domingo, 22 de noviembre de 2015

Clarice Lispector. Cuentos reunidos.


Sinopsis


 «Los cuentos de Clarice Lispector aquí reunidos constituyen la parte más rica y variada de su obra, y revelan por completo el trazo incandescente que dejó la escritora brasileña en la literatura iberoamericana contemporánea. En todo cuanto escribió está la misma angustia existencial, similar búsqueda de la identidad femenina y, más adentro, de su condición de ser humano. En sus cuentos hay, ciertamente, el vuelo ensayístico, la fulguración poética, el golpe chato de la realidad cotidiana, la historia interrumpida que podría continuar, como la vida, más allá de la anécdota. Leer a Clarice es identificarse con ella, desnudar su palabra, compartir una sensualidad casi física, entrar en el cuerpo de una obra que vibra y chispea, traducir a nuestro propio horizonte cultural su haz de preguntas lanzadas al viento, saber que, más allá de las letras, del espacio y el tiempo, hubo alguien, una mujer, que estuvo cerca del corazón salvaje y nos dejó, en su escritura y definitivamente, su soplo de vida.» Miguel Cossío Woodward


  Traductor: Peri Rossi, Cristina
  ©1974, Lispector, Clarice
  ©2008, Siruela
  Colección: Libros del tiempo, 275
  ISBN: 9788498412475
  Generado con: QualityEbook v0.62

  Clarice Lispector

  CUENTOS REUNIDOS


  Prólogo de Miguel Cossío Woodward

  Traducciones del portugués de

  Cristina Peri Rossi, Juan García Gayó,

  Marcelo Cohen y Mario Morales


  © 1960, Laços de familia: Devaneio e embriaguez duma rapariga, Amor, Uma galinha, A imitaçao da rosa, Feliz aniversário, A menor mulher do mundo, O jantar, Preciosidade, Os laços de familia, Começos de uma fortuna, Mistério em São Cristóvão, O crime do professor de Matemática, O búfalo © 1964, A Legião Estrangeira: Os desastres de Sofia, A repartição dos pães, A mensagem, Macacos, O ovo e a galinha, Tentação, Viagem a Petrópolis, A solução, Evolução de uma miopia, A quinta historia, Uma amizade sincera, Os obedientes, A Legião Estrangeira © 1971, Felicidade clandestina: Felicidade clandestina, Miopia progressiva, Restos do Carnaval, O grande passeio, Come, meu filho, Perdoando Deus, Cem anos de perdão, Uma esperança, A criada, Menino a bico de pena, Uma historia de tanto amor, As águas do mundo, Encarnação involuntária, Duas historias a meu modo, O primeiro beijo © 1974, A Via Crucis do corpo: Miss Algrave, O corpo, Via Crucis, O homem que apareceu, Ele me bebeu, Por enquanto, Dia após dia, Ruido de passos, Antes da ponte Rio-Niterói, Praça Mauá, A língua do ‘p’, Melhor do que arder, Mais vai chover © 1974, Onde Estivestes de noite: A procura de uma dignidade, A partida do trem, Seco estudo de cavalos, Onde estivestes de noite, O relatório da coisa, O manifesto da cidade, As maniganças de Dona Frozina, É para lá que eu vou, O morto no mar da Urca, Silêncio, Esvaziamento, Uma tarde plena, Um caso complicado, Tanta mansidão, As águas do mar, Tempestade de almas, Vida ao natural © 1979, A Bela e a Fera: Historia interrompida, Gertrudes pede um conselho, Obsessão, O delirio, A fuga, Mais dois bêbedos, Um dia a menos, A bela e a fera ou a ferida grande demais
De Clarice


  Érase una vez



  Los cuentos de Clarice Lispector aquí reunidos constituyen la parte más rica y variada de su obra, y revelan por completo el trazo incandescente que dejó la escritora brasileña en la literatura iberoamericana contemporánea. Debe advertirse, sin embargo, que no están completos. No lo están debido a que Clarice no los reunió por sí misma, y porque tampoco tuvo tiempo —acaso interés— para organizar la compilación de los numerosos textos en los que imprimió la huella de su sensitiva visión del mundo. Desde muy temprano y a lo largo de los años, escribió unos textos poco ortodoxos que no contaban historias felices de hadas y príncipes, sino sensaciones intensas en atmósferas cotidianas, impresiones fulminantes de la realidad, trozos de vida, ardientes como carbones. Pero sus primeros relatos nunca se publicaron y muchos probablemente se perdieron en la aventura del tiempo, mientras otros andan quizás dispersos todavía en periódicos y revistas, o en ese lugar reservado que ella justamente bautizó como «fondo de gaveta», amorosamente rescatados en Para no olvidar, Crónicas y otros textos (Siruela, 2007). No están completos estos Cuentos reunidos, además, porque en su caso no es posible deslindar con precisión la arbitraria frontera que separa los géneros literarios: lo que para algunos caería en el campo de la prosa poética, o del ensayo, el artículo, la autobiografía, o la crónica periodística, para otros se apegaría más a una amplia y válida definición del término cuento.
  En mi opinión, la obra toda de Clarice es de una admirable unidad y coherencia, desde lo primero que publicó, hasta lo que se ha editado póstumamente. El texto, de cualquier género, es siempre para ella pretexto y pretexto que le permite indagar en el proteico universo de las sensaciones. Su literatura es antesala y motivo de encuentro consigo misma y con la alteridad; es imagen y posibilidad de diálogo con el enigma recóndito del otro extraño e inaccesible y, quizás, con el misterio sin nombre que se ignora e intuye. En todo cuanto escribió está la misma angustia existencial, similar búsqueda de la identidad femenina y, más adentro, de su condición de ser humano. En sus cuentos hay, ciertamente, el vuelo ensayístico, la fulguración poética, el golpe chato de la realidad cotidiana, la historia interrumpida que podría continuar, como la vida, más allá de la anécdota. Pero éstas son igualmente las marcas profundas de sus novelas, que se detienen en la visión sorprendida de un momento o una situación aparentemente sencilla, donde se desencadenan en tropel las voces de una fuga infinita. Son asimismo el trasfondo de sus crónicas, libremente inscritas en el canon periodístico, que dejan flotando una interrogación no dicha sobre un algo escondido, apenas entrevisto, detrás de lo circunstancial. Son, en uno y otro caso, signos y manifestaciones no sólo de un estilo, de una voluntad artística, sino fundamentalmente y por encima de todo, de un único impulso creativo, de una pasión, de una vida que se cuenta y encuentra.
  Leer a Clarice es, por lo tanto, identificarse con ella, con el ser pleno detrás de la autora. Desnudar su palabra, compartir una sensualidad casi física, entrar en el cuerpo de una obra que vibra y chispea, algo así como hacer el amor, que es deseo, sexo y deceso. Traducir a nuestro propio horizonte cultural su haz de preguntas lanzadas al viento; entender su necesidad de entendernos; hablar en silencio, aunque haya palabras; saber que, más allá de las letras, del espacio y el tiempo, hubo alguien, una mujer, que estuvo cerca del corazón salvaje y nos dejó, en su escritura y definitivamente, su soplo de vida. ¿Y quién fue, en su realidad, Clarice Lispector?
  Origen y destino



  Nació en Ucrania, pero no se consideró ucraniana y nunca pisó la tierra donde vino al mundo. En 1920 la familia judía Lispector, en medio de la guerra civil y el desasosiego desatados por la revolución bolchevique de 1917, huyendo de los pogroms, la violencia y el hambre, decidió emigrar a América. En su penoso y largo recorrido por la estepa, la pequeña comitiva tuvo que detenerse en Tchetchelnik —una aldea perdida que, de tan pequeña, no figuraba en el mapa—, para el nacimiento el 10 de diciembre de 1920 de una niña a quien llamaron Haía, nombre hebraico que significa vida y fonéticamente se acerca a «clara», Clarice. Mientras tanto, acaso por una de esas misteriosas casualidades de la historia, por aquellas mismas tierras otro judío, Isaak Bábel, estaba enrolado en el Primer Ejército de Caballería y, a lomos de caballo, escribía los primeros borradores de su famosa Caballería roja. ¿Qué une y a la vez separa a dos escritores de origen similar, tan extraordinarios y dispares, coincidentes por un instante en el ojo del huracán?, me pregunto al contemplar la foto de una tropa de cosacos que, en el duro camino del éxodo, le robaron a los Lispector los pocos bienes que llevaban.
  La familia llegó a Maceió, Brasil, en 1922, y más tarde se trasladó a Recife. De modo que Clarice pudo afirmar, con cierto orgullo, que ella era nordestina, de esa región que describe crudamente Graciliano Ramos en Vidas secas y de la que luego procede, ausente de cualidades, la Macabea que nuestra autora retrató en La hora de la estrella. En el hogar de los Lispector se respetaban las reglas de la Torah y las enseñanzas del Antiguo Testamento, pero ella nunca se refirió a su religión, aunque en el trasfondo de sus textos se percibe la huella mística de la cábala. El padre hablaba y leía yiddish, pero la lengua materna de Clarice, en la que amó y escribió, fue el portugués del Brasil. Desde la infancia y la adolescencia, su vocación fue la literatura, aunque escogió y cursó la carrera de derecho, que después no ejerció. En 1935 se trasladó a Río de Janeiro, donde a la par de los estudios leyó todo cuanto cayó en sus manos, como la edición brasileña de El lobo estepario, de Hermann Hesse, una obra que probablemente influyó en el descubrimiento de la ruta interior que también recorrería: «después de este libro adquirí confianza de aquello que debería ser, cómo quería ser y lo que debería hacer...». A los veintitrés años publicó su primera novela, Cerca del corazón salvaje, reconocida de inmediato por la crítica; pero Clarice nunca aspiró al éxito ni a la gloria efímera. Casi toda su obra se afinca en los ambientes y en las ciudades brasileñas, particularmente en Río de Janeiro, aunque vivió mucho tiempo en el extranjero con su esposo, un diplomático brasileño. Una parte importante de su vida transcurrió en la Europa de la posguerra y en los Estados Unidos de los años cincuenta del siglo XX, pero estuvo siempre enferma de nostalgia, pendiente del Brasil, donde cultivó con amor su raíz verdadera. Fue escritora de pura cepa, de pies a cabeza, de cuerpo y alma entera, no obstante lo cual se autodefinía como una mujer sencilla que se dedicaba a cuidar y educar a sus hijos. A su muerte, ocurrida en 1977, cuando iba a cumplir cincuenta y siete años, dejó una importante obra que es actualmente objeto de admiración, de estudio y hasta de merecido culto.
  Y uno se pregunta hasta dónde habría llegado, todavía más lejos, esa mujer que al final quería hacer literatura sin literatura, que rompió las rígidas formas para cifrar, como en un clavicordio, el signo musical de sus pulsaciones.
  Todo en ella es contrapunto, combinación simultánea de fuentes diversas que, no obstante, le dan a su obra y su vida una textura uniforme de persona y autora excepcional. Como se dijo, vino a América recién nacida, en la dura circunstancia de la emigración judía, y fue siempre un pájaro errante en busca perenne de su mundo interior. Se casó y tuvo dos hijos de un matrimonio que duró los casi dieciséis años de su estancia en el extranjero, pero tal vez el amor para ella fue también destierro, soledad en el acompañamiento, distancia en la cercanía, al igual que la Joana de su primera novela. Exiliada de sí misma, sobrellevó la rutina de la vida diplomática, con su carga de fingimientos, cenas de compromiso y sonrisas forzadas, mientras su yo creador, preso de angustia, se empeñaba en transgredir la palabra elegante y el falso discurso de mujer pasiva. Conoció y fue amiga de las grandes figuras de la moderna literatura brasileña, entre ellas poetas como Manuel Bandeira, Carlos Drummond de Andrade y João Cabral de Melo Neto, pero su obra no siguió corriente alguna, ni tuvo más bandera que la suya, como la flor extraña que de repente brota y perfuma el ambiente. Parejamente a João Guimaráes Rosa, aunque en otra dirección, renovó la literatura brasileña, abriendo fronteras a la indagación filosófica, al retrato psicológico y al problema de ser en el tiempo y el mundo, más allá del relato sobre el suceso y el dibujo puntual de paisaje y costumbres. Y no cesó de explorar los caminos posibles de la creación literaria, como si quisiera desarmar hasta la última pieza de su propio artificio de palabras hecho, para encontrar, bajo el texto, la cuerda que impulsa la flecha de Eros y la disciplina de Tanatos.
  Confluencias



  Desde que en 1943 apareció la primera obra de Clarice Lispector, escrita con anterioridad, cuando sólo tenía diecisiete años, la crítica quiso encontrarle influencias, modelos, patrones que explicaran el surgimiento de esa luminosa sorpresa en el escenario de las letras brasileñas. Enseguida se refirieron a James Joyce, partiendo de la relación entre el título de su novela, Cerca del corazón salvaje, y una frase del célebre escritor irlandés. En realidad, según declaró la propia Clarice, le había dicho a su amigo Lúcio Cardoso «que respiraría mejor si él le escribiese una frase» del Retrato del artista adolescente, como epígrafe y título de su libro. Pero ella, según dijo, no había leído antes a Joyce, ni a otros importantes autores con los que la identificaron. De modo que, aceptando la afirmación de la escritora, aquí nos encontramos con la magia del arte y la literatura, que produce a veces arcanos encuentros, coincidencias que trascienden el espacio, la lengua y el tiempo; convergencias de voces diferentes en marcha subterránea hacia similares expresiones de voluntad creadora. La muy joven Clarice, a través de su personaje Joana, habría podido escribir también las últimas palabras de Stephen: «Salgo a buscar por millonésima vez la realidad de la experiencia y a forjar en la fragua de mi espíritu la conciencia increada de mi raza».
  Hay, en efecto, una consonancia literaria de Clarice con Joyce, en especial con el Retrato... y, en algunos casos, con los recursos poéticos y la epifanía de sus narraciones en Dublineses. Pero, en lugar de influencias, que nadie rechaza y mucho menos cuando llevan el nombre sagrado de Joyce, habría que hablar también de confluencias de visiones artísticas, como ocurre con esas partículas que, según la física moderna, se comunican y atraen aún a grandes distancias, vulnerando las leyes que la ciencia inventó. La esencia del arte, pensaba Heidegger, está en la verdad del ser y en su revelación en la obra bella. Clarice, como Joyce, se propuso desentrañar dicha verdad, alumbrarla, hacerla patente e instalarla en la escritura, en la obra que sería su auténtica realización personal y donde nosotros, lectores, tenemos la posibilidad de una operación inversa, pero asimismo esclarecedora de nuestra esencia humana. Por otra parte, ¿no es maravilloso hallar un eco joyceano en un texto de Clarice, como quien descubre el rastro de una melodía familiar en el primer movimiento de una sinfonía? El lector registra e integra diversas experiencias estéticas y no faltará quien, en sentido contrario, lea primero un texto de la autora brasileña y crea encontrarla después en alguno de Joyce.
  También se le adjudicó la influencia de Virginia Woolf, pero a Clarice no le gustó la comparación que, de nuevo, presenta interesantes puntos de coincidencia, así como aspectos donde divergen. Ambas son autoras que exploran y escriben desde la identidad femenina, mostrando la complejidad psicológica, la profunda sensibilidad y la finísima percepción de la circunstancia que posee el «segundo sexo» del que habló Simone de Beauvoir. Hay en ellas, sin embargo, matices distintos y experiencias artísticas y vitales diversas que, probablemente, quiso subrayar nuestra escritora. Así, el feminismo militante de la Woolf tiene en Clarice una expresión más objetiva y ponderada, en la línea del actual post-feminismo. Es cierto que en la brasileña podemos sentir resonancias, por ejemplo, de la woolfiana Mrs. Dalloway, pero las muchachas y mujeres de Clarice están encuadradas en otra realidad, tienen vivencias diferentes y buscan su definición personal en un contexto propio. Lo importante, sin embargo, es comprobar que su obra es cada vez más reconocida a nivel internacional, al extremo de colocarla en sintonía con la de Virginia Woolf, en el concierto de relevantes mujeres que, con la literatura y el arte, empezaron a cambiar una visión maniquea de la especie humana en la que un género impone sus paradigmas al otro. Clarice Lispector, desde su realidad brasileña, tercermundista e iberoamericana, habla de un yo femenino en el universo de seres humanos que están condenados a la soledad de sí mismos y necesitan mirarse, escucharse y hablarse los unos a las otras, y entre ellos y ellas, para comprender finalmente cuanto son en verdad, simples seres humanos, macho y hembra a un tiempo, como Dios los creó.
  Hay lecturas, desde luego, que influyen y dejan su huella, evidente o velada, en la creación clariceana. Ella leyó, entre otros, a Machado de Assis, el primer escritor universal del Brasil, y a Monteiro Lobato, fundador allí de la literatura para niños; también a Dostoievski, con esa insuperable penetración psicológica sobre el crimen y el castigo, la culpa y el dolor. Conoció a la Emma Bovary que Flaubert pintó con los colores del pesimismo y el amor a la verdad, siempre dura y transgresora. Con el primer dinero que ganó trabajando, compró la edición brasileña de Felicidad, de Katherine Mansfield, con quien se identificó plenamente, una admiración que confirmó, estando en Roma, a su amigo Lúcio Cardoso tras leer la edición italiana de las Cartas de la autora neozalandesa. Reconoció también su aprecio por Julien Green, en cuyas obras predominan escenarios sombríos, donde la Gracia divina no suele evitar trágicos desenlaces. A pesar de todo, en alguna ocasión dijo no tener una amplia formación literaria, tal vez confundiendo la vastedad con la intensidad de las lecturas y su reelaboración individual. Bastó quizás un chispazo de Machado, de Dostoievski, Hesse o Mansfield, para despertar el tigre interior, de esoterismo y amor, al que cantó William Blake. ¿Qué forma, en verdad, a una escritora como Clarice Lispector? No basta con hurgar en su entorno y desarrollo individual, ni en sus posibles influencias, ni en sus lecturas declaradas, ni en las circunstancias históricas o personales. El genio, como ella lo fue, está en y tiene eso, pero además fluye, busca una realización independiente en cuyo proceso se encuentra, confluye, con quienes ayer y hoy, y también mañana, persiguen el imposible de la realización humana. De todo se nutre el escritor y todo lo reelabora y renueva en sí mismo y en su obra. Como decía Unamuno, don Quijote y Sancho no son exclusivos de Cervantes, «ni de ningún soñador que los sueñe, sino que cada uno los hace revivir».
  Lazos abiertos



  El primer libro de cuentos de Clarice Lispector se llamó Alguns contos y fue publicado en 1952 por el Servicio de Documentación, del Ministerio de Educación y Salud, en tirada limitada y de escasa divulgación. Estaba formado por seis aparentemente modestos relatos que, sin embargo, le han dado la vuelta al mundo y son piezas claves para la interpretación del conjunto de su obra. En esos textos de diversa extensión la autora presenta anécdotas sencillas de la vida cotidiana, como miniaturas hechas sobre papel vitela transparente para iluminar un códice que debemos descifrar. Bajo la simplicidad de los acontecimientos narrados, se advierte la tensión secreta de los personajes, que parecen aceptar pasivamente el curso de la realidad familiar, mientras tratan de impedir el vuelo fastidioso de una mosca interior y el inquietante temblor de una flama secreta. Tras una narración fluida, con una secuencia ordenada, se percibe la sombra refrenada del caos que puede desequilibrar las costumbres y las perspectivas mediocres de las personas comunes y corrientes. En el fondo, Clarice desdramatiza para dramatizar sus historias; soslaya al héroe o la heroína tradicional, para mostrar la heroicidad de existir, a secas; reduce la acción, para resaltar la pasión; detiene el tiempo y concentra el instante, que es efímero y eterno a la vez. Nádia Batella Gotlib, su biógrafa, apunta que en ese mismo año Clarice reinició su colaboración en la prensa, con una página titulada «Entre mujeres», en el periódico Comido, bajo el pseudónimo de Teresa Quadros. Ahí publicó, en agosto, una «receta para matar cucarachas», que sería tal vez el embrión de uno de sus cuentos y, quizás, ¿por qué no?, de su famosa novela La pasión según G. H. Del artículo o la crónica al cuento, y de ahí a la novela, y de todo ello a la indagación existencial, cucarachas y seres en universos paralelos.
  En 1960 Clarice publicó Lazos de familia, su segundo libro de cuentos que, como su nombre indica, profundiza y amplía el ya explorado tema de la vida familiar, pero va más allá. En ese volumen se incluyen los seis relatos antes publicados en libro, agregándose otros siete para un simbólico total de trece con los que definitivamente se consagra como narradora. Aquí, como en otros puntos, no se debe pasar por alto el significado cabalístico de un número o una referencia lispectoriana, directa o indirecta, que se nutre y repercute, mejor aún reinventa, su trascendencia sobre lo narrado. Lazos de familia es, como bien se lo dijo Érico Veríssimo, «la más importante colección de historias publicadas en este país [Brasil] en la era posmachadiana». A lo que podría agregarse, sin exagerar, que es la más relevante en el ámbito de lo que Martí llamó nuestra América, al menos en esa década de los sesenta y más adelante, cuando, a pesar de la presencia de notables escritoras, era todavía limitado el reconocimiento al lugar y papel de la mujer en la sociedad, y en los momentos en que comenzaba a fraguar el empuje radical del movimiento feminista en Estados Unidos y otros países. Con su obra, Clarice Lispector se colocó no sólo a la vanguardia de una renovación general en la literatura hecha en esta parte del mundo, sino también con respecto al problema último de la mujer, es decir, el problema de la diferencia que confirma la unicidad compartida del ser humano.
  Estos Lazos... no siempre son de familia, pero en ellos se destaca el tema de la mujer que es madre y esposa, en sus relaciones sutilmente peligrosas con parientes y amigos, pero sobre todo consigo misma, en una especie de serena evaluación de la forma en que se manifiestan y operan dichas relaciones. Un ejemplo brillante es el cuento «Amor», donde se desmitifica primero la idea del matrimonio perfecto, dedicado a cumplir la sagrada función de crecer y reproducirse, con hijos sanos y atisbos de falsa dicha. Clarice reafirma la crítica al papel asignado al ama de casa, sujeta a un mecanismo familiar que la cosifica y despoja de proyección fuera del círculo estrecho y de los invisibles lazos que la asfixian y matan. Y no se queda ahí, le da otra vuelta a la tuerca, penetra en los pensamientos y las sensaciones de Ana, la mujer que sabe todo eso y, sin embargo, valora su situación y es capaz de manejarla con una clarividencia que el hombre, su marido, ni siquiera sospecha: ... Por caminos torcidos había venido a caer en un destino de mujer, con la sorpresa de caber en él como si ella lo hubiera inventado. El hombre con el que se casó era un hombre de verdad, los hijos que habían tenido eran hijos de verdad. Su juventud anterior le parecía tan extraña como una enfermedad de vida. Había emergido de ella muy pronto para descubrir que también sin felicidad se vivía: aboliéndola, había encontrado una legión de personas, antes invisibles, que vivían como quien trabaja con persistencia, continuidad, alegría...

Esa mujer de Clarice no es un personaje atrofiado, abúlico, irremediablemente alienado de su propia naturaleza. Ana tiene que tomar precauciones, «cuidarse en la hora peligrosa de la tarde», sofocar la ternura del espanto, controlar su corazón y alimentar anónimamente la vida. La pueden asaltar sentimientos extraños, una oscura ansiedad por lanzarse al vacío, a ese pozo sin fondo de ser en la nada, solitaria y final. Así, busca siempre tener las manos ocupadas, ir al mercado, hacer la compra y regresar al hogar con un bolso de huevos, en tortuoso tranvía. Y es aquí donde la escritora le da otro giro a la historia: en una parada Ana ve a un ciego masticando chicle, una escena que le resulta inquietante. Ella mira y el ciego no la ve; ella quiere comunicarse, al menos visualmente, pero el Otro ni siquiera se da cuenta de su intención, y esa ignorancia es insulto, rechazo; ella quiere otorgarle simpatía, amor, pero el invidente no está atento, se distrae en rumiar su ausencia. El problema, pues, no radica solamente en la condición social de la mujer, o en la estructura de la vida familiar. Hay algo más abajo, un asunto mucho más difícil de resolver, la incomunicación humana.
  Lo extraordinario de Clarice es que, después de plantearnos problemas y puntos de vista tan fuertes y decisivos, cuando parece difícil —por no decir imposible— agregar algo más, ella continúa excavando, como una espiral invertida, para sacar a la luz la complejidad de ser. Es lo que ocurre también en «Amor». Sin darse cuenta, Ana llega al Jardín Botánico, aquí una metáfora del perdido Jardín donde florece el Bien y en silencio trabaja la raíz del Mal. Sentada en una banca del Jardín siente, como en un sueño, la náusea y la iluminación de la naturaleza y el mundo, una experiencia típica de los personajes clariceanos. Percibe la actividad callada de la vegetación, la fina estatura de las palmeras salvajes, la vibración del reino de los insectos, el rumor de la brisa entre las flores y, sumergida en un éxtasis, pasa una prueba similar a la mística vía unitiva de identificación con Dios, y tiene miedo del Infierno. Clarice Lispector, sin mucho aparato, ha llevado a esta mujer sencilla, con su bolsa de huevos rotos y pegajosa sustancia, a un momento excepcional del espíritu, a la noche oscura de Juan de la Cruz, «con ansias en amores inflamada, / ¡oh dichosa ventura!, / salí sin ser notada, / estando ya mi casa sosegada».
  De repente, Ana recuerda a los niños y regresa corriendo al hogar. Abraza al hijo que la recibe, se protege, «porque la vida era peligrosa» (eso dice también el Riobaldo de Guimaráes Rosa), y ama con repugnancia el mundo que recupera. Prepara la cena, recibe al marido, come en familia y, después, se peina frente al espejo. Ha vuelto a su vida normal, terminó «el vértigo de la bondad» y, «Antes de acostarse, como si apagara una vela, sopló la pequeña llama del día». Clarice cierra el círculo de la historia. Mañana será otro día, que también tendrá su pequeña flama, su luz efímera bajo la cual, sin embargo, se podrá vislumbrar lo Prohibido. La mujer sin atributos, aparentemente ordinaria, vacía o domesticada, es capaz de mitigar el fuego fatuo de las circunstancias, y de encender otra vez el ritmo de la vida, un día tras otro día.
  Este cuento paradigmático muestra los trazos principales de la estrategia narrativa de la escritora brasileña, los mismos que, con necesarias variantes, podemos apreciar en el resto de su obra. Primero, hay una estampa casi objetiva de la situación del personaje: la muchacha ligeramente embriagada; Laura que imita la rosa; Preciosidad de quince años; Arturo al comienzo de su fortuna; el profesor con su saco al hombro, y los demás. Después, la indagación en la conciencia de sí, que a veces se oculta bajo una apariencia plana. En seguida, el afán de comunicarse con los otros y la abrupta constatación de su imposibilidad. Luego, la revelación instantánea, el darse cuenta, la epifanía fulminante, a partir de lo cual se puede, finalmente, regresar a la normalidad, asumir la tragedia de seguir viviendo en otra noche cualquiera de mayo, un somnoliento domingo en San Cristovão. Y casi todo enredado en unos lazos familiares que parecen unir y sin embargo impiden la expresión genuina de las ilusiones y sentimientos de esos seres congregados por la biología y la norma social.
  Felicidad narrativa



  En 1964 Clarice publicó La Legión Extranjera, un heterodoxo libro que reúne, otra vez, trece cuentos en el sentido tradicional de la palabra, así como una segunda parte con escritos más propiamente ubicados en el género de la crónica. En esta poco convencional agrupación se podría encontrar una intención transgresora, implícita en muchos de los textos de una u otra sección del libro, que ilustra una poética, una concepción de la literatura como vehículo verbal de imágenes, sentimientos e ideas, independientemente de las reglas formales de su manifestación. Para Clarice Lispector la creación literaria no es solamente arte, técnica, y tampoco se limita a la creación misma: es el sentido que anima y explica a la palabra, como propondría Ricoeur; es la esencia del acto, que se manifiesta unas veces como testimonio, otras en el magnesio de la poesía, y aún otras más en todas las formas posibles de la simbolización escrita. No es ahora cuento, allá crónica, después novela y aquí tragedia, sino todo eso revuelto, como la experiencia misma, y todo eso reconvertido a su expresión más ambigua, donde cabe lo cierto, lo específico y duro, junto a lo nunca concreto, lo imaginado, irreal.
  El cuento que cierra la primera parte del volumen presenta otra vertiente de la obra de Clarice, al narrar prácticamente dos historias distintas, aunque conectadas, desde un mismo punto de vista. Ante todo, es conveniente subrayar la importancia que la autora le da a los nombres, o a su ausencia, tanto en los textos y libros como de los personajes, lugares y cosas. Hay en ello un toque esotérico, en la línea de la tradición judía, que podemos encontrar aquí en la Sofía de los desastres; la anónima muchacha del mensaje; la Margarita que llevan a Petrópolis, y así sucesivamente. En consecuencia, ¿por qué el cuento, este libro todo, se llama La Legión Extranjera, apelativo propio de la conocida unidad de combate francesa? Se podría especular en torno a la evacuación del cuartel general de dichas tropas, en 1962, lo que simbólicamente ocurre con la niña Ofelia, que al cabo se retira del departamento. Pero las palabras también pueden retomar el asunto de la diferencia, el tema de los Otros, que son legión y, en su distanciamiento, extranjeros. Los padres de Ofelia, y la misma niña, son trigueños, acaso indios, y la madre rechaza a la narradora del cuento. No hay comunicación posible, salvo por medio de la pequeña —que finalmente se marcha a cumplir su destino de princesa en medio del desierto— y de un frágil pollito, a quien la mano infantil mató por amor.
  El polluelo forma parte del zoológico emblemático, y asimismo real, que puebla la cuentística de la escritora brasileña, por donde corren las gallinas, saltan los macacos, relinchan caballos y nos miran los ojos de odio y amor del búfalo salvaje, hablándonos quizás de ese otro en lo otro, pero igualmente existente, que es el mundo animal, Ya en Lazos de familia había «Una gallina», simpático cuento en que el ave «de domingo» se escapa de su destino alimentario volando por el muro de la terraza y los tejados vecinos, hasta que el dueño de la casa la alcanza y la regresa al piso de la cocina, vencida para el almuerzo. Entonces, «de puros nervios, la gallina puso un huevo», un acto sorpresivo e involuntario mediante el cual logra el perdón familiar y se transforma en la reina de la casa. El breve relato es toda una alegoría de la condición femenina, la maternidad, la libertad y la salvación por medio de la creación, temas que reaparecen bajo una óptica más oscura, casi como en un ensayo de filosofía ocultista, en «El huevo y la gallina». Pero no es el único «bicho» en las historias de Clarice. Están también el perro abandonado por «el profesor de matemáticas»; la mona Lisette, de «Macacos»; las cucarachas de «La quinta historia» (y en su ya citada novela La pasión según G. H.); el «Seco estudio de caballos»; el saguino o monito de «Una tarde plena»; las vacas en «Viacrucis», y otros. En su variedad, ellos son evidencias de la inquieta mirada de la escritora que, para humanizar, se dirige también a lo no humano; a fin de indagar sobre la engañosa inteligencia, presenta el contraste de lo supuestamente irracional; junto a la dificultad de la comunicación humana, retrata la incapacidad para comprender otras formas de vida; fuera de la palabra y el habla, encuentra el sonido inaccesible, la mudez, silencio.
  Clarice y sus personajes también buscan la felicidad, ese estado del ánimo que se complace en la posesión de un bien, la satisfacción en medio de las frustraciones que a diario impone la realidad mezquina. Pero ella no habla de la felicidad platónica en la virtud, o de la beatitud del sabio, sino más bien de aquella que procede de la vida misma, según Plotino, y se realiza en la propia persona, en este caso como un placer secreto, clandestino, que sólo reconoce quien lo disfruta. A partir de un episodio de su infancia, Clarice cuenta en «Felicidad clandestina» su encuentro con «esa cosa» que le produciría «un éxtasis purísimo» y sería para siempre «su amante»: un libro. En la realidad, se trató de un texto de Monteiro Lobato al que más tarde se agregaría Bliss de la Mansfield como pieza fundamental para su formación artística, un libro que contenía frases tan diferentes que me quedé leyendo, presa, allí mismo. Emocionada, yo pensaba: ¡pero ese libro soy yo! Sólo después vine a saber que la autora era considerada uno de los mejores escritores de su época: Katherine Mansfield.

El cuento, que en su primera versión se llamó «Tortura y gloria», es también un pequeño homenaje a la célebre escritora neozelandesa. Aunque son dos historias totalmente distintas, el placer estético que experimenta la Bertha de Mansfield al contemplar desde su ventana un peral en pleno florecimiento, es igualmente íntimo, imposible de compartir. Así lo comprende, en otro contexto, la Clarice narradora que, al sentarse sobre la hamaca y balancearse con el libro abierto sobre el regazo, se convierte «en una mujer con su amante». Hermosa metáfora del acto de leer que es, como dice Gloria Prado, «hacer el amor con el texto», una cópula que Clarice Lispector va a sostener, infinita, ardiente y libremente, con el ser genérico que está hecho, vive y perdura en las palabras.
  De cuerpo entero



  A lo largo prácticamente de toda su obra se puede apreciar el juego constante de Clarice con lo que Georges Bataille definió como las tres formas del erotismo: el de los cuerpos; el de los corazones, y el sagrado, que en ella aparecen unas veces mezclados, como en «La mujer más pequeña del mundo», y otras centrados en una experiencia casi mística, como en «Las aguas del mar», que por cierto es un fragmento de su novela Aprendizaje o El libro de los placeres. El «erotismo de los cuerpos» se manifiesta más directamente en su libro de cuentos El viacrucis del cuerpo, publicado en 1974, el mismo año de otro volumen, Dónde estuviste de noche, también conocido como Silencio. Allí, Clarice se siente obligada a introducir una «explicación» acerca del origen de los relatos, hechos a petición de su editor, y varios de los cuales escribió un Día de las Madres, algo que la inquietaba: «no quería que mis hijos (los) leyesen porque me daría vergüenza».
  El viacrucis del cuerpo es un libro compuesto, de nuevo, por trece historias, un volumen precedido por epígrafes que muestran dos vertientes fundamentales en la narrativa clariceana. Se trata, por una parte, de las referencias bíblicas, en este caso explícitas pero que están impresas de diversas maneras en toda su obra, ya sea como alusión al Antiguo o el Nuevo Testamento, o en la marca indeleble de su escritura, donde encontramos, entre otros recursos, la feliz reelaboración de la advocación lírica, el tono reflexivo y sentencioso, y la reiteración de las voces que elevan la experiencia humana, como humo de incienso, a un sentido más alto, de mayor trascendencia. En ese mismo contexto, Clarice introduce dos citas de su propia mano, transgrediendo y al mismo tiempo integrando las letras divinas a su mundo de ficción y lenguaje coloquial: Yo, que entiendo el cuerpo. Y sus crueles exigencias. Siempre conocí el cuerpo. Su torbellino atolondrante. El cuerpo grave. (Personaje mío todavía sin nombre.)

Y para cerrar, otro epígrafe cuya fuente Clarice explica así: «No sé de quién es». A tres años de su lamentable deceso, la escritora ya había subvertido hasta la cita ortodoxa. Pero no sólo eso. Hay en este libro de madurez artística una ruptura general con las convenciones sociales, un corte con las formas aceptadas de las relaciones amorosas y sexuales; con la técnica narrativa (ahora más apegada a la concisión periodística) y la compartimentación de los géneros, en una interesante evolución hacia el plano fantástico. Por ejemplo, en «Miss Algrave» que, a diferencia de otros textos, se desarrolla en Londres, donde esta señorita, «soltera, y claro, virgen, es claro. Vivía en un cobertizo en Soho...». Cuando pasaba por Picadilly Centre y veía a las mujeres esperando a los hombres, sólo le faltaba vomitar. A ella nunca le habían tocado los senos. Se bañaba todos los sábados, sin mirarse el cuerpo desnudo, hasta que una noche entró por la ventana un ente fantástico, venido de Saturno, y despertó su sexualidad. Descubrió que «Ser mujer era una cosa soberbia. Sólo quien era mujer lo sabía». Y ya no pudo, ni quiso controlar el deseo; renunció al empleo burocrático, se hizo prostituta y comenzó a ganar mucho dinero, esperando la próxima luna llena, la vuelta del saturniano. Miss Algrave se llama Ruth, nombre bíblico, y es una parábola del extraño proceso en que, a veces, una mujer reconoce su sexualidad y aprende a valorar las posibilidades de su cuerpo, ese instrumento fundamental de la existencia que, a juicio de Merleau-Ponty, establece la percepción y condiciona la relación entre el ser y el aquello que está fuera del ser.
  A primera vista, los cuentos de este libro parecen sencillos, incluso superficiales, y hasta hubo quien, según la misma Clarice, le dijo que «no eran literatura, era basura». De acuerdo, respondió la escritora, pero «hay hora para todo. Hay también la hora de la basura». Décadas después, es evidente que ambos estaban equivocados. Con esas historias eróticas, de trazo seguro, Clarice abrió una ventana hasta entonces poco destapada en la literatura iberoamericana, y mucho menos por mujeres. ¿Quién, en esta región, a mitad de los años setenta del siglo XX, abordaba con tanto desenfado la relación sexual entre tres personas, como en «El cuerpo», donde Xavier, Carmen y Beatriz se meten juntos a la cama, y las dos mujeres mantienen por su parte encuentros homosexuales? Con detalle de la violencia, el crimen, pero sin pornografía. La solución de ese cuento, como de nota roja en un diario de pueblo chico, apunta hacia el descubrimiento de la identidad de género. Clarice devela los complejos sentimientos de las preferencias sexuales, por ejemplo, en «Él me bebió», donde el maquillista Serjoca «no quería nada con mujeres. Quería hombres», y a contrapelo hace que Aurélia se mire al espejo y vea su «rostro humano, triste, delicado»; que se identifique y nazca como persona. Algo similar le pasa a Luisa, cuyo nombre de guerra es Carla, una bailarina del tugurio «Erótica» que rompe el estereotipo de prostituta frívola y se da cuenta de que ella, mujer, no sabe siquiera freír un huevo. O a la Madre Clara, que rezaba y rezaba, hasta que se cansó de vivir entre mujeres, abandonó el convento, se decidió por arder, casarse, y tuvo cuatro hijos, todos hombres. En estos casos el cuerpo es, primero, objeto de manipulación, medio de vida o castigo; y de improviso, cuando se toma conciencia de su naturaleza y fines, un medio eficaz para la realización femenina.
  Hay todavía algo más. Para Clarice Lispector el cuerpo es fuente y sustento del mito. Toda su literatura nace y transita por los cinco sentidos, está firmemente anclada y va del cuerpo —cabeza y sexo, mirar, oír— a la fantasía y la imaginación, en un movimiento que, de paso, subvierte el dogma para sacralizar la vida. Es lo que ocurre en su relato «Viacrucis», cuando María de los Dolores recrea el milagro de la divina Encarnación. El cuerpo de la mujer es matriz de la leyenda, órgano reproductor de la quimera y, al mismo tiempo, origen del viacrucis que, dice la escritora, todos pasan, todos sufrimos en la carne viva.
  La bella y la letra



  Según su amiga Olga Borelli, Clarice jamás salía de casa sin estar arreglada, con collares al cuello, bien vestida, casi siempre de blanco, negro o rojo. «El rímel negro, colocado con sutileza, aumentaba la oblicuidad y hacía resaltar el verde marítimo de los ojos...» Basta contemplar su retrato para admirar la belleza física de aquella mujer misteriosa, distante, inalcanzable, con un toque de ironía en la mirada, como quien reta y a la vez promete; dueña de sí, aunque de íntima porcelana; ajena pero abierta a la pertenencia plena; de noble porte y refinado gesto, terrenal, etérea, con mármol hecha en la fina sustancia de los sueños. La imagen plasmada por las cámaras fotográficas, o por el pincel de los pintores (De Chirico, Scliar), revela líneas de erotismo, fantasía y seductor hermetismo que se entrecruzan y marcan de igual modo su escritura. En la mujer fascinante está el genio perturbador; en la belleza, un salto mortal hacia lo humano, y en toda Clarice Lispector una sola emulsión sensible, una sobreimpresión intencional de persona y palabra, de figura y ensueño, para ser una estampa de pugnante simbiosis entre el arte y la vida.
  Recluida en sí misma, bajo su cuidada apariencia no dejó de advertir la injusticia, con niños muertos de hambre, víctimas de un destino que ella sola no podría cambiar. En el mundo hay dolor, miseria y tristeza cuyo golpe es tan fuerte —tal diría Vallejo— como la ira de Dios. Y la comprensión de esa realidad, otra iluminación, la plasmó claramente en un cuento revelador de una crítica y aguda visión social: «La bella y la fiera, o una herida grande además». Ése fue el título escogido por su hijo Paulo para el volumen La bella y la fiera, publicación póstuma, en 1979, que reúne los primeros y últimos relatos de la escritora. Y «La bella...» es, en cierto modo, un último intento de Clarice por explicarse, a través de sus personajes, la condición de la mujer, de cualquier ser humano, en una sociedad absurda donde prevalece el dinero y, mucho peor, la incapacidad para el diálogo. La elegante señora Carla de Sousa e Santos se encuentra con un mendigo al que le falta una pierna. Es el mismo tipo de choque que experimenta Ana, la del cuento «Amor», cuando ve a un ciego mascando chicle; un flechazo a la conciencia, una piedra lanzada a un lago hasta entonces tranquilo. Y después del terremoto interior, al regresar en su coche a la casa, la dama piensa: «ni me acordé de preguntarle el nombre (al mendigo)». Todo sigue su agitado curso. Es peligroso vivir.
  Una enfermedad terminal se llevó rápida y finalmente a Clarice el 9 de diciembre de 1977, víspera de su cumpleaños. El sepelio no fue el 10, por ser Shabat, día sagrado en que se encienden dos velas para que reine el amor, la armonía y la paz, sino hasta el 11, en el Cementerio Israelita de Río de Janeiro, poco después que su cuerpo, de acuerdo al ritual judío, fue lavado de angustias por tres mujeres vestidas de negro y entregado a la gloria pasajera del mundo, al eterno misterio del que nada se sabe. «Muero y renazco —escribió en el mismo hospital, poco antes de irse—. Incluso yo ya morí la muerte de otros. Pero ahora muero de embriaguez de vida... [...] Mi futuro es la noche oscura. Pero vibrando en electrones, neutrones, mesones— y para más no sé, sin embargo, qué es el perdón que yo me invento...»
  Al acercarnos a su obra, en silencioso homenaje, comprobamos que en verdad Clarice no se ha ido, vibra en estas páginas, para siempre incompletas como soplo de vida, renace en sus personajes, está hecha letra, nombre secreto, palabra disuelta en distante estrella. Y sobre su pecho ponemos trece veces trece estos lirios blancos, nuestra devota lectura.
  Miguel Cossío Woodward

  Ciudad de México, verano del 2001

  Nota sobre los criterios editoriales



  Esta compilación, estamos seguros, no tiene precedente en lengua española. Para ordenarla se optó por presentar los cuentos en estricta secuencia cronológica de publicación, eliminando, en su caso, los textos que de un volumen a otro se repetían, a veces con distinto título. Aprovechamos las excelentes traducciones de Cristina Peri Rossi (Lazos de familia y Silencio, aquí publicado como ¿Dónde estuviste de noche? para recuperar su título original), Juan García Gayó (La Legión Extranjera) y Marcelo Cohen (Felicidad clandestina). Mario Morales tradujo El viacrucis del cuerpo y La bella y la bestia; además, cotejó las traducciones y revisó minuciosamente las pruebas, a la caza de posibles gazapos e inconsistencias. El resultado es este volumen, más que una muestra de la cuentística de Clarice Lispector, una feliz reunión de criaturas dispersas en un arca de papel que habrá de acercarlas a quienes las aprecian.
 
CUENTOS REUNIDOS


  Quiero dejar constancia de mi agradecimiento a la Dra. Nádia Battella Gótlib, biógrafa de Clarice Lispector y profesora de la Universidad de São Paulo, por su insuperable trabajo de investigación y divulgación de la vida y obra lispectoriana, y más aún por su invaluable amistad. A la Dra. María Ivonete Santos Silva, de la Universidad de Uberlandia, Minas Gerais, por su colaboración. A mis queridas amigas y colegas, las Dras. Gloria Prado y Blanca Ansoloaga, de la Universidad Iberoamericana, México, también admiradoras de Clarice Lispector. A mis alumnas del programa de Modelos Literarios Brasileños y Antillanos, en la Universidad Iberoamericana, para siempre iniciadas en un culto de asombro y fascinación permanente. A la editorial Siruela, que rescata, consagra y difunde con exquisito cuidado cuanto dejó, en letra de fuego, la brasileña universal.
  M. C. W.

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