lunes, 7 de septiembre de 2015

(Fragmento de antología). Antologías de Ciencia Ficción. Edgar Allan Poe.

Edgar Allan Poe

 La ciencia-ficción de EDGAR ALLAN POE


(Fragmento de antología).
Antologías de Ciencia Ficción Caralt - 21
Título original: The Science Fiction of Edgar Allan Poe
Edgar Allan Poe, 1978
Traducción: Pablo Mañé y P. Rubiralta
Editor digital: Hechadelluvia & dekisi
ePub base r1.1
MANUSCRITO HALLADO EN UNA BOTELLA
Qui n’a plus qu’un moment á vivre
N’a plus ríen á dissimuler.
Quinault, Atys.


Muy poco podría decir acerca de mi país y de mi familia. Los malos tratos y el correr de los años me obligaron a abandonar el primero y a alejarme de la última. La riqueza heredada me permitió lograr una educación fuera de lo común, y una inclinación de mi espíritu hacia la contemplación, me capacitó para ordenar metódicamente los conocimientos acumulados en mis primeros estudios. No había nada superior al placer que experimentaba con las obras de los moralistas alemanes. No se trataba de una admiración mal aconsejada por su locura elocuente, sino por la facilidad con que mis hábitos de rígido pensamiento me permitían descubrir sus falsedades. Se me ha reprochado con frecuencia la aridez de mi genio, se me ha imputado como un crimen mi imaginación deficiente y siempre me he destacado por el pirronismo de mis opiniones. Sospecho en verdad que el gran placer que siento por la filosofía física ha marcado mi mente con un error muy común en nuestros tiempos. Me refiero a la costumbre de relacionar sucesos, incluso los menos susceptibles para eso, a los principios de dicha ciencia. Normalmente nadie estaría menos expuesto que yo a desviarse de los límites rígidos de la verdad por el ignes fatui de la superstición. He creído oportuno sentar esas premisas, para que el relato increíble que debo contar no sea considerado el desvarío de una imaginación poco refinada, sino la experiencia auténtica de una mente para la que los ensueños de la fantasía han sido nulidad y letra muerta.
Después de muchos años de viajar por el extranjero, me embarqué en el año 18…, en el puerto de Batavia, en la rica y poblada isla de Java, en un viaje por el archipiélago de las islas de la Sonda. Viajé como un pasajero sin ningún incentivo que me empujara, salvo una nerviosa inquietud que me acosaba como un demonio.
Era el nuestro un excelente navío de cerca de cuatrocientas toneladas, con remaches de cobre, que había sido construido, con teca de Malabar, en Bombay. La carga consistía en algodón en rama y aceite de las islas Laquedivas. Llevaba además a bordo fibra de coco, melaza de palma, mantequilla de búfala, cocos y unas cuantas cajas de opio. La estiba había sido hecha a la diabla y debido a ello el barco escoraba.
Nos hicimos a la mar con un suave soplo de brisa y durante varios días nos mantuvimos al largo de la costa oriental de Java, sin otro incidente que aliviara la monotonía de nuestro rumbo que el encuentro ocasional con algún pequeño grab del archipiélago al que nos dirigíamos.
Una tarde, inclinado en la barandilla de cubierta, observé hacia el Noroeste una nube aislada de aspecto singular. Era notable tanto por su color como por ser la primera que veíamos desde nuestra salida de Batavia. La observé con atención hasta la puesta del sol, y entonces empezó a extenderse de repente hacia el Este y el Oeste, ciñendo el horizonte con una estrecha faja de vapor que parecía una extraña playa baja. Atrajo en seguida mi interés el aspecto rojo oscuro de la luna y la rara apariencia del mar. En éste tenía efecto una rápida transformación y el agua parecía más transparente que de costumbre. A pesar de que podía distinguirse con toda claridad el fondo, al halar la sonda comprobé que la profundidad era de quince brazas. Ahora el aire se había vuelto intolerablemente cálido, como cargado de emanaciones en espiral, semejantes a las que se desprenden del hierro calentado’ al rojo. Mientras anochecía se desvaneció el menor soplo de viento y resultaría imposible concebir una calma más absoluta. En la popa ardía una bujía y su llama no vacilaba en absoluto y un largo cabello, sostenido entre el índice y el pulgar, colgaba sin que pudiera observarse la menor oscilación. Sin embargo, aunque el capitán dijo que no podía apreciar ninguna señal de peligro, y como sea que estábamos derivando hacia la costa, ordenó que se arriaran las velas y se echara el ancla. No se apostó ningún vigía y la tripulación, integrada sobre todo por malayos, se tumbó sobre la cubierta a descansar. Yo bajé a mi camarote presa de un presentimiento preñado de peligros. Todas las apariencias justificaban el temor de un simún inminente. Hice al capitán partícipe de mis temores, pero hizo muy poco caso de mis palabras y me dio la espalda sin dignarse responderme. Sin embargo, mi inquietud me impedía dormir y alrededor de medianoche subí al puente. Al franquear el último peldaño de la escalera de toldilla, fui sorprendido por un fuerte ruido parecido a un zumbido, como el que produciría la rotación rápida de las aspas de un molino, y antes de poder adivinar su significado me di cuenta de que el barco Se estremecía en su interior. Inmediatamente después una montaña de espuma se abalanzó sobre nosotros por el lado de babor y, envolviéndonos de popa a proa, barrió toda la cubierta de punta a punta.
La extraordinaria furia de la ráfaga representó, en gran medida, la salvación del barco. Aunque sumergido por completo, como sus mástiles cayeron por la borda, se levantó al cabo de un minuto, pesadamente desde la sima, vaciló unos segundos bajo el tremendo impacto de la tempestad y por último se enderezó.
No podría decir en virtud de qué milagro escapé a la destrucción. Aturdido por el choque del agua me encontré, al recuperar el sentido, embutido entre el codastre y el gobernalle. Con gran dificultad me puse de pie y miré en torno, mareado, y de momento pensé que estábamos en los rompientes de la costa, tan terrible —más allá de la imaginación más desbocada— era el remolino que formaban las encrespadas olas y el océano espumoso dentro del que nos hallábamos sumidos. Al poco rato oí la voz de un viejo sueco, que se había embarcado con nosotros cuando levábamos anclas. Le llamé con todas mis fuerzas y en seguida vino hacia mí tambaleándose. Pronto pudimos apreciar que éramos los únicos supervivientes del accidente. Todo cuanto había en cubierta, excepto nosotros dos, fue barrido por las olas. El capitán y los tripulantes debieron perecer mientras dormían, ya que las aguas inundaron los camarotes. Sin ayuda, poco podíamos conseguir para la seguridad del navío y nuestros esfuerzos fueron paralizados al principio frente a la creencia momentánea de que nos íbamos a pique. Sin duda el cabo del ancla se rompió como un cordel al primer embate del huracán, de otro modo nos hubiéramos hundido al instante, íbamos con tremenda velocidad antes de que el mar y el agua nos arrastrara. El armazón de popa había sufrido daños irreparables y, bajo todos los aspectos, el barco estaba muy maltrecho. Pero con gran alegría por nuestra parte vimos que las bombas funcionaban y que el lastre apenas se había desplazado. La primera y principal furia de la ráfaga había amainado y ya no era tan grande el peligro procedente de la violencia del viento. Pero nos aterrorizaba la idea de que fuera a cesar de un momento a otro, ya que temíamos que, en nuestras lamentables condiciones, zozobraríamos en el oleaje agitado que le seguiría. Pero este temor, perfectamente explicable, no parecía en modo alguno que fuera a justificarse. Durante cinco días completos con sus noches, durante los cuales nuestra única subsistencia consistió en una pequeña cantidad de melaza de palma que con grandes dificultades nos procuramos en el castillo de proa, el casco del buque corrió a una velocidad que desafiaba todo cálculo, empujado por rápidas y sucesivas ráfagas de viento que, a pesar de no tener la violencia inicial del simún, eran terriblemente más fuertes que cualquier tempestad que jamás hubiera presenciado. Nuestra derrota, durante los primeros cuatro días, fue, con variaciones sin importancia, de Sud-Sudeste y con seguridad que pasamos cerca de la costa de Nueva Holanda. Al quinto día el frío fue tremendo, a pesar de que el viento había girado un punto hacia el Norte. Salió el sol de un color amarillo enfermizo y se elevó unos pocos grados en el horizonte, irradiando una luz indecisa. No había nubes a la vista, pero el viento arreciaba y soplaba con una furia irregular e insegura. Cerca de mediodía, sólo aproximadamente lo podíamos calcular, nuestra atención se dirigió de nuevo a la apariencia del sol. No daba luz, hablando con propiedad, sino un brillo sin reflejos, apagado y tétrico, como, si todos sus rayos estuviesen polarizados. Poco antes de ponerse en el mar hinchado, su fuego central se extinguió de repente, como si un poder inexplicable lo hubiera apagado. Fue un aro pálido, como de plata, lo que quedó de él antes de sumergirse rápidamente en el mar insondable.
Esperamos en vano la llegada del sexto día. Este día no llegó para mí. Y para el sueco nunca llegó. Desde aquel punto y hora quedamos envueltos en una negra oscuridad, que no permitía ver a un objeto a veinte pasos del barco. La noche eterna continuó envolviéndonos, sin contar siquiera con el alivio de la brillantez fosfórica del mar a la que nos habíamos acostumbrado en los trópicos. Observamos también que, a pesar de que la tempestad seguía con tenaz violencia, ya no podíamos apreciar la apariencia habitual del oleaje, o de la espuma, que hasta entonces nos envolviera. Todo a nuestro alrededor era horror, densa oscuridad y un negro y bochornoso desierto de ébano. El terror supersticioso aumentaba poco a poco en el espíritu del sueco y mi propia alma estaba envuelta en maravillado silencio. Dejamos de cuidar el navío, peor que inútil, y nos amarramos lo mejor que pudimos en el tocón del palo de mesana, mirando con amargura la inmensidad del océano. No contábamos con medios para calcular el tiempo ni podíamos adivinar nuestra situación. Estábamos, sin embargo, totalmente convencidos de haber ido más al Sur que ningún navegante antes que nosotros y experimentamos una gran sorpresa al no encontrarnos con los lógicos obstáculos del hielo. Entretanto, cada segundo amenazaba con ser el último y olas gigantes como montañas se precipitaban para destruirnos. El oleaje rebasaba cualquier posibilidad que yo hubiera imaginado y el que no fuéramos instantáneamente sepultados era un milagro. Mi compañero me hablaba de las condiciones marineras de nuestro barco y aludió a la ligereza del cargamento. No me era de ninguna ayuda pensar en la inutilidad de toda esperanza y me preparaba tristemente a morir, y creía que nada iba a evitar que sucediera al cabo de una hora a lo sumo, ya que, a cada nudo que el navío recorría, el oleaje de aquel mar horrendo y tenebroso se volvía más aterrador. A veces boqueábamos perdido el aliento cuando nos elevábamos más altos que un albatros, otras veces nos mareaba lo vertiginoso de nuestro descenso hacia algún infierno líquido, donde el aire se volvía estancado y ningún sonido turbaba el sueño de los «kraken».
Estábamos en el fondo de uno de esos abismos, cuando un repentino grito de mi compañero se alzó terrible en la noche: «¡Mire!, ¡mire! —exclamaba, gritando a mis oídos—, ¡Dios Todopoderoso!, ¡mire, mire!» Mientras él voceaba, advertí un apagado y tétrico resplandor rojizo corriendo a los lados de la vasta sima en la que descansábamos el cual derramaba un brillo irregular sobre el puente. Dirigiendo mi vista hacia arriba percibí un espectáculo que me heló la sangre. A tremenda altura, directamente encima de nosotros y sobre el mismo borde del tremendo abismo, estaba suspendido un barco enorme de quizá cuatro mil toneladas. Aunque se hallaba en la cresta de una ola cien veces más elevada que su propia altura, su tamaño aparente excedía con mucho al de cualquier barco de línea o de la Compañía de las Indias Orientales. Su enorme casco era de un profundo y deslustrado color negro y no tenía ninguna de las acostumbradas tallas y mascarones de los barcos. Una única hilera de cañones de bronce asomaba por sus portañolas. Las pulidas superficies de los cañones reflejaban la luz de innumerables linternas de combate, que se balanceaban en las jarcias. Pero lo que mayormente nos inspiró horror y estupefacción fue ver que el barco tenía todas las velas desplegadas en las mismas fauces de aquel mar sobrenatural y de aquel huracán indomeñable. Cuando lo vimos por primera vez sólo percibimos la proa al empezar a surgir del profundo y horrible golfo del que venía. Durante un instante de intenso horror permaneció inmóvil sobre el vertiginoso pináculo, como contemplando su propia sublimidad. Luego tembló y se sacudió antes de precipitarse en el abismo.
Ignoro qué repentina serenidad se apoderó de mi espíritu en aquel momento. Tambaleante retrocedí cuanto pude hacia proa y allí esperé, sin miedo, el desastre que se nos venía encima. Nuestro propio barco estaba escorando cansado de la pelea y hundiéndose de proa. El choque de la masa que se precipitaba le sacudió, en consecuencia, en ese punto de su estructura que ya estaba bajo las aguas y el resultado inevitable fue lanzarme a mí, con violencia irresistible, contra las jarcias de la nave recién aparecida.
Cuando caí, el barco viró y siguió su camino y atribuyo a la confusión reinante el hecho de que la tripulación no se diera cuenta de mi presencia. Sin que se apercibieran de mí me abrí camino, con pocas dificultades, hasta la escotilla principal, que estaba abierta a medias y pronto tuve la oportunidad de esconderme en la cala. Me sería muy difícil explicar por qué lo hice. Un indefinido sentimiento de temor se apoderó de mi mente desde el primer instante que vi a los tripulantes de la nave y con seguridad que eso estuvo en el origen de mi encierro. No era mi deseo confiarme a quienes me habían dado la impresión, en seguida que les di una rápida ojeada, de vaga extrañeza, duda y aprensión. En consecuencia creí que lo mejor sería procurarme un escondrijo en la cala. Me fue fácil lograrlo sacando una pequeña parte de las tablas movedizas, de forma que me agencié un lugar conveniente entre las gruesas cuadernas del barco.
Apenas hube dado fin a mi tarea cuando unas pisadas en la cala me obligaron a usar el escondite. Un hombre pasó cerca de donde me hallaba, caminando con paso inseguro y débil. No pude verle la cara pero sí tuve la oportunidad de observar su apariencia general. Daba la impresión, por otra parte evidente, de que era muy viejo y que estaba enfermo. Sus rodillas temblaban bajo el peso de los años, y su cuerpo se estremecía bajo la carga. Murmuraba para sí en tono bajo y quebrado palabras en un idioma para mí desconocido y se puso a trastear en un rincón donde había amontonados diversos instrumentos de apariencia singular y deterioradas cartas de navegación. Su comportamiento era una extraña mezcla de mal humor de la segunda infancia y la solemne dignidad de un dios. Al fin regresó al puente y ya no volví a verle.
Un sentimiento, para el cual no doy con el nombre, se había apoderado de mi alma, una sensación que no admitía el análisis, para el cual las lecciones de la experiencia no eran válidas y, mucho me temo, que ni siquiera el futuro me dará la clave. Para una mente constituida como la mía, esta última consideración es una tortura. Nunca podré, tengo la seguridad de ello, encontrar satisfacción respecto a la naturaleza de mis concepciones. Con todo no es sorprendente que esas concepciones sean indefinidas, dado que tienen su origen en fuentes de tan extraordinaria novedad. Un nuevo sentido, una nueva entidad se agrega a mi alma.
Hace ya mucho que subí por vez primera al puente de este navío horrible y creo que los rayos de mi destino se están concentrando en un foco. ¡Gentes incomprensibles! Absortos en una meditación de un tipo que no puedo comprender, se cruzan en mi camino sin prestarme atención. Esconderme sería por mi parte una total locura, ya que esa gente no quiere ver. Precisamente ahora mismo pasé frente al piloto. No hace mucho que me atreví a penetrar en el camarote del capitán, donde cogí los materiales con los que estoy escribiendo ahora y las notas que ya he tomado. De vez en cuando seguiré escribiendo este diario. Claro está que no encontraré la oportunidad de transmitirlo al mundo, pero no voy a dejar de hacer el intento. En el instante postrero encerraré el manuscrito en una botella y lo confiaré al mar.
Ha ocurrido un incidente que me ha dado nuevas oportunidades de pensar. ¿Son tales sucesos el resultado de un azar incontrolado? Había subido al puente donde me eché, sin atraer la atención de nadie, entre un montón de flechastes y viejas velas, en el fondo de un bote. Mientras meditaba acerca de la singularidad de mi destino, empecé sin darme cuenta a pintarrajear con un pincel mojado de brea los bordes de una vela que estaba cuidadosamente plegada encima de un barril cercano. La vela ahora está desplegada en el barco y las irreflexivas pinceladas se extienden formando la palabra «descubrimiento».
Últimamente he hecho varias observaciones acerca de la estructura del barco. A pesar de aparecer bien armado, no creo que sea de guerra. Ni los aparejos, ni la construcción, ni su equipo concuerdan con tal suposición. Puedo darme perfecta cuenta de lo que no es, pero temo que me es imposible decir lo que es. No sé cómo es el barco, pero al escrutar su extraña forma, el tipo singular de sus mástiles, su enorme tamaño, su desmesurado velamen, su proa de severa sencillez y su anticuada popa, ocasionalmente cruza mi recuerdo una sensación de cosas familiares, siempre entremezcladas con sombras indistintas del recuerdo, inexplicable, de viejas crónicas extranjeras y de épocas remotas.
He estado contemplando el maderamen del navío. Está construido con un material desconocido para mí. La madera tiene una textura peculiar que me sorprende y que me da la impresión de que no es la adecuada para el fin a que se la ha destinado. Me refiero a su extraordinaria porosidad, prescindiendo de su carcoma que es una consecuencia de la navegación por esos mares y de la podredumbre resultante de su vejez. Parecerá quizás una observación asaz curiosa, pero la madera tiene todas las características del roble español, en el caso de que el roble español fuera distendido por medios artificiales.
Al leer la frase anterior me viene a la memoria un extraño dicho de un viejo lobo de mar holandés. «Es tan seguro —solía afirmar cuando alguien ponía en duda la veracidad de sus palabras— como que existe un mar en el cual un barco crece de forma idéntica a como lo hace el cuerpo de un marinero».
Hace una hora que tuve la osadía de mezclarme con un grupo de tripulantes. No me prestaron la menor atención y, a pesar de que estaba entre ellos, parecían estar totalmente al margen de mi presencia. Igual que el primero que había visto antes en la cala, todos daban la impresión de ser de edad muy avanzada… Sus rodillas enfermizas entrechocaban, sus hombros estaban cargados por la decrepitud, sus epidermis ajadas se estremecían al viento, su voz era sorda, trémula y rota, el brillo de sus ojos velado por antiguas legañas y sus cabellos canos alborotadísimos por el viento. A su alrededor, por todas partes en el puente, estaban desperdigados instrumentos náuticos de construcción singular y anticuada.
He mencionado ya la colocación de un ala en el trinquete. Desde entonces el buque, librado a la merced del viento, ha proseguido su rumbo terrible hacia el Sur, con todo el trapo recogido, desde el racamento de la verga hasta los botalones, bañando frecuentemente sus mastelerillos de juanete en el más impresionante diluvio que puede llegar a imaginarse la mente humana. Acababa de abandonar la cubierta, donde me fue imposible caminar como deseaba, aunque la tripulación parecía caminar por ella sin grandes inconvenientes. Me parece el mayor de los milagros el que nuestra inmensa mole no se fuera a pique en un abrir y cerrar de ojos. Sin duda estamos condenados a navegar indefinidamente al borde de la eternidad, sin llegar a la zambullida final en el abismo. Con la grácil facilidad de una veloz gaviota, nos deslizábamos por encima de olas mil veces más impresionantes de las que nunca antes viera. Colosales, enderezaban su cabeza sobre nosotros como demonios surgidos del abismo, demonios que al parecer sólo debían amedrentarnos, sin llegar a destruirnos. Me inclino a atribuir esas frecuentes escapadas a la única causa natural que podría ocasionar tal efecto. He de creer que el navío está bajo la influencia de una fuerte corriente o de una fuerza superior que nos arrastra por debajo de la quilla.
He visto al capitán cara a cara y en su propio camarote, pero, como era de suponer, ni siquiera me ha hecho caso. Aunque para un observador casual el aspecto del capitán no es ni superior ni inferior al de otro mortal, he experimentado, sin embargo, un sentimiento reverente y de temor que se mezclaba con la sensación de asombro con que le contemplaba. Es más o menos de mi estatura, es decir, un metro setenta poco más o menos. Es de constitución mediana pero sólida, no muy robusta y no veo otra condición a señalar. Pero es la singularidad de la expresión de su rostro, la intensa, la maravillosa, la emocionante evidencia de la ancianidad, tan total, tan extrema, la que inspira en mi espíritu un sentimiento inefable. Su frente, a pesar de carecer de arrugas, parece estar marcada por una miríada de años. Sus grises cabellos son recuerdos del pasado y sus ojos grisáceos son sibilas del futuro. Desparramados por el suelo de la cabina había raros infolios con broches de hierro y mohosos instrumentos científicos y mapas obsoletos y olvidados, de tiempos idos. Su cabeza estaba apoyada en sus manos y escudriñaba con inquieta y enfebrecida mirada un documento que tomé por un nombramiento, el cual, en todo caso, tenía la firma de un monarca. Murmuraba para sí, del mismo modo que lo hacía el primer marinero con quien me topé en la cala, palabras malhumoradas y quedas en una lengua extranjera. A pesar de que hablaba cerca de mi hombro, sus palabras parecía que me llegaban desde la distancia de una milla.
El barco y cuanto hay en él está impregnado de Vetustez. La tripulación se desliza de aquí para allá como los fantasmas de los siglos idos, sus ojos lucen una expresión inquieta y anhelante, y cuando sus dedos tantean a través de mi camino en el raro resplandor de las farolas, experimento lo que jamás noté anteriormente, a pesar de que durante toda mi vida he comerciado con antigüedades y me he empapado de las sombras de las columnas caídas de Balbek, Tadmor y Persépolis hasta que mi alma se ha convertido en una ruina.
Cuando miro a mi alrededor me siento avergonzado de mis aprensiones de antes. Si temblaba ante las ráfagas que hasta ahora nos han acompañado, ¿no debería horrorizarme ante esta pelea del viento y del océano, para dar una idea de la cual los términos tornado y simún son triviales y carecen de sentido? Todo en la inmediata proximidad del navío es la oscuridad de una noche eterna y un caos de agua espumosa, pero a cosa de una legua, a un lado y otro, se pueden percibir claramente y a intervalos, fantásticas murallas de hielo, elevándose hasta los cielos desolados, y que semejan las murallas del universo.
Como ya suponía, resulta que el barco está dentro de una corriente. Si así puede nombrarse con propiedad un flujo que ululante y rugiente llega del blanco hielo y atruena y se precipita hacia el Sur con una velocidad parecida a la caída de una catarata.
Creo que sería del todo imposible hacerse una idea cabal de mi situación. Sin embargo, predomina incluso sobre mi desesperación la curiosidad de averiguar los misterios de esas regiones espantosas, que lograría reconciliarme con el más odioso aspecto de la muerte. Es evidente que nos dirigimos velozmente hacia algún descubrimiento excitante, algún secreto que nunca deberemos compartir con nadie y cuyo conocimiento representa morir. Sin duda esta corriente nos lleva directamente al polo Sur. Forzoso es confesar que esa suposición, en apariencia tan disparatada, tiene todas las probabilidades a su favor.
La tripulación recorre la cubierta con pasos trémulos e inquietos. Pero en su expresión, en su continente hay más anhelo de esperanza que apatía de desespero.
Mientras tanto el viento sigue aún a popa y dado que navegamos a velas desplegadas, el barco a veces parece volar sobre el mar. ¡Horror de los horrores!
Las grandes masas de hielo nos abren paso apartándose a derecha e izquierda y empezamos a girar vertiginosamente en inmensos círculos concéntricos, dando vueltas y más vueltas, bordeando un inmenso anfiteatro, la cima de cuyas paredes se pierden en la oscuridad y en la altura. Pero ya me queda muy poco tiempo para meditar sobre mi destino. Los círculos se van estrechando rápidamente y nos estamos zambullendo enloquecedoramente en las fauces de la vorágine, entre rugidos, bramidos y el retumbar del océano y de la tempestad. ¡Todo el navío tiembla! ¡Dios mío… se hunde!…
* * *

Nota. — El Manuscrito hallado en una botella fue publicado originalmente en 1831 y hasta varios años después no conocí los mapas de Mercator, en los cuales el océano está representado como corriendo velozmente, a través de cuatro fauces y precipitándose en el golfo Polar (nórdico), para ser absorbido por las entrañas de la Tierra; el propio Polo aparece representado como un negro peñasco, elevándose a una altura prodigiosa.

domingo, 6 de septiembre de 2015

Eureka de Edgar Allan Poe por Julio Cortázar.

 
Prólogo


Eureka fue escrito en 1847, pero es imposible saber cuánto tiempo lo pensó Poe. «Desde niño —dice Hervey Allen— había amado las estrellas, desde los días del telescopio en casa de John Alian. En las páginas de innumerables revistas había leído los artículos astronómicos y seguido las noticias del progreso de la ciencia a medida que avanzaba década tras década. Y ello lo había llevado a Laplace, a Newton, a Nichol, a oscuras obras de física y matemáticas, a Kepler y a Boscovitch». Casi toda su vida literaria habría de transcurrir antes de que aquella temprana ansiedad cosmogónica alcanzara fuerza obsesiva. Poe empezó la redacción en el triste período subsiguiente a la muerte de Virginia Clemm. De noche, paseando con Mrs. Clemm por el jardín del cottage de Fordham, observaba el cielo que constituía el límite visible de ese Universo cuya génesis y aniquilación se había propuesto revelar y explicar. La obra parece haber sido escrita rápidamente, obedeciendo a un impulso incontenible.
La ya insana incomunicación de Poe con el mundo inmediato, la «locura» inminente que lo precipitaría a la muerte, pueden registrarse de manera dramática en las circunstancias exteriores a la composición de Eureka, e indirectamente en la obra en sí, en la medida en que su sagacidad y lucidez intelectual funcionan en el vacío, orgullosamente seguras de descubrir por sí solas las verdades últimas, con un mínimo de datos físicos y corroboraciones científicas. Su actitud al terminar la obra es la de un desequilibrado, como lo prueba su convicción de haber escrito un libro revolucionario, superior a todas las conjeturas cosmogónicas pasadas y presentes, y la triste crónica de su entrevista con el editor Putnam. Poe se presentó con aire nervioso, declarando que lo traía una cuestión de la más alta importancia. «Sentándose frente a mi escritorio, y luego de mirarme durante un minuto con sus brillantes ojos, dijo por fin: ‘Soy Mr. Poe.’ Como es natural, me sentí todo oídos y sinceramente interesado por el autor de El cuervo y El escarabajo de oro. ‘No sé realmente cómo empezar —dijo el poeta tras una pausa—. Se trata de una cuestión importantísima.’ Luego de otra pausa y temblando de excitación, empezó a decirme que la publicación que venía a proponer era de un interés fundamental. El descubrimiento de la gravitación por Newton resultaba una mera fruslería comparado con los descubrimientos revelados en su libro. Provocaría inmediatamente un interés tan universal e intenso, que el editor haría bien en abandonar todos sus restantes intereses y hacer de la obra el negocio de su vida. Pastaría para empezar una edición de cincuenta mil ejemplares, pero sería apenas suficiente. Ningún acontecimiento científico de la historia mundial se acercaba en importancia a las consecuencias que tendría la obra. Y todo esto y mucho más lo decía, no irónicamente o bromeando, sino con intensa seriedad, pues clavaba en mí sus ojos como el Viejo Marinero… Por fin nos aventuramos a editar el libro, pero en vez de cincuenta mil tiramos quinientos ejemplares…».
Como es natural, ni el libro ni las conferencias que basándose en él pronunció Poe resultaron inteligibles para la mentalidad de su tiempo. Los pocos que hubieran podido atisbar la verdadera importancia de Eureka —que es una importancia estética y espiritual— estaban en sus pináculos, en sus camarillas, lejos de todo contacto con alguien que jamás los había halagado. Eureka cayó en la misma nada que profetiza a la creación, y sólo los lectores sensibles —los franceses sobre todo, desde Baudelaire hasta Paul Valéry— entendieron su especial hermosura y el perfecto derecho de su creador a calificarlo de poema y reclamar que como tal fuera leído.
Puede interesar aquí esta síntesis del libro, hecha por el mismo Poe en una carta del 29 de febrero de 1848:
«La proposición general es ésta: Puesto que nada fue, en consecuencia todas las cosas son.
Un examen de la universalidad de la gravitación, esto es, del hecho de que cada partícula tiende, no hacia ningún punto común, sino hacia toda otra partícula, sugiere la perfecta totalidad o absoluta unidad como fuente del fenómeno.
La gravedad no es sino el modo según el cual se manifiesta la tendencia de todas las cosas a retornar a su unidad original; no es sino la reacción del primer Acto Divino.
La ley reguladora del retorno, esto es, la ley de gravitación no es sino un resultado necesario del único modo posible y necesario de irradiación uniforme de la materia a través del espacio; esta irradiación uniforme es necesaria como base de la teoría nebular de Laplace.
El universo de los astros (a diferencia del universo espacial) es limitado.
La mente conoce la materia sólo por sus dos propiedades: la atracción y la repulsión; en consecuencia, la materia es sólo atracción y repulsión; un globo de globos finalmente consolidado, siendo una sola partícula, carecería de atracción, esto es, de gravitación; la existencia de tal globo presupone la expulsión del éter separador que sabemos existe entre las partículas en su estado de difusión presente; por lo tanto, el globo final sería materia sin atracción y repulsión; pero estas últimas son la materia; luego el globo final sería materia sin materia, esto es, no sería materia: debe desaparecer. Por lo tanto, la Unidad es la Nada.
La materia, al surgir de la unidad, surgió de la nada, esto es, fue creada.
Todo retornará a la Nada, al retornar a la unidad… Lo que he propuesto revolucionará a su tiempo el mundo de la ciencia física y metafísica. Lo digo con calma, pero lo digo.»
La seguridad del último párrafo no se ha confirmado. Los hombres de ciencia que condescendieron a examinar Eureka lo han declarado por unanimidad un «castillo de naipes[1]». Hasta Humboldt, a quien estaba dedicado con tanto fervor el ensayo, guardó silencio —se supone que desdeñoso— a una consulta del no menos fervoroso Baudelaire. No es en esos sectores donde hay que buscar la razón de la supervivencia de Eureka y su profundo atractivo para tantos lectores. En realidad, quienes se obstinan en seguir juzgando a Eureka por su valor científico cometen el mismo error de Poe sin ninguno de sus atenuantes.
Los buenos lectores de este poema cosmogónico son aquellos que aceptan, en un plano poético, el vertiginoso itinerario intuitivo e intelectual que Poe les propone, y asumen por un momento ese punto de vista divino desde el cual él pretendió mirar y medir la creación. Nuestro tiempo tiene pocos poetas cosmogónicos; la poesía es siempre cosa sublunar. Es raro y vivificante descubrir esa actitud en uno que otro poeta, y la experiencia de leer al primer Jules Laforgue, por ejemplo, como la de leer Eureka, devuelve por un momento el espíritu a su verdadera situación en el cosmos, de la cual los hábitos mentales lo arrancan continuamente. Cuando Poe, en el pasaje quizá más hermoso de Eureka, nos coloca dentro de la inmensa Y mayúscula de la Vía Láctea, y nos muestra que el cielo que vemos más o menos estrellado depende solamente de que en un caso estamos mirando a lo largo de la Y, y en el otro miramos a través de ella, se tiene por un instante un vértigo de infinitud, porque junto con él estamos mirando con ojos más que humanos, con ojos abiertos en el límite de una tensión poética y mental al borde de la ruptura. Sólo así hay que leer Eureka, recordando que él lo dedicó «a aquellos que sienten, más que a los que piensan», y lo mostró como un producto de arte.
Todo bien considerado, las mejores páginas que se han escrito sobre este libro siguen siendo las de Paul Valéry [2]. En el fondo Poe no se equivocaba al atribuir importancia a su libro, porque la creyera de un orden distinto. Así lo siente W. H. Auden: «Había mucho más de audaz y de original en tomar el más antiguo de los temas poéticos —más antiguo aún que la historia del héroe épico—, es decir, la cosmología, la historia de cómo las cosas llegaron a existir tal como son, y tratarlo de manera completamente contemporánea, hacer en inglés y en el siglo XIX lo que Hesiodo y Lucrecio habían hecho en griego y latín siglos atrás…» Poe lo hizo, y acabó de quemar su inteligencia en esa desesperada empresa más solitaria que todas las suyas. Al año siguiente cuando erraba por Filadelfia alucinado y borracho, escribiría a Mrs. Clemm: «No tengo deseos de vivir desde que escribí Eureka. No podría escribir nada más».

Julio Cortázar

sábado, 5 de septiembre de 2015

DIALOGO CON ERNESTO SABATO (14 de diciembre de 1974, primera parte).


DIALOGO CON ERNESTO SABATO
(14 de diciembre de 1974, primera parte)
Borges: ¿Cuándo nos conocimos? A ver... Yo he perdido la cuenta de los años. Pero creo que fue en casa de Bioy Casares, en la época de Uno y el Universo.
Sábato: No, Borges. Ese libro salió en 1945. Nos conocimos en lo de Bioy, pero unos años antes, creo que hacia 1940.
Borges: (Pensativo) Sí, aquellas reuniones... Podíamos estar toda la noche hablando sobre literatura o filosofía... Era un mundo diferente... Ahora me dicen, sé, que se habla mucho de política. En mi opinión les interesan los políticos. La política abstracta, no. A nosotros nos preocupaban otras cosas.
Sábato: Yo diría, más bien, que en aquellas reuniones hablábamos de lo que nos apasionaba en común a usted, a Bioy, a Silvina, a mí. Es decir, de la literatura, de la música. No porque no nos preocupara la política. A mí, al menos.
Borges: Quiero decir, Sábato, que no se hacía ninguna referencia a las noticias cotidianas, fugaces.
Sábato: Sí, eso es verdad. Tocábamos temas permanentes. La noticia cotidiana, en general, se la lleva el viento. Lo más nuevo que hay es el diario, y lo más viejo, al día siguiente.
Borges: Claro. Nadie piensa que deba recordarse lo que está escrito en un diario. Un diario, digo, se escribe para el olvido, deliberadamente para el olvido.
Sábato: Sería mejor publicar un periódico cada año, o cada siglo. O cuando sucede algo verdaderamente importante: "El señor Cristóbal Colon acaba de descubrir América". Título a ocho columnas.
Borges: (Sonriendo) Sí... creo que sí.
Sábato: ¿Cómo puede haber hechos transcendentes cada día?
Borges: Además, no se sabe de antemano cuáles son. La crucifixión de Cristo fue importante después, no cuando ocurrió. Por eso yo jamás he leído un diario, siguiendo el consejo de Emerson.
Sábato: ¿Quién?
Borges: Emerson, que recomendaba leer libros, no diarios.
Barone: Si me permiten... aquel tiempo en que se encontraban en lo de Bioy...
Borges: Caramba, usted se refiere a aquel tiempo como si fueran épocas muy lejanas. (Pareciera evocarlas). Sí, claro, cronológicamente son lejanas. Sin embargo siento, pienso en aquello como si fuera contemporáneo. Además, nos reuníamos pocas veces.
Sábato: El tiempo no existe, ¿no?
Borges: Quiero decir... Como yo sigo mentalmente en esa época... y además la ceguera me ayuda.
Se produce una larga pausa.
Borges: Recuerdo la polémica Boedo-Florida, por ejemplo, tan célebre hoy. Y sin embargo fue una broma tramada por Roberto Mariani y Ernesto Palacio.
Sábato: Bueno, Borges, pero aquel tiempo no fue el mío.
Lo dice con sarcasmo.
Borges: Sí, lo sé, pero recordaba esa broma de Florida y Boedo. A mí me situaron en Florida, aunque yo habría preferido estar en Boedo. Pero me dijeron que ya estaba hecha la distribución (Sábato se divierte) y yo, desde luego, no pude hacer nada, me resigné. Hubo otros, como Roberto Arlt o Nicolás Olivari, que pertenecieron a ambos grupos. Todos sabíamos que era una broma. Ahora hay profesores universitarios que estudian eso en serio. Si todo fue un invento para justificar la polémica. Ernesto Palacio argumentaba que en Francia había grupos literarios y entonces, para no ser menos, acá había que hacer lo mismo.  Una  broma  que  se  convirtió  en  programa  de  la  literatura  argentina.
Sábato: ¿Recuerda, Borges, que, aparte de la literatura y la filosofía, usted y Bioy sentían una gran curiosidad por las matemáticas? La cuarta dimensión, el tiempo... aquellas discusiones sobre Dunne y el Universo Serial...
Borges: (Aprieta el bastón con las dos manos, se yergue un tanto, casi con entusiasmo) ¡Caramba! Claro... los números transfinitos, Kantor...
Sábato: El Eterno Retorno, Nietzsche, Blanqui...
Borges: Y, siglos antes, ¡los pitagóricos, o los estoicos!
Sábato: Las aporías, Aquiles y la tortuga... Nos divertíamos mucho, sí. Recuerdo cuando Bioy leía los cuentos de Bustos Domecq recién salidos del horno. Pero a Silvina no le gustaban, permanecía muy seria.
Borges: Bueno, Silvina solía leer esos textos con indulgencia y gesto maternal. A mí, sin embargo, los cuentos de Bustos Domecq me causaban gracia.
Sábato: Recuerdo que también hablábamos mucho de Stevenson, de sus silencios. Lo que calla, a veces más significativo que lo que expresa.
Borges: Claro, los silencios de Stevenson... y también Chesterton, Henry James... no, creo que de James se hablaba menos.
Sábato: Al que le interesaba mucho era a Pepe Bianco.
Borges: Sí, él había traducido The Turn of the Screw. Mejoró el título, es cierto. Otra vuelta de tuerca es superior a La vuelta de tuerca ¿no?
Sábato: Representa con más claridad la idea de la obra. Al revés que con ese libro de Saint-Exupéry llamado Terre des Homme que aparece traducido como Tierra de hombres. Como quien dice "Tierra de machos". Si hasta parece un título para Quiroga o Jack London. Cuando lo que en realidad quiere significar (además lo dice literalmente) es Tierra de los Hombres, la tierra de estos pobres diablos que viven en este planeta. No sólo ese traductor no sabe francés sino que no entendió nada de Saint-Exupéry ni de su obra entera. Pero a propósito, Borges, recuerdo algo que me llamó la atención hace un tiempo en su traducción del Orlando, de Virginia Woolf...
Borges: (Melancólico) Bueno, la hizo mi madre... yo la ayudé.
Sábato: Pero está su nombre. Además, lo que quiero decirle es que encontré dos frases que me hicieron gracia porque eran borgeanas, o así me parecieron. Una cuando dice, más o menos, que el padre de Orlando había cercenado la cabeza de los hombres de "un vasto infiel". Y la otra, cuando aquel escritor que volvió hacia Orlando y "le infirió un borrador". Me sonaba tanto a Borges que busqué el original y vi que decía, si no recuerdo mal, algo así como presented her a rough draft.
Borges: (Riéndose) Bueno, sí, caramba...
Sábato: No tiene nada de malo. Sólo muestra que casi es preferible que un autor sea traducido por un escritor medio borroso e impersonal ¿no? Recuerdo que hace mucho tiempo vi una representación de Macbeth. La traducción era tan mala como los actores y la pintarrajeada escenografía. Pero salí a la calle deshecho de pasión trágica. Shakespeare había logrado vencer a su traductor.
Borges: Es que hay ciertas traducciones espantosas... Hay un film inglés cuyo título original The Imperfect Lady lo tradujeron aquí como La cortesana o La ramera. Perdió toda la gracia. Precisamente alterar de esa forma el título, que es donde más ha trabajado el autor. Cuando eligió uno es porque lo ha pensado mucho. Nadie, ni el traductor, debe creerse con derecho a cambiarlo.
Sábato: ¿Y acaso el título no es la metáfora esencial del libro? Del título podría decirse lo que se ha afirmado de los sistemas filosóficos, que casi siempre son desarrollo de una metáfora central: El Río de Heráclito, La Esfera de Parménides...
Borges: Claro, suponiendo que los títulos no sean casuales. Bueno, y que los libros tampoco ¿no?
Borges parece buscar algo en el pasado. Sábato debe intuir esa búsqueda de la evocación y también el inminente monólogo. Quedan muchas horas, mucho tiempo delante.
Borges: Hablando de libros, los primeros que se ocuparon aquí de "promover" sus libros fueron José Hernández y Enrique Larreta. Después, Girondo. De él todos recuerdan cuando se publicó El espantapájaros y desfiló en un coche con uno de esos muñecos por la calle Florida... En cambio, en un tiempo anterior, el de Lugones y de Groussac, cuando editaban sus libros sólo trascendían en el ámbito de las librerías. Mi propia experiencia no fue distinta. Con trescientos pesos que me dio mi padre hice imprimir trescientos ejemplares de mi primer libro. ¿Qué otra cosa pude hacer que repartirlos y regalarlos a los amigos? ¿A quién le importaba alguien que escribía poemas y se llamaba Borges?
Sábato: El editor le publica al escritor que todos se disputan. Eso hace difícil cualquier comienzo. Sin embargo, es extraño, uno ve ahora los estantes de las librerías y es como una invasión de títulos. Debe haber más autores que lectores. Y otro fenómeno: el de los kioscos. Antes, por el año 35, solamente Arlt se vendía en la calle.
Borges: (Lleno de asombro) ¿Libros en los kioscos?
Sábato: (Sonriendo) Sí, también los suyos: El Aleph, Ficciones y los clásicos.
Borges alza aún más la cabeza como para asombrarse de cerca, inquiere más con un gesto.
Sábato: Sí, y me parece bien que sus libros estén allí en la calle, al paso de cada lector.
Borges: Pero... es que antes no era así, claro...
Sábato: Sin embargo, hubo un tiempo en que en los almacenes de campo, cuando hacían sus pedidos a Buenos Aires, junto a las bolsas de yerba y aperos, pedían ejemplares del Martín Fierro.
Borges: Esa noticia ha sido divulgada o imaginada por el propio Hernández. La población rural era analfabeta.
Hay un silencio apenas fastidiado por el ruido de los vasos. Hace calor, pero creo que todos lo hemos olvidado. Queda flotando la última palabra.
Borges: Martín Fierro... Un personaje que no es un ejemplo. Es admirable el poema como arte, pero no el personaje.Los ojos de Sábato, ahora escudriñan el rostro de Borges. Se le nota la ansiedad por hablar, pero espera.
Borges: Fierro es un desertor que paradójicamente deleita a los militares. Pero si usted le dice eso a un hombre de armas, se indigna. Hasta Ricardo Rojas en la Historia de la Literatura Argentina lo defiende con argumentos inexistentes. Alega que en el libro se ve la conquista del desierto, la fundación de ciudades. Francamente nadie ha leído una sola palabra de eso.
Sábato: Creo que Fierro es un iracundo, un rebelde ante el tratamiento de frontera, y ante muchas de las injusticias de su tiempo.
Borges cierra y abre los ojos, se mueve un poco sin perder esa posición arrogante, pero no agresiva.
Borges: No, no pienso así, Martín Fierro no fue un rebelde. Desertó porque no le pagaban sus haberes y se pasó al enemigo, no sin esperanza de participar fructuosamente en algún malón. Pero tampoco el autor fue rebelde. José Hernández Pueyrredón pertenecía a la alta clase de los estancieros, era pariente de los Lynch y los Udaondo. Si le hubieran dicho "gaucho" se habría indignado. Un gaucho era algo común, pero Martín Fierro es una excepción en la llanura. Porque un matrero lo es y por eso recordamos a unos pocos: Hormiga Negra, que murió por 1905 tal vez. Es que el gaucho matrero es una excepción como lo es el guapo entre los compadritos. Mi abuela en el 72 ó 73 vio a los soldados en el cepo. Hernández no conoció nada de eso. Se documentó, se basó mucho en el libro de su amigo Mansilla. Y por eso no acepto que Martín Fierro sea un mensaje de protesta social; es más bien un alegato contra el Ministerio de la Guerra como le llamaban entonces. No creo que Hernández ansiara un nuevo orden social, Sábato.
Sábato: Que Hernández perteneciera a la clase alta, no es un argumento. También fueron aristócratas o burgueses Saint-Simon, Marx, Owen, Kropotkin. No sabía que Hernández era pariente de los Lynch. Lo mismo que Guevara. En cuanto al Martín Fierro, pienso que describe el exilio de los gauchos en su propia patria. Es un canto para los pobres. No sé cual habrá sido el propósito deliberado de Hernández al escribirlo y eso no importa. Usted sabe que los propósitos siempre son superados por la obra, cuando se trata del arte. Quién recuerda en qué acceso de patriotismo Dostoievsky se propuso escribir un librito titulado Los borrachos, contra el abuso del alcohol en Rusia: le salió Crimen y castigo.
Borges: Claro, si el Quijote fuera simplemente una sátira contra los libros de caballería no sería el Quijote. Si al final, cuando termina la obra, el autor piensa que hizo lo que se propuso, la obra no vale nada.
Sábato: Tal vez los propósitos sirvan como trampolín para lanzarse después a aguas más profundas. Allí empiezan a trabajar otras fuerzas inconscientes, poderosas y más sabias que las conscientes. Las que en definitiva revelan las grandes verdades. Pero volviendo al Martín Fierro, lo que usted dijo antes lo comparto en algo: no se lo debe valorar como testimonio de protesta. O diría, mejor, por el solo hecho de ser un libro de protesta. Porque en este caso, cualesquiera fueran sus valores morales, no alcanzaría a ser una obra de arte. Pienso que si Martín Fierro vale es porque a partir de esa rebeldía accede a esos altos niveles y expresa los grandes problemas espirituales del hombre, de cualquier hombre y en cualquier época: la soledad y la muerte, la injusticia, la esperanza y el tiempo.
Borges: (Que ha escuchado con atención. La cara orientada hacia el exacto lugar donde está Sábato.) Reconozco que Fierro es un personaje viviente, que como pasa con las personas reales puede ser juzgado muy diversamente, según se lo mire.
Sábato: De allí las muchas interpretaciones que permite: sociológicas, políticas, metafísicas.
Borges: (Como disculpándose) Pero yo no he dicho una sola palabra en contra de la obra...
Sábato: Es que ha habido reportajes donde usted aparece diciendo ciertas cosas... Me parece útil que se aclare.
Borges: He dicho, sí, que proponer a Martín Fierro como personaje ejemplar es un error. Es como si se propusiera a Macbeth como buen modelo de ciudadano británico ¿no? Como tragedia me parece admirable, como personaje de valores morales, no lo es.
Sábato: Lo que prueba que un gran escritor no tiene por qué crear buenas personas. Ni Raskolnikov ni Julien Sorel, por citar algunos, pueden juzgarse como buenas personas. Casi nadie en la gran literatura.
Borges: Qué extraño. Ahora recuerdo que Macedonio Fernández tenía una teoría que yo creo errónea. él decía que todo personaje de novela tenía que ser moralmente perfecto. Desde esa perspectiva, sin conflictos, resultaría difícil escribir algo... él se basaba en el concepto: "El arquetipo ideal de la épica".
Sábato: Parecería un chiste.
Borges: No. Era en serio. Bueno, sería como anular la novela ¿no?
Sábato: Basta considerar los grandes protagonistas de novelas. Siempre marginados, tipos casi siempre fuera de la ley outsiders.
Borges: Hay una frase de Kipling que escribió al final de su vida: "A un escritor puede estarle permitido inventar una fábula pero no la moraleja". El ejemplo que eligió para sostener su teoría fue el de Swift, que intentó un alegato contra el género humano y ahora ha quedado Gulliver, un libro para chicos. Es decir: el libro vivió, pero no con el propósito del autor.
Sábato: Es lo bastante complejo para ser un espantoso alegato y a la vez un libro de aventuras para chicos. Esa ambig edad es frecuente en la novela.
Borges: Se me ocurre algo. Supongamos que Esopo existió y que escribió sus fábulas. Pero posiblemente le divertía más la idea de animales que hablan como hombrecitos que las moralejas. Esas moralejas se agregaron después.
Sábato: Es que ninguna obra de arte es moralizadora en el sentido edificante de la palabra. Si sirven al hombre es en un sentidoBorges Jorge Luis - Algunos Textos Sueltos más profundo, como sirven los sueños, que casi siempre son terribles. O las tragedias. Usted habló de Macbeth: es espantoso, pero sirve. Y no sé si lo justo no sería suprimir ese "pero", o en su lugar poner "y por eso mismo.
Borges: Sin duda. Uno de los libros que leí es Le Feu, de Barbusse. Lo escribió contra la guerra y el resultado es casi una exaltación de la guerra.
Sábato: Sarmiento se propuso escribir un libro contra la barbarie y la conclusión fue un libro bárbaro. Porque Facundo expresa lo que hay en el fondo del corazón de Sarmiento: un bárbaro. El álter ego del Sarmiento de jacket.
Borges: Sí, es... el libro más montonero de nuestra literatura, según Groussac.
Sábato: Lo admirable del Facundo es la fuerza de sus pasiones. Está lleno de defectos sociológicos e históricos, es un libro mentiroso, pero es una gran novela. Borges: Solamente cuando una obra no vale es cuando cumple los propósitos del autor...

jueves, 3 de septiembre de 2015

Jorge L. Borges Adolfo Bioy Casares Seis problemas para don Isidro Parodi.


Jorge L. Borges
Adolfo Bioy Casares
Seis problemas para
don Isidro Parodi.
(Fragmentos).
Título original:
Seis problemas para don Isidro Parodi, 1942
Emecé Editores, Buenos Aires
para esta edición: Ediciones Nuevo Siglo, S.A., 1995

Impreso en Argentina
Printed in Argentina
Índice
• Prólogo
• Palabra liminar
• Las doce figuras del mundo
• Las noches de Goliadkin
• El dios de los toros
• Las previsiones de Sangiácomo
• La víctima de Tadeo Limardo
• La prolongada busca de Tai An
Ni Borges ni Bioy son Bustos Domecq
Dos grandes escritores en español de este siglo, Jorge Luis Borges y Adolfo Bioy
Casares, crearon en connivencia, creo que siguiendo un juego entre inglés y
pirandelliano, a un autor que fue capaz de escribir tres novelas de corte policiaco y cuyo
interés lexicográfico reside en la reconstrucción paródica de un idioma argentino que se
quiere así reconstruido. Fue en 1942, en plena Guerra Mundial, cuando la civilización
en que habían sido educados estos dos escritores parecía seriamente amenazada, en que
aparece en las librerías argentinas un libro de extraño título, Seis problemas para don
Isidro Parodi, firmado por un tal H. Bustos Domecq (al que le siguieron en 1946 Dos
fantasías memorables y, ya en el cercano 1967, Crónicas de Bustos Domecq), que tenía
la particularidad de acercar al lector en español un modo de abordar la novela de
misterio hasta entonces exclusivo de la cultura británica. Eran los años en que la novela
negra norteamericana todavía no se había revelado como un género mayor para la
intelectualidad de la posguerra europea y aún andaba impresa en el execrable papel de
los pulp fiction, idónea como lastre para los buques mercantes que cubrían el trayecto
atlántico entre los Estados Unidos e Inglaterra.
Pronto se supo (o acaso se supo siempre) que Bustos Domecq era una recreación,
¿seríamos capaces de poner pseudónimo?, de Jorge Luis Borges y de Adolfo Bioy
Casares. Que Borges no ha dejado "discipulaje" literario pocas dudas existen hoy día,
pero lo cierto es que su magisterio influyó, cuando aún era joven, en muchos miembros
de su generación. Bioy Casares, quince años menor que Borges, escritor de una pluma
tendente a lo fantástico, se unió al grupo que giraba en torno a la figura de Virginia
Ocampo, Sur, hasta el extremo de emparentar, se convirtió en su cuñado, con esa
extraña y despótica figura de la cultura argentina. Sur fue, tanto por los contenidos de la
revista del mismo título como por los títulos publicados por la editorial, un punto de
referencia obligado de la intelectualidad argentina, que recibía con los brazos abiertos lo
mejor de la cultura europea y norteamericana. Borges y Bioy fueron parte importante de
aquel proyecto cultural, que miraba con mayor preocupación cualquier avatar acaecido
en Europa que alguna catástrofe más cercana en lo geográfico, pero a años luz de sus
preocupaciones mentales. Esa extraña disociación entre identidad cultural y patria llevó,
curiosamente, a una lúcida visión de la realidad política de Argentina y, de ahí, el
rechazo, pienso que mutuo, que tuvo Borges con el dictador Perón desde el instante
mismo de la llegada al poder del general.
Borges y Bioy realizaron, asimismo, una labor editorial importante durante decenios y
no sólo en Sur. Cuatro años después de que saliera a la luz este libro que nos ocupa,
Borges firmó un manifiesto contra Perón y éste intentó humillarle nombrándole
Inspector de alimentos en los mercados de Buenos Aires, cargo que Borges rechazó.
Fue entonces cuando el autor de Ficciones se tuvo que ganar la vida con actividades
docentes y editoriales. Sur estaba ahí, pero, asimismo, la editorial Emecé en la que éste,
junto a Bioy Casares, dirigieron la colección "El Séptimo Círculo", donde se dio a
conocer en español lo mejor de la literatura policiaca del momento. En realidad, creo
que, visto con los años, fue la mejor colección de novela policiaca que ha existido en los
países de habla hispana.
Seis problemas para don Isidro Parodi surge, pues, de la necesidad que tenían ambos
escritores de dar rienda suelta a sus preferencias y, con cierta perversión, ajustar las
cuentas de su argentinidad a través del lenguaje. Pienso que, hoy día, lo que queda de
este libro es ese esfuerzo memorable por dar entidad a ciertos argentinismos y llenarlos
de significación plástica. Sabido es que hubo en Argentina escritores llamados
populares, entre ellos Roberto Arlt, a los que Borges y en general todo el grupo Sur
despreciaban por su descuido idiomático. Esta novela es una respuesta, inteligente por
lo demás, para deshacer algunos malentendidos sobre la supuesta "antiargentinidad" de
sus autores. El resultado es espléndido y digno de la inteligencia casi perversa de Jorge
Luis Borges.
H. Bustos Domecq, autor del libro, cumple una condena de cadena perpetua por un
crimen del que se supone, por mor del tono de la obra, es inocente. Desde la celda 273
resuelve asesinatos y otros problemas criminales y, sin embargo, es incapaz de
demostrar su inocencia, porque un funcionario de la comisaría 8 le debe dinero y no le
interesa que don Isidro se lo reclame. Esta endeble estructura, endeble e inverosímil,
permite que don Isidro acceda a los universos más surrealistas y a la resolución de los
problemas más abstrusos con el sólo concurso de su inteligencia. Es, por tanto, un
hombre que mantiene una línea abierta con el mundo por una única vía, la espiritual, y,
a partir de ahí, se expande una correlación de corte matemático que adquiere su justa
correspondencia, o verosimilitud, con la realidad. Esa verdad es la única prueba que
tiene don Isidro para demostrarse a sí mismo que no es el don Segismundo
calderoniano, y, por lo tanto, se puede permitir el lujo, porque además es un personaje
moderno, de ser paródico, satírico, inteligente pero nunca trágico.
Y es ese tono de parodia lo que hace único este libro y que le distingue de la más acerba
tradición británica del género. Como dice la señorita Adelma Badoglio, educadora de su
educando don Isidro: "Sus cuentos policiales descubren una veta nueva del fecundo
polígrafo: en ellos quiere combatir el frío intelectualismo en que han sumido este género
sir Conan Doyle, Ottolenghi, etc. Los cuentos de Pujato, como cariñosamente los llama
el autor, no son la filigrana de un bizantino encerrado en la torre de marfil; son la voz de
un contemporáneo, atento a los latidos humanos y que derrama a vuelapluma los
raudales de su verdad".
Tanto es así que es ese espíritu juguetón, paródico hasta el sarcasmo, inteligente hasta
decir basta lo que distingue la obra de Bustos Domecq de la de Jorge Luis Borges o la
de Bioy Casares. Porque los problemas de suspense que propone el libro no dejan de ser
pálidos reflejos de los de un Conan Doyle o los de una señora atroz como Agatha
Christie, pero el tono de retranca argentina es único y, diría, casi inigualable. No hay en
Borges ni en Bioy una obra semejante en su lucidez satírica y ésta es la ventaja de
Bustos Domecq en su argentinidad con respecto a los dos autores antes citados. Se
podrá decir que la obra de Borges es más límpida, profunda, más matizada, más
doliente... se dirá que la de Bioy planea en su fantástica visión hacia cielos que don
Isidro Parodi ni siquiera puede vislumbrar, pero la gracia, la desenvoltura, la falta de
cualquier gravedad es patrimonio de Bustos Domecq, y esa gracia se murió, o se agotó,
que para el caso es lo mismo, con las tres obras antes reseñadas, y, además, esa gracia,
que podía haber caído en un costumbrismo de corte social, se expande en una obra con
ribetes de juego de acertijos propios del cuarto de estar de un hogar burgués, casi
inocente en su pasmo. Tamaña perversidad sí puede ser digna de Borges, podría incluso
ser patrimonio de Bioy, que hubiese perdido la compostura, pero esa alianza entre
casticismo e intelecto es un espacio reservado a Bustos Domecq, es su descubrimiento,
y por eso tiene entidad real, y por eso sólo escribió tres obras, y por eso no aparece en
las Obras completas de Jorge Luis Borges ni en el catálogo de obras escritas por Bioy
Casares, y por eso no sabemos cuándo murió ni maldita la falta que nos hace saberlo...,
sólo conocemos de él algunos estudios, el de su educanda, el de don Gervasio
Montenegro y poco más. En las alturas en que se colocaba Sur, don Isidro Parodi nunca
podría entrar, pero lo cierto es que Bustos Domecq dejó cumplida venganza
proponiendo seis acertijos que, se sepa todavía hoy, no consiguieron resolver ni Borges
ni Bioy. Creo que esta recreación, por lo anteriormene señalado, es uno de los más
hermosos juegos que se ha permitido en el siglo la literatura en lengua española y por
eso es un libro que debería ser calificado de señero, aunque la palabra sea digna de que
la machaque el habla de Isidro Parodi.
Jorge Luis Borges
Nació en Buenos Aires en 1899 en el seno de una familia acomodada, en la que se había
mezclado la sangre portuguesa y la inglesa. De 1914 a 1921 recorrió Europa, primero
Italia y, luego, Suiza y España, donde se relacionó con los movimientos literarios de
vanguardia, en especial el Ultraísmo, que llevó a Argentina.
Amigo de Macedonio Fernández, fundó con él la revista ultraísta Proa mientras
colaboraba en diversos periódicos y revistas de la época. Firmó un manifiesto contra el
general Perón que le llevó a padecer cierto ostracismo social en la década de los
cuarenta y cincuenta. Sin embargo, a paritr del estudio crítico que escribió Roger
Caillois en Gallimard para la edición de Ficciones en francés, la fama de Borges
comienza a ser internacional, siendo reconocido como uno de los grandes escritores del
siglo. En 1980 recibió el Premio Cervantes. Murió en 1986 en Ginebra. Para el caso que
nos ocupa fue un genial recreador de Bustos Domecq.
Adolfo Bioy Casares
Hijo de una familia de terratenientes, nació en 1914 en Buenos Aires. En 1932 conoció
a Borges, al que le unió una afinidad literaria y una amistad poco común. Renegó de los
seis primeros libros que escribió, por lo que hay que considerar su primera obra La
invención de Morel, de 1940. Su literatura, de corte fantástico, anticipa ciertas modas
literarias que adquirieron fama mucho después, como el nouveau roman de Robbe
Grillet. Rastreó, junto a Borges, la existencia literaria de Bustos Domecq y, juntos,
publicaron en 1942 el libro de éste, Seis problemas para don Isidro Parodi. Pocos como
él han sabido cantar la vida cotidiana del Buenos Aires de los años veinte y treinta y,
asimismo, son escasos los narradores en español cuya obra adquiera los matices
fantásticos de sus narraciones. En 1990 recibió el Premio Cervantes.
Juan Ángel Juristo
H. Bustos Domecq
Transcribimos a continuación la silueta de la educadora, señorita Adelma Badoglio:
«El doctor Honorio Bustos Domecq nació en la localidad de Pujato (provincia de Santa
Fe), en el año 1893. Después de interesantes estudios primarios, se trasladó con toda su
familia a la Chicago argentina. En 1907, las columnas de la prensa de Rosario acogían
las primeras producciones de aquel modesto amigo de las musas, sin sospechar acaso su
edad. De aquella época son las composiciones: Vanitas, Los Adelantos del Progreso, La
Patria Azul y Blanca, A Ella, Nocturnos. En 1915 leyó ante una selecta concurrencia, en
el Centro Balear, su Oda a la "Elegía a la muerte de su padre", de Jorge Manrique,
proeza que le valiera una notoriedad ruidosa pero efímera. Ese mismo año publicó:
¡Ciudadano!, obra de vuelo sostenido, desgraciadamente afeada por ciertos galicismos,
imputables a la juventud del autor y a las pocas luces de la época. En 1919 lanza Fata
Morgana, fina obrilla de circunstancias, cuyos cantos finales ya anuncian al vigoroso
prosista de ¡Hablemos con más propiedad! (1932) y de Entre libros y papeles (1934).
Durante la intervención de Labruna fue nombrado, primero, Inspector de enseñanza, y,
después, Defensor de pobres. Lejos de las blanduras del hogar, el áspero contacto de la
realidad le dio esa experiencia que es tal vez la más alta enseñanza de su obra. Entre sus
libros citaremos: El Congreso Eucarístico: órgano de la propaganda argentina, Vida y
muerte de don Chicho Grande, de, ¡Ya sé leer! (aprobado por la Inspección de
Enseñanza de la ciudad de Rosario), El aporte santafecino a los Ejércitos de la
Independencia, Astros nuevos: Azorín, Gabriel Miró, Bontempelli. Sus cuentos
policiales descubren una veta nueva del fecundo polígrafo: en ellos quiere combatir el
frío intelectualismo en que han sumido este género Sir Conan Doyle, Ottolenghi, etc.
Los cuentos de Pujato, como cariñosamente las llama el autor, no son la filigrana de un
bizantino encerrado en la torre de marfil; son la voz de un contemporáneo, atento a los
latidos humanos y que derrama a vuela pluma los raudales de su verdad.»
Palabra liminar
Good! It shall be! Revealment of myself! But
listen, for we must co-operate; I don't drink
tea: permit me the cigar!
Robert Browning
¡Fatal e interesante idiosincrasia del homme de lettres! El Buenos Aires literario no
habrá olvidado, y me atrevo a sugerir que no olvidará, mi franca decisión de no
conceder un prólogo más a los reclamos, tan legítimos desde luego, de la irrecusable
amistad o de la meritoria valía. Reconozcamos, sin embargo, que este socrático "Bicho
Feo" (1) es irresistible. ¡Diablo de hombre! Con una carcajada que me desarma, admite
la rotunda validez de mis argumentos; con una carcajada contagiosa reitera, persuasivo
y tenaz, que su libro y nuestra vieja camaradería exigen mi prólogo. Toda protesta es
vana. De guerre lasse, me resigno a encarar mi certera Remington, cómplice y muda
confidente de tantas escapadas por el azul...
Los modernos apremios de la banca, de la bolsa y del turf, no han sido óbice para que
yo pagara tributo, arrellanado en las butacas del pullman o cliente escéptico de baños de
fango en casinos más o menos termales, a los escalofríos y truculencias del roman
policier. Me arriesgo, sin embargo, a confesar que no soy un esclavo de la moda: noche
tras noche, en la soledad central de mi dormitorio, postergo al ingenioso Sherlock
Holmes y me engolfo en las aventuras inmarcesibles del vagabundo Ulises, hijo de
Laertes, de la simiente de Zeus... Pero el cultor de la severa epopeya mediterránea liba
en todo jardín: tonificado por M. Lecoq, he removido polvorientos legajos; he aguzado
el oído, en inmensos hoteles imaginarios, para captar los sigilosos pasos del gentlemancambrioleur;
en el horror del páramo de Dartmoor, bajo la neblina británica, el gran
mastín fosforescente me ha devorado. Fuera de pésimo gusto insistir. El lector conoce
mis credenciales: yo también he estado en Beocia...
Antes de abordar el fecundo análisis de las grandes directivas de este recueil, pido la
venia del lector para congratularme de que por fin, en el abigarrado Musée Grevin de las
bellas letras... criminológicas, haga su aparición un héroe argentino, en escenarios
netamente argentinos. ¡Insólito placer el de paladear, entre dos bocanadas aromáticas y
a la vera de un irrefragable coñac del Primer Imperio, un libro policial que no obedece a
las torvas consignas de un mercado anglosajón, extranjero, y que no hesito en
parangonar con las mejores firmas que recomienda a los buenos amateurs londinenses
el incorruptible Crime Club! También subrayaré por lo bajo mi satisfacción de porteño,
al constatar que nuestro folletinista, aunque provinciano, se ha mostrado insensible a los
reclamos de un localismo estrecho y ha sabido elegir para sus típicas aguafuertes el
marco natural: Buenos Aires. Tampoco dejaré de aplaudir el coraje, el buen gusto, de
que hace gala nuestro popular "Bicho Feo" al dar la espalda a la crapulosa y turbia
figura del "panzón" rosarino. Empero, en esta paleta metropolitana faltan dos notas, que
me atrevo a solicitar de libros futuros: nuestra sedosa y femenina calle Florida, en
supremo desfile ante los ávidos ojos de los escaparates; la melancólica barriada
boquense, que dormita junto a los docks, cuando el último cafetín de la noche ha
cerrado sus párpados de metal, y un acordeón, invicto en la sombra, saluda a las
constelaciones ya pálidas...
Encuadremos ahora la característica más saliente y a la vez más profunda del autor de
Seis problemas para don Isidro Parodi. He aludido, no lo dudéis, a la concisión, al arte
de brûler les étapes. H. Bustos Domecq es, a toda hora, un atento servidor de su
público. En sus cuentos no hay planos que olvidar ni horarios que confundir. Nos ahorra
todo tropezón intermedio. Nuevo retoño de la tradición de Edgar Poe, el patético, del
principesco M.P. Shiel y de la baronesa Orczy, se atiene a los momentos capitales de
sus problemas: el planteo enigmático y la solución iluminadora. Meros títeres de la
curiosidad, cuando no presionados por la policía, los personajes acuden en pintoresco
tropel a la celda 273, ya proverbial. En la primera consulta exponen el misterio que los
abruma; en la segunda oyen la solución que pasma por igual a niños y ancianos. El
autor, mediante un artificio no menos condensado que artístico, simplifica la prismática
realidad y agolpa todos los laureles del caso en la única frente de Parodi. El lector
menos avisado sonríe: adivina la omisión oportuna de algún tedioso interrogatorio y la
omisión involuntaria de más de un atisbo genial, expedido por un caballero sobre cuyas
señas particulares resultaría indelicado insistir...
Examinemos ponderadamente el volumen. Seis relatos lo integran. No ocultaré, por
cierto, mi penchant por La víctima de Tadeo Limardo, pieza de corte eslavo, que une al
escalofrío de la trama el estudio sincero de más de una psicología dostoievskiana,
morbosa, todo ello, sin desechar los atractivos de la revelación de un mundo sui generis,
al margen de nuestro barniz europeo y de nuestro refinado egoísmo. También recuerdo
sin desapego La prolongada busca de Tai An, que renueva a su modo el problema
clásico del objeto escondido. Poe inicia la marcha en The purloined letter; Lynn Brock
ensaya una variación parisina en The two of diamonds, obra de gallardos contornos,
afeada por un perro embalsamado; Carter Dickson, menos feliz, recurre al radiador de la
calefacción... Fuera a todas luces injusto dejar en el tintero Las previsiones de
Sangiácomo, enigma cuya solución impecable confundirá, parole de gentilhomme, al
más entonado de los lectores.
Una de las tareas que ponen a prueba la garra del escritor de fuste es, a no dudarlo, la
diestra y elegante diferenciación de los personajes. El ingenuo titiritero napolitano que
ilusionara los domingos de nuestra niñez resolvía el dilema con un expediente casero:
dotaba de una giba a Polichinela, de un almidonado cuello a Pierrot, de la sonrisa más
traviesa del mundo a Colombina, de un traje de arlequín... a Arlequín. H. Bustos
Domecq maniobra, mutatis mutandis, de modo análogo. Recurre, en suma, a los gruesos
trazos del caricaturista, si bien, bajo esta pluma regocijada, las inevitables
deformaciones que de suyo comporta el género rozan apenas el físico de los fantoches y
se obstinan, con feliz encarnizamiento, en los modos de hablar. A trueque de algún
abuso de la buena sal de cocina criolla, el panorama que nos brinda el incontenible
satírico es toda una galería de nuestro tiempo, donde no faltan la gran dama católica, de
poderosa sensibilidad; el periodista de lápiz afilado, que despacha, quizás con menos
ponderación que soltura, los más diversos menesteres; el tarambana decididamente
simpático, de familia pudiente, calavera con dejos de noctámbulo, reconocible por el
brillante cráneo engominado y los inevitables petizos de polo; el chino cortesano y
melifluo de la vieja convención literaria, en quien veo, más que un hombre viviente, un
pasticcio de orden retórico; el caballero de arte y de pasión atento por igual a las fiestas
del espíritu y de la carne, a los estudiosos infolios de la biblioteca del Jockey Club y a la
concurrencia pedana del mismo establecimiento... Rasgo que augura el más sombrío de
los diagnósticos sociológicos: en este fresco, de lo que no vacilo en llamar la Argentina
contemporánea, falta la silueta ecuestre del gaucho y en su lugar campea el judío, el
israelita, para denunciar el fenómeno en toda su repugnante crudeza... La gallarda figura
de nuestro "compadre orillero" acusa análoga capitis diminutio: el vigoroso mestizo que
impusiera otrora la lubricidad de sus "cortes y medias lunas" en la inolvidable pista de
Hansen, donde la daga sólo se refrenaba ante nuestro upper cut, hoy se llama Tulio
Savastano y dilapida sus dotes nada vulgares en el más insubstancial de los comadreos...
De esta enervante laxitud apenas logra redimirnos, tal vez, el Pardo Salivazo, enérgica
viñeta lateral que es una prueba más de los quilates estilísticos de H. Bustos.
Pero no todas han de ser flores. El ático censor que hay en mí condena sin apelación el
fatigante derroche de pinceladas coloridas pero episódicas: vegetación viciosa que
recarga y escamotea las severas líneas del Parthenón...
El bisturí que hace las veces de pluma en la mano de nuestro satírico prestamente
depone todos sus filos cuando trabaja en carne viva de don Isidro Parodi. Burla
burlando, el autor nos presenta el más impagable de los criollos viejos, retrato que ya
ocupa su sitial junto a los no menos famosos que nos legaran "Del Campo",
"Hernández" y otros supremos sacerdotes de nuestra guitarra folklórica, entre los que
sobresale el autor de Martín Fierro.
En la movida crónica de la investigación policial cabe a don Isidro el honor de ser el
primer detective encarcelado. El crítico de olfato reconocido puede subrayar, sin
embargo, más de una sugerente aproximación. Sin evadirse de su gabinete nocturno del
Faubourg St. Germain, el caballero Augusto Dupin captura el inquietante simio que
motivara las tragedias de la rue Morgue; el príncipe Zaleski, desde el retiro del remoto
palacio donde suntuosamente se confunden la gema con la caja de música, las ánforas
con el sarcófago, el ídolo con el toro alado, resuelve los enigmas de Londres; Max
Carrados, not least, lleva consigo por doquier la portátil cárcel de la ceguera... Tales
pesquisidores estáticos, tales curiosos voyageurs autour de la chambre, presagian,
siquiera parcialmente, a nuestro Parodi: figura acaso inevitable en el curso de las letras
policiales, pero cuya revelación, cuya trouvaille, es una proeza argentina, realizada,
conviene proclamarlo, bajo la presidencia del doctor Castillo. La inmovilidad de Parodi
es todo un símbolo intelectual y representa el más rotundo de los mentís a la vana y
febril agitación norteamericana, que algún espíritu implacable pero certero comparará,
tal vez, con la célebre ardilla de la fábula...
Pero creo advertir una velada impaciencia en el rostro de mi lector. Hoy por hoy, los
prestigios de la aventura priman sobre el pensativo coloquio. Suena la hora del adiós.
Hasta aquí hemos marchado de la mano; ahora estás solo, frente al libro.
Gervasio Montenegro
De la Academia Argentina de Letras
Buenos Aires, 20 de noviembre de 1942
(1) Mote cariñoso de H. Bustos Domecq, en la intimidad. (Nota de HBD.)
Las doce figuras del mundo
A la memoria de José S. Álvarez
I
El Capricornio, el Acuario, los Peces, el Carnero, el Toro, pensaba Aquiles Molinari,
dormido. Después, tuvo un momento de incertidumbre. Vio la Balanza, el Escorpión.
Comprendió que se había equivocado; se despertó temblando.
El sol le había calentado la cara. En la mesa de luz, encima del Almanaque Bristol y de
algunos números de La Fija, el reloj despertador Tic Tac marcaba las diez menos
veinte. Siempre repitiendo los signos, Molinari se levantó. Miró por la ventana. En la
esquina estaba el desconocido.
Sonrió astutamente. Se fue a los fondos; volvió con la máquina de afeitar, la brocha, los
restos del jabón amarillo y una taza de agua hirviendo. Abrió de par en par la ventana,
con enfática serenidad miró al desconocido y lentamente se afeitó, silbando el tango
Naipe Marcado.
Diez minutos después estaba en la calle, con el traje marrón cuyas últimas dos
mensualidades aún las debía a las Grandes Sastrerías Inglesas Rabuffi. Fue hasta la
esquina; el desconocido bruscamente se interesó en un extracto de la lotería. Molinari,
habituado ya a esos monótonos disimulos, se dirigió a la esquina de Humberto I. El
ómnibus llegó en seguida; Molinari subió. Para facilitar el trabajo a su perseguidor,
ocupó uno de los asientos de adelante. A las dos o tres cuadras se dio vuelta; el
desconocido, fácilmente reconocible por sus anteojos negros, leía el diario. Antes de
llegar al Centro, el ómnibus estaba completo; Molinari hubiera podido bajar sin que el
desconocido lo notara, pero su plan era mejor. Siguió hasta la Cervecería Palermo.
Después, sin darse vuelta, dobló hacia el Norte, siguió el paredón de la Penitenciaría,
entró en los jardines; creía proceder con tranquilidad, pero, antes de llegar al puesto de
guardia, arrojó un cigarrillo que había encendido poco antes. Tuvo un diálogo nada
memorable con un empleado en mangas de camisa. Un guardiacárceles lo acompañó
hasta la celda 273.
Hace catorce años, el carnicero Agustín R. Bonorino, que había asistido al corso de
Belgrano disfrazado de cocoliche, recibió un mortal botellazo en la sien. Nadie ignoraba
que la botella de Bilz que lo derribó había sido esgrimida por uno de los muchachos de
la barra de Pata Santa. Pero como Pata Santa era un precioso elemento electoral, la
policía resolvió que el culpable era Isidro Parodi, de quien algunos afirmaban que era
ácrata, queriendo decir que era espiritista. En realidad, Isidro Parodi no era ninguna de
las dos cosas: era dueño de una barbería en el barrio Sur y había cometido la
imprudencia de alquilar una pieza a un escribiente de la comisaría 8, que ya le debía de
un año. Esa conjunción de circunstancias adversas selló la suerte de Parodi: las
declaraciones de los testigos (que pertenecían a la barra de Pata Santa) fueron unánimes:
el juez lo condenó a veintiún años de reclusión. La vida sedentaria había influido en el
homicida de 1919: hoy era un hombre cuarentón, sentencioso, obeso, con la cabeza
afeitada y ojos singularmente sabios. Esos ojos, ahora, miraban al joven Molinari.
—¿Qué se le ofrece, amigo?
Su voz no era excesivamente cordial, pero Molinari sabía que las visitas no le
desagradaban. Además, la posible reacción de Parodi le importaba menos que la
necesidad de encontrar un confidente y un consejero. Lento y eficaz, el viejo Parodi
cebaba un mate en un jarrito celeste. Se lo ofreció a Molinari. Éste, aunque muy
impaciente por explicar la aventura irrevocable que había trastornado su vida, sabía que
era inútil querer apresurar a Isidro Parodi; con una tranquilidad que lo asombró, inició
un diálogo trivial sobre las carreras, que son pura trampa y nadie sabe quién va a ganar.
Don Isidro no le hizo caso; volvió a su rencor predilecto: se despachó contra los
italianos, que se habían metido en todas partes, no respetando tan siquiera la
Penitenciaría Nacional.
—Ahora está llena de extranjeros de antecedentes de lo más dudosos y nadie sabe de
dónde vienen.
Molinari, fácilmente nacionalista, colaboró en esas quejas y dijo que él ya estaba hartó
de italianos y drusos, sin contar los capitalistas ingleses que habían llenado el país de
ferrocarriles y frigoríficos. Ayer no más entró en la Gran Pizzería Los Hinchas y lo
primero que vio fue un italiano.
—¿Es un italiano o una italiana lo que lo tiene mal?
—Ni un italiano ni una italiana —dijo sencillamente Molinari—. Don Isidro, he matado
a un hombre.
—Dicen que yo también maté a uno, y sin embargo aquí me tiene. No se ponga
nervioso; el asunto ese de los drusos es complicado, pero, si no lo tiene entre ojos algún
escribiente de la 8, tal vez pueda salvar el cuero.
Molinari lo miró atónito. Luego recordó que su nombre había sido vinculado al misterio
de la quinta de Abenjaldún, por un diario inescrupuloso —muy distinto, por cierto, del
dinámico diario de Cordone, donde él hacía los deportes elegantes y el football—.
Recordó que Parodi mantenía su agilidad espiritual y, gracias a su viveza y a la generosa
distracción del subcomisario Grondona, sometía a lúcido examen los diarios de la tarde.
En efecto, don Isidro no ignoraba la reciente desaparición de Abenjaldún; sin embargo
le pidió a Molinari que le contara los hechos, pero que no hablara tan rápido, porque él
ya estaba medio duro de oído. Molinari, casi tranquilo, narró la historia:
—Créame, yo soy un muchacho moderno, un hombre de mi época; he vivido, pero
también me gusta meditar. Comprendo que ya hemos superado la etapa del
materialismo; las comuniones y la aglomeración de gente del Congreso Eucarístico me
han dejado un rastro imborrable. Como usted decía vez pasada, y, créame, la sentencia
no ha caído en saco roto, hay que despejar la incógnita. Mire, los faquires y los yoguis,
con sus ejercicios respiratorios y sus macanas, saben una porción de cosas. Yo, como
católico, renuncié al centro espiritista Honor y Patria, pero he comprendido que los
drusos forman una colectividad progresista y están más cerca del misterio que muchos
que van a misa todos los domingos. Por lo pronto, el doctor Abenjaldún tenía una quinta
papal en Villa Mazzini, con una biblioteca fenómeno. Lo conocí en Radio Fénix, el Día
del Árbol. Pronunció un discurso muy conceptuoso, y le gustó un sueltito que yo hice y
que alguien le mandó. Me llevó a su casa, me prestó libros serios y me invitó a la fiesta
que daba en la quinta; falta elemento femenino, pero son torneos de cultura, yo le
prometo. Algunos dicen que creen en ídolos, pero en la sala de actos hay un toro de
metal que vale más que un tramway. Todos los viernes se reúnen alrededor del toro los
akils, que son, como quien dice, los iniciados. Hace tiempo que el doctor Abenjaldún
quería que me iniciaran; yo no podía negarme, me convenía estar bien con el viejo y no
sólo de pan vive el hombre. Los drusos son gente muy cerrada y algunos no creían que
un occidental fuera digno de entrar en la cofradía. Sin ir más lejos, Abul Hasán, el
dueño de la flota de camiones para carne en tránsito, había recordado que el número de
electos es fijo y que es ilícito hacer conversos; también se opuso el tesorero Izedín; pero
es un infeliz que se pasa el día escribiendo, y el doctor Abenjaldún se reía de él y de sus
libritos. Sin embargo, esos reaccionarios, con sus anticuados prejuicios, siguieron el
trabajo de zapa y no trepido en afirmar que, indirectamente, ellos tienen la culpa de
todo.
»El 11 de agosto recibí una carta de Abenjaldún, anunciándome que el 14 me
someterían a una prueba un poco difícil, para la cual tenía que prepararme.
—¿Y cómo tenía que prepararse? —inquirió Parodi.
—Y, como usted sabe, tres días a té solo, aprendiendo los signos del zodíaco, en orden,
como están en el Almanaque Bristol. Di parte de enfermo a las Obras Sanitarias, donde
trabajo por la mañana. Al principio, me asombró que la ceremonia se efectuara un
domingo y no un viernes, pero la carta explicaba que para un examen tan importante
convenía más el día del Señor. Yo tenía que presentarme en la quinta, antes de
medianoche. El viernes y el sábado los pasé de lo más tranquilo, pero el domingo
amanecí nervioso. Mire, don Isidro, ahora que pienso, estoy seguro que ya presentía lo
que iba a suceder. Pero no aflojé, estuve todo el día con el libro. Era cómico, miraba
cada cinco minutos el reloj a ver si ya podía tomar otro vaso de té; no sé para qué
miraba, de todos modos tenía que tomarlo: la garganta estaba reseca y pedía líquido.
Tanto esperar la hora del examen y sin embargo llegué tarde a Retiro y tuve que tomar
el tren carreta de las veintitrés y veintiocho en vez del anterior.
»Aunque estaba preparadísimo, seguí estudiando el almanaque en el tren. Me tenían
fastidiado unos imbéciles que discutían el triunfo de los Millonarios versus Chacarita
Juniors y, créame, no sabían ni medio de football. Bajé en Belgrano R. La quinta viene
a quedar a trece cuadras de la estación. Yo pensé que la caminata iba a refrescarme,
pero me dejó medio muerto. Cumpliendo las instrucciones de Abenjaldún lo llamé por
teléfono desde el almacén de la calle Rosetti.
»Frente a la quinta había una fila de coches; la casa tenía más luces que un velorio y
desde lejos se oía el rumorear de la gente. Abenjaldún estaba esperándome en el portón.
Lo noté envejecido. Yo lo había visto muchas veces de día; recién esa noche me di
cuenta que se parecía un poco a Repetto, pero con barba. Ironías de la suerte, como
quien dice: esa noche, que me tenía loco el examen, voy y me fijo en ese disparate.
Fuimos por el camino de ladrillos que rodea la casa, y entramos por los fondos. En la
secretaría estaba Izedín, del lado del archivo.
—Hace catorce años que estoy archivado —observó dulcemente don Isidro—. Pero ese
archivo no lo conozco. Descríbame un poco el lugar.
—Mire, es muy sencillo. La secretaría está en el piso alto: una escalera baja
directamente a la sala de actos. Ahí estaban los drusos, unos ciento cincuenta, todos
velados y con túnicas blancas, alrededor del toro de metal. El archivo es una piecita
pegada a la secretaría: es un cuarto interior. Yo siempre digo que un recinto sin una
ventana como la gente, a la larga resulta insalubre. ¿Usted no comparte mi criterio?
—No me hable. Desde que me establecí en el Norte me tienen cansado los recintos.
Descríbame la secretaría.
—Es una pieza grande. Hay un escritorio de roble, donde está la Olivetti, unos sillones
comodísimos, en los que usted se hunde hasta el cogote, una pipa turca medio podrida,
que vale un dineral, una araña de caireles, una alfombra persa, futurista, un busto de
Napoleón, una biblioteca de libros serios: la Historia Universal de César Cantú, Las
Maravillas del Mundo y del Hombre, la Biblioteca Internacional de obras Famosas, el
Anuario de "La Razón", El Jardinero Ilustrado de Peluffo, El Tesoro de la Juventud, La
Donna Delinquente de Lombroso, y qué sé yo.
»Izedín estaba nervioso. Yo descubrí en seguida el porqué: había vuelto a la carga con
su literatura. En la mesa había un enorme paquete de libros. El doctor, preocupado con
mi examen, quería zafarse de Izedín, y le dijo:
»—Pierda cuidado. Esta noche leeré sus libros.
»Ignoro si el otro le creyó; fue a ponerse la túnica para entrar en la sala de actos; ni
siquiera me echó una mirada.
»En cuanto nos quedamos solos, el doctor Abenjaldún me dijo:
»—¿Has ayunado con fidelidad, has aprendido las doce figuras del mundo?
»Le aseguré que desde el jueves a las diez (esa noche, en compañía de algunos tigres de
la nueva sensibilidad, había cenado una buseca liviana y un pesceto al horno, en el
Mercado de Abasto) estaba a té solo.
»Después Abenjaldún me pidió que le recitara los nombres de las doce figuras. Los
recité sin un solo error; me hizo repetir esa lista cinco o seis veces. Al fin me dijo:
»—Veo que has acatado las instrucciones. De nada te valdrían, sin embargo, si no
fueras aplicado y valiente. Me consta que lo eres; he resuelto desoír a los que niegan tu
capacidad: te someteré a una sola prueba, la más desamparada y la más difícil. Hace
treinta años, en las cumbres del Líbano, yo la ejecuté con felicidad; pero antes los
maestros me concedieron otras pruebas más fáciles: yo descubrí una moneda en el
fondo del mar, una selva hecha de aire, un cáliz en el centro de la tierra, un alfanje
condenado al Infierno. Tú no buscarás cuatro objetos mágicos; buscarás a los cuatro
maestros que forman el velado tetrágono de la Divinidad. Ahora, entregados a piadosas
tareas, rodean el toro de metal; rezan con sus hermanos, los akils, velados como ellos;
ningún indicio los distingue, pero tu corazón los reconocerá. Yo te ordenaré que traigas
a Yusuf; tú bajarás a la sala de actos imaginando en su orden preciso las figuras del
cielo; cuando llegues a la última figura, la de los Peces, volverás a la primera, que es
Aries, y así, continuamente; darás tres vueltas alrededor de los akils y tus pasos te
llevarán a Yusuf, si no has alterado el orden de las figuras. Le dirás: "Abenjaldún te
llama", y lo traerás aquí. Después te ordenaré que traigas al segundo maestro; luego al
tercero, luego al cuarto.
»Felizmente, de tanto leer y releer el Almanaque Bristol, las doce figuras se me habían
quedado grabadas; pero basta que a uno le digan que no se equivoque, para que tema
equivocarse. No me acobardé, le aseguro, pero tuve un presentimiento. Abenjaldún me
estrechó la mano, me dijo que sus plegarias me acompañarían, y bajé la escalera que da
a la sala de actos. Yo estaba muy atareado con las figuras; además esas espaldas
blancas, esas cabezas agachadas, esas máscaras lisas y ese toro sagrado que yo no había
visto nunca de cerca me tenían inquieto. Sin embargo, di mis tres vueltas como la gente,
y me encontré detrás de un ensabanado, que me pareció igual a todos los otros; pero,
como estaba imaginando las figuras del zodíaco, no tuve tiempo de pensar, y le dije:
"Abenjaldún lo llama". El hombre me siguió; siempre imaginándome las figuras,
subimos la escalera, y entramos en la secretaría. Abenjaldún estaba rezando; lo hizo
entrar a Yusuf al archivo, y casi en seguida volvió y me dijo: "Trae ahora a Ibrahim".
Volví a la sala de actos, di mis tres vueltas, me paré detrás de otro ensabanado y le dije:
"Abenjaldún lo llama". Con él volví a la secretaría.
—Pare el carro, amigo —dijo Parodi—. ¿Está seguro de que mientras usted daba sus
vueltas nadie salió de la secretaría?
—Mire, le aseguro que no. Yo estaba muy atento a las figuras y todo lo que quiera, pero
no soy tan sonso. No le quitaba el ojo a esa puerta. Pierda cuidado: nadie entró ni salió.
»Abenjaldún tomó del brazo a Ibrahim y lo llevó al archivo; después me dijo: "Trae
ahora a Izedín". Cosa rara, don Isidro, las dos primeras veces había tenido confianza en
mí; esta vuelta estaba acobardado. Bajé, caminé tres veces alrededor de los drusos y
volví con Izedín. Yo estaba cansadísimo: en la escalera se me nubló la vista, cosas del
riñón; todo me pareció distinto, hasta mi compañero. El mismo Abenjaldún, que ya me
tenía tanta fe que en lugar de rezar se había puesto a jugar al solitario, se lo llevó a
Izedín al archivo, y me dijo, hablándome como un padre:
»—Este ejercicio te ha rendido. Yo buscaré al cuarto iniciado, que es Jalil.
»La fatiga es el enemigo de la atención, pero en cuanto salió Abenjaldún me prendí a
los barrotes de la galería y me puse a espiarlo. El hombre dio sus tres vueltas lo más
chato, agarró de un brazo a Jalil y se lo trajo para arriba. Ya le dije que el archivo no
tiene más puerta que la que da a la secretaría. Por esa puerta entró Abenjaldún con Jalil;
en seguida salió con los cuatro drusos velados; me hizo la señal de la cruz, porque son
gente muy devota; después les dijo en criollo que se quitaran los velos; usted dirá que es
pura fábula, pero ahí estaban Izedín, con su cara de extranjero, y Jalil, el subgerente de
La Formal, y Yusuf, el cuñado del que es gangoso, e Ibrahim, pálido como un muerto y
barbudo, el socio de Abenjaldún, usted sabe. ¡Ciento cincuenta drusos iguales y ahí
estaban los cuatro maestros!
»El doctor Abenjaldún casi me abrazó; pero los otros, que son personas refractarias a la
evidencia, y llenas de supersticiones y agüerías, no dieron su brazo a torcer y se le
enojaron en druso. El pobre Abenjaldún quiso convencerlos, pero al fin tuvo que ceder.
Dijo que me sometería a otra prueba, dificilísima, pero que en esa prueba se jugaría la
vida de todos ellos y tal vez la suerte del mundo. Continuó:
»—Te vendaremos los ojos con este velo, pondremos en tu mano derecha esta larga
caña, y cada uno de nosotros se ocultará en algún rincón de la casa o de los jardines.
Esperarás aquí hasta que el reloj dé las doce; después nos encontrarás sucesivamente,
guiado por las figuras. Esas figuras rigen el mundo; mientras dure el examen, te
confiamos el curso de las figuras: el cosmos estará en tu poder. Si no alteras el orden del
zodíaco, nuestros destinos y el destino del mundo seguirán el curso prefijado; si tu
imaginación se equivoca, si después de la Balanza imaginas el León y no el Escorpión,
el maestro a quien buscas perecerá y el mundo conocerá la amenaza del aire, del agua y
del fuego.
»Todos dijeron que sí, menos Izedín, que había ingerido tanto salame que ya se le
cerraban los ojos y que estaba tan distraído que al irse nos dio la mano a todos, uno por
uno, cosa que no hace nunca.
»Me dieron una caña de bambú, me pusieron la venda y se fueron. Me quedé solo. Qué
ansiedad la mía: imaginarme las figuras, sin alterar el orden; esperar las campanadas
que no sonaban nunca; el miedo que sonaran y echar a andar por esa casa, que de golpe
me pareció interminable y desconocida. Sin querer pensé en la escalera, en los
descansos, en los muebles que habría en mi camino, en los sótanos, en el patio, en las
claraboyas, qué sé yo. Empecé a oír de todo: las ramas de los árboles del jardín, unos
pasos arriba, los drusos que se iban de la quinta, el arranque del viejo Issota de Abd-el-
Melek: usted sabe, el que se ganó la rifa del aceite Raggio. En fin, todos se iban y yo me
quedaba solo en el caserón, con esos drusos escondidos quién sabe dónde. Ahí tiene,
cuando sonó el reloj me llevé un susto. Salí con mi cañita, yo, un muchacho joven,
pletórico de vida, caminando como inválido, como un ciego, si usted me interpreta;
agarré en seguida para la izquierda, porque el cuñado del gangoso tiene mucho savoir
faire y yo pensé que iba a encontrarlo bajo de la mesa; todo el tiempo veía patente la
Balanza, el Escorpión, el Sagitario y todas esas ilustraciones; me olvidé del primer
descanso de la escalera y seguí bajando en falso; después me entré en el jardín de
invierno. De golpe me perdí. No encontraba ni la puerta ni las paredes. También hay
que ver: tres días a puro té solo y el gran desgaste mental que yo me exigía. Dominé,
con todo, la situación, y agarré por el lado del montaplatos; yo malicié que alguno se
habría introducido en la carbonera; pero esos drusos, por instruidos que sean, no tienen
nuestra viveza criolla. Entonces me volví para la sala. Tropecé con una mesita de tres
patas, que usan algunos drusos que todavía creen en el espiritismo, como si estuvieran
en la Edad Media. Me pareció que me miraban todos los ojos de los cuadros al óleo —
usted se reirá, tal vez; mi hermanita siempre dice que tengo algo de loco y de poeta—.
Pero no me dormí y en seguida lo descubrí a Abenjaldún: estiré el brazo y ahí estaba.
Sin mayor dificultad, encontramos la escalera, que estaba mucho más cerca de lo que yo
imaginaba, y ganamos la secretaría. En el trayecto no dijimos ni una sola palabra. Yo
estaba ocupado con las figuras. Lo dejé y salí a buscar otro druso. En eso oí como una
risa ahogada. Por primera vez tuve una duda: llegué a pensar que se reían de mí. En
seguida oí un grito. Yo juraría que no me equivoqué en las imágenes; pero, primero con
la rabia y después con la sorpresa, tal vez me haya confundido. Yo nunca niego la
evidencia. Me di vuelta y tanteando con la caña entré en la secretaría. Tropecé con algo
en el suelo. Me agaché. Toqué el pelo con la mano. Toqué una nariz, unos ojos. Sin
darme cuenta de lo que hacía, me arranqué la venda.
»Abenjaldún estaba tirado en la alfombra, tenía la boca toda babosa y con sangre; lo
palpé; estaba calentito todavía, pero ya era cadáver. En el cuarto no había nadie. Vi la
caña, que se me había caído de la mano; tenía sangre en la punta. Recién entonces
comprendí que yo lo había matado. Sin duda, cuando oí la risa y el grito, me confundí
un momento y cambié el orden de las figuras: esa confusión había costado la vida de un
hombre. Tal vez la de los cuatro maestros... Me asomé a la galería y los llamé. Nadie me
contestó. Aterrado, huí por los fondos, repitiendo en voz baja el Carnero, el Toro, los
Gemelos, para que el mundo no se viniera abajo. En seguida llegué a la tapia y eso que
la quinta tiene tres cuartos de manzana; siempre el Tullido Ferrarotti me sabía decir que
mi porvenir estaba en las carreras de medio fondo. Pero esa noche fui una revelación en
salto en alto. De un saque salvé la tapia, que tiene casi dos metros; cuando estaba
levantándome de la zanja y sacándome una porción de cascos de botella que se me
habían incrustado por todos lados, empecé a toser con el humo. De la quinta salía un
humo negro y espeso como lana de colchón. Aunque no estaba entrenado, corrí como en
mis buenos tiempos; al llegar a Rosetti me di vuelta: había una luz como de 25 de Mayo
en el cielo, la casa estaba ardiendo. ¡Ahí tiene lo que puede significar un cambio en las
figuras! De pensarlo, la boca se me puso más seca que lengua de loro. Divisé un agente
en la esquina, y di marcha atrás; después me metí en unos andurriales que es una
vergüenza que haya todavía en la Capital; yo sufría como argentino, le aseguro, y me
tenían mareado unos perros, que bastó que uno solo ladrara para que todos se pusieran a
ensordecerme desde muy cerca, y en esos barriales del oeste no hay seguridad para el
peatón ni vigilancia de ninguna especie. De pronto me tranquilicé, porque vi que estaba
en la calle Charlone; unos infelices que estaban de patota en un almacén se pusieron a
decir "el Carnero, el Toro" y a hacer ruidos que están mal en una boca; pero yo no les
llevé el apunte y pasé de largo. ¿Quiere creer que sólo al rato me di cuenta que yo había
estado repitiendo las figuras, en voz alta? Volví a perderme. Usted sabe que en esos
barrios ignoran los rudimentos del urbanismo y las calles están perdidas en un laberinto.
Ni se me pasó por la cabeza tomar algún vehículo: llegué a casa con el calzado hecho
una miseria, a la hora en que salen los basureros. Yo estaba enfermo de cansancio esa
madrugada. Creo que hasta tenía temperatura. Me tiré en la cama, pero resolví no
dormir, para no distraerme de las figuras.
»A las doce del día mandé parte de enfermo a la redacción y a las Obras Sanitarias. En
eso entró mi vecino, el viajante de la Brancato, y se hizo firme y me llevó a su pieza a
tomar una tallarinada. Le hablo con el corazón en la mano: al principio me sentí un poco
mejor. Mi amigo tiene mucho mundo y destapó un moscato del país. Pero yo no estaba
para diálogos finos y, aprovechando que el tuco me había caído como un plomo, me fui
a mi pieza. No salí en todo el día. Sin embargo, como no soy un ermitaño y me tenía
preocupado lo de la víspera, le pedí a la patrona que me trajera las Noticias. Sin tan
siquiera examinar la página de los deportes, me engolfé en la crónica policial y vi la
fotografía del siniestro: a las 0,23 de la madrugada había estallado un incendio de vastas
proporciones en la casaquinta del doctor Abenjaldún, sita en Villa Mazzini. A pesar de
la encomiable intervención de la Seccional de Bomberos, el inmueble fue pasto de las
llamas, habiendo perecido en la combustión su propietario, el distinguido miembro de la
colectividad siriolibanesa, doctor Abenjaldún, uno de los grandes pioneers de la
importación de substitutos del linóleum. Quedé horrorizado. Baudizzone, que siempre
descuida su página, había cometido algunos errores: por ejemplo; no había mencionado
para nada la ceremonia religiosa, y decía que esa noche se habían reunido para leer la
Memoria y renovar autoridades. Poco antes del siniestro habían abandonado la quinta
los señores Jalil, Yusuf e Ibrahim. Estos declararon que hasta las 24 estuvieron
departiendo amigablemente con el extinto, que, lejos de presentir la tragedia que
pondría un punto final a sus días y convertiría en cenizas una residencia tradicional de la
zona del oeste, hizo gala de su habitual sprit. El origen de la magna conflagración
quedaba por aclarar.
»A mí no me asusta el trabajo, pero desde entonces no he vuelto al diario ni a las Obras,
y ando con el ánimo por el suelo. A los dos días me vino a visitar un señor muy afable,
que me interrogó sobre mi participación en la compra de escobillones y trapos de rejilla
para la cantina del personal del corralón de la calle Bucarelli; después cambió de tema y
habló de las colectividades extranjeras y se interesó especialmente en la siriolibanesa.
Prometió, sin mayor seguridad, repetir la visita. Pero no volvió. En cambio, un
desconocido se instaló en la esquina y me sigue con sumo disimulo por todos lados. Yo
sé que usted no es hombre de dejarse enredar por la policía ni por nadie. Sálveme, don
Isidro, ¡estoy desesperado!
—Yo no soy brujo ni ayunador para andar resolviendo adivinanzas. Pero no te voy a
negar una manita. Eso sí, con una condición. Prométeme que me vas a hacer caso en
todo.
—Como usted diga, don Isidro.
—Muy bien. Vamos a empezar en seguida. Decí en orden las figuras del almanaque.
—El Carnero, el Toro, los Gemelos, el Cangrejo, el León, la Virgen, la Balanza, el
Escorpión, el Sagitario, el Capricornio, el Acuario, los Peces.
—Muy bien. Ahora decilos al revés.
Molinari, pálido, balbuceó:
—El Ronecar, el Roto...
—Salí de ahí con esas compadradas. Te digo que cambies el orden, que digas de
cualquier modo las figuras.
—¿Que cambie el orden? Usted no me ha entendido, don Isidro, eso no se puede...
—¿No? Decí la primera, la última y la penúltima.
Molinari, aterrado, obedeció. Después miró a su alrededor.
—Bueno, ahora que te has sacado de la cabeza esas fantasías, te vas para el diario. No te
hagás mala sangre.
Mudo, redimido, aturdido, Molinari salió de la cárcel. Afuera, estaba esperándolo el
otro.
II
A la semana, Molinari admitió que no podía postergar una segunda visita a la
Penitenciaría. Sin embargo, le molestaba encararse con Parodi, que había penetrado su
presunción y su miserable credulidad. ¡Un hombre moderno, como él, haberse dejado
embaucar por unos extranjeros fanáticos! Las apariciones del señor afable se hicieron
más frecuentes y más siniestras: no sólo hablaba de los siriolibaneses, sino de los drusos
del Líbano; su diálogo se había enriquecido de temas nuevos; por ejemplo, la abolición
de la tortura en 1813, las ventajas de una picana eléctrica recién importada de Bremen
por la Sección Investigaciones, etc.
Una mañana de lluvia, Molinari tomó el ómnibus en la esquina de Humberto I. Cuando
bajó en Palermo, bajó también el desconocido, que había pasado de los anteojos a la
barba rubia...
Parodi, como siempre, lo recibió con cierta sequedad; tuvo el tino de no aludir al
misterio de Villa Mazzini: habló, tema habitual en él, de lo que puede hacer el hombre
que tiene un sólido conocimiento de la baraja. Evocó la memoria tutelar del Lince
Rivarola, que recibió un sillazo en el momento mismo de extraer un segundo as de
espadas de un dispositivo especial que tenía en la manga. Para complementar esa
anécdota, extrajo de un cajón un mazo grasiento, lo hizo barajar por Molinari y le pidió
que extendiera los naipes sobre la mesa, con las figuras para abajo. Le dijo:
—Amiguito, usted que es brujo, le va a dar a este pobre anciano el cuatro de copas.
Molinari balbuceó:
—Yo nunca he pretendido ser brujo, señor... Usted sabe que yo he cortado toda relación
con esos fanáticos.
—Has cortado y has barajado; dame en seguidita el cuatro de copas. No tengas miedo;
es la primer carta que vas a agarrar.
Trémulo, Molinari extendió la mano, tomó una carta cualquiera y se la dio a Parodi.
Éste la miró y dijo:
—Sos un tigre. Ahora me vas a dar la sota de espadas.
Molinari sacó otra carta y se la entregó.
—Ahora el siete de bastos.
Molinari le dio una carta.
—El ejercicio te ha cansado. Yo sacaré por vos la última carta, que es el rey de copas.
Tomó, casi con negligencia, una carta y la agregó a las tres anteriores. Después le dijo a
Molinari que las diera vuelta. Eran el rey de copas, el siete de bastos, la sota de espadas
y el cuatro de copas.
—No abrás tanto los ojos —dijo Parodi—. Entre todos esos naipes iguales hay uno
marcado; el primero que te pedí pero no el primero que me diste. Te pedí el cuatro de
copas, me diste la sota de espadas; te pedí la sota de espadas, me diste el siete de bastos;
te pedí el siete de bastos y me diste el rey de copas; dije que estabas cansado y que yo
mismo iba a sacar el cuarto naipe, el rey de copas. Saqué el cuatro de copas, que tiene
estas pintitas negras.
»Abenjaldún hizo lo mismo. Te dijo que buscaras el druso número 1, vos le trajiste el
número 2; te dijo que trajeras el 2, vos le trajiste el 3; te dijo que trajeras el 3, vos le
trajiste el 4; te dijo que iba a buscar el 4 y trajo el 1. El 1 era Ibrahim, su amigo íntimo.
Abenjaldún podía reconocerlo entre muchos... Esto les pasa a los que se meten con
extranjeros. Vos mismo me dijiste que los drusos son una gente muy cerrada. Decías
bien, y el más cerrado de todos era Abenjaldún, el decano de la colectividad. A los otros
les bastaba desairar a un criollo; él quiso tomarlo para risa. Te dijo que fueras un
domingo y vos mismo me dijiste que el viernes era el día de sus misas; para que
estuvieras nervioso, te hizo tres días a puro té y Almanaque Bristol; encima te hizo
caminar no sé cuántas cuadras; te largó a una función de drusos ensabanados y, como si
el miedo fuera poco para confundirte, inventó el asunto de las figuras del almanaque. El
hombre estaba de bromas; todavía no había revisado (ni revisaría nunca) los libros de
contabilidad de Izedín; de esos libros hablaban cuando vos entraste; vos creíste que
hablaban de novelitas y de versos. Quién sabe qué manejos había hecho el tesorero; lo
cierto es que mató a Abenjaldún y quemó la casa, para que nadie viera los libros. Se
despidió de ustedes, les dio la mano —cosa que no hacía nunca—, para que dieran por
sentado que se había ido. Se escondió por ahí cerca, esperó que se fueran los otros, que
ya estaban hartos de la broma, y cuando vos, con la caña y la venda, estabas buscándolo
a Abenjaldún, volvió a la secretaría. Cuando volviste con el viejo, los dos se rieron de
verte caminando como un cieguito. Saliste a buscar un segundo druso; Abenjaldún te
siguió para que volvieras a encontrarlo y te hicieras cuatro viajes a puro golpe, trayendo
siempre la misma persona. El tesorero, entonces, le dio una puñalada en la espalda: vos
oíste su grito. Mientras volvías a la pieza, tanteando, Izedín huyó, prendió fuego a los
libros. Luego, para justificar que hubieran desaparecido los libros, prendió fuego a la
casa.
Pujato, 27 de diciembre de 1941

martes, 1 de septiembre de 2015

Jorge Luis Borges Los conjurados. Fragmentos.


Este libro reúne los últimos poemas y breves textos de prosa poética compuestos por Jorge Luis Borges, poco antes de morir. Entre los memorables sonetos incluidos, está «On his blindness», magníficos versos dedicados a su ceguera personal:
«Al cabo de los años me rodea
una terca neblina luminosa
que reduce las cosas a una cosa
sin forma ni color. Casi a una idea…».

Jorge Luis Borges
Los conjurados


Fuente:
Título original: Los conjurados
Jorge Luis Borges, 1985
Cubierta: Daniel Gil
Editor digital: Akhenaton
ePub base r1.2


Inscripción

              Escribir un poema es ensayar una magia menor. El instrumento de esa magia, el lenguaje, es asaz misterioso. Nada sabemos de su origen. Sólo sabemos que se ramifica en idiomas y que cada uno de ellos consta de un indefinido y cambiante vocabulario y de una cifra indefinida de posibilidades sintácticas. Con esos inasibles elementos he formado este libro. (En el poema, la cadencia y el ambiente de una palabra pueden pesar más que el sentido).
De usted es este libro, María Kodama. ¿Será preciso que le diga que esta inscripción comprende los crepúsculos, los ciervos de Nara, la noche que está sola y las populosas mañanas, las islas compartidas, los mares, los desiertos y los jardines, lo que pierde el olvido y lo que la memoria transforma, la alta voz del muecín, la muerte de Hawkwood, los libros y las láminas?
Sólo podemos dar lo que ya hemos dado. Sólo podemos dar lo que ya es del otro. En este libro están las cosas que siempre fueron suyas. ¡Qué misterio es una dedicatoria, una entrega de símbolos!
J.L.B.


Prólogo
             


              A nadie puede maravillar que el primero de los elementos, el fuego, no abunde en el libro de un hombre de ochenta y tantos años. Una reina, en la hora de su muerte, dice que es fuego y aire; yo suelo sentir que soy tierra, cansada tierra. Sigo, sin embargo, escribiendo. ¿Qué otra suerte me queda, qué otra hermosa suerte me queda? La dicha de escribir no se mide por las virtudes o flaquezas de la escritura. Toda obra humana es deleznable, afirma Carlyle, pero su ejecución no lo es.
No profeso ninguna estética. Cada obra confía a su escritor la forma que busca: el verso, la prosa, el estilo barroco o el llano. Las teorías pueden ser admirables estímulos (recordemos a Whitman) pero asimismo pueden engendrar monstruos o meras piezas de museo. Recordemos el monólogo interior de James Joyce o el sumamente incómodo Polifemo.
Al cabo de los años he observado que la belleza, como la felicidad, es frecuente. No pasa un día en que no estemos, un instante, en el paraíso. No hay poeta, por mediocre que sea, que no haya escrito el mejor verso de la literatura, pero también los más desdichados. La belleza no es privilegio de unos cuantos nombres ilustres. Sería muy raro que este libro, que abarca unas cuarenta composiciones, no atesorara una sola línea secreta, digna de acompañarte hasta el fin.
En este libro hay muchos sueños. Aclaro que fueron dones de la noche o, más precisamente, del alba, no ficciones deliberadas. Apenas si me he atrevido a agregar uno que otro rasgo circunstancial, de los que exige nuestro tiempo, a partir de Defoe.
Dicto este prólogo en una de mis patrias, Ginebra.
J.L.B.
9 de enero de 1985


Cristo en la cruz
Cristo en la cruz. Los pies tocan la tierra.
Los tres maderos son de igual altura.
Cristo no está en el medio. Es el tercero.
La negra barba pende sobre el pecho.
El rostro no es el rostro de las láminas.
Es áspero y judío. No lo veo
y seguiré buscándolo hasta el día
último de mis pasos por la tierra.
El hombre quebrantado sufre y calla.
La corona de espinas lo lastima.
No lo alcanza la befa de la plebe
que ha visto su agonía tantas veces.
La suya o la de otro. Da lo mismo.
Cristo en la cruz. Desordenadamente
piensa en el reino que tal vez lo espera,
piensa en una mujer que no fue suya.
No le está dado ver la teología,
la indescifrable Trinidad, los gnósticos,
las catedrales, la navaja de Occam,
la púrpura, la mitra, la liturgia,
la conversión de Guthrum por la espada,
la Inquisición, la sangre de los mártires,
las atroces Cruzadas, Juana de Arco,
el Vaticano que bendice ejércitos.
Sabe que no es un dios y que es un hombre
que muere con el día. No le importa.
Le importa el duro hierro de los clavos.
No es un romano. No es un griego. Gime.
Nos ha dejado espléndidas metáforas
y una doctrina del perdón que puede
anular el pasado. (Esa sentencia
la escribió un irlandés en una cárcel).
El alma busca el fin, apresurada.
Ha oscurecido un poco. Ya se ha muerto.
Anda una mosca por la carne quieta.
¿De qué puede servirme que aquel hombre
haya sufrido, si yo sufro ahora?
Kyoto, 1984.
Domsday
Será cuando la trompeta resuene, como escribe San Juan el Teólogo.
Ha sido en 1757, según el testimonio de Swedenborg.
Fue en Israel cuando la loba clavó en la cruz la carne de Cristo, pero no sólo entonces.
Ocurre en cada pulsación de tu sangre.
No hay un instante que no pueda ser el cráter del Infierno.
No hay un instante que no pueda ser el agua del Paraíso.
No hay un instante que no esté cargado como un arma.
En cada instante puedes ser Caín o Siddharta, la máscara o el rostro.
En cada instante puede revelarte su amor Helena de Troya.
En cada instante el gallo puede haber cantado tres veces.
En cada instante la clepsidra deja caer la última gota.
Cesar
Aquí, lo que dejaron los puñales.
Aquí esa pobre cosa, un hombre muerto
que se llamaba César. Le han abierto
cráteres en la carne los metales.
Aquí lo atroz, aquí la detenida
máquina usada ayer para la gloria,
para escribir y ejecutar la historia
y para el goce pleno de la vida.
Aquí también el otro, aquel prudente
emperador que declinó laureles,
que comandó batallas y bajeles
y que rigió el oriente y el poniente.
Aquí también el otro, el venidero
cuya gran sombra será el orbe entero.

 Tríada
El alivio que habrá sentido César en la mañana de Farsalia, al pensar: Hoy es la batalla.
El alivio que habrá sentido Carlos Primero al ver el alba en el cristal y pensar: Hoy es el día del patíbulo, del coraje y del hacha.
El alivio que tú y yo sentiremos en el instante que precede a la muerte, cuando la suerte nos desate de la triste costumbre de ser alguien y del peso del universo.
La trama
Las migraciones que el historiador, guiado por las azarosas reliquias de la cerámica y del bronce, trata de fijar en el mapa y que no comprendieron los pueblos que las ejecutaron.
Las divinidades del alba que no han dejado ni un ídolo ni un símbolo.
El surco del arado de Caín.
El rocío en la hierba del Paraíso.
Los hexagramas que un emperador descubrió en la caparazón de una de las tortugas sagradas.
Las aguas que no saben que son el Ganges.
El peso de una rosa en Persépolis.
El peso de una rosa en Bengala.
Los rostros que se puso una máscara que guarda una vitrina.
El nombre de la espada de Hengist.
El último sueño de Shakespeare.
La pluma que trazó la curiosa línea: He met the Nightmare and her name he told.
El primer espejo, el primer hexámetro.
Las páginas que leyó un hombre gris y que le revelaron
que podía ser don Quijote.
Un ocaso cuyo rojo perdura en un vaso de Creta.
Los juguetes de un niño que se llamaba Tiberio Graco.
El anillo de oro de Polícrates que el Hado rechazó.
No hay una sola de esas cosas perdidas que no proyecte ahora una larga sombra y que no determine lo que haces hoy o lo que harás mañana.
Reliquias
El hemisferio austral. Bajo su álgebra
de estrellas ignoradas por Ulises,
un hombre busca y seguirá buscando
las reliquias de aquella epifanía
que le fue dada, hace ya tantos años,
del otro lado de una numerada
puerta de hotel, junto al perpetuo Támesis,
que fluye como fluye ese otro río,
el tenue tiempo elemental. La carne
olvida sus pesares y sus dichas.
El hombre espera y sueña. Vagamente
rescata unas triviales circunstancias.
Un nombre de mujer, una blancura,
un cuerpo ya sin cara, la penumbra
de una tarde sin fecha, la llovizna,
unas flores de cera sobre un mármol
y las paredes, color rosa pálido.

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Selección y prólogo de Sylvia Molloy

  LA VIAJERA Y SUS SOMBRAS Crónica de un aprendizaje Selección y prólogo de Sylvia Molloy La viajera y sus sombras presenta diversos escrito...

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