excitados.
El hombre redujo el filamento a un arremolinado círculo policromo y fantasmal de un metro de diámetro y lo mantuvo girando delante de él, la mano sin pulgar a la altura del esternón. Un escudo.
Y Molly pareció soltar algo, algo adentro, y ése fue el verdadero comienzo de su danza de perro rabioso. Saltaba, retorciéndose, lanzándose de lado, aterrizando con ambos pies sobre el bloque de un motor de aleación directamente sujeto a uno de los resortes de espiral. Me tapé los oídos con las manos y me arrodillé en un vértigo de sonido, pensando que Piso y bancos caían, caían hacia Nighttown, y nos vi atravesando las chabolas, la ropa mojada tendida, explotando en las baldosas como frutas podridas. Pero los cables resistieron, y el Piso Mortal subía y bajaba como un mar de metal enloquecido. Y Molly bailaba en él.
Y al final, justo antes de que él arrojase por última vez el filamento, le vi algo en la cara, una expresión que no parecía encajar en ese sitio. No era miedo ni era rabia. Creo que era incredulidad, atónita incomprensión mezclada con pura repulsión estética por lo que estaba viendo, oyendo: por lo que le estaba pasando. Acortó el filamento; el disco fantasmal se redujo al tamaño de un plato mientras él alzaba el brazo por encima de la cabeza y lo bajaba de golpe; el pulgar se curvó apuntando a Molly, como una cosa viva.
El Piso llevó a Molly hacia abajo; la molécula le pasó justo por encima de la cabeza; el Piso dio un coletazo y alzó al hombre hasta la trayectoria de la molécula. Tendría que haberle pasado inofensivamente por encima y regresar a su cuenca, dura como el diamante. Le amputó la mano por detrás de la muñeca. Estaba frente a una abertura del Piso, y pasó por ella como un clavadista, con una extraña elegancia deliberada, un kamikaze derrotado rumbo a Nighttown. En parte, creo, hizo aquel salto para darse unos segundos de digno silencio. Ella lo había matado con un shock cultural.
Los Lo Teks rugían, pero alguien apagó el amplificador, y Molly hizo callar el Piso Mortal, esperando, con el rostro blanco e inexpresivo, hasta que el ruido cedió y quedó sólo un débil silbido de hierros torturados y un rechinar de óxido contra óxido.
Rastreamos el Piso buscando la mano cortada, pero no la encontramos. Lo único que encontramos fue una elegante curva en una pieza de acero oxidado, por donde había pasado la molécula. Tenía el borde tan brillante como cromo nuevo.
Nunca supimos si los Yakuza habían aceptado nuestras condiciones, o si recibieron el mensaje. Hasta donde yo sé, el programa de ellos sigue esperando a Eddie Bax en un anaquel de la habitación trasera de una tienda de regalos en la tercera planta de Sidney Central-5. Tal vez hayan vendido el original a la Ono-Sendai hace meses. Pero es posible que hayan recibido la transmisión del pirata, porque nadie ha venido a buscarme hasta el momento, y ya ha pasado casi un año. Si vienen a buscarme, les espera una larga subida en la oscuridad, y pasar por delante de los centinelas de Perro, y últimamente no me parezco mucho a Eddie Bax.
Dejé que Molly se encargara de eso, con anestesia local. Y mis dientes nuevos casi han echado raíz.
Decidí quedarme aquí arriba. Cuando miré por encima del Piso Mortal, antes de que él llegase, vi lo vacío que yo me sentía. Y supe entonces que estaba harto de ser un balde de agua. Así que ahora bajo a visitar a Jones, casi todas las noches.
Ahora somos socios, Jones y yo, y también Molly Millones. Molly se encarga de nuestros negocios en el Drome. Jones sigue en Divertilandia, pero ahora tiene un tanque más grande, con agua de mar fresca que le traen una vez por semana. Y tiene su droga, cuando la necesita. Sigue hablando a los niños con el marco de luces, pero a mí me habla en un nuevo monitor que tiene en un cobertizo que alquilé allí, un monitor mejor que el que usaba en la Marina.
Y los tres estamos haciendo mucho dinero, más dinero del que hacía antes, porque el Calamar de Jones puede leer las huellas de todo lo que me han almacenado en la cabeza, y me lo dice por el monitor en lenguajes que entiendo. Así que estamos aprendiendo muchas cosas acerca de mis anteriores clientes. Y un día haré que un cirujano me saque todo ese silicio de las amígdalas, y viviré con mis propios recuerdos y con los de nadie más, como el resto de la gente. Pero todavía no.
Mientras tanto, se está realmente bien aquí arriba, en la oscuridad, fumando un chino con filtro y escuchando las gotas de condensación que caen de las geodésicas. Es todo muy tranquilo aquí arriba… salvo cuando un par de Lo Teks deciden ponerse a bailar en el Piso Mortal.
Además es educativo. Con Jones ayudándome a descifrar las cosas, me estoy convirtiendo en el chico más técnico de la ciudad.


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