miércoles, 5 de octubre de 2016

Jorge Luis Borges. El oro de los tigres. (1972). Poemario completo.

 
EL ORO DE LOS TIGRES
  (1972)


  PRÓLOGO

  De un hombre que ha cumplido los setenta años que nos aconseja David poco podemos esperar, salvo el manejo consabido de unas destrezas, una que otra ligera variación y hartas repeticiones. Para eludir o siquiera para atenuar esa monotonía, opté por aceptar, con tal vez temeraria hospitalidad, los misceláneos temas que se ofrecieron a mi rutina de escribir. La parábola sucede a la confidencia, el verso libre o blanco al soneto. En el principio de los tiempos, tan dócil a la vaga especulación y a las inapelables cosmogonías, no habrá habido cosas poéticas o prosaicas. Todo sería un poco mágico. Thor no era el dios del trueno; era el trueno y el dios.
  Para un verdadero poeta, cada momento de la vida, cada hecho, debería ser poético, ya que profundamente lo es. Que yo sepa, nadie ha alcanzado hasta hoy esa alta vigilia. Browning y Blake se acercaron más que otro alguno; Whitman se la propuso, pero sus deliberadas enumeraciones no siempre pasan de catálogos insensibles.
  Descreo de las escuelas literarias, que juzgo simulacros didácticos para simplificar lo que enseñan, pero si me obligaran a declarar de dónde proceden mis versos, diría que del modernismo, esa gran libertad, que renovó las muchas literaturas cuyo instrumento común es el castellano y que llegó, por cierto, hasta España. He conversado más de una vez con Leopoldo Lugones, hombre solitario y soberbio; éste solía desviar el curso del diálogo para hablar de «mi amigo y maestro, Rubén Darío». (Creo, por lo demás, que debemos recalcar las afinidades de nuestro idioma, no sus regionalismos.)
  Mi lector notará en algunas páginas la preocupación filosófica. Fue mía desde niño, cuando mi padre me reveló, con ayuda del tablero del ajedrez (que era, lo recuerdo, de cedro), la carrera de Aquiles y la tortuga.
  En cuanto a las influencias que se advertirán en este volumen… En primer término, los escritores que prefiero –he nombrado ya a Robert Browning–; luego, los que he leído y repito; luego los que nunca he leído pero que están en mí. Un idioma es una tradición, un modo de sentir la realidad, no un arbitrario repertorio de símbolos.
  J. L. B.
 Buenos Aires, 1972


  TAMERLÁN*
  (1336-1405)

  Mi reino es de este mundo. Carceleros
  y cárceles y espadas ejecutan
  la orden que no repito. Mi palabra
  más ínfima es de hierro. Hasta el secreto
  corazón de las gentes que no oyeron
  nunca mi nombre en su confín lejano
  es instrumento dócil a mi arbitrio.
  Yo, que fui un rabadán de la llanura,
  he izado mis banderas en Persépolis
  y he abrevado la sed de mis caballos
  en las aguas del Ganges y del Oxus.
  Cuando nací, cayó del firmamento
  una espada con signos talismánicos;
  yo soy, yo seré siempre, aquella espada.
  He derrotado al griego y al egipcio,
  he devastado las infatigables
  leguas de Rusia con mis duros tártaros,
  he elevado pirámides de cráneos,
  he uncido a mi carroza cuatro reyes
  que no quisieron acatar mi cetro,
  he arrojado a las llamas en Alepo
  el Alcorán, el Libro de los Libros,
  anterior a los días y a las noches.
  Yo, el rojo Tamerlán, tuve en mi abrazo
  a la blanca Zenócrate de Egipto,
  casta como la nieve de las cumbres.
  Recuerdo las pesadas caravanas
  y las nubes de polvo del desierto,
  pero también una ciudad de humo
  y mecheros de gas en las tabernas.
  Sé todo y puedo todo. Un ominoso
  libro no escrito aún me ha revelado
  que moriré como los otros mueren
  y que, desde la pálida agonía,
  ordenaré que mis arqueros lancen
  flechas de hierro contra el cielo adverso
  y embanderen de negro el firmamento
  para que no haya un hombre que no sepa
  que los dioses han muerto. Soy los dioses.
  Que otros acudan a la astrología
  judiciaria, al compás y al astrolabio,
  para saber qué son. Yo soy los astros.
  En las albas inciertas me pregunto
  por qué no salgo nunca de esta cámara,
  por qué no condesciendo al homenaje
  del clamoroso Oriente. Sueño a veces
  con esclavos, con intrusos, que mancillan
  a Tamerlán con temeraria mano
  y le dicen que duerma y que no deje
  de tomar cada noche las pastillas
  mágicas de la paz y del silencio.
  Busco la cimitarra y no la encuentro.
  Busco mi cara en el espejo; es otra.
  Por eso lo rompí y me castigaron.
  ¿Por qué no asisto a las ejecuciones,
  por qué no veo el hacha y la cabeza?
  Esas cosas me inquietan, pero nada
  puede ocurrir si Tamerlán se opone
  y Él, acaso, las quiere y no lo sabe.
  Y yo soy Tamerlán. Rijo el Poniente
  y el Oriente de oro, y sin embargo…

  EL PASADO

  Todo era fácil, nos parece ahora,
  en el plástico ayer irrevocable:
  Sócrates que, apurada la cicuta,
  discurre sobre el alma y su camino
  mientras la muerte azul le va subiendo
  desde los pies helados; la implacable
  espada que retumba en la balanza;
  Roma que impone el numeroso hexámetro
  al obstinado mármol de esa lengua
  que manejamos hoy, despedazada;
  los piratas de Hengist que atraviesan
  a remo el temerario mar del Norte
  y con las fuertes manos y el coraje
  fundan un reino que será el Imperio;
  el rey sajón que ofrece al rey noruego
  los siete pies de tierra y que ejecuta,
  antes que el sol decline, la promesa
  en la batalla de hombres; los jinetes
  del desierto, que cubren el Oriente
  y amenazan las cúpulas de Rusia;
  un persa que refiere la primera
  de las Mil y Una Noches y no sabe
  que inicia un libro que los largos siglos
  de las generaciones ulteriores
  no entregarán al silencioso olvido;
  Snorri que salva en su perdida Thule,
  a la luz de crepúsculos morosos
  o en la noche propicia a la memoria,
  las letras y los dioses de Germania;
  el joven Schopenhauer, que descubre
  el plano general del universo;
  Whitman, que en una redacción de Brooklyn,
  entre el olor a tinta y a tabaco,
  toma y no dice a nadie la infinita
  resolución de ser todos los hombres
  y de escribir un libro que sea todos;
  Arredondo, que mata a Idiarte Borda
  en la mañana de Montevideo
  y se da a la justicia, declarando
  que ha obrado solo y que no tiene cómplices;
  el soldado que muere en Normandía,
  el soldado que muere en Galilea.
  Esas cosas pudieron no haber sido.
  Casi no fueron. Las imaginamos
  en un fatal ayer inevitable.
  No hay otro tiempo que el ahora, este ápice
  del ya será y del fue, de aquel instante
  en que la gota cae en la clepsidra.
  El ilusorio ayer es un recinto
  de figuras inmóviles de cera
  o de reminiscencias literarias
  que el tiempo irá perdiendo en sus espejos.
  Erico el Rojo, Carlos Doce, Breno
  y esa tarde inasible que fue tuya
  son en su eternidad, no en la memoria.

  TANKAS*

 1


  Alto en la cumbre
  todo el jardín es luna,
  luna de oro.
  Más precioso es el roce
  de tu boca en la sombra.
 2


  La voz del ave
  que la penumbra esconde
  ha enmudecido.
  Andas por tu jardín.
  Algo, lo sé, te falta.
 3


  La ajena copa,
  la espada que fue espada
  en otra mano,
  la luna de la calle,
  ¿dime, acaso no bastan?
 4


  Bajo la luna
  el tigre de oro y sombra
  mira sus garras.
  No sabe que en el alba
  han destrozado un hombre.
 5


  Triste la lluvia
  que sobre el mármol cae,
  triste ser tierra.
  Triste no ser los días
  del hombre, el sueño, el alba.
 6


  No haber caído,
  como otros de mi sangre,
  en la batalla.
  Ser en la vana noche
  el que cuenta las sílabas.

  SUSANA BOMBAL

  Alta en la tarde, altiva y alabada,
  cruza el casto jardín y está en la exacta
  luz del instante irreversible y puro
  que nos da este jardín y la alta imagen
  silenciosa. La veo aquí y ahora,
  pero también la veo en un antiguo
  crepúsculo de Ur de los Caldeos
  o descendiendo por las lentas gradas
  de un templo, que es innumerable polvo
  del planeta y que fue piedra y soberbia,
  o descifrando el mágico alfabeto
  de las estrellas de otras latitudes
  o aspirando una rosa en Inglaterra.
  Está donde haya música, en el leve
  azul, en el hexámetro del griego,
  en nuestras soledades que la buscan,
  en el espejo de agua de la fuente,
  en el mármol del tiempo, en una espada,
  en la serenidad de una terraza
  que divisa ponientes y jardines.
  Y detrás de los mitos y las máscaras,
  el alma, que está sola.
  Buenos Aires, 3 de noviembre de 1970


  A JOHN KEATS
  (1795-1821)

  Desde el principio hasta la joven muerte
  la terrible belleza te acechaba
  como a los otros la propicia suerte
  o la adversa. En las albas te esperaba
  de Londres, en las páginas casuales
  de un diccionario de mitología,
  en las comunes dádivas del día,
  en un rostro, una voz, y en los mortales
  labios de Fanny Brawne. Oh sucesivo
  y arrebatado Keats, que el tiempo ciega,
  el alto ruiseñor y la urna griega
  serán tu eternidad, oh fugitivo.
  Fuiste el fuego. En la pánica memoria
  no eres hoy la ceniza. Eres la gloria.

  ON HIS BLINDNESS

  Indigno de los astros y del ave
  que surca el hondo azul, ahora secreto,
  de esas líneas que son el alfabeto
  que ordenan otros y del mármol grave
  cuyo dintel mis ya gastados ojos
  pierden en su penumbra, de las rosas
  invisibles y de las silenciosas
  multitudes de oros y de rojos
  soy, pero no de las Mil Noches y Una
  que abren mares y auroras en mi sombra
  ni de Walt Whitman, ese Adán que nombra
  las criaturas que son bajo la luna,
  ni de los blancos dones del olvido
  ni del amor que espero y que no pido.

  LA BUSCA

  Al término de tres generaciones
  vuelvo a los campos de los Acevedo,
  que fueron mis mayores. Vagamente
  los he buscado en esta vieja casa
  blanca y rectangular, en la frescura
  de sus dos galerías, en la sombra
  creciente que proyectan los pilares,
  en el intemporal grito del pájaro,
  en la lluvia que abruma la azotea,
  en el crepúsculo de los espejos,
  en un reflejo, un eco, que fue suyo
  y que ahora es mío, sin que yo lo sepa.
  He mirado los hierros de la reja
  que detuvo las lanzas del desierto,
  la palmera partida por el rayo,
  los negros toros de Aberdeen, la tarde,
  las casuarinas que ellos nunca vieron.
  Aquí fueron la espada y el peligro,
  las duras proscripciones, las patriadas;
  firmes en el caballo, aquí rigieron
  la sin principio y la sin fin llanura
  los estancieros de las largas leguas.
  Pedro Pascual, Miguel, Judas Tadeo…
  Quién me dirá si misteriosamente,
  bajo ese techo de una sola noche,
  más allá de los años y del polvo,
  más allá del cristal de la memoria,
  no nos hemos unido y confundido,
  yo en el sueño, pero ellos en la muerte.

  LO PERDIDO

  ¿Dónde estará mi vida, la que pudo
  haber sido y no fue, la venturosa
  o la de triste horror, esa otra cosa
  que pudo ser la espada o el escudo
  y que no fue? ¿Dónde estará el perdido
  antepasado persa o el noruego,
  dónde el azar de no quedarme ciego,
  dónde el ancla y el mar, dónde el olvido
  de ser quien soy? ¿Dónde estará la pura
  noche que al rudo labrador confía
  el iletrado y laborioso día,
  según lo quiere la literatura?
  Pienso también en esa compañera
  que me esperaba, y que tal vez me espera.

  J. M.

  En cierta calle hay cierta firme puerta
  con su timbre y su número preciso
  y un sabor a perdido Paraíso,
  que en los atardeceres no está abierta
  a mi paso. Cumplida la jornada,
  una esperada voz me esperaría
  en la disgregación de cada día
  y en la paz de la noche enamorada.
  Esas cosas no son. Otra es mi suerte:
  las vagas horas, la memoria impura,
  el abuso de la literatura
  y en el confín la no gustada muerte.
  Sólo esa piedra quiero. Sólo pido
  las dos abstractas fechas y el olvido.

  «RELIGIO MEDICI», 1643

  Defiéndeme, Señor. (El vocativo
  no implica a Nadie. Es sólo una palabra
  de este ejercicio que el desgano labra
  y que en la tarde del temor escribo.)
  Defiéndeme de mí. Ya lo dijeron
  Montaigne y Browne y un español que ignoro;
  algo me queda aún de todo ese oro
  que mis ojos de sombra recogieron.
  Defiéndeme, Señor, del impaciente
  apetito de ser mármol y olvido;
  defiéndeme de ser el que ya he sido,
  el que ya he sido irreparablemente.
  No de la espada o de la roja lanza
  defiéndeme, sino de la esperanza.

  1971

  Dos hombres caminaron por la luna.
  Otros después. ¿Qué puede la palabra,
  qué puede lo que el arte sueña y labra,
  ante su real y casi irreal fortuna?
  Ebrios de horror divino y de aventura,
  esos hijos de Whitman han pisado
  el páramo lunar, el inviolado
  orbe que, antes de Adán, pasa y perdura.
  El amor de Endimión en su montaña,
  el hipogrifo, la curiosa esfera
  de Wells, que en mi recuerdo es verdadera,
  se confirman. De todos es la hazaña.
  No hay en la tierra un hombre que no sea
  hoy más valiente y más feliz. El día
  inmemorial se exalta de energía
  por la sola virtud de la Odisea
  de esos amigos mágicos. La luna
  que el amor secular busca en el cielo
  con triste rostro y no saciado anhelo,
  será su monumento, eterna y una.

  COSAS

  El volumen caído que los otros
  ocultan en la hondura del estante
  y que los días y las noches cubren
  de lento polvo silencioso. El ancla
  de Sidón que los mares de Inglaterra
  oprimen en su abismo ciego y blando.
  El espejo que no repite a nadie
  cuando la casa se ha quedado sola.
  Las limaduras de uña que dejamos
  a lo largo del tiempo y del espacio.
  El polvo indescifrable que fue Shakespeare.
  Las modificaciones de la nube.
  La simétrica rosa momentánea
  que el azar dio una vez a los ocultos
  cristales del pueril calidoscopio.
  Los remos de Argos, la primera nave.
  Las pisadas de arena que la ola
  soñolienta y fatal borra en la playa.
  Los colores de Turner cuando apagan
  las luces en la recta galería
  y no resuena un paso en la alta noche.
  El revés del prolijo mapamundi.
  La tenue telaraña en la pirámide.
  La piedra ciega y la curiosa mano.
  El sueño que he tenido antes del alba
  y que olvidé cuando clareaba el día.
  El principio y el fin de la epopeya
  de Finnsburh, hoy unos contados versos
  de hierro, no gastado por los siglos.
  La letra inversa en el papel secante.
  La tortuga en el fondo del aljibe.
  Lo que no puede ser. El otro cuerno
  del unicornio. El Ser que es Tres y es Uno.
  El disco triangular. El inasible
  instante en que la flecha del eleata,
  inmóvil en el aire, da en el blanco.
  La flor entre las páginas de Bécquer.
  El péndulo que el tiempo ha detenido.
  El acero que Odín clavó en el árbol.
  El texto de las no cortadas hojas.
  El eco de los cascos de la carga
  de Junín, que de algún eterno modo
  no ha cesado y es parte de la trama.
  La sombra de Sarmiento en las aceras.
  La voz que oyó el pastor en la montaña.
  La osamenta blanqueando en el desierto.
  La bala que mató a Francisco Borges.
  El otro lado del tapiz. Las cosas
  que nadie mira, salvo el Dios de Berkeley.

  EL AMENAZADO

  Es el amor. Tendré que ocultarme o que huir.
  Crecen los muros de su cárcel, como en un sueño atroz. La hermosa máscara ha cambiado, pero como siempre es la única. ¿De qué me servirán mis talismanes: el ejercicio de las letras, la vaga erudición, el aprendizaje de las palabras que usó el áspero Norte para cantar sus mares y sus espadas, la serena amistad, las galerías de la Biblioteca, las cosas comunes, los hábitos, el joven amor de mi madre, la sombra militar de mis muertos, la noche intemporal, el sabor del sueño?
  Estar contigo o no estar contigo es la medida de mi tiempo.
  Ya el cántaro se quiebra sobre la fuente, ya el hombre se levanta a la voz del ave, ya se han oscurecido los que miran por las ventanas, pero la sombra no ha traído la paz.
  Es, ya lo sé, el amor: la ansiedad y el alivio de oír tu voz, la espera y la memoria, el horror de vivir en lo sucesivo.
  Es el amor con sus mitologías, con sus pequeñas magias inútiles.
  Hay una esquina por la que no me atrevo a pasar.
  Ya los ejércitos me cercan, las hordas.
  (Esta habitación es irreal; ella no la ha visto.)
  El nombre de una mujer me delata.
  Me duele una mujer en todo el cuerpo.

  EL GAUCHO

  Hijo de algún confín de la llanura
  abierta, elemental, casi secreta,
  tiraba el firme lazo que sujeta
  al firme toro de cerviz oscura.
  Se batió con el indio y con el godo,
  murió en reyertas de baraja y taba;
  dio su vida a la patria, que ignoraba,
  y así perdiendo, fue perdiendo todo.
  Hoy es polvo de tiempo y de planeta;
  nombres no quedan, pero el nombre dura.
  Fue tantos otros y hoy es una quieta
  pieza que mueve la literatura.
  Fue el matrero, el sargento y la partida.
  Fue el que cruzó la heroica cordillera.
  Fue soldado de Urquiza o de Rivera,
  lo mismo da. Fue el que mató a Laprida.
  Dios le quedaba lejos. Profesaron
  la antigua fe del hierro y del coraje,
  que no consiente súplicas ni gaje.
  Por esa fe murieron y mataron.
  En los azares de la montonera
  murió por el color de una divisa;
  fue el que no pidió nada, ni siquiera
  la gloria, que es estrépito y ceniza.
  Fue el hombre gris que, oscuro en la pausada
  penumbra del galpón, sueña y matea,
  mientras en el Oriente ya clarea
  la luz de la desierta madrugada.
  Nunca dijo: Soy gaucho. Fue su suerte
  no imaginar la suerte de los otros.
  No menos ignorante que nosotros,
  no menos solitario, entró en la muerte.

  TÚ

  Un solo hombre ha nacido, un solo hombre ha muerto en la tierra.
  Afirmar lo contrario es mera estadística, es una adición imposible.
  No menos imposible que sumar el olor de la lluvia y el sueño que antenoche soñaste.
  Ese hombre es Ulises, Abel, Caín, el primer hombre que ordenó las constelaciones, el hombre que erigió la primera pirámide, el hombre que escribió los hexagramas del Libro de los Cambios, el forjador que grabó runas en la espada de Hengist, el arquero Einar Tambarskelver, Luis de León, el librero que engendró a Samuel Johnson, el jardinero de Voltaire, Darwin en la proa del Beagle, un judío en la cámara letal, con el tiempo, tú y yo.
  Un solo hombre ha muerto en Ilión, en el Metauro, en Hastings, en Austerlitz, en Trafalgar, en Gettysburg.
  Un solo hombre ha muerto en los hospitales, en barcos, en la ardua soledad, en la alcoba del hábito y del amor.
  Un solo hombre ha mirado la vasta aurora.
  Un solo hombre ha sentido en el paladar la frescura del agua, el sabor de las frutas y de la carne.
  Hablo del único, del uno, del que siempre está solo.
  Norman, Oklahoma


  POEMA DE LA CANTIDAD

  Pienso en el parco cielo puritano
  de solitarias y perdidas luces
  que Emerson miraría tantas noches
  desde la nieve y el rigor de Concord.
  Aquí son demasiadas las estrellas.
  El hombre es demasiado. Las innúmeras
  generaciones de aves y de insectos,
  del jaguar constelado y de la sierpe,
  de ramas que se tejen y entretejen,
  del café, de la arena y de las hojas
  oprimen las mañanas y prodigan
  su minucioso laberinto inútil.
  Acaso cada hormiga que pisamos
  es única ante Dios, que la precisa
  para la ejecución de las puntuales
  leyes que rigen Su curioso mundo.
  Si así no fuera, el universo entero
  sería un error y un oneroso caos.
  Los espejos del ébano y del agua,
  el espejo inventivo de los sueños,
  los líquenes, los peces, las madréporas,
  las filas de tortugas en el tiempo,
  las luciérnagas de una sola tarde,
  las dinastías de las araucarias,
  las perfiladas letras de un volumen
  que la noche no borra, son sin duda
  no menos personales y enigmáticas
  que yo, que las confundo. No me atrevo
  a juzgar a la lepra o a Calígula.
  San Pablo, 1970


  EL CENTINELA

  Entra luz y me recuerdo; ahí está.
  Empieza por decirme su nombre, que es (ya se entiende) el mío.
  Vuelvo a la esclavitud que ha durado más de siete veces diez años.
  Me impone su memoria.
  Me impone las miserias de cada día, la condición humana.
  Soy su viejo enfermero; me obliga a que le lave los pies.
  Me acecha en los espejos, en la caoba, en los cristales de las tiendas.
  Una u otra mujer lo ha rechazado y debo compartir su congoja.
  Me dicta ahora este poema, que no me gusta.
  Me exige el nebuloso aprendizaje del terco anglosajón.
  Me ha convertido al culto idolátrico de militares muertos, con los que acaso no podría cambiar una sola palabra.
  En el último tramo de la escalera siento que está a mi lado.
  Está en mis pasos, en mi voz.
  Minuciosamente lo odio.
  Advierto con fruición que casi no ve.
  Estoy en una celda circular y el infinito muro se estrecha.
  Ninguno de los dos engaña al otro, pero los dos mentimos.
  Nos conocemos demasiado, inseparable hermano.
  Bebes el agua de mi copa y devoras mi pan.
  La puerta del suicida está abierta, pero los teólogos afirman que en la sombra ulterior del otro reino, estaré yo, esperándome.

  AL IDIOMA ALEMÁN

  Mi destino es la lengua castellana,
  el bronce de Francisco de Quevedo,
  pero en la lenta noche caminada
  me exaltan otras músicas más íntimas.
  Alguna me fue dada por la sangre
  –oh voz de Shakespeare y de la Escritura–,
  otras por el azar, que es dadivoso,
  pero a ti, dulce lengua de Alemania,
  te he elegido y buscado, solitario.
  A través de vigilias y gramáticas,
  de la jungla de las declinaciones,
  del diccionario, que no acierta nunca
  con el matiz preciso, fui acercándome.
  Mis noches están llenas de Virgilio,
  dije una vez; también pude haber dicho
  de Hölderlin y de Angelus Silesius.
  Heine me dio sus altos ruiseñores;
  Goethe, la suerte de un amor tardío,
  a la vez indulgente y mercenario;
  Keller, la rosa que una mano deja
  en la mano de un muerto que la amaba
  y que nunca sabrá si es blanca o roja.
  Tú, lengua de Alemania, eres tu obra
  capital: el amor entrelazado
  de las voces compuestas, las vocales
  abiertas, los sonidos que permiten
  el estudioso hexámetro del griego
  y tu rumor de selvas y de noches.
  Te tuve alguna vez. Hoy, en la linde
  de los años cansados, te diviso
  lejana como el álgebra y la luna.

  AL TRISTE

  Ahí está lo que fue: la terca espada
  del sajón y su métrica de hierro,
  los mares y las islas del destierro
  del hijo de Laertes, la dorada
  luna del persa y los sin fin jardines
  de la filosofía y de la historia,
  el oro sepulcral de la memoria
  y en la sombra el olor de los jazmines.
  Y nada de eso importa. El resignado
  ejercicio del verso no te salva
  ni las aguas del sueño ni la estrella
  que en la arrasada noche olvida el alba.
  Una sola mujer es tu cuidado,
  igual a las demás, pero que es ella.

  EL MAR

  El mar. El joven mar. El mar de Ulises
  y el de aquel otro Ulises que la gente
  del Islam apodó famosamente
  Es-Sindibad del Mar. El mar de grises
  olas de Erico el Rojo, alto en su proa,
  y el de aquel caballero que escribía
  a la vez la epopeya y la elegía
  de su patria, en la ciénaga de Goa.
  El mar de Trafalgar. El que Inglaterra
  cantó a lo largo de su larga historia,
  el arduo mar que ensangrentó de gloria
  en el diario ejercicio de la guerra.
  El incesante mar que en la serena
  mañana surca la infinita arena.

  AL PRIMER POETA DE HUNGRÍA

  En esta fecha para ti futura
  que no alcanza el augur que la prohibida
  forma del porvenir ve en los planetas
  ardientes o en las vísceras del toro,
  nada me costaría, hermano y sombra,
  buscar tu nombre en las enciclopedias
  y descubrir qué ríos reflejaron
  tu rostro, que hoy es perdición y polvo,
  y qué reyes, qué ídolos, qué espadas,
  qué resplandor de tu infinita Hungría,
  elevaron tu voz al primer canto.
  Las noches y los mares nos apartan,
  las modificaciones seculares,
  los climas, los imperios y las sangres,
  pero nos une indescifrablemente
  el misterioso amor de las palabras,
  este hábito de sones y de símbolos.
  Análogo al arquero del eleata,
  un hombre solo en una tarde hueca
  deja correr sin fin esta imposible
  nostalgia, cuya meta es una sombra.
  No nos veremos nunca cara a cara,
  oh antepasado que mi voz no alcanza.
  Para ti ni siquiera soy un eco;
  para mí soy un ansia y un arcano,
  una isla de magia y de temores,
  como lo son tal vez todos los hombres,
  como lo fuiste tú, bajo otros astros.

  EL ADVENIMIENTO

  Soy el que fui en el alba, entre la tribu.
  Tendido en mi rincón de la caverna,
  pujaba por hundirme en las oscuras
  aguas del sueño. Espectros de animales
  heridos por la esquirla de la flecha
  daban horror a las tinieblas. Algo,
  quizá la ejecución de una promesa,
  la muerte de un rival en la montaña,
  quizá el amor, quizá una piedra mágica,
  me había sido otorgado. Lo he perdido.
  Gastada por los siglos, la memoria
  sólo guarda esa noche y su mañana.
  Yo anhelaba y temía. Bruscamente
  oí el sordo tropel interminable
  de una manada atravesando el alba.
  Arco de roble, flechas que se clavan,
  los dejé y fui corriendo hasta la grieta
  que se abre en el confín de la caverna.
  Fue entonces que los vi. Brasa rojiza,
  crueles los cuernos, montañoso el lomo
  y lóbrega la crin como los ojos
  que acechaban malvados. Eran miles.
  Son los bisontes, dije. La palabra
  no había pasado nunca por mis labios,
  pero sentí que tal era su nombre.
  Era como si nunca hubiera visto,
  como si hubiera estado ciego y muerto
  antes de los bisontes de la aurora.
  Surgían de la aurora. Eran la aurora.
  No quise que los otros profanaran
  aquel pesado río de bruteza
  divina, de ignorancia, de soberbia,
  indiferente como las estrellas.
  Pisotearon un perro del camino;
  lo mismo hubieran hecho con un hombre.
  Después los trazaría en la caverna
  con ocre y bermellón. Fueron los Dioses
  del sacrificio y de las preces. Nunca
  dijo mi boca el nombre de Altamira.
  Fueron muchas mis formas y mis muertes.

  LA TENTACIÓN

  El general Quiroga va a su entierro;
  lo invita el mercenario Santos Pérez
  y sobre Santos Pérez está Rosas,
  la recóndita araña de Palermo.
  Rosas, a fuer de buen cobarde, sabe
  que no hay entre los hombres uno solo
  más vulnerable y frágil que el valiente.
  Juan Facundo Quiroga es temerario
  hasta la insensatez. El hecho puede
  merecer el examen de su odio.
  Ha resuelto matarlo. Piensa y duda.
  Al fin da con el arma que buscaba.
  Será la sed y el hambre del peligro.
  Quiroga parte al Norte. El mismo Rosas
  le advierte, casi al pie de la galera,
  que circulan rumores de que López
  premedita su muerte. Le aconseja
  no acometer la osada travesía
  sin una escolta. Él mismo se la ofrece.
  Facundo ha sonreído. No precisa
  laderos. Él se basta. La crujiente
  galera deja atrás las poblaciones.
  Leguas de larga lluvia la entorpecen,
  neblina y lodo y las crecidas aguas.
  Al fin avistan Córdoba. Los miran
  como si fueran sus fantasmas. Todos
  los daban ya por muertos. Antenoche
  Córdoba entera ha visto a Santos Pérez
  distribuir las espadas. La partida
  es de treinta jinetes de la sierra.
  Nunca se ha urdido un crimen de manera
  más descarada, escribirá Sarmiento.
  Juan Facundo Quiroga no se inmuta.
  Sigue al Norte. En Santiago del Estero
  se da a los naipes y a su hermoso riesgo.
  Entre el ocaso y la alborada pierde
  o gana centenares de onzas de oro.
  Arrecian las alarmas. Bruscamente
  resuelve regresar y da la orden.
  Por esos descampados y esos montes
  retoman los caminos del peligro.
  En un sitio llamado el Ojo de Agua
  el maestro de posta le revela
  que por ahí ha pasado la partida
  que tiene por misión asesinarlo
  y que lo espera en un lugar que nombra.
  Nadie debe escapar. Tal es la orden.
  Así lo ha declarado Santos Pérez,
  el capitán. Facundo no se arredra.
  No ha nacido aún el hombre que se atreva
  a matar a Quiroga, le responde.
  Los otros palidecen y se callan.
  Sobreviene la noche, en la que sólo
  duerme el fatal, el fuerte, que confía
  en sus oscuros dioses. Amanece.
  No volverán a ver otra mañana.
  ¿A qué concluir la historia que ya ha sido
  contada para siempre? La galera
  toma el camino de Barranca Yaco.

  1891

  Apenas lo entreveo y ya lo pierdo.
  Ajustado el decente traje negro,
  la frente angosta y el bigote ralo,
  y con una chalina como todas,
  camina entre la gente de la tarde
  ensimismado y sin mirar a nadie.
  En una esquina de la calle Piedras
  pide una caña brasilera. El hábito.
  Alguien le grita adiós. No le contesta.
  Hay en los ojos un rencor antiguo.
  Otra cuadra. Una racha de milonga
  le llega desde un patio. Esos changangos
  están siempre amolando la paciencia,
  pero al andar se hamaca y no lo sabe.
  Sube su mano y palpa la firmeza
  del puñal en la sisa del chaleco.
  Va a cobrarse una deuda. Falta poco.
  Unos pasos y el hombre se detiene.
  En el zaguán hay una flor de cardo.
  Oye el golpe del balde en el aljibe
  y una voz que conoce demasiado.
  Empuja la cancel que aún está abierta
  como si lo esperaran. Esta noche
  tal vez ya lo habrán muerto.

  1929

  Antes la luz entraba más temprano
  en la pieza que da al último patio;
  ahora la vecina casa de altos
  le quita el sol, pero en la vaga sombra
  su modesto inquilino está despierto
  desde el amanecer. Sin hacer ruido,
  para no incomodar a los de al lado,
  el hombre está mateando y esperando.
  Otro día vacío, como todos.
  Y siempre los ardores de la úlcera.
  Ya no hay mujeres en mi vida, piensa.
  Los amigos lo aburren. Adivina
  que él también los aburre. Hablan de cosas
  que no alcanza, de arqueros y de cuadros.
  No ha mirado la hora. Sin apuro
  se levanta y se afeita con inútil
  prolijidad. Hay que llenar el tiempo.
  El rostro que el espejo le devuelve
  guarda el aplomo que antes era suyo.
  Envejecemos más que nuestra cara,
  piensa, pero ahí están las comisuras,
  el bigote ya gris, la hundida boca.
  Busca el sombrero y sale. En el vestíbulo
  ve un diario abierto. Lee las grandes letras,
  crisis ministeriales en países
  que son apenas nombres. Luego advierte
  la fecha de la víspera. Un alivio;
  ya no tiene por qué seguir leyendo.
  Afuera, la mañana le depara
  su ilusión habitual de que algo empieza
  y los pregones de los vendedores.
  En vano el hombre inútil dobla esquinas
  y pasajes y trata de perderse.
  Ve con aprobación las casas nuevas,
  algo, tal vez el viento Sur, lo anima.
  Cruza Rivera, que hoy le dicen Córdoba,
  y no recuerda que hace muchos años
  que sus pasos la eluden. Dos, tres cuadras.
  Reconoce una larga balaustrada,
  los redondeles de un balcón de fierro,
  una tapia erizada de pedazos
  de vidrio. Nada más. Todo ha cambiado.
  Tropieza en una acera. Oye la burla
  de unos muchachos. No los toma en cuenta.
  Ahora está caminando más despacio.
  De golpe se detiene. Algo ha ocurrido.
  Ahí donde ahora hay una heladería,
  estaba el Almacén de la Figura.
  (La historia cuenta casi medio siglo.)
  Ahí un desconocido de aire avieso
  le ganó un largo truco, quince y quince,
  y él malició que el juego no era limpio.
  No quiso discutir, pero le dijo:
  Ahí le entrego hasta el último centavo,
  pero después salgamos a la calle.
  El otro contestó que con el fierro
  no le iría mejor que con el naipe.
  No había ni una estrella. Benavides
  le prestó su cuchillo. La pelea
  fue dura. En la memoria es un instante,
  un solo inmóvil resplandor, un vértigo.
  Se tendió en una larga puñalada,
  que bastó. Luego en otra, por si acaso.
  Oyó el caer del cuerpo y del acero.
  Fue entonces que sintió por vez primera
  la herida en la muñeca y vio la sangre.
  Fue entonces que brotó de su garganta
  una mala palabra, que juntaba
  la exultación, la ira y el alivio.
  Tantos años y al fin ha rescatado
  la dicha de ser hombre y ser valiente
  o, por lo menos, la de haberlo sido
  alguna vez, en un ayer del tiempo.

  HENGIST QUIERE HOMBRES
  (449 A.D.)

  Hengist quiere hombres.
  Acudirán de los confines de arena que se pierden en largos mares, de chozas llenas de humo, de tierras pobres, de hondos bosques de lobos, en cuyo centro indefinido está el Mal.
  Los labradores dejarán el arado y los pescadores las redes.
  Dejarán sus mujeres y sus hijos, porque el hombre sabe que en cualquier lugar de la noche puede hallarlas y hacerlos.
  Hengist el mercenario quiere hombres.
  Los quiere para debelar una isla que todavía no se llama Inglaterra.
  Lo seguirán sumisos y crueles.
  Saben que siempre fue el primero en la batalla de hombres.
  Saben que una vez olvidó su deber de venganza y que le dieron una espada desnuda y que la espada hizo su obra.
  Atravesarán a remo los mares, sin brújula y sin mástil.
  Traerán espadas y broqueles, yelmos con la forma del jabalí, conjuros para que se multipliquen las mieses, vagas cosmogonías, fábulas de los hunos y de los godos.
  Conquistarán la tierra, pero nunca entrarán en las ciudades que Roma abandonó, porque son cosas demasiado complejas para su mente bárbara.
  Hengist los quiere para la victoria, para el saqueo, para la corrupción de la carne y para el olvido.
  Hengist los quiere (pero no lo sabe) para la fundación del mayor imperio, para que canten Shakespeare y Whitman, para que dominen el mar las naves de Nelson, para que Adán y Eva se alejen, tomados de la mano y silenciosos, del Paraíso que han perdido.
  Hengist los quiere (pero no lo sabrá) para que yo trace estas letras.

  A ISLANDIA

  De las regiones de la hermosa tierra
  que mi carne y su sombra han fatigado
  eres la más remota y la más íntima,
  Última Thule, Islandia de las naves,
  del terco arado y del constante remo,
  de las tendidas redes marineras,
  de esa curiosa luz de tarde inmóvil
  que efunde el vago cielo desde el alba
  y del viento que busca los perdidos
  velámenes del viking. Tierra sacra
  que fuiste la memoria de Germania
  y rescataste su mitología
  de una selva de hierro y de su lobo
  y de la nave que los dioses temen,
  labrada con las uñas de los muertos.
  Islandia, te he soñado largamente
  desde aquella mañana en que mi padre
  le dio al niño que he sido y que no ha muerto
  una versión de la Völsunga Saga
  que ahora está descifrando mi penumbra
  con la ayuda del lento diccionario.
  Cuando el cuerpo se cansa de su hombre,
  cuando el fuego declina y ya es ceniza,
  bien está el resignado aprendizaje
  de una empresa infinita; yo he elegido
  el de tu lengua, ese latín del Norte
  que abarcó las estepas y los mares
  de un hemisferio y resonó en Bizancio
  y en las márgenes vírgenes de América.
  Sé que no la sabré, pero me esperan
  los eventuales dones de la busca,
  no el fruto sabiamente inalcanzable.
  Lo mismo sentirán quienes indagan
  los astros o la serie de los números…
  Sólo el amor, el ignorante amor, Islandia.

  A UN GATO

  No son más silenciosos los espejos
  ni más furtiva el alba aventurera;
  eres, bajo la luna, esa pantera
  que nos es dado divisar de lejos.
  Por obra indescifrable de un decreto
  divino, te buscamos vanamente;
  más remoto que el Ganges y el poniente,
  tuya es la soledad, tuyo el secreto.
  Tu lomo condesciende a la morosa
  caricia de mi mano. Has admitido,
  desde esa eternidad que ya es olvido,
  el amor de la mano recelosa.
  En otro tiempo estás. Eres el dueño
  de un ámbito cerrado como un sueño.

  EAST LANSING

  Los días y las noches
  están entretejidos (interwoven) de memoria y de miedo,
  de miedo, que es un modo de la esperanza,
  de memoria, nombre que damos a las grietas del obstinado olvido.
  Mi tiempo ha sido siempre un Jano bifronte
  que mira el ocaso y la aurora;
  mi propósito de hoy es celebrarte, oh futuro inmediato.
  Regiones de la Escritura y del hacha,
  árboles que miraré y no veré,
  viento con pájaros que ignoro, gratas noches de frío
  que irán hundiéndose en el sueño y tal vez en la patria,
  llaves de luz y puertas giratorias que con el tiempo serán hábitos,
  despertares en que me diré Hoy es Hoy,
  libros que mi mano conocerá,
  amigos y amigas que serán voces,
  arenas amarillas del poniente, el único color que me queda,
  todo eso estoy cantando y asimismo
  la insufrible memoria de lugares de Buenos Aires
  en los que no he sido feliz
  y en los que no podré ser feliz.
  Canto en la víspera tu crepúsculo, East Lansing,
  sé que las palabras que dicto son acaso precisas,
  pero sutilmente serán falsas,
  porque la realidad es inasible
  y porque el lenguaje es un orden de signos rígidos.
  Michigan, Indiana, Wisconsin, Iowa, Texas, Colorado, Arizona,
  ya intentaré cantarlas.
  9 de marzo de 1972


  AL COYOTE

  Durante siglos la infinita arena
  de los muchos desiertos ha sufrido
  tus pasos numerosos y tu aullido
  de gris chacal o de insaciada hiena.
  ¿Durante siglos? Miento. Esa furtiva
  substancia, el tiempo, no te alcanza, lobo;
  tuyo es el puro ser, tuyo el arrobo,
  nuestra, la torpe vida sucesiva.
  Fuiste un ladrido casi imaginario
  en el confín de arena de Arizona
  donde todo es confín, donde se encona
  tu perdido ladrido solitario.
  Símbolo de una noche que fue mía,
  sea tu vago espejo esta elegía.

  EL ORO DE LOS TIGRES*

  Hasta la hora del ocaso amarillo
  cuántas veces habré mirado
  al poderoso tigre de Bengala
  ir y venir por el predestinado camino
  detrás de los barrotes de hierro,
  sin sospechar que eran su cárcel.
  Después vendrían otros tigres,
  el tigre de fuego de Blake;
  después vendrían otros oros,
  el metal amoroso que era Zeus,
  el anillo que cada nueve noches
  engendra nueve anillos y éstos, nueve,
  y no hay un fin.
  Con los años fueron dejándome
  los otros hermosos colores
  y ahora sólo me quedan
  la vaga luz, la inextricable sombra
  y el oro del principio.
  Oh ponientes, oh tigres, oh fulgores
  del mito y de la épica,
  oh un oro más precioso, tu cabello
  que ansían estas manos.
  East Lansing, 1972


  *NOTAS

  *Tamerlán. Mi pobre Tamerlán había leído, a fines del siglo XIX, la tragedia de Christopher Marlowe y algún manual de historia.
  *Tankas. He querido adaptar a nuestra prosodia la estrofa japonesa que consta de un primer verso de cinco sílabas, de uno de siete, de uno de cinco y de dos últimos de siete. Quién sabe cómo sonarán estos ejercicios a oídos orientales. La forma original prescinde asimismo de rimas.
  *El oro de los tigres. Para el anillo de las nueve noches, el curioso lector puede interrogar el capítulo 49 de la Edda Menor. El nombre del anillo era Draupnir.


martes, 4 de octubre de 2016

Jaime Torres Bodet. Balzac. II entrega.


II
LA VIDA DEL ESCRITOR:
Los amores y los negocios


  EL AUTOR de Clotilde de Lusignan y de Jane la pálida, bastante ingenuo para escribir semejantes novelas pero suficientemente cauto para no decidirse a firmarlas (las publicaba con un seudónimo; a menudo Lord R’hoone, anagrama británico de Honoré), había abandonado la pluma y estaba dispuesto a hacer fortuna como impresor. Corría el año de 1826. Tenía Balzac, entonces, veintisiete de edad. Su profundo amor para Madame de Berny principiaba a pesarle un poco, menos acaso que su aventura con la duquesa de Abrantes. Para él, tan orgulloso y tan vanidoso —no siempre ambas condiciones se hallan aparejadas en la misma persona— la vida se presentaba, en aquellos días, como un fracaso. Era urgente luchar contra la desgracia.
  Un hombre que, como él, creía en el poder de la voluntad (¿no había querido escribir un tratado sobre ese tema[3] y no sería, después, su Comedia humana una epopeya cruel de la voluntad?), tenía la obligación de vencer al destino con la firmeza de su carácter. ¿Qué había deseado, a partir de la adolescencia? ¿Ser un poeta? ¿Ser un autor dramático? ¿Ser un novelista de mérito? Sí, todo eso lo había deseado Balzac. Pero no para ser poeta exclusivamente, ni para realizarse exclusivamente merced al teatro, ni siquiera para escribir exclusivamente novelas que le gustasen, sino sólo y constantemente para triunfar: para imponer respeto a los envidiosos, para gastar a manos llenas el dinero que sus éxitos le darían, para poseer a las duquesas y a las marquesas que le ofendían con sólo verle desde la altura de sus carruajes, al pasar él a pie por las calles de una ciudad donde el anónimo transeúnte se siente tan solitario como suelen estarlo los reyes en el fondo de sus castillos —aunque de hecho, no se le ocurra tan lisonjera comparación.
  Balzac debía cumplirse a sí mismo una promesa solemne, la que hizo a su hermana Laura en el fervor de la pubertad: ser un gran hombre. La literatura parecía resistirse a otorgarle ese título prestigioso. No siempre se resignan las Musas a que las viole un Hércules impaciente… Convenía, por tanto, repudiar a las Musas y buscar el amparo de un dios más ágil y más moderno, el dios del siglo XIX: Mercurio, en suma.
  El comercio elegido por Honorato lindaba, demasiado ostensiblemente, con el dominio de sus primeros hábitos de escritor. De la literatura a la imprenta no hay más que un paso. Sin embargo, dar ese paso resulta a veces bastante incómodo. Entre los trabajos que el impresor Honorato Balzac hubo de aceptar de su clientela, para ponerse en aptitud de pagar el salario de sus obreros, figuran prospectos medicinales que indignaron al novelista; como uno, destinado a anunciar las cualidades curativas de ciertas píldoras, procuradoras de «larga vida». Gemían las prensas del taller. Y gemía, naturalmente, Balzac. En 1827, un «álbum histórico y anecdótico» le ofreció perspectivas más halagüeñas. Más tarde, en tercera, edición vino el Cinq-Mars, de Alfredo de Vigny.
  Entre todas aquellas tareas —y otras, que sería largo citar— el negocio no prosperaba. Honorato carecía no solamente de todo orden sino del más elemental sentido de cuanto debe ser la economía de un taller bien administrado. Las facturas se acumulaban sobre las mesas. Los deudores no eran solicitados jamás a tiempo. Mientras tanto, los acreedores no lo perdían. Se presentaban, cada mes o cada semana, acerados y puntualísimos.
  Acosado por todas partes, el futuro «Napoleón de las letras» no ganaba, como impresor, la menor batalla. Vivía en un Waterloo permanente, sin tener siquiera como consuelo el recuerdo de un Rívoli o de un Wagram. Venturosamente, un ángel velaba sobre el general siempre derrotado. Ese ángel, con faldas, era Madame de Berny. Por las tardes, cuando Honorato se declaraba casi dispuesto al abatimiento y a la renuncia, aparecía otra vez la «Dilecta», sonriente y plácida. Ella lo perdonaba todo. Para ella, sus errores no eran errores, sino lo que eran más verosímilmente: ilusiones fallidas, esperanzas exageradas, entusiasmos prematuros, inequívocas pruebas de una bondad recóndita, testimonios desagradables de una grandeza oculta, menos orientada a la transacción que a la creación…
  El dinero faltaba siempre. Madame de Berny, además de sonrisas, traía al taller lo que más faltaba. Hasta que un día hubo de comprometerse ella misma —y, con ella, el apellido de su consorte— al ingresar en la sociedad comercial que Honorato, piloto absurdo, guiaba al naufragio cierto. Por la misma razón que le había inducido a establecer una imprenta, para compensar así —con hipotéticos lucros— los adeudos que le dejaron sus ediciones de Molière y de La Fontaine, cuando la imprenta se iba ya a pique, Balzac imaginó una, ampliación del negocio. Compró una fundición de tipografía. Teóricamente, la idea era espléndida. Desde el punto de vista práctico, resultaba inoportuna. Las deudas crecieron, los acreedores se hicieron más numerosos. Los obreros clamaban su hambre. Balzac, que solía alimentarse menos que ellos, les aseguraba de la honradez de sus intenciones y exaltaba, a gritos, su probidad.
  La pesadilla duró aproximadamente dos años. En efecto, el 16 de abril de 1828 quedó disuelta la sociedad comercial que agobió a Balzac. Honorato se vio obligado a recurrir al auxilio de su familia. La señora Balzac acudió, a su vez, a uno de sus primos, Charles Sédillot, quien intervino, para liquidar la negociación. Por lo que atañe a la fundición —que figuraba a nombre de Lorenzo y de Alejandro de Berny— éste, hijo de Laura, pero menos generoso que ella, exigió a Balzac los documentos indispensables para regularizar los préstamos. Haciendo frente al vendaval, Alejandro logró que la fundición conociera tiempos mejores. En 1840, aparecía ya como el único propietario.
  Para Balzac, la operación resultó funesta. Salió de ella con una deuda de noventa mil francos: los cuarenta y cinco mil anticipados por sus padres y los cuarenta y cinco mil que le había prestado Madame de Berny. Esa deuda gravitó sobre él por espacio de años. A fin de redimirla, hubo de trabajar como un «presidiario de las letras». Aunque, si he de expresar aquí todo mi pensamiento, debo añadir que, en esto de la gran deuda balzaciana, los comentaristas han exagerado la nota continuamente. Es cierto, la suma era muy considerable. Pero hubo años en los que Balzac percibió cien mil francos por sus derechos de autor. A pesar de lo cual, sus acreedores seguían multiplicándose. Y es que gastó siempre más de lo que ganaba. Vivió, sin descanso, de la hipoteca de su futuro.
  Desde el verano de 1827 —y previendo, sin duda, la ruina próxima— Honorato había escogido un pequeño departamento en el número 1 de la calle Cassini. Lo alquiló —subterfugio frecuente, a lo largo de su existencia— utilizando para el contrato un nombre supuesto: esa vez el apellido de su cuñado. Allí fue a esconderse Balzac en la hora del desastre; no sin gastar todavía sumas bastante fuertes para adornar ese asilo con una biblioteca elegante, con libros caros y con ciertos tapices y muebles que, por costosos, su madre nunca le perdonó.
  Hasta el departamento de la calle Cassini seguía llegando la fiel «Dilecta». O, cuando no ella, en persona, la ternura espontánea y patética de sus cartas. Esto último no porque en esos meses los separase materialmente una gran distancia. Al contrario. Era breve la que mediaba entre la calle Cassini y la calle d’Enfer, donde Madame de Berny había establecido su domicilio. Pero Balzac salía frecuentemente. No siempre tenía paciencia para esperar a su amiga, todavía dilecta, sin duda, aunque ya, para él, casi fatigosa; fatigosa quizá por infatigable.
  Balzac adoraba el lujo. Sus novelas se hallan atestadas, como un museo (o, más bien, como la sala de un montepío) de objetos raros, preciosos, dispares y petulantes, que tuvieron su día de gloria y de ostentación, y acabaron por coexistir abnegadamente con muchos otros —armarios, sillas, cómodas y consolas— de utilidad doméstica más visible, aunque de remembranza menos cordial. Uno de esos objetos «característicos» reinaba sobre la chimenea de su departamento, en la calle Cassini. Era un reloj, albergado en copón de bronce y sostenido por un pedestal de mármol amarillo. Honorato lo había adquirido en el almacén del señor Ledure. Le costó ciento cuarenta francos, suma apreciable en aquellos meses, sobre todo si recordamos que el comprador no tenía medios seguros de subsistencia. Balzac vio desfilar en aquel reloj muchas horas de tedio y de pesimismo. En su disco, el tiempo le señaló, también, un minuto amable: el de la esperanza.
  Bajo el aliento de esa esperanza, el impresor fracasado volvió a pensar en su antiguo oficio. Puesto que Mercurio lo había burlado —¡y con cuánta severidad!— ¿por qué no ponerse a escribir de nuevo, por qué no reanudar el trato con sus amigas: las viejas Musas?
  Entre la ilusión y el remordimiento, Honorato buscaba su porvenir. Era su ilusión la de figurar junto a los autores más célebres de Occidente. Su remordimiento consistía en haber gastado tantas vigilias y tantas resmas de papel en novelas inconfesables, a las que Lord R’hoone aceptó conceder su nombre —pero que él, Balzac, no podía firmar.
  Un mundo se agitaba bajo su cráneo terco y vehemente: cráneo de campesino, nieto de campesinos, seguro de su entereza y ansioso de éxitos y de lauros. Era imposible que su obra se redujese a los episodios narrados en Juan Luis o en La heredera de Birague. Antes de sentarse a su mesa de novelista, a los veintiún años, hubiera debido vivir, conocer las cosas, las gentes, las costumbres y las pasiones. Todo eso (pasiones, costumbres, gentes y cosas) el drama de su experiencia mercantil se lo había ya revelado —y revelado imborrable mente. La amargura, el trabajo, el temor de la quiebra y de la deshonra, la inminencia continua de la catástrofe ¡qué penetrantes y sólidos reflectores para ver, en verdad, lo que nos rodea!
  En menos de dos años (y sin salir, a menudo, de su taller). Honorato había recorrido un camino inmenso. Lo habían visitado escritores, tipógrafos, médicos, farmacéuticos. Había discutido con editores, cobradores, obreros, agentes de comercio, fabricantes y prestamistas. Había recurrido a notarios, a banqueros, a periodistas y a toda una grey obtusa de leguleyos de tercer orden y escribientes de quinto piso.
  Esos fantasmas tenían un rostro, cuando no varios: unos, dóciles y serviles; otros, adustos y circunspectos. Porque Honorato empezaba a saberlo ya: en la vida, más que en los libros, son máscaras los semblantes. Sobre todo cuando sonríen. Y las máscaras son semblantes. Sobre todo cuando amenazan. A la par vidente y observador, fotógrafo con Daguerre y profeta a su modo (que no era el bíblico), Balzac no olvidaría jamás ni uno solo de aquellos rostros, ni una sola de aquellas máscaras. Hasta en la hora de la muerte recordaría la piel rugosa de tal o de cual cliente; sus manos ávidas y brutales, de falanges abruptas y uñas espesas; o la palidez de ese obrero tísico, lo lacio de su cabello sudoso y negro; o la boca gelatinosa de aquel hipócrita, o la prematura calvicie del croupier a quien vislumbró, bajo el parpadeo de los candiles, en la casa de juego donde, una noche, perdió lo que no tenía.
  Cada una de esas caras correspondía a algún cuerpo sólido, inimitable, imperioso y único. Un cuerpo del cual Balzac había medido —sin darse cuenta— todos los movimientos, adivinado todos los músculos, auscultado todas las vísceras y descubierto todos los vicios: más aparentes, a veces, que los rasgos más aparentes.
  Esos cuerpos iban vestidos. Honorato se percataba, al rememorarlos, de que sabía, hasta en sus detalles, los secretos más vergonzantes del guardarropa de aquella época. Conocía lo que costaba cada levita, el nombre del sastre de cada frac… y por qué razón el abrigo del señor X tenía siempre una sospechosa y lunar blancura sobre la seda negra de las solapas.
  El dolor y la cólera le habían enseñado a ver. En cuanto a oír, pocos hombres han oído mejor que ese gran charlista. Conversaba y reía ruidosamente. Sus interlocutores creían que se escuchaba sólo a sí mismo, como suelen hacerlo los vanidosos. Pero la consideración que se concedía Balzac a sí propio no le impedía otorgar una atención cuidadosa —y por lo menos igual— a cuantos hablaban en torno suyo. Había aprendido a distinguir entre la tos del nervioso y la del asmático, entre el acezar optimista del vehemente y el acezar enfermizo del fumador. Como un fonetista, identificaba todas las variaciones geográficas del idioma, en la ondulante extensión de Francia. Y no sólo las variaciones más perceptibles a la audición: las que oponen, por ejemplo, al marsellés frente al alsaciano o al bretón frente al bearnés, sino otras —muchísimo más sutiles— como las que existen entre dos parisienses, cuando uno ha nacido en el barrio de Saint-Denis y el otro se educó en Lila. Mientras creía Balzac trabajar para sus clientes, eran ellos, sin saberlo, los que habían trabajado para él. Uno le había enseñado la desconfianza; otro el sabio y prudente tartamudeo. Con esa desconfianza y ese tartamudeo, Honorato construiría, en Eugenia Grandet el tipo dramático de su avaro.
  La realidad era ya, para él, un repertorio fantástico, más fantástico que los libros. Ningún sueño más evidente. Ninguna evidencia más espectral. Él, tan naturalista y tan visionario, había salido de aquella inmersión en lo cotidiano, como Dante de los círculos de su infierno, en un estado de positiva alucinación interna. En semejante estado, lo cierto y lo verosímil son pocas veces la misma cosa. ¡Qué descubrimiento más importante para un poeta! ¡Y para el aprendizaje de un novelista, qué lección más profunda —y qué estímulo más cruel!
  Probablemente Honorato no percibió en esos días, tanto como ahora nosotros, todo el provecho de su experiencia. Pero, con la intuición del genio, comprendió que había llegado el momento de instalarse otra vez en las letras y de instalarse en ellas definitivamente. No volvería a escribir como sus maestros. Trataría, en lo sucesivo, de escribir como lo que era: como Balzac. Adiós las Clotildes y los Juan Luises. Resultaba preciso estudiar, en sus perfiles más nimios, las posibilidades de cada tema y entrar, en cada obra nueva, como en un misterioso laboratorio: con audacia, mas con respeto No sé si haya pensado entonces Balzac en la tesis de Bacon: el que desea mandar sobre la naturaleza tiene, primero, que obedecerla. De cualquier modo, a partir de esos años, tal fue su táctica.
  Dos asuntos le seducían: uno, se situaba en el siglo XV, era la historia de un capitán «Boute-feux». Otro, de época más cercana, le proponía la descripción de una guerra muy conocida: la de los chuanes. El Balzac de 1822 habría elegido, sin duda, el tema del siglo XV. El Balzac de 1828 prefirió la excursión más cercana, y por eso mismo más peligrosa.
  Ante todo, sintió el deber de documentarse. Muchos libros tenía a la mano para ese fin. Las Memorias de la marquesa de la Rochejaquelin y las de Puysaye, coleccionadas ambas por Baudoin, la Historia de Beauchamp sobre la guerra en Vendée y los seis volúmenes publicados por Savary. Sin embargo, la lectura no le era ya suficiente. Tenía que ver, que ver con sus propios ojos. Un amigo de su padre, el general de Pommereul, vivía en Fougères; es decir: en la región misma en que Honorato había decidido desarrollar el tema de la novela. Balzac le escribió, esbozándole su proyecto. El general retirado —que se aburría tal vez junto con su esposa— no tardó en invitarle a pasar una temporada en su residencia.
  En septiembre de 1828, salió Honorato para Fougères. Más de un mes pasó el escritor en compañía de aquella pareja tan afectuosa como sencilla: los Pommereul. Esas semanas le permitieron contemplar de cerca el paisaje de su relato, conversar con los testigos de algunos episodios posibles, relacionarse con los vecinos y, sobre todo, oír las historias del general, que no siempre eran sólo «historias», sino trozos de historia viva.
  La novela cambió de título varias veces, pues Balzac tardó en redactarla mucho más tiempo del que exigieron sus verdaderas obras maestras. Aquella lentitud no era el producto de la pereza sino del deseo de no equivocarse, como se había equivocado tan a menudo. Con el nombre de El último chuan, o la Bretaña en 1800, el libro apareció por fin a mediados del mes de marzo de 1829. Era la primera novela que Balzac publicaba como obra propia, sin anagramas ni seudónimos. Aunque no está exenta de defectos, abundan en sus páginas fragmentos muy superiores a todos cuantos había producido la pluma rápida de Honorato. Las figuras han cobrado volumen, los caracteres empiezan a definirse y, como lo apunta Arrigon en un estudio que merecería estar menos olvidado, «cada personaje se describe a sí mismo por medio de unas cuantas palabras, sin que, por así decirlo, el autor haya de intervenir».[4] ¿No es un elogio de esta naturaleza el que más halaga a los novelistas?
  La crítica no fue abundante, ni extraordinariamente generosa. Pero, en Le Fígaro, el comentario resultó, por momentos, casi entusiasta: «cuadros de un realismo que espanta», «una abundancia satírica que recuerda a Callot», «detalles que fijan su relieve en el pensamiento» y —observación pertinente— «una manera de pintar las cosas y las personas en la que se advierte no sé qué de nuevo y de absolutamente distinto».
  Con ese certificado de buena conducta literaria, el aprendiz Balzac se sintió autorizado para ingresar en algunos círculos mundanos. La duquesa de Abrantes le llevó a casa de Sofía Gay, visitada por hombres como Victor Hugo y Horacio Vernet, Lamartine y el pintor Gérard. Poco tiempo después, lo recibió Madame Récamier, la ninfa Egeria del gran vizconde. Iban allí, además de Chateaubriand —que era el dios del grupo— el duque de Laval, Ballanche, Ampère y Madame D’Hautpoul.
  El ser recibido en aquellos salones era sin duda, para Honorato, un cordial estímulo. Pero, por mucho que apreciase su nueva obra, tenía que comprenderlo rápidamente: convenía dar a ese libro muchos hermanos; aparecer en muchos periódicos y revistas; escribir, publicar sin tregua, para afirmarse al fin, como lo anhelaba, ante un público auténtico y numeroso.
  Si excluimos los Cuentos jocosos —¿será ésta una versión aceptable de drolatiques?— y La fisiología del matrimonio (obra difícil de agrupar con las posteriores y empezada, además, muchos meses antes), de marzo de 1829 a enero de 1834, escribiría Balzac un total de treinta y siete novelas, algunas bastante voluminosas. No es cómodo precisar cuándo fueron escritas muchas de ellas. Ethel Preston da una cronología que no coincide con la que consta, al pie de cada obra, en la colección editada por Bouteron, quien —por cierto— cita a Ethel Preston en sus páginas liminares. A riesgo de no acertar en todos los casos, optaremos por las indicaciones tradicionales, reproducidas en el texto revisado por Bouteron. Cuatro relatos aparecen, como fruto del esfuerzo de Balzac, en 1829: La paz del hogar, La casa del gato que pelotea, El verdugo y El baile de Sceaux. Ocho figuran en la lista de 1830: Gobseck, El elixir de larga vida, Sarrasine, Un episodio bajo el terror, Adiós, La vendetta, Estudio de mujer y Una familia doble (esta última, acabada en 1842). Nueve manuscritos enriquecieron el haber de Balzac en 1831: La piel de zapa, Jesucristo en Flandes, Los proscritos, Los dos sueños, El recluta, La señora Firmiani, Maese Cornelio, La posada roja y El hijo maldito (concluido en 1836).
  La producción aumenta en 1832. Durante esos doce meses, Balzac dio término a once relatos, largos o breves. Fueron: El mensaje, La obra maestra desconocida, El coronel Chabert, El cura de Tours, La Bolsa, Louis Lambert, La grenadière, La mujer abandonada, Una pasión en el desierto, Los Marana y El ilustre Gaudissart. 1833 no nos ofrece una cosecha tan abundante. Son cinco los libros que en aquel año escribió Balzac: Una hija de Eva, Ferragus, Eugenia Grandet, El médico rural y La duquesa de Langeais, que no terminó sino en enero de 1834.
  La fecundidad del período que señalo es reveladora. Se advierte, por una parte, que el escritor no se había aún decidido a romper totalmente con las tradiciones de su adolescencia y de sus primeros ensayos juveniles. La historia —entendamos, la historia antigua— seguía incitándole mucho más de lo que habría de seducirle en la madurez. De los treinta y siete textos ya enumerados, diez relatan asuntos que el novelista da por acaecidos antes del siglo XIX. La proporción es interesante sobre todo si anticipamos que, del conjunto de La comedia humana sólo la sexta parte corresponde a épocas anteriores al año de 1800.
  El novelista parecía estar revisando entonces sus técnicas y afinando sus instrumentos. No acierta uno a definir con exactitud qué prefería él en aquellos días: si la novela larga, en la que luego descolló; la novela corta, que le depara éxitos evidentes; o el cuento, en el cual Balzac triunfa sólo de tarde en tarde. Como el tigre entre los barrotes de su jaula, la fantasía del autor tropieza a cada minuto contra los límites a que le obliga, dentro del cuento, la ley esencial del género, la brevedad. Sin embargo, cuentos son algunos de sus aciertos en esos años: Un episodio bajo el terror, El recluta y La grenadière. Pero nos interesan más sus novelas breves, como Gobseck, o La obra maestra desconocida y El coronel Chabert. La última no fue superada por Balzac en ningún otro libro de ese carácter y esas dimensiones.
  Como novelas de mayor amplitud mencionaremos, entre las que figuran en nuestra lista, La piel de zapa, pieza fundamental en todos sentidos, y Louis Lambert, que ha tardado más en imponerse a la gran mayoría de los lectores, pero que estimo indispensable para comprender el carácter y las preocupaciones del novelista. En cuanto a Eugenia Grandet —que muchos se sorprenderán de no ver citada por mí en término más saliente— ¿cómo omitirla sin dar en seguida al público balzaciano una impresión de capricho, de injusticia o de ligereza?… La incluyo pues en mi relación. Considero, en efecto, que Eugenia Grandet es una novela de indiscutibles méritos; pero considero también que, si Balzac no hubiese hecho, después, otras novelas —menos proporcionadas y más violentas— no habría llegado a ser el formidable creador de tipos que hoy admiramos tanto.
  Aunque Eugenia Grandet haya abierto ampliamente a Balzac las puertas de la celebridad europea, y aunque haya sido ése el relato suyo que Dostoyevski tradujo al ruso, no sé qué —en sus lentos capítulos provincianos— me da la impresión, ahora, de algo opresor, y visiblemente preconcebido. Se trata, acaso, de una geometría demasiado voluntaria y lineal en la oposición de los caracteres, de una exageración que a cada momento parece desconfiar de su propio énfasis y, sobre todo, de un pragmatismo efectista en el empleo de los detalles —que el autor toma, frecuentemente, como si fueran sólidos argumentos. Tales circunstancias explican, sin duda, el éxito del volumen; pero no coinciden con las virtudes supremas de La comedia humana: la audacia psicológica del autor, su fervor oscuro, su abundancia implacable y alucinante, su expresionismo.
  En aquel período, Balzac hubo de escuchar, cierta vez, las lamentaciones de Jules Sandeau. Las oyó con relativa benignidad; pero, como las quejas empezaran a fatigarle, interrumpió a su interlocutor y exclamó de pronto: «Bueno; pero volvamos a la realidad; hablemos de Eugenia Grandet…». Parodiándolo, aunque precisamente en sentido inverso, me separaré un poco del examen de la producción balzaciana para acercarme, de nuevo, a la biografía de Balzac.
  ¿Cómo vivió Honorato en aquellos años, tan agitados y tan fértiles? Evoquémoslo —primavera de 1829— en su departamento de la calle Cassini, solicitado por la duquesa de Abrantes, fiel sin embargo a la devoción de Laura de Berny. Pocos meses más tarde, murió su padre. El luto proyecta apenas una sombra rápida y misteriosa sobre la vida del escritor. Fue mucho, al menos físicamente, lo que Honorato debió a Bernardo-Francisco Balssa, vigoroso descuartizador de perdices durante la mocedad. No sin razón nos lo indica Zweig: «El mismo poder demoníaco que Balzac dedicó a fijar las mil imágenes de la vida, lo había consagrado su padre a la conservación de su propia existencia».[5] Falleció a los 83 años. «Sin ese accidente estúpido» agrega Zweig maliciosamente, «y por la sola concentración de su voluntad, Bernardo-Francisco habría conseguido realizar lo imposible», como Honorato.
  Éste iba frecuentemente a Versalles, a visitar a su hermana y a su cuñado, Eugenio Surville. Correspondía con Laura de Berny, quien seguía adorándole y perdonándole todo lo perdonable. La fama principiaba a depositar sobre la mesa de Balzac numerosas epístolas perfumadas, femeninas siempre, anónimas muchas veces, amparadas otras por un seudónimo. Entre las últimas, una estuvo a punto de cambiar el destino del novelista. Se la había enviado una mujer deliciosa y atormentada, coqueta e inteligente, muy libre en la vida íntima, pero absolutista en política, impaciente en todo y dominadora: la señora de Castries.
  Hija del duque de Maillé y sobrina de un Fitz-James, descendiente de los Estuardo, aquella dama se había casado, en 1816, con el marqués de Castries: Eugenio-Felipe-Hércules de la Croix. Como Laura de Berny y como la duquesa de Abrantes —aunque no en proporción tan abrumadora— la marquesa era mayor que Balzac, pues nació en 1796. De 1822 a 1829 había sostenido públicamente relaciones escandalosas con el joven príncipe de Metternich, Agregado a la Legación de Austria. Era ese príncipe hijo del astuto enemigo de Napoleón. Murió, tuberculoso, en 1829. La marquesa —que se había roto la columna vertebral en un accidente de cacería— trató de restablecerse a la vez, y lo más airosamente posible, de sus tres males: el físico, del cual no se recuperó nunca por completo; el sentimental, a cuyas penas se sobrepuso, y no sé si añadir el social, pues su reputación no había salido indemne del episodio metternichiano. Del príncipe tísico, la marquesa conservaba, además de un recuerdo amable, un testimonio menos discreto: su hijo Rogerio.
  Para ayudarse a olvidar, leía constantemente. Entre las obras que leía, figuraban las de Balzac. Cierto día, en septiembre de 1831, le hizo llegar unas líneas en las cuales le hablaba de aquellas obras y, en particular, de La piel de zapa. Balzac contestó la carta. Su respuesta no debe haber sido desagradable puesto que la marquesa acabó por suprimir el incógnito —y por suprimirlo de muy buen grado. El novelista recibió la autorización de ir a visitarla y no tardó en visitarla todos los días. Cuando vivía en París, la señora de Castries habitaba en la calle de Grenelle. En la esquina, esperaba a Balzac por las noches un cabriolé: el mismo que —según veremos más adelante— tanto había de censurarle la más indulgente de sus amigas, Zulma Carraud.
  La marquesa no pasaba en París todos los meses del año. Durante el verano de 1832, cuando se hallaba en su colmo el entusiasmo del novelista, la señora de Castries partió para Aix. Proyectaba una excursión artística por Italia. Balzac, que no había obtenido de ella sino promesas incandescentes, fue invitado a Aix. Allí, se deterioraron las cosas muy velozmente. La marquesa, encantada de jugar a las escondidas con Honorato, no se mostraba efusiva sino para mejor preparar sus indiferencias. Sin dinero, Balzac perdía su único patrimonio (es decir: su tiempo) en los salones de una señora que se esmeraba en darse cuenta perfecta de sus flaquezas, sus vehemencias y sus defectos.
  De Aix, la marquesa y Balzac partieron con rumbo a Italia. Sólo ella debía acabar el viaje. En Ginebra, algo sumamente grave ocurrió entre ambos. No sabemos con precisión lo que fue. Lo cierto es que Honorato tomó la resolución de volver a Francia. Volvió solo, profundamente herido en su vanidad. Y trató de vengarse, como podía: vertiendo lo más amargo de sus rencores en un relato: La duquesa de Langeais. No fue un buen libro. Menos aún, una buena acción.
  El idilio frustrado con la marquesa de Castries no detuvo a Honorato ni en la ruta del legitimismo ni en la de otros amores, platónicos o sensuales. Sus relaciones con Laura de Berny no le absorbían ya tanto como en los meses de 1827 y de 1828. Las reanimaba, de tarde en tarde, fuego bajo el rescoldo. Otra mujer atravesó por entonces la vida del escritor: «María», la María a quien dedicó Eugenia Grandet.
  Por si todo cuanto he dicho no hubiese sido bastante, Balzac aceptó una aventura nueva, que le costó muchas cartas y muchos viajes, la más larga y compleja de todas sus aventuras: la que le llevó finalmente a casarse con «la extranjera». Conocemos, con ese nombre, a una condesa polaca: Evelina Hanska, esposa del conde Hanski. Admiradora del novelista, le había mandado —en febrero de 1832— una carta a la que Balzac no pudo responder inmediatamente, entre otras razones porque ignoraba su dirección. Ese mismo día —el 28 de febrero— había llegado a sus manos otra misiva, para él más prometedora: aquella en que la marquesa de Castries le autorizó a visitarla en su residencia de la calle de Grenelle. Sin embargo, Balzac imaginó una contestación indirecta. Las líneas de la señora Hanska ostentaban, como único signo de referencia, un sello expresivo: «Diis ignotis». Honorato pensó añadir un facsímil de aquel sello a la nueva edición de sus Escenas de la vida privada. Laura de Berny se opuso a esa confesión de interés para una desconocida que podía muy pronto ser su rival. El sello no apareció en las Escenas de la vida privada. Pero el 7 de noviembre de 1832 —esto es: después del inútil asedio a Madame de Castries— la señora Hanska insistió de nuevo: «Una palabra de usted en La Cotidiana (un periódico de París) me dará la seguridad de que recibió mi carta y de que puedo escribirle sin temor. Firme usted A E. H., de B.» (o sea, según lo sabemos nosotros ahora, a Evelina Hanska, de Balzac).[6]
  El 9 de diciembre el escritor mandó insertar en La Cotidiana el siguiente párrafo: «El señor de B. recibió el envío que se le hizo. Sólo hasta hoy puede contestarlo, gracias a este periódico, y deplora no saber a dónde dirigir su respuesta»… El puente entre París y Wierzchownia estaba tendido al fin.
  Un hecho tan importante para Honorato como el principio de sus amores con Evelina (y mucho más decisivo para nosotros) fue la revelación de lo que debería ser La comedia humana. Hasta entonces, Balzac había distribuido su actividad en numerosos volúmenes inconexos. Sus lectores advertían tal vez la unidad interna de esos volúmenes: el propósito analítico y descriptivo que les servía, espontáneamente, de común denominador. Pero era indispensable que se percatara el propio Balzac de aquella unidad interna, condición esencial para su destino de novelista. La revelación se produjo, según lo cuenta su hermana Laura, una mañana de primavera del año de 1833.
  Instrumentando, no sin audacia, las reminiscencias de Laura Surville, René Benjamin ha tratado de dar color a la escena célebre. Balzac llegó, más jovial que nunca, a la casa de sus cuñados, sita entonces en el Faubourg Montmartre, cerca del Boulevard Poissonière. «¡Salúdenme!», reclamó a su familia. «¿No os dais cuenta de que estoy en camino de ser un genio?». Benjamin imagina un monólogo formidable. Éste, más o menos: La novela había sido, hasta ahora, un pasatiempo sin fruto. Pero yo, Balzac, voy a hacer de la novela el cuadro físico de nuestra sociedad. Será, literalmente, el relato de la vida en el siglo diecinueve. Todos estarán descritos en ese relato: los amos, los criados, los viejos, los niños, los sacerdotes, los soldados, los funcionarios, los comerciantes, los héroes y la canalla. Y no me limitaré a describir: analizaré las causas y las consecuencias…
  En 1833, todo parecía sonreír al Prometeo de la novela. El recuerdo de su fracaso con la marquesa principiaba a atenuarse un poco. Laura de Berny no había muerto aún. María —la «María» de Eugenia Grandet— le había dado el orgullo de una paternidad que, aunque clandestina, no era menos alentadora. Su amiga Zulma Carraud elogiaba muchos capítulos de sus libros. Desde Wierzchownia, una condesa le escribía vehementemente para decirle que le admiraba. Meses más tarde, Balzac la conocería, durante la entrevista de Neufchatel. Sus hijas no clandestinas (esto es: sus obras) crecían dichosamente. El novelista acababa de imaginar el vínculo social que debería enlazarlas en lo futuro. Todavía sin nombre definitivo, acababa de concebir La comedia humana. Todo un siglo sobre un mural, con sus Escenas de la Vida Privada, y sus Escenas de la Vida Militar, y sus Escenas de la Vida de Provincia, y sus Escenas de la Vida Parisiense… ¡y tántas y tántas otras como le sería menester inventar para hacer una competencia honorable al Registro Civil!
  Por supuesto, el programa de ese conjunto no surgió de su mente de un solo trazo. Durante años, Balzac lo consideró, lo revisó, lo perfeccionó y se esmeró en organizado, hasta que el 6 de febrero de 1844 pudo escribir a Evelina Hanska: «¡Cuatro hombres habrán tenido una vida inmensa: Napoleón, Cuvier, O’Connell, y quiero yo ser el cuarto! El primero vivió la vida de Europa: se inoculaba ejércitos. El segundo se desposó con la tierra. El tercero encarnó a todo un pueblo. Yo habré llevado, dentro de mi cabeza, a toda una sociedad»…
Fuente:
  Título original: Balzac

  Jaime Torres Bodet, 1959

  Editor digital: IbnKhaldun

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lunes, 3 de octubre de 2016

Jorge Luis Borges. MODOS DE G. K. CHESTERTON. Revista Sur, Buenos Aires, Año VI, No.22, julio de 1936.


MODOS DE G. K. CHESTERTON

Ha muerto (ha padecido ese proceso impuro que se llama morir) el hombre G. K. Chesterton, el saludado caballero Gilbert Keith Chesterton: hijo de tales padres que han muerto, cliente de tales abogados, dueño de tales manuscritos, de tales mapas y de tales monedas, dueño de tal enciclopedia sedosa y de tal bastón con la contera un poco gastada, amigo de tal árbol y de tal río. Quedan las caras de su fama, quedan sus proyecciones inmortales, que estudiaré. Empiezo por la más divulgada en esta república:

Chesterton, padre de la iglesia.

Entiendo que para muchos argentinos, el auténtico es ese Chesterton. Desde luego, el mero espectáculo de un católico civilizado, de un hombre que prefiere la persuasión a la intimidación y que no amenaza a sus contendores con el brazo seglar o con el fuego postumo del Infierno, compromete mi gratitud. También, el de un católico liberal, el de un creyente que no toma su fe por un método sociológico. (Es el caso de repetir la buena humorada de Macaulay: Hablar de gobiernos esencialmente protestantes o fundamentalmente cristianos es como hablar de un modo de hacer compotas esencialmente protestante o de una equitación fundamentalmente católica.) Se me recordará que en Inglaterra no hay el catolicismo petulante y autoritario que padece nuestra república —hecho que anula o disminuye los méritos de la urbanidad polémica del Everlasting Man o de Orthodoxy. Acepto la enmienda, pero no dejo de apreciar y de agradecer esos corteses modales de su dialéctica.

Otro evidente agrado: Chesterton recurre a la paradoja y al humour en su vindicación del catolicismo. Eso importa invertir una tradición, erigida por Swift, por Gibbon y por Voltaire. Siempre el ingenio había sido movilizado contra la Igesia. El hecho no es casual. La Iglesia —para decirlo con palabras de Apollinaire— representaba el Orden; la Incredulidad, la Aventura. Más tarde —para decirlo con palabras de Browning o, si se quiere, del charlatán de sobremesa Sylvester Blougram— Canjeamos, a fuerza de negaciones, una vida piadosa con sobresaltos de incredulidad por una vida incrédula con sobresaltos de fe. Antes decíamos que el tablero era blanco; ahora que es negro... La obra apologética de Chesterton corresponde precisamente a ese canje. Desde un punto de vista controversial, corresponde demasiado precisamente. La certidumbre de que ninguna de las atracciones del cristianismo puede realmente competir con su desaforada inverosimilitud es tan notoria en Chesterton, que sus más edificantes apologías me recuerdan siempre el Elogio de la locura o El asesinato considerado como una de las bellas artes. Ahora bien, esas defensas paradójicas de causas que no son defendibles, requieren auditores convencidos de la absurdidad de esas causas. A un asesino consecuente y trabajador, El asesinato considerado como una de las bellas artes no le haría gracia. Si yo ensayara una Vindicación del canibalismo y demostrara que es inocente consumir carne humana, puesto que todos los alimentos del hombre son, en potencia, carne humana, ningún caníbal me concedería una sonrisa, por risueño que fuera. Temo que a los sinceros católicos les suceda algo parecido con los vastos juegos de Chesterton. Temo que les moleste su ademán de ocurrente defensor de causas perdidas. Su tono de bromista cuyo honor está en razón inversa de la verdad de los hechos que afirma.

La explicación es fácil: el cristianismo de Chesterton es orgánico; Chesterton no repite una fórmula con temor evidente de equivocarse; Chesterton está cómodo. De ahí, su empleo casi nulo del dialecto escolástico. Es, además, uno de los pocos cristianos que no sólo creen en el Cielo sino que están interesados en él y que abundan, a su respecto, en inquietas conjeturas y previsiones. El hecho es inusual... No olvidaré la visible incomodidad de cierto grupo de católicos, una tarde que Xul-Solar habló de ángeles y de sus costumbres y formas.

Chesterton —¿quién lo ignora?— fue un incomparable inventor de cuentos fantásticos. Desgraciadamente, procuraba educirles una moral y rebajarlos de ese modo a meras parábolas. Felizmente, nunca lo conseguía del todo.

Chesterton, narrador policial.

Edgar Alian Poe escribió cuentos de puro horror fantástico o de pura bizarrerie; Edgar Allan Poe fue inventor del cuento policial. Ello no es menos indudable que el hecho de que no combinó jamás los dos géneros. Nunca invocó el socorro del sedentario caballero francés Augusto Dupin (de la rué Dunot) para determinar el crimen preciso del Hombre de las Multitudes o para elucidar el modus operandi del simulacro que fulminó a los cortesanos de Próspero, y aun a ese mismo dignatario, durante la famosa epidemia de la Muerte Roja. Chesterton, en las diversas narraciones que integran la quíntuple Saga del Padre Brown y las de Gabriel Gale el poeta y las del Hombre Que Sabía Demasiado, ejecuta, siempre, ese tour de forcé. Presenta un misterio, propone una aclaración sobrenatural y la remplaza luego, sin pérdida, con otra de este mundo. Sus diálogos, su modo narrativo, su definición de los personajes y los lugares, son excelentes. Ello, naturalmente, ha bastado para que lo acusen de "literatura". ¡Aciaga acusación para un literato! Oigo de muchas bocas la leyenda de que Chesterton, si se quiere, escribe con más decoro que Wallace, pero que éste armaba mejor sus intolerables enredos. Prometo a mi lector que están mintiendo los que tal cosa dicen y que el octavo círculo del Infierno será su domicilio final. En los relatos policiales de Chesterton, todo se justifica: los episodios más fugaces y breves tienen proyección ulterior. En uno de los cuentos, un desconocido acomete a un desconocido para que no lo embista un camión, y esa violencia necesaria pero alarmante, prefigura su acto final de declararlo insano para que no lo puedan ejecutar por un crimen. En otro, una peligrosa y vasta conspiración integrada por un solo hombre (con socorro de barbas, de caretas y de seudónimos) es anunciada con tenebrosa exactitud en el dístico:

As all stars sbrivel in the single sun,
The words are many, but The Word is one

que viene a descifrarse después, con permutación de mayúsculas:

The words are many, but the word is One.

En un tercero, la maquette inicial —la mención escueta de un indio que arroja su cuchillo a otro y lo mata— es el estricto reverso del argumento: un hombre apuñalado por su amigo con una flecha, en lo alto de una torre. Cuchillo volador, flecha que se deja empuñar... En otro, hay una leyenda al principio: Un rey blasfematorio levanta con el socorro satánico una torre sin fin. Dios fulmina la torre y hace de ella un pozo sin fondo, por donde se despeña para siempre el alma del rey. Esa inversión divina prefigura de algún modo la silenciosa rotación de una biblioteca, con dos tacitas, una de café envenenado, que mata al hombre que la había destinado a su huésped. (En el número 10 de Sur, he intentado el estudio de las innovaciones y de los rigores que Chesterton impone a la técnica de los relatos policiales).

Chesterton, escritor.

Me consta que es improcedente sospechar o admitir méritos de orden literario en un hombre de letras. Los críticos realmente informados no dejan nunca de advertir que lo más prescindible de un literato es su literatura y que éste sólo puede interesarles como valor humano —¿el arte es inhumano, por consiguiente?—, como ejemplo de tal país, de tal fecha o de tales enfermedades. Harto incómodamente para mí, no puedo compartir esos intereses. Pienso que Chesterton es uno de los primeros escritores de nuestro tiempo y ello no sólo por su venturosa invención, por su imaginación visual y por la felicidad pueril o divina que traslucen todas sus páginas, sino por sus virtudes retóricas, por sus puros méritos de destreza. Quienes hayan hojeado la obra de Chesterton, no precisarán mi demostración; quienes la ignoren, pueden recorrer los títulos siguientes y percibir su buena economía verbal: El asesino moderado, El oráculo del perro, La ensalada del coronel Cray, La fulminación del libro, La venganza de la estatua, El dios de los gongs, El hombre con dos barbas, El hombre que fue jueves, El jardín de humo. En aquella famosa Degeneración que tan buenos servicios prestó como antología de los escritores que denigraba, el doctor Max Nordau pondera los títulos de los simbolistas franceses: Quand les violons sontpartís, Lespalais nómades, Les illuminations. De acuerdo, pero son poco o nada incitantes. Pocas personas juzgan necesario o agradable el conocimiento de Les palais nómades; muchas, el del Oráculo del perro. Claro que en el estímulo peculiar de los nombres de Chesterton obra nuestra conciencia de que esos nombres no han sido invocados en vano. Sabemos que en los Palais nómades no hay palacios nómadas; sabemos que The oracle of the dog no carecerá de un perro y de un oráculo, o de un perro concreto y oracular. Así también, el Espejo de magistrados que se divulgó en Inglaterra hacia 1560, no era otra cosa que un espejo alegórico; el Espejo del magistrado de Chesterton, nombra un espejo real... Lo anterior no quiere insinuar que algunos títulos más o menos paródicos den la medida del estilo de Chesterton. Quiere decir que ese estilo es omnipresente.

En algún tiempo (y en España) hubo la distraída costumbre de equiparar los nombres y la labor de Gómez de la Serna y de Chesterton. Esa aproximación es del todo inútil. Los dos perciben (o registran) con intensidad el matiz peculiar de una casa, de una luz, de una hora del día, pero Gómez de la Serna es caótico. Inversamente, la limpidez y el orden son constantes en las publicaciones de Chesterton. Yo me atrevo a sentir (según la fórmula geográfica de M. Taine) peso y desorden de neblinas británicas en Gómez de la Serna y claridad latina en G. K.

Chesterton, poeta.

Hay algo más terrible y maravilloso que ser devorado por un dragón; es ser un dragón. Hay algo más extraño que ser un dragón: ser un hombre. Esa intuición elemental, ese arrebato duradero de asombro (y de gratitud) informa todos los poemas de Chesterton. Su error (si es que lo tienen) es el haber sido planeados cada uno como una suerte de justificación o parábola. Han sido ejecutados con esplendor, pero se nota demasiado en ellos el argumento. Se nota demasiado la distribución, el andamio. Alguna vez, alguna rara vez, hay un eco de Kipling:

You have weighed the stars in a balance, and grasped the skies in a span:
Take, if you must have answer, the word of a common man.

Creo, sin embargo, que Lepanto es una de las páginas de hoy que las generaciones del futuro no dejarán morir. Una parte de vanidad suele incomodar en las odas heroicas; esta celebración inglesa de una victoria de los tercios de España y de la artillería de Italia no corre ese peligro. Su música, su felicidad, su mitología, son admirables. Es una página que conmueve físicamente, como la cercanía del mar.

Sur, Buenos Aires, Año VI, N° 22, julio de 1936.

sábado, 1 de octubre de 2016

Lou Andreas-Salomé & Rainer Maria Rilke Correspondencia. TERCERA ENTREGA.


 LOU ANDRÉAS-SALOMÉ A RILKE, EN PARÍS


Göttingen, 11 de junio de 1914

Mi querido viejo Rainer. Sabes, he llorado terriblemente al leer tu carta…, era estúpido, pero cómo puede una impedirlo cuando ve de qué manera trata a veces la vida a los más preciados de sus hijos. Te he acompañado con todos mis pensamientos en la medida en que pueda llamarse a esto «acompañar», cuando una se pregunta cada día dónde puede encontrarse alguien: si elevado hasta los confines de la atmósfera humana, o si hundido en el fondo de un cráter, debatiéndose entre los más violentos fuegos que jamás hayan ardido en el seno de la tierra. Cuando me escribiste a propósito de mis «Cartas», que resultaron tan alegremente locas, me parecía posible que se hubiera abierto, para ti, un período productivo, provocado por alguna experiencia afectiva; y es siempre en ese momento cuando parece cercano un terrible peligro, tanto como una gran victoria. Es entonces fácil para algunas almas sacrificar un nada de productividad que se desprendía de una experiencia intensamente vivida; y, de vez en cuando, creadoras por naturaleza, consiguen hacer lo contrario; pero probablemente, con mucha más frecuencia, ocurre que ambas tendencias se encuentran a mitad de camino y perecen por haberse obstruido mutuamente el paso. Aunque esta vez seas tú, tan absolutamente, el único responsable de esta muerte, que no tengas excusa, ni coartada. Una cosa sin embargo queda fuera de duda: la manera en que resucitas todo esto con tus palabras es exactamente, ¡exactamente!, la antigua, la íntegra potencia que da vida a lo que está muerto, y además: el duelo causado por este hecho es el de un alma cuyo sentimiento más sutil, más interior, en nada podría ser más inocente que en aquello de lo que te acusas a ti mismo. Y no obstante eres tú mismo, como también eres tú quien, en un momento dado, eres incapaz de trabajar, o echas a perder el trabajo. Y, ciertamente, ni sacas ni puedes sacar nada del hecho de que a pesar de todo no eres tú, ya que nadie puede comer hasta hartarse del pan encerrado en un armario, como tampoco alimentarse con la espera de las espigas de trigo de los campos sin segar. Por eso, si me quejo a este respecto, me quejo de muy distinto modo, en cuanto espectadora que al mismo tiempo está muy emocionada con la idea de que el pan y los frutos de los campos existen. Eso es lo que ocurre ahora con lo que yace bajo «el cristal duro y frío de la vitrina»: tú ya no lo posees y el cristal te refleja a ti mismo; sin embargo ahí estaba una prueba de la magnitud de tus cualidades y, al igual que apenas las habías conocido bajo este aspecto —su profundidad, su rica pertenencia a ti—, del mismo modo todavía tienen otras que ofrecerte, que hoy no puedes ni siquiera sospechar, y a las que te impide verlas todavía algo mucho más resistente que el cristal. Pero, para qué tantas palabras: por el momento no sentirás nada más, como no sea que algo ligero o macizo te separa de la vida, y cualquier palabra en contra es estúpida, necia, impotente[2].

Jorge Luis Borges (1899 - 1986) Textos publicados en la revista Sur (1931-1980).


TEXTOS
UNA VINDICACIÓN DE MARK TWAIN

El 30 de noviembre de 1835 nació Mark Twain. Hoy, a cien años de esa fecha, debemos vindicar su clara memoria de dos ultrajes parecidos y aun consanguíneos: uno, el de simular que en su obra feliz los momentos de queja o de sarcasmo son los fundamentales; otro, el de quienes lo rebajan a símbolo del artista frustrado y mutilado por el árido siglo diecinueve y por un continente brutal. Ambos errores tienen curso en su patria; conviene denunciarlos antes que se propaguen aquí. Su fuente original debe ser el libro de Van Wyck Brooks: The ordeal of Mark Twain.

En 269 afligidas páginas en octavo mayor, Van Wyck Brooks quiere demostrar que Mark Twain era (potencialmente) un genio, falseado por el negro calvinismo de los 48 Estados Unidos. Nada más europeo y sophisticated que esa imaginación; nada por consiguiente, más tentador para un "intelectual avanzado" de New York City. Nada más conforme, también, a cierta convención internacional. Desde que Charles Pierre Baudelaire se maravilló de que Edgar Alian Poe hubiera nacido en el estado de Massachusetts, nadie puede ignorar que el americano, si novelista o músico o pintor, lo es a pesar de toda América, y aun en contra. Así el consenso de los hombres lo afirma ¿pero será verdad? Regresemos al caso más ilustre: el de Edgar Alian Poe. Infinitamente se ha declarado que ese inventor es accidental en América, y que lo mismo pudo haber "sucedido" en Londres o en Upsala. Yo no puedo asentir. No sólo americano sino yankee, es el terrible y humorístico Poe: ya en la continua precisión y practicidad de sus variados juegos con la tiniebla, con las escrituras secretas y con el verso, ya en las ráfagas de enorme charlatanería que recuerdan a Barnum. (Ese rasgo perdura en sus descendientes: nótese el aire mistagógico y la tipografía sensacional en que M. Edmond Teste se complace.)

En el caso particular de Mark Twain, un hecho es indiscutible. Mark Twain sólo es imaginable en América. No sabemos, no podremos nunca saber, lo que América le quitó. Sabemos que le dio Huckleberry Finn y Roughing it y The innocents at home y Tom Sawyer y la vasta ineptitud de la policía que no se fija en el migratorio Elefante Blanco. Reduzcamos a uno todos sus libros y digamos con brevedad: Mark Twain compuso Huckleberry Finn en colaboración con el Mississippi, río americano y barroso. Deplorar esa divina colaboración, hablar de frustraciones y represiones, es como lamentar que la provincia de Buenos Aires falseó de tal manera el genio de Hernández que éste redactó el Martín Fierro. No insisto; la depresiva tesis de Brooks ha sido aniquilada con esplendor por Bernard De Voto, en el apasionado y lúcido libro Mark Twain's America.

Paso al segundo ultraje de los dos que denuncié al principio. La más grosera de las muchas tentaciones intelectuales pero también la más fácil y general, es la de pronunciar que una cosa es lo contrario de lo que parece inmediatamente. Si la cosa definida es un humorista, la definición por inversión es inevitable, ya que la imagen de un payaso que ríe —ridi, pagliaccio!— es una obscenidad sentimental que cosquillea de algún modo a las almas. Ni siquiera el feliz y mitológico Mickey Mouse ha quedado ileso. Puedo jurarles que a un poeta español de cuyo nombre no quiero acordarme, le oí decir: "Ese ratón me inquieta, me turba, porque yo estoy palpando en él la tragedia del pueblo americano". Inútil agregar que en Mark Twain, insigne compatriota de "ese ratón", idéntica tragedia ha sido "palpada". Hay circunstancias atenuantes, lo sé. El nihilismo de Mark, su concepción del universo estelar como una máquina perpetua y desatinada, su continua elaboración de apotegmas cínicos o blasfematorios, su vehemente negación del libre albedrío, su amistad con la idea del suicidio, su estudio "del procedimiento más barato y más práctico para acabar de una buena vez con la humanidad", su ateísmo fanático, su culto del Ornar de Fitz Gerald, son indudables. También me consta que para los contemporáneos de Freud, la obra más perdurable de un autor son las indiscreciones de sus amigos. Hombre de este singular siglo veinte, sería indecoroso que yo desconociera esos hábitos, y sin embargo... Si algún derecho excepcional a nuestra memoria tiene Mark Twain, es como escritor; si algo buscamos (y encontramos) en sus muchos volúmenes, ello no es precisamente lo trágico. Mark Twain ¡oh recobrado y casi paradójico axioma! era un humorista.

De los procedimientos humorísticos de Mark Twain —como de aquellos de Quevedo, de Sterne y de Rabelais— cabe decir infinitas cosas. Un hecho, sin embargo, es indiscutible: el valor esencial de la novedad, y aun de la sorpresa. A Mark Twain ya no le quedan muchas sorpresas; desde la infancia lo hemos ido gastando, como al coronel Estanislao del Campo y a Eduardo Wilde. Sorprenderse de memoria es difícil. The laughter is gone from it, dice Bernard De Voto de una de las primeras páginas de Mark Twain —y temo que esa confesión de un admirador no sea inaplicable a las últimas. Adelanto una conjetura: el humorismo puramente verbal —el de acumulación e incongruencia— corresponde a la literatura oral, no a la escrita. Tres amigos que se ven con alguna regularidad, acaban por elaborar un dialecto burlesco, una tradición de espléndidas alusiones, una complicación y como potenciación de los chistes. Un hombre solo no practica esos juegos. Por definición, el lector es un hombre solo. (Daniel Defoe enumera las redenciones, los trabajos, el régimen, los capuchones y paraguas de piel de cabra, los piadosos monólogos, las imprevisiones, las empresas navales y alfareras y hasta los sueños de Robinson Crusoe, de York; pero nada nos dice de sus bromas, de su carcajada eventual ante el Mar Océano. Tratándose de un historiador tan puntual, debemos inferir que no hubo tal cosa).

Si el nihilismo básico de Mark Twain poco ha trascendido a su obra, si de los enormes júbilos que engendró, apenas si nos queda el fantasma ¿a qué fatigar las prensas y el tiempo con esta rememoración infructuosa? Mr. John Macy —The Spirit of American Literature, página 249 — propone una conducta desesperada: "reconocer que ese incorregible bromista es un pensador poderoso y original". De acuerdo ¿pero qué nombre le reservaremos entonces a William James o al propio Mr. Macy? ¿Acaso el de bromistas incorregibles?... Además, yo preveo que el nudo no es tan gordiano y que podemos prescindir de ese tajo. Mark Twain (importa repetirlo) ha escrito Huckleberry Finn, libro que basta para la gloria. Libro ni burlesco ni trágico, libro solamente feliz. La dicha es mejor que la alegría, releo en una carta de William Blake.

A principios de agosto de 1934, revisé con Adelina del Carril, las pruebas de la versión inglesa de Don Segundo Sombra. Escribí entonces una nota, de la que distraigo este párrafo: "En estas pruebas, he percibido la gravitación y el acento de otro libro esencial de nuestra América, el Huckleberry Finn de Mark Twain. También es libro de una andanza y de una amistad; pero de una amistad en que la baquía está a cargo del chico, y la veneración y la torpeza a cargo del hombre, y de una andanza por el agua incesante del mayor río de la tierra. Lo primero fue imitado por Rudyard Kipling en su novela Kim: otro gran libro consanguíneo de Don Segundo Sombra". El libro se publicó; Waldo Frank, en las páginas liminares, establece idéntico paralelo entre Don Segundo y Huck Finn.

Si no me engaño, las novelas son buenas en razón directa del interés que la unicidad de los caracteres inspira al autor y en razón inversa de los propósitos intelectuales o sentimentales que lo dirigen. En Kim, la "política" es evidente; básteme recordar esa reveladora apoteosis en que el autor, para recompensar y coronar las arduas travesuras del héroe, le concede un puesto de espía. A Ricardo Güiraldes le adivinamos un propósito partidario: demostrar que el oficio de tropero en la campaña pareja de Buenos Aires —los literatos de la capital le dicen la Pampa— tiene mucho de heroico. Mark Twain, en cambio, es divinamente imparcial. Huckleberry Finn no quiere otra cosa que copiar unos hombres y su destino.

Buenos Aires, noviembre de 1935.

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