martes, 27 de septiembre de 2016

Lou Andreas-Salomé & Rainer Maria Rilke Correspondencia. SEGUNDA ENTREGA.


9 de junio de 1914, martes

Te envío, querida Lou, la hoja de ayer: comprenderás que lo que en ella describo ya no tiene vigencia y se ha perdido para mí; tres meses de realidad (frustrada) han dejado sobre todo ello como una dura y fría lámina de cristal, bajo la cual esa experiencia ya no me pertenece, como si estuviera colocada en la vitrina de un museo. El cristal refleja y en él sólo percibo mi viejo rostro, anterior, el que tú tan bien conoces.
¿Y ahora? Después de un inútil intento de vivir en Italia, he vuelto aquí (hace ya quince días), deseoso de arrojarme a ciegas en cualquier ocupación; pero aún tan embotado y paralizado que apenas si puedo hacer otra cosa que dormir. Si tuviera un amigo le rogaría que viniera a trabajar conmigo cada día, en lo que fuera. Y cuando en el intervalo, de taciturno humor, pienso en el porvenir, imagino en primer lugar un tipo de trabajo que estuviera sometido a las condiciones exteriores, y alejado tanto como fuera posible de toda productividad personal. Pues desde ahora ya no dudo ni por un instante de que estoy enfermo, de una enfermedad que me ha gravemente corroído y cuyo foco se encuentra en lo que hasta entonces llamaba mi trabajo, de tal modo que por el momento no hay ningún refugio por ese lado.
………

Tu viejo

Rainer


  LOU ANDRÉAS-SALOMÉ A RILKE, EN PARÍS


Göttingen, 11 de junio de 1914

Mi querido viejo Rainer. Sabes, he llorado terriblemente al leer tu carta…, era estúpido, pero cómo puede una impedirlo cuando ve de qué manera trata a veces la vida a los más preciados de sus hijos. Te he acompañado con todos mis pensamientos en la medida en que pueda llamarse a esto «acompañar», cuando una se pregunta cada día dónde puede encontrarse alguien: si elevado hasta los confines de la atmósfera humana, o si hundido en el fondo de un cráter, debatiéndose entre los más violentos fuegos que jamás hayan ardido en el seno de la tierra. Cuando me escribiste a propósito de mis «Cartas», que resultaron tan alegremente locas, me parecía posible que se hubiera abierto, para ti, un período productivo, provocado por alguna experiencia afectiva; y es siempre en ese momento cuando parece cercano un terrible peligro, tanto como una gran victoria. Es entonces fácil para algunas almas sacrificar un nada de productividad que se desprendía de una experiencia intensamente vivida; y, de vez en cuando, creadoras por naturaleza, consiguen hacer lo contrario; pero probablemente, con mucha más frecuencia, ocurre que ambas tendencias se encuentran a mitad de camino y perecen por haberse obstruido mutuamente el paso. Aunque esta vez seas tú, tan absolutamente, el único responsable de esta muerte, que no tengas excusa, ni coartada. Una cosa sin embargo queda fuera de duda: la manera en que resucitas todo esto con tus palabras es exactamente, ¡exactamente!, la antigua, la íntegra potencia que da vida a lo que está muerto, y además: el duelo causado por este hecho es el de un alma cuyo sentimiento más sutil, más interior, en nada podría ser más inocente que en aquello de lo que te acusas a ti mismo. Y no obstante eres tú mismo, como también eres tú quien, en un momento dado, eres incapaz de trabajar, o echas a perder el trabajo. Y, ciertamente, ni sacas ni puedes sacar nada del hecho de que a pesar de todo no eres tú, ya que nadie puede comer hasta hartarse del pan encerrado en un armario, como tampoco alimentarse con la espera de las espigas de trigo de los campos sin segar. Por eso, si me quejo a este respecto, me quejo de muy distinto modo, en cuanto espectadora que al mismo tiempo está muy emocionada con la idea de que el pan y los frutos de los campos existen. Eso es lo que ocurre ahora con lo que yace bajo «el cristal duro y frío de la vitrina»: tú ya no lo posees y el cristal te refleja a ti mismo; sin embargo ahí estaba una prueba de la magnitud de tus cualidades y, al igual que apenas las habías conocido bajo este aspecto —su profundidad, su rica pertenencia a ti—, del mismo modo todavía tienen otras que ofrecerte, que hoy no puedes ni siquiera sospechar, y a las que te impide verlas todavía algo mucho más resistente que el cristal. Pero, para qué tantas palabras: por el momento no sentirás nada más, como no sea que algo ligero o macizo te separa de la vida, y cualquier palabra en contra es estúpida, necia, impotente[2].

  LOU ANDRÉAS-SALOMÉ A RILKE


Carta enviada desde Göttingen a París hacia mediados de junio.

  RILKE A LOU ANDRÉAS-SALOMÉ EN GÖTTINGEN


París, sábado 20 de junio de 1914

Lou querida, he aquí un extraño poema escrito esta mañana, que te envío ahora mismo, y al que espontáneamente he titulado «Wendung» porque representa el viraje decisivo que se producirá probablemente con toda necesidad si tengo que vivir, y comprenderás en qué sentido lo concebí.
Tu carta en respuesta a mi estudio sobre las «Muñecas» la había presentido, suponiendo que me escribirías una de consuelo, que manifestara una impresión apropiada para ordenarlo. Y, en efecto, comprendo perfectamente lo que reconoces en ella, así como la última frase que las «palabras» son incapaces de expresar, esa última frase con relación a la unidad que la muñeca forma con lo corporal y sus más horribles fatalidades.
Pero, qué espantoso es que uno escriba semejante cosa sin darse cuenta de nada, so pretexto de hablar de un recuerdo de la más original intimidad, y que a continuación deje uno la pluma con ansias de revivir una vez más lo fantasmal, pero de manera ilimitada como nunca antes lo había hecho; hasta que, lleno a rebosar de estopa el cuerpo de títere en que uno mismo se ha convertido, se quede con la boca reseca.
Tu

Rainer

lunes, 26 de septiembre de 2016

Lou Andreas-Salomé & Rainer Maria Rilke Correspondencia Lou Andrés-Salomé, en 1897.


Lou Andreas-Salomé & Rainer Maria Rilke
Correspondencia
Lou Andrés-Salomé, en 1897
   

Rainer María Rilke, en 1900
PRÓLOGO


El intercambio de cartas que sigue a continuación ha sido extraído de la correspondencia entre Rainer María Rilke y Lou Andrés-Salomé, establecida y publicada por Ernst Pfeiffer (Rainer María Rilke/Lou Andrés-Salomé: Briefwechsel. Max Niehans Verlag Zurich u. Insel Verlag Wiesbaden 1952).
La amiga más íntima de Rilke desde 1904 y discípula de Freud a partir de 1912-13, Lou Andrés-Salomé, practicaba el psicoanálisis. Pero mucho antes había sido la «consultora», literalmente la «psicóloga» de Rilke, y no sólo en los momentos de angustia y de malestar del poeta. Ahora bien, lejos de querer encaminar a Rilke hacia un tratamiento analítico lo apartó, al contrario, de él[1] . La cura de alma que ejerce en muchos períodos de esta larga correspondencia (1896-1926) se fundamentaba en su convicción de que las fuerzas obscuras constituían la única fuente tanto de «curación» como de creación del poeta: era necesario, pues, que fueran preservadas de una intervención semejante a la del método analítico, que hubiera destruido su propio ritmo. Una de las mayores obsesiones de Rilke consistía en la alienación de su propio cuerpo, llegando a veces hasta el desdoblamiento (lo «Otro») a capricho del comportamiento somático de este último, como si se hubiera tratado de un simulador solapado de sus estados de espíritu. Sobre todo en este dominio, Lou busca hacerse la mediadora entre el alma deprimida del poeta y las angustias que regularmente le confiesa en sus horas de esterilidad, y así Lou aparece esencialmente como la intérprete de las fuerzas obscuras tanto como de las primeras interpretaciones que da el mismo poeta.
Pierre Klossowski


    CORRESPONDENCIA

RILKE A LOU ANDRÉAS-SALOMÉ EN GÖTTINGEN


París, 17 rue Campagne-Première

8 de junio de 1914

Querida Lou, heme aquí al término de un largo, ancho y duro período, con el que caduca cierto futuro que no había sido fuerte y religiosamente alimentado, sino torturado hasta el aniquilamiento (algo en lo que, poco más o menos, soy inimitable). Si a veces, durante estos últimos años, había podido disculparme so pretexto de que algunos intentos por asentarme más humana y naturalmente en la vida fracasaron porque las personas concernidas no me habían comprendido, y me hacían sufrir ininterrumpidamente violencias, injusticias y prejuicios, precipitándome así en tan gran desasosiego, resulta ahora que después de meses de sufrimiento me encuentro orientado de muy diferente manera: teniendo que reconocer que, esta vez, nadie puede ayudarme. Y aunque alguien viniera con su alma más inocente, más inmediata, y encontrara su referencia en los mismos astros, aunque me soportara a pesar de mi torpeza y rigidez y conservara su pura e infalible disposición para conmigo; aun cuando el rayo de su amor viniera a estrellarse diez veces en la turbia y densa superficie de mi universo submarino, todavía sería yo capaz (lo sé ahora) de empobrecerlo en el seno de la abundancia de su ayuda renovada sin cesar, de encerrarlo en el irrespirable dominio de una ausencia total de ternura, hasta el punto en que, vuelto inaplicable su auxilio, pasara él mismo de la plenitud a la marchitez, hasta dar en una siniestra decadencia.
Querida Lou, desde hace un mes estoy solo otra vez, y es éste mi primer intento de volver a tomar conciencia —ya ves, así están las cosas. En resumidas cuentas, he experimentado muchas cosas durante estos acontecimientos; por el momento sigo constatando esto: que una vez más apenas si estaba a la altura de una tarea pura y alegre, en la que la vida, como si nunca hubiera tenido conmigo malas experiencias, volvía a venir hacia mí, misericordiosa. Desde ahora está claro que también ahí he vuelto a fracasar y que, lejos de avanzar, repetiré un año más este curso de dolor; y que cada día encontraré inscritas en la negra pizarra las mismas palabras, cuya triste flexión creí haber aprendido hasta el agotamiento.
Lo que tan radicalmente iba a cambiar mi angustia comenzó con muchas, muchas cartas, hermosas y ligeras como brotadas del corazón: que yo sepa nunca he escrito otras parecidas. (Era la época, te acuerdas, de la omisión de la «s»). En dichas cartas (cada vez lo comprendía mejor) ascendía una petulancia irresistible, como si me encontrara ante un nuevo y pleno brote de mi más peculiar esencia, que, liberada desde entonces en una comunicación inagotable, se esparcía por la vertiente más alegre al tiempo que yo, escribiendo día tras día, sentía su feliz corriente y el incomprensible reposo que le parecía preparado del modo más natural en un alma capaz de recogerlo. Mantener pura y transparente esta comunicación y, al mismo tiempo, ni sentir ni pensar nada que se encontrara excluido por ella: eso fue lo que de una sola vez, sin que yo supiera cómo, llegó a ser la medida y la ley de mi actuar, y si jamás hombre alguno interiormente agitado pudo sosegarse, yo mismo lo fui con esas cartas. Esta ocupación diaria y mi relación con ella se me hicieron sagradas de una manera indescriptible, y desde entonces se apoderó de mí una confianza enorme, como si hubiera al fin encontrado una salida a ese penoso estancarme en circunstancias continuamente nefastas. Hasta qué punto estaba entonces comprometido en cambiar, podía notarlo igualmente en el hecho de que incluso las cosas pasadas, cuando se me ocurría contar algo de ellas, me sorprendían por el modo en que reaparecían; si, por ejemplo, se trataba de épocas de las que a menudo había hablado anteriormente, hacía hincapié en aspectos inadvertidos o apenas conscientes, y cada cual adquiría, por decirlo con la inocencia de un paisaje, una visibilidad pura, una presencia, y me enriquecía, formaba parte de mí mismo, tanto y de tal modo que por primera vez me parecía ser dueño de mi vida, no por una adquisición, por una explotación, por una comprensión interpretativa de cosas caducas, sino por esta misma nueva veracidad que se esparcía también a través de mis recuerdos.

Fuente:
Título original: Rainer Maria Rilke/Lou Andréas-Salomé:Briefwechsel

Lou Andreas-Salomé & Rainer Maria Rilke, 1952

Traducción: José María Fouce

Prólogo: Pierre Klossowski

Postfacio: Miguel Morey

Editor digital: Blok

ePub base r1.2

domingo, 25 de septiembre de 2016

Jaime Torres Bodet Balzac. Fragmento.



Jaime Torres Bodet.
Balzac
 I
LA VIDA DEL ESCRITOR:

  Las escuelas y los primeros amores

CORTAR con pulcritud el cuerpo de una perdiz sazonada en el horno prócer no ha sido nunca empresa accesible a los no iniciados. En Francia, y en pleno siglo XVIII, tan gastronómica operación requería dotes sutiles, de experiencia, de tacto y de cortesía. Se comprende la estupefacción que produjo en el comedor de una familia de procuradores y de juristas, durante el reinado de Luis XV, la audacia del invitado, plebeyo y pobre, a quien la dueña, de casa confió el honor de dividir una de las perdices dispuestas para la cena. Sin la más excusable vacilación, empuñó el cuchillo y —recordando a Hércules, más ciertamente que a Ganimedes— despedazó al volátil con fuerza tanta que no sólo rasgó las carnes y el esqueleto del animal: rompió también el plato, y el mantel por añadidura, y tajó finalmente el nogal de la mesa arcaica, irresponsable después de todo. Aquel sorprendente invitado se llamaba Bernardo Francisco Balssa. Años más tarde, se casaría con Ana Carlota Laura Sallambier, hija de un fabricante de paños no sin fortuna. Tendrían cuatro hijos. Uno de ellos, Honorato de nombre, nacido en Tours, iba a escribir La comedia humana. La escribiría con una pluma que, por momentos, da la impresión de que fue tallada por el cuchillo de su vehemente progenitor.
  Tours es, ahora, el centro de un turismo muy conocido: el de los curiosos que van a admirar los castillos en que vivieron —y a veces se asesinaron— los grandes señores del Renacimiento francés. Ejerce un dominio suave pero efectivo sobre una red de caminos bien asfaltados, dispone de hoteles cómodos y, a la orilla del Loira, vive una vida lenta como el curso del río donde se mira, fácil y luminosa como el vino que exporta todos los años, pequeña, irisada y dulce como las uvas en los racimos de las colinas que la rodean, de Chinon a Vouvray, bajo un cielo sensible e inteligente, parecido al idioma de ciertas odas, en el octubre heráldico de Ronsard.
  Ninguna ciudad menos adecuada, a primera vista, para servir de cuna al demiurgo de la novela francesa del siglo XIX. Pero no estamos ya en los tiempos del señor Taine. Ya no creemos en la fatalidad de la raza y del medio físico. Hemos aprendido que el genio nace donde puede. En el hospital de los pobres, como Dostoyevski. O en las Islas Canarias, como Galdós. O, como Stendhal, en aquella Grenoble montañosa y fría que Beyle no toleró jamás.
  En Tours, un 20 de mayo —el de 1799— seis meses antes del golpe de Estado de Bonaparte (es decir: seis meses antes —menos un día— de que Beyle arribase a París en la diligencia que, debiendo llevarle a la politécnica, lo depositó prematuramente en la burocracia) nació Honorato Balzac.[1] Su padre —Balssa en la juventud— había optado por una ortografía distinta de ese apellido, sin adornarlo aún con la partícula nobiliaria que el novelista adoptó en los años de sus primeros éxitos mundanos.
  Me place asomarme hoy a la intimidad de los padres de algunos genios. He descrito, en un estudio sobre el autor de El idiota, la figura del médico Dostoyevski. La de Bernardo Francisco Balzac no resulta menos extraña ni menos decorativa. Ya hemos visto de qué modo solía tratar a las perdices. La fortuna de su mujer no corrió mejor suerte bajo sus manos. De los 260 mil francos que poseía la señorita Sallambier, buena parte fue devorada por su marido en aventuras de bolsa y negocios sin porvenir. En Tours el señor Balzac, rutilante, compacto y duro, recibía con opulencia a sus amistades. Si digo que recibía bien a sus amistades no incluyo entre éstas a los parientes del propietario. Se asegura que un hermano suyo, cuando fue a verle, no obtuvo sino el refugio —humilde, aunque nutritivo— de la cocina. Preguntan algunos biógrafos de Balzac quién sería ese visitante. Hay quien supone que fue Luis Balssa, alias el Príncipe, tío de Honorato: el mismo Luis Balssa guillotinado, después, en Albi, por haber dado muerte —junto a una fuente y a las orillas del río Viaur— a Cecilia Soulié, una vagabunda que había sido su sirvienta y probablemente su concubina. Otros infieren que el verdadero asesino de Cecilia Soulié no fue Luis Balssa sino Juan Bautista Albar. Pero ni así la reputación de aquél se ve exonerada de toda culpa. En efecto, incluso los que atribuyen el crimen a Albar admiten la complicidad material y moral del Príncipe. Recordemos, de paso, que todo esto ocurrió cuando Honorato iba ya por sus 20 años. Y deduzcamos las repercusiones que hubo de tener en la mente del novelista la experiencia de un parentesco tan lastimoso.
  El Honorato en el que ahora pensamos se hallaba entonces muy alejado de imaginar el drama sórdido de su tío. Ni siquiera vivía en Tours. Sus padres lo habían mandado muy niño al campo, donde le sirvió de nodriza, de aya y de educadora la mujer de un gendarme —en Saint-Cyr-sur-Loire. De allí pasó al colegio Legay, que de gai, es decir de alegre, sólo tenía el nombre. En 1807, lo internó su familia en Vendôme. Conozco el establecimiento. Lo visité en 1949. En su registro pueden todavía leerse, bajo el número 460 —el de la matrícula— estos datos prometedores: «Honorato Balzac… Ha tenido viruela… Carácter sanguíneo (sic). Se acalora fácilmente…».
  Al reunir sus célebres documentos para la biografía de Balzac, Champfleury escribía, en 1878, que el «tío Verdun», portero del Liceo, recordaba aún, a los 84 años, los «grandes ojos del señorito Balzac». No le faltaban razones para evocarlos. El niño Honorato sufrió numerosos castigos en la prisión del colegio. Y era precisamente el portero —ese «tío Verdun»— quien tenía la obligación de llevarle a la celda, a purgar la pena.
  Cerca de seis años pasó Balzac en Vendôme. Seis años durante los cuales su madre no fue a visitarle sino dos veces. Aquí se plantea una pregunta que intriga a todos los críticos balzacianos. ¿Fue la señora Balzac una madre afectuosa —o indiferente? El retrato que de ella he visto la representa en la plenitud de una mocedad irónica y maliciosa. Ojos claros y bien rasgados; frente despierta; nariz menuda, elástica, perspicaz. La boca, de contorno muy fino, deja en la duda a quien la contempla. Por goloso y por franco, uno de los labios —el inferior— parece burlarse del otro, no sé si casto, pero discreto, casi enigmático.
  Acaso el perfil de esa boca extraña nos ayude a entender la psicología de una dama que atormentó a su hijo sin malquerencia, para quien fueron incomprensibles todos los apetitos y las pasiones del novelista y que, privándole del amor que su niñez y su adolescencia tanto anhelaban, lo hizo muy vulnerable a las tentaciones de otras mujeres y lo predispuso, inconscientemente, al dominio de aquella amante entre las amantes, Madame de Berny: la que Honorato encarnó, con el nombre de Madame de Mortsauf, en la heroína de uno de sus libros más difundidos, El lirio en el valle.
  Se ha exagerado bastante el juicio desfavorable que merecía, según parece, la madre del escritor. Él mismo, en una de sus cartas a «la extranjera», la inacabable y siempre esperada señora Hanska, escribió estas líneas aborrecibles: «Si supiese usted qué mujer es mi madre un monstruo y, al propio tiempo, una monstruosidad… Me odia por mil razones. Me odiaba ya antes de que naciese. Es para mí una herida de la que no puedo curarme. Creímos que estaba loca. Consultamos a un médico, amigo suyo desde hace treinta y cinco años. Nos declaró: No está loca. No. Lo que ocurre, únicamente, es que es mala… Mi madre es la causa de todas las desgracias de mi vida».
  Cuando un hijo se expresa de tal manera ¿cómo censurar a los comentaristas que le hacen coro? Sin embargo, no lo olvidemos: el hijo que así escribía no era un hombre como los otros. Era Balzac. Y Balzac no habló nunca de sus sentimientos particulares sin exaltarlos o ensombrecerlos hasta el colmo de lo creíble. No hallaba, para expresar esos sentimientos, sino los más brillantes bemoles en el registro agudo o los sostenidos más sordos en el registro grave: el éxtasis o la desesperación. Su talento, en ocasiones, parecía ser el de un caricaturista: el de un caricaturista empeñado en ilustrar el Apocalipsis. Captaba los trazos fundamentales de cada ser, como capta el buen caricaturista los rasgos decisivos de cada rostro. No para repetirlos ingenuamente, con intención de fidelidad, sino para exhibirlos y exacerbarlos hasta que la nariz, o la boca, o la barba del personaje produzcan risa. (O, como lo hacía Balzac, hasta que el lector se resuelva a pasar del aprecio a la admiración, de la simpatía al entusiasmo, de la indiferencia al reproche y del desdén a la repugnancia).
  La madre de Honorato fue incomprensiva para su hijo. Él nos lo afirma. Pero le acompañó, según muchos lo dicen, hasta en la hora de la agonía. No podremos asegurar lo mismo de la señora Evelina Hanska, a quien los denuestos filiales que he traducido fueron comunicados por Honorato en un momento de imperdonable impudor vital.
  Digamos, más cautamente, que la señora Balzac no fue siempre un modelo de paciencia ni un paradigma de ternura. Se atribuye a uno de los amigos de su marido, el señor de Margonne, la paternidad de Enrique, el más joven de los hermanos de Honorato. Adusta y susceptible, moralizadora y sensual, exigente y fría, asociaba a los parisienses caprichos de una señorita del siglo XVIII los formulismos estrechos y provincianos de una burguesa del XIX. El choque de esas dos épocas fue desastroso para su espíritu. Incrédula por pereza —o, más bien, por comodidad— coqueteó con el ocultismo. Leía a Boehm, a Swedenborg, a Saint-Martin. Comentaba aquellas lecturas en sus charlas de sobremesa. Mientras tanto, su marido —treinta y dos años mayor que ella— redactaba largas monografías cuyos títulos desalientan al más resignado de los lectores. Éste, por ejemplo: Memoria sobre el escandaloso desorden causado por las jóvenes seducidas y abandonadas en un desamparo absoluto, y sobre los medios de utilizar a un sector de la población perdido para el Estado y muy funesto para el orden social…
  ¡Qué lejos se encontraban esos dos seres del chico taciturno y ardiente que se describiría a sí propio, más tarde, al hablarnos de Louis Lambert! Retengamos el nombre de esta novela, la más autobiográfica de Balzac. Y, sin tomar por recuerdos exactos ciertas reminiscencias iluminadas —u oscurecidas— por la fantasía del escritor, imaginemos al verdadero Lambert (es decir: al pequeño Honorato) en los corredores húmedos del Liceo de Vendôme, o, mejor aún, en su biblioteca, que por tal reputaba la celda en que lo enclaustraban frecuentemente, pues en ella absorbía todo el papel impreso que le ofrecían las circunstancias: desde un diccionario hasta un tratado de física o un manual de filosofía. «Hombre de ideas —es Balzac quien se pinta, al contarnos la infancia de Louis Lambert— necesitaba apagar la sed de un cerebro ansioso de asimilar todas las ideas. De ahí sus lecturas. Y, como resultado de sus lecturas, sus reflexiones, gracias a las cuales alcanzó el poder de reducir las cosas a su expresión más simple, para estudiarlas en lo esencial. Los beneficios de ese período magnífico… coincidieron con la niñez corpórea de Louis Lambert. Niñez dichosa, coloreada por las estudiosas felicidades de la poesía».
  A fuerza de leer (y más por su formación de autodidacto que por sus méritos de discípulo) el joven Honorato, trasladado a Tours en 1813, obtuvo allí las congratulaciones de su Rector, el señor De Champeaux. Se le autorizó, más tarde, a ostentar una condecoración escolar: la Orden del Lirio. Que no nos sorprenda mucho esta flor simbólica. El Imperio se había esfumado. Luis XVIII reinaba ya. En el hueco dejado por las abejas de Bonaparte, resurgía tímidamente el lirio de los Borbones. La Restauración —que entristeció tanto a Stendhal— alegró a Balzac. No porque fuese entonces particularmente monárquico, según dijo serlo en su madurez, sino porque la nueva administración le llevó a París, a la zaga de su familia. Bernardo Francisco acababa de ser nombrado Director de Víveres en la primera división militar de la capital.
  Otras escuelas aguardaban a Balzac en París: la Pensión Lepitre y, después, el plantel regido por los señores Ganzer y Beuzelin. En éste, se marchitaron bien pronto los tonos de su modesto lirio de Tours. Nos lo informa una carta de la señora Balzac: en versión latina, ocupaba Honorato el trigésimo segundo lugar entre sus rivales. Esto, después de todo, no prueba nada. No bastaría haber sido un estudiante mediocre para sentirse capaz de escribir La comedia humana y no es, sin duda, traduciendo mal a Virgilio, o a Cicerón, como ciertos imitadores lograrían los éxitos de Balzac.
  ¿Pero a qué detenernos en los liceos, más bien oscuros, y en las «pensiones», más bien opacas, donde el joven Balzac recibió la enseñanza de sus maestros? La verdadera enseñanza que su alma aguardaba, la apetecida por su ser todo, era de otra índole. Fue París el que pronto se la impartió. París, la ciudad más honda y, al mismo tiempo, la más ligera; la que pasa cada verano, como una moda, aunque atraviese los siglos sin alterarse; la que se detiene un momento frente al brillo de las vitrinas, pero conoce mejor que nadie el valor de su propia sombra; la que tiene, para los reyes que la visitan y las «divas» que la seducen, los mismos ojos acogedores y desdeñosos: hoy entusiastas y mañana desencantados; en suma: la que busca, en el arrebato de cada instante, no un remedio para su hastío —el spleen no es dolencia gálica— sino el tesoro de un espectáculo más para su memoria.
  Otros novelistas y otros poetas han cantado a París con mayor ternura, o con énfasis más sonoros. Ninguno (ni siquiera Larbaud, ni siquiera Fargue) lo conoció como el escritor de La piel de zapa. Todo cautivaba a Balzac en París, en esos días de adolescencia; lo mismo el Louvre y Nuestra Señora que las casas del barrio donde se alojaron sus padres: el del «Marais», henchido de recuerdos políticos y galantes de la época de la Fronda. Iba a las Tullerías. Se asomaba a los Campos Elíseos. Veía pasar en sus claros carruajes a esas duquesas con cuyos aristocráticos adulterios ilustraría después su Comedia humana… El lujo lo deslumbraba. La pobreza lo protegía.
  De 1816 a 1819 el futuro autor terminó su bachillerato de derecho. Asistió a los cursos de la Sorbona y del Colegio de Francia. Apenas graduado, cambió por completo su vida. Había llegado para su padre la hora de jubilarse. Era imposible que la familia continuase residiendo en París con la pensión que el Estado le atribuyó: 1,695 francos anuales, aproximadamente la cuarta parte del sueldo que antes cobraba. Se imponía otra vez la provincia. La provincia, que Balzac utilizaría abundantemente como el marco de muchas de sus novelas, pero que no aceptaba ya, en esos años, como escenario de su destino. Mientras sus padres se disponían a instalarse en Villeparisis, Honorato se inventó una vocación impaciente de hombre de letras. Una buhardilla lo acogió en la calle de Lesdiguières. El alquiler no era muy costoso: ¡60 francos al año! Orgulloso de su miseria —o, más bien, de su soledad— el bachiller en derecho Honorato Balzac principió a redactar un Cromwell que, a falta de otras virtudes, tuvo la de retenerlo en París hasta la primavera de 1820. ¡Cuánto júbilo de existir se adivina en él! Desde esa buhardilla (que pintará después en La piel de zapa) escribe con fervor a su hermana Laura: «Vivir a mi antojo; trabajar en lo que me gusta; nada hacer si así lo deseo; adormecerme sobre un futuro que embellezco a mi modo; pensar en ustedes, sabiendo que son felices; tener por amante a la Julia de Rousseau, por amigos a La Fontaine y a Molière, por maestro a Racine y por paseo el cementerio del Père-Lachaise… ¡Ay, si esto pudiera durar eternamente!».
  Es curioso advertir cómo la figura de Cromwell interesó a los franceses de la generación de Balzac. Victor Hugo, tres años más joven que él, había de utilizarla en el drama que le sirvió de ocasión —o de pretexto— para lanzar, como prólogo de la obra, el manifiesto del romanticismo. Decía en aquellas páginas el futuro poeta de Las contemplaciones: «La poesía tiene tres edades. Cada una de ellas corresponde a una época de la sociedad: la oda, la epopeya y el drama. Los tiempos primitivos son líricos, los antiguos son épicos; los modernos, dramáticos. La oda canta la eternidad, la epopeya solemniza la historia, el drama pinta la vida. El carácter de la primera poesía es la ingenuidad; el de la segunda, la sencillez. La verdad es el carácter de la tercera…». Mucho podría escribirse acerca de estas afirmaciones, voluntariamente elípticas y, desde el punto de vista histórico, discutibles. En Grecia, por ejemplo, el camino seguido por la poesía no fue siempre el que señaló Victor Hugo. Píndaro es posterior a la Ilíada y a la Odisea. Pero lo que me interesa observar aquí es que, a los 25 años, como Balzac a los 20, Hugo estimaba que el ingreso a las letras debe hacerse por medio del drama, el cual, a su juicio, es el género literario realmente moderno, «pues tiene por condición la verdad».
  Al escoger uno y otro a Oliverio Cromwell como protagonista, obedecían —acaso sin darse cuenta— al recuerdo de Bonaparte. Encomiar la figura de Cromwell, durante el reinado de los Borbones, era la forma menos peligrosa y menos directa de evocar «al usurpador». Por desgracia —y al par que Victor Hugo— Balzac creía en el drama en verso. Y digo por desgracia porque, como Stendhal, Balzac no estaba dotado para tales juegos métricos y prosódicos. Su Cromwell hizo sonreír a los conocedores. A uno sobre todo, profesor del Colegio de Francia, el señor Andrieux. Según él, a quien fue enviado el manuscrito de Cromwell, el joven Honorato debía dedicarse a cualquier cosa, excepto a las letras.
  Respetuosos de semejante advertencia, los padres del autor —esperando verle abdicar de sus aspiraciones literarias— lo retuvieron en Villeparisis. Allí le hubiesen amenazado tan sólo el aburrimiento, la nostalgia de la gran capital perdida y la melancolía del fracaso precoz. Pero el destino organizó muy bien, esa vez, la maquinaria de su provincia. En el otro extremo del pueblo elegido por la familia Balzac, residía una dama que usufructuaba dos propiedades intransferibles o, para ser exacto, dos tradiciones muy femeninas: la cortesía de la nobleza y el prestigio de la hermosura, ambos a punto de marchitarse. He nombrado a Madame de Berny.[2]
  Nacida en Versalles, en 1777, ahijada de Luis XVI y María Antonieta, Madame de Berny podía representar decorosamente (para el robusto y hasta entonces casto Honorato) el papel de la gran señora venida a menos, deseable a pesar de sus ocho lustros más que cumplidos. No pocos escritores varones se han preguntado cómo pudo Balzac, a los 21 años de edad, enamorarse de una mujer de 43. Interroguemos mejor a las escritoras. Una de ellas, la señora Dussane, actriz famosa en los anales de la Comedia Francesa, plantea el problema en términos muy distintos y, acaso no sin razón. «Honorato —dice la señora Dussane— veintidós años más joven que Madame de Berny, no tenía nada para agradar a esa refinada mujer. Era indiscreto, cortante, a la vez cándido y jactancioso; su atuendo parecía equívoco, agresivos sus juicios y sus proyectos ayunos de sensatez. ¿Por dónde pudo llegar ese vulgar Querubín hasta el corazón de una mujer casada desde hacía veintisiete años, nueve veces madre y que conservaba el cuidado y la preocupación de sus siete hijos, vivos aún?».
  La explicación de la señora Dussane resulta plausible. La puerta por donde penetró Balzac hasta la intimidad de Madame de Berny no era tanto una puerta cuanto una herida, una herida oculta: la que le había causado la muerte de dos de sus hijos adolescentes. El mayor de ellos, su primogénito, habría tenido, en los días en que trató a Balzac, más o menos la edad de Honorato. El cariño de Madame de Berny para el fracasado autor de Cromwell fue, desde el primer momento, una desviación maternal. No nos sintamos ofendidos por las palabras. Recordemos que uno de los libros más populares de aquella época se llamaba Las confesiones. Su autor: Rousseau. Ahora bien ¿no había sido también un amor semimaternal el de Madame de Warens para Juan Jacobo?… Como quiera que sea, Honorato y Laura María Antonieta de Berny no tardaron en ser amantes. Amantes, a pesar de la presencia del señor de Berny, incómodo y casi ciego. Amantes, a pesar de las hijas de Laura, ya no muy niñas. Amantes, a pesar de la madre de Honorato, fría para su hijo, pero exigente; exigente tal vez por fría. Amantes, a pesar de la reprobación de la burguesía entronizada en Villeparisis.
  El amor, en esas condiciones, abre siempre una escuela para el más joven. Balzac aprendió en esa escuela muchas lecciones inolvidables. Desde luego, una lección de buen gusto. Él, tan tosco, tan repentino, tan rubicundo, aprendió a estimar en Madame de Berny lo que no tenía: la elegancia, la discreción, la reserva, la palidez. Él, tan egoísta y tan ávido, necesitaba admirar en Laura esa generosidad indulgente y ese sacrificio exquisito que son para las mujeres, en la miel de la madurez, la sabiduría más prestigiosa, ya que reúnen el placer de la posesión y la efusión otoñal del desistimiento…
  «Sólo el último amor de una mujer puede satisfacer plenamente al primer amor de un hombre» dijo Balzac en uno de sus libros, La duquesa de Langeais. ¿Y Romeo? pensarán al leer esa frase los que van, todavía hoy, a buscar en Verona el fantasma rápido de Julieta… En el amor, como en tantos otros ejercicios humanos, más o menos espirituales, resulta siempre un poco arbitrario querer fijar, a priori, reglas válidas para todos. Sin embargo, puede admitirse que en muchos casos, el primer amor define en efecto al hombre —y el último, a la mujer. Eso ocurrió con Balzac y Madame de Berny. Más que modelar a su amante, como lo hubiese hecho quizá con mujer menos preparada, Honorato se dejó modelar por ella. No totalmente, puesto que en él la inexperiencia del cuerpo imperioso y rudo, merecedor de lecciones de arte social, escondía un carácter indómito y ambicioso, el de un ser que decía a su hermana, cuando tenía catorce años: «¿Sabes que tu hermano será un gran hombre?»… Según añaden algunos biógrafos, la madre de Balzac se limitó a congelar su entusiasmo reconviniéndole de este modo: «¡No emplees palabras de las que no conoces aún el significado!».
  Más inteligente o más afectuosa (el afecto es la inteligencia suprema de las mujeres), Madame de Berny supo vislumbrar la grandeza del dolorido escritor de Cromwell. La torpeza sentimental, y casi seguramente sensual, de aquel «Querubín» espeso no fue bastante para ocultarle lo que vibraba —admirable promesa ya— en sus ojos inconfundibles: la luz del genio. No era tal vez suficiente que Honorato creyera en su propia fuerza. El destino exigía, además, que otro ser —y no sólo su hermana Laura— confiara también en Su porvenir. Eso hizo Madame de Berny: creer en la originalidad de Balzac; adivinar el Balzac futuro. Ahora bien, para muchos artistas, adivinarlos es tanto como ayudarlos a ser lo que se proponen. Hasta el punto de que no llegamos a presentir con exactitud lo que habría sido en verdad Balzac si, cierta noche, en Villeparisis, cierta dama, atractiva a pesar del tiempo, no hubiese visto nacer en su compañía una primavera más: la cuadragésima cuarta de su existencia.
  No todos pueden arder en la llama joven de una muchacha, como Romeo. Para encontrarse a sí propio, para leer en sí mismo, como en un palimpsesto escrito con quién sabe qué antigua y pudorosa tinta simpática, invisible al frío, Balzac requería un fuego más lento, un calor más sabio, el de una lámpara vigilante. Imaginamos así la temperatura moral con que lo rodeó Madame de Berny.
  Desde entonces hasta el 4 de junio de 1826 (día que deseo precisar por la razón que más tarde explicaré) la influencia de Madame de Berny se ejerció delicadamente sobre Balzac. Por espacio de más de un lustro, ella y el voluntario aprendiz de genio gozaron de una intimidad que no interrumpieron ni las tareas enormes y dispersas del escritor, ni su instalación en París, cerca de los jardines del Luxemburgo —Rue de Tournon— ni siquiera su aventura erótico-histórico-literaria con otra dama de la nobleza, napoleónica ésta, aunque cuadragenaria también, la duquesa de Abrantes.
  Acabo de mencionar las tareas enormes del escritor El poco éxito de Cromwell no disminuyó la sed magnífica de Balzac. No había podido vencer las dificultades del drama en verso. Quedaban otros caminos. Uno en particular: el de la novela. Prevalecía entonces la obra de un escocés ilustre: Walter Scott. Las señoritas se desmayaban con las tribulaciones de Lucía de Lamermoor. Los jóvenes soñaban con Ivanhoe. Los eruditos preferían la lectura del Anticuario. Todos, o casi todos, buscaban en los libros del novelista de «más allá de la Mancha» una hora de ensueño histórico, una fuga hacia la aventura del pasado, la alegría de una evasión. Balzac decidió ser otro Walter Scott. En pocos meses, produjo una serie de engendros torpes y apasionados, congestionados más que fantásticos: La heredera de Birague, El vicario de las Ardenas, Clotilde de Lusignan, Anita o el criminal, Argow el pirata, Jane la pálida…
  ¿Qué pretendía Balzac con todo ese esfuerzo inútil? ¿Conquistar gloria, o ganar dinero? Ambas cosas al par. Pero ni lo primero ni lo segundo era tan fácil como lo suponía. La gloria es persona esquiva. Huye del que la persigue. Llega a veces cuando nadie la espera. En cuanto al dinero (ese Argent, con mayúscula, que inquietó a Balzac incesantemente), los resultados fueron más que mezquinos. Por La heredera de Birague obtuvo 800 francos; 1,300 por Juan Luis, y 2 mil —en promesa— por Clotilde de Lusignan.
  La «Dilecta», según llamaba ya por entonces a Madame de Berny, no perdía la fe indispensable para ayudar a su grande hombre. Lo conocía. Apreciaba todas sus cualidades y no ignoraba muchos de sus defectos; entre otros, su vanidad. Así lo demuestra una carta suya, posterior al período que describo, en la cual aconseja a su amigo: «Haz, querido mío, que la multitud te vea, de todas partes, por la altura en que te sitúes; pero no le grites que te admire». Advirtamos, aunque sea de paso, que —con excepción de Alfredo de Vigny y de Gerardo de Nerval— los románticos, maestros en el arte de la publicidad literaria, eran bastante dignos de que alguien les recomendara esa discreción, tan mal practicada por Honorato.
  Para escribir con mayor desahogo, Balzac consideró urgente regresar a París. De allí su instalación en las inmediaciones del Luxemburgo. Pero París, a donde Laura de Berny iba a verle frecuentemente, tenía por fuerza que proponerle múltiples tentaciones. La menos esperada se la deparó la señora de Abrantes, a quien conoció en Versalles, en casa de su cuñado Eugenio Surville. Viuda del mariscal Junot, la duquesa era en cierto modo una traducción al estilo bonapartista —y editada en papel de lujo— de la liberal y borbónica Madame de Berny. Las dos llevaban el mismo nombre: Laura, como la hermana de Honorato. Las dos tenían casi la misma edad, puesto que los siete años de diferencia que entre ambas mediaban —y que mediaban contra Madame de Berny— ésta los compensaba con lo absoluto de una ternura que la inscribía, en ciertos momentos, dentro de un halo de juventud. Para Balzac, una y otra planteaban un problema psicológico semejante: la superioridad del genio incomprendido frente a la superioridad de la experiencia, de las costumbres y de la destreza aprendida en las tácticas de una Corte. Madame de Berny le impulsaba a escribir. La señora de Abrantes, escritora ella misma, le invitaba a colaborar. Madame de Berny había resistido a Honorato durante meses. La señora de Abrantes le dijo, con relativa prontitud: «Soy su amiga para siempre y su amante… cuando lo quiera usted».
  ¿Cómo defenderse de una amabilidad tan devoradora? Sobre todo ¿cómo defenderse de tal amabilidad cuando se es tan joven, cuando la «Dilecta» cumplió ya sus 47 años y cuando la dama que así se ofrece recibió en la frente, en un día de gloria, el beso imperial del jefe, la caricia imperiosa de Napoleón? Según sabemos, Balzac se defendió en realidad muy ligeramente. Madame de Berny no tardó en adivinar su deslealtad. Pero, durante el primer tercio del siglo XIX, una amante con varios semestres de acción sutil y dominadora, poseía —aunque se acercase ya a los 50— varios medios de combatir a una advenediza que, por otra parte, era casi contemporánea suya y que solía reaccionar muchas veces con más orgullo que lucidez.
  Balzac no quería romper con Madame de Berny.
  Tuvo entonces que distanciarse de la duquesa. Y ésta le envió una carta que es modelo de impertinencia y de cólera incontenida. «Si es usted tan débil —le decía entre varias otras amenidades—, si es usted tan débil como para ceder al peso de una prohibición, pobre hombre; entonces la cosa es más lamentable aún de lo que yo pensaba…».
  Naturalmente, una carta así no apresuró la ruptura con Madame de Berny. Acaso, al contrario, reanimó un poco los sentimientos póstumos de Honorato. Poco a poco, entre los celos de Laura de Berny y las exigencias de Laura de Abrantes, el novelista hubo de confesarse casi cansado. Para estarlo del todo no le faltaban otras razones. Sus novelas a la Walter Scott no le habían traído ninguna gloria. Una noche, al ir a pasar el Sena, Arago descubrió a Honorato, en uno de los puentes. Veía correr el agua. Balzac le dijo: «Miro el Sena y me pregunto si no voy a acostarme hoy entre sus húmedas sábanas». A la amargura del fracaso literario, se añadía también la preocupación de los malos negocios. En enero de 1826 —y precisamente junto con su amigo Arago— Balzac había fundado un periódico: El Fígaro, del que pronto se adueñaron, primero, Le Poitevin y, luego, Bohain. Meses antes, Honorato había convencido a sus padres y a Madame de Berny de que le prestasen las sumas que le hacían falta para publicar, en cooperación con los editores Canel y Delongchamps, las obras completas de Molière y de La Fontaine. La iniciativa acabó en desastre. Durante el verano de 1826, se procedió a la liquidación. La pérdida sufrida por Balzac fue de 15,250 francos: los 9,250 que le había prestado Madame de Berny y 6,000 que tendría que devolver al señor d’Assonvillez de Rougemont. Pero Balzac no fue jamás jugador prudente. Los negocios constituían para él lo que, para Dostoyevski, el tapete verde de los casinos: un espejismo y una esperanza eternamente renovada. Con la seguridad de recuperar los millares de francos perdidos, se inventó una profesión de impresor. El 4 de junio de 1826 fue a instalarse en una imprenta que había adquirido con dinero de una amiga de su familia, Madame Delannoy y, como siempre, con la ayuda pecuniaria de Laura de Berny. La imprenta estaba ubicada en el número 17 de la calle que se conoce hoy con el nombre de Visconti. Se llamaba, entonces, Marais-St. Germain.
  Esa fecha —que señalé en párrafos anteriores, como un hito en la vida agitada del novelista— marca el principio de un nuevo y terrible acto en el drama de Balzac contra el infortunio.

Fuente:
Título original: Balzac
Jaime Torres Bodet, 1959
Editor digital: IbnKhaldun
ePub base r1.2

sábado, 24 de septiembre de 2016

Jorge Luis Borges. PARA LAS SEIS CUERDAS (1965). Poesía.

 
PARA LAS SEIS CUERDAS
  (1965)


  PRÓLOGO

  Toda lectura implica una colaboración y casi una complicidad. En el Fausto, debemos admitir que un gaucho pueda seguir el argumento de una ópera cantada en un idioma que no conoce; en el Martín Fierro, un vaivén de bravatas y de quejumbres, justificadas por el propósito político de la obra, pero del todo ajenas a la índole sufrida de los paisanos y a los precavidos modales del payador.
  En el modesto caso de mis milongas, el lector debe suplir la música ausente por la imagen de un hombre que canturrea, en el umbral de su zaguán o en un almacén, acompañándose con la guitarra. La mano se demora en las cuerdas y las palabras cuentan menos que los acordes.
  He querido eludir la sensiblería del inconsolable «tango-canción» y el manejo sistemático del lunfardo, que infunde un aire artificioso a las sencillas coplas.
  Compuestas hacia mil ochocientos noventa y tantos, estas milongas hubieran sido ingenuas y bravas; ahora son meras elegías.
  Que yo sepa, ninguna otra aclaración requieren estos versos.
  J. L. B.
 Buenos Aires, junio de 1965


  MILONGA DE DOS HERMANOS

  Traiga cuentos la guitarra
  de cuando el fierro brillaba,
  cuentos de truco y de taba,
  de cuadreras y de copas,
  cuentos de la Costa Brava
  y el Camino de las Tropas.
  Venga una historia de ayer
  que apreciarán los más lerdos;
  el destino no hace acuerdos
  y nadie se lo reproche–ya
  estoy viendo que esta noche
  vienen del Sur los recuerdos.
  Velay, señores, la historia
  de los hermanos Iberra,
  hombres de amor y de guerra
  y en el peligro primeros,
  la flor de los cuchilleros
  y ahora los tapa la tierra.
  Suelen al hombre perder
  la soberbia o la codicia;
  también el coraje envicia
  a quien le da noche y día–el
  que era menor debía
  más muertes a la justicia.
  Cuando Juan Iberra vio
  que el menor lo aventajaba,
  la paciencia se le acaba
  y le armó no sé qué lazo–le
  dio muerte de un balazo,
  allá por la Costa Brava.
  Sin demora y sin apuro
  lo fue tendiendo en la vía
  para que el tren lo pisara.
  El tren lo dejó sin cara,
  que es lo que el mayor quería.
  Así de manera fiel
  conté la historia hasta el fin;
  es la historia de Caín
  que sigue matando a Abel.

  ¿DÓNDE SE HABRÁN IDO?

  Según su costumbre, el sol
  brilla y muere, muere y brilla
  y en el patio, como ayer,
  hay una luna amarilla,
  pero el tiempo, que no ceja,
  todas las cosas mancilla.
  Se acabaron los valientes
  y no han dejado semilla.
  ¿Dónde están los que salieron
  a libertar las naciones
  o afrontaron en el Sur
  las lanzas de los malones?
  ¿Dónde están los que a la guerra
  marchaban en batallones?
  ¿Dónde están los que morían
  en otras revoluciones?
  –No se aflija. En la memoria
  de los tiempos venideros
  también nosotros seremos
  los tauras y los primeros.
  El ruin será generoso
  y el flojo será valiente:
  No hay cosa como la muerte
  para mejorar la gente.
  ¿Dónde está la valerosa
  chusma que pisó esta tierra,
  la que doblar no pudieron
  perra vida y muerte perra,
  los que en el duro arrabal
  vivieron como en la guerra,
  los Muraña por el Norte
  y por el Sur los Iberra?
  ¿Qué fue de tanto animoso?
  ¿Qué fue de tanto bizarro?
  A todos los gastó el tiempo,
  a todos los tapa el barro.
  Juan Muraña se olvidó
  del cadenero y del carro
  y ya no sé si Moreira
  murió en Lobos o en Navarro.
  –No se aflija. En la memoria…

  MILONGA DE JACINTO CHICLANA

  Me acuerdo. Fue en Balvanera,
  en una noche lejana
  que alguien dejó caer el nombre
  de un tal Jacinto Chiclana.
  Algo se dijo también
  de una esquina y de un cuchillo;
  los años nos dejan ver
  el entrevero y el brillo.
  Quién sabe por qué razón
  me anda buscando ese nombre;
  me gustaría saber
  cómo habrá sido aquel hombre.
  Alto lo veo y cabal,
  con el alma comedida,
  capaz de no alzar la voz
  y de jugarse la vida.
  Nadie con paso más firme
  habrá pisado la tierra;
  nadie habrá habido como él
  en el amor y en la guerra.
  Sobre la huerta y el patio
  las torres de Balvanera
  y aquella muerte casual
  en una esquina cualquiera.
  No veo los rasgos. Veo,
  bajo el farol amarillo,
  el choque de hombres o sombras
  y esa víbora, el cuchillo.
  Acaso en aquel momento
  en que le entraba la herida,
  pensó que a un varón le cuadra
  no demorar la partida.
  Sólo Dios puede saber
  la laya fiel de aquel hombre;
  señores, yo estoy cantando
  lo que se cifra en el nombre.
  Entre las cosas hay una
  de la que no se arrepiente
  nadie en la tierra. Esa cosa
  es haber sido valiente.
  Siempre el coraje es mejor,
  la esperanza nunca es vana;
  vaya pues esta milonga
  para Jacinto Chiclana.

  MILONGA DE DON NICANOR PAREDES

  Venga un rasgueo y ahora,
  con el permiso de ustedes,
  le estoy cantando, señores,
  a don Nicanor Paredes.
  No lo vi rígido y muerto
  ni siquiera lo vi enfermo;
  lo veo con paso firme
  pisar su feudo, Palermo.
  El bigote un poco gris
  pero en los ojos el brillo
  y cerca del corazón
  el bultito del cuchillo.
  El cuchillo de esa muerte
  de la que no le gustaba
  hablar; alguna desgracia
  de cuadreras o de taba.
  De atrio, más bien. Fue caudillo,
  si no me marra la cuenta,
  allá por los tiempos bravos
  del ochocientos noventa.
  Lacia y dura la melena
  y aquel empaque de toro;
  la chalina sobre el hombro
  y el rumboso anillo de oro.
  Entre sus hombres había
  muchos de valor sereno;
  Juan Muraña y aquel Suárez
  apellidado el Chileno.
  Cuando entre esa gente mala
  se armaba algún entrevero
  él lo paraba de golpe,
  de un grito o con el talero.
  Varón de ánimo parejo
  en la buena o en la mala;
  «En casa del jabonero
  el que no cae se refala.»
  Sabía contar sucedidos,
  al compás de la vihuela,
  de las casas de Junín
  y de las carpas de Adela.
  Ahora está muerto y con él
  cuánta memoria se apaga
  de aquel Palermo perdido
  del baldío y de la daga.
  Ahora está muerto y me digo:
  ¿Qué hará usted, don Nicanor,
  en un cielo sin caballos
  ni envido, retruco y flor?

  UN CUCHILLO EN EL NORTE

  Allá por el Maldonado,
  que hoy corre escondido y ciego,
  allá por el barrio gris
  que cantó el pobre Carriego,
  tras una puerta entornada
  que da al patio de la parra,
  donde las noches oyeron
  el amor de la guitarra,
  habrá un cajón y en el fondo
  dormirá con duro brillo,
  entre esas cosas que el tiempo
  sabe olvidar, un cuchillo.
  Fue de aquel Saverio Suárez,
  por más mentas el Chileno,
  que en garitos y elecciones
  probó siempre que era bueno.
  Los chicos, que son el diablo,
  lo buscarán con sigilo
  y probarán en la yema
  si no se ha mellado el filo.
  Cuántas veces habrá entrado
  en la carne de un cristiano
  y ahora está arrumbado y solo,
  a la espera de una mano,
  que es polvo. Tras el cristal
  que dora un sol amarillo
  a través de años y casas,
  yo te estoy viendo, cuchillo.

  EL TÍTERE

  A un compadrito le canto
  que era el patrón y el ornato
  de las casas menos santas
  del barrio de Triunvirato.
  Atildado en el vestir,
  medio mandón en el trato;
  negro el chambergo y la ropa,
  negro el charol del zapato.
  Como luz para el manejo
  le firmaba un garabato
  en la cara al más garifo,
  de un solo brinco, a lo gato.
  Bailarín y jugador,
  no sé si chino o mulato,
  lo mimaba el conventillo,
  que hoy se llama inquilinato.
  A las pardas zaguaneras
  no les resultaba ingrato
  el amor de ese valiente,
  que les dio tan buenos ratos.
  El hombre, según se sabe,
  tiene firmado un contrato
  con la muerte. En cada esquina
  lo anda acechando el mal rato.
  Un balazo lo tumbó
  en Thames y Triunvirato;
  se mudó a un barrio vecino,
  el de la Quinta del Ñato.

  MILONGA DE LOS MORENOS

  Alta la voz y animosa
  como si cantara flor,
  hoy, caballeros, le canto
  a la gente de color.
  Marfil negro los llamaban
  los ingleses y holandeses
  que aquí los desembarcaron
  al cabo de largos meses.
  En el barrio del Retiro
  hubo mercado de esclavos;
  de buena disposición
  y muchos salieron bravos.
  De su tierra de leones
  se olvidaron como niños
  y aquí los aquerenciaron
  la costumbre y los cariños.
  Cuando la patria nació
  una mañana de Mayo,
  el gaucho sólo sabía
  hacer la guerra a caballo.
  Alguien pensó que los negros
  no eran ni zurdos ni ajenos
  y se formó el Regimiento
  de Pardos y de Morenos.
  El sufrido regimiento
  que llevó el número seis
  y del que dijo Ascasubi:
  «Más bravo que gallo inglés».
  Y así fue que en la otra banda
  esa morenada, al grito
  de Soler, atropelló
  en la carga del Cerrito.
  Martín Fierro mató un negro
  y es casi como si hubiera
  matado a todos. Sé de uno
  que murió por la bandera.
  De tarde en tarde en el Sur
  me mira un rostro moreno,
  trabajado por los años
  y a la vez triste y sereno.
  ¿A qué cielo de tambores
  y siestas largas se han ido?
  Se los ha llevado el tiempo,
  el tiempo, que es el olvido.

  MILONGA PARA LOS ORIENTALES

  Milonga que este porteño
  dedica a los orientales,
  agradeciendo memorias
  de tardes y de ceibales.
  El sabor de lo oriental
  con estas palabras pinto;
  es el sabor de lo que es
  igual y un poco distinto.
  Milonga de tantas cosas
  que se van quedando lejos;
  la quinta con mirador
  y el zócalo de azulejos.
  En tu banda sale el sol
  apagando la farola
  del Cerro y dando alegría
  a la arena y a la ola.
  Milonga de los troperos
  que hartos de tierra y camino
  pitaban tabaco negro
  en el Paso del Molino.
  A orillas del Uruguay,
  me acuerdo de aquel matrero
  que lo atravesó, prendido
  de la cola de su overo.
  Milonga del primer tango
  que se quebró, nos da igual,
  en las casas de Junín
  o en las casas de Yerbal.
  Como los tientos de un lazo
  se entrevera nuestra historia,
  esa historia de a caballo
  que huele a sangre y a gloria.
  Milonga de aquel gauchaje
  que arremetió con denuedo
  en la pampa, que es pareja,
  o en la Cuchilla de Haedo.
  ¿Quién dirá de quiénes fueron
  esas lanzas enemigas
  que irá desgastando el tiempo,
  si de Ramírez o Artigas?
  Para pelear como hermanos
  era buena cualquier cancha;
  que lo digan los que vieron
  su último sol en Cagancha.
  Hombro a hombro o pecho a pecho,
  cuántas veces combatimos.
  ¡Cuántas veces nos corrieron,
  cuántas veces los corrimos!
  Milonga del olvidado
  que muere y que no se queja;
  milonga de la garganta
  tajeada de oreja a oreja.
  Milonga del domador
  de potros de casco duro
  y de la plata que alegra
  el apero del oscuro.
  Milonga de la milonga
  a la sombra del ombú,
  milonga del otro Hernández
  que se batió en Paysandú.
  Milonga para que el tiempo
  vaya borrando fronteras;
  por algo tienen los mismos
  colores las dos banderas.

  MILONGA DE ALBORNOZ

  Alguien ya contó los días,
  Alguien ya sabe la hora,
  Alguien para Quien no hay
  ni premuras ni demora.
  Albornoz pasa silbando
  una milonga entrerriana;
  bajo el ala del chambergo
  sus ojos ven la mañana,
  la mañana de este día
  del ochocientos noventa;
  en el bajo del Retiro
  ya le han perdido la cuenta
  de amores y de trucadas
  hasta el alba y de entreveros
  a fierro con los sargentos,
  con propios y forasteros.
  Se la tienen bien jurada
  más de un taura y más de un pillo;
  en una esquina del Sur
  lo está esperando un cuchillo.
  No un cuchillo sino tres,
  antes de clarear el día,
  se le vinieron encima
  y el hombre se defendía.
  Un acero entró en el pecho,
  ni se le movió la cara;
  Alejo Albornoz murió
  como si no le importara.
  Pienso que le gustaría
  saber que hoy anda su historia
  en una milonga. El tiempo
  es olvido y es memoria.

  MILONGA DE MANUEL FLORES

  Manuel Flores va a morir.
  Eso es moneda corriente;
  morir es una costumbre
  que sabe tener la gente.
  Y sin embargo me duele
  decirle adiós a la vida,
  esa cosa tan de siempre,
  tan dulce y tan conocida.
  Miro en el alba mis manos,
  miro en las manos las venas;
  con extrañeza las miro
  como si fueran ajenas.
  Vendrán los cuatro balazos
  y con los cuatro el olvido;
  lo dijo el sabio Merlín:
  morir es haber nacido.
  ¡Cuánta cosa en su camino
  estos ojos habrán visto!
  Quién sabe lo que verán
  después que me juzgue Cristo.
  Manuel Flores va a morir.
  Eso es moneda corriente;
  morir es una costumbre
  que sabe tener la gente.

  MILONGA DE CALANDRIA

  Servando Cardoso el nombre
  y Ño Calandria el apodo;
  no lo sabrán olvidar
  los años, que olvidan todo.
  No era un científico de esos
  que usan arma de gatillo;
  era su gusto jugarse
  en el baile del cuchillo.
  Cuántas veces en Montiel
  lo habrá visto la alborada
  en brazos de una mujer
  ya tenida y ya olvidada.
  El arma de su afición
  era el facón caronero.
  Fueron una sola cosa
  el cristiano y el acero.
  Bajo el alero de sombra
  o en el rincón de la parra,
  las manos que dieron muerte
  sabían templar la guitarra.
  Fija la vista en los ojos,
  era capaz de parar
  el hachazo más taimado.
  ¡Feliz quien lo vio pelear!
  No tan felices aquellos
  cuyo recuerdo postrero
  fue la brusca arremetida
  y la entrada del acero.
  Siempre la selva y el duelo,
  pecho a pecho y cara a cara.
  Vivió matando y huyendo.
  Vivió como si soñara.
  Se cuenta que una mujer
  fue y lo entregó a la partida;
  a todos, tarde o temprano,
  nos va entregando la vida.

Fuente: EMECÉ EDITORES, 1965. Buenos Aires, Argentina.

jueves, 22 de septiembre de 2016

Carlos Fuentes AQUILES O EL GUERRILLERO Y EL ASESINO. Novela póstuma.

*Les recordamos a todos los amigos blogueros que pueden unirse a nuestro sitio hermano de EL LABERINTO DEL VERDUGO en Facebook   Proyecto literario “El catoblepas” cuyo link  es el siguiente:
https://www.facebook.com/groups/limbrick1460/
Carlos Fuentes
AQUILES O EL GUERRILLERO Y EL ASESINO
Título original: Aquiles o El guerrillero y el asesino
Carlos Fuentes, 2016
 Carlos Fuentes trabajó en el manuscrito de Aquiles o El guerrillero y el asesino durante los últimos veinte años de su vida. Se documentó exhaustivamente, escribió distintas versiones, reorganizó materiales, corrigió y reescribió partes completas de la obra y seguía haciéndolo cuando le llegó la muerte. No quiso entregar el manuscrito a sus editores mientras el conflicto armado más antiguo de América Latina no llegara a su fin. La publicación de Aquiles coincide ahora con la que parece ser la última negociación entre la guerrilla y el gobierno colombiano: la hora de la verdad, el fin de las cuentas pendientes, el comienzo de la paz. Este es el mejor momento para leer la novela póstuma de Carlos Fuentes que Alfaguara y Fondo de Cultura Económica presentan en edición al cuidado de Julio Ortega.
SILVIA LEMUS
 Aquiles, entre la crónica y la ficción
Prólogo por Julio Ortega
Conocí a Carlos Fuentes el verano de 1969, en la Ciudad de México, y he compartido con él hasta el final una periódica conversación sobre libros, lecturas y proyectos al azar de los coloquios pero, sobre todo, en sus visitas anuales a la Universidad de Brown, donde lo tuvimos de professor-at-large durante casi veinte años. En su tiempo en Yale, Emir Rodríguez Monegal solía decir que él y Haroldo de Campos tenían montado un «circo ambulante» que perfeccionaba su acto en el circuito de los campus universitarios. Carlos Fuentes era, a pesar de las apariencias de cosmopolita feliz, impecablemente profesional. Organizaba sus papeles con esquemas, notas y citas, y prefería escribir sus conferencias para leerlas de pie, con gusto y brío. Sus clases tenían la sobriedad de una lección magistral. Me costó animarlo a contar el proceso de escritura de algunos libros suyos, lo que consideraba meramente «anecdótico». Había explicado, con elocuencia, el origen de Aura en un ensayo que escribió en inglés, demostrando que esa novela venía de muchas fuentes (relatos, películas y hasta una ópera), y era inevitable concluir que venía, en efecto, de la literatura. Luego deduje que esa argumentación velaba una trágica relación amorosa. Y es probable que algunas líneas narrativas de su vasta obra resuelvan la experiencia como transfiguración eminentemente literaria.
Otra vez me contó, por fin, el origen de las tres personas narrativas en La muerte de Artemio Cruz. Estaba solo en una ciudad nórdica, en un invierno helado, agonizando en la búsqueda de una solución al relato cronológicamente lineal que era el primer borrador de esa novela. Frustrado por el ensayo de varios montajes, decidió darse un baño en el Báltico. Se lanzó a las aguas heladas y la conmoción fue tal que, al salir, tenía la respuesta: la novela sería organizada en las tres personas narrativas. Fuentes, creí entender, resiste revelar el proceso creativo de sus libros porque su laboriosa formulación final los hace independientes del autor. Aun siendo novelas abiertas y diversificadas, y varios de sus temas son recurrentes, no escribió dos novelas iguales: cada libro agotaba una formulación, que se hacía irrepetible; cada novela postulaba su suficiencia, en sí misma desplegada y única. Otras confidencias son, de seguro, más conocidas: el disgusto que se llevó Alfonso Reyes cuando el joven novelista, al que de niño había sentado en sus rodillas, le llevó un ejemplar de su primera novela, La región más transparente, y comprobó que ese epíteto rebajaba con crudeza su famosa frase: «México, la región más transparente del aire». Supongo que es igualmente pública la novelización de Octavio Paz que Fuentes hizo, con complicidad irreverente, en esa novela. Sabía, creo yo, que cada novela suya tendría una acogida imprevisible. También, que cada libro tenía sus lectores, casi una tribu independiente. Por eso, le desconcertó que las feministas creyeran que Diana o La cazadora solitaria era una novela machista, cuando él sabía que era una humillación del macho mexicano. Terra Nostra, que había merecido una broma de Carlos Monsiváis («Se requiere una beca para leerla», dijo), era su novela más querida: «Es la que me ha ganado mejores lectores», decía. Es la novela suya que prefirieron Milan Kundera, Robert Coover, Juan Goytisolo, Julián Ríos, Juan Francisco Ferré…
No menos característico de su lectura es que uno prefiriera unos libros y, más tarde, otros. Estas novelas no se quedaban quietas al volver la última página. Seguían vivas, esperando ejercer su rara actualidad. Quizás sea ése un rasgo de su formulación barroca: nunca acabamos de ver el claroscuro de Velázquez, no vemos del todo el tenebroso del Greco, nos sigue inquietando la luz de Zurbarán. Fue ese teatro de iluminaciones y sombras, de formas interpuestas y canjeadas, lo que hizo preferir a Guy Davenport la lectura de Una familia lejana. Esa novela y Aura le parecieron a Octavio Paz, soy testigo, las mejores de Fuentes; después coincidí con él en la estima por Cristóbal Nonato. Ya Julio Cortázar, en una carta de 1962, le agradecía a Fuentes el envío de Aura y La muerte de Artemio Cruz, publicadas el mismo año, y manifestaba su asombro por que ambas novelas fuesen del mismo escritor. Pero no sólo cambian estas novelas en nuestra lectura, rehaciéndose, libres de su cronología; sino que, y esto es más inquietante, su fecha de publicación no es necesariamente la de su escritura. Discutiendo el tema con Fuentes, logré que me revelara que los cuentos de Constancia son de épocas muy distintas. O sea, están libres de la cronología, y se deben sólo al presente pleno de nuestra lectura. Lo cual explica que en otra visita suya le dijera yo: «Acabo de leer tu último cuento en una revista de Buenos Aires». «¡Pero si es mi primer cuento, lo escribí cuando tenía veinte años!», exclamó, triunfal. Como crítico, estaba yo obligado a una interpretación: Fuentes ha escrito de joven su obra más formal, histórica y madura para poder escribir, de adulto, su obra más exploratoria, libre y juvenil. No es casual sino previsible que haya escrito de niño, como tarea escolar, un capítulo que le faltaba al Quijote. Gracias a estos espejismos, no menos barrocos, con las anticipaciones y anacronismos de su narrativa, Fuentes fue capaz de reordenar postbalzacianamente su obra bajo el rubro de La Edad del Tiempo (paradoja sólo aparente, ya que el tiempo no tiene otra edad que la que le demos en la lectura). Más audazmente, en esa lista de sus libros incluyó algunos que aún no había escrito pero planeaba escribir. El hecho es que esa Biblioteca Fuentes constituye una bibliografía imaginaria de América Latina. Buscaba, creo yo, documentar las fundaciones de un tiempo nuevo, el latinoamericano, como la saga de una modernidad construida por su propia historia del futuro. Por eso creyó que los narradores latinoamericanos (y no sólo los del Boom, también los anteriores y, sin duda, los que vinieron después) escribían, cada uno, su propio capítulo de esa saga. Exorcizaban los fantasmas nacionales y forjaban un espacio común. La novela, así, fue nuestro primer territorio hospitalario, la «tierra nuestra» de la modernidad solidaria. En el tomo 15, el último de esa biblioteca tan efectiva como venidera, se consignan tres novelas bajo el título de Crónicas de Nuestro Tiempo: una es Diana o La cazadora solitaria, otra no llegó a escribirla (Prometeo o el precio de la libertad) y la tercera es la que tiene en sus manos el lector.
En el archivo de Aquiles (que he manejado para esta edición gracias a Silvia Lemus de Fuentes), en una página fechada en 2003, Fuentes advierte que estas tres novelas son crónicas porque «(me) limito al testimonio de sucesos contemporáneos que me han tocado de cerca». Tienen, por ello, añade, «algo de confesión, algo de periodismo». La primera está dedicada a las «ilusiones y desilusiones de los 60s». La segunda, a un estudiante de Chiloé que sufrió «tortura y muerte» cuando el golpe de Pinochet. Y la tercera está dedicada a «mi relación con Colombia», y parte de «un dramático episodio violento», la historia de Carlos Pizarro Leongómez (1951-1990), jefe guerrillero del M-19, quien abandonó las armas, se propuso como candidato a la presidencia de la república y fue asesinado por un joven sicario a bordo de un vuelo de Avianca el 26 de abril de 1990. La Crónica, adelanta Fuentes en su esquema, se propone:
«—privilegiar el elemento temporal de la novela
»—aspirar a derrotar el carácter sucesivo de la narración
»—darle el privilegio simultáneo de la percepción».
«Para seguir —añade— la lección de Virginia Woolf sobre los tiempos que laten en todo corazón humano, así como la idea de Faulkner de que el presente empezó hace diez mil años y el futuro está ocurriendo ahora.»
Menciona a Heisenberg y su principio de indeterminación, para sostener que el tiempo es un elemento del lenguaje usado por el observador que busca describir su entorno. Y concluye: «Tiempo es lenguaje — tiempo es construcción del lenguaje».
Aquiles o El guerrillero y el asesino se postula, así, desde sus primeras menciones como una crónica colombiana y latinoamericana, tan histórica como personal, que a partir del relato de los hechos fidedignos tendrá la función recuperadora de la ficción. La desencadena uno de los más trágicos episodios de la violencia colombiana. Fuentes siguió la desgarradora noticia del asesinato de Carlos Pizarro en los periódicos, y debe haber imaginado muy pronto la necesidad de escribir un testimonio sobre los hechos, pues encargó al servicio de fotocopias de la Biblioteca del Congreso, en Washington, reproducciones de la noticia en los principales diarios norteamericanos, y guardó recortes de otros periódicos colombianos y españoles. Pronto, la documentación, los testimonios de los amigos y las heridas abiertas de Colombia imponían al testigo de su tiempo el relato de los destiempos. Pero la crónica iría a dar a la novela, donde la historia resuelve el luto civil, y donde la lectura busca hacer sentido para que los héroes no abandonen el lenguaje y sigan actualizando sus demandas. La breve y rutilante historia de Carlos Pizarro poseía el brío heroico y la lección trágica de la civilidad no sólo en Colombia sino en cualquier país que agoniza en su urgencia de legitimar el poder. Entre el crimen del narcotráfico, el derroche histórico de unas guerrillas que para negociar la paz deben seguir disparando, y unos grupos ultramontanos, autoritarios y antimodernos, Pizarro buscaba proseguir una guerrilla reivindicadora del campesinado acorralado, y su breve historia, gracias a su liderazgo y carisma, renovó el ánimo político estancado en la polarización. Por lo mismo, cuando Pizarro y otros comandantes acordaron deponer las armas para sumarse a la competencia electoral, Colombia pareció proyectar un futuro democrático sustantivo. Pero si por un lado la urgencia de los hechos le imponía al escritor avanzar con su proyectada crónica, por otro lado la adversaria fragmentación civil, la corrupción del narcotráfico y los grupos delincuenciales armados como policía secreta le imponían al narrador un relato que excedía la crónica y requería de la novela. Los mismos hechos apuraban el texto y lo retardaban. Pocos libros le costaron a Carlos Fuentes tantos años, borradores y recomienzos.
Los años noventa, por lo demás, fueron para Fuentes un período de largas tareas y permanentes compromisos. La serie de filmaciones para El espejo enterrado, que fue un programa de la BBC y luego un tomo (1992); la publicación de Diana o La cazadora solitaria (1994), que fue su incursión más arriesgada en la abyección y lo perverso, y resultó pobremente leída, lo embarcó en una disputa con un escritor mexicano que lo acusó de plagio. Y aunque fue exonerado de la acusación, gracias a un impecable informe redactado por José Emilio Pacheco, resultó una experiencia amarga para él. No es casual que dejara en paz su biografía amorosa (yo le había advertido que si seguía por esa veta terminaría plagiándose a sí mismo) y, más bien, volviese al repertorio migrante, en La frontera de cristal (1995). Estaba Fuentes, en efecto, explorando su vasto territorio narrativo, y no encontraba, a pesar de sus intentos, la forma distintiva que exigía la historia de Carlos Pizarro. Por un lado, estos dos Carlos podrían haber sido parte de la misma familia, tanto por el origen de ambos en lo que entonces se llamaba «la alta burguesía» y hoy, por influencia del inglés, se llama «la clase privilegiada», como por su compromiso con la justicia y el movimiento socialista y reformista. Fuentes se adhirió a todas las revoluciones nacionales sólo para terminar decepcionándose de cada una. Algunos le han criticado con aspereza que no se decepcionara más temprano. Pero era un intelectual público y su apuesta por las revoluciones no fue siquiera política, fue fundamentalmente ética. Como lo fue la opción de Carlos Pizarro por las armas primero y por las urnas, después. Luego de los remordimientos, a la hora de los balances, Fuentes recuperaba el humor y despedía otro capítulo: «Todas las revoluciones fracasan —me dijo—, pero entre tanto producen unos momentos muy padres».
Los varios borradores de esta novela sugieren las diversas rutas que consideró. Quizá la primera fue reconstruir el grupo guerrillero de Pizarro como un núcleo ilustrado, en el que Pizarro es Aquiles gracias a que Ospina es Cástor, Fayad es Pelayo y Bateman es Diomedes. El secuestro de la espada de Bolívar, audaz incursión de la guerrilla, resulta equivalente al robo de la imagen sacra de Atenea. Otro esquema, menos didáctico y más social, busca reconstruir la severa moral de la familia del héroe, donde el padre es casi liberal, la madre tiende a ser conservadora y los hijos estudian con los jesuitas. Pronto, Fuentes consigna información sobre la familia, tal vez habida de testigos cercanos, que luego utilizará en la novela para definir el drama familiar cuando los hijos optan por la guerrilla. Así, los rasgos diferenciales de los hermanos y los demás miembros del núcleo se distinguen novelescamente. Un esquema, quizá también temprano, traza un paralelo siniestro entre los pasos de Aquiles y los de su asesino, ambos camino al aeropuerto. Unas cincuenta páginas de notas que apuró sobre Colombia y la encrucijada en que agoniza demuestran la voluntad de veracidad del autor, tanto como su gusto dramático por los detalles.
Por fin, el 16 de junio de 1994 Carlos Fuentes parece tener en sus manos la huidiza novela (crónica, biografía, ficcionalización…), y con un borrador al frente prepara, aprovechando sus vacaciones en Martha’s Vineyard, lo que llama el «2nd Draft». Son treinta y tres folios, redactados en una máquina de escribir (Fuentes nunca utilizó la computadora, escribía con una Olivetti portátil que, al final de cada novela, quedaba destrozada; un día, trabajando en sus archivos, al abrir una puerta del armario encontré un cementerio de Olivettis). La primera página es un posible índice:
1) Introducción. Asesinato de CP. CF y Colombia ¿genealogía de la violencia aquí?
2) Act 1: Espada
3) Campamento, Recuerdos —infancias— motivos ruptura… Héroes-revoluciones campesinas. La genealogía de la violencia.
4) Act 2: Túnel
5) Guerrilla. Contradicciones —Jefes— El cacique. El amor. Magia campesina versus razón guerrillera.
6) Act 3: Cárcel
7) Rehén: El Príncipe. La discusión ideológica. La contradicción. Injusticia colectiva e injusticia individual.
8) Act 4: P. J.
9) Combate final
10) Entrega armas
11) Muerte
Cuatro veces, al final de las entradas 3, 5, 7 y 9, como una sombra, es mencionado el sicario. Es interesante la secuencia de actos y escenificaciones. En el octavo capítulo, «P. J.» alude al horrendo episodio de la toma del Palacio de Justicia. Este esquema cubre, más bien, el tiempo de los hechos y en el «2nd Draft» la narración habrá impuesto su propia lógica, más narrativa que cronológica.
A estas alturas de los manuscritos (I y II, transcripciones parciales y muchas notas y recortes de prensa), me doy cuenta de que si bien todas las explicaciones acerca del extenso proceso de escritura son verosímiles, incluso la misma dificultad de representar la tragedia colombiana, verdadero desafío a la inteligencia, resulta notable la nobleza del escritor que batalla con todo su oficio y su memoria cultural para encontrar una formulación que proyecte la novela en el porvenir de la lectura, incluso más allá de la conciencia de derrota y la cuota retórica de «el luto latinoamericano». En una situación paralela, Dante apeló a la teología para darle forma a lo que no tenía forma: el infierno. En efecto, el infierno es tal no porque hace mucho calor sino porque está desarticulado. Esto es, resulta impensable. Pero el sabio guía y la promesa del trayecto convierten el caos en lenguaje. No quiero sugerir que Colombia es más grande que el infierno y que Fuentes no acababa de meterla en un libro. Sino que consideró la apasionada fe en la razón que define a la gran crónica, capaz de ensayar lo excepcional para controlar un mundo feroz y adverso, hecho diálogo con el lector. Naturalmente, la crónica era entonces una forma del periodismo duradero, no del periódico de ayer. Alma Guillermoprieto había sido capaz de hacernos recorrer otro inferno hecho texto: la ciudad construida por la basura mexicana. Tomás Eloy Martínez, Carlos Monsiváis y Edgardo Rodríguez Juliá habían hecho otro tanto con la violencia política, la cultura del poder y la música popular. La agudeza intelectual de ese modelo de la crónica (tan lejos del testimonio sentimental que predomina en la crónica actual) podría haber sostenido una lectura veraz de los hechos en torno al conflicto colombiano. No dudo que otros no lo hayan intentado. Javier Cercas, desde la conflictividad perpetua de España, ha explorado las fronteras de una crono-novela. Y, entre los nuevos exploradores de mapas interactivos que hacen uso creativo de Google, Jorge Carrión ha hecho el mapa familiar de la subjetividad migratoria. Para Fuentes era la novela el género que podía asumir la historia no sólo en tanto lección verosímil, también como proyección verdadera. Pero no se trataba del género más conveniente para asumir la historia, sino del drama más íntimo de encontrar un registro de habla. Por ello, al final de estos trabajos de recuperación, he llegado a concluir que Fuentes buscó largamente a Pizarro en el lenguaje mismo.
Lo buscó, primero, en su memoria de Colombia, hecha verbo en algunos amigos cercanos y de largo impacto en su vida y obra: Jorge Gaitán, Gabriel García Márquez, Fernando Botero, Laura Restrepo, Belisario Betancur; luego, en su literatura, en su historia, en su política, en sus varios paralelos con México… Lo había buscado en la prensa internacional pero lo encontró más cercano en esas voces vivas, a las que se sumaron las de la familia de Pizarro. En un fax a García Márquez, Esther Morón le ofrece a Fuentes hablarle del Pizarro «que vino después, el que entendió y abrió el camino de la paz en 1989 y 1990, después del desierto que tuvimos que atravesar»; en otra carta, María José Pizarro, la hija menor de Carlos, le cuenta que cuando se anunciaba en los diarios que Fuentes escribía una novela sobre su padre, ella corría a las librerías a preguntar si ya había llegado. No dejaba de tener razón: la escritura misma de la novela era ya una novela sobre cómo escribir una novela honesta y colombiana. En el archivo encontré también un juicioso ensayo de Darío Villamizar H., «Carlos Pizarro, primer paso a la paz», que debe haberle confirmado la bondad intrínseca de su Aquiles.
Hasta que, novelista de raza al fin, Carlos Fuentes encontró a Carlos Pizarro en el lenguaje y pudo sentarse, como narrador, en la misma fila de asientos del último viaje del héroe. Y pudo hacerse testigo de su asesinato, reescribir la historia acompañando a su personaje herido y seguir los pasos (cosa terrible, dijo Vallejo) del niño que sería el asesino. Fuentes había encontrado, quiero decir, el lenguaje fraterno, y desde su sabiduría narrativa, largamente probada, y ahora puesta a prueba por el asombro trágico, gestaba, otra vez, una novela latinoamericana hospitalaria, donde la muerte no fuese un deporte nacional sino una lección de piedad.
Dos veces, en sus visitas a Providence, me habló Fuentes de la novela sobre Pizarro. La primera, fue su preocupación con el tema: le había prometido a Silvia, me confió, que no iría a Colombia sin terminar esa novela. La noticia de que estaba escribiéndola se había anunciado varias veces en la prensa y, después de todo, los asesinos de Pizarro andaban sueltos. Ver a Pizarro regresar a Colombia de la mano de Fuentes podría perturbar el sueño de algunos personajes. La segunda vez fue en torno a un problema técnico. No estaba seguro de dónde ubicar el asesinato de Pizarro, si al comienzo de la novela o al final de la historia. El asesinato era bien conocido, casi familiar, en Colombia y no cabía mantener al lector en suspenso con un desenlace sabido. Le recordé que Gabo había agotado las posibilidades al ubicar el asesinato de Santiago Nasar al comienzo, al medio y al final de su Crónica de una muerte anunciada. Después de esa proeza, un novelista quedaba libre de opciones, aunque no de refutaciones y hasta juicios civiles y políticos. Fuentes encontró una variante no menos diestra: hacerse testigo presencial del asesinato, y dejar para el final la muerte del joven sicario, liquidado en pleno vuelo por los guardaespaldas de Pizarro. En su zapato había dejado su lastimero testamento.
En 2004 Fuentes leyó un capítulo introductorio de la novela en el Festival Internacional de Roma, y leyó otro en la Feria Internacional del Libro de Guadalajara, en noviembre de 2007. Al año siguiente, volvió a proponerse un esquema más elaborado, lleno de información histórica. Al mismo tiempo, encargó una transcripción de las setenta páginas, que no llegó a revisar, y evidentemente decidido a terminar la novela, añadió numerosas referencias para incorporar secciones del segundo manuscrito, y hasta escribió a mano ciertas páginas para completar algunas de ellas. Dejó el libro así, sin revisar una última versión, incluso sin encargar una más limpia transcripción. De modo que para organizar el manuscrito final he debido seguir las indicaciones del autor sobre el traslado de secciones del manuscrito 1 al manuscrito 2, así como incorporar al cuerpo del relato algunas notas que dejó. Fuentes había titulado algunos capítulos, siguiendo el primer borrador, pero al recomponer el manuscrito final entendí que esa estrategia, que correspondía a una novela basada en frescos, linajes y personajes, había quedado superada por las revisiones, que numeraban los capítulos. Creí más sobrio seguir este ordenamiento, que relieva la continuidad narrativa del texto cronológico. En un momento dado, entre más dudas que alternativas, me di cuenta del drama textual del manuscrito: sus varias etapas eran sustituidas unas por otras sin acabar de definir un diseño final. Quizá, pensé, la forma quebrantada de la historia sólo podía ser ensamblada como una memoria y cedida como un tributo.
Cuando me tocó editar la novela abandonada de José Donoso Lagartija sin cola (se llamaba, en verdad, La cola de la lagartija, pero con Alfaguara decidimos cambiar el título para complacer a Luisa Valenzuela, quien tiene un libro, uno de sus mejores, con el mismo título), me encontré con unas páginas sueltas sobre la infancia de los personajes, que no cabían en la novela; lo obvio hubiera sido incluirlas como prólogo, pero decidí convertirlas en epílogo. En el caso de Aquiles o El guerrillero y el asesino, en cambio, la situación era mucho más compleja: cada capítulo era prologal y epilogal a la vez. Editando Rayuela para Archivos de la Literatura Latinoamericana, con Flor María Rodríguez Arenas, decidimos que los capitulillos que encontramos en el manuscrito y no entraron en la novela los incluiríamos como tales al final de ella. En cambio, al editar con Elena del Río Parra el manuscrito de «El Aleph» de Borges para el Colegio de México, pudimos transcribir en columna paralela todo lo que no llegó a entrar en el cuento o fue enmendado en el proceso (Beatriz y Carlos, por ejemplo, eran hermanos en el manuscrito y solucionaron el incesto al aparecer como primos en el cuento), y consignar, de paso, las muchas variantes y recomienzos. Si el manuscrito de Cortázar postula una Rayuela suplementaria, el de Borges sugiere que en la literatura la lectura del mundo es potencialmente ilimitada porque cada lector ve otro mundo.
En el manuscrito de Fuentes, en cambio, vemos el histórico dilema del escritor soportando el peso de su tiempo ardorosamente adverso, al comienzo de las reformulaciones nacionales, cuando la violencia es parte del debate por definir las diferencias y legitimar el poder. Quizá por ello desapareció el manuscrito de El matadero, la primera gran denuncia latinoamericana de la violencia del Estado ilegítimo. Su editor, Gutiérrez, nos dice que el cuento no se publicó en vida del dictador porque le hubiera costado la suya a Echeverría. También el manuscrito del Aquiles de Fuentes es un documento desfundacional de nuestras repúblicas de legitimidad alarmada: la historia de Pizarro es una parábola extrema de sacrificio y muerte, en la que se pierde la guerra para ganar la paz; y para que las elecciones sean legítimas. Se trata de la paradoja de lo postnacional sin nación. Con una guerrilla envejecida que no tiene hoy otro futuro que negociar no la paz sino la guerra, y con un narcotráfico que podría ser sustituido por una empresa multinacional más implacable aún, la refundación moderna de Colombia, que tuvo en Carlos Pizarro su breve fuego perpetuo, y su novela, que convierte ese sueño en trágico relato, son paralelas: la vida y la novela se alimentan de esa protesta esperanzada, y apuestan por un país imaginado como un territorio organizado por la Ley. Como postula el jurista Hernando Valencia: en un territorio de los Derechos Humanos. Aunque en los esquemas iniciales de la novela aparece un capítulo octavo sobre el trágico episodio de la toma del Palacio de Justicia, pronto el capítulo anunciado desaparece, y en unas notas el autor consigna: «M19 se extingue en pal. de Justicia. CP a Europa. 6 meses. ¿Cómo reconstruir M19? Personaje perdido. Opción: Resucitar cadáver… CP opta por la paz». Pero Fuentes no siguió esa opción, más bien rulfiana, y decidió eludir el drama; probablemente porque el episodio, bien conocido, habría tenido un peso histórico que excedía a los hechos narrados.
Quizá no sea casual, sino parte de la fábrica misma de estos trabajos, que al sumar, interpolar, transcribir y barajar secciones, me encontrara recomponiendo un rompecabezas; pero era un puzle que carecía de una imagen matriz, cuyas partes se supone que arman una figura. Un rompecabezas sin modelo para armar sugiere que Fuentes rehusó que sus capitulillos sumaran una pintura reconocible y nombrable. Después de todo, no llegó a leer, pluma en mano, el manuscrito de este libro. Pero supo, creo yo, que todo lector sería el editor de esa interpolación, más que mera suma, de secuencias; y que armaría, postulando su propio documento, una figura refundadora propia y distinta. Una pregunta por Colombia que incluye al lector ante un espejo restituido. Después de todo, como demostró Gabo, no hay colombiano indocumentado.
Providence, 16 de diciembre de 2015

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