viernes, 16 de octubre de 2015

Harold Bloom y Gamerro. El canon literario.


CAPÍTULO 4
Los riesgos del resentimiento

Los siete pecados capitales de la «escuela del resentimiento»
En el capítulo anterior intentamos hacer una caracterización de las escuelas críticas a las que Bloom se opone. Veamos ahora cuáles son los principales defectos que les achaca.

• Producen indefectiblemente lecturas débiles y, lo que es peor, previsibles. Uno empieza, por ejemplo, a leer una crítica feminista del Rey Lear e indefectiblemente sabe que se encontrará con una condena de la figura de Lear –por representar al patriarcado–, una excusa para las malvadas hijas Goneril y Regan –su ingratitud hacia su padre se explicará como resistencia ante la autoridad patriarcal y efecto del sometimiento secular de la mujer– y puede adivinar que la hija leal, Cordelia, en lugar de salvadora de su padre, será vista como una víctima sacrificial del egoísmo paterno.
En su Shakespeare: la invención de lo humano, Bloom resume así el método de lectura que da como resultado lo que él denomina el «Shakespeare francés»: «En el “Shakespeare francés” el procedimiento consiste en empezar con una postura política completamente propia, muy alejada de las obras de Shakespeare, y localizar luego algún fragmento marginal de la historia del Renacimiento inglés que parezca apoyar esta postura. Con ese fragmento social en la mano, se abalanza uno desde afuera sobre la pobre comedia, y se encuentran algunas conexiones, establecidas como sea, entre ese supuesto hecho social y las obras de Shakespeare.» Bloom señala que una obra literaria se debe leer de adentro hacia fuera, sin expectativas previas. La crítica de la «escuela del resentimiento», en cambio, encuentra al final del camino aquello que desde el principio se había propuesto en contrar.

• Se complacen en leer a contrapelo del sentido manifiesto de la obra. Si para cualquier lector mínimamente perceptivo del Rey Lear el viejo rey es el héroe trágico, Cordelia la heroína y Goneril, Regan y Edmund los villanos, la crítica de la «escuela del resentimiento» se complacerá en demostrar que estamos equivocados y que el autor también lo estaba por estar nuestra visión –y la suya– deformada por ideologías que sirven a los intereses del poder y los grupos dominantes. La noción de «deconstrucción» aso ciada a la obra de Jacques Derrida suele invocarse como apoyo teórico de una lectura entre líneas o leer los silencios o hacer decir a la obra «otra cosa» de la que dice. –

• Subestiman al lector común. Son formas de crítica que no trabajan a partir de las percepciones iniciales e intuitivas del lector, elaborándolas y retinándolas, sino que de entrada le plantean que no entiende, que no ve, que está engañado por la ideología a la que pertenece. [No basta con leer atentamente la obra, con sentimiento y atención. Esto es especialmente peligroso porque el lector común tiene principalmente una debilidad: su inseguridad. Cree –le han dicho– que no sabe leer, y que los otros –críticos y académicos– leen mejor que él.
Estas escuelas críticas fomentan su inseguridad: en lugar de entrenarlo para confirmar y desarrollar sus apreciaciones e intuiciones iniciales, lo instan a hacer tabula rasa y reemplazar su sentido común por el sentido especial e idiosincrásico que le proponen.
Una tendencia particularmente enojosa es la de tomar las reacciones negativas del lector como objeto de análisis. Así, si el lector reacciona contra un análisis feminista es por su actitud patriarcal o sus prejuicios misóginos; si cuestiona la validez de un análisis marxista es por su conciencia burguesa, y así sucesivamente. El lector se ve atrapado en la situación del paciente ante el psicoanálisis: las diferencias con el analista y el análisis son invariablemente interpretadas como «resistencia» y convertidas en objeto de nuevas sesiones de análisis.

• Caen en el culto de lo políticamente correcto. A pesar de lo que Bloom sostiene, resulta difícil descartar sin más estas formas de crítica cultural cuando son realizadas por los mismos miembros de las culturas o grupos oprimidos o históricamente marginados.
Pero la situación se distorsiona cuando son miembros de los grupos dominantes o poderosos los que asumen su dominación como culpa y se proponen expiar sus pecados esforzándose por «no ofender» a las minorías u ofreciéndoles representaciones positivas «forzadas». Surge así una forma de discriminación negativa denominada «corrección política». La corrección política no se propone tanto terminar con la injusticia como disimularla, y en lo discursivo suele resolverse en una práctica sistemática del eufemismo.

• Desvirtúan la esencia del canon. Uno de los efectos más manifiestos de lo que Bloom ve como el trabajo de zapa de la «escuela del resentimiento» en EEUU ha sido el establecimiento de «cuotas» literarias. Esto resulta especialmente evidente en las antologías de literatura que se utilizan en las escuelas secundarias y en los programas de lectura de las universidades. Se intenta equilibrar el número de escritores hombres con el de mujeres, o de blancos con negros, hispanos o asiáticos. El resultado es que conviven textos de Hemingway, Jack London y Walt Whitman con los de ignotos escritores chicanos o navajos, que han sido elegidos por su representatividad étnica o genérica más que por su calidad literaria. Al ser colocadas sus obras junto a los de esos gigantes de la literatura se logra el efecto contrario al buscado: el de disminuir, por comparación, el valor de sus textos. En cambio, los textos de los «varones blancos muertos» entran no por su representatividad de grupo sino por su valor estético, y así esta forma de ampliar el canon termina confirmando las injusticias y distorsiones que dice combatir.

• Son absolutos en un momento y obsoletos al siguiente. Resulta sintomático el caso de Jorge Luis Borges. En los politizados años sesenta y setenta era desechado por la crítica marxista como reaccionario, antipopular y fantástico, y por la nacionalista como extranjerizante, europeizante y cipayo. Hoy la obra de Borges es celebrada por todos ellos, en muchos casos por los mismos individuos que antes lo repudiaban. Incluso algunas escuelas recientes –como los estudios poscoloniales de orientación marxista que le disputan el campo a la vieja crítica nacionalista de derecha tienen en Borges a uno de sus héroes.

• Son soberbios. Hay una acritud que todas estas escuelas comparten: la soberbia crítica. Hasta principios del siglo XX no había duda de que la crítica literaria era una disciplina auxiliar de la literatura: su objetivo era ayudar a leer los textos literarios, y el crítico adoptaba una actitud de servicio hacia el lector, y de admiración y respeto –a veces rayano en la idolatría– por al autor. Se daba por sentado que el objeto literatura siempre excede a lo que la crítica pueda decir de él. La «escuela del resentimiento» parece en cambio empeñada en ense ñarle al autor una lección. ¿Acaso este tipo se cree mejor que yo?, parece ser la pregunta implícita con que acometen la lectura de una obra. La utopía de una crítica literaria pura, sin literatura, parece ser uno de los componentes de su imaginario. Otro, la idea de que crítica y literatura son dos objetos discursivos del mismo nivel. Incluso algunos hasta sostienen la idea de que llegará un momento en que la crítica pueda leerse como literatura sin más.

jueves, 15 de octubre de 2015

Harold Bloom y el canon literario.


Harold Bloom y el canon literario

Carlos Gamerro
INTRODUCCIÓN
La relación solitaria entre un hombre y algunos libros

Un niño del Bronx
Harold Bloom nació el 11 de julio de 1930 en el barrio neoyorquino del Bronx. Hijo de judíos ortodoxos provenientes de Rusia que nunca aprendieron a leer en inglés, se inició a los siete u ocho años en la lectura de literatura en lengua inglesa en la Biblioteca Pública de Nueva York. Comenzó por la poesía de Hart Crane, a la que luego siguió la de T. S. Eliot, W. H. Auden y William Blake, cuyos poemas más largos memorizaba. De Blake pasó a Milton y de Milton a Shakespeare, remontando hacia la fuente el camino de las influencias literarias que luego dedicaría su vida a exponer.
Tras impactar a sus profesores con su genio y su prodigiosa capacidad de lectura, Bloom se graduó en la Universidad de Cornell en 1951. Siguió sus estudios de posgrado en Yale, por consejo de su tutor en Cornell, el prestigioso M. H. Abrahams, autor de El espejo y la lámpara y una de las máximas autoridades en poesía romántica, que le sugirió cambiar de universidad pues «ya nada tenían que enseñarle». Cuatro años después se doctoró con las mejores calificaciones y se unió al departamento de inglés de Yale, New Haven, donde en la actualidad continúa enseñando. Allí conoció también a su esposa, Jeanne, con la que tuvo dos hijos.

El New Criticism dominaba en los años 50 y 60 en Yale como en la mayoría de las universidades estadounidenses. Era una escuela académica inspirada en los escritos críticos de T. S. Eliot, que desplazaba la tradición romántica a un segundo plano. Harold Bloom se opuso decididamente a esa tendencia e hizo de la poesía romántica inglesa su punto de partida; primero de la literatura inglesa y más adelante de la mundial. Este aislamiento crítico tenía, además, su faceta social: el New Criticism era también una escuela crítica conservadora, tradicionalista y muy WASP -siglas de «White Anglo-Saxon Protestant» («protestante anglosajón blanco»), que definen a la «auténtica» clase dominante estadounidense. Bloom, un judío del Bronx, «y además de clase baja», como él mismo confiesa, debe luchar para hacerse un lugar en el circuito de las universidades del Ivy League, y ese lugar sólo puede ser individual, nunca dentro de un grupo o camarilla. Tras coquetear en los setenta con la escuela deconsrructivista de Yale, de la que Bloom abjuraría más tarde, su orgullosa soledad se consolida en 1977, cuando se separa del departamento de inglés y se convierte en el único profesor de Humanidades de Yale, un «departamento» de un solo miembro. En la actualidad, su cerrada oposición a lo que denomina la «escuela del resentimiento» (en sus propias palabras: «feministas, marxistas, lacanianos, nuevos historicistas [foucaultianos], deconstruccionistas y semióticos») lo vuelve a colocar en su posición favorita: la heroica actitud del que sigue luchando «solo contra todos».

Motivos académicos y motivos personales. La enfermedad crónica de uno de sus hijos y la carga financiera que suponía obligaron a Bloom a buscar nuevas fórmulas para obtener recursos económicos. Desde 1984 es el director de la Chelsea House Library, una editorial que prácticamente fundó. Chelsea House publica recopilaciones de ensayos de crítica literaria precedidos por prefacios del propio Bloom; hasta la fecha ha publicado cerca de 500 títulos. Desde 1988 agrega a su cargo de Yale el de profesor de inglés en la Universidad de Nueva York. Pero fue hacia comienzos de la década de 1990 cuando la necesidad de ganar dinero suficiente para asegurar no sólo el presente sino el futuro de su hijo le dio el estímulo necesario para plantearse una nueva etapa en su carrera y comenzó a escribir para un público masivo; surgió el raro fenómeno de Bloom superestrella, un crítico literario en boca de todos los lectores, y no sólo de los especialistas.
Este cambio se aprecia sobre todo a partir de El libro de J (1990). En palabras del propio Bloom en una reciente entrevista:
«Me fui dando cuenta de que –aunque tengo la intención de seguir enseñando en Yale y en la Universidad de Nueva York hasta el día de mi muerte– ya no tenía nada en común con mis colegas de la academia, y de que me estaba haciendo falta un nuevo público. Descubrí que había llegado la hora de hablar el lenguaje común, y tuve que volver a aprender como escribir crítica; el cambio se advierte sobre todo a partir de El libro de J. Desde entonces, cuando escribo no miro más hacia la universidad, sino que me dirijo al lector común, y no sólo el del mundo angloparlante sino del mundo en general. No hablaría de estrellato crítico, un concepto que, lamentablemente, también pertenece al pasado, pero he encontrado un público muy amplio en muchos países. También me he encontrado a mí mismo, y he dado nueva forma a mi vocación. Lo que aprendí fue, en última instancia, a escribir como hablo, como hablo en clase, como hablo con mis amigos. Me he convertido en una especie de crítico vernáculo».

Los nuevos proyectos. En la misma entrevista, Bloom habla de sus proyectos más actuales: «He terminado un vasto libro, que se supone será mi magnum opus , llamado Genius: a Mosaic of One Hundred Exemplary Creative Minds (“El genio: un mosaico de cien mentes creativas ejemplares”), que incluye escritores de todas las latitudes. También he firmado un contrato para escribir otro libro, que no he comenzado aún, que se llamará Reaching Wisdom (Alcanzando la sabiduría), una reflexión personal sobre la utilidad que pueda tener el estudio de la literatura en aprender a vivir la propia vida, y que se supone será mi último libro. Porque me ha pasado algo muy extraño. [...] Aquí estoy, a los setenta y un años de edad, y quizá debido al impacto de haber enseñado Shakespeare durante casi treinta años– me encuentro, para mi inmensa sorpresa, escribiendo una obra de teatro, en prosa y en tres actos, que tiene un título tomado del poema «El puente», de Hart Crane: And We Have Seen Night Lifted in Thine Arms (Hemos visto la noche sostenida en tus brazos), que alude a una Pietá, y transcurre en la ciudad de Nueva York las noches del 11, 12 y 13 de septiembre de 2001. Mi esposa y yo estábamos ahí cuando sucedió, vivimos apenas a un kilómetro y medio del epicentro de la catástrofe, y aunque la obra no tratara específicamente sobre la destrucción del World Trade Center, ése será el punto de partida y el telón de fondo de su intensa acción dramática. No creo estar al comienzo de una nueva carrera, no puedo a mi edad abrigar semejantes ilusiones, pero me resulta sorprendente, y fascinante, que algo así me haya sucedido.»
Harold Bloom ha recibido las Guggenheim y MacArthur Foundation Fellowships y la Medalla de Oro de la crítica de la American Academy of Arts and Letters.

De la academia al gran mercado
Dos etapas. La carrera de Harold Bloom se divide así en dos etapas claramente diferenciadas: la «académica», de 1959 a 1989 aproximadamente, y la «popular» a partir de entonces, caracterizada por su acceso al mercado editorial de grandes ventas. De la primera, su obra más representativa es sin duda La angustia de las influencias, concepto que se ha convertido en moneda corriente de la crítica moderna, hasta el punto de que quien hoy quiera hablar sobre el tema lo hará, sea consciente de ello o no, usando los términos y aplicando los conceptos desarrollados por Bloom, y por ello éste será el punto de partida del presente estudio. En la segunda etapa de su carrera Bloom se dedica también a los textos religiosos, y por ello El libro de J, su contribución más reconocida, será el tema del tercer capítulo. El interés de Bloom por la religión per se le lleva a escribir además La religión americana, una profecía sobre la fusión de distintas corrientes religiosas de una forma poscristiana de religión auténticamente [norte]americana, y Presagios del milenio, un estudio sobre el surgimiento de formas de religiosidad popular (o más bien masivas) comúnmente agrupadas bajo el rótulo New Age, que Bloom ve como formas degradadas o bastardeadas de las creencias gnósticas del cristianismo y judaísmo de principios de la era cristiana. Esta etapa coincide también con el agravamiento de su polémica contra la «escuela del resentimiento»; el capítulo 4 está dedicado a examinar este enfrentamiento. De las dos obras más conocidas de esta etapa, la primera, el monumental El canon occidental, ocupa el capítulo 5; el capítulo 6 está dedicado a un análisis más detallado de tres autores canónicos: Shakespeare, Freud y Joyce. Shakespeare: la invención de lo humano es la otra gran obra que Bloom escribe en esta etapa, y a su análisis hemos dedicado el último capítulo, el séptimo.
Harold Bloom es para algunos un dinosaurio, defensor de nociones arcaicas y conservadoras sobre la literatura: la lectura solitaria, la genialidad y la grandeza de los grandes autores, la irrelevancia de consideraciones políticas, ideológicas o sociales a la hora de leer, la Generalidad de los dead white males (varones blancos y muertos) en la literatura occidental e incluso mundial. Para otros, es el último humanista clásico: un representante de cinco siglos de cultura escrita que han hecho de la erudición y la lectura (entendida en última instancia como la relación solitaria entre un hombre y un libro) la piedra fundamental del edificio de la cultura occidental.
Lo que resulta incuestionable es que Harold Bloom es uno de los pocos críticos que han logrado salirse del estrecho mundo de la especialización académica y alcanzar una posición de masivo estrellato. Esto le ha llevado a convertirse en el adalid y guía de los «lectores comunes», aquellos anónimos y silenciosos amantes de la literatura que no han perdido la esperanza de que la crítica literaria los vuelva a tener en cuenta, ayudándoles a saber qué y cómo leer.

La crítica académica del siglo XX ha estado en general dominada por los especialistas, ganando en profundidad y especificidad y perdiendo en globalidad y alcance. Los críticos no se atreven a hablar ya de «toda la literatura.» Así, al menos, en la crítica académica la figura del humanista clásico (que va de Aristóteles a Samuel Johnson) ha ido perdiendo vigencia. En el siglo XX quienes se arriesgaron a la «irresponsabilidad» de leer la literatura occidental como una totalidad organizada fueron en general, salvo contadas excepciones como las de Arnold Hauser o Erich Auerbach, escritores: T. S. Eliot, Jean-Paul Sartre, Jorge Luis Borges, ítalo Calvino, Vladímir Nabokov. Harold Bloom, sobre todo en lo que hemos llamado su segunda etapa, intenta desarrollar esta línea de lectura más abarcadora, y defenderla de sus detractores.
Quizá, cuando el polvo de la polémica se haya asentado, habrá dos nociones fundamentales de la crítica literaria que los años venideros asociarán al nombre de Harold Bloom: la noción de angustia de las influencias y la noción del canon occidental. A ellas estará dedicado, entonces, en lo sustancial, este estudio.

La definición del Arte. Umberto Eco.


INTRODUCCIÓN.
Los capítulos del presente volumen recogen textos escritos
entre 1955 y 1963. Terminan en esta fecha porque los
estudios de la segunda parte a,nuncian, acompañan o comentan
las investigaciones contenidas en Opera Aperta, que es
de 1962. A partir de esta fecha mi trabajo se ha centrado en
las relaciones entre estética y comunicaciones de masa (véase
Apocalittici e Integrati) para terminar orientándose -fase
actual de mi trabajo de investigación- en tomo a una temática
de la comunicación tratada con instrumentos semiológicos.
La tercera parte de este volumen, Problemas de método,
comprende dos artículos de 1963, que pueden interpretarse
al mismo tiempo como un balance y como una introducción
al trabajo que estoy realizando en la actualidad y
que ha hallado su expresión más reciente en La Struttura.
Assente, 1968.
En la primera parte se recogen escritos históricos y teóricos.
Los primeros acusan la influencia de las experiencias
historiográficas adquiridas en mis primeras investigaciones
acerca- de la estética medieval (ll problema estetico in San
Tommaso, escrito en 1954 y publicado en 1956, y Sviluppo
dell'estetica medievale, obra de 1959). Los escritos teóricos,
por el contrario, a través del examen de diversas posiciones
estéticas contemporáneas, tienden a una discusión del concepto
-de arte.
El problema de la definición del arte -sin embargo- no
9
constituye simplemente el tema explícito del último ensayo
de la primera parte, ni aparece únicamente presente en el
examen de la estética de algunos filósofos contemporáneos:
vuelve a aparecer, en su forma más problemática, en los estudios
de la segunda parte, donde las nociones teóricas se
ponen a prueba frente a las poéticas de vanguardia, allí
donde aparentemente desaparecen todas las definiciones teo­
réticas expuestas hasta hoy por la estética. El ensayo final
de la segunda parte, Dos hipótesis sobre la muerte del arte,
trata, en efecto, de demostrar cómo los instrumentos utilizados
por la estética especulativa pueden servir todavía para
«poner en forma» las manifestaciones más extremas del arte
experimental de nuestros días. Así, discutiendo las formulaciones
de la estética teórica y enfrentándolas a las instancias
de las nuevas poéticas, el objeto de este libro más que
«la definición del arte» es «el problema de la definición
del arte».
No es casual el hecho de que el presente volumen co­
mience con un examen de la estética de Luigi Pareyson (o, al
menos, de la fase de su pensamiento que culmina en Este.­
tica - Teoria delta formativita): en realidad todos los estudios
de esta obra acusan las influencias del clima intelectual
en el que he vivido, en tomo a la Escuela de Estética de Turín,
y documentan de diversas formas la asimilación, a través
de los inevitables acentos personales, de los temas de la
estética de la formatividad.
U. E

martes, 13 de octubre de 2015

Umberto Eco. Arte y belleza en la Estética Medieval.


Historia. Compendio histórico y no teórico. Como quedará claro
también al final, lo que este libro persigue es ofrecer una imagen
de una época, no una aportación filosófica a la definición contemporánea
de la estética, de sus problemas y de sus soluciones. Esta
precisión debería de bastar, y bastaría si ésta fuera una historia de
la estética clásica o de la estética barroca. Pero como la filosofía
medieval ha sido objeto, desde el siglo pasado, de una reactualización
que ha tendido a presentarla como phi/osophia perennis, todo
discurso sobre la misma debe aclarar siempre sus propios presupuestos
filosóficos. Aclaro: este estudio sobre la estética medieval
tiene los mismos propósitos de comprensión de una época histórica
que podría haber tenido un estudio sobre la estética griega o
sobre la estética barroca. Naturalmente se decide estudiar una época
porque se la considera interesante y se cree que vale la pena comprenderla
mejor.
Umberto Eco.
Editorial Lumen.
Segunda edición 1999.

lunes, 12 de octubre de 2015

Umberto Eco. La estrategia de la ilusión.


PREFACIO
Los ensayos elegidos para formar este libro son artículos que he escrito en el transcurso de varios años para su publicación en diarios y semanarios (o como máximo en revistas mensuales, pero no especializadas). Muchos de ellos tratan de los mismos problemas, con frecuencia después de transcurrir cierto tiempo, otros se contradicen (siempre al cabo de un tiempo). Hay un método —aunque muy poco imperativo— en esta actividad de comentario sobre lo cotidiano. En caliente, bajo el impacto de una emoción o el estímulo de un acontecimiento, se escriben las propias reflexiones, esperando que serán leídas y después olvidadas. No creo que exista ruptura entre lo que escribo en mis libros «especializados» y lo que escribo en los periódicos. Hay una diferencia de tono, por supuesto, dado que al leer día tras día los acontecimientos cotidianos, al pasar del discurso político al deporte, de la televisión al «beau geste» terrorista, no se parte de hipótesis teóricas para evidenciar ejemplos concretos, sino que más bien se parte de
acontecimientos para hacerlos «hablar», sin que se esté obligado a llegar a conclusiones en términos teóricos definitivos. La diferencia reside, entonces, en que, en un libro teórico, si se avanza una hipótesis, es para probarla confrontándola con los hechos. En un artículo de periódico, se utilizan los hechos para dar origen a hipótesis, pero no se pretende transformar las hipótesis en leyes: se proponen y se dejan a la valoración de los interlocutores. Estoy quizás en vías de dar otra definición del carácter provisional del pensamiento coyuntural Todo descubrimiento filosófico o científico, decía Pierce, va precedido por lo que él llamaba «the play of musement»: un vagabundeo posible del espíritu, una acumulación de interrogantes frente a unos hechos particulares, un intento de proponer muchas soluciones a la vez. Antaño, ese juego se jugaba en privado, se confiaba a cartas personales o a páginas de diarios íntimos. Los periódicos son hoy el diario íntimo del intelectual y le permiten escribir cartas privadas muy públicas. Lo que protege del temor de equivocarse no reside en el secreto de la comunicación, sino en su difusión.
Me pregunto a menudo si, en un periódico, trato de traducir en [7] lenguaje accesible a todo el mundo o de aplicar a los hechos contingentes las ideas que elaboro en mis libros especializados, o si es lo contrario lo que se produce. Pero creo que muchas de las teorías expuestas en mis libros sobre la estética, la semiótica o las comunicaciones de masas se han desarrollado poco a poco sobre la base de las observaciones realizadas al seguir la
actualidad. Los textos de esta recopilación giran todos más o menos en torno a discursos que no son necesariamente verbales ni necesariamente emitidos como tales o entendidos como tales. He tratado de poner en práctica lo que Barthes llamaba el «olfato semiológico», esa capacidad que todos deberíamos tener de captar un sentido allí donde
estaríamos tentados de ver sólo hechos, de identificar unos mensajes allí donde sería más cómodo reconocer sólo cosas. Pero no quisiera que se viera en estos círculos unos ejercicios de semiótica. ¡Por el amor de Dios! Lo que entiendo hoy por semiótica se encuentra expuesto en otros libros míos. Es cierto que un semiótico, cuando escribe en un periódico, adopta una mirada particularmente ejercitada, pero eso es todo. Los capítulos de este libro son sólo artículos de periódico escritos por deber «político».
Considero mi deber político invitar a mis lectores a que adopten frente a los discursos cotidianos una sospecha permanente, de la que ciertamente los semióticos profesionales sabrían hablar muy bien, pero que no requiere competencias científicas para ejercerse. En suma, al escribir estos textos, me he sentido siempre como un experto en anatomía comparada, que sin duda estudia y escribe de manera técnica sobre la estructura de los organismos vivos, pero que, en un periódico, no trata de discutir los presupuestos o las conclusiones de su propio trabajo y se limita a sugerir, por ejemplo, que todas las mañanas sería oportuno realizar algunos ejercicios con el cuello, moviendo la cabeza, en primer lugar, de derecha a izquierda veinte veces seguidas y, después, veinte veces de arriba a abajo, para prevenir los ataques de artrosis cervical. La intención de este «reportaje social», como vemos, no es que cada lector se convierta en un experto en anatomía, sino que aprenda por lo menos a adquirir cierta conciencia crítica de
sus propios movimientos musculares.

He hablado de actividad política. Sabemos que los intelectuales pueden hacer política de diferentes maneras y que algunas de ellas han caído en desuso hasta el punto de que muchos comienzan a emitir dudas acerca de la legitimidad de tal empresa. Pero desde los sofistas, desde Sócrates, desde Platón, el intelectual hace política con su discurso. No digo que éste sea el único medio, pero para el escritor, [8] para el investigador, para el científico, es el medio principal al que no se puede sustraer. Y hablar de la traición de los intelectuales es igualmente una forma de compromiso político. Por lo tanto, si escribo en un periódico hago política, y no sólo cuando hablo de las Brigadas Rojas, sino también cuando hablo de los museos de cera.
Esto no está en contradicción con lo que he dicho más arriba, es decir, que, en el discurso periodístico, la responsabilidad es menos grande que en el discurso científico porque es posible atreverse a emitir hipótesis provisionales. Por el contrario, es también hacer política correr el riesgo del juicio inmediato, de la apuesta cotidiana y hablar cuando se siente el deber moral de hacerlo, y no cuando se tiene la certeza (o la esperanza) teórica de «hacerlo bien». Pero quizás yo escribo en los periódicos por otra razón. Por ansiedad, por inseguridad. No sólo tengo siempre miedo de equivocarme, sino que también tengo siempre miedo de que lo que hace que me equivoque tenga razón.
Para un libro «erudito», el remedio consiste en revisar y poner al día en el curso de los años las diferentes ediciones, tratando de evitar las contradicciones y de mostrar que todo cambio de orientación representa una maduración laboriosa del pensamiento propio. Pero, a menudo, el autor inseguro no puede esperar años y le es difícil madurar sus propias ideas en silencio, en espera de que la verdad se le revele de súbito. Por esta razón me gusta la enseñanza, exponer ideas todavía imperfectas y escuchar las reacciones de los estudiantes. Por esta razón me gusta escribir en los periódicos, para releerme el día siguiente y para leer las reacciones de los demás. Juego difícil, porque no siempre consiste en sentirse seguro ante la aprobación y en dudar ante la desaprobación. A veces hay que hacer lo contrario: desconfiar de la aprobación y encontrar en la desaprobación la confirmación de las intuiciones propias. No hay reglas. Sólo el riesgo de la contradicción. Como decía Walt Whitman: «¿Me contradigo? ¡Bueno, pues me contradigo!».
Si estos artículos tratan de denunciar algo a los ojos del lector, no se trata de que haya que descubrir las cosas bajo los discursos, a lo sumo discursos bajo las cosas. Por esto es perfectamente justo que hayan sido escritos para periódicos. Es una elección política criticar los mass-media a través de los mass-media. En el universo de la representación «mass-mediática», es quizás la única elección de libertad que nos queda.
Umberto Eco.
Fuente: Editorial Lumen.

domingo, 11 de octubre de 2015

Umberto Eco. Historia de la belleza.


Umberto Eco nos comenta la Historia de la Belleza, en un libro profusamente ilustrado. «En realidad no hay belleza más auténtica que la sabiduría que encontramos y apreciamos en ciertas personas. Prescindiendo de su rostro, que puede ser poco agraciado, y haciendo caso omiso de la apariencia, buscamos su belleza interior.» Plotino «La belleza del mundo es todo lo que se manifiesta en sus elementos particulares, como las estrellas en el cielo, los pájaros en el aire, los peces en el agua y los hombres sobre la tierra.» Guillermo de Conches «Una razón evidente de que muchos no tengan un sentimiento apropiado de la belleza es la falta de esa delicadeza de la imaginación necesaria para ser sensible alas emociones más sutiles. Cada cual pretende tener esa delicadeza, habla de ella y quisiera regular a partir de ella todo gusto o sentimiento.» David Hume «La muerte y la belleza son dos cosas profundas que tienen tanto de azul como de negro y parecen dos hermanas, terribles y fecundas, con un mismo enigma y similar misterio.» Victor Hugo «La belleza es verdad, la verdad es belleza»: eso es cuanto sabemos -y debemos saber- sobre la tierra.» John Keats «Lo bello es siempre extravagante. No quiero decir que sea voluntaria, fríamente extravagante, porque en tal caso sería un monstruo que desborda los raíles de la vida. Digo que tiene siempre un punto de sorpresa que lo convierte en algo especial.» Charles Baudelaire

Editorial Debolsillo.
Nº de páginas: 440 págs.
Encuadernación: Tapa blanda bolsillo
Editorial: DEBOLSILLO
Lengua: CASTELLANO

sábado, 10 de octubre de 2015

Umberto Eco. Interpretación y sobreinterpretación.


Umberto Eco , autor de novelas de éxito e importante teórico literario, funde en este libro esos dos papeles en un provocador debate en torno al controvertido tema de la interpretación literaria. Los límites de la interpretación -lo que se puede afirmar que significa realmente un texto- es una cuestión que interesa doblemente a un semiótico, autor de novelas cuya sorprendente complejidad ha sumido a los lectores en una gran especulación acerca de su significado. La iluminadora y a menudo ocurrente reflexión de Eco va de Dante a El nombre de la rosa, de El péndulo de Focault a Chomsky y Derrida, y lleva todos los sellos de su inimitable estilo personal. Richard Rorty, Jonathan Culler y Christine Brooke-Rose ofrecen sendas perspectivas sobre el polémico tema y dan lugar a un intercambio de ideas único entre algunos de los más destacados y estimulantes teóricos de la disciplina.
Fuente: Umberto Eco. Con colaboraciones de: Richard Rorty , Jonathan Culller, Christine Brooke-Rose. Compilación de Stefan Collini- Traucción de Juan Gabriel López Guix.
Cambridge Universitty Press.
Año: 1995.

Umberto Eco El péndulo de Foucault. (Fragmento).


Umberto Eco

 El péndulo de Foucault. (Fragmento).
Título original: Il pendolo di Foucault
Umberto Eco, 1988

Traducción: Ricardo Pochtar



  Sólo para vosotros, hijos de la doctrina y de la sabiduría, hemos escrito esta obra. Escrutad el libro, concentraos en la intención que hemos diseminado y emplazado en diferentes lugares; lo que en un lugar hemos ocultado, en otro lo hemos manifestado, para que vuestra sabiduría pueda comprenderlo.
(Heinrich Cornelius Agrippa von Nettesheim, De occulta philosophia, 3, 65)
La superstición trae mala suerte.
(Raymond Smullyan, 5000 B.C., 1.3.8)


   


  1. Keter


 


  1


 ,ךשמנ ס׳׳אה רוא תויהב הנה ו )ב
ללחה ךות רשי וק )ה( תניחבב
ףכית )ו( טשפתנו ךשמנ אל ,ל״נה
טאל טשפתמ היה םנמא ,הטמל דע
—תה הליחתב יכ ,רמול ינוצר ,טאל
ףכית םשו ,טשפתהל רואה וק ליח
,וק דוסב ותוטשפתה תליחתב )ו)
(ח( ןיעכ ,השענו ךשמנו טשפתנ
.ביבסמ לוגע דחא לגלג
[ 2 ]

 Fue entonces cuando vi el Péndulo.
La esfera, móvil en el extremo de un largo hilo sujeto de la bóveda del coro, describía sus amplias oscilaciones con isócrona majestad.
Sabía, aunque cualquiera hubiese podido percibirlo en la magia de aquella plácida respiración, que el período obedecía a la relación entre la raíz cuadrada de la longitud del hilo y ese número π que, irracional para las mentes sublunares, por divina razón vincula necesariamente la circunferencia con el diámetro de todos los círculos posibles, por lo que el compás de ese vagar de una esfera entre uno y otro polo era el efecto de una arcana conjura de las más intemporales de las medidas, la unidad del punto de suspensión, la dualidad de una dimensión abstracta, la naturaleza ternaria de π, el tetrágono secreto de la raíz, la perfección del círculo.
También sabía que en la vertical del punto de suspensión, en la base, un dispositivo magnético, comunicando su estímulo a un cilindro oculto en el corazón de la esfera, garantizaba la constancia del movimiento, artificio introducido para contrarrestar las resistencias de la materia, pues no sólo era compatible con la ley del Péndulo, sino que, precisamente, hacía posible su manifestación, porque en el vacío, cualquier punto material pesado, suspendido del extremo de un hilo inextensible y sin peso, que no sufriese la resistencia del aire ni tuviera fricción con su punto de sostén, habría oscilado en forma regular por toda la eternidad.
La esfera de cobre despedía pálidos, cambiantes reflejos, comoquiera que reverberara los últimos rayos del sol que penetraban por las vidrieras. Si, como antaño, su punta hubiese rozado una capa de arena húmeda extendida sobre el pavimento del coro, con cada oscilación habría inscrito un leve surco sobre el suelo, y el surco, al cambiar infinitesimalmente de dirección a cada instante, habría ido ensanchándose hasta formar una suerte de hendidura, o de foso, donde hubiera podido adivinarse una simetría radial, semejante al armazón de una mándala, a la estructura invisible de un pentaculum, a una estrella, a una rosa mística. No, más bien, a la sucesión, grabada en la vastedad de un desierto, de huellas de infinitas, errantes caravanas. Historia de lentas, milenarias migraciones; quizá fueran así las de los Atlántidas del continente Mu, en su tenaz y posesivo vagar, oscilando de Tasmania a Groenlandia, del Trópico de Capricornio al de Cáncer, de la Isla del Príncipe Eduardo a las Svalvard. La punta repetía, narraba nuevamente en un tiempo harto contraído, lo que ellos habían hecho entre una y otra glaciación, y quizá aún seguían haciendo, ahora como mensajeros de los Señores; quizá en el trayecto desde Samoa a Nueva Zembla la punta rozaba, en su posición de equilibrio, Agarttha, el Centro del Mundo. Intuí que un único plano vinculaba Avalón, la hiperbórea, con el desierto austral que custodia el enigma de Ayers Rock.
En aquel momento, a las cuatro de la tarde del 23 de junio, el Péndulo reducía su velocidad en un extremo del plano de oscilación, para dejarse caer indolente hacia el centro, acelerar a mitad del trayecto, hendir confiado el oculto cuadrilátero de fuerzas que marcaban su destino.
Si hubiera permanecido allí, indiferente al paso de las horas, contemplando aquella cabeza de pájaro, aquella punta de lanza, aquella cimera invertida, mientras trazaba en el vacío sus diagonales, rasando los puntos opuestos de su astigmática circunferencia, habría sucumbido a un espejismo fabulador, porque el Péndulo me habría hecho creer que el plano de oscilación habría completado una rotación entera para regresar, en treinta y dos horas, a su punto de partida, describiendo una elipse aplanada, la cual giraba también alrededor de su centro con una velocidad angular uniforme, proporcional al seno de la latitud. ¿Cómo habría girado si el punto hubiese estado sujeto en el ápice de la cúpula del Templo de Salomón? Quizá los Caballeros también habían probado allí. Quizá el cálculo, el significado final, hubiera permanecido inalterado. Quizá la iglesia abacial de Saint-Martin-des-Champs era el verdadero Templo. En cualquier caso, el experimento sólo habría sido perfecto en el Polo, único lugar en que el punto de suspensión se sitúa en la prolongación del eje de rotación de la Tierra, y donde el Péndulo consumaría su ciclo aparente en veinticuatro horas.
Pero no por aquella desviación con respecto a la Ley, prevista por lo demás en la Ley, no por aquella violación de una medida áurea se empañaba la perfección del prodigio. Sabía que la Tierra estaba girando, y yo con ella, y Saint-Martin-des-Champs y toda París conmigo y que juntos girábamos bajo el Péndulo, cuyo plano en realidad jamás cambiaba de dirección, porque allá arriba, en el sitio del que estaba suspendido, y en la infinita prolongación ideal del hilo, allá en lo alto, siguiendo hacia las galaxias más remotas, permanecía, eternamente inmóvil, el Punto Quieto.
La Tierra giraba, pero el sitio donde estaba anclado el hilo era el único punto fijo del universo.
Por tanto, no era hacia la Tierra adonde se dirigía mi mirada, sino hacia arriba, allí donde se celebraba el misterio de la inmovilidad absoluta. El Péndulo me estaba diciendo que, siendo todo móvil, el globo, el sistema solar, las nebulosas, los agujeros negros y todos los hijos de la gran emanación cósmica, desde los primeros eones hasta la materia más viscosa, un solo punto era perno, clavija, tirante ideal, dejando que el universo se moviese a su alrededor. Y ahora yo participaba en aquella experiencia suprema, yo, que sin embargo me movía con todo y con el todo, pero era capaz de ver Aquello, lo Inmóvil, la Fortaleza, la Garantía, la niebla resplandeciente que no es cuerpo ni tiene figura, forma, peso, cantidad o calidad, y no ve, no oye, ni está sujeta a la sensibilidad, no está en algún lugar o en algún tiempo, en algún espacio, no es alma, inteligencia, imaginación, opinión, número, orden, medida, substancia, eternidad, no es tinieblas ni luz, no es error y no es verdad.
Me devolvió a la realidad un diálogo, preciso y desganado, entre un chico con gafas y una chica desgraciadamente sin ellas.
—Es el péndulo de Foucault —estaba diciendo él—. Primer experimento en un sótano en 1851, después en el Observatoire y más tarde bajo la cúpula del Panthéon, con un hilo de sesenta y siete metros y una esfera de veintiocho kilos. Por último, desde 1855 está instalado aquí, a escala reducida, y cuelga de aquel orificio, en el centro del crucero.
—¿Y qué hace? ¿Tambalearse?
—Demuestra la rotación de la Tierra. Como el punto de suspensión permanece inmóvil…
—¿Y por qué permanece inmóvil?
—Porque un punto… cómo te diré… en su punto central, a ver si me explico, todo punto que esté justo en el centro de los puntos que ves, pues bien, ese punto, el punto geométrico, no lo ves, no tiene dimensiones, y lo que no tiene dimensiones no puede moverse hacia la derecha ni hacia la izquierda, ni hacia arriba ni hacia abajo. Por tanto, no gira. ¿Entiendes? Si el punto no tiene dimensiones, ni siquiera puede girar alrededor de sí mismo. Ni siquiera tiene sí mismo…
—¿Tampoco si la Tierra gira?
—La Tierra gira pero el punto no. Si te gusta, bien; si no, te aguantas. ¿Estamos?
—Eso asunto suyo.
Miserable. Encima de su cabeza tenía el único lugar estable del cosmos, la única redención de la condenación del panta rei y pensaba que era asunto suyo, y no Suyo. Y poco después ambos se alejaron; él, adoctrinado con algún manual que había oscurecido su capacidad de asombro, ella, inerte, inaccesible al estremecimiento del infinito, se alejaron sin que, en su memoria, hubiera quedado huella alguna de aquel encuentro pavoroso, el primero y el último, con el Uno, el En-sof, lo Indecible. ¿Cómo no postrarse de hinojos ante el altar de la certeza?
Yo miraba con temor reverente. En aquel momento estaba convencido de que Jacopo Belbo tenía razón. Cuando me hablaba del Péndulo, su emoción me parecía fruto de un delirio estético, de ese cáncer que lentamente estaba cobrando forma informe, en su alma, y poco a poco, sin que él se diese cuenta, iba transformando su juego en realidad. Pero si tenía razón con respecto al Péndulo, quizá también fuera cierto todo el resto, el Plan, la Conjura Universal, y era justo que ahora yo estuviese allí, en la víspera del solsticio de verano. Jacopo Belbo no había enloquecido, sólo había descubierto, jugando, a través del Juego, la verdad.
Es que la experiencia de lo Numinoso no puede durar mucho tiempo sin trastornar la mente.
Traté entonces de apartar la vista siguiendo la curva que, desde los capiteles de las columnas dispuestas en semicírculo, se prolongaba por las nervaduras de la bóveda hasta la clave, repitiendo el misterio de la ojiva, que se apoya en una ausencia, suprema hipocresía estática, y a las columnas les hace creer que empujan hacia arriba las aristas, mientras que a éstas, rechazadas por la clave, las persuade de que son ellas quienes afirman las columnas contra el suelo, cuando en realidad la bóveda es todo y nada, efecto y causa al mismo tiempo. Pero comprendí que descuidar el Péndulo, péndulo de la bóveda, para admirar la bóveda, era como abstenerse de beber en el manantial para embriagarse en la fuente.
El coro de Saint-Martin-des-Champs sólo existía porque, en virtud de la Ley, podía existir el Péndulo, y éste existía porque existía aquél. No se elude un infinito, pensé, huyendo hacia otro infinito, no se elude la revelación de lo idéntico eludiéndose con la posibilidad de encontrarse con lo distinto.
Sin poder quitar la vista de la clave de bóveda fui retrocediendo, lentamente, porque en unos pocos minutos, los que habían transcurrido desde que entrara allí, me había aprendido el recorrido de memoria, y las grandes tortugas metálicas que desfilaban a mi lado eran bastante imponentes como para señalar su presencia al rabillo de mis ojos. Retrocedí por la amplia nave, hacia la puerta de entrada, y otra vez pasaron sobre mí aquellos amenazadores pájaros prehistóricos de tela raída y alambre, aquellas malignas libélulas que una voluntad oculta había hecho colgar del techo de la nave. Adivinaba que eran metáforas sapienciales, mucho más significativas y alusivas de lo que el pretexto didascálico hubiera querido, engañosamente, sugerir. Vuelo de insectos y reptiles jurásicos, alegoría de las largas migraciones que el Péndulo estaba compendiando sobre el suelo, arcontes, emanaciones perversas; y ahora se abatían sobre mí, con sus largos picos de arqueoptérix, el aeroplano de Breguet, el de Bleriot, el de Esnault, el helicóptero de Dufaux.
Así es como se entra, en efecto, al Conservatoire des Arts et Métiers en París; después de haber atravesado un patio del siglo XVIII, penetramos en la vieja iglesia abacial, engastada en edificios más tardíos como antes lo había estado en el primitivo priorato. Nada más entrar nos deslumbra la confabulación entre el universo superior de las celestes ojivas y el mundo atónico de los devoradores de aceites minerales.
Sobre el piso se extiende una procesión de vehículos automóviles, bicicletas y coches de vapor, desde arriba amenazan los aviones de los pioneros, en algunos casos los objetos están íntegros, aunque desconchados, corroídos por el tiempo, y, en la ambigua luz, en parte natural y en parte eléctrica, se presentan todos cubiertos por una pátina, un barniz de violín viejo; en otros casos sólo quedan esqueletos, chasis, desarticulaciones de bielas y manivelas que amenazan indescriptibles torturas, y uno se imagina ya encadenado, inmovilizado en esas especies de lechos donde algo podía empezar a moverse y a hurgar en nuestra carne, hasta arrancarnos la confesión.
Más allá de esa secuencia de antiguos objetos móviles, ahora inmóviles, el alma herrumbrada, puros signos de un orgullo tecnológico que ha querido exponerlos a la reverencia de los visitantes, entre la vigilancia de una estatua de la Libertad, modelo reducido de la que Bartholdi proyectara para otro mundo, por la izquierda, y una estatua de Pascal por la derecha, se abre el coro, donde el Péndulo oscila coronado de la pesadilla de un entomólogo enfermo, caparazones, mandíbulas, antenas, proglotis, alas, patas, un cementerio de cadáveres mecánicos que de pronto podrían volver a funcionar todos al mismo tiempo; magnetos, transformadores monofásicos, turbinas, grupos convertidores, máquinas de vapor, dínamos, y al fondo, más allá del Péndulo, en la girola, ídolos asirios, caldeos, cartagineses, grandes Baales de vientre antaño incandescente, vírgenes de Nuremberg con el corazón descubierto, erizado de clavos, los otrora poderosos motores de aviación, indescriptible corona de simulacros postrados en adoración del Péndulo, como si los hijos de la Razón y de las Luces hubieran sido condenados a custodiar eternamente el símbolo mismo de la Tradición y de la Sabiduría.
Los turistas aburridos, que pagan sus nueve francos en la caja y los domingos entran gratis, pueden pensar que unos viejos señores decimonónicos con la barba amarillenta por la nicotina, el cuello de la camisa ajado y mugriento, la levita impregnada de olor a rapé, los dedos ennegrecidos por los ácidos, la mente agriada por las envidias académicas, fantasmas de caricatura que se llamaban cher maître unos a otros, pusieron aquellos objetos bajo aquellas bóvedas por virtuoso espíritu didáctico, para satisfacer al contribuyente burgués y radical, para celebrar los destinos de esplendor y de progreso. Pero no, no, Saint-Martin-des-Champs había sido concebido primero como priorato y después como museo revolucionario, como florilegio de archisecretos arcanos, y aquellos aeroplanos, aquellas máquinas automóviles, aquellos esqueletos electromagnéticos estaban allí para mantener un diálogo cuya fórmula aún se me escapaba.
¿Acaso hubiese tenido que creer que, como me decía hipócritamente el catálogo, la bella iniciativa había partido de los señores de la Convención para facilitar el acceso de las masas a un santuario de todas las artes y oficios, cuando era tan evidente que el proyecto, las palabras mismas utilizadas, correspondían exactamente a las que Francis Bacon empleara para describir la Casa de Salomón en la Nueva Atlántida?
¿Era posible que sólo yo, yo y Jacopo Belbo, y Diotallevi, hubiésemos intuido la verdad? quizá aquella noche conocería la respuesta. Tenía que conseguir a toda costa quedarme en el museo a la hora del cierre, para esperar hasta medianoche.
Por dónde entrarían Ellos no lo sabía, sospechaba que en el entramado del alcantarillado de París había un conducto que llevaba desde algún punto del museo hasta algún lugar de la ciudad, quizá cercano a la Porte-St-Denis; lo que sí sabía era que, una vez fuera, no sería capaz de encontrar esa entrada. De modo que necesitaba esconderme, y permanecer en el recinto.
Traté de evitar la fascinación de aquel sitio y de mirar la nave con ojos indiferentes. Ahora ya no buscaba una revelación, sólo quería obtener una información. Imaginaba que en las otras salas sería difícil encontrar un lugar que me permitiera burlar la vigilancia de los guardianes (su obligación, a la hora de cerrar, consiste en dar una vuelta por las salas, atentos a que no haya un ladrón agazapado en alguna parte), pero ¿qué mejor que esta nave rebosante de vehículos, para instalarse en algún sitio como pasajero? Esconderse, vivo, en un vehículo muerto. Al fin y al cabo, después de tantos juegos, ¿por qué no intentar también éste?
Vamos, ánimo, dije para mis adentros, deja de pensar en la Sabiduría: pide ayuda a la Ciencia.

jueves, 8 de octubre de 2015

Historia de la fealdad. Umberto Eco.


Entre demonios, locos, enemigos terribles y presencias perturbadoras, entre abismos repulsivos y deformidades que rozan lo sublime, navegando entre freaks y fantasmas, se descubre una vena iconográfica extraordinariamente amplia y a menudo insospechada. Tras la Historia de la belleza, he aquí la Historia de la fealdad. En apariencia, belleza y fealdad son conceptos quese implican mutuamente, y por lo general se considera que la fealdad es la antítesis de la belleza, hasta el punto de que bastaría definir la primera para saber qué es la segunda. No obstante, las distintas m anifestaciones de la fealdad a través de los siglos son más ricas e imprevisibles de lo que comúnmentese cree. Tanto los fragmentos antológicos como las extraordinarias ilustraciones de este libro nos llevan, pues, a recorrer un itinerario sorprendente hecho de pesadillas, terrores y amores de casi tres mil años, donde los sentimientos de repulsa y de conmovedoracompasión se dan la mano, y el rechazo de la deformidad va acompañado de éxtasis decadentes ante las más seductoras violaciones de todos los cánones clásicos. Entre demonios, locos, enemigos terribles y presencias perturbadoras, entre abismos repulsivos y deformidades que rozan lo sublime, navegando entre freaks y fantasmas, se descubre una vena iconográfica extraordinariamente amplia y a menudo insospechada. Así que,tras haber contemplado a lo largo de estas páginas la fealdad natural, la fealdad espiritual, la asimetría, la falta de armonía y la deformidad, en un sucederse de lo mezquino, débil, vil, banal, casual, arbitrario, tosco, repugnante, desmañado, horrendo, insulso, vomitivo, criminal, espectral, hechicero, satánico, repelente, asqueroso, desagradable, grotesco, abominable, odioso, indecente, inmundo, sucio, obsceno, espantoso, abyecto, monstruoso, horripilante, vicioso, terrible, terrorífico, tremendo, repelente, repulsivo, desagradable, nauseabundo, fétido, innoble, desgraciado, lamentable e indecente, el primer editor extranjero que vio esta obra exclamó: «¡Qué hermosa es la fealdad!»

Enrico Pugliatti.

miércoles, 7 de octubre de 2015

Umberto Eco. Novela: Número cero.


Los perdedores y los autodidactas siempre saben mucho más que los ganadores. Si quieres ganar, tienes que concentrarte en un solo objetivo, y más te vale no perder el tiempo en saber más: el placer de la erudición está reservado a los perdedores.
Con estas credenciales se nos presenta Colonna, el protagonista de Número 0, que en abril de 1992, a sus cincuenta años, recibe una extraña propuesta de un tal Simei: va a convertirse en redactor jefe de Domani, un diario que se adelantará a los acontecimientos a base de suposiciones y mucha imaginación, sin reparar casi en límite que separa la verdad de la mentira, y chantajeando de paso las altas esferas del poder.
El hombre, que hasta la fecha ha malvivido como documentalista y en palabras de su ex mujer es un perdedor compulsivo, acepta el reto a cambio de una cantidad considerable de dinero, y arranca la aventura. Reunidos en un despacho confortable, Colonna y otros seis colegas preparan los que serán los Número 0, las ediciones anticipadas del nuevo periódico, indagando en archivos que hablan de los secretos ocultos de la CIA, del Vaticano y de la vida de Mussolini.

Todo parece ir sobre ruedas hasta que un cadáver tendido en una callejuela de Milán y un amor discreto cambian el destino de nuestro héroe y el modo en que sus lectores vamos a mirar la realidad, o lo que queda de ella.
Fuente: Editorial Lumen.

martes, 6 de octubre de 2015

Seis paseos por los bosques narrativos. Umberto Eco.


Quienes conozcan algunos de los últimos escritos teóricos de Umberto Eco —Los límites de la interpretación (Barcelona, Editorial Lumen, 1992) e Interpretación y sobreinterpretación (Gran Bretaña, Cambrigde University Press, 1995)— notarán que esta nueva publicación suya continúa, hasta cierto punto, algunas de las líneas trazadas en ellos, prosiguiendo con las investigaciones sobre las relaciones entre autor, lector y texto. 

Seis paseos por los bosques narrativos recoge las `Norton Lectures`, impartidas por el autor en la Universidad de Harvard en 1992-1993. Umberto Eco inicia su primer `paseo` refiriéndose a otro autor, invitado en 1985 a pronunciar estas conferencias, a quien citará repetidas veces a lo largo del texto. Se trata de Italo Calvino quien, lamentablemente, nunca llegó a leer, ni a concluir, este trabajo puesto que falleció una semana antes de su viaje dejando incompleta la serie de sus Seis propuestas para el próximo milenio [1]: levedad, rapidez, exactitud, visibilidad, multiplicidad y, la que parece que hubiera sido la sexta, consistencia. 

Eco va entrando progresivamente en una especie de disección de pactos, reglas, marcas, colaboraciones entre autor y lector o más bien diríamos entre autor y lectores puesto que se encarga de dejar bien clara la diferencia existente entre el lector modelo y el lector empírico o entre un lector de primer nivel y un lector de segundo nivel: 

... el lector modelo de primer nivel desea saber cómo acaba la historia. El lector modelo de segundo nivel se pregunta en qué tipo de lector le pide esa narración que se convierta y quiere descubrir cómo procede el autor modelo que lo está instruyendo paso a paso. Para saber cómo acaba la historia basta, por lo general, leer una sóla vez. Para reconocer al autor modelo es preciso leer muchas veces, y algunas historias hay que leerlas una e infinitas veces. Sólo cuando los lectores empíricos hayan descubierto al autor modelo y hayan entendido (o incluso solamente empezado a comprender) lo que `Ello` quería de ellos, ellos se habrán convertido en el lector modelo ideal.

Fuente: Editorial Lumen.
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Quienes conozcan algunos de los últimos escritos teóricos de Umberto Eco —Los límites de la interpretación (Barcelona, Editorial Lumen, 1992) e Interpretación y sobreinterpretación (Gran Bretaña, Cambrigde University Press, 1995)— notarán que esta nueva publicación suya continúa, hasta cierto punto, algunas de las líneas trazadas en ellos, prosiguiendo con las investigaciones sobre las relaciones entre autor, lector y texto.

Seis paseos por los bosques narrativos recoge las "Norton Lectures", impartidas por el autor en la Universidad de Harvard en 1992-1993. Umberto Eco inicia su primer "paseo" refiriéndose a otro autor, invitado en 1985 a pronunciar estas conferencias, a quien citará repetidas veces a lo largo del texto. Se trata de Italo Calvino quien, lamentablemente, nunca llegó a leer, ni a concluir, este trabajo puesto que falleció una semana antes de su viaje dejando incompleta la serie de sus Seis propuestas para el próximo milenio [1]: levedad, rapidez, exactitud, visibilidad, multiplicidad y, la que parece que hubiera sido la sexta, consistencia.

Eco va entrando progresivamente en una especie de disección de pactos, reglas, marcas, colaboraciones entre autor y lector o más bien diríamos entre autor y lectores puesto que se encarga de dejar bien clara la diferencia existente entre el lector modelo y el lector empírico o entre un lector de primer nivel y un lector de segundo nivel:

... el lector modelo de primer nivel desea saber cómo acaba la historia. El lector modelo de segundo nivel se pregunta en qué tipo de lector le pide esa narración que se convierta y quiere descubrir cómo procede el autor modelo que lo está instruyendo paso a paso. Para saber cómo acaba la historia basta, por lo general, leer una sóla vez. Para reconocer al autor modelo es preciso leer muchas veces, y algunas historias hay que leerlas una e infinitas veces. Sólo cuando los lectores empíricos hayan descubierto al autor modelo y hayan entendido (o incluso solamente empezado a comprender) lo que "Ello" quería de ellos, ellos se habrán convertido en el lector modelo ideal.

Esta relación entre autor y lector pide cierta contribución por parte del segundo, nos pide que salgamos de una mera pasividad receptiva y colaboremos rellenando una serie de espacios que el texto deja vacíos debido a la imposibilidad de decirlo absolutamente todo sobre el universo creado, sobre los acontecimientos y los personajes.

También se nos pide que, al iniciar una lectura, aceptemos, de un modo tácito, lo que Coleridge denominaba pacto ficcional.

El lector tiene que saber que lo que se le cuenta es una historia imaginaria, sin por ello pensar que el autor está diciendo una mentira. Sencillamente, como ha dicho Searle, el autor finge que hace una afirmación verdadera. Nosotros aceptamos el pacto ficcional y fingimos que lo que nos cuenta ha acaecido de verdad.
Así pues, no sólo el autor le pide al lector modelo que colabore sobre la base de su competencia del mundo real, no sólo le provee de esa competencia cuando no la tiene, no sólo le pide que haga como si conociera cosas, sobre el mundo real, que el lector no conoce, sino que incluso lo induce a creer que debería hacer como si conociera cosas que, en cambio, en el mundo real no existen.
A lo largo del discurso, Eco nos va desvelando también ciertas formas que el autor tiene de dirigir nuestra lectura, ciertas estrategias textuales: analepsis (que "parece reparar un olvido del narrador"), prolepsis ("es una manifestación de impaciencia narrativa"), dilaciones, suspenses, alargamientos, juegan con nuestra capacidad de previsión, con nuestra identificación con los personajes, nos imponen un determinado tiempo de lectura.

El tiempo del discurso es el efecto de una estrategia textual en interacción con la respuesta del lector al que impone un tiempo de lectura.

El conocimiento de estos "artificios" nos permitirá detectarlos con una cierta facilidad, nos hará ser más conscientes de las intenciones del autor sin por ello estropearnos un ápice el placer de la lectura (como el propio Eco sostiene que le ocurre, por ejemplo, con Sylvie, de Gerard de Nerval, obra a la que ha dedicado años de análisis y que sigue atrapándole y descubriéndole aspectos nuevos en cada nueva lectura), nos hará aproximarnos cada vez más a ese lector modelo que cada autor propone en su texto.

Porque ser conscientes de cómo está construido un texto no debe en ningún caso impedir que admiremos el resultado, ni incluso que, una vez sumergidos en la narración, olvidemos todas estas estrategias textuales para disfrutar plenamente de la historia narrada. Podemos aplicar todo aquello que Eco nos explica al análisis de su propio discurso, pero esto no nos impedirá apreciar la sutileza con que están escogidos los ejemplos narrativos que ilustran cuanto dice, ni nos impedirá disfrutar de sus rasgos de humor y de ironía, ni sentir la contagiosa pasión con que lee determinadas obras.

Edysa Mondelo
Notas:
  1. Seis propuestas para el próximo milenio, Madrid, Siruela, 1989.

El URL de este documento es "http://www.ucm.es/OTROS/especulo/numero5/u_eco6.htm"

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