domingo, 22 de noviembre de 2015

Roberto Bolaño. Los sinsabores del verdadero policía.


PRÓLOGO:
ENTRE EL ABISMO Y LA DESDICHA
Los sinsabores del verdadero policía es un proyecto que
se inició a finales de los años ochenta y que se prolongó
hasta la muerte del escritor. Lo que el lector tiene en sus
manos es la versión fidedigna y definitiva, fruto de cotejar
los textos mecanografiados y los localizados en su ordenador,
y que muestra la clara voluntad de Roberto Bolaño de
integrar esta novela en el conjunto de una obra en un continuo
proceso de gestación. Hay, además, varias referencias
epistolares a dicho proyecto. En una carta de 1995 comenta:
«Novela: desde hace años trabajo en una que se titula Los
Sinsabores del Verdadero Policía y que es MI NOVELA. El
protagonista es un viudo, 50 años, profesor universitario, hija
de 17, que se va a vivir a Santa Teresa, ciudad cercana a la
.frontera con los USA. Ochocientas mil páginas, un enredo demencial
que no hay quien lo entienda.» Lo singular de esta
novela, escrita a lo largo de tres lustros, es que incorpora
material de otras obras suyas, desde Llamadas telefónicas
hasta Los detectives salvajes y 2666, con la peculiaridad de
que si bien a varios personajes los encontramos de nuevo -especialmente
a Amalfitano, a su hija Rosa y a Arcimboldi-, las
variaciones son notables. Pertenecen al conjunto del mun-
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do novelesco de Bolaño y al mismo tiempo pertenecen por
derecho propio a esta novela.
Esto nos lleva a uno de sus rasgos más notables e inquietantes:
el carácter frágil, provisional, del desarrollo narrativo.
Si en la novela moderna se ha roto la barrera entre
ficción y realidad, entre invención y ensayo, la aportación
de Bolaño va por otro camino que encuentra tal vez su
modelo en Rayuela de Julio Cortázar. Los sinsabores del
verdadero policía, como 2666, es una novela inacabada,
pero no una novela incompleta, porque lo importante
para su autor no ha sido completarla sino desarrollarla. Y
esto nos lleva a una serie de replanteamientos. Hasta ahora
se había aceptado la ruptura de la linealidad (las digresiones,
los contrapuntos, la mezcla de géneros). La realidad
tal como se había venido entendiendo hasta el siglo XIX
dejaba de ser el punto de referencia, para acercarnos a una
escritura visionaria, onírica, delirante, fragmentaria, y hasta
se podría decir que provisional. En esta provisionalidad
está la clave de la aportación de Bolaño. Nos preguntamos
cuándo una novela empieza o no empieza a estar inacabada.
Mientras el autor la escribe, el final no puede ser lo
más importante y muchas veces ni siquiera está decidido
cuál va a ser. Lo que importa es la participación activa del
lector, simultánea al acto de la escritura. Bolaño lo ha dejado
bien claro a propósito del título: «El policía es el lector,
que busca en vano ordenar esta novela endemoniada.» Y
en el cuerpo mismo del libro se insiste en esta concepción
de una novela como una vida: somos -escribimos, leemos-
mientras vivimos y el único final es la muerte. Esta
conciencia de la muerte, de escribir como un acto de vida,
es parte de la biografía del escritor chileno, condenado a
una escritura a contrarreloj e ilimitada. En Los sinsabores
del verdadero policía hay varias referencias concretas a este
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fraccionamiento y a esta provisionalidad: «una característica
esencial de la obra del francés: si bien todas sus historias,
no importaba el estilo utilizado (en este aspecto Arcimboldi
era ecléctico y parecía seguir la máxima de De
Kooning: el estilo es un fraude), eran historias de misterio,
éstos únicamente se resolvían mediante fugas, en algunas
ocasiones mediante efusiones de sangre (reales o imaginarias)
seguidas de fugas interminables, como si los personajes
de Arcimboldi, acabado el libro, saltaran literalmente
de la última página y siguieran huyendo», fieles a este carácter
itinerante, de búsqueda muchas veces infructuosa y
de huida que marca la escritura de Bolaño. Por eso, los
alumnos de Amalfitano «comprendieron que un libro era
un laberinto y un desierto. Que lo más importante del
mundo era leer y viajar, tal vez la misma cosa, sin detenerse
nunca». Este carácter de provisionalidad da una enorme
libertad al escritor, que se permite los riesgos de sus contemporáneos
más audaces con los que explícitamente se
identifica; pero al mismo tiempo, por lo que hay de aventura
constante, sus textos mantienen la tensión tradicional.
Es decir, sus novelas no dejan nunca de ser novelas
como las hemos entendido siempre. Y la fracturación es la
que obliga al editor de sus obras inéditas a respetar el legado
de un escritor para quien toda novela es parte de la
gran novela siempre empezada y siempre en busca de un
final que se le presenta como una utopía.
Por lo que se refiere al título, también se presta a una
serie de reflexiones. Los sinsabores del verdadero policía es
sin duda el menos bolañano de sus títulos y sin embargo
queda claro, a partir de los textos mecanografiados y de
los conservados en el ordenador, que para Bolaño era el título
definitivo. Estamos ante lo que parece un título descriptivo,
largo, sin el ritmo a que nos tiene acostumbrados
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y sin la mínima provocación o extrañeza (¿qué puede significar
detectives salvajes o putas asesinas?). Y sin emhargo
encierra una clave en una escritura llena de claves, metáfora
que nos remite no sólo a Los detectives salvajes sino, sobre
todo, a otro tipo también poco bolañano, el de la novela
inacabada de Padilla, El dios de los homosexuales.
Ambos encierran una clave: ya he dicho que el verdadero
policía no es otro que el lector, condenado desde el principio
a los sinsabores de encontrar continuamente pistas falsas,
como el rey de los homosexuales no es otro que el
sida, una metáfora de la enfermedad que lleva fatalmente
a la muerte y que impide a Padilla terminar su novela.
De este modo, nos encontramos aquÍ con un «detective
» que es Amalfitano, el crítico, en torno al cual gira toda
la dimensión metaliteraria de la novela. Hay un policía
que es el lector. Y hay un verdadero protagonista que es
Padilla. Detective, lector/autor y heraldo de la muerte son
los que protagonizan una búsqueda que no tiene fin (que
no tiene un final). Esto nos obliga más que nunca a concentrarnos
en el desarrollo narrativo, lo que implica que
toda la tensión no está en el desenlace sino en lo que está
ocurriendo. No de otra forma leemos el Quijote, una novela
que se mantiene viva a pesar de su final, pues quien
muere no es el caballero andante sino el mediocre hidalgo.
Y, como en el Quijote -es decir, como en la mejor novela
contemporánea-, el fragmento tiene tanto valor como
la posible unidad que se le exige a la novela, con un añadido:
los fragmentos, las situaciones, las escenas, son unidades
cerradas que sin embargo se integran en una unidad
superior no necesariamente visible. Casi podría decirse que
volvemos al origen de la literatura, al cuento o, mejor dicho,
a una sucesión de cuentos que se apoyan los unos a
los otros. Por supuesto hay un hilo que une a Amalfitano,
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a su hija Rosa, a su amante Padilla, a la amante de éste,
Elisa, a Arcimboldi, a los Carrera, al singular poeta Pere
Girau; como quedan unidos, en otro contexto, Pancho
Monje, Pedro y Pablo Negrete o el chófer Gumaro. Y lo
mismo ocurre con los distintos espacios geográficos en los
que nos movemos, sean Chile, México -y, con México,
Santa Teresa y Sonora- o Barcelona, familiares a los lectores
de Bolaño. Hay incluso una relación muy fuerte entre
el principio y el final, entre la pasión por la literatura de
Padilla y el descubrimiento final de que Elisa es la muerte.
Pero lo que hace a la novela memorable no es su unidad
(que permite el creciente protagonismo de Padilla, víctima,
como Don Quijote, de la literatura y del amor, en este
caso el enfermizo amor de nuestros tiempos), sino las distintas
situaciones y lo que cada una de ellas sugiere.
N os movemos, como es propio de la narrativa contemporánea,
en el terreno de la violencia, de los desencuentros,
de la extrañeza, de la extravagancia, de la enfermedad,
de la sublime degradación. Se suceden las historias:
la de la azafata y el mango, la del sorche y su
confusión con la palabra kunst, la Cena Informal con los
patriotas italianos, la visita al numerólogo, el striptease comunicativo,
las cinco generaciones de María Expósito, el
muerto en el cuarto de los empleados o el texano y la exposición
de Larry Rivers. Hay una burla de la escuela porosina
del maestro Gabito, de los profesores de Rosa o,
proféticamente, de estos escritores frustrados como Jean
Machelard, que decide abandonar sus pretensiones literarias
y dedicarse a la carrera de otros escritores: «Se ve a sí
mismo como un médico en un leprosario de la India,
como un monje entregado a una causa superiof.» Y, supuestos
salvadores aparte, la literatura tiene, como la ha
tenido siempre en Bolaño desde La literatura nazi en Amé-
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rica, una presencia ambigua y definitiva, donde el homenaje
se suele confundir con la crítica que, por velada, puede
ser doblemente feroz además de hilarante. Es la ambigüedad
que vemos con Pablo Neruda en Nocturno de Chile o
con Octavio Paz en el Parque Hundido de Ciudad de
México en Los detectives salvajes. Pero determinados escritores,
aquí representados por los poetas bárbaros -los poetas
malditos de hoy, presentes ya en Estrella distante-, le interesan
especialmente por lo que tienen de poetas de la impureza,
muy cercana a la impureza que le interesa a Ricardo Piglia.
E impuros lo son asimismo todos sus personajes,
víctimas y testigos privilegiados de la violencia en todas sus
expresiones, que aquí alcanza su punto más alto en la sección
«Asesinos de Sonora», pero también en el dios de los
homosexuales, que es «el dios de los que siempre han perdido
», «el dios del Conde de Lautréamont y de Rimbaud». Y
están, por supuesto, las novelas de Arcimboldi, brillantemente
resumidas, la novela in acabada de Padilla o las cartas
que se escriben Amalfitano y Padilla. Más que metaliterario
podríamos decir intraliterario, puesto que todo forma parte
del desarrollo argumental.
Los sinsabores del verdadero policía tiene un especial interés
por su estrecha relación con el mejor Bolaño, por la
fertilidad de su invención, por su identificación con los
perdedores, por una ética que no necesita de principios
éticos, por la lúcida lectura que hace de autores cercanos a
él, por su radical independencia, por ofrecernos una novela
moderna que no pierde el placer de la narración, por la
implacable fidelidad a los lugares donde se ha educado y
donde se ha hecho como escritor, a un cosmopolitismo
que expresa una forma de ser y de vivir, a una entrega feliz
y desesperada a la creación, lejos de sus resonancias sociales.
Su escritura resulta siempre enormemente clara y sin
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embargo está escrita desde las zonas más oscuras (el sexo,
la violencia, el amor, el desarraigo, la soledad, las rupturas)
del ser humano: «Todo tan sencillo y terrible», porque
«la poesía verdadera vive entre el abismo y la desdicha
». Y no es casual que se sienta especialmente atraído
por los poetas: son ellos los que han dado a su prosa la capacidad
de expresar la ternura, la infelicidad y el desarraigo.
¿Cómo es posible que haya tanto humor en medio de
tanta desolación, tanta delicadeza en medio de tanta violencia?
Y es que en cada libro de Bolaño acabamos por encontrar,
como lo encontramos claramente aquí, al mejor
Bolaño. Un autor horrorizado por la violencia de nuestro
siglo, desde los nazis hasta los crímenes del norte de México,
que se identifica con los perdedores y que convierte su
obra en una autobiografía, lo que explica en gran parte la
mitificación de su figura, precisamente porque la gran ausencia
que representa su muerte se hace presencia a través
de unas páginas que culminan en 2666, porque allí parece
desarrollar y condensar todas sus experiencias como ser
humano y como escritor. En Los sinsabores del verdadero
policía volvemos a encontrar a este Bolaño que se nos ha
hecho tan familiar como imprescindible. No deja de ser
estremecedor que en las páginas de este libro encontremos
una extraordinaria vitalidad constantemente amenazada,
sin embargo, por la conciencia de la enfermedad física,
pero también por la enfermedad moral de una época. Vitalidad
y desolación son inseparables.
JUAN ANTONIO MASOLlVER R

Clarice Lispector. Cuentos reunidos.


Sinopsis


 «Los cuentos de Clarice Lispector aquí reunidos constituyen la parte más rica y variada de su obra, y revelan por completo el trazo incandescente que dejó la escritora brasileña en la literatura iberoamericana contemporánea. En todo cuanto escribió está la misma angustia existencial, similar búsqueda de la identidad femenina y, más adentro, de su condición de ser humano. En sus cuentos hay, ciertamente, el vuelo ensayístico, la fulguración poética, el golpe chato de la realidad cotidiana, la historia interrumpida que podría continuar, como la vida, más allá de la anécdota. Leer a Clarice es identificarse con ella, desnudar su palabra, compartir una sensualidad casi física, entrar en el cuerpo de una obra que vibra y chispea, traducir a nuestro propio horizonte cultural su haz de preguntas lanzadas al viento, saber que, más allá de las letras, del espacio y el tiempo, hubo alguien, una mujer, que estuvo cerca del corazón salvaje y nos dejó, en su escritura y definitivamente, su soplo de vida.» Miguel Cossío Woodward


  Traductor: Peri Rossi, Cristina
  ©1974, Lispector, Clarice
  ©2008, Siruela
  Colección: Libros del tiempo, 275
  ISBN: 9788498412475
  Generado con: QualityEbook v0.62

  Clarice Lispector

  CUENTOS REUNIDOS


  Prólogo de Miguel Cossío Woodward

  Traducciones del portugués de

  Cristina Peri Rossi, Juan García Gayó,

  Marcelo Cohen y Mario Morales


  © 1960, Laços de familia: Devaneio e embriaguez duma rapariga, Amor, Uma galinha, A imitaçao da rosa, Feliz aniversário, A menor mulher do mundo, O jantar, Preciosidade, Os laços de familia, Começos de uma fortuna, Mistério em São Cristóvão, O crime do professor de Matemática, O búfalo © 1964, A Legião Estrangeira: Os desastres de Sofia, A repartição dos pães, A mensagem, Macacos, O ovo e a galinha, Tentação, Viagem a Petrópolis, A solução, Evolução de uma miopia, A quinta historia, Uma amizade sincera, Os obedientes, A Legião Estrangeira © 1971, Felicidade clandestina: Felicidade clandestina, Miopia progressiva, Restos do Carnaval, O grande passeio, Come, meu filho, Perdoando Deus, Cem anos de perdão, Uma esperança, A criada, Menino a bico de pena, Uma historia de tanto amor, As águas do mundo, Encarnação involuntária, Duas historias a meu modo, O primeiro beijo © 1974, A Via Crucis do corpo: Miss Algrave, O corpo, Via Crucis, O homem que apareceu, Ele me bebeu, Por enquanto, Dia após dia, Ruido de passos, Antes da ponte Rio-Niterói, Praça Mauá, A língua do ‘p’, Melhor do que arder, Mais vai chover © 1974, Onde Estivestes de noite: A procura de uma dignidade, A partida do trem, Seco estudo de cavalos, Onde estivestes de noite, O relatório da coisa, O manifesto da cidade, As maniganças de Dona Frozina, É para lá que eu vou, O morto no mar da Urca, Silêncio, Esvaziamento, Uma tarde plena, Um caso complicado, Tanta mansidão, As águas do mar, Tempestade de almas, Vida ao natural © 1979, A Bela e a Fera: Historia interrompida, Gertrudes pede um conselho, Obsessão, O delirio, A fuga, Mais dois bêbedos, Um dia a menos, A bela e a fera ou a ferida grande demais
De Clarice


  Érase una vez



  Los cuentos de Clarice Lispector aquí reunidos constituyen la parte más rica y variada de su obra, y revelan por completo el trazo incandescente que dejó la escritora brasileña en la literatura iberoamericana contemporánea. Debe advertirse, sin embargo, que no están completos. No lo están debido a que Clarice no los reunió por sí misma, y porque tampoco tuvo tiempo —acaso interés— para organizar la compilación de los numerosos textos en los que imprimió la huella de su sensitiva visión del mundo. Desde muy temprano y a lo largo de los años, escribió unos textos poco ortodoxos que no contaban historias felices de hadas y príncipes, sino sensaciones intensas en atmósferas cotidianas, impresiones fulminantes de la realidad, trozos de vida, ardientes como carbones. Pero sus primeros relatos nunca se publicaron y muchos probablemente se perdieron en la aventura del tiempo, mientras otros andan quizás dispersos todavía en periódicos y revistas, o en ese lugar reservado que ella justamente bautizó como «fondo de gaveta», amorosamente rescatados en Para no olvidar, Crónicas y otros textos (Siruela, 2007). No están completos estos Cuentos reunidos, además, porque en su caso no es posible deslindar con precisión la arbitraria frontera que separa los géneros literarios: lo que para algunos caería en el campo de la prosa poética, o del ensayo, el artículo, la autobiografía, o la crónica periodística, para otros se apegaría más a una amplia y válida definición del término cuento.
  En mi opinión, la obra toda de Clarice es de una admirable unidad y coherencia, desde lo primero que publicó, hasta lo que se ha editado póstumamente. El texto, de cualquier género, es siempre para ella pretexto y pretexto que le permite indagar en el proteico universo de las sensaciones. Su literatura es antesala y motivo de encuentro consigo misma y con la alteridad; es imagen y posibilidad de diálogo con el enigma recóndito del otro extraño e inaccesible y, quizás, con el misterio sin nombre que se ignora e intuye. En todo cuanto escribió está la misma angustia existencial, similar búsqueda de la identidad femenina y, más adentro, de su condición de ser humano. En sus cuentos hay, ciertamente, el vuelo ensayístico, la fulguración poética, el golpe chato de la realidad cotidiana, la historia interrumpida que podría continuar, como la vida, más allá de la anécdota. Pero éstas son igualmente las marcas profundas de sus novelas, que se detienen en la visión sorprendida de un momento o una situación aparentemente sencilla, donde se desencadenan en tropel las voces de una fuga infinita. Son asimismo el trasfondo de sus crónicas, libremente inscritas en el canon periodístico, que dejan flotando una interrogación no dicha sobre un algo escondido, apenas entrevisto, detrás de lo circunstancial. Son, en uno y otro caso, signos y manifestaciones no sólo de un estilo, de una voluntad artística, sino fundamentalmente y por encima de todo, de un único impulso creativo, de una pasión, de una vida que se cuenta y encuentra.
  Leer a Clarice es, por lo tanto, identificarse con ella, con el ser pleno detrás de la autora. Desnudar su palabra, compartir una sensualidad casi física, entrar en el cuerpo de una obra que vibra y chispea, algo así como hacer el amor, que es deseo, sexo y deceso. Traducir a nuestro propio horizonte cultural su haz de preguntas lanzadas al viento; entender su necesidad de entendernos; hablar en silencio, aunque haya palabras; saber que, más allá de las letras, del espacio y el tiempo, hubo alguien, una mujer, que estuvo cerca del corazón salvaje y nos dejó, en su escritura y definitivamente, su soplo de vida. ¿Y quién fue, en su realidad, Clarice Lispector?
  Origen y destino



  Nació en Ucrania, pero no se consideró ucraniana y nunca pisó la tierra donde vino al mundo. En 1920 la familia judía Lispector, en medio de la guerra civil y el desasosiego desatados por la revolución bolchevique de 1917, huyendo de los pogroms, la violencia y el hambre, decidió emigrar a América. En su penoso y largo recorrido por la estepa, la pequeña comitiva tuvo que detenerse en Tchetchelnik —una aldea perdida que, de tan pequeña, no figuraba en el mapa—, para el nacimiento el 10 de diciembre de 1920 de una niña a quien llamaron Haía, nombre hebraico que significa vida y fonéticamente se acerca a «clara», Clarice. Mientras tanto, acaso por una de esas misteriosas casualidades de la historia, por aquellas mismas tierras otro judío, Isaak Bábel, estaba enrolado en el Primer Ejército de Caballería y, a lomos de caballo, escribía los primeros borradores de su famosa Caballería roja. ¿Qué une y a la vez separa a dos escritores de origen similar, tan extraordinarios y dispares, coincidentes por un instante en el ojo del huracán?, me pregunto al contemplar la foto de una tropa de cosacos que, en el duro camino del éxodo, le robaron a los Lispector los pocos bienes que llevaban.
  La familia llegó a Maceió, Brasil, en 1922, y más tarde se trasladó a Recife. De modo que Clarice pudo afirmar, con cierto orgullo, que ella era nordestina, de esa región que describe crudamente Graciliano Ramos en Vidas secas y de la que luego procede, ausente de cualidades, la Macabea que nuestra autora retrató en La hora de la estrella. En el hogar de los Lispector se respetaban las reglas de la Torah y las enseñanzas del Antiguo Testamento, pero ella nunca se refirió a su religión, aunque en el trasfondo de sus textos se percibe la huella mística de la cábala. El padre hablaba y leía yiddish, pero la lengua materna de Clarice, en la que amó y escribió, fue el portugués del Brasil. Desde la infancia y la adolescencia, su vocación fue la literatura, aunque escogió y cursó la carrera de derecho, que después no ejerció. En 1935 se trasladó a Río de Janeiro, donde a la par de los estudios leyó todo cuanto cayó en sus manos, como la edición brasileña de El lobo estepario, de Hermann Hesse, una obra que probablemente influyó en el descubrimiento de la ruta interior que también recorrería: «después de este libro adquirí confianza de aquello que debería ser, cómo quería ser y lo que debería hacer...». A los veintitrés años publicó su primera novela, Cerca del corazón salvaje, reconocida de inmediato por la crítica; pero Clarice nunca aspiró al éxito ni a la gloria efímera. Casi toda su obra se afinca en los ambientes y en las ciudades brasileñas, particularmente en Río de Janeiro, aunque vivió mucho tiempo en el extranjero con su esposo, un diplomático brasileño. Una parte importante de su vida transcurrió en la Europa de la posguerra y en los Estados Unidos de los años cincuenta del siglo XX, pero estuvo siempre enferma de nostalgia, pendiente del Brasil, donde cultivó con amor su raíz verdadera. Fue escritora de pura cepa, de pies a cabeza, de cuerpo y alma entera, no obstante lo cual se autodefinía como una mujer sencilla que se dedicaba a cuidar y educar a sus hijos. A su muerte, ocurrida en 1977, cuando iba a cumplir cincuenta y siete años, dejó una importante obra que es actualmente objeto de admiración, de estudio y hasta de merecido culto.
  Y uno se pregunta hasta dónde habría llegado, todavía más lejos, esa mujer que al final quería hacer literatura sin literatura, que rompió las rígidas formas para cifrar, como en un clavicordio, el signo musical de sus pulsaciones.
  Todo en ella es contrapunto, combinación simultánea de fuentes diversas que, no obstante, le dan a su obra y su vida una textura uniforme de persona y autora excepcional. Como se dijo, vino a América recién nacida, en la dura circunstancia de la emigración judía, y fue siempre un pájaro errante en busca perenne de su mundo interior. Se casó y tuvo dos hijos de un matrimonio que duró los casi dieciséis años de su estancia en el extranjero, pero tal vez el amor para ella fue también destierro, soledad en el acompañamiento, distancia en la cercanía, al igual que la Joana de su primera novela. Exiliada de sí misma, sobrellevó la rutina de la vida diplomática, con su carga de fingimientos, cenas de compromiso y sonrisas forzadas, mientras su yo creador, preso de angustia, se empeñaba en transgredir la palabra elegante y el falso discurso de mujer pasiva. Conoció y fue amiga de las grandes figuras de la moderna literatura brasileña, entre ellas poetas como Manuel Bandeira, Carlos Drummond de Andrade y João Cabral de Melo Neto, pero su obra no siguió corriente alguna, ni tuvo más bandera que la suya, como la flor extraña que de repente brota y perfuma el ambiente. Parejamente a João Guimaráes Rosa, aunque en otra dirección, renovó la literatura brasileña, abriendo fronteras a la indagación filosófica, al retrato psicológico y al problema de ser en el tiempo y el mundo, más allá del relato sobre el suceso y el dibujo puntual de paisaje y costumbres. Y no cesó de explorar los caminos posibles de la creación literaria, como si quisiera desarmar hasta la última pieza de su propio artificio de palabras hecho, para encontrar, bajo el texto, la cuerda que impulsa la flecha de Eros y la disciplina de Tanatos.
  Confluencias



  Desde que en 1943 apareció la primera obra de Clarice Lispector, escrita con anterioridad, cuando sólo tenía diecisiete años, la crítica quiso encontrarle influencias, modelos, patrones que explicaran el surgimiento de esa luminosa sorpresa en el escenario de las letras brasileñas. Enseguida se refirieron a James Joyce, partiendo de la relación entre el título de su novela, Cerca del corazón salvaje, y una frase del célebre escritor irlandés. En realidad, según declaró la propia Clarice, le había dicho a su amigo Lúcio Cardoso «que respiraría mejor si él le escribiese una frase» del Retrato del artista adolescente, como epígrafe y título de su libro. Pero ella, según dijo, no había leído antes a Joyce, ni a otros importantes autores con los que la identificaron. De modo que, aceptando la afirmación de la escritora, aquí nos encontramos con la magia del arte y la literatura, que produce a veces arcanos encuentros, coincidencias que trascienden el espacio, la lengua y el tiempo; convergencias de voces diferentes en marcha subterránea hacia similares expresiones de voluntad creadora. La muy joven Clarice, a través de su personaje Joana, habría podido escribir también las últimas palabras de Stephen: «Salgo a buscar por millonésima vez la realidad de la experiencia y a forjar en la fragua de mi espíritu la conciencia increada de mi raza».
  Hay, en efecto, una consonancia literaria de Clarice con Joyce, en especial con el Retrato... y, en algunos casos, con los recursos poéticos y la epifanía de sus narraciones en Dublineses. Pero, en lugar de influencias, que nadie rechaza y mucho menos cuando llevan el nombre sagrado de Joyce, habría que hablar también de confluencias de visiones artísticas, como ocurre con esas partículas que, según la física moderna, se comunican y atraen aún a grandes distancias, vulnerando las leyes que la ciencia inventó. La esencia del arte, pensaba Heidegger, está en la verdad del ser y en su revelación en la obra bella. Clarice, como Joyce, se propuso desentrañar dicha verdad, alumbrarla, hacerla patente e instalarla en la escritura, en la obra que sería su auténtica realización personal y donde nosotros, lectores, tenemos la posibilidad de una operación inversa, pero asimismo esclarecedora de nuestra esencia humana. Por otra parte, ¿no es maravilloso hallar un eco joyceano en un texto de Clarice, como quien descubre el rastro de una melodía familiar en el primer movimiento de una sinfonía? El lector registra e integra diversas experiencias estéticas y no faltará quien, en sentido contrario, lea primero un texto de la autora brasileña y crea encontrarla después en alguno de Joyce.
  También se le adjudicó la influencia de Virginia Woolf, pero a Clarice no le gustó la comparación que, de nuevo, presenta interesantes puntos de coincidencia, así como aspectos donde divergen. Ambas son autoras que exploran y escriben desde la identidad femenina, mostrando la complejidad psicológica, la profunda sensibilidad y la finísima percepción de la circunstancia que posee el «segundo sexo» del que habló Simone de Beauvoir. Hay en ellas, sin embargo, matices distintos y experiencias artísticas y vitales diversas que, probablemente, quiso subrayar nuestra escritora. Así, el feminismo militante de la Woolf tiene en Clarice una expresión más objetiva y ponderada, en la línea del actual post-feminismo. Es cierto que en la brasileña podemos sentir resonancias, por ejemplo, de la woolfiana Mrs. Dalloway, pero las muchachas y mujeres de Clarice están encuadradas en otra realidad, tienen vivencias diferentes y buscan su definición personal en un contexto propio. Lo importante, sin embargo, es comprobar que su obra es cada vez más reconocida a nivel internacional, al extremo de colocarla en sintonía con la de Virginia Woolf, en el concierto de relevantes mujeres que, con la literatura y el arte, empezaron a cambiar una visión maniquea de la especie humana en la que un género impone sus paradigmas al otro. Clarice Lispector, desde su realidad brasileña, tercermundista e iberoamericana, habla de un yo femenino en el universo de seres humanos que están condenados a la soledad de sí mismos y necesitan mirarse, escucharse y hablarse los unos a las otras, y entre ellos y ellas, para comprender finalmente cuanto son en verdad, simples seres humanos, macho y hembra a un tiempo, como Dios los creó.
  Hay lecturas, desde luego, que influyen y dejan su huella, evidente o velada, en la creación clariceana. Ella leyó, entre otros, a Machado de Assis, el primer escritor universal del Brasil, y a Monteiro Lobato, fundador allí de la literatura para niños; también a Dostoievski, con esa insuperable penetración psicológica sobre el crimen y el castigo, la culpa y el dolor. Conoció a la Emma Bovary que Flaubert pintó con los colores del pesimismo y el amor a la verdad, siempre dura y transgresora. Con el primer dinero que ganó trabajando, compró la edición brasileña de Felicidad, de Katherine Mansfield, con quien se identificó plenamente, una admiración que confirmó, estando en Roma, a su amigo Lúcio Cardoso tras leer la edición italiana de las Cartas de la autora neozalandesa. Reconoció también su aprecio por Julien Green, en cuyas obras predominan escenarios sombríos, donde la Gracia divina no suele evitar trágicos desenlaces. A pesar de todo, en alguna ocasión dijo no tener una amplia formación literaria, tal vez confundiendo la vastedad con la intensidad de las lecturas y su reelaboración individual. Bastó quizás un chispazo de Machado, de Dostoievski, Hesse o Mansfield, para despertar el tigre interior, de esoterismo y amor, al que cantó William Blake. ¿Qué forma, en verdad, a una escritora como Clarice Lispector? No basta con hurgar en su entorno y desarrollo individual, ni en sus posibles influencias, ni en sus lecturas declaradas, ni en las circunstancias históricas o personales. El genio, como ella lo fue, está en y tiene eso, pero además fluye, busca una realización independiente en cuyo proceso se encuentra, confluye, con quienes ayer y hoy, y también mañana, persiguen el imposible de la realización humana. De todo se nutre el escritor y todo lo reelabora y renueva en sí mismo y en su obra. Como decía Unamuno, don Quijote y Sancho no son exclusivos de Cervantes, «ni de ningún soñador que los sueñe, sino que cada uno los hace revivir».
  Lazos abiertos



  El primer libro de cuentos de Clarice Lispector se llamó Alguns contos y fue publicado en 1952 por el Servicio de Documentación, del Ministerio de Educación y Salud, en tirada limitada y de escasa divulgación. Estaba formado por seis aparentemente modestos relatos que, sin embargo, le han dado la vuelta al mundo y son piezas claves para la interpretación del conjunto de su obra. En esos textos de diversa extensión la autora presenta anécdotas sencillas de la vida cotidiana, como miniaturas hechas sobre papel vitela transparente para iluminar un códice que debemos descifrar. Bajo la simplicidad de los acontecimientos narrados, se advierte la tensión secreta de los personajes, que parecen aceptar pasivamente el curso de la realidad familiar, mientras tratan de impedir el vuelo fastidioso de una mosca interior y el inquietante temblor de una flama secreta. Tras una narración fluida, con una secuencia ordenada, se percibe la sombra refrenada del caos que puede desequilibrar las costumbres y las perspectivas mediocres de las personas comunes y corrientes. En el fondo, Clarice desdramatiza para dramatizar sus historias; soslaya al héroe o la heroína tradicional, para mostrar la heroicidad de existir, a secas; reduce la acción, para resaltar la pasión; detiene el tiempo y concentra el instante, que es efímero y eterno a la vez. Nádia Batella Gotlib, su biógrafa, apunta que en ese mismo año Clarice reinició su colaboración en la prensa, con una página titulada «Entre mujeres», en el periódico Comido, bajo el pseudónimo de Teresa Quadros. Ahí publicó, en agosto, una «receta para matar cucarachas», que sería tal vez el embrión de uno de sus cuentos y, quizás, ¿por qué no?, de su famosa novela La pasión según G. H. Del artículo o la crónica al cuento, y de ahí a la novela, y de todo ello a la indagación existencial, cucarachas y seres en universos paralelos.
  En 1960 Clarice publicó Lazos de familia, su segundo libro de cuentos que, como su nombre indica, profundiza y amplía el ya explorado tema de la vida familiar, pero va más allá. En ese volumen se incluyen los seis relatos antes publicados en libro, agregándose otros siete para un simbólico total de trece con los que definitivamente se consagra como narradora. Aquí, como en otros puntos, no se debe pasar por alto el significado cabalístico de un número o una referencia lispectoriana, directa o indirecta, que se nutre y repercute, mejor aún reinventa, su trascendencia sobre lo narrado. Lazos de familia es, como bien se lo dijo Érico Veríssimo, «la más importante colección de historias publicadas en este país [Brasil] en la era posmachadiana». A lo que podría agregarse, sin exagerar, que es la más relevante en el ámbito de lo que Martí llamó nuestra América, al menos en esa década de los sesenta y más adelante, cuando, a pesar de la presencia de notables escritoras, era todavía limitado el reconocimiento al lugar y papel de la mujer en la sociedad, y en los momentos en que comenzaba a fraguar el empuje radical del movimiento feminista en Estados Unidos y otros países. Con su obra, Clarice Lispector se colocó no sólo a la vanguardia de una renovación general en la literatura hecha en esta parte del mundo, sino también con respecto al problema último de la mujer, es decir, el problema de la diferencia que confirma la unicidad compartida del ser humano.
  Estos Lazos... no siempre son de familia, pero en ellos se destaca el tema de la mujer que es madre y esposa, en sus relaciones sutilmente peligrosas con parientes y amigos, pero sobre todo consigo misma, en una especie de serena evaluación de la forma en que se manifiestan y operan dichas relaciones. Un ejemplo brillante es el cuento «Amor», donde se desmitifica primero la idea del matrimonio perfecto, dedicado a cumplir la sagrada función de crecer y reproducirse, con hijos sanos y atisbos de falsa dicha. Clarice reafirma la crítica al papel asignado al ama de casa, sujeta a un mecanismo familiar que la cosifica y despoja de proyección fuera del círculo estrecho y de los invisibles lazos que la asfixian y matan. Y no se queda ahí, le da otra vuelta a la tuerca, penetra en los pensamientos y las sensaciones de Ana, la mujer que sabe todo eso y, sin embargo, valora su situación y es capaz de manejarla con una clarividencia que el hombre, su marido, ni siquiera sospecha: ... Por caminos torcidos había venido a caer en un destino de mujer, con la sorpresa de caber en él como si ella lo hubiera inventado. El hombre con el que se casó era un hombre de verdad, los hijos que habían tenido eran hijos de verdad. Su juventud anterior le parecía tan extraña como una enfermedad de vida. Había emergido de ella muy pronto para descubrir que también sin felicidad se vivía: aboliéndola, había encontrado una legión de personas, antes invisibles, que vivían como quien trabaja con persistencia, continuidad, alegría...

Esa mujer de Clarice no es un personaje atrofiado, abúlico, irremediablemente alienado de su propia naturaleza. Ana tiene que tomar precauciones, «cuidarse en la hora peligrosa de la tarde», sofocar la ternura del espanto, controlar su corazón y alimentar anónimamente la vida. La pueden asaltar sentimientos extraños, una oscura ansiedad por lanzarse al vacío, a ese pozo sin fondo de ser en la nada, solitaria y final. Así, busca siempre tener las manos ocupadas, ir al mercado, hacer la compra y regresar al hogar con un bolso de huevos, en tortuoso tranvía. Y es aquí donde la escritora le da otro giro a la historia: en una parada Ana ve a un ciego masticando chicle, una escena que le resulta inquietante. Ella mira y el ciego no la ve; ella quiere comunicarse, al menos visualmente, pero el Otro ni siquiera se da cuenta de su intención, y esa ignorancia es insulto, rechazo; ella quiere otorgarle simpatía, amor, pero el invidente no está atento, se distrae en rumiar su ausencia. El problema, pues, no radica solamente en la condición social de la mujer, o en la estructura de la vida familiar. Hay algo más abajo, un asunto mucho más difícil de resolver, la incomunicación humana.
  Lo extraordinario de Clarice es que, después de plantearnos problemas y puntos de vista tan fuertes y decisivos, cuando parece difícil —por no decir imposible— agregar algo más, ella continúa excavando, como una espiral invertida, para sacar a la luz la complejidad de ser. Es lo que ocurre también en «Amor». Sin darse cuenta, Ana llega al Jardín Botánico, aquí una metáfora del perdido Jardín donde florece el Bien y en silencio trabaja la raíz del Mal. Sentada en una banca del Jardín siente, como en un sueño, la náusea y la iluminación de la naturaleza y el mundo, una experiencia típica de los personajes clariceanos. Percibe la actividad callada de la vegetación, la fina estatura de las palmeras salvajes, la vibración del reino de los insectos, el rumor de la brisa entre las flores y, sumergida en un éxtasis, pasa una prueba similar a la mística vía unitiva de identificación con Dios, y tiene miedo del Infierno. Clarice Lispector, sin mucho aparato, ha llevado a esta mujer sencilla, con su bolsa de huevos rotos y pegajosa sustancia, a un momento excepcional del espíritu, a la noche oscura de Juan de la Cruz, «con ansias en amores inflamada, / ¡oh dichosa ventura!, / salí sin ser notada, / estando ya mi casa sosegada».
  De repente, Ana recuerda a los niños y regresa corriendo al hogar. Abraza al hijo que la recibe, se protege, «porque la vida era peligrosa» (eso dice también el Riobaldo de Guimaráes Rosa), y ama con repugnancia el mundo que recupera. Prepara la cena, recibe al marido, come en familia y, después, se peina frente al espejo. Ha vuelto a su vida normal, terminó «el vértigo de la bondad» y, «Antes de acostarse, como si apagara una vela, sopló la pequeña llama del día». Clarice cierra el círculo de la historia. Mañana será otro día, que también tendrá su pequeña flama, su luz efímera bajo la cual, sin embargo, se podrá vislumbrar lo Prohibido. La mujer sin atributos, aparentemente ordinaria, vacía o domesticada, es capaz de mitigar el fuego fatuo de las circunstancias, y de encender otra vez el ritmo de la vida, un día tras otro día.
  Este cuento paradigmático muestra los trazos principales de la estrategia narrativa de la escritora brasileña, los mismos que, con necesarias variantes, podemos apreciar en el resto de su obra. Primero, hay una estampa casi objetiva de la situación del personaje: la muchacha ligeramente embriagada; Laura que imita la rosa; Preciosidad de quince años; Arturo al comienzo de su fortuna; el profesor con su saco al hombro, y los demás. Después, la indagación en la conciencia de sí, que a veces se oculta bajo una apariencia plana. En seguida, el afán de comunicarse con los otros y la abrupta constatación de su imposibilidad. Luego, la revelación instantánea, el darse cuenta, la epifanía fulminante, a partir de lo cual se puede, finalmente, regresar a la normalidad, asumir la tragedia de seguir viviendo en otra noche cualquiera de mayo, un somnoliento domingo en San Cristovão. Y casi todo enredado en unos lazos familiares que parecen unir y sin embargo impiden la expresión genuina de las ilusiones y sentimientos de esos seres congregados por la biología y la norma social.
  Felicidad narrativa



  En 1964 Clarice publicó La Legión Extranjera, un heterodoxo libro que reúne, otra vez, trece cuentos en el sentido tradicional de la palabra, así como una segunda parte con escritos más propiamente ubicados en el género de la crónica. En esta poco convencional agrupación se podría encontrar una intención transgresora, implícita en muchos de los textos de una u otra sección del libro, que ilustra una poética, una concepción de la literatura como vehículo verbal de imágenes, sentimientos e ideas, independientemente de las reglas formales de su manifestación. Para Clarice Lispector la creación literaria no es solamente arte, técnica, y tampoco se limita a la creación misma: es el sentido que anima y explica a la palabra, como propondría Ricoeur; es la esencia del acto, que se manifiesta unas veces como testimonio, otras en el magnesio de la poesía, y aún otras más en todas las formas posibles de la simbolización escrita. No es ahora cuento, allá crónica, después novela y aquí tragedia, sino todo eso revuelto, como la experiencia misma, y todo eso reconvertido a su expresión más ambigua, donde cabe lo cierto, lo específico y duro, junto a lo nunca concreto, lo imaginado, irreal.
  El cuento que cierra la primera parte del volumen presenta otra vertiente de la obra de Clarice, al narrar prácticamente dos historias distintas, aunque conectadas, desde un mismo punto de vista. Ante todo, es conveniente subrayar la importancia que la autora le da a los nombres, o a su ausencia, tanto en los textos y libros como de los personajes, lugares y cosas. Hay en ello un toque esotérico, en la línea de la tradición judía, que podemos encontrar aquí en la Sofía de los desastres; la anónima muchacha del mensaje; la Margarita que llevan a Petrópolis, y así sucesivamente. En consecuencia, ¿por qué el cuento, este libro todo, se llama La Legión Extranjera, apelativo propio de la conocida unidad de combate francesa? Se podría especular en torno a la evacuación del cuartel general de dichas tropas, en 1962, lo que simbólicamente ocurre con la niña Ofelia, que al cabo se retira del departamento. Pero las palabras también pueden retomar el asunto de la diferencia, el tema de los Otros, que son legión y, en su distanciamiento, extranjeros. Los padres de Ofelia, y la misma niña, son trigueños, acaso indios, y la madre rechaza a la narradora del cuento. No hay comunicación posible, salvo por medio de la pequeña —que finalmente se marcha a cumplir su destino de princesa en medio del desierto— y de un frágil pollito, a quien la mano infantil mató por amor.
  El polluelo forma parte del zoológico emblemático, y asimismo real, que puebla la cuentística de la escritora brasileña, por donde corren las gallinas, saltan los macacos, relinchan caballos y nos miran los ojos de odio y amor del búfalo salvaje, hablándonos quizás de ese otro en lo otro, pero igualmente existente, que es el mundo animal, Ya en Lazos de familia había «Una gallina», simpático cuento en que el ave «de domingo» se escapa de su destino alimentario volando por el muro de la terraza y los tejados vecinos, hasta que el dueño de la casa la alcanza y la regresa al piso de la cocina, vencida para el almuerzo. Entonces, «de puros nervios, la gallina puso un huevo», un acto sorpresivo e involuntario mediante el cual logra el perdón familiar y se transforma en la reina de la casa. El breve relato es toda una alegoría de la condición femenina, la maternidad, la libertad y la salvación por medio de la creación, temas que reaparecen bajo una óptica más oscura, casi como en un ensayo de filosofía ocultista, en «El huevo y la gallina». Pero no es el único «bicho» en las historias de Clarice. Están también el perro abandonado por «el profesor de matemáticas»; la mona Lisette, de «Macacos»; las cucarachas de «La quinta historia» (y en su ya citada novela La pasión según G. H.); el «Seco estudio de caballos»; el saguino o monito de «Una tarde plena»; las vacas en «Viacrucis», y otros. En su variedad, ellos son evidencias de la inquieta mirada de la escritora que, para humanizar, se dirige también a lo no humano; a fin de indagar sobre la engañosa inteligencia, presenta el contraste de lo supuestamente irracional; junto a la dificultad de la comunicación humana, retrata la incapacidad para comprender otras formas de vida; fuera de la palabra y el habla, encuentra el sonido inaccesible, la mudez, silencio.
  Clarice y sus personajes también buscan la felicidad, ese estado del ánimo que se complace en la posesión de un bien, la satisfacción en medio de las frustraciones que a diario impone la realidad mezquina. Pero ella no habla de la felicidad platónica en la virtud, o de la beatitud del sabio, sino más bien de aquella que procede de la vida misma, según Plotino, y se realiza en la propia persona, en este caso como un placer secreto, clandestino, que sólo reconoce quien lo disfruta. A partir de un episodio de su infancia, Clarice cuenta en «Felicidad clandestina» su encuentro con «esa cosa» que le produciría «un éxtasis purísimo» y sería para siempre «su amante»: un libro. En la realidad, se trató de un texto de Monteiro Lobato al que más tarde se agregaría Bliss de la Mansfield como pieza fundamental para su formación artística, un libro que contenía frases tan diferentes que me quedé leyendo, presa, allí mismo. Emocionada, yo pensaba: ¡pero ese libro soy yo! Sólo después vine a saber que la autora era considerada uno de los mejores escritores de su época: Katherine Mansfield.

El cuento, que en su primera versión se llamó «Tortura y gloria», es también un pequeño homenaje a la célebre escritora neozelandesa. Aunque son dos historias totalmente distintas, el placer estético que experimenta la Bertha de Mansfield al contemplar desde su ventana un peral en pleno florecimiento, es igualmente íntimo, imposible de compartir. Así lo comprende, en otro contexto, la Clarice narradora que, al sentarse sobre la hamaca y balancearse con el libro abierto sobre el regazo, se convierte «en una mujer con su amante». Hermosa metáfora del acto de leer que es, como dice Gloria Prado, «hacer el amor con el texto», una cópula que Clarice Lispector va a sostener, infinita, ardiente y libremente, con el ser genérico que está hecho, vive y perdura en las palabras.
  De cuerpo entero



  A lo largo prácticamente de toda su obra se puede apreciar el juego constante de Clarice con lo que Georges Bataille definió como las tres formas del erotismo: el de los cuerpos; el de los corazones, y el sagrado, que en ella aparecen unas veces mezclados, como en «La mujer más pequeña del mundo», y otras centrados en una experiencia casi mística, como en «Las aguas del mar», que por cierto es un fragmento de su novela Aprendizaje o El libro de los placeres. El «erotismo de los cuerpos» se manifiesta más directamente en su libro de cuentos El viacrucis del cuerpo, publicado en 1974, el mismo año de otro volumen, Dónde estuviste de noche, también conocido como Silencio. Allí, Clarice se siente obligada a introducir una «explicación» acerca del origen de los relatos, hechos a petición de su editor, y varios de los cuales escribió un Día de las Madres, algo que la inquietaba: «no quería que mis hijos (los) leyesen porque me daría vergüenza».
  El viacrucis del cuerpo es un libro compuesto, de nuevo, por trece historias, un volumen precedido por epígrafes que muestran dos vertientes fundamentales en la narrativa clariceana. Se trata, por una parte, de las referencias bíblicas, en este caso explícitas pero que están impresas de diversas maneras en toda su obra, ya sea como alusión al Antiguo o el Nuevo Testamento, o en la marca indeleble de su escritura, donde encontramos, entre otros recursos, la feliz reelaboración de la advocación lírica, el tono reflexivo y sentencioso, y la reiteración de las voces que elevan la experiencia humana, como humo de incienso, a un sentido más alto, de mayor trascendencia. En ese mismo contexto, Clarice introduce dos citas de su propia mano, transgrediendo y al mismo tiempo integrando las letras divinas a su mundo de ficción y lenguaje coloquial: Yo, que entiendo el cuerpo. Y sus crueles exigencias. Siempre conocí el cuerpo. Su torbellino atolondrante. El cuerpo grave. (Personaje mío todavía sin nombre.)

Y para cerrar, otro epígrafe cuya fuente Clarice explica así: «No sé de quién es». A tres años de su lamentable deceso, la escritora ya había subvertido hasta la cita ortodoxa. Pero no sólo eso. Hay en este libro de madurez artística una ruptura general con las convenciones sociales, un corte con las formas aceptadas de las relaciones amorosas y sexuales; con la técnica narrativa (ahora más apegada a la concisión periodística) y la compartimentación de los géneros, en una interesante evolución hacia el plano fantástico. Por ejemplo, en «Miss Algrave» que, a diferencia de otros textos, se desarrolla en Londres, donde esta señorita, «soltera, y claro, virgen, es claro. Vivía en un cobertizo en Soho...». Cuando pasaba por Picadilly Centre y veía a las mujeres esperando a los hombres, sólo le faltaba vomitar. A ella nunca le habían tocado los senos. Se bañaba todos los sábados, sin mirarse el cuerpo desnudo, hasta que una noche entró por la ventana un ente fantástico, venido de Saturno, y despertó su sexualidad. Descubrió que «Ser mujer era una cosa soberbia. Sólo quien era mujer lo sabía». Y ya no pudo, ni quiso controlar el deseo; renunció al empleo burocrático, se hizo prostituta y comenzó a ganar mucho dinero, esperando la próxima luna llena, la vuelta del saturniano. Miss Algrave se llama Ruth, nombre bíblico, y es una parábola del extraño proceso en que, a veces, una mujer reconoce su sexualidad y aprende a valorar las posibilidades de su cuerpo, ese instrumento fundamental de la existencia que, a juicio de Merleau-Ponty, establece la percepción y condiciona la relación entre el ser y el aquello que está fuera del ser.
  A primera vista, los cuentos de este libro parecen sencillos, incluso superficiales, y hasta hubo quien, según la misma Clarice, le dijo que «no eran literatura, era basura». De acuerdo, respondió la escritora, pero «hay hora para todo. Hay también la hora de la basura». Décadas después, es evidente que ambos estaban equivocados. Con esas historias eróticas, de trazo seguro, Clarice abrió una ventana hasta entonces poco destapada en la literatura iberoamericana, y mucho menos por mujeres. ¿Quién, en esta región, a mitad de los años setenta del siglo XX, abordaba con tanto desenfado la relación sexual entre tres personas, como en «El cuerpo», donde Xavier, Carmen y Beatriz se meten juntos a la cama, y las dos mujeres mantienen por su parte encuentros homosexuales? Con detalle de la violencia, el crimen, pero sin pornografía. La solución de ese cuento, como de nota roja en un diario de pueblo chico, apunta hacia el descubrimiento de la identidad de género. Clarice devela los complejos sentimientos de las preferencias sexuales, por ejemplo, en «Él me bebió», donde el maquillista Serjoca «no quería nada con mujeres. Quería hombres», y a contrapelo hace que Aurélia se mire al espejo y vea su «rostro humano, triste, delicado»; que se identifique y nazca como persona. Algo similar le pasa a Luisa, cuyo nombre de guerra es Carla, una bailarina del tugurio «Erótica» que rompe el estereotipo de prostituta frívola y se da cuenta de que ella, mujer, no sabe siquiera freír un huevo. O a la Madre Clara, que rezaba y rezaba, hasta que se cansó de vivir entre mujeres, abandonó el convento, se decidió por arder, casarse, y tuvo cuatro hijos, todos hombres. En estos casos el cuerpo es, primero, objeto de manipulación, medio de vida o castigo; y de improviso, cuando se toma conciencia de su naturaleza y fines, un medio eficaz para la realización femenina.
  Hay todavía algo más. Para Clarice Lispector el cuerpo es fuente y sustento del mito. Toda su literatura nace y transita por los cinco sentidos, está firmemente anclada y va del cuerpo —cabeza y sexo, mirar, oír— a la fantasía y la imaginación, en un movimiento que, de paso, subvierte el dogma para sacralizar la vida. Es lo que ocurre en su relato «Viacrucis», cuando María de los Dolores recrea el milagro de la divina Encarnación. El cuerpo de la mujer es matriz de la leyenda, órgano reproductor de la quimera y, al mismo tiempo, origen del viacrucis que, dice la escritora, todos pasan, todos sufrimos en la carne viva.
  La bella y la letra



  Según su amiga Olga Borelli, Clarice jamás salía de casa sin estar arreglada, con collares al cuello, bien vestida, casi siempre de blanco, negro o rojo. «El rímel negro, colocado con sutileza, aumentaba la oblicuidad y hacía resaltar el verde marítimo de los ojos...» Basta contemplar su retrato para admirar la belleza física de aquella mujer misteriosa, distante, inalcanzable, con un toque de ironía en la mirada, como quien reta y a la vez promete; dueña de sí, aunque de íntima porcelana; ajena pero abierta a la pertenencia plena; de noble porte y refinado gesto, terrenal, etérea, con mármol hecha en la fina sustancia de los sueños. La imagen plasmada por las cámaras fotográficas, o por el pincel de los pintores (De Chirico, Scliar), revela líneas de erotismo, fantasía y seductor hermetismo que se entrecruzan y marcan de igual modo su escritura. En la mujer fascinante está el genio perturbador; en la belleza, un salto mortal hacia lo humano, y en toda Clarice Lispector una sola emulsión sensible, una sobreimpresión intencional de persona y palabra, de figura y ensueño, para ser una estampa de pugnante simbiosis entre el arte y la vida.
  Recluida en sí misma, bajo su cuidada apariencia no dejó de advertir la injusticia, con niños muertos de hambre, víctimas de un destino que ella sola no podría cambiar. En el mundo hay dolor, miseria y tristeza cuyo golpe es tan fuerte —tal diría Vallejo— como la ira de Dios. Y la comprensión de esa realidad, otra iluminación, la plasmó claramente en un cuento revelador de una crítica y aguda visión social: «La bella y la fiera, o una herida grande además». Ése fue el título escogido por su hijo Paulo para el volumen La bella y la fiera, publicación póstuma, en 1979, que reúne los primeros y últimos relatos de la escritora. Y «La bella...» es, en cierto modo, un último intento de Clarice por explicarse, a través de sus personajes, la condición de la mujer, de cualquier ser humano, en una sociedad absurda donde prevalece el dinero y, mucho peor, la incapacidad para el diálogo. La elegante señora Carla de Sousa e Santos se encuentra con un mendigo al que le falta una pierna. Es el mismo tipo de choque que experimenta Ana, la del cuento «Amor», cuando ve a un ciego mascando chicle; un flechazo a la conciencia, una piedra lanzada a un lago hasta entonces tranquilo. Y después del terremoto interior, al regresar en su coche a la casa, la dama piensa: «ni me acordé de preguntarle el nombre (al mendigo)». Todo sigue su agitado curso. Es peligroso vivir.
  Una enfermedad terminal se llevó rápida y finalmente a Clarice el 9 de diciembre de 1977, víspera de su cumpleaños. El sepelio no fue el 10, por ser Shabat, día sagrado en que se encienden dos velas para que reine el amor, la armonía y la paz, sino hasta el 11, en el Cementerio Israelita de Río de Janeiro, poco después que su cuerpo, de acuerdo al ritual judío, fue lavado de angustias por tres mujeres vestidas de negro y entregado a la gloria pasajera del mundo, al eterno misterio del que nada se sabe. «Muero y renazco —escribió en el mismo hospital, poco antes de irse—. Incluso yo ya morí la muerte de otros. Pero ahora muero de embriaguez de vida... [...] Mi futuro es la noche oscura. Pero vibrando en electrones, neutrones, mesones— y para más no sé, sin embargo, qué es el perdón que yo me invento...»
  Al acercarnos a su obra, en silencioso homenaje, comprobamos que en verdad Clarice no se ha ido, vibra en estas páginas, para siempre incompletas como soplo de vida, renace en sus personajes, está hecha letra, nombre secreto, palabra disuelta en distante estrella. Y sobre su pecho ponemos trece veces trece estos lirios blancos, nuestra devota lectura.
  Miguel Cossío Woodward

  Ciudad de México, verano del 2001

  Nota sobre los criterios editoriales



  Esta compilación, estamos seguros, no tiene precedente en lengua española. Para ordenarla se optó por presentar los cuentos en estricta secuencia cronológica de publicación, eliminando, en su caso, los textos que de un volumen a otro se repetían, a veces con distinto título. Aprovechamos las excelentes traducciones de Cristina Peri Rossi (Lazos de familia y Silencio, aquí publicado como ¿Dónde estuviste de noche? para recuperar su título original), Juan García Gayó (La Legión Extranjera) y Marcelo Cohen (Felicidad clandestina). Mario Morales tradujo El viacrucis del cuerpo y La bella y la bestia; además, cotejó las traducciones y revisó minuciosamente las pruebas, a la caza de posibles gazapos e inconsistencias. El resultado es este volumen, más que una muestra de la cuentística de Clarice Lispector, una feliz reunión de criaturas dispersas en un arca de papel que habrá de acercarlas a quienes las aprecian.
 
CUENTOS REUNIDOS


  Quiero dejar constancia de mi agradecimiento a la Dra. Nádia Battella Gótlib, biógrafa de Clarice Lispector y profesora de la Universidad de São Paulo, por su insuperable trabajo de investigación y divulgación de la vida y obra lispectoriana, y más aún por su invaluable amistad. A la Dra. María Ivonete Santos Silva, de la Universidad de Uberlandia, Minas Gerais, por su colaboración. A mis queridas amigas y colegas, las Dras. Gloria Prado y Blanca Ansoloaga, de la Universidad Iberoamericana, México, también admiradoras de Clarice Lispector. A mis alumnas del programa de Modelos Literarios Brasileños y Antillanos, en la Universidad Iberoamericana, para siempre iniciadas en un culto de asombro y fascinación permanente. A la editorial Siruela, que rescata, consagra y difunde con exquisito cuidado cuanto dejó, en letra de fuego, la brasileña universal.
  M. C. W.

jueves, 19 de noviembre de 2015

Baronesa Rendell de Babergh cc Ruth Rendell. Novela: Carne trémula.



Ruth Barbara Grasemann, Baronesa Rendell de Babergh, DBE (Londres, Inglaterra, 17 de febrero de 1930 - ibídem, 2 de mayo de 2015),1 2 fue una escritora británica.
Rendell escribió también bajo el pseudónimo de Barbara Vine. Fue una de las escritoras más prolíficas de la literatura de misterio británica. Además de la gran cantidad de novelas y cuentos publicados, su producción destaca por la gran calidad literaria de sus obras que hicieron merecedora de premios como la Daga de Plata de la Crime Writers Association en 1987, la Daga de Oro en cuatro ocasiones (1976, 1986, 1987 y 1991), la Daga de Diamantes por sus aportaciones al género, el National Book Award en 1980, tres premios Edgar Allan Poe y el premio literario del Sunday Times en 1990.
Su primera novela publicada fue From Doon with Death en 1967 en la que aparece por primera vez uno de sus personajes más populares, el inspector Wexford. Rendell tiene 20 novelas publicadas de lo que se conoce como las "Wexford novels", todas ellas ambientadas en la localidad inglesa de Kingsmarksham, la última de ellas End in Tears (2006). Aparte de la serie Wexford, escribió más de 30 novelas negras y numerosos cuentos de misterio.3
Es característico de su técnica literaria el uso del intertexto, utilizando clásicos incuestionables de la literatura inglesa y universal para crear, a partir de ellos, nuevos argumentos, por ejemplo, en Carne trémula (1986) utiliza elementos de Crimen y castigo de Dostoyevski; La casa de las escaleras (1988) tiene como una de sus principales líneas argumentales la intriga de Las alas de la paloma de Henry James y utiliza también fragmentos de El gran Gatsby de F. Scott Fitzgerald, "Mariana in the South" de Tennyson y de Safo; otro ejemplo sería la novela No More Dying Then, del inspector Wexford, que se basa en el soneto 146 de Shakespeare.
Algunas de sus obras han sido llevadas a la pequeña pantalla por la BBC.
Fuente: Wikipedia.
(Fragmento de novela: Carne trémula).

Para Don

1
La pistola era de imitación. Spenser dijo a Fleetwood que estaba seguro de ello en un 99 por ciento. Fleetwood sabía que eso quería decir en un 49 por ciento, pero de todos modos no hacía mucho caso a lo que decía Spenser. Por su parte, no creía que la pistola fuera de verdad. Los violadores no llevaban pistolas de verdad. Para asustar vale un arma de imitación.
La ventana que había roto la muchacha era un agujero cuadrado y vacío. Desde que había llegado Fleetwood, el hombre de la pistola se había asomado sólo una vez. Había aparecido porque Fleetwood le llamó, pero no dijo nada, simplemente se le vio allí durante unos treinta segundos empuñando la pistola con las dos manos. Era joven, más o menos de la edad de Fleetwood, con una melena muy larga que caía sobre sus hombros, según la moda del momento. Llevaba gafas oscuras. Durante medio minuto permaneció allí, luego se dio la vuelta abruptamente y desapareció en las sombras de la habitación. Fleetwood no había visto a la muchacha, que por lo que él sabía podía estar muerta.
Estaba sentado en el murete de un jardín al otro lado de la calle, mirando la casa. Su coche y la furgoneta de la policía estaban estacionados junto a la acera. Dos agentes de uniforme habían conseguido despejar a la multitud que se congregó, manteniéndola a raya mediante una barrera improvisada. Aunque había comenzado a llover, dispersar a la multitud hubiera sido tarea imposible. Todas las puertas de la calle estaban abiertas y las mujeres en los escalones, a la espera de que ocurriera algo. Fue una de ellas, que oyó romper el cristal y los gritos de la muchacha, la que llamó a la policía.
El distrito no era ni Kensal Rise, ni West Kilburn, ni Brondesbury, sino una zona borrosa que no lindaba con ningún sitio en particular. Fleetwood no había estado nunca allí, sencillamente había pasado en su coche. La calle se llamaba Solent Gardens, era larga, recta y llana, con casas de dos pisos a cada lado: algunas de ellas victorianas; otras, de una época más tardía, de la década de los veinte o los treinta. La casa con la ventana de cristales rotos era el 62 de Solent Gardens, una de las más nuevas, al final de una fila de ocho, una mezcla de ladrillos rojos y piedrecitas, con tejas españolas en el techo, pintada de blanco y negro, la puerta principal azul celeste. Todas las casas tenían jardines detrás y delante con un seto de madreselva o aligustre y un poco de césped, la mayor parte con muretes de piedra o ladrillo delante del seto. Fleetwood, sentado en un murete bajo la lluvia, comenzó a preguntarse qué debía hacer.
Ninguna de las víctimas del violador habló de una pistola, por lo que parecía que la de imitación había sido adquirida hacía poco. Dos de ellas –fueron cinco, o al menos cinco lo denunciaron– pudieron describirle: alto, esbelto, veintisiete o veintiocho años, piel aceitunada, cabellos largos y oscuros, ojos oscuros y cejas muy negras. ¿Un extranjero? ¿Oriental? ¿Griego? Quizá, pero también podía ser un inglés con antepasados de piel oscura. Una de las muchachas había sido gravemente herida, porque se defendió, pero él no había empleado ningún arma, únicamente sus manos.
Fleetwood se levantó y se acercó a la puerta del número 63, que estaba enfrente, para hablar con la señora Stead, la que había llamado a la policía. La señora Stead había sacado una banqueta de la cocina para sentarse, poniéndose un abrigo. Ya había dicho que la muchacha se llamaba Rosemary Stanley y que vivía con sus padres, pero ellos estaban fuera. A las ocho menos cinco Rosemary había roto los cristales de la ventana y se había puesto a gritar.
Fleetwood preguntó a la señora Stead si la había visto.
–Él la arrastró hacia dentro antes de que yo pudiera verla.
–No podemos saberlo –dijo Fleetwood–. Supongo que ella sale a trabajar, ¿no?, quiero decir en un día normal.
–Sí, pero nunca se va antes de las nueve. Muchas veces a las nueve y diez. Le contaré lo que pasó, estoy segura de que fue así. Él llamó al timbre y ella bajó en camisón para abrirle, entonces él le dijo que quería ver el contador de la luz (les toca este trimestre, lo debía saber) y ella le llevó arriba; él intentó algo, ella pudo romper la ventana y dar un grito de desesperación pidiendo socorro. Tuvo que ser así.
Fleetwood no estaba de acuerdo. En primer lugar, el contador de la luz no estaría arriba. Todas las casas, en esa parte de la calle, eran iguales y el contador de la señora Stead estaba detrás de la puerta principal. Sola en una casa, en una oscura mañana de invierno, sería difícil que Rosemary Stanley abriera la puerta a alguien que llamara. Se hubiera asomado a la ventana para ver quién era. Las mujeres de ese distrito estaban tan asustadas por las historias que corrían acerca del violador, que ninguna salía después del anochecer, ni dormía sola en su casa si podía evitarlo, ni abría la puerta principal sin poner la cadenilla. El ferretero del barrio le contó a Fleetwood que se habían vendido muchísimas cadenillas para puertas en las últimas semanas. Fleetwood creía más probable que el hombre con la pistola hubiera forzado la entrada, dirigiéndose al dormitorio de Rosemary Stanley.
–¿Quiere un café, inspector? –dijo la señora Stead.
–Sargento –rectificó Fleetwood–. No, gracias. Quizá después. Pero esperemos que no haya un después.
Cruzó la calle. Detrás de la barrera la multitud esperaba pacientemente, bajo la llovizna, con los cuellos de los gabanes levantados y las manos en los bolsillos. Al final de la calle, donde se salía de la carretera principal, uno de los agentes discutía con un camionero, que parecía querer seguir adelante con el camión. Spenser había supuesto que el hombre de la pistola saldría para entregarse cuando viera a Fleetwood y a los otros; los violadores son unos cobardes notorios, como es sabido, ¿y qué iba a ganar resistiendo? Pero no ocurrió así. Fleetwood pensó que el violador creía que tenía una posibilidad de escaparse. Si es que era el violador. No estaban seguros de que lo fuera, y Fleetwood era un maniático de la exactitud y de la imparcialidad. Unos minutos después de la llamada a la policía, una muchacha llamada Heather Cole se presentó en la comisaría con un hombre llamado John Parr, y Heather Cole dijo que la habían asaltado en Queens Park media hora antes. Estaba paseando a su perro cuando un hombre la agarró por detrás, pero ella se había puesto a gritar, el señor Parr había acudido y el hombre se escapó. «Se escapó por aquí, pensó Fleetwood, y entró en el 62 de Solent Gardens para esconderse de sus perseguidores, no con la intención de violar a Rosemary Stanley, porque Heather Cole se había resistido.» Al menos eso suponía Fleetwood.
Fleetwood se acercó a la casa de los Stanley abriendo la pequeña puerta de hierro forjado del jardín, cruzando el cuadrado de césped mojado de color verde brillante y rodeándola. En el interior no se oía ningún ruido. La pared de un lado era lisa, sin desagües ni salientes, sólo con tres ventanas. Aunque en la parte trasera parecía como si hubieran ampliado la cocina y para llegar al techo de esa ampliación, que no tenía más de dos metros de altura, se podía trepar por la pared junto a la que crecía una fuerte trepadora sin espinas. Probablemente una glicina, pensó Fleetwood, que en sus ratos de ocio era aficionado a la jardinería.
Encima del techo se abría una ventana con bastidor. Así que Fleetwood tenía razón. Vio el acceso al jardín desde un paso en la parte de atrás, por un sendero de losas de hormigón que pasaba delante de un garaje hecho del mismo material. Si todo lo demás fallaba, él u otro cualquiera podía entrar en la casa subiendo por donde había subido el hombre de la pistola.
Al volver a la fachada de nuevo, sonó una voz llamándole. Era una voz llena de miedo, pero eso no quería decir que no pudiera, a su vez, provocarlo en otras. Fue inesperada, y Fleetwood tuvo un sobresalto. Se dio cuenta de que estaba nervioso, que tenía miedo, aunque no lo había pensado antes. Hizo un esfuerzo por seguir andando y no correr hasta el sendero de delante. El hombre con la pistola estaba en la ventana rota, que golpeó para que cayeran los últimos trozos de cristal sobre un macizo de flores, con el arma en la mano derecha y levantando la cortina con la izquierda.
–¿Es usted el que dirige esto? –le dijo a Fleetwood.
Como si aquello fuera una especie de espectáculo. Bueno, a lo mejor lo era, y de cierto éxito, a juzgar por la avidez del público, que desafiaba la lluvia y el frío. Al oír la voz se escapó un ruido, un susurro de la multitud, un murmullo colectivo, no muy distinto al viento que corre entre las copas de los árboles.
Fleetwood asintió con un movimiento de la cabeza.
–Así es.
–¿Es con usted con quien tengo que hacer el trato?
–No habrá trato.
El hombre de la pistola pareció pensar en ello.
–¿Cuál es su graduación? –preguntó.
–Sargento detective Fleetwood.
Se notó la decepción en su rostro enjuto, aunque no se le veían los ojos. El hombre parecía pensar que, por lo menos, se merecía un inspector jefe. «A lo mejor debo llamar a Spenser», pensó Fleetwood. La pistola le estaba apuntando. Fleetwood no iba a levantar las manos, desde luego que no. Eso era Kensal Rise, no Los Ángeles, aunque no sabía hasta qué punto la diferencia era real. Miró el negro agujero de la boca de la pistola.
–Quiero que me prometa que podré salir de aquí y que me darán media hora. Llevaré a la muchacha conmigo y cuando pase la media hora la enviaré de vuelta en un taxi. ¿De acuerdo?
–¿Bromea? –dijo Fleetwood.
–Para ella no va a ser ninguna broma si usted no me lo promete. Ve la pistola, ¿no? –Fleetwood no respondió–. Tiene una hora para decidirse. Luego dispararé contra ella.
–Eso sería asesinato. La sentencia es cadena perpetua.
La voz, profunda y grave aunque descolorida –una voz que a Fleetwood le dio la impresión de que no se usaba mucho o sólo cuando hacía falta–, se volvió fría. Habló con indiferencia de cosas terribles.
–No la mataré. Le dispararé a la espalda, al final de la columna vertebral.
Fleetwood no hizo ningún comentario. ¿Qué podía decir? Era una amenaza que únicamente podía provocar una condena moral o un reproche escandalizado. Se alejó porque vio con el rabillo del ojo que se acercaba un automóvil familiar, pero un resuello de la multitud, una especie de inhalación concertada, le hizo volver a mirar la ventana. La muchacha, Rosemary Stanley, había sido empujada hasta el cuadrado vacío, sin cristales, y el hombre la tenía sujeta; su posición recordaba la de una esclava maniatada en una plaza del mercado. Sus brazos estaban agarrados por otros brazos detrás de ella y su cabeza colgaba hacia adelante. Una mano agarraba sus largos cabellos y tiraba de ella, que sollozaba.
Fleetwood pensó que la multitud iba a hablarle a la mujer, o ésta a aquélla, pero no fue así. La mujer permaneció en silencio y con la mirada fija, el miedo la había inmovilizado como si fuera una estatua. Pensó que, posiblemente, la pistola presionaba sobre la parte baja de su columna vertebral. Sin duda había oído también la declaración de intenciones del hombre. Era tan intensa la indignación de la multitud que a Fleetwood le pareció percibir sus vibraciones. Sabía que debía tranquilizar a la mujer, pero no se le ocurría nada que no sonara a falso o hipócrita. La muchacha era delgada, con largos cabellos rubios, llevaba una prenda que podía ser un vestido o una bata. Un brazo rodeó su cintura, haciéndola retroceder y, simultáneamente, por primera vez, se corrieron las cortinas de la ventana. Eran cortinas espesas y dobles, que se cerraron del todo.
Spenser estaba aún sentado en el asiento de pasajero del Rover, leyendo una hoja. Pertenecía a ese tipo de personas que cuando no está ocupado se dedica a leer cualquier tipo de documento. A Fleetwood se le ocurrió pensar con cuánta discreción preparaba su futuro ascenso a comandante; su abundante y espeso cabello comenzaba a platearse; se afeitaba con más cuidado que nunca, la piel estaba curiosamente bronceada para ser invierno, vestía una camisa de textura cremosa transformada en popelina y un impermeable, seguramente Burberry. Fleetwood entró en la parte trasera del automóvil y Spenser le miró con ojos que tenían el azul de la llama del gas.
Para Fleetwood, Spenser se dedicaba siempre a leer cosas que no le informaban de nada útil, que no aportaban nada a la resolución de las crisis.
–Tiene dieciocho años, terminó el colegio el verano pasado y trabaja de mecanógrafa. Los padres se fueron al West Country a primera hora de la mañana, en taxi; a las siete y media, según un vecino. El padre de la señora Stanley ha tenido un infarto en Hereford. Les informaremos tan pronto como podamos localizarles. No queremos que se enteren por la televisión.
Fleetwood pensó inmediatamente en la muchacha con la que se iba a casar la semana siguiente. ¿Se enteraría Diana que estaba él allí y se sentiría preocupada? Pero, por lo que él sabía, no se había presentado ningún equipo de televisión ni ningún reportero. Le contó a Spenser las condiciones exigidas por el hombre de la pistola.
–Podemos estar seguros en un noventa y nueve por ciento de que es de imitación –dijo Spenser–. ¿Cómo entró? ¿Lo sabemos?
–Por un árbol que hay junto a la pared de atrás. –Fleetwood sabía que Spenser no tendría ni idea de qué hablaba si mencionaba la glicina.
Spenser murmuró algo y Fleetwood tuvo que pedirle que lo repitiera.
–He dicho que vamos a tener que entrar, sargento.
Spenser tenía treinta y siete años, casi diez más que él. También estaba echando carnes, a lo mejor era lo adecuado para un futuro comandante. Mayor que Fleetwood, menos ágil y con dos grados más, lo que Spenser quería decir al emplear el plural era que Fleetwood debía entrar, tal vez llevando consigo a uno de los agentes jóvenes.
–Posiblemente usando el árbol del que usted habla –dijo Spenser.
La ventana estaba abierta, esperándole. Dentro había un hombre con una pistola de verdad o de imitación –¿quién podía saberlo?– y una muchacha asustada. Él, Fleetwood, no tenía más armas que sus manos, sus pies y su inteligencia, y cuando le dijo algo a Spenser sobre la posibilidad de que le proporcionaran un arma, el superintendente le miró como si hubiera pedido una cabeza nuclear.
Eran las diez menos cuarto y el hombre de la pistola había dado su ultimátum alrededor de las nueve y veinte.
–¿No le va a decir nada usted, señor?
Spenser sonrió sin ganas.
–No le hace gracia, ¿eh, sargento?
Fleetwood no respondió. Spenser bajó del automóvil y cruzó la calle. Después de vacilar un instante, le siguió. La lluvia había dejado de caer y el cielo, antes de un gris uniforme y liso, estaba gris y blanco, con huecos de azul. Parecía hacer más frío. La multitud ya llegaba hasta la calle principal, Chamberlayne, que pasa por Kensal Rise para confluir al final en Landbroke Grove. Fleetwood vio que habían detenido el tráfico en Chamberlayne Road.
Allá arriba, en la ventana rota de la casa de los Stanley, el vientecillo movía las cortinas. Spenser pasó a la hierba enlodada, desde la relativa limpieza del camino de cemento, sin detenerse, sin echar ni siquiera un vistazo a sus brillantes y negros zapatos italianos. Se quedó de pie en medio del césped, las piernas separadas, los brazos cruzados, y se dirigió a la ventana con la auténtica voz del que ha ascendido en el escalafón de la policía, con un tono frío y claro, sin acento regional, una voz sin pretensiones de cultivada, casi sin inflexiones, la de un robot cuidadosamente programado:
–Habla el superintendente Ronald Spenser. Acérquese a la ventana. Quiero hablar con usted.
Pareció como si las cortinas se movieran con más violencia, pero posiblemente fue el viento.
–¿Puede oírme? Acérquese a la ventana, por favor.
Las cortinas continuaron moviéndose, pero no se abrieron. Fleetwood, que estaba en la acera con el agente Bridges, vio que un equipo de televisión trataba de abrirse paso entre la multitud –sin duda eran los chicos de las noticias, aunque no se podía ver la furgoneta estacionada en la esquina–. Uno de ellos estaba montando un trípode. Y luego ocurrió algo que hizo que todos se sobresaltaran. Rosemary Stanley gritó.
El grito fue espantoso, rasgó el aire. La multitud respondió con una especie de eco de ese grito lejano, mitad resuello, mitad murmullo de angustia. Spenser, que dio un respingo como los demás, se quedó en su sitio, clavando sus talones, hundiéndose literalmente en el barro, los hombros encogidos, como para demostrar la firmeza de su propósito, su determinación que de allí no le moverían. Pero no volvió a hablar. Fleetwood pensó lo mismo que todos, lo que tal vez pensó el propio Spenser: que habían sido sus palabras las que motivaron la acción que provocó el grito.
Si el hombre de la pistola hubiera obedecido, acercándose a la ventana, habrían llamado su atención, y Fleetwood y Bridges podrían haber trepado por la casa, entrando por la ventana. Sin duda el hombre también lo sabía. Pero Fleetwood se sintió extrañamente aliviado. No se había producido una detonación. El grito de Rosemary Stanley no se debía a que le hubieran disparado. Spenser, una vez demostrado su valor y su flema, se alejó de la casa lentamente por el césped mojado y el sendero. Abrió la puerta de la verja, salió a la acera y miró inexpresivamente a la multitud. Le dijo a Fleetwood:
–Tiene que ir pensando en entrar.
Fleetwood se dio cuenta de que le estaban sacando una foto de perfil. En realidad, lo que querían era una foto de Spenser. De repente, las cortinas se apartaron y apareció el hombre de la pistola. Era curioso cómo le recordaba a Fleetwood la representación teatral a la que él y Diana habían llevado a la sobrina de ella en Navidades: se abre el telón y un hombre aparece dramáticamente en el escenario. El malo del drama. El rey de los demonios. La multitud suspiró. Una mujer soltó una risa nerviosa y aguda, que se cortó como si se hubiera cubierto la boca con la mano.
–Tiene veinte minutos –dijo el hombre de la pistola.
–¿Dónde consiguió la pistola, John? –preguntó Spenser.
«¿John? –pensó Fleetwood–. ¿Por qué John?» Porque Lesley Allan, Sheila Manners o una de las muchachas lo había dicho, o simplemente para que Spenser sintiera la satisfacción de oírle decir:
–No me llamo John.
–Esas imitaciones no son muy buenas, ¿no le parece? –dijo Spenser con tono coloquial–. Hay que tener experiencia para ver la diferencia. No diría que hay que ser un experto, pero sí tener cierta experiencia.
Fleetwood formaba ya parte de la multitud, metido entre ella igual que Bridges. Se abrían paso hacia la calle principal. ¿Cuánto tiempo sería capaz Spenser de sostener una conversación con él? No mucho, si todo lo que se le ocurría era burlarse de él, diciendo estupideces como ésa de la pistola. Detrás de él oyó:
–Le quedan nada más que diecisiete minutos.
–Muy bien, Ted, vamos a hablar.
«Así está mejor», pensó Fleetwood, que quería que Spenser dejara de llamar al hombre con falsos nombres de pila. Ya no podía oír nada, estaba al otro lado de la multitud y en la calle principal, donde había un gran atasco de tráfico. Él y Bridges bajaron por el callejón, cerrado al tráfico por un bolardo de hierro, que se había convertido en el paso de la parte trasera de las casas. La casa de los Stanley era fácil de encontrar, llamaba la atención por su feo garaje de cemento.
Para entonces el hombre de la pistola podía haber cerrado fácilmente aquella ventana de bastidor, pero no lo hizo. Por supuesto, si la ventana estaba cerrada, sería prácticamente imposible entrar en la casa, al menos sin hacer ruido, así que debía de sentirse satisfecho de que John o Ted, o como se llamara, no la hubiera cerrado. Pero en vez de ello tuvo una sensación de vago y frío desánimo. Seguramente si la ventana estaba abierta no era por despiste. Estaba abierta para algo.
Ya estaban bastante cerca como para oír la voz de Spenser y la del hombre de la pistola. Spenser estaba diciendo algo acerca de que dejara que Rosemary Stanley saliera de la casa antes de hacer ningún trato. Que la dejara bajar las escaleras y salir por la puerta principal antes de comenzar a hablar de condiciones. Fleetwood no oyó la respuesta del hombre. Puso el pie derecho sobre la glicina, allí donde formaba un ángulo recto; el pie izquierdo un metro más alto, en la bifurcación, y luego se arrastró hasta ponerse sobre el tejado de la ampliación... Ya no tenía más que pasar la pierna sobre el alféizar. Deseaba oír voces, pero lo único que oyó fue el gemido de los frenos en la calle principal, el insensato ulular esporádico de las bocinas de los conductores impacientes. Bridges comenzó a trepar. Son extrañas las cosas en que piensas en momentos de tensión y prueba. Lo último que importaba era el color del alféizar. Pero Fleetwood se fijó en él, azul de Creta, del mismo tono que el de la puerta principal de la casa que él y Diana iban a comprar en Chigwell.
Fleetwood se encontró en el cuarto de baño. Los azulejos de las paredes eran verdes y los del suelo de un blanco cremoso. Lo cruzaban huellas de pisadas con barro líquido, ya secas, que se hacían menos visibles al acercarse a la puerta. El hombre de la pistola había entrado por allí. Bridges estaba ya fuera de la ventana, sosteniéndose en el alféizar.
Fleetwood tenía que abrir la puerta, aunque no podía pensar en nada que le apeteciera menos. No era valiente, pensó, tenía demasiada imaginación y a veces (aunque no fuera el momento de pensar en ello) le parecía que le hubiera ido mejor una vida más contemplativa, de estudioso, que la de policía.
Desde allí apenas se oía el ruido del tráfico. En algún lugar de la casa crujió una tabla del suelo. Fleetwood oyó también un latido regular, pero sabía que era su propio corazón. Tragó saliva y abrió la puerta.
El rellano no era como él esperaba. Había una gruesa alfombra de color crema pálido; en lo alto de las escaleras, un pasamanos de madera pulida, y, en las paredes, dibujos y grabados enmarcados en oro y plata de pájaros y animales, uno de ellos de las Manos orantes, de Durero. Ésa era una casa donde vivía gente feliz, que se esmeraba con los muebles y su conservación. Una oleada de cólera se apoderó de Fleetwood, porque lo que ocurría en ese momento en la casa era un asalto contra su serena felicidad, una profanación.
Permaneció en el rellano, agarrado al pasamanos. Las puertas de los tres dormitorios estaban cerradas. Miró el dibujo de una liebre y otro de un murciélago de rostro vagamente humano, vagamente verdoso, y se preguntó qué había en la violación que llevaba los hombres a cometerla. Por su parte, no podía disfrutar del sexo a menos que la mujer lo deseara tanto como él. Esas pobres chicas, pensó. La muchacha y el hombre de la pistola se encontraban detrás de la puerta, a la izquierda de donde estaba Fleetwood –a la derecha de los espectadores–. El hombre de la pistola sabía lo que hacía. No era tan tonto como para dejar sin vigilar la fachada de la casa mientras miraba lo que ocurría detrás.
Fleetwood razonó: «Si me dispara sólo puedo morir o no morir y recuperarme otra vez». Su imaginación tenía límites. Después recordaría lo que en su inocencia había pensado. Se quedó junto a la puerta cerrada, puso su mano sobre ella y dijo con voz clara y firme:
–Soy el sargento Fleetwood. Estamos en la casa. Haga el favor de abrir esa puerta.
Antes el silencio no era total. Fleetwood se dio cuenta porque ahora sí lo era. Esperó y volvió a hablar.
–Lo mejor que puede hacer es abrir la puerta. Sea sensato y entréguese. Abra la puerta y salga, o déjeme entrar.
No se le había ocurrido que tal vez la puerta no estaba cerrada con llave. Probó con la manecilla. Fleetwood se sintió un poco tonto, lo cual, curiosamente, le ayudó. Abrió la puerta sin empujarla; se abrió por sí sola, porque era de esas puertas que siempre chocan con un mueble colocado a la derecha de su recorrido.
La habitación apareció ante él como un escenario: una cama sencilla con ropa y colcha azules, abierta, una mesita de noche con lámpara, una taza, un libro, un jarrón con una pluma de pavo real, el viento que soplaba a través de la ventana rota, levantando con fuerza las cortinas de seda verde esmeralda. El hombre de la pistola permanecía de espaldas a un armario rinconero, apuntando con su arma a Fleetwood, la muchacha delante de él y con el brazo libre rodeándola por la cintura. Estaba al borde de un pánico peligroso. Fleetwood lo notó por el cambio que se produjo en su rostro. Casi no era la misma cara que había aparecido dos veces en la ventana, le había vencido un terror animal y una regresión al instinto. Lo que a ese hombre le importaba en ese momento era salvarse; era su pasión, pero en esa pasión no había sabiduría, ni prudencia, únicamente una necesidad de escapar matando a todo el que se le interpusiera. Sin embargo, no había matado a nadie, pensó Fleetwood, y tenía una pistola de imitación...
–Si suelta la pistola –le dijo– y deja que la señorita Stanley se marche conmigo... si lo hace, ha de saber que la acusación será menos grave que si hiere o amenaza a alguien más.
«¿Y las violaciones?», se preguntó. No había ninguna prueba aún de que fuera el mismo hombre.
–No tiene que tirar la pistola. Lo único que tiene que hacer es bajar la mano que la sujeta. Y levantar el otro brazo para liberar a la señorita Stanley.
El hombre no se movió. Sujetaba a la muchacha con tanta fuerza que se le marcaban las venas de la mano. A medida que fruncía el ceño, la expresión de su rostro era más intensa; aumentaron las arrugas en torno a sus ojos, que comenzaron a arder.
Fleetwood oyó ruidos frente a la casa. Un arrastrar y un golpe seco. El sonido quedó ahogado por el ruido de la lluvia cuando un repentino aguacero azotó la intacta parte superior de la ventana. Las cortinas entraron, movidas por el viento e hinchadas. El hombre de la pistola no se había movido. Fleetwood no esperaba realmente que hablara y le chocó cuando lo hizo. Era una voz estrangulada por el pánico, poco más que un murmullo.
–Esta pistola no es de imitación. Es de verdad. Créame.
–¿Dónde la consiguió? –dijo Fleetwood, cuyos nervios se reflejaban más en su estómago que en su garganta. Su voz era tranquila, pero comenzó a sentirse mal.
–Alguien se la quitó a un alemán muerto en 1945.
–Eso lo ha visto en la tele –dijo Fleetwood.
Detrás de él se encontraba Bridges, a cuya espalda quedaba el pasamanos y el hueco de la escalera. Sintió el aliento de Bridges, cálido en el aire frío. ¿Quién sería ese «alguien»?
–¿Por qué se lo tengo que decir a usted? –Sacó una lengua muy roja y sus labios mojados tenían el mismo tono cetrino de su piel–. Era de mi tío.
Fleetwood sintió un estremecimiento, porque su tío tendría unos cincuenta años, veinticinco o treinta años más que aquel hombre.
–Suelte a la señorita Stanley –dijo–. ¿Qué va a conseguir reteniéndola? Yo voy desarmado. Ella no le resguarda a usted.
La muchacha no se movió. Tenía demasiado miedo. Estaba un poco inclinada sobre el brazo que la sujetaba con fuerza, era una muchacha delgada y pequeña, que llevaba un camisón de algodón azul; y tenía los brazos desnudos en carne de gallina. Fleetwood sabía que no debía prometer lo que no pudiera cumplir.
–Suéltela y le garantizo que eso le favorecerá. No le voy a hacer promesas, entiéndalo, pero esto contará en su favor.
Hubo un golpe seco que Fleetwood supuso era el de una escalera de mano con los extremos acolchados contra la pared de la casa. El hombre de la pistola no pareció oírlo. Fleetwood tragó saliva y dio un par de pasos en la habitación. Bridges estaba detrás de él y el hombre de la pistola le vio. Levantó un poco la pistola y apuntó al rostro de Fleetwood. Al mismo tiempo fue soltando su otro brazo de la cintura de Rosemary Stanley como si dejara correr con fuerza las uñas sobre su piel. Y entonces la muchacha emitió un gemido sobrecogedor, encogiendo el cuerpo. Soltó bruscamente el brazo y luego la pellizcó en el brazo, de modo que se tambaleó y cayó sobre sus manos y rodillas.
–No la quiero –dijo–. No me sirve.
Fleetwood le dijo cortésmente:
–Es muy sensato por su parte.
–Pero tiene que prometerme una cosa.
–Venga aquí, señorita Stanley, por favor –dijo Fleetwood–. Aquí estará a salvo.
¿Lo estaría? Sólo Dios podía saberlo. La muchacha gateó, se incorporó y le cogió de la manga con las dos manos. Él repitió:
–Está usted a salvo.
El hombre de la pistola también volvió a hablar. Sus dientes habían empezado a castañetear y se comía las palabras.
–Tiene que prometerme una cosa.
–¿Qué cosa?
Fleetwood miró detrás del hombre y cuando el viento levantó las cortinas casi hasta el techo, vio la cabeza y los hombros del agente Irving, que aparecieron en la ventana. El cuerpo del policía obstruyó una gran parte de la luz, pero el hombre de la pistola no pareció darse cuenta. Le dijo:
–Prométame que podré salir por el cuarto de baño y déme cinco minutos. Nada más, cinco minutos.
Irving estaba a punto de pasar sobre el alféizar. Fleetwood pensó: «Todo ha terminado, le tenemos, va a caer como un cordero». Tomó a la muchacha en sus brazos, la abrazó simplemente porque era joven y estaba aterrada, y se la pasó a Bridges, dándole la espalda al hombre de la pistola, al que oyó decir con voz trémula:
–Es de verdad, se lo advertí.
–Llévala abajo.
Sobre el pasamanos, en la pared de la escalera, colgaba la reproducción de las manos que oraban, un grabado en acero. Bridges pasó por delante de éste para coger a la muchacha y llevarla abajo. Fue uno de esos momentos eternos, infinitos, pero que, sin embargo, son tan rápidos como un relámpago. Fleetwood vio las manos que rezaban por él, por todos ellos, mientras Bridges, cuyo cuerpo las ocultó, bajaba por las escaleras. Detrás de él un pie pesado golpeó en el suelo, un bastidor se abrió estrepitosamente, una voz temblorosa dio un grito y algo alcanzó a Fleetwood en la espalda. Todo ocurrió muy lenta y rápidamente. La explosión parecía venir de lejos, el escape de un automóvil en la calle principal, quizá. No hubo ni más ni menos dolor que una punzada en la parte inferior de la columna vertebral.
Al caer hacia adelante vio las manos delicadamente juntas que oraban, las manos grabadas, que subían en su campo de visión. Al caer contra el pasamanos se agarró, deslizándose, como un niño que se agarra a los barrotes de su cuna. Tenía plena conciencia y, curiosamente, no sentía más dolor de esa punzada en la columna, tan sólo un cansancio enorme.
Una voz que antes había oído suave y baja, chillaba.
–Lo estaba pidiendo, se lo dije, se lo advertí, pero no me creyó. ¿Por qué no me creyó? Me obligó a hacerlo.
¿A qué le obligó? No era mucho, pensó Fleetwood, y agarrándose a los barrotes intentó incorporarse. Pero su cuerpo era muy pesado y no se movía, pesado como el plomo, entumecido, sobrecargado, clavado, pegado con cola al suelo. El líquido rojo que corría por la alfombra le sorprendió, y le dijo a todo el mundo:
–¿De quién es esa sangre?

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