miércoles, 4 de noviembre de 2015

Sir Salman Rushdie. Novela: Los versos satánicos.


Sir Salman Rushdie, cuyo nombre completo es Ahmed Salman Rushdie (Bombay, 19 de junio de 1947), es un escritor y ensayista británico, cuyas dos novelas más famosas son `Hijos de la medianoche` (Midnight`s Children) y `Los versos satánicos` (The Satanic Verses). Su estilo ha sido comparado con el realismo mágico latinoamericano, y la mayor parte de sus obras de ficción están ambientadas en el subcontinente Indio.

Ahmed Salman Rushdie nació en Bombay el 19 de junio de 1947, solo dos meses antes de que la India se independizase del dominio colonial británico, en una acomodada familia de cachemires de cultura musulmana, aunque su padre, Anis Ahmed Rushdie —un hombre de negocios que había estudiado en Cambridge— no era creyente. Su madre, Negin Butt, era maestra. En su hogar se hablaba tanto inglés, la principal lengua de cultura de la joven nación india, como urdú.

A los 14 años, en 1961, Rushdie fue enviado por sus padres al Reino Unido, donde estudió en Rugby School, uno de los más prestigiosos internados británicos. Allí fue atormentado por sus compañeros a causa de su origen indio y de sus escasas dotes deportivas. Más tarde estudió en el King`s College de la Universidad de Cambridge, donde obtuvo la maestría en historia en 1968.

En 2004 se casó por cuarta vez con la conocida modelo y actriz india Padma Lakshmi, de la cual se divorció en año 2007.
Fuente:
N.N.


Satanás, relegado a una condición errante, vagabunda, transitoria, carece de morada fija; porque si bien a consecuencia de su naturaleza angélica, tiene un cierto imperio en la líquida inmensidad o aire, ello no obstante, forma parte integrante de su castigo el carecer... de lugar o espacio propio en el que posar la planta del pie.

         DANIEL DEFOE, Historia del diablo.

I

EL ÁNGEL GIBREEL


1

«Para volver a nacer —cantaba Gibreel Farishta mientras caía de los cielos, dando tumbos— tienes que haber muerto. ¡Ay, sí! ¡Ay, sí! Para posarte en el seno de la tierra, tienes que haber volado. ¡Ta-taa! ¡Takachum! ¿Cómo volver a sonreír si antes no lloraste? ¿Cómo conquistar el amor de la adorada, alma cándida, sin un suspiro? Baba, si quieres volver a nacer...» Amanecía apenas un día de invierno, por el Año Nuevo poco más o menos, cuando dos hombres vivos, reales y completamente desarrollados, caían desde gran altura, veintinueve mil dos pies, hacia el canal de la Mancha, desprovistos de paracaídas y de alas, bajo un cielo límpido.
«Yo te digo que debes morir, te digo, te digo...», y así una vez y otra, bajo una luna de alabastro, hasta que una voz estentórea rasgó la noche: «¡Al diablo con tus canciones! —Las palabras pendían, cristalinas, en la noche blanca y helada—. En tus películas sólo movías los labios porque te doblaban, así que ahórrame ahora ese ruido infernal.»
Gibreel, el solista desafinado, hacía piruetas al claro de luna, mientras cantaba su espontáneo gazal, nadando en el aire, ora mariposa, ora braza, enroscándose, extendiendo brazos y piernas en el casi infinito del casi amanecer, adoptando actitudes heráldicas, ora rampante, ora yacente, oponiendo la ligereza a la gravedad. Rodó alegremente hacia la sardónica voz. «Hola, compañero, ¿eres tú? ¡Qué alegría! ¿Qué hay, mi buen Chamchito?» A lo que el otro, una sombra impecable que caía cabeza abajo en perfecta vertical, con su traje gris bien abrochado y los brazos pegados a los costados, tocado, como lo más natural del mundo, con extemporáneo bombín, hizo la mueca propia del enemigo de diminutivos. «¡Eh, paisano! —gritó Gibreel, provocando otra mueca invertida—. ¡Es el mismo Londres, chico! ¡Allá vamos! Esos cabritos de ahí abajo no sabrán lo que se les vino encima, si un meteoro, un rayo o la venganza de Dios. Llovidos del cielo, muñeca. ¡Puummmmba! Cras, ¿eh? ¡Qué entrada, Yyyaaa! Yo te digo... Flas.»
Llovidos del cielo: un big bang seguido de catarata de estrellas. Un principio de Universo, un eco en miniatura del nacimiento del tiempo... el jumbo Bostan, vuelo AI-420 de la Air India, estalló sin previo aviso a gran altura sobre la grande, putrefacta, hermosa, nivea y resplandeciente ciudad de Mahagonny, Babilonia, Alphaville. Claro que Gibreel ya ha pronunciado su nombre, de manera que yo no puedo interferir: el mismo Londres, capital de Vilayet, parpadeaba, centelleaba y se mecía en la noche. Mientras, a una altura de Himalaya, un sol fugaz y prematuro estallaba en el aire cristalino de enero, un punto desaparecía de las pantallas de radar y el aire transparente se llenaba de cuerpos que descendían del Everest de la catástrofe a la láctea palidez del mar.
¿Quién soy yo?
¿Quién más está ahí?
El avión se partió por la mitad, como vaina que suelta las semillas, huevo que descubre su misterio. Dos actores, Gibreel, el de las piruetas, y el abotonado y circunspecto Mr. Saladin Chamcha, caían cual briznas de tabaco de un viejo cigarro roto. Encima, detrás, debajo de ellos, planeaban en el vacío butacas reclinables, auriculares estéreo, carritos de bebidas, recipientes de los efectos del malestar provocado por la locomoción, tarjetas de desembarque, juegos de vídeo libres de aduana, gorras con galones, vasos de papel, mantas, máscaras de oxígeno... Y también —porque a bordo del aparato viajaban no pocos emigrantes, sí, un número considerable de esposas que habían sido interrogadas, por razonables y concienzudos funcionarios, acerca de la longitud y marcas distintivas de los genitales del marido, y un regular contingente de niños sobre cuya legitimidad el Gobierno británico había manifestado sus siempre razonables dudas—, también, mezclados con los restos del avión, no menos fragmentados ni menos absurdos, flotaban los desechos del alma, recuerdos rotos, yoes arrinconados, lenguas maternas cercenadas, intimidades violadas, chistes intraducibies, futuros extinguidos, amores perdidos, significado olvidado de palabras huecas y altisonantes, tierra, entorno natural, casa. Un poco aturdidos por el estallido, Gibreel y Saladin bajaban como fardos soltados por una cigüeña distraída de pico flojo, y Chamcha, que caía cabeza abajo, en la posición recomendada para el feto que va a entrar en el cuello del útero, empezó a sentir una sorda irritación ante la resistencia del otro a caer con normalidad. Saladin descendía en picado mientras que Farishta abrazaba el aire, asiéndolo con brazos y piernas, con los ademanes del actor amanerado que desconoce las técnicas de la sobriedad. Abajo, cubiertas de nubes, esperaban su entrada las corrientes lentas y glaciales de la Manga inglesa, la zona señalada para su reencarnación marina.
«Oh, mis zapatos son japoneses —cantaba Gibreel, traduciendo al inglés la letra de la vieja canción, en semiinconsciente deferencia hacia la nación anfitriona que se precipitaba a su encuentro—, el pantalón, inglés, pues no faltaba más. En la cabeza, un gorro ruso rojo; mas el corazón sigue siendo indio, a pesar de todo.» Las nubes hervían, espumeantes, cada vez más cerca, y quizá fuera por aquella gran fantasmagoría de cúmulos y cumulonimbos, con sus tormentosas cúspides enhiestas a la luz del amanecer, quizá fuera el dúo (cantando el uno y abucheando el otro) o quizás el delirio provocado por la explosión que les evitaba apercibirse de lo inminente..., lo cierto es que los dos hombres, Gibreelsaladin Farischtachamcha, condenados a esta angelicodemoníaca caída sin fin pero efímera, no se dieron cuenta del momento en que empezaba el proceso de su transmutación. ¿Mutación?
Sí, señor; pero no casual. Allá arriba, en el aire-espacio, en ese campo blando e intangible que el siglo ha hecho viable y que se ha convertido en uno de sus lugares definitorios, la zona de la movilidad y de la guerra, la que empequeñece el planeta, la del vacío de poder, la más insegura y transitoria, ilusoria, discontinua y metamórfica —porque, cuando lo arrojas todo al aire, puede ocurrir cualquier cosa—, allá arriba, decía, se operaron, en unos actores delirantes, cambios que habrían alegrado el corazón del viejo Mr. Lamarck: bajo extrema presión ambiental, se adquirieron determinadas características.
¿Qué características respectivamente? Calma, ¿se han creído que la Creación se produce a marchas forzadas? Bien, pues la revelación tampoco... Echen una mirada a la pareja. ¿Observan algo extraño? Sólo dos hombres morenos en caída libre; la cosa no tiene nada de particular, pensarán, treparon demasiado, se pasaron, volaron muy cerca del sol, ¿no es eso? No es eso. Presten atención.
Mr. Saladin Chamcha, consternado por los sonidos que manaban de la boca de Gibreel Farishta, contraatacó con sus propios versos. Lo que Farishta oyó tremolar en el fantasmagórico aire nocturno era también una vieja canción, letra de Mr. James Thomson, mil setecientos a mil setecientos cuarenta y ocho. «... por orden del cielo —entonaba Chamcha con unos labios que el frío ponía patrióticamente rojos, blancos y azules— surgió del aaaazul... —Farishta, consternado, se desgañitaba cantando a los zapatos japoneses, los gorros rusos y los corazones inviolablemente subcontinentales, pero no conseguía ahogar la atronadora voz de Saladin— ... y los ángeles de la guaaaarda entonaban el estribillo.»
Desengañémonos, era imposible que se oyeran mutuamente, y no digamos que conversaran y compitieran en el canto de esta manera. Acelerando hacia el planeta, con la atmósfera silbando alrededor, ¿cómo habían de oírse? Pero, desengañémonos nuevamente, se oían.
Se precipitaban hacia abajo y el frío invernal que les escarchaba las pestañas y amenazaba con helarles el corazón estaba a punto de despertarles de su ensueño exaltado, ya iban a percatarse del milagro del canto, de la lluvia de extremidades y de niños de la que ellos formaban parte y del horrible destino que subía a su encuentro cuando, empapándose y congelándose instantáneamente, se sumergieron en la ebullición glacial de las nubes.
Se hallaban en lo que parecía ser un largo túnel vertical. Chamcha, atildado, envarado y todavía cabeza abajo, vio cómo Gibreel Farishta, con su camisa sport color púrpura, nadaba hacia él por aquel embudo con paredes de nube, y quiso gritar: «No te acerques, aléjate de mí», pero algo se lo impidió, un agudo cosquilleo que se iniciaba en sus intestinos, de manera que, en lugar de proferir palabras hostiles, abrió los brazos y Farishta nadó hacia ellos y quedaron abrazados cabeza con pie, y la fuerza de la colisión les hizo voltear y caer haciendo molinetes por el agujero que conducía al País de las Maravillas. Mientras se abrían paso, surgieron de la blancura una sucesión de formas nebulosas, en metamorfosis incesante de dioses en toros, mujeres en arañas y hombres en lobos. Nubes-criaturas híbridas se precipitaban hacia ellos, flores gigantes con pechos humanos colgadas de tallos carnosos, gatos alados y centauros, y Chamcha, en su aturdimiento, tenía la impresión de que también él había adquirido calidad nebulosa y metamórfica, híbrida, como si estuviera convirtiéndose en la persona cuya cabeza estaba inserta entre sus piernas y cuyas piernas se enlazaban alrededor de su largo y estirado cuello.
Aquella persona, empero, no tenía tiempo para tales fantasías; es más, era incapaz de entregarse al más nimio fantaseo. Y es que acababa de ver emerger del remolino de las nubes la figura de una seductora mujer de cierta edad, con sari de brocado verde y oro, brillante en la nariz y moño alto bien defendido por la laca de los embates del viento de las alturas, que viajaba cómodamente sentada en alfombra voladora. «Rekha Merchant —saludó Gibreel—, ¿acaso no has podido encontrar el camino del cielo?» ¡Impertinentes palabras para ser dichas a una muerta! Pero, en descargo del osado, puede aducirse su condición traumatizada y vertiginosa... Chamcha, agarrado a sus piernas, profirió una interrogación de perplejidad: «¿Qué diablos?»
«¿Tú no la ves? —gritó Gibreel—. ¿No ves su recondenada alfombra de Bokhara?»
No, no, Gibbo, susurró en sus oídos la voz de la mujer; no esperes que él confirme. Yo soy única y estrictamente para tus ojos, excremento de cerdo, mi bien. Con la muerte llega la sinceridad, amor, y ahora puedo llamarte por tu nombre.
La nebulosa Rekha murmuraba agrias trivialidades, pero Gibreel gritó otra vez a Chamcha: «Compa, ¿la ves o no la ves?»
Saladin Chamcha no veía, ni oía, ni decía nada. Gibreel se encaró con ella solo. «No debiste hacerlo —la reprendió—. No, señora. Es un pecado. Una enormidad.»
Oh, y ahora me riñes, rió ella. Ahora tú eres el que se da aires de moralidad, qué risa. Tú me dejaste, le recordó su voz al oído, como si le mordisqueara el lóbulo de la oreja. Fuiste tú, luna de mis delicias, el que se escondió en una nube. Y yo me quedé a oscuras, ciega, perdida por amor.
Él empezaba a tener miedo. «¿Qué quieres? No; no me lo digas, sólo márchate.»
Cuando estuviste enfermo, yo no podía ir a verte, por el escándalo; tú sabías que no podía, que me mantenía apartada por tu bien, pero después me castigaste, lo utilizaste de pretexto para marcharte, de nube para esconderte. Eso, y también a ella, la mujer de los hielos. Canalla. Ahora que estoy muerta he olvidado cómo se perdona. Yo te maldigo, mi Gibreel, que tu vida sea un infierno. Un infierno, porque ahí me mandaste, maldito seas, y de ahí viniste, demonio, y ahí vas, imbécil, que te aproveche la jodida zambullida. La maldición de Rekha y, después, unos versos en una lengua que él no entendía, secos y sibilantes, en los que repetidamente creyó distinguir, o tal vez no, el nombre de Al-Lat.
Gibreel se apretó contra Chamcha y salieron de las nubes.
La velocidad, la sensación de velocidad volvió, silbando su nota escalofriante. El techo de nubes voló hacia lo alto, el suelo de agua se acercó y ellos abrieron los ojos. Un grito, el mismo grito que aleteaba en su vientre cuando Gibreel nadaba por el cielo, escapó de labios de Chamcha; un rayo de sol taladró su boca abierta liberándolo. Pero Chamcha y Farishta, que habían caído a través de las transformaciones de las nubes, también tenían contorno vago y difuso, y cuando la luz del sol dio en Chamcha, liberó algo más que un grito.
«Vuela —gritó Chamcha a Gibreel—. Echa a volar, ya.» Y, sin saber la razón, agregó lada orden: «Y canta.»
¿Cómo llega al mundo lo nuevo? ¿Cómo nace?
¿De qué fusiones, transubstanciaciones y conjunciones se forma?
¿Cómo sobrevive, siendo como es tan extremo y peligroso? ¿Qué compromisos, qué pactos, qué traiciones a su íntima naturaleza tiene que hacer para contener a la panda de demoledores, al ángel exterminador, a la guillotina?
¿Es siempre caída el nacimiento?
¿Tienen alas los ángeles? ¿Vuelan los hombres?


Cuando Mr. Saladin Chamcha caía de las nubes sobre el canal de la Mancha, sentía el corazón atenazado por una fuerza tan implacable que comprendió que no podía morir. Después, cuando tuviera los pies firmemente asentados en tierra, empezaría a dudarlo y atribuiría lo implausible de su tránsito al desbarajuste de sus sentidos, provocado por la explosión, achacando su supervivencia y la de Gibreel a un capricho de la fortuna. Pero en aquel momento no tenía la menor duda: lo que le había ayudado a salir del trance era el deseo de vivir, franco, irresistible y puro, y lo primero que hizo aquel deseo fue informarle de que no quería tener nada que ver con su patética personalidad, con aquel apaño semirreconstruido de mímica y voces, que se proponía desentenderse de todo ello, y Saladin descubrió que se rendía, sí, adelante, como si fuera un espectador de sí mismo en su propio cuerpo, porque aquello partía del centro de su cuerpo y se extendía hacia fuera, convirtiendo su sangre en hierro y su carne en acero, aunque también lo sentía como un puño que lo envolviera sosteniéndolo de una manera que era a la vez intolerablemente dura e insoportablemente blanda; hasta que se apoderó de él por completo y pudo hacerle mover los labios, los dedos, todo lo que quisiera y, una vez estuvo seguro de su conquista, dimanó de su cuerpo y agarró a Gibreel Farishta por los testículos.
«Vuela —ordenaba a Gibreel aquella fuerza—. Canta.» Chamcha permaneció abrazado a Gibreel mientras éste, al principio lentamente, y después con rapidez y fuerza crecientes, batía los brazos. Más y más vigorosamente braceaba y, al bracear, brotó de él un canto que, como el canto del espectro de Rekha Merchant, se cantaba en una lengua desconocida para él, con una música nunca oída. Gibreel en ningún momento negó el milagro; a diferencia de Chamcha, que trataba de descartarlo por medio de la lógica, él nunca dejó de afirmar que el gazal era celestial y que, sin el canto, de nada le hubiera servido mover los brazos a modo de alas y, sin el aleteo, era seguro que habrían golpeado las olas como pedruscos o cosa así, estallando en mil pedazos al tomar contacto con el tenso tambor del mar. Mientras que ellos, por el contrario, empezaron a frenar. Cuanto más briosamente aleteaba y cantaba, cantaba y aleteaba Gibreel, más se acentuaba la desaceleración, hasta que, al fin, planeaban sobre el canal como papelillos mecidos por la brisa.
Fueron los únicos supervivientes de la catástrofe, los únicos pasajeros caídos del Bostan que conservaron la vida. Fueron depositados por la marea en una playa. Cuando los encontraron, el más expansivo de los dos, el de la camisa púrpura, deliraba frenéticamente, jurando que habían caminado sobre el agua, que las olas los habían acompañado suavemente hasta la orilla; mientras que el otro, que llevaba un empapado bombín pegado a la cabeza como por arte de magia, lo negaba. «Por Dios que tuvimos suerte —decía—. Toda la suerte del mundo.»
Yo conozco la verdad, naturalmente. Lo vi todo. Por lo que respecta a omnipresencia y omnipotencia no tengo pretensiones, por el momento, pero una cosa sí puedo afirmar, espero: Chamcha lo deseó y Farishta cumplió el deseo.
¿Quién obró el milagro?
¿De qué naturaleza —angélica o satánica— era la canción de Farishta?
¿Quién soy yo?
Digamos: ¿quién sabe los mejores cantos?


Éstas fueron las primeras palabras que Gibreel Farishta pronunció al despertar en la nevada playa inglesa, con una sorprendente estrella de mar junto a la oreja: «Hemos vuelto a nacer, compa, tú y yo. Feliz cumpleaños, paisano, feliz cumpleaños.»
Y Saladin Chamcha tosió, escupió, abrió los ojos y, como es propio de un recién nacido, se echó a llorar tontamente.

martes, 3 de noviembre de 2015

Julian Gustave Symons.


Julian Gustave Symons, fue un escritor británico, famoso por sus novelas policiacas. WikipediaFecha de nacimiento: 30 de mayo de 1912, Londres, Reino UnidoFecha de la muerte: 23 de noviembre de 1994, Kent, Reino UnidoLibros: El Círculo se estrecha, Historia del relato policial, MásPremios: Premio Edgar a la Mejor Novela, Premio Edgar Grand Master, Premio Martin Beck, Premio Edgar Especial

(Fragmento de novela).
Título original: The 31st of February
Traducción: Raquel H. de Busto
Emecé Editores
El Séptimo Círculo Nº 133
Buenos Aires – Argentina
12 de marzo de 1956

 
A Kathleen

¿Quién la tierra pobló y decoró con tal esmero,
haciendo que los ríos la cruzaran como cintas de verde esmeralda?
¿Quién buscó que la mar la rodeara, para encerrarla
como pelota acolchada que se oculta en una caja de plata?
¿Quién su dosel extiende? ¿Quién la trama teje de sus colgaduras? ¿Quién en el continuo rodar de la vida, el sol nos arrojó hacia el cielo?

EDWARD TAYLOR

Mi corazón yace anegado en el pecado, y mi cerebro
se desvía, permitiendo que las faltas se sucedan una a otra.
Los sueños son un prado que el pecado recorre,
el juicio es una selva que atravieso a tientas como si jugara a la gallina
(ciega.
EDWARD TAYLOR

 EL 4 DE FEBRERO


EL LUNES 4 de febrero de uno de los años subsiguientes a la segunda de nuestras guerras mundiales murió la esposa de un individuo llamado Anderson. Su vida se extinguió a la relativamente temprana edad de veintiocho años, y las circunstancias que rodearon su muerte, tales como fueron relatadas en la indagatoria policial, eran un tanto curiosas, sin llegar a lo extraordinario. La mujer se hallaba preparando la cena en su departamento, cuando se le había ocurrido (según lo manifestó su propio esposo al juez instructor) que debían beber una buena botella de vino con la comida. Deliberaron sobre la marca que mejor convendría para acompañar a los filetes de lenguado que pensaban comer esa noche y, finalmente, se decidieron por una botella de chablis. Los Anderson guardaban sus modestas existencias de vino en un sótano que se comunicaba con la planta baja, y Mrs. Anderson había salido de la sala, donde su esposo hojeaba el diario vespertino, para ir en busca de la botella. El marido continuó leyendo las noticias durante unos minutos hasta que, de pronto, se le antojó que su esposa demoraba demasiado. Fue entonces cuando se levantó (así lo expresó en su declaración) y se dirigió hacia la puerta que conducía al sótano. Se sorprendió al encontrar que si bien la llave del conmutador que servía para iluminar la oscura escalera de caracol estaba abierta, el sótano se hallaba sumido en tinieblas. Hizo funcionar el conmutador una y otra vez, como cualquiera lo habría hecho en situación similar, pero sus intentos fueron infructuosos. (Posteriormente se descubrió que se había quemado el fusible.) Llamó a su esposa en voz alta, pero no obtuvo respuesta. Un tanto alarmado, regresó a la sala en busca de una caja de fósforos y, mediante ellos, pudo encontrar a tientas el camino y descender por los escalones empinados y estrechos. Al llegar al pie de la escalera encontró a su esposa, muerta.
No podía haber lugar a dudas sobre su deceso, ya que se había fracturado el cráneo y la columna vertebral. Anderson se aseguró de que no había esperanza alguna de que volviera a la vida y luego se encaminó hacia el piso superior para telefonear al médico y a la policía. Tal fue la declaración que prestó en la indagatoria, con gran aplomo, pero en voz baja, y con ello creó una impresión favorable en su auditorio.
¿Cómo se había caído Mrs. Anderson? Encontraron una caja de fósforos junto a su cuerpo, de manera que, probablemente, al descender por la escalera se había valido de ellos como su esposo, para iluminar los peldaños. Quizá se le había apagado el fósforo que llevaba en la mano y no había querido tomarse la molestia de encender otro; quizá se había resbalado al poner el pie en uno de los escalones que estaba muy gastado..., pero todas las conjeturas eran fútiles, una vez que los hechos no podían alterarse. La única pregunta un tanto delicada que Anderson se vio obligado a contestar se la hizo un hombrecillo insignificante que formaba parte del jurado, y que usaba cuello duro y corbata de lazo hecho.
—¿Quién sugirió que tomaran la botella de chablis? —preguntó.
—Mi esposa —repuso Anderson con su voz suave.
—¿Y eso se le ocurrió mientras preparaba la cena?
—Sí.
—Entonces... ¿fue mientras cocinaba... cuando decidió bajar al sótano para buscar el vino?
—Sí.
—¿Le pidió, tal vez, que vigilara la comida entre tanto? —insistió el hombrecillo al par que observaba de soslayo el cielo raso.
—No.
—Y ¿por qué no bajó usted al sótano, ya que ella estaba ocupada con la cena? —prosiguió el jurado al tiempo que tironeaba de su cuello duro.
El rostro de Anderson, que tenía un aire de resignación ausente, permaneció inmutable.
—Mi esposa acostumbraba elegir personalmente cada botella de vino que bebíamos —repuso—; era uno de sus...; le agradaba hacerlo.
El hombrecillo lanzó una mirada triunfante en derredor, como para abarcar a la sala, y luego tomó asiento. El juez de instrucción expresó sus sinceras condolencias a Anderson y el veredicto fue: Muerte por accidente.
Una vez que el funeral hubo terminado, Anderson regresó a sus ocupaciones habituales como gerente publicitario. Durante las semanas subsiguientes la calidad de su trabajo y su capacidad de concentración fueron mediocres, pero tal situación no era de extrañar, ya que, en general, su espíritu de empresa había decaído antes de que ocurriera la muerte de su esposa.

domingo, 1 de noviembre de 2015

Maurice Leblanc. Novela: La aguja hueca.


Maurice Leblanc
(Francia, 1864-1941)
Escritor francés nacido en Rouen. Hijo de un constructor naval. Estudia Derecho y trabaja en la empresa familiar. Más tarde se dio a conocer en París con novelas analíticas, que le valieron la estima y la protección de Guy de Maupassant. Leblanc alcanzó la fama por su personaje de Arsenio Lupin, que apareció por primera vez en una publicación mensual llamada Je sais tout entre 1905 y 1907, con el título de Arsenio Lupín, gentleman y ladrón. Desde entonces, se dedicó casí exclusivamente a las aventuras de su héroe, en innumerables novelas y recopilaciones de historias cortas.

***
CAPÍTULO DOS
ISIDORO BEAUTRELET, ALUMNO DE RETÓRICA

He aquí un extracto de la información publicada por el Grand Journal:

NOTICIAS DE LA NOCHE
Secuestro del doctor Delattre.
Un golpe de una audacia loca.

«En el momento de entrar en prensa nuestro periódico, recibimos una noticia cuya autenticidad no nos atrevemos a garantizar, a tal extremo nos parece inverosímil.
»Anoche, el doctor Delattre, el célebre cirujano, asistía con su esposa y su hija a la representación de Hernani en la Comedia Francesa. Al comienzo del tercer acto, es decir, a eso de las diez, se abrió la puerta de su palco; un señor, a quien acompañaban otros dos, se inclinó hacia el doctor y le dijo en voz lo bastante alta para que la señora Delattre lo oyera:
»—Doctor, vengo a cumplir una misión de las más penosas y le agradecería mucho que usted me facilitara la tarea.
»—¿Quién es usted, señor?
»—Soy el señor Thézard, comisario de Policía, y tengo órdenes de llevarle a usted ante el señor Dudouis, en la Prefectura.
»—Pero ¿cómo...?
»—Ni una palabra, doctor, se lo suplico, ni un gesto... Hay un lamentable error y es por lo que debemos actuar en silencio y no llamar la atención de nadie. Antes que termine la función ya estará usted de regreso aquí, no me cabe la menor duda.
»E1 doctor se levantó y siguió al comisario. Pero al terminar la función no había regresado.
»Muy inquieta, la señora Delattre acudió a la Comisaría de Policía. Allí encontró al verdadero señor Thézard, y se enteró, con grave espanto, de que el individuo que había llevado detenido a su marido no era más que un impostor.
»Las primeras investigaciones han revelado que el doctor había subido a un automóvil y que éste se había alejado en dirección a la Concorde.
»En nuestra segunda edición tendremos a nuestros lectores al corriente de esa increíble aventura.»

Pero, por increíble que fuese, la aventura era verídica. Por lo demás, el desenlace no iba a hacerse esperar, y el Grand Journal, al propio tiempo que la confirmaba en su edición del mediodía, anunciaba en breves palabras el golpe de teatro con que terminaba, el fin de la historia y el comienzo de las suposiciones. Decía el periódico:

«Esta mañana, a las nueve, el doctor Delattre ha sido llevado ante la puerta del número 78 de la calle Duret por un automóvil que inmediatamente se alejó. El número 78 de la calle Duret no es otro que la propia clínica del doctor Delattre, clínica a la cual aquél llega todas las mañanas a esa misma hora.
«Cuando nos presentamos allí, el doctor, que estaba en conferencia con el jefe de Seguridad, tuvo, sin embargo, la amabilidad de recibirnos. Respondiendo a nuestras preguntas manifestó:
»—Todo lo que puedo decirles es que fui tratado con las mayores consideraciones. Mis tres acompañantes son personas de una refinada educación, espirituales y buenos conversadores, cosa que no era para desdeñar, dado lo largo que fue el viaje.
»—¿Cuánto tiempo duró?
»—Unas cuatro horas.
»—¿Y el objeto de ese viaje?
»—Fui llevado a la cabecera de un enfermo cuyo estado precisaba de una intervención quirúrgica inmediata.
»—¿Y esa operación salió bien?
»—Sí, pero las consecuencias son de temer. Aquí, yo respondería del paciente. Pero allí..., en las condiciones en que se encuentra...
»—¿Son malas esas condiciones?
»—Detestables... Una habitación de una posada... y la absoluta imposibilidad, por así decirlo, de recibir cuidados.
»—Entonces, ¿qué podría salvarle?
»—Un milagro..., y además, su constitución física, de un vigor excepcional.
»—¿Y no puede usted decir nada más sobre ese extraño cliente?
»—No puedo. Primero, lo he jurado, y segundo recibí la suma de cincuenta mil francos a beneficio de mi clínica popular. Si no guardo silencio, esa suma me será retirada.
»—¡Vamos! ¿Cree usted?
»—Palabra que sí lo creo. Todas aquellas personas me parecieron extraordinariamente serias.
«Tales son las declaraciones que nos ha hecho el doctor.
»Y hemos sabido también, por otra parte, que el jefe de Seguridad todavía no ha logrado obtener de él informes más precisos sobre la operación que practicó al paciente a quien trató, y sobre las regiones que el automóvil recorrió. Resulta, pues, difícil llegar a saber la verdad.»

Esa verdad que el redactor de la entrevista se confesaba impotente para descubrir, los espíritus clarividentes la adivinaron con sólo establecer una relación entre el secuestro del doctor y los hechos ocurridos la víspera en el castillo de Ambrumésy, que todos los periódicos relataron ese mismo día con los más mínimos detalles. Había, evidentemente, entre esa desaparición de un ladrón herido y el secuestro del doctor una coincidencia que era preciso tener en cuenta.
La investigación, por lo demás, demostró lo acertado de la hipótesis. Siguiendo la pista del seudochofer que había huido en bicicleta, se comprobó que había logrado llegar al bosque de Arques, situado a unos quince kilómetros, que desde allí, después de haber arrojado la bicicleta a un foso, se había dirigido a la aldea de Saint-Nicolás y que había enviado un telegrama concebido en los siguientes términos:

«A. L N., Oficina 45, París.
«Situación desesperada. Operación urgente. Enviad celebridad por nacional catorce.»

La prueba era irrefutable. Avisados los cómplices de París, éstos se apresuraron a adoptar sus medidas. A las diez de la noche enviaban a la celebridad solicitada por la carretera nacional catorce, que bordea el bosque de Arques y llega a Dieppe. Durante ese tiempo, a favor del incendio provocado por ella misma, la banda de ladrones rescataba a su jefe y le transportaba a una posada, donde se realizó la operación inmediatamente después de la llegada del doctor, a eso de las dos de la madrugada.
Sobre esto no había duda alguna. En Pontoise, en Gournay, en Forges, el inspector jefe Ganimard, enviado especialmente desde París, con el inspector Folenfant, comprobó el paso de un automóvil en el curso de la noche anterior... Y lo mismo en la carretera de Dieppe a Ambrumésy. Si bien la pista del automóvil se perdía a una media legua del castillo, cuando menos se observaban numerosos vestigios de su paso entre la pequeña puerta del parque y las ruinas del claustro. Además, Ganimard hizo observar que la cerradura de la puerta había sido violentada.
Por tanto, todo quedaba explicado. Faltaba por determinar la posada de que el médico había hablado. Tarea fácil para un Ganimard, husmeador, paciente y perro viejo en la Policía. El número de posadas es limitado, y ésta, dado el estado del herido, no podía encontrarse sino en las inmediaciones de Ambrumésy. Ganimard y el brigadier se pusieron en campaña. Visitaron y registraron todo cuanto podía pasar por ser una posada. Pero, contra todo lo que esperaban, el moribundo se obstinó en mantenerse invisible para ellos.
Ganimard ponía el mayor empeño. Regresó al castillo para dormir allí la noche del sábado, con la intención de realizar su investigación personal el domingo. Mas el domingo por la mañana se enteró de que una ronda de gendarmes había visto esa misma noche una silueta que se deslizaba por el camino hondo en el exterior de los muros. ¿Era un cómplice que venía a recoger informaciones? ¿Debería suponerse que el jefe de la banda no había salido del claustro o de las inmediaciones de éste?
Por la noche, Ganimard dirigió abiertamente la escuadra de gendarmes por el lado de la granja y se situó él mismo, así como Folenfant, fuera de los muros, cerca de la puerta.
Un poco antes de medianoche, un individuo salió del bosque, se escurrió entre ellos, cruzó el umbral de la puerta y penetró en el parque. Durante tres horas le vieron errar por entre las ruinas, agacharse, escalar los viejos pilares, quedándose a veces inmóvil durante largos minutos. Luego se acercó a la puerta y de nuevo pasó por entre los dos inspectores.
Ganimard le echó la mano al cuello, mientras Folenfat le sujetaba por el cuerpo. No ofreció resistencia y con la mayor docilidad del mundo se dejó esposar y conducir al castillo. Pero cuando quisieron interrogarle, les contestó que no tenía ninguna cuenta pendiente con ellos y que esperaría a la llegada del juez de instrucción.
Entonces le amarraron sólidamente al pie de una cama en una de las habitaciones contiguas que ellos ocupaban.
El lunes por la mañana, a las nueve, una vez llegado el señor Filleul, Ganimard le anunció la captura que había realizado. Hicieron bajar al prisionero. Era Isidoro Beautrelet.
—¡El señor Isidoro Beautrelet! —exclamó el señor Filleul con aire de sentirse encantado y tendiéndole las manos al recién llegado—. ¡Qué magnífica sorpresa! ¡Nuestro excelente detective aficionado aquí... y a nuestra disposición!... ¡Ésta es una gran suerte! Señor inspector, permítame que le presente al señor Beautrelet, alumno de retórica del Instituto Janson.
Ganimard parecía un tanto desconcertado. Isidoro lo saludó en voz muy baja, como a un colega cuyo valor se aprecia, y luego, volviéndose hacia el señor Filleul, dijo:
—¿Parece, señor juez de instrucción, que ha recibido usted buenos informes sobre mí?
—Muy buenos. En primer lugar, usted estaba, en efecto, en Veules-les-Roses en el momento en que la señorita de Saint-Verán creyó haberlo visto en el camino hondo. Nosotros averiguaremos, no lo dudo, la identidad de su sosias. En segundo lugar, usted es efectivamente Isidoro Beautrelet, alumno de retórica, y hasta un excelente alumno, de conducta ejemplar. Como el padre de usted vive en provincias, usted sale una vez por mes a casa del corresponsal de aquél, señor Bernod, quien no oculta sus elogios hacia usted.
—De modo que...
—De modo que está usted libre.
—¿Absolutamente libre?
—Absolutamente. ¡Ah!, sin embargo, pongo una pequeñísima condición. Usted comprende que yo no puedo poner en libertad a un señor que administra narcóticos, que se evade por las ventanas y al que luego detienen en flagrante delito de vagabundeo dentro de propiedades privadas, sin que a cambio de esta libertad yo obtenga una compensación.
—Yo espero lo que usted diga.
—Pues bien: nosotros vamos a reanudar nuestra interrumpida conversación, y usted va a decirme adonde ha llegado en sus investigaciones... En dos días que lleva gozando de libertad, usted debe de haber llegado muy lejos en ellas.
Ganimard se disponía a marcharse con un afectado desdén hacia aquella escena, pero el juez le dijo:
—No, no, señor inspector, su lugar está aquí... Yo le aseguro que al señor Isidoro Beautrelet vale la pena que se le escuche. Según mis informes, el señor Beautrelet se ha creado en el instituto Janson-de-Sailly una fama de observador al cual nada puede pasarle inadvertido, y, según me han dicho, sus condiscípulos le consideran como el emulo de usted, como el rival de Herlock Sholmes.
—¡De veras! —exclamó Ganimard con ironía.
—Exactamente. Uno de esos condiscípulos me ha escrito diciendo:
«Si Beautrelet declara que sabe, es preciso creerlo, y lo que él diga no dude que será la expresión exacta de la verdad.»
Isidoro escuchaba, sonriendo, y dijo:
—Señor juez, usted es cruel. Usted se burla de unos pobres colegiales que se divierten como pueden. Por lo demás, tiene usted razón, y yo no le proporcionare más motivos para motarse de mí.
—Lo que ocurre es que usted no sabe nada, señor Beautrelet.
—Confieso, en efecto, muy humildemente, que no sé nada. Porque no llamo «saber algo» al descubrimiento de tres o cuatro puntos más precisos que, por lo demás, no han podido, estoy seguro, escapar a la observación de usted.
—¿Por ejemplo?
—Por ejemplo, el objeto del robo.
—¡Ah!; decididamente, ¿conoce usted el objeto del robo?
—Como también lo sabe usted, no lo dudo. Es, incluso, lo primero que yo he estudiado, pues esa tarea me parecía la más fácil.
—¿Era verdaderamente la mas fácil?
—¡Dios mío! Sí. Se trata, cuando más, de formular un razonamiento.
—¿Y nada más?
—Nada más.
—¿Y cual es ese razonamiento?
—Helo aquí, despojado de todo comentario. Por una parte, ha habido robo, puesto que esas dos señoritas están de acuerdo en que ellas vieron realmente a dos hombres que huían llevándose objetos.
—Si, ha habido robo.
—Y, por otra parte, nada ha desaparecido, puesto que el señor De Gesvres lo afirma así, y él se encuentra en mejor posición que nadie para saberlo.
—No, no ha desaparecido nada.
—De esas dos comprobaciones resulta inevitablemente esta consecuencia: que desde el momento en que ha habido robo y que nada ha desaparecido, es que el objeto llevado ha sido sustituido por otro objeto idéntico. Me apresuro a señalar que es posible que este razonamiento no quede confirmado por los hechos. Pero yo pretendo que es el primero que debe planteársenos y que no hay derecho a desecharlo sino después de un examen riguroso.
—En electo..., en efecto... —murmuró el juez de instrucción, visiblemente interesado.
—Mas —continuó Isidoro— ¿qué había en ese salón que pudiera atraer la codicia de los ladrones? Dos cosas. Primero, los tapices. Puede que no sea eso. Un tapiz antiguo no se imita, y la superchería de la sustitución hubiera saltado a la vista. Quedan los cuatro cuadros de Rubens.
—¿Qué dice usted?
—Yo digo que los cuatro Rubens colgados a ese muro son falsos.
—¡Imposible!
—Son falsos, a priori y fatalmente.
—Le repito a usted que eso es imposible.
—Hará muy pronto un año, señor juez de instrucción, un joven que se hacía llamar Charpenais vino al castillo de Ambrumésy y pidió permiso para copiar los cuadros de Rubens. Ese permiso le fue concedido por el señor De Gesvres. Cada día, durante cinco meses, de la mañana a la noche, Charpenais trabajaba en este salón. Son las copias que él hizo, marcos y telas, los que han tomado el lugar de los cuatro grandes cuadros originales, legados al señor De Gesvres por su tío, el marqués de Bobadilla.
—Presente usted pruebas.
—Yo no tengo pruebas que presentar. Un cuadro es falso porque es falso, y yo estimo que ni siquiera hay necesidad de examinar ésos.
El señor Filleul y Ganimard se miraron sin disimular su sorpresa. El inspector ya no pensaba ahora en retirarse. Por fin, el juez de instrucción murmuró:
—Necesitaría conocer la opinión del señor De Gesvres.
Ganimard aprobó esta idea, y dieron orden de rogarle al conde que viniera al salón.
Era una verdadera victoria lograda por el joven retórico. Obligar a dos hombres del oficio, a dos profesionales como el señor Filleul y Ganimard a tomar en cuenta sus hipótesis, constituía un homenaje del que cualquier otro se hubiera enorgullecido. Pero Beautrelet parecía insensible a esas pequeñas satisfacciones del amor propio y, siempre sonriente, sin la menor ironía, esperaba. Entró el señor De Gesvres.
—Señor conde —le dijo el juez de instrucción—, la continuación de nuestras investigaciones nos pone cara a cara con una eventualidad completamente imprevista y que nosotros sometemos a usted con toda clase de reservas... Pudiera ocurrir..., digo yo..., pudiera ser..., que los ladrones, al penetrar aquí, hayan tenido por objeto el robar sus cuatro Rubens o, cuando menos, sustituirlos por cuatro copias..., copias que habría ejecutado hace un año un pintor de nombre Charpenais. ¿Quiere usted examinar esos cuadros y decirnos si usted los considera como auténticos?
El conde pareció dominar un gesto de contrariedad, observó a Beautrelet, luego al señor Filleul!, y respondió, sin siquiera tomarse la pena de acercarse a los cuadros:
—Yo esperaba, señor juez de instrucción, que la verdad permaneciera ignorada. Pero ya que ocurre de otro modo, no dudo en declarar: esos cuatro cuadros son falsos.
—¿Entonces ya lo sabía usted?
—Desde el primer momento.
—¿Y por qué no lo decía usted?
—El poseedor de un objeto nunca tiene prisa por decir que ese objeto no es... o que ha dejado de ser auténtico.
—Sin embargo, era el único medio de volver a recuperarlos.
—Había otro mejor.
—¿Cuál?
—El de no desentrañar el secreto, el no espantar a mis ladrones y proponerles el comprarles unos cuadros con los cuales deben encontrarse un tanto embarazados.
—¿Y cómo comunicarse con ellos?
El conde no respondió. Fue Isidoro quien dio la respuesta:
—Por medio de una nota publicada en los periódicos. Una pequeña nota publicada en el Journal y en el Matin, así concebida: «Estoy dispuesto a comprar los cuadros.»
El conde aprobó con un movimiento de cabeza. Una vez más, el joven daba lecciones a sus mayores.
El señor Filleul siguió muy bien el juego, y dijo:
—Decididamente, querido señor, comienzo a creer que sus camaradas no están completamente equivocados. ¡Diablos, qué magnífico golpe de vista tiene usted! ¡Qué intuición! Si esto continúa, el señor Ganimard y yo ya no tendremos nada que hacer.
—¡Oh!, todo eso no era en absoluto complicado.
—¿Quiere usted decir que el resto lo es mucho más? Yo recuerdo, en efecto, que en ocasión de nuestro primer encuentro, usted tenía el aspecto de saber mucho más. Veamos: por lo que yo puedo recordar, usted afirmaba que el nombre del asesino le era conocido.
—En efecto.
—¿Quién ha matado, entonces, a Juan Daval? ¿Ese hombre está aún vivo? ¿Dónde se oculta?
—Hay un equívoco entre nosotros, señor juez, o, mejor dicho, entre usted y la realidad de los hechos, y esto desde un principio. El asesino y el fugitivo son dos personas distintas.
—¿Qué dice usted? —exclamó el señor Filleul—. El hombre a quien el señor De Gesvres vio en el gabinete y contra el cual luchó..., el hombre a quien esas señoritas vieron en el salón y contra el cual disparó la señorita De Saint-Véran..., el hombre que cayó en el parque y que nosotros buscamos..., ¿ese hombre no es el que ha matado a Juan Daval?
—No.
—¿Ha descubierto usted las huellas de un tercer cómplice que habría desaparecido antes de la llegada de esas señoritas?
—No.
—Entonces, no comprendo nada... ¿Quién es, por tanto, el asesino de Juan Daval?
—Juan Daval ha sido asesinado por...
Beautrelet se interrumpió, quedo pensativo unos instantes, y luego prosiguió:
—Pero, antes de nada, es preciso que yo le muestre el camino que he seguido para llegar a la certidumbre, y las propias razones del crimen... sin lo cual mi acusación le parecería monstruosa... Y no lo es..., no, no lo es... Hay un detalle que no fue observado y que, sin embargo, tiene la mayor importancia: y es que Juan Daval, en el momento en que fue atacado, venía vestido con todas sus ropas, calzado con sus zapatos de marcha; en suma, vestido como lo estaba en pleno día. Pero el crimen fue cometido a las cuatro de la madrugada.
—Ya observé esa cosa extraña —dijo el juez—. El señor De Gesvres me respondió que Daval pasaba una parte de las noches trabajando.
—Los criados dicen lo contrario: que se acostaba regularmente muy temprano. Pero admitamos que se encontraba levantado: ¿por qué deshizo su cama de manera de hacer creer que estaba acostado? Y si estaba acostado, ¿por qué al escuchar ruidos se tomó el trabajo de vestirse de pies a cabeza, en lugar de vestirse de cualquier modo? Yo visité su cuarto el primer día, mientras ustedes almorzaban: sus pantuflas estaban al pie de la cama. ¿Qué le impidió ponérselas, más bien que calzarse las pesadas botas con herrajes?
—Hasta aquí no veo...
—Hasta aquí, en efecto, usted no puede ver sino anomalías. Sin embargo, a mí me han parecido mucho más sospechosas cuando supe que el pintor Charpenais (el copista de los Rubens) había sido presentado al conde por el propio Daval.
—¿Y entonces?
—Entonces, de ahí a concluir que Juan Daval y Charpenais eran cómplices, no hay más que un paso. Ese paso ya lo había dado yo en ocasión de nuestra conversación.
—Demasiado deprisa, me parece.
—En efecto, hacía falta una prueba material. Mas yo había descubierto en la habitación de Daval, sobre una de las hojas del cartapacio encima del cual escribía, esta dirección que, por lo demás, se encuentra todavía allí, y calcada en el secante a la inversa: Señor A. L N., oficina cuarenta y cinco, París. Al día siguiente se descubrió que el telegrama enviado desde Saint-Nicolás por el seudo chofer llevaba esta misma dirección A. L. N., oficina cuarenta y cinco. La prueba material existía. Juan Daval se comunicaba por escrito con la banda que había organizado el robo de los cuadros.
El señor Filleul no opuso ninguna objeción. Dijo:
—Sea. La complicidad queda demostrada. ¿Y cuáles son sus conclusiones?
—Primero, ésta: que no fue en modo alguno el fugitivo quien mató a Juan Daval, puesto que Daval era su cómplice.
—¿Entonces?
—Señor juez de instrucción, recuerde usted la primera frase que pronunció el señor De Gesvres cuando se despertó de su desvanecimiento. La frase, según la repitió la señorita De Gesvres, figura en el proceso verbal: «Yo no estoy herido. ¿Y Daval?..., ¿está vivo?..., ¿y el cuchillo?» Y le pido a usted que la relacione con aquella parte de su relato, igualmente consignada en el proceso verbal, en que el señor De Gesvres relata la agresión: «El hombre saltó sobre mi y me dio un puñetazo en la sien.» ¿Cómo podía el señor De Gesvres, que estaba desvanecido, saben al volver en sí, que Daval había sido herido con un cuchillo?
Beautrelet no esperó respuesta a su pregunta. Se hubiera dicho que se apresuraba a hacerla para sí mismo, a fin de cortar de inmediato todo comentario. Seguidamente prosiguió:
—Por consiguiente, fue Juan Daval quien condujo a los tres ladrones hasta el salón. Mientras él se encontraba con aquel que ellos llaman su jefe, oyeron ruido en el gabinete. Daval abrió la puerta. Reconociendo al señor De Gesvres, se precipitó contra él armado de un cuchillo. El señor De Gesvres logró arrancarle el cuchillo, le golpeó con él, y a su vez él cayó derribado por un puñetazo de aquel individuo a quien las dos jóvenes verían unos minutos después.
De nuevo el señor Filleul y el inspector se miraron. Ganimard agachó la cabeza con aire desconcertado. El juez dijo:
—Señor conde, ¿debo creer que esta versión es exacta?...
—El señor De Gesvres no respondió:
—Veamos, señor conde, su silencio nos permitiría suponer...
Con voz clara y firme, el señor De Gesvres manifestó:
—Esa versión es exacta en todos sus puntos.
El juez se sobresaltó, y dijo:
—Entonces no comprendo el porqué usted indujo a la Justicia al error. ¿Para qué disimular un acto que usted tenía el derecho de cometer al actuar en legítima defensa?
—Desde hace veinte años —replicó el señor De Gesvres—, Daval trabajaba a mi lado. Yo tenía confianza en él. Si me ha traicionado a consecuencia de no sé qué tentaciones, yo no quería, cuando menos, en recuerdo del pasado, que su traición fuese conocida.
—Sea, pero usted debía...
—No estoy de acuerdo con usted, señor juez de instrucción. Desde el momento en que ningún inocente se hallaba acusado por ese crimen, mi derecho absoluto consistía en no acusar a aquel que era a la vez culpable y víctima. Ya está muerto. Y yo estimo que la muerte ha sido castigo suficiente.
—Pero ahora, señor conde, que la verdad ya fue dada a conocer, usted puede hablar.
—Sí. Aquí están dos paquetes de cartas escritas por él a sus cómplices. Yo las encontré en su cartera de documentos unos minutos después de su muerte.
De ese modo, todo quedaba aclarado. El drama salía de las sombras y poco a poco iba apareciendo bajo su verdadera luz.
—Prosigamos —dijo el señor Filleul, después que el conde se hubo retirado.
—En verdad —manifestó alegremente Beautrelet—, ya se me está acabando lo que tenía que decir.
—Pero ¿y el fugitivo, el herido?
—En cuanto a eso, señor juez de instrucción, usted sabe tanto como yo... Usted ha seguido sus pasos sobre la hierba del claustro..., usted sabe...
—Sí, yo sé...; pero después le rescataron, y lo que yo quisiera obtener son indicaciones sobre esa posada.
Isidoro Beautrelet rompió a reír.
—¡La posada! Esa posada no existe. Es un truco para despistar a la Justicia..., un truco ingenioso, puesto que ha tenido éxito.
—No obstante, el doctor Delattre afirma...
—Justamente —exclamó Beautrelet con tono de convicción—. Es precisamente porque el doctor lo afirma, que no hay que creerla ¿Cómo es que el doctor Delattre no ha querido dar, respecto a toda su aventura, mas que los detalles más vagos..., no ha querido decir nada que pueda comprometer la seguridad de su cliente?... Y de pronto llama la atención sobre una posada. Pero esté usted seguro de que, si pronunció la palabra posada, es porque así le fue impuesto. Tenga usted la seguridad de que la historia que nos ha contado le fue dictada bajo pena de terribles represalias contra él. El doctor tiene una esposa y una hija. Y las quiere demasiado para desobedecer a unas personas cuyo poder formidable él experimentó. Y es por ello que él les suministró a ustedes la más exacta de las indicaciones.
—Tan exacta que no hay modo de encontrar la posada.
—Tan exacta que ustedes no cesan de buscarla, en contra de toda verosimilitud, y que los ojos de ustedes se desviaron del único lugar donde ese hombre pueda encontrarse... ese lugar misterioso que no ha abandonado, que no ha podido abandonar desde el instante en que, herido por la señorita De Saint-Verán, consiguió deslizarse hasta el mismo como una bestia dentro de su madriguera.
—Pero ¿dónde, maldita sea?...
—En las ruinas de la vieja abadía.
—Pero ¡si ya no existen verdaderamente ruinas! ¡Apenas si quedan unos trozos de muro! ¡Unas cuantas columnas!
—Allí es donde se ha encerrado, señor juez de instrucción —exclamó Beautrelet con energía—. Es allí donde tienen ustedes que concentrar sus esfuerzos en la busca. Es allí, y no en otra parte, donde encontrarán ustedes a Arsenio Lupin.
—¡Arsenio Lupin! —exclamo el señor Filleul, saltando sobre sus pies.
Se produjo un silencio un tanto solemne en el cual parecieron prolongarse las sílabas del nombre famoso. Arsenio Lupin, el gran aventurero, el rey de los ladrones..., ¿era posible que fuese él el adversario vencido, pero, no obstante, invisible, contra el cual estaba empeñada aquella lucha en vano desde hacía varios días? Pero Arsenio Lupin, cogido en la trampa, detenido por un juez de instrucción, constituía para éste el ascenso inmediato, la fortuna, la gloria.
Ganimard no se había movido. Isidoro le dijo:
—Usted está de acuerdo conmigo, ¿verdad, señor inspector?
—¡Pardiez, claro que lo estoy!
—¿Usted tampoco, no es así, ha dudado jamás de que él fue el organizador de este asunto?
—No lo dudé ni un segundo. Lleva la firma de el. Un golpe dado por Lupin difiere de otro golpe como de un rostro a otro rostro. Basta con abrir los ojos.
—Usted cree..., usted cree... —repetía el señor Filleul.
—Que si lo creo... —exclamo el joven—. Observe usted solamente este pequeño hecho: ¿bajo qué iniciales se comunicaban esas gentes entre sí? A. L. N., es decir, la primera letra del nombre de Arsenio y la última de nombre Lupin.
—¡Ah —exclamó Ganimard—. Nada se le escapa a usted. Usted es un tipo duro, y el viejo Ganimard le rinde honores.
Beautrelet enrojeció de satisfacción y estrechó la mano que te tendía el inspector. Los tres se habían acercado al balcón y sus miradas se tendían sobre el campo comprendido por las ruinas. El señor Filleul murmuró:
—Entonces él tiene que estar allí.
—Él está allí —dijo Beautrelet con sorda voz—. Está allí desde el mismo instante en que cayó herido. Lógica y prácticamente, no podía escapar sin ser visto por la señorita De Saint-Véran y sus dos criados.
—¿Qué prueba tiene usted de ello?
—La prueba nos la han dado sus propios cómplices. Aquella misma mañana, uno de ellos se disfrazaba de chofer y le conducía a usted aquí...
—Para recoger la gorra que era un elemento de identificación...
—Sea, pero también, y sobre todo, para visitar estos lugares, darse cuenta y ver por sí mismo qué es lo que le había ocurrido al jefe.
—¿Y se dio cuenta?
—Me lo supongo, puesto que conocía el escondrijo. Y supongo también que el estado desesperado de su jefe le fue revelado, pues bajo los efectos de su inquietud cometió la imprudencia de escribir estas palabras de amenaza: Ay de la señorita si ha matado al patrón.
—Pero sus amigos quizá le hayan rescatado después.
—¿Cuándo? Los hombres de usted no se han apartado de las ruinas. Y además, ¿adonde podían transportarle? Cuando más, a unos centenares de metros de distancia, porque no se puede hacer viajar a un moribundo..., y entonces ustedes le hubieran encontrado. No, yo les digo que él está allí. Sus amigos jamás le hubieran arrancado al más seguro de los refugios. Fue allí donde sus amigos llevaron al doctor, mientras los gendarmes acudían a apagar el incendio como unos niños.
—Pero entonces, ¿cómo vive? Para vivir hacen falta alimentos..., agua...
—Sobre eso nada puedo decir..., no digo nada..., pero él está allí, se lo juro a ustedes. Está allí, porque no puede no estar. Estoy seguro, como si le viera, como si le tocara. Está allí.
Con el dedo apuntando hacia las ruinas dibujaba en el aire un pequeño círculo que disminuía poco a poco hasta no ser ya más que un punto. Y ese punto los dos acompañantes lo buscaban tenazmente, ambos inclinados sobre el espacio y emocionados por la misma fe que animaba a Beautrelet y temblorosos por la ardiente convicción que aquél les había impuesto. Sí, Arsenio Lupin estaba allí. Tanto en teoría como en la realidad estaba allí y ni uno ni otro podían ya dudarlo.
Y había algo trágico y de impresionante en saber que, en algún refugio tenebroso, yacía sobre el propio suelo, sin socorro, febril, agotado, el célebre aventurero.
—¿Y si muriese? —dijo el señor Filleul en voz baja.
—Si muere —respondió Beautrelet—, una vez que sus cómplices tengan la certidumbre de ello, vele usted por la seguridad de la señorita De Saint-Véran, señor juez, pues la venganza será terrible.
Unos minutos más tarde, y a pesar de los ruegos del señor Filleul, a quien hubiera agradado conservar para sí este prestigioso auxiliar, Beautrelet, cuyas vacaciones terminaban ese mismo día, tomaba de nuevo el camino de Dieppe, llegaba a París a las cinco de la tarde y a las ocho penetraba, al mismo tiempo que sus condiscípulos, por la puerta del instituto.
Ganimard, después de haber realizado una exploración tan minuciosa como inútil de las ruinas de Ambrumésy, regresó en el tren rápido de la noche. Al llegar a su casa encontró una carta continental que decía:

«Señor inspector jefe: Disponiendo de algún tiempo al final de la jornada pude reunir ciertos informes complementarios que no dejarán de interesarle a usted.
«Desde hace un año, Arsenio Lupin vive en París bajo el nombre de Esteban de Vaudreix. Es un nombre que usted ha podido leer a menudo en las crónicas de sociedad y en los ecos deportivos. Gran viajero, él está largo tiempo ausente, ausencia que según él dice dedica a la caza de tigres de Bengala o de zorros azules en Siberia. Hace creer que se ocupa de sus negocios, sin que pueda precisar de qué clase de negocios se trata.
»Su domicilio actual es: 36, calle Marbeuf. (Le ruego que observe que la calle Marbeuf está próxima a la oficina postal número 45.) Desde el jueves 23 de abril, víspera de la agresión de Ambrumésy, no hay noticia alguna del paradero de Estaban de Vaudreix.
«Reciba, señor inspector jefe, con toda mi gratitud por la benevolencia que usted me ha testimoniado, la seguridad de mis mejores sentimientos.
Isidoro Beautrele.
»Posdata.— Especialmente, no crea que me haya costado mucho trabajo el obtener esas informaciones. La misma mañana del crimen, cuando el señor Filleul realizaba sus investigaciones ante algunos privilegiados, yo tuve la feliz inspiración de examinar la gorra del fugitivo, antes de que el seudo chofer fuera allí a cambiarla. Me bastó con el nombre del sombrerero, como usted comprenderá, para encontrar el hilo que me llevó a conocer el nombre del comprador y su domicilio.»

Al día siguiente, Ganimard se presentó en el número 36 de la calle Marbeuf. Una vez que tomó informes en la portería, ordenó que le abrieran la vivienda de la derecha, de la planta baja, donde no descubrió nada más que cenizas en la chimenea. Cuatro días antes, dos amigos habían venido al piso a quemar todos los papeles comprometedores. Pero, en el momento de salir, Ganimard se encontró con el cartero, portador de una carta para el señor de Vaudreix. Estaba sellada en Norteamérica y contenía estas líneas escritas en inglés:

«Señor: Le confirmo la respuesta que ya he dado a su agente. Desde el momento que tenga usted en su poder los cuatro cuadros del señor de Gesvres, envíemelos por el medio convenido. Unirá usted a ello el resto, si logra conseguirlo, cosa que yo dudo mucho.
»Un asunto imprevisto me obliga a partir y, por consiguiente, llegaré al mismo tiempo que esta carta. Me encontrará usted en el Grand-Hotel.
Harlington.»

Ese mismo día, Ganimard, provisto de una orden de detención, llevó a la prisión central al señor Harlington, ciudadano norteamericano, acusado de encubrimiento y complicidad en el robo.
Así, pues, en el espacio de veinticuatro horas, gracias a las indicaciones, verdaderamente inesperadas, de un muchacho de diecisiete años, todos los nudos de la intriga se desanudaban. En veinticuatro horas aquello que resultaba inexplicable se hacía sencillo y claro. En veinticuatro horas, el plan de los cómplices para salvar a su jefe estaba desbaratado, no había ya duda sobre la captura de Arsenio Lupin, herido, moribundo; su banda estaba desorganizada, se sabía ya su residencia en París, así como la máscara con la que se cubría y, por primera vez, se atravesaba de parte a parte, antes de que pudieran conseguir su completa ejecución, uno de sus golpes más hábiles y más largamente estudiados.
Entre el público brotó como un inmenso clamor de asombro, de admiración y de curiosidad. Ya el periodista de Rouen, en un artículo muy logrado, había relatado el primer interrogatorio del joven retórico, poniendo en primer plano su gracia, su encanto ingenuo y su tranquila firmeza. Las indiscreciones a que Ganimard y el señor Filleul se entregaron a pesar suyo, arrastrados por un impulso más fuerte que su orgullo profesional, iluminaron al público sobre el papel de Beautrelet en el curso de los últimos acontecimientos. Él solo lo había hecho todo. Y a él solo correspondía todo el mérito de la victoria.
Surgió el apasionamiento. De la noche a la mañana, Isidoro Beautrelet se convirtió en un héroe, y la multitud, súbitamente apasionada, exigió sobre su nuevo favorito los más amplios detalles. Los reporteros estaban allí. Se precipitaron al asalto del intituto Janson-de-Sailly, acecharon a los alumnos externos al salir de las clases y recogieron cuantos informes pudieron de todo lo que de cerca o de lejos concernía al llamado Beautrelet; y así se supo la fama de que gozaba entre sus compañeros aquel que ellos llamaban el rival de Herlock Sholmes. Por razonamiento, por lógica y sin más datos que aquellos que él mismo leía en los periódicos, en diversas ocasiones había anunciado la solución de asuntos complicados que la propia justicia aclararía solamente mucho tiempo después que él.
Pero lo más curioso fue el opúsculo que apareció en circulación entre los alumnos del instituto, firmado por él, impreso en máquina de escribir y con una tirada de diez ejemplares. Llevaba como título: «Arsenio Lupin, sus métodos, en qué es clásico y en qué es original.»
Era un estudio profundo de cada una de las aventuras de Lupin, en el que los procedimientos del ilustre ladrón eran presentados con extraordinario relieve, en el que se mostraba el mecanismo de sus maneras de proceder, su táctica tan especial, sus cartas a los periódicos, sus amenazas, el anuncio de sus robos y, en suma, el conjunto de artimañas que él empleaba para cocinar a la víctima elegida y ponerla en un estado de espíritu tal, que casi se ofrecía por sí misma al golpe preparado contra ella y que todo se efectuaba, por así decirlo, con su propio consentimiento.
El opúsculo era tan exacto como crítica, tan penetrante, tan vivido y de una ironía a la par tan ingenua y tan cruel, que inmediatamente los amantes de la risa se pusieron de su parte, la simpatía de las multitudes se volvió sin transición de Lupin hacia Isidoro Beautrelet, y en la lucha que se entablaba entre ellos se proclamó por adelantado la victoria del joven retórico.
En todo caso, en cuanto a esa victoria, el señor Filleul, lo mismo que el ministerio fiscal de París, parecían celosos de otorgarle toda oportunidad. Por una parte, en efecto, no se lograba establecer la identidad del señor Harlington ni presentar una prueba decisiva de que estuviera afiliado a la banda de Lupin. Cómplice o no, él se callaba obstinadamente. Y lo que es más, después de haber examinado su escritura, ya nadie se atrevía a afirmar que fuese él el autor de la carta interceptada. Lo único que era posible afirmar es que un señor llamado Harlington, provisto de un saco de viaje y de una cartera llena de billetes de banco, había ido a alojarse en el Grand-Hotel.
Por otra parte, en Dieppe, el señor Filleul descansaba sobre las posiciones que Beautrelet le había conquistado. No daba un solo paso adelante. En torno al individuo a quien la señorita de Saint-Véran había tomado por Beautrelet, la víspera del crimen, reinaba el mismo misterio. Y las mismas tinieblas imperaban sobre todo cuanto se relacionaba con el robo de los cuatro Rubens. ¿Que se había hecho de esos cuadros? Y el automóvil que se los había llevado durante la noche, ¿qué camino había seguido?
En Luneray, en Yerville, en Yvetot, habían sido recogidas pruebas de su paso, así como en Caudebec-en-Caux, donde había tenido que cruzar el Sena al amanecer en la barca de vapor. Pero cuando se llevó más a fondo la investigación se comprobó que ese automóvil era un coche abierto y que hubiera sido imposible cargar en él cuatro grandes cuadros sin que los empleados de la barca se hubieran dado cuenta de ello. Muy probablemente se trataba del mismo automóvil, pero, no obstante, continuaba planteándose esta pregunta: ¿qué se había hecho de los cuatro Rubens?
Y  todos esos problemas el señor Filleul los dejaba sin respuesta. Cada día, sus subordinados registraban el cuadrilátero de las ruinas. Y casi todos los días él venía a dirigir las exploraciones. Pero entre eso y descubrir el escondrijo donde Lupin agonizaba —si hasta ese extremo era exacta la opinión de Beautrelet— mediaba un abismo que el excelente magistrado no parecía dispuesto a tranquear.
Igualmente era natural que la gente se volviera hacia Isidoro Beautrelet, puesto que él solo había logrado penetrar las tinieblas que, aparte él, se formaban de nuevo más intensas y más impenetrables. ¿Por qué no ponía él mayor empeño en ese asunto? Considerando el punto hasta donde él lo había llevado, le bastaría un solo esfuerzo para conseguir el éxito.
Tal pregunta le fue planteada por un redactor del Grand Journal, que consiguió introducirse en el instituto Janson bajo el falso nombre de Bernod, corresponsal del padre de Beautrelet. A lo que Isidoro respondió muy sagazmente:
—Querido señor: hay algo más que Lupin en este mundo, hay algo más que historias de ladrones y detectives, pues hay también esta realidad que se llama bachillerato. Pues bien: yo me presento a exámenes en julio. Y estamos en mayo. Y no quiero fracasar. ¿Qué diría mi padre?
—Pero ¿y qué diría también si usted le entregara a la justicia a Arsenio Lupin?
—¡Bah! Hay tiempo para todo. En las próximas vacaciones...
—¿Las de Pentecostés?
—Sí. Me marcharé el sábado seis de junio por la mañana.
—Y por la noche Lupin será detenido.
—¿Me concedería usted hasta el domingo? —preguntó Beautrelet, riendo.
Esa confianza inexplicable expresada por el periodista, nacida todavía ayer, pero ya tan grande, todo el mundo la experimentaba en relación al joven, aun cuando en la realidad los acontecimientos no la justificaran más que hasta cierto punto. No importaba. Se creía en él. Para el nada parecía difícil. Se esperaba de él lo que hubiera podido esperarse, cuando más, de algún fenómeno de clarividencia e intuición, de experiencia y de habilidad. ¡El 6 de junio! Esta techa era señalada en todos los periódicos. El 6 de junio, Isidoro Beautrelet tomaría el rápido de Dieppe y esa misma noche sería detenido Arsenio Lupin.
Y  llego el 6 de junio. Media docena de periodistas acechaban a Isidoro en la estación de Saint-Lazare. Dos de ellos querían acompañarlo en su viaje. Pero él les suplicó que no lo hicieran.
Por tanto, se marchó solo. Su departamento estaba vacío. Bastante cansado por una serie de noches consagradas al trabajo, no tardó en dormirse con pesado sueño. Y en sueños tuvo la impresión de que el tren se detenía en diversas estaciones y que subían y bajaban personas. Al despertarse a la vista de Rouen estaba todavía solo. Pero sobre el respaldo del asiento de enfrente había una amplia hoja de papel sujeta con un alfiler al paño gris de que estaba tapizado el asiento, y en la cual se fijaron sus ojos. Contenía estas palabras:

«Cada cual a sus negocios. Ocúpese usted de los suyos. Si no, tanto peor para usted.»

«Magnífico —se dijo él, Frotándose las manos—. Van mal las cosas en el campo enemigo. Esta amenaza es tan estúpida como la del seudo chofer. ¡Qué estilo! Bien se ve que no es Lupin el que maneja la pluma.»
El tren penetraba bajo el túnel que precede a la vieja ciudad normanda. En la estación, Isidoro dio dos o tres vueltas por el andén para estirar las piernas. Se disponía a volver a su departamento cuando se le escapó un grito. Al pasar cerca de la librería del andén había leído distraídamente en la primera página de una edición especial del Journal de Rouen estas breves líneas cuyo espantoso significado en seguida percibió.

«Última hora. —Nos telefonean de Dieppe que esta noche unos malhechores penetraron en el castillo de Ambrumésy, ataron y amordazaron a la señorita De Gesvres y secuestraron a la señorita De Saint-Véran. Se descubrieron huellas de sangre a quinientos metros del castillo, y muy cerca de allí fue encontrada una manteleta de mujer igualmente manchada de sangre. Hay motivos para temer que la desventurada joven haya sido asesinada.»

Hasta llegar a Dieppe, Isidoro Beautrelet permaneció inmóvil. Inclinado, apoyados los codos sobre las rodillas y las manos pegadas al rostro, reflexionaba. En Dieppe alquiló un automóvil. En el umbral de Ambrumésy encontró al juez de instrucción, que le confirmó la horrible noticia.
—¿Y usted no sabe nada más? —preguntó Beautrelet.
—Nada. Yo acabo de llegar.
En ese mismo momento, el brigadier de la gendarmería se aproximó al señor Filleul y le entregó un pedazo de papel, todo arrugado, desgarrado, amarillento, que acababa de recoger no lejos del lugar donde había sido descubierta la manteleta. El señor Filleul lo examinó y luego se lo tendió a Isidoro Beautrelet, diciéndole:
—He aquí algo que nos ayudará muy poco en nuestras investigaciones.
Isidoro revolvió repetidamente entre sus manos el pedazo de papel. Cubierto de cifras, de puntos y de signos, contenía exactamente el diseño que presentamos aquí:

 CAPÍTULO TRES
EL CADÁVER

Hacia las seis de la tarde, terminadas sus labores, el señor Filleul, en compañía de su secretario, señor Brédoux, esperaba el coche que debía llevarlos de regreso a Dieppe. Parecía agitado, nervioso. Por dos veces preguntó:
—¿No ha visto usted a Beautrelet?
—En verdad, no, señor juez.
—¿En dónde diablos puede encontrarse? No ha sido visto en todo el día.
De pronto tuvo una idea, entregó su cartera de documentos a Brédoux, dio la vuelta corriendo en torno al castillo y se dirigió hacia las ruinas.
Cerca de la cascada grande, echado boca abajo sobre el suelo tapizado de largas agujas de pino, con uno de los brazos doblado debajo de la cabeza, Isidoro parecía adormecido.
—¿Qué se ha hecho de usted, joven? ¿Dormía usted?
—No duermo. Reflexiono.
—Se trata, en efecto, de reflexionar. Primero hay que ver. Es preciso estudiar los hechos, buscar los indicios.
—Sí, ya lo sé... Es el método usual..., el bueno, sin duda. Pero yo tengo otro..., yo reflexiono ante todo y trato antes que nada de encontrar la idea general del asunto, si se me permite expresarme así. Luego me imagino una hipótesis razonable, lógica, de acuerdo con esa idea general. Y es solamente después cuando examino si los hechos pueden adaptarse a mi hipótesis.
—Es un método extraño y muy complicado.
—Un método seguro, señor Filleul, en tanto que el de usted no lo es.
—No diga; los hechos son los hechos.
—Con unos adversarios cualesquiera, sí. Pero a poco que el enemigo tenga un poco de astucia, los hechos son aquellos que él ha escogido. Esos famosos indicios a base de los cuales usted edifica su investigación, él estuvo en libertad de disponerlos a su capricho. Y usted ve entonces, cuando se trata de un hombre como Lupin, adonde eso puede conducirlo a usted, a qué errores. El propio Herlock Sholmes cayó en la trampa.
—Arsenio Lupin ha muerto.
—Sea. Pero su banda continúa y los alumnos de tal maestro son ellos también maestros.
El señor Filleul tomó a Isidoro del brazo y llevándolo consigo dijo:
—Palabras, joven, palabras. He aquí lo que es más importante. Escuche bien. Ganimard, que ha tenido que permanecer en París en estos momentos, no vendrá hasta dentro de unos días. Por otra parte, el conde de Gesvres le ha telegrafiado a Herlock Sholmes, el cual le ha prometido su ayuda para la próxima semana. Joven, ¿no cree usted que habría algo de glorioso en decirles a esas dos celebridades el día de su llegada: «Lo lamentamos mucho, queridos señores, pero no pudimos continuar esperando. La tarea se ha acabado»?
Era imposible confesar la propia impotencia con mayor ingenio de lo que lo hacia el bueno del señor Filleul. Beautrelet contuvo una sonrisa y afectando que se dejaba engañar respondió:
—Le contestaré a usted, señor juez de instrucción, que si yo no asistí hace poco a su investigación, fue con la esperanza de que usted tendría a bien comunicarme los resultados. Veamos, ¿qué sabe usted?
—Pues bien: helo aquí. Ayer noche, a las once, los tres gendarmes que el brigadier Quevillon había dejado de centinelas en el castillo recibieron de dicho brigadier un recado llamándolos a toda prisa a Ouville, donde se encuentra su brigada. Y cuando llegaron...
—Comprobaron que habían sido burlados, que la orden era falsa y que lo único que les quedaba era regresar a Ambrumésy.
—Es lo que hicieron, bajo el mando del brigadier. Pero su ausencia había durado hora y media, y durante ese tiempo fue cometido el crimen.
—¿En qué condiciones?
—En las condiciones más sencillas. Una escala tomada de los edificios de la granja fue adosada contra el segundo piso del castillo. Cortaron un cristal y abrieron una ventana. Dos hombres provistos de una linterna penetraron en la habitación de la señorita De Gesvres y la amordazaron antes de que tuviera tiempo de pedir socorro. Luego, una vez que la ataron con cuerdas, abrieron despacio la puerta de la habitación donde dormía la señorita De Saint-Véran. La señorita De Gesvres oyó un gemido ahogado y luego el ruido de una persona que se debate. Un minuto más tarde percibió que los dos hombres transportaban a su prima igualmente atada y amordazada. Pasaron ante ella y se fueron por la ventana. Agotada y aterrorizada, la señorita De Gesvres se desvaneció.
—Pero ¿y los perros? ¿El señor De Gesvres no había comprado dos molosos?
—Fueron encontrados muertos, envenenados.
—Pero ¿por quién? Nadie podía acercárseles.
—Misterio. El caso es que los dos hombres atravesaron sin tropiezos las ruinas y salieron por la famosa puerta pequeña. Cruzaron el soto contorneando las antiguas canteras... Y sólo se detuvieron a quinientos metros del castillo, al pie del árbol llamado la Encina Grande..., y allí pusieron su proyecto en ejecución.
—Si habían venido con la intención de matar a la señorita De Saint-Véran, ¿por qué no la mataron ya en su habitación?
—No lo sé. Quizá el incidente que los decidió a ello no se produjo sino a su salida del castillo. Quizá la joven había conseguido desprenderse de sus ataduras. Así, para mí, la manteleta recogida había servido para amarrarle las manos. En todo caso, fue al pie de la Encina Grande donde descargaron su golpe. Las pruebas que yo he recogido son irrefutables...
—Pero ¿y el cadáver?
—El cadáver no ha sido encontrado, lo que, por lo demás, no debería sorprendernos en todo caso. La pista seguida me ha llevado, en efecto, hasta la iglesia de Varengeville, en el antiguo cementerio suspendido en la cumbre del acantilado. Allí está el precipicio..., un abismo de más de cien metros. Y abajo las rocas, el mar. En un día o dos, una marea más fuerte se llevará el cadáver.
—Todo eso resulta muy sencillo.
—Sí, todo eso es muy sencillo y no me turba. Lupin está muerto. Y sus cómplices lo han sabido, y para vengarse, conforme lo habían escrito, han asesinado a la señorita De Saint-Véran. Esos son hechos que no necesitan siquiera comprobación. Pero ¿y Lupin?
—¿Lupin?
—Sí. ¿Qué se ha hecho de él? Muy probablemente sus cómplices rescataron el cadáver al propio tiempo que secuestraron a la joven. Pero ¿qué prueba tenemos nosotros de ese rescate? Ninguna. Ni más ni menos que de su estancia en las ruinas. Ni más ni menos que de que viva o esté muerto. Y en eso consiste todo el misterio, mi querido Beautrelet. El asesinato de la señorita Raimunda no es un desenlace. Por el contrario, es una nueva complicación. ¿Qué es lo que ha ocurrido desde hace dos meses en el castillo de Ambrumésy? Si no logramos descifrar este enigma, vendrán otros que nos harán salir los colores en la cara.
—¿Qué día van a venir esos otros?
—El miércoles..., quizá el martes...
Beautrelet pareció hacer un cálculo, y luego manifestó:
—Señor juez de instrucción, hoy estamos a sábado. Yo tengo que volver al instituto el lunes por la noche. Pues bien: el lunes por la mañana, si usted quiere estar aquí a las diez, yo trataré de revelarle la clave del enigma.
—¿Verdaderamente, señor Beautrelet..., lo cree usted así? ¿Está usted seguro?
—Cuando menos, así lo espero.
—Y ahora, ¿adonde va usted?
—Voy a ver si los hechos quieren acomodarse a la idea general que yo comienzo a discernir.
—¿Y si no se acomodan?
—Pues bien, señor juez de instrucción: serán ellos los que estén equivocados —dijo Beautrelet riendo—, y entonces buscaré otros que sean más dóciles. Hasta el lunes, ¿no es eso?
—Hasta el lunes.
Unos minutos más tarde, el señor Filleul rodaba camino de Dieppe, mientras Isidoro, provisto de una bicicleta que le había prestado el conde de Gesvres, rodaba por la carretera de Yerville y de Caudebec-en-Caux.
Había un punto respecto al cual el joven quería formarse ante todo una opinión clara, por cuanto ese punto le parecía justamente el punto débil del enemigo. No se escamotean unos objetos de las dimensiones de los cuatro Rubens. Era preciso, pues, que estuvieran en alguna parte. Si por el momento resultaba imposible encontrarlos, ¿acaso no sería posible descubrir el camino por el cual habían desaparecido?
La hipótesis de Beautrelet era ésta: el automóvil se había llevado efectivamente los cuatro cuadros, pero antes de llegar a Caudebec los había descargado transbordándolos a otro automóvil que había atravesado el Sena más hacia arriba o más hacia abajo de Caudebec. Más hacia abajo, la primera barca que había era la de Quillebeuf, paso muy frecuentado y por tanto peligroso. Más hacia arriba estaba la barca de Mailleraie, importante burgo aislado y carente de toda comunicación.
Hacia la medianoche Isidoro había recorrido las dieciocho leguas que lo separaban de Mailleraie y llamaba a la puerta de una posada situada a la orilla del río. Durmió allí y por la mañana interrogó a los tripulantes de la barca. Éstos consultaron el libro de a bordo, en el que registraban los pasajeros. No había pasado ningún automóvil el jueves 23 de abril.
—¿Y un coche de caballos? —insinuó Beautrelet—. ¿Una carreta? ¿Un furgón?
—Tampoco.
Toda la mañana estuvo Isidoro haciéndose preguntas. Ya iba a marcharse a Quillebeuf, cuando el mozo de la posada donde había dormido le dijo:
—Esa mañana llegué temprano y vi efectivamente una carreta, pero no pasó el río.
—¿Cómo?
—No. La descargaron sobre una especie de barca plana, una chalana, como le dicen, que estaba amarrada al muelle.
—Y esa carreta ¿de dónde venía?
—¡Oh! Yo la reconocí perfectamente. Era la del señor Vatinel, el carretero.
—¿Y dónde vive?
—En el caserío de Louvetot.
Beautrelet estudió su plano de estado mayor. El caserío se hallaba situado en el cruce de la carretera de Yvetot a Caudebec con otra pequeña carretera tortuosa que llegaba a través de los bosques hasta Mailleraie.
No fue sino a las seis de la tarde cuando Isidoro logró descubrir en una taberna al carretero Vatinel, uno de esos viejos normandos, ladinos, que se mantienen siempre en guardia, que desconfían de los extraños, pero que, en cambio, no saben resistirse a la atracción de una moneda de oro y a la influencia de unas copas de licor.
—Sí, señor; esa mañana los individuos del automóvil me habían dado cita a las cinco en la encrucijada. Me entregaron cuatro grandes aparatos así de altos. Hubo uno de ellos que me acompañó. Y llevamos esas cosas hasta la chalana.
—Usted habla de ellos como si los conociera de antes.
—Ya lo creo que los conocía. Era la sexta vez que yo trabajaba para ellos.
Isidoro se estremeció.
—¿Dice usted que era la sexta vez?... ¿Y desde cuándo?
—¡Pues desde todos los días antes de eso, pardiez! Pero entonces eran otros aparatos..., grandes bloques de piedra..., o bien más pequeños y bastante largos, que ellos habían envuelto y que transportaban con un cuidado como si fueran cosas sagradas. iAh! No había que tocar aquellas cosas... Pero ¿qué le pasa a usted? Está usted muy pálido.
—No es nada..., es el calor...
Beautrelet salió titubeante. La alegría, lo imprevisto del descubrimiento, lo habían aturdido.
Se volvió tranquilamente por su camino y durmió esa noche en la aldea de Varengeville. Al día siguiente por la mañana pasó una hora en la Alcaldía con el maestro del lugar y luego regresó al castillo. Allí encontró una carta esperándole, recomendada «a los buenos cuidados del señor conde de Gesvres».
La carta contenía estas líneas:

«Segunda advertencia. Cállate. Si no...»
«Vamos —se dijo—. Va a ser preciso adoptar algunas precauciones para mi seguridad personal. Si no, como ellos dicen...»

Eran las nueve. Se paseó entre las ruinas y luego se tendió cerca de la arcada y cerró los ojos.
—Muy bien, joven. ¿Está usted satisfecho de su campaña?
Era el señor Filleul, que llegaba a la hora fijada.
—Encantado, señor juez de instrucción.
—¿Lo cual quiere decir...?
—Lo cual quiere decir que estoy dispuesto a cumplir mi promesa, a pesar de esta carta, que no me entusiasma nada.
Le mostró la carta al señor Filleul.
—¡Bah! ¡Tonterías! —exclamó el juez—. Espero que esto no le impedirá a usted...
—¿El decirle lo que yo sé? No, señor juez de instrucción. Yo hice una promesa y la cumpliré. Antes de diez minutos sabremos... una parte de la verdad.
—¿Una parte?
—Sí; porque conforme a lo que yo pienso, el escondrijo de Lupin no constituye todo el problema. Y después ya veremos.
—Señor Beautrelet, nada me sorprende por parte de usted. Pero ¿cómo ha podido descubrir usted...?
—¡Oh! En forma muy natural. En la carta del señor Harlington al señor Esteban de Vaudreix, o más bien a Lupin, hay...
—¿La carta interceptada?
—Sí. Hay una frase que siempre me ha intrigado. Es ésta: «Al enviar los cuadros unirá usted a ello el resto, si logra conseguirlo, cosa que yo dudo mucho.»
—En efecto, recuerdo eso.
—¿Qué era ese resto? ¿Un objeto de arte, una curiosidad? El castillo no ofrecía nada de precioso, salvo los Rubens y los tapices. Entonces ¿qué era? Y, por otra parte, ¿podía admitirse que una persona como Lupin, de una habilidad tan prodigiosa, no hubiera podido lograr unir al envío ese resto que le habían, evidentemente, propuesto? Empresa difícil, es probable, excepcional, sea; pero posible, y, por tanto, segura, puesto que Lupin lo quería así.
—No obstante, ha fracasado: nada desapareció.
—Sí, los Rubens..., pero...
—Los Rubens y otra cosa..., alguna cosa que han sustituido por otra idéntica, igual que hicieron con los Rubens; alguna cosa más extraordinaria, más rara y más preciosa que los propios Rubens.
—Pero, en fin, ¿qué? Me intriga usted.
Caminando entre las ruinas, los dos hombres se habían dirigido hacia la puerta pequeña y bordeaban la Capilla Divina.
Beautrelet se detuvo y dijo:
—¿Quiere usted saberlo, señor juez de instrucción?
—¿Que si lo quiero?
Beautrelet tenía un bastón en la mano; un bastón grueso y nudoso. Bruscamente, con el bastón, hizo saltar en pedazos una de las estatuillas que ornaban el portal de la capilla.
—Pero ¿está usted loco? —exclamó Filleul fuera de sí, precipitándose hacia los pedazos de la estatuilla—. Usted está loco. Este antiguo santo era admirable...
—¡Admirable! —replicó Isidoro haciendo un molinete que echó abajo la estatuilla de una virgen.
El señor Filleul se arrojó sobre el joven y lo sujetó en un cuerpo a cuerpo.
—Joven, yo no le dejaré a usted cometer...
Todavía tiró también un rey mago, y después el pesebre de Navidad...
—Si hace usted un movimiento más, disparo.
Era el conde de Gesvres, que se había presentado armado de su revólver.
Beautrelet rompió a reír...
—Tire usted, señor conde..., tire como en un tiro al blanco en la feria... Mire... esta figura que lleva su cabeza en las manos...
Un San Juan Bautista saltó a su vez en pedazos.
—¡Ah! —exclamó el conde, esgrimiendo su revólver—, ¡Qué profanación! Unas obras maestras como éstas...
—Unas joyas falsas, señor conde.
—¿Cómo? ¿Qué dice usted? —gritó el señor Filleul al propio tiempo que desarmaba al conde.
—Unas joyas falsas..., puro cartón piedra.
—¡Ah! ¿Cómo es posible?...
—Cosas infladas, vacías, nada.
El conde se agachó y recogió uno de los pedazos de una estatuilla.
—Mire usted bien, señor conde..., yeso..., yeso patinado, enmohecido, enverdecido como si fuera piedra antigua..., pero sólo yeso, moldes de yeso..., eso es todo lo que queda de esas puras obras maestras... Ahí está lo que hicieron en pocos días..., ahí está lo que el señor Charpenais, el copista de Rubens, preparó hace un año.
El joven agarró del brazo al señor Filleul y le dijo:
—¿Qué opina usted, señor juez de instrucción? ¿Es hermoso? ¿Es enorme? ¿Gigantesco? ¡La capilla ha sido robada! ¡Toda una capilla gótica robada piedra por piedra! ¡Todo un pueblo de estatuillas desvalijado y sustituido por figurillas de estuco! ¡Uno de los más magníficos ejemplares de una época de arte incomparable, confiscado! ¡En suma, la Capilla Divina robada! ¿Acaso no se trata de algo formidable? ¡Ah, señor juez de instrucción, qué genial es este hombre!
—Se exalta usted, señor Beautrelet.
—Uno no se exalta nunca demasiado cuando se trata de semejantes individuos. Todo lo que sobrepasa lo mediano merece ser admirado. Y eso destaca por encima de todo. En este robo hay una riqueza de concepción, una fuerza, una potencia, una habilidad que me dan escalofríos.
—Es una pena que se haya muerto —dijo con sorna el señor Filleul—. De no haber ocurrido así hubiera acabado robando las torres de Notre-Dame de París.
Isidoro se encogió de hombros, y replicó;
—No se ría usted, señor. Incluso muerto, esto desconcierta.
—Yo no digo que no..., señor Beautrelet, y confieso que no es sin cierta emoción que me dispongo a contemplarlo..., en el caso de que sus camaradas no hayan hecho desaparecer el cadáver.
—Y admitiendo, sobre todo —observó el conde de Gesvres—, que fue efectivamente a él a quien hirió mi pobre sobrina.
—Fue efectivamente a él, señor conde —afirmó Beautrelet—. Fue él, sin duda alguna, quien cayó en las ruinas víctima del proyectil disparado por la señorita de Saint-Véran; fue él al que vieron levantarse de nuevo y que cayó una vez, y que se arrastró hacia la arcada grande para levantarse una última vez..., y eso por un milagro sobre el cual les daré a ustedes la explicación dentro de un rato..., y conseguir llegar a ese refugio de piedra que habría de ser su tumba.
Y con su bastón, el joven golpeó el piso de la capilla.
—¿Cómo? ¿Qué? —exclamó el señor Filleul, estupefacto—. ¿Su tumba?... ¿Cree usted que este escondrijo impenetrable...?
—Sí, se encuentra aquí..., allí... —repitió el joven.
—Pero si nosotros lo registramos...
—Lo registraron mal.
—Aquí no hay escondrijo —protestó el señor De Gesvres—. Yo conozco la capilla.
—Sí, señor conde, hay uno. Vaya usted a la Alcaldía de Varengeville, donde tienen guardados todos los documentos que se encontraban en la antigua parroquia de Ambrumésy, y se enterará usted, por esos documentos, fechados en el siglo dieciocho, que bajo la capilla existía una cripta. Esa cripta se remonta, sin duda, a los tiempos de la capilla romana, sobre cuyo sitio fue construida ésta.
—Pero ¿cómo podía saber Lupin ese detalle? —preguntó el señor Filleul.
—De una manera muy simple: por los trabajos que tuvo que ejecutar para robar la capilla.
—Veamos, veamos, señor Beautrelet, usted exagera... Él no ha robado toda la capilla. Mire, ninguna de esas piedras de asiento ha sido tocada.
—Evidentemente, él no ha imitado ni se ha llevado más que lo que tenía un valor artístico: las piedras talladas, las esculturas, las estatuillas, todo el tesoro de pequeñas columnas y de ojivas cinceladas. No se preocupó de la propia base del edificio. Los cimientos quedaron.
—Por consiguiente, señor Beautrelet, Lupin no ha podido penetrar hasta la cripta.
En ese momento, el señor De Gesvres, que había llamado a uno de sus criados, regresaba con la llave de la capilla. Abrió la puerta. Los tres hombres entraron.
Después de unos momentos de examen, Beautrelet prosiguió:
—Las losas del suelo, como es lógico, fueron respetadas. Pero es fácil darse cuenta de que el altar mayor no es más que una imitación. Y, generalmente, la escalera que baja a las criptas se abre delante del altar mayor y pasa por debajo de él.
—¿Esa es su conclusión?
—Mi conclusión es que trabajando allí, Lupin ha encontrado la cripta.
Con ayuda de un pico que el conde mandó a buscar, Beautrelet comenzó a trabajar en el altar. Los pedazos de yeso saltaban a derecha e izquierda.
—¡Caray! —murmuró el señor Filleul—. Tengo ansias de saber...
—Y yo también —dijo Beautrelet, cuyo rostro estaba pálido de angustia.
Golpeó con más rapidez. Y de pronto, su pico, que hasta entonces no había encontrado resistencia alguna, chocó con una materia más dura y rebotó. Se escuchó como un ruido de derrumbamiento y lo que quedaba del altar se hundió en el vacío a consecuencia del desprendimiento del bloque de piedra que el pico había golpeado. Beautrelet se asomó al agujero. Encendió una cerilla y la paseó por el vacío. Luego dijo:
—La escalera comienza más adelante de lo que yo creía, casi bajo las losas de la entrada. Veo desde aquí los últimos peldaños.
—¿Y es profunda?
—Tres o cuatro metros... Los peldaños son muy altos... y faltan algunos.
—No es verosímil —dijo el señor Filleul— que durante la corta ausencia de los tres gendarmes, cuando estaban secuestrando a la señorita de Saint-Véran, los cómplices hayan tenido tiempo de extraer el cadáver de esta cueva... Y, además, ¿para qué habían de hacerlo? No; para mí, él está aquí.
Un criado les trajo una escala, que Beautrelet introdujo dentro de la excavación y que colocó a tientas entre los escombros caídos. Luego sujetó fuertemente los dos extremos. —¿Quiere usted bajar, señor Filleul?
El juez de instrucción, provisto de una vela, se aventuró a bajar. El conde de Gesvres lo siguió. A su vez Beautrelet puso el pie sobre el primer peldaño. Había dieciocho, que él contó maquinalmente mientras sus ojos examinaban la cripta a la luz de la vela, cuya llama luchaba contra las espesas tinieblas. Pero abajo, un fuerte hedor, un hedor inmundo, lo detuvo. Era uno de esos hedores de podredumbre cuyo recuerdo más tarde nos obsesiona. ¡Oh! ¡Aquel olor! Su corazón parecía ir a sufrir un vuelco...
Y de pronto una mano temblorosa lo agarró por el hombro.
—Bien. ¿Qué ocurre?
—Beautrelet... —balbució el señor Filleul, No podía hablar, acongojado por el espanto.
—Vamos, señor juez de instrucción, sobrepóngase usted...
—Beautrelet..., él está ahí...
—¿Cómo?
—Sí..., había algo bajo la piedra grande que se desprendió del altar... Yo empujé la piedra... ¡Oh!, no lo olvidaré jamás...
—¿Dónde está?
—De ese lado... ¿Siente usted ese olor?... Y además..., mire... Había tomado la vela y proyectó su luz sobre una forma tendida en el suelo.
—¡Oh! —exclamó Beautrelet con horror.
Los tres hombres se inclinaron ávidamente. Medio desnudo, el cadáver estaba tendido, presentando un aspecto flaco y aterrador. La carne, verdusca, con tonos de cera blanda, aparecía a trechos entre los vestidos desgarrados. Pero lo más horroroso, lo que le había arrancado al joven un grito de terror, era la cabeza..., la cabeza, que acababa de aplastar el bloque de piedra...; la cabeza informe, masa repugnante en la que ya nada podía distinguirse... Y cuando los ojos de los tres hombres se fueron acostumbrando a la oscuridad vieron que toda aquella carne se hallaba llena de gusanos abominablemente... En cuatro zancadas, Beautrelet volvió a subir por la escala y huyó al exterior, al aire libre. El señor Filleul lo encontró de nuevo acostado en la tierra, boca abajo y con las manos pegadas al rostro. Le dijo:
—Mis felicitaciones, Beautrelet. Además del descubrimiento del escondrijo hay otros dos puntos en los que pude comprobar la exactitud de sus afirmaciones. En primer lugar, el hombre contra el cual disparó la señorita de Saint-Véran era realmente Arsenio Lupin, conforme usted dijo desde un principio. E igualmente era bajo el nombre de Esteban de Vaudreix, que vivía en París. Las ropas del cadáver están marcadas con las iniciales E. V. Me parece, ¿no es así?, que la prueba es suficiente...
Isidoro no se movía.
—El señor conde ha ido a buscar al doctor Jouet, que hará las comprobaciones de costumbre. Para mí, la muerte ocurrió hace ocho días, cuando menos. El estado de descomposición del cadáver... Pero usted no parece estarme escuchando.
—Sí, sí.
—Lo que yo digo está apoyado por razones perentorias. Así, por ejemplo...
El señor Filleul continuó su demostración, sin obtener, por lo demás, señales manifiestas de atención. Pero el regreso del señor De Gesvres interrumpió su monólogo.
El conde traía dos cartas. Una anunciaba la llegada de Herlock Sholmes para el día siguiente.
—Maravilloso —exclamó el señor Filleul, muy alegre—. El inspector Ganimard llegará igualmente mañana. Será delicioso.
—Y esta otra carta es para usted, señor juez de instrucción —dijo el conde.
—La cosa va de mejor en mejor —manifestó el señor Filleul después de haber leído la misiva—. Esos señores, decididamente, ya no van a tener gran cosa que hacer... Beautrelet, me avisan de Dieppe que unos pescadores han encontrado esta mañana sobre las rocas el cadáver de una mujer joven.
Beautrelet experimentó un sobresalto y exclamó:
—¿Qué dice usted? El cadáver...
—De una mujer joven... Un cadáver horriblemente mutilado, dicen en detalle, y cuya identidad sería imposible establecer, como no sea porque en el brazo derecho ostenta una pequeña pulsera de oro, muy delgada, que se ha incrustado en la piel tumefacta. Y la señorita Saint-Véran llevaba en el brazo derecho una pulsera de oro. Se trata, por consiguiente, de su desgraciada sobrina, señor conde, que el mar habrá arrastrado hasta allí. ¿Qué cree usted, Beautrelet?
—Nada, nada..., o, más bien, sí... Todo se eslabona, como usted ve, y no falta nada a su argumentación. Todos los hechos, uno a uno, hasta los más contradictorios, hasta los más desconcertantes, vienen a apoyar la hipótesis que yo imaginé desde el primer momento.
—No comprendo muy bien...
—No tardará usted en comprender. Recuerde que yo le he prometido la verdad completa.
—Pero a mí me parece...
—Un poco de paciencia. Hasta aquí, usted no ha tenido motivos de queja contra mí. Hace buen tiempo. Paséese usted, almuerce en el castillo, fume su pipa. Yo estaré de regreso hacia las cuatro o las cinco de la tarde. En lo que respecta al instituto..., tanto peor; tomaré el tren de medianoche.
Habían llegado a los extremos comunales detrás del castillo. Beautrelet saltó sobre su bicicleta y se alejó.
En Dieppe se detuvo en las oficinas del periódico La Vigié, donde pidió que le enseñaran los números de la última quincena. Luego salió hacia el burgo de Envermeu, situado a dos kilómetros. En Envermeu habló con el alcalde, el cura y el guarda de campo. Sonaron las tres en el reloj de la iglesia del burgo. Su investigación había terminado.
Regresó cantando de alegría. Sus piernas pedaleaban con un ritmo igual y vigoroso, apoyándose alternativamente sobre los dos pedales, y su pecho se abría en toda su capacidad al aire vivo que soplaba del mar. Y a veces el joven se distraía lanzando al cielo clamores de triunfo, pensando en el objetivo que perseguía y en sus afortunados esfuerzos.
Ambrumésy apareció a la vista. Se dejó llevar a toda velocidad por la pendiente que conduce al castillo. Los árboles que bordean el camino en cuádruple alineación secular parecían correr a su encuentro y desvanecerse luego inmediatamente detrás de él. Y de pronto lanzó un grito. En una visión súbita vio tendida una cuerda de un árbol a otro a lo ancho de la carretera.
Al chocar contra la cuerda, la bicicleta se detuvo de repente y el joven fue lanzado hacia adelante con inusitada violencia. Sintió la impresión de que sólo una casualidad afortunada pudo impedir que fuese a caer contra un montón de piedras, donde lógicamente se hubiera roto la cabeza.
Permaneció aturdido durante unos segundos. Luego, lleno de contusiones y con las rodillas desolladas, examinó aquellos lugares. A la derecha se extendía un pequeño bosque, por donde, sin duda alguna, había huido el agresor. Beautrelet soltó la cuerda. En el árbol de la derecha en torno al cual la cuerda estaba atada había un pequeño papel sujeto con un cordel. Lo desplegó y leyó:

«Tercero y último aviso.»

Llegado al castillo, hizo algunas preguntas a los criados y luego fue a reunirse con el juez de instrucción en una estancia de la planta baja, en el último extremo del ala derecha, donde el señor Filleul tenía costumbre de permanecer en el curso de sus investigaciones. El señor Filleul estaba escribiendo, con su secretario sentado frente a él. A una señal, el secretario salió de la habitación, y el juez exclamó:
—Pero ¿qué le pasa a usted, señor Beautrelet? Tiene usted las manos sangrando.
—No es nada, no es nada —respondió el joven—. Una sencilla caída provocada por esta cuerda que tendieron delante de mi bicicleta. Únicamente le agradecería que observe que tal cuerda proviene del castillo. No hace más de veinte minutos que aún estaba sirviendo para secar ropa colgada en ella cerca del lavadero.
—¿Es posible?
—Señor, es aquí mismo donde se me vigila por alguien que se encuentra en el propio corazón de este lugar, que me ve, que me oye y que, minuto a minuto, asiste a mis actos y conoce mis intenciones.
—¿Cree usted?
—Estoy seguro. A usted le corresponde descubrirlo, y no le costará mucho trabajo. En cuanto a mí, quiero terminar esto y darle las explicaciones prometidas. He procedido con mayor rapidez de lo que nuestros adversarios podían suponerse, y estoy persuadido de que, por su parte, van a proceder en forma vigorosa. El círculo va cerrándose en torno a mí. El peligro se aproxima, tengo el presentimiento de ello.
—Veamos, veamos, Beautrelet...
—Bueno, ya veremos lo que pasa. De momento, procedamos rápidamente. Y, ante todo, una pregunta sobre un punto que quiero dejar de lado en seguida. ¿No le ha hablado usted a nadie de ese documento que el brigadier recogió y que le entregó a usted en mi presencia?
—Mi palabra que no..., a nadie. Pero ¿acaso le concede usted algún valor?
—Un gran valor. Es una idea que tengo, una idea que, por lo demás, lo confieso, no descansa sobre ninguna prueba..., puesto que hasta aquí yo no he conseguido en absoluto descifrar ese documento. Así, pues, le hablo a usted de él... para no volver a tocar más ese punto.
Beautrelet apoyó su mano sobre la del señor Filleul, y en voz baja le dijo:
—Cállese usted..., nos están escuchando... desde fuera.
Se oyó ruido de pasos sobre la arena. Beautrelet corrió a la ventana y se asomó al exterior.
—Ya no hay nadie..., pero la platabanda está pisoteada... Se obtendrán fácilmente las huellas.
Cerró la ventana y fue a sentarse de nuevo.
—Ya ve usted, el enemigo ni siquiera toma ya precauciones... ya no dispone de tiempo para ello..., él también siente que la hora apremia... Apresurémonos, pues, y hablemos, puesto que precisamente ellos no quieren que yo hable.
Colocó sobre la mesa el documento y lo dejó desplegado. Luego dijo:
—Ante todo, una observación. Sobre este papel, aparte los puntos, no hay más que cifras. Y en las tres primeras líneas y en la quinta, las únicas de las cuales vamos a ocuparnos, pues la cuarta parece de una naturaleza completamente diferente, no hay ninguna de esas cifras que sea más elevada que cinco. Tenemos, pues, muchas probabilidades de que cada una de esas cifras represente una de las cinco vocales en el orden alfabético. Escribamos el resultado.
Y en una hoja aparte escribió:

Luego prosiguió:
—Como usted ve, esto no arroja gran cosa. La clave es a la vez muy fácil, puesto que se han conformado con sustituir las vocales por cifras y las consonantes por puntos, y muy difícil, si no imposible, puesto que no pudieron darse mayor trabajo para complicar el problema.
—En efecto, es de hecho suficientemente oscuro.
—Tratemos de aclararlo. La segunda línea está dividida en dos partes, y la segunda parte está representada de tal manera que es muy probable que forme una palabra. Si ahora tratamos de reemplazar los puntos intermedios por consonantes, llegamos a la conclusión, después de un tanteo, que las únicas consonantes que pueden servir lógicamente de apoyo a las vocales no pueden también lógicamente producir más que una palabra: demoiselles (señoritas).
—¿Entonces se trataría de la señorita De Gesvres y de la señorita De Saint-Vérant?
—Con toda certidumbre.
—¿Y usted no ve nada más que eso?
—Sí. Observo además una solución de continuidad en medio de la línea, y si realizo el mismo trabajo sobre el comienzo de la línea veo inmediatamente que entre los dos diptongos ai y ui la única consonante que puede reemplazar el punto es una g y que cuando he formado el comienzo de esa palabra aigui, es natural e indispensable que yo llegue con los puntos siguientes y la e final a la palabra aiguille (aguja).
—En efecto... Se impone esa palabra.
—En fin, para la última palabra tengo tres vocales y tres consonantes. Tanteo todavía, pruebo todas las letras unas después de otras, y, partiendo de ese principio de que las dos primeras letras son consonantes, compruebo que hay cuatro palabras que pueden adaptarse; esas palabras son: fieuve, preuve, pleure y creuse (río, prueba, llora y hueca). Elimino las tres primeras palabras como carentes de cualquier relación posible con la palabra aguja y me quedo con la palabra creuse.
—Lo que forma aguja hueca. Admito que su solución puede ser exacta. Pero ¿qué adelantamos con ello?
—Nada —respondió Beautrelet con tono pensativo—. Nada por el momento... Más adelante ya veremos... Yo tengo la idea de que muchas cosas figuran comprendidas en la agrupación enigmática de esas dos palabras aguja hueca. Lo que me preocupa es, sobre todo, la materia del documento, el papel de que se han servido... ¿Se fabrica todavía esta clase de pergamino un poco granulado? Y además este color de marfil... Y estos pliegues..., la usura de estos cuatro pliegues... Y, en fin, vea usted estas marcas de lacre rojo por detrás...
En ese momento Beautrelet fue interrumpido. Era el secretario Brédoux, que abría la puerta y que anunciaba la llegada súbita del fiscal general.
El señor Filleul se levantó.
—¿El señor fiscal general está abajo?
—No, señor juez de instrucción. El señor fiscal general no se ha apeado de su coche. Está de paso solamente y ruega a usted que haga el favor de ir a verlo junto a la puerta. No tiene que decirle más que unas palabras.
—Qué cosa extraña —murmuró el señor Filleul—. En fin, vamos a ver. Beautrelet, perdóneme, voy y vuelvo en seguida.
Salió. Se oyeron sus pasos que se alejaban. Entonces el secretario cerró la puerta, dio la vuelta a la llave y la metió en su bolsillo.
—Bueno..., ¿qué...? —exclamó Beautrelet, completamente sorprendido—. ¿Qué hace usted?
—¿No estaremos mejor así para hablar? —respondió Brédoux.
Beautrelet saltó hacia otra puerta que daba a la habitación contigua. Había comprendido. El cómplice era Brédoux, el propio secretario del Juzgado de Instrucción.
Brédoux dijo con ironía:
—No se lastime usted los dedos, mi joven amigo, tengo también la llave de esa puerta.
—Queda todavía la ventana —exclamó Beautrelet.
—Ya es demasiado tarde —dijo Brédoux, que se situó delante de la ventana empuñando un revólver.
Estaban cortadas todas las retiradas. No había solución, como no fuese defenderse contra el enemigo que se desenmascaraba con una audacia tan brutal. Isidoro, que experimentaba una sensación de angustia desconocida, se cruzó de brazos.
—Bien —murmuró el secretario—, ahora seamos breves.
Sacó su reloj.
—El bueno del señor Filleul va a caminar hasta la puerta. En la puerta no hay nadie, bien entendido. Allí está tanto el fiscal como aquí en mi mano. Entonces regresará aquí. Eso nos concede unos cuatro minutos. Necesito uno para escaparme por esa ventana, escurrirme por la puerta pequeña de las ruinas y saltar sobre mi motocicleta, que me espera. Quedan, entonces, tres minutos. Eso es suficiente.
Era un sujeto extraño, contrahecho, que mantenía en equilibrio sobre sus piernas, muy largas y muy débiles, un busto enorme, redondo como el cuerpo de una araña y provisto de unos brazos inmensos. El rostro era huesudo y la frente pequeña y baja, indicadora de la obstinación un tanto limitada del personaje.
Beautrelet se tambaleaba sintiendo ablandársele las piernas. Tuvo que sentarse, y dijo:
—Hable. ¿Qué quiere usted?
—Ese documento. Hace tres días que lo ando buscando.
—No lo tengo.
—Mientes. Cuando entré te vi guardarlo de nuevo en tu cartera.
—¿Y después?
—¿Después? Te comprometerás a mantenerte muy prudente. Nos estás molestando. Déjanos tranquilos y ocúpate de tus asuntos. Ya se nos ha agotado la paciencia.
Se había adelantado empuñando siempre el revólver y apuntando hacia el joven, y hablaba sordamente, martilleando las sílabas con acento de increíble energía. Su mirada era dura y la sonrisa cruel.
Beautrelet temblaba. Era la primera vez que experimentaba la sensación del peligro. ¡Y qué peligro! Se sentía frente a un enemigo implacable, de una fuerza ciega e irresistible.
—¿Y después? —dijo el joven con voz ahogada.
—¿Después? Nada... Serás libre...
Hubo un silencio y Brédoux continuó:
—No queda más que un minuto. Tienes que decidirte. Vamos, hombrecito, no hagas tonterías... Nosotros somos los más fuertes, siempre y en todas partes... Pronto, el papel...
Isidoro no se movía, lívido, aterrado y, sin embargo, dueño de sí mismo y con el cerebro lúcido entre el desastre de sus nervios. A veinte centímetros de sus ojos se abría el pequeño agujero negro del cañón del revólver. El dedo replegado oprimía visiblemente el gatillo. Bastaba un pequeño esfuerzo más...
—El papel —repitió Brédoux—. Si no...
—Aquí está —dijo Beautrelet.
Sacó del bolsillo la cartera y se la tendió al secretario, que se apoderó de ella.
—Perfectamente. Hemos sido razonables. Decididamente, se puede hacer algo de ti..., eres un poco miedoso, pero tienes buen sentido. Le hablaré de ti a los camaradas. Y ahora me largo. Adiós.
Se guardó el revólver e hizo girar el pestillo de la ventana. En el pasillo se oyó ruido.
—Adiós —dijo de nuevo—. Ya es hora de irme.
Pero una idea le detuvo. Con un ademán comprobó el contenido de la cartera.
—¡Rayos y truenos!... —gritó el secretario—. El papel no está aquí... Me la has jugado.
Saltó dentro de la habitación. Sonaron dos disparos. Isidoro a su vez había sacado su revólver y disparado.
—Fallaste, hombrecito —aulló Brédoux—. Tu mano tiembla... tienes miedo.
Se entregaron a una lucha cuerpo a cuerpo y rodaron sobre el suelo. En la puerta sonaron golpes redoblados.
Isidoro perdió fuerzas inmediatamente, dominado por su adversario. Era el fin. Una mano se alzó por encima de él armada con un cuchillo y cayó. Un dolor violento le quemaba el hombro. Soltó su presa.
Tuvo la sensación de que hurgaban en el interior de su chaqueta y que arrebataban el documento. Luego, a través del velo caído de sus párpados, adivinó más que vio al hombre cruzando la ventana...
Los mismos periódicos que al día siguiente por la mañana relataban los últimos episodios ocurridos en el castillo de Ambrumésy, con las falsificaciones descubiertas en la capilla, el descubrimiento del cadáver de Arsenio Lupin y del cadáver de Raimunda, y finalmente, el atentado criminal contra Beautrelet a manos de Brédoux, secretario del juez de instrucción, anunciaban también las siguientes noticias:
La desaparición de Ganimard y el secuestro en pleno día, en el corazón de Londres, cuando iba a tomar el tren para Douvres, de Herlock Sholmes.
Así, pues, la banda de Lupin, por unos momentos desorganizada merced al extraordinario ingenio de un muchacho, tomaba de nuevo la ofensiva y al primer golpe, por doquier y en todos los puntos, quedaba victoriosa. Los dos grandes adversarios de Lupin, Sholmes y Ganimard, quedaban suprimidos. Beautrelet fuera de combate. Ya no había nadie más capaz de luchar contra tales enemigos.

Fuente:
Traducción: Lorenzo Garza
©Aguilar, 1961
© Claude Leblanc, París, 1982
© Ediciones Generales Anaya, S.A., Madrid, 1982
© 1984, por la presente edición, Orbis, SA.
Depósito Legal B-14232-1984
Printed in Spain
Digitalización y corrección por Antiguo.

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