domingo, 16 de agosto de 2015

Sabato. El escritor y sus fantasmas. Entrevista. Continuación.


¿Pondría en el mismo caso a los críticos de izquierda que encuentran malsana su literatura?
En un semanario de izquierda que aparecía en Buenos Aires leí una carta de un lector que protestaba con indignación porque se hubiera elogiado a un film que manifestaba «todos los elementos contrarrevolucionarios de la derecha: masoquismo, frustración, complejos, etc.; y donde se habla de todo menos de la salida revolucionaria». Aunque caricaturesca, esa carta tipifica a ese tipo de estética que caracteriza en buena medida a la izquierda, y muy particularmente al comunismo.
No interesa aquí defender al film incriminado. Lo que interesa es señalar la superficialidad, la falsedad, la demagogia filosófica de esa posición. Pues esas críticas, de ser valederas, arrasarían no sólo con el imperfecto film incriminado sino con obras como Los endemoniados.
El punto de vista expresado por ese corresponsal es grosero pero no novedoso. Rigió —y en buena medida sigue rigiendo en Rusia— hasta el punto de que las obras de Dostoievsky no se editaban. Hasta el punto de que un hombre como Kafka sea inédito.
Un ensayista social, Hernández Arregui, sostiene, a propósito de escritores como usted, que «a la economía de monocultivo corresponde una literatura equívoca de introspección, donde los personajes desorientados se analizan a sí mismos en medio de una vaga sensación de inseguridad». ¿Tiene alguna razón?
Madame de Staël llegó a sostener que hay un arte monárquico y un arte republicano, pero es fácil demostrar qué triviales son estas afirmaciones de los «reflejistas». Para Marx, el arte es un epifenómeno de las relaciones económicas; y aunque sabemos que para él debe entenderse en relación dialéctica, reaccionando sobre la estructura material que lo soporta y, con las otras formas de la cultura, hasta determinándola, modificándola, todos sabemos también que para este filósofo es esa estructura económica la que en última instancia es decisiva. De esta posición a un mero economismo había un paso y ese paso fue reiteradamente dado por muchos discípulos, quizá encandilados por la evidente y poderosa impronta que la sociedad capitalista e industrial ejerce sobre todas las actividades del hombre. En el caso que usted trae, es obvio que ese aserto no resiste el menor examen, ya que en sociedades tan poli-cultivadas como Inglaterra y Francia surgieron grandes y extremados escritores de esa tendencia, así como en auténticos países de monocultivo como el Ecuador surgieron escritores sociales como Icaza.
La curiosa afirmación de H. Arregui, afirmación por otra parte central para su consideración de nuestra literatura, está unida a una valoración negativa o peyorativa de ese tipo de literatura. En eso coincide con las afirmaciones que el realismo socialista hace de la llamada literatura decadente de la burguesía, y con la que en nuestro país ejecuta J. A. Ramos en sus libros. Resulta singular y digno de un análisis psicoanalítico que este ensayista político acuse a los mejores escritores argentinos de estar influidos por los europeos, de no mirar a nuestra América, de inspirarse en la cultura literaria de judíos como Kafka, franceses como Sartre, alemanes como Nietzsche o Hölderlin. ¿Hace su acusación utilizando el instrumental filosófico de los querandíes, o al menos de los aztecas? No, señor: mediante una teoría elaborada por el judío Marx, el francés Saint-Simon, el alemán Hegel. Y escribe todo eso en venerable y longevo español, en lugar de hacerlo en charrúa o idioma pampa.
¿No es hora que con lucidez y sin sentimientos de inferioridad empecemos a discutir en serio, sin demagogia ni insultos, sobre la naturaleza de la literatura argentina y sobre la herencia europea con que nació y se desenvolvió? Cualquiera sea la opinión que estos críticos tengan de artistas como Poe, Melville o Faulkner, es ya aceptado que son poderosos creadores; y sin embargo descienden de conocidos escritores europeos, ya que con eminentes dificultades podría demostrarse la paternidad de Pocahontas o de otros pieles rojas. Acaso nuestros críticos lleguen a admitir que esos escritores son importantes, no obstante su ascendencia europea, a pesar de su manía de subjetivismo y de su morbosidad. Y quizá nos digan que ellos son realmente grandes y nosotros no. Momento en que debemos replicarles que entonces los escritores argentinos incriminados no son desdeñables porque tengan esos vicios, sino, simplemente, porque no son grandes. Pero entonces su doctrina se viene abajo y hay que escribir otro libro.
Esa critica, que podríamos denominar de «la izquierda nacional», reiteradamente sostiene la inexistencia de una literatura nacional. ¿Es así?
Cada cierto tiempo resurge en nuestro país esta pregunta y la tentativa de dar una respuesta negativa, un poco por esa proclividad, precisamente nacional, a negar todos nuestros valores, a esa tendencia que parece acentuarse de día en día a revolearnos en nuestro propio estiércol. Es cierto que la mayor parte de ésos negadores está formada por los que jamás han hecho o han logrado hacer nada de valor, y entonces, comprensiblemente, se inclinan por la teoría de que aquí nada existe y nada puede hacerse. Siempre es tentador ocultar la incapacidad y el resentimiento personal detrás de una teoría sociológica que afecta a la realidad entera.
Existe una literatura nacional importante por lo menos desde Sarmiento y Hernández, y varios de sus creadores, desde aquella época hasta hoy, pueden figurar honorablemente al lado de grandes escritores europeos o norteamericanos. Por esa clase de motivos de hecho, creo que la respuesta debe ser afirmativa. Pero, además, creo en una literatura nacional por lo mismo que participo del descontento sobre nuestra realidad. La literatura importante es algo así como el reverso del mundo cotidiano, pues la creación es en muchos sentidos un acto antagónico similar al sueño, un intento de crear otra realidad, precisamente por el descontento hacia la que nos rodea. Si esto es cierto, hay que decir que en la Argentina ya no tenemos ningún pretexto para no tener grandes escritores.
Esa misma crítica insiste en que nuestra novelística no tiene, por ejemplo, la representatividad que tiene, digamos, una obra como Huasipungo.
Los europeos cometen a menudo la ingenuidad de pedirnos color local, y de creer que nuestra pintura o nuestra literatura no tiene «carácter»; ese carácter que en cambio encuentran en la pintura mexicana o en la novela del indio ecuatoriano. Les pasa con nosotros un poco lo que le pasa a la gente apresurada que rechaza una música porque no la puede silbar, porque no halla una melodía nítida, sencilla.
Es fácil advertir lo representativo en el Ecuador, pero es infinitamente arduo notarlo en la Argentina. Nuestro hombre es de contornos indecisos, complejos, variables, caóticos. Esto es como un campamento en medio de un cataclismo universal. Se necesitarán muchas novelas y muchos escritores para dar un cuadro completo y profundo de esta realidad enmarañada y contradictoria: la oligarquía en decadencia, el gaucho pretérito, el gringo que ascendió, el inmigrante fracasado o pobre, el hijo y el nieto de ese inmigrante, el habitante cosmopolita de Buenos Aires (indiferente y apátrida, el hombre que vive aquí como se vive en un hotel). Y todos los sentimientos cruzados y los mutuos resentimientos.
Y acaso el problema psicológica y metafísicamente más complejo es el descendiente de extranjeros, extraña criatura cuya sangre viene de Génova o de Toledo, pero cuya vida ha transcurrido en las pampas argentinas o en las calles de esta ciudad babilónica. ¿Cuál es la patria de esta criatura? ¿Cuál es mi patria? Crecimos bebiendo la nostalgia europea de nuestros padres, oyendo de la tierra lejana, de sus mitos y cuentos, viendo casi sus montañas y sus mares. Lágrimas de emoción nos han caído cuando por primera vez vimos las piedras de Florencia y el azul del Mediterráneo, sintiendo de pronto que centenares de años y oscuros antepasados latían misteriosamente en el fondo de nuestras almas. Pero también, en momentos de soledad en aquellas ciudades, sentimos que nuestra patria era ésta, estaba acá en la pampa y en el vasto río; pues la patria no es sino la infancia, algunos rostros, algunos recuerdos de la adolescencia, un árbol o un barrio, una insignificante calle, un viejo tango en un organito, el silbato de una locomotora de manisero en una tarde de invierno, el olor (el recuerdo del olor) de nuestro viejo motor en el molino, un juego de rescate. ¿Y cómo esta novela puede ser simple o nítida o folklórica o pintoresca?
En suma, ¿usted rechaza a la llamada literatura nacionalista?
A cada rato se olvida que hay un solo dilema válido: literatura profunda y literatura superficial. A cada rato se plantean falsos dilemas, sobre todo en esta época de preocupación social, y así como a una novelística «psicológica» se opone (como más legítima, como más sana) una novelística «social», así a una literatura cosmopolita o bizantina se opone una literatura «nacionalista».
Cada vez que un film describe la vida del gaucho en el siglo pasado o los problemas de los indios en un pueblo del noroeste, numerosos críticos e instituciones se felicitan de que nuestro arte vuelva a sus sanas y permanentes raíces. Y cada vez que un director describe el drama o un drama de algún estudiante o contrabandista o borracho de la ciudad, reaparecen los que reprochan el cosmopolitismo de nuestros creadores.
El folklore tiene sus méritos propios, pero no puede ser tomado como fundamento necesario de un arte nacional. Ni Bach ni Kafka tienen raíz folklórica. Y, al revés, infinidad de productos surgidos del folklore demuestran que tampoco es suficiente para la creación de un arte grande.
Basándose o no en el folklore, todo gran arte va más allá, penetrando en una región más profunda y universal. Si Martín Fierro tiene importancia no es porque trate de gauchos, ya que también las novelas de Gutiérrez lo hacen sin que por eso sobrepasen los límites del folletín pintoresco; tiene importancia porque Hernández no se quedó en el mero gauchismo, porque en las angustias y contradicciones de su protagonista, en sus generosidades y mezquindades, en su soledad y en sus esperanzas, en sus sentimientos frente al infortunio y a la muerte, encarnó atributos universales del hombre.
La clave no ha de ser buscada ni en el folklore ni en el «nacionalismo» de los temas y vestimentas: hay que buscarla en la profundidad. Si un drama es profundo, ipso facto es nacional, porque los sueños de que están tejidos los seres de ficción surgen de ese ámbito oscuro que tiene sus cimientos en la infancia y en la patria; que aunque no se lo proponga, y a veces porque no se lo propone, expresa de una manera o de otra los sentimientos y ansiedades, los dilemas raciales, los conflictos psicológicos que forman el substrato de una nación en un instante de su historia. De ese modo, Shakespeare fue el más grande escritor nacional de Inglaterra escribiendo tragedias que a veces ni siquiera se desarrollan en su patria. A la inversa, si una obra es superficial, no la salva su «nacionalismo», que entonces no pasa de ser más que un simulacro, como sucede con tantos novelones nuestros a base de gauchos apócrifos o de malevos pintorescos.
Es hora de terminar con esa demagogia que nos recomienda un conventillo de San Telmo como realidad nacional y que, en cambio, rechaza el gris departamento de un gris profesor que vive en la calle Charcas. Es una idea muy singular la que estos críticos tienen de la realidad. Más que realismo esa posición estética debería ser denominada suburbanismo; posición nueva y aniquiladora que anonada la existencia de los seres, edificios, estatuas, profesiones y lenguajes que no pertenecen al estricto territorio del arrabal. Para esos ontólogos de nuestra ficción, un compadrito de Avellaneda es real, mientras el modesto profesor de geografía del Barrio Norte es un transparente objeto ideal, apenas digno de figurar en el museo de Meinong. Según ellos, toda la obra de Kafka debería ser denunciada como falsa, porque no describe las costumbres de los mataderos de Praga.
Esto que nos dice lo encontramos vinculado a algo que le hemos oído muchas veces, sobre el carácter metafísico y problemático de nuestra literatura. ¿Cómo lo explicaría?
Dice Martín Buber que la problemática del hombre se replantea cada vez que parece rescindirse el pacto primero entre el mundo y el ser humano, en tiempos en que el ser humano parece encontrarse como un extranjero solitario y desamparado. Son tiempos en que se ha dislocado una imagen del Universo, desapareciendo con ella la sensación de seguridad que los mortales tienen en lo familiar. El hombre se siente entonces a la intemperie, el antiguo hogar destruido. Y se interroga sobre su destino.
Por añadidura, y a diferencia de los otros instantes cruciales de la historia, ésta es la primera vez en que el hombre se ha vuelto completamente problemático; ya que, como observa Max Scheler, además de no saber lo que es, ahora sabe que no sabe. ¿Cómo, en tales circunstancias de catástrofe universal, la literatura puede no estar impregnada de preocupación metafísica? Pues es un error imaginar que la metafísica únicamente se encuentra en los vastos tratados filosóficos, cuando, como advirtió Nietzsche, la hallamos en la calle, en las tribulaciones del modesto hombre de la calle.
Pero si la condición catastrófica rige para Europa, para nuestro país rige con mayor fuerza: como integrantes de la civilización que sufre ese cataclismo, tenemos un primer motivo de angustia; pero como pertenecientes a una de las líneas de fractura espacial de esa civilización, tenemos un segundo motivo, que es específicamente nuestro. Estamos en el fin de una civilización, y en uno de sus confines. Sometidos a una doble quiebra en el tiempo y en el espacio, estamos destinados a una experiencia doblemente dramática. Perplejos y angustiados, somos actores de una oscura tragedia, sin tener detrás el respaldo de una gran cultura indígena (como la azteca o la incaica) y sin poder tampoco reivindicar de modo cabal la tradición de Roma o París.
Y como si todavía eso fuera poco, no habíamos terminado de construir y definir una patria cuando el mundo que nos había dado origen comenzó a derrumbarse. Lo que significa que si ese mundo es un caos, nosotros lo somos a la segunda potencia.
De ahí el desconcierto de nuestras conciencias, la zozobra que preside nuestras creaciones, el escepticismo que muchos profesan sobre nuestro destino nacional. Ansiosamente, nos preguntamos entonces sobre la esencia y el porvenir de nuestra patria. Desde nuestras instituciones hasta nuestro arte, todo está siendo enjuiciado, y enjuiciado en una atmósfera de tormentosa nerviosidad. ¿Qué somos? ¿Adonde vamos? ¿Cuál es nuestra verdad nacional? ¿Somos algo nuevo, se gesta aquí algo realmente original, en este caos de sangres y culturas?
La literatura, esa híbrida expresión del espíritu humano que se encuentra entre el arte y el pensamiento puro, entre la fantasía y la realidad, puede dejar un profundo testimonio de este trance, y quizá sea la única creación que pueda hacerlo. Nuestra literatura será la expresión de esa compleja crisis o no será nada.
Alberto Zum Felde ha visto bien esta condición de nuestra realidad y ese sentido problemático que debe tener nuestra literatura. En este desorden, en este perpetuo reemplazo de jerarquías y valores, de culturas y razas ¿qué es lo argentino? ¿cuál es la realidad que han de develar nuestros escritores? Al menos, en lo que al Plata se refiere, es evidente que su misión consiste en la descripción de esa alma atormentada por el caos, de esa anhelosa búsqueda de un orden y un porqué. En otras palabras: esa violenta tectónica de nuestra realidad nos determina hacia una literatura problemática: en lo social, en lo político y, en última instancia, en lo metafísico.
Y así, contra los que argumentan que este tipo de literatura es un fenómeno europeo, que carece de sentido en América, que es propio de pueblos «Viejos», podemos responder que, por el contrario, esta realidad la exige más perentoriamente que aquélla. Pues si el problema metafísico central del hombre es su transitoriedad, aquí somos más transitorios y efímeros que en París o en Roma, vivimos como en un campamento en medio de un terremoto y ni siquiera sentimos ese simulacro de la eternidad que allá está constituido por una tradición milenaria, y por esa metáfora de la eternidad que son las piedras ennegrecidas de sus templos y sus monumentos milenarios.
¿Considera a Borges como a un escritor preciosista?
Es indudable que buena parte de su obra es bizantina y que en buena medida el acento está colocado sobre lo puramente estético, lo que nunca podría decirse de Dante, de Shakespeare, de Tolstoi, de Dickens, de Kafka; escritores poderosos en que el acento está colocado sobre la Verdad y en los que la belleza se da como consecuencia, porque esa Verdad es expresada mediante el gran resplandor poético, con la belleza a menudo terrible que es característica de estos testigos trágicos de la condición humana. Sí, en Borges se incurre a veces en lo precioso, y es por eso que lo admiran ciertas personas. Pero una de las peores desdichas de un creador es que lo admiren por sus defectos. De modo que los genuinos defensores de Borges no son esas personas sino gente como nosotros: los que reconocemos lo que en él hay de admirable y queremos rescatarlo de entre su preciosismo. Está de moda en la izquierda argentina repudiar a Borges: escritores que no le llegan a los tobillos nos dicen que Borges es inexistente. Eso revela que ni siquiera son buenos revolucionarios, pues el que no sabe qué de trascendente tiene la cultura de una comunidad no está maduro para reemplazar a esa comunidad. Los que venimos detrás de Borges, o somos capaces de reconocer sus valores perdurables o ni siquiera somos capaces de hacer buena literatura.
Se suele afirmar que una literatura lúdica y preciosista es el resultado de una época fácil y de gente sin graves preocupado tres. ¿Cómo se explicaría, entonces, la existencia de un escritor como Borges en un período tan terrible del mundo y particularmente de nuestro país?
Hay quien piensa que a toda época de crisis corresponde necesariamente una literatura problemática y a cada época fácil una literatura gratuita o estetizante.
Nada de eso.
Una escuela, una doctrina, se constituyen de manera compleja y casi siempre polémica, pu di en do expresar su tiempo en forma directa o inversa. Así sucede que en periodos difíciles de la histeria, al mismo tiempo que aparece una literatura problemática (como expresión directa de la crisis), generalmente hace también su aparición una literatura lúdica (expresión inversa); tanto por espíritu de contradicción contra la corriente general, por hastío y cansancio de esa escuela, por desdén (muchas veces justificado) a sus expresiones más triviales, como asimismo por evasión de una realidad demasiado dura para espíritus sensibles o temerosos. En alguna ocasión, esa antítesis puede ser el trasunto de una antítesis social, ya que es más fácil que la literatura exquisita sea expresión de una clase privilegiada y la otra expresión de una clase revolucionaria o por lo menos inquieta: fue, en buena medida, el problema Florida-Boedo en Buenos Aires. Pero casi siempre el problema es más confuso y complicado, pues hay tres elementos en juego: el proceso social, que de una manera o de otra influye en el arte; el proceso artístico, que tiene su dinámica propia (cansancio de escuelas, agotamiento de formas, etc.) y que provoca cambios en la creación artística por su propia e inmanente naturaleza; y, finalmente, lo que podríamos llamar una dialéctica de la contemporaneidad entre esos dos procesos.
Así, un mero enjuiciamiento «marxista» de nuestra literatura podría llevarnos a afirmar, como lo hacen algunos de esos teóricos, que el enriquecimiento y el dominio de una oligarquía ganadera durante el lapso final del siglo pasado, con el refinamiento consiguiente y su europeísmo formal, tenían que producir una literatura bizantina. Y la aparición de escritores como Larreta parecería confirmar esa tesis.
Pero esa tesis es desmentida por un examen más profundo y completo de la realidad. Porque si fatalmente el proceso que da origen a esa clase de arte fuese el indicado, no se explica por qué surgieron desde los mismos rangos de la oligarquía escritores tan problemáticos como Hernández o como Cambaceres. Tampoco se explicaría por qué no surgió una literatura lúdica tan importante como la nuestra en países como el Ecuador o Guatemala, donde el abismo entre la oligarquía y el pueblo trabajador es infinitamente más hondo y más neto.
El proceso es más complejo y enmarañado de lo que pretenden esos sociólogos. En el mismo momento en que aparece Borges en Buenos Aires surgen los escritores sociales o problemáticos del grupo de Boedo, y particularmente un novelista como Roberto Arlt. El desenvolvimiento intrínseco de las escuelas, a través de parnasianos y simbolistas, produce el modernismo, que culminará en escritores como Güiraldes y Borges; y la contradicción contemporánea (en parte social, en parte puramente estética) explica las antinomias y la simultaneidad de las dos corrientes, así como las antítesis internas en cada uno de los grupos: sería necio, por ejemplo, considerar Don Segundo Sombra como literatura lúdica; pues, aunque no ha logrado despojarse todavía de elementos preciosistas, es fundamentalmente una obra donde el acento está colocado sobre los problemas del hombre. Cualquier tentativa de explicar el fenómeno literario en términos puramente estéticos o puramente sociales está, así, condenada al fracaso. Más, todavía: el triple juego explica la ambigüedad y hasta la participación de algunos escritores de aquel tiempo en los dos grupos.

Un medico rural. Franz Kafka. Relatos breves.


Publicada en 1919, la colección de relatos breves Un médico rural (Ein Landartz en el original alemán) fue una de las pocas obras que Franz Kafka dio a la imprenta, y, en consecuencia, una de las que, al final de su vida, excluyó del felizmente incumplido encargo de destrucción al que sentenció a la mayor parte de su trabajo. Se compone de catorce piezas breves, entre las que se cuenta el relato que da nombre al conjunto. Todas ellas se enmarcan en una atmósfera onírica, y, a su indudable valor literario, se suma el hecho de que presentan sintetizados los temas sobre los que se construye la restante narrativa kafkiana: la difusa frontera entre lo humano y lo animal («El nuevo abogado», «Chacales y árabes», «Preocupaciones de un jefe de familia», «Informe para una academia»), la empresa imposible («Un médico rural», «En la galería», «El pueblo más cercano», «Un mensaje imperial»), la confrontación entre el individuo y el poder («Un viejo manuscrito», «Ante la Ley») o la frustrada relación entre padre e hijo que tanto influyó en la vida y, por tanto, en la literatura del escritor checo («Once hijos»).

Fuente:  N.N.

(Fragmento).


Un medico rural
Franz Kafka
Relatos breves
A mi padre.
FRANZ KAFKA
EL NUEVO ABOGADO



Tenemos un nuevo abogado, el doctor Bucéfalo. Poco hay en su aspecto que recuerde a la época en que era el caballo de batalla de Alejandro de Macedonia. Sin embargo, quien está al tanto de esa circunstancia, algo nota. Y hace poco pude ver en la entrada a un simple ujier que lo contemplaba admirativamente, con la mirada profesional del carrerista consuetudinario, mientras el doctor Bucéfalo, alzando gallardamente los muslos y haciendo resonar el mármol con sus pasos, ascendía escalón por escalón la escalinata.
En general, la Magistratura aprueba la admisión de Bucéfalo. Con asombrosa perspicacia, dicen que dada la organización actual de la sociedad, Bucéfalo se encuentra en una posición un poco difícil y que en consecuencia, y considerando además su importancia dentro de la historia universal, merece por lo menos ser admitido. Hoy —nadie podría negarlo— no hay ningún Alejandro Magno. Hay muchos que saben matar; tampoco escasea la habilidad necesaria para asesinar a un amigo de un lanzazo por encima de la mesa del festín; y para muchos Macedonia es demasiado reducida, y maldicen en consecuencia a Filipo, el padre; pero nadie, nadie puede abrirse paso hasta la India. Aun en sus días las puertas de la India estaban fuera de todo alcance, pero no obstante, la espada del rey señaló el camino. Hoy dichas puertas están en otra parte, más lejos, más arriba; nadie muestra el camino; muchos llevan espadas, pero sólo para blandirlas, y la mirada que las sigue sólo consigue marearse.
Por eso, quizá, lo mejor sea hacer lo que Bucéfalo ha hecho, sumergirse en la lectura de los libros de derecho. Libre, sin que los muslos del jinete opriman sus flancos, a la tranquila luz de la lámpara, lejos del estruendo de las batallas de Alejandro, lee y vuelve las páginas de nuestros antiguos textos.




UN MÉDICO RURAL



Me encontraba en un serio dilema: debía emprender un viaje urgente; un enfermo de gravedad me esperaba en un pueblo a diez millas de distancia; un fuerte temporal de nieve barría el vasto espacio que nos separaba; yo tenía un coche, un cochecito liviano, de grandes ruedas, exactamente lo más apropiado para nuestros caminos de campo; envuelto en el abrigo de pieles, con mi maletín de instrumental en la mano, esperaba en el patio, listo para partir; pero faltaba el caballo, no había caballo. El mío se había muerto la noche anterior, agotado por las fatigas de ese invierno gélido; mi criada corría ahora por el pueblo, en busca de un caballo prestado; pero no había esperanzas, yo lo sabía, y cada vez más cubierto de nieve, cada vez más incapaz de movimiento, permanecía allí, sin saber qué hacer. En la puerta apareció la muchacha, sola, y agitó la lámpara; naturalmente, ¿quién iba a prestarme su caballo para semejante viaje, a semejante hora? Una vez más atravesé el patio; no descubría ninguna solución; desesperado, enloquecido, golpeé con el pie la ruinosa puerta de la pocilga, deshabitada desde hacía años. La puerta se abrió, y siguió oscilando sobre sus bisagras. Un vapor y un olor como de caballos salió de la pocilga. Una débil linterna colgaba de una cuerda. Un individuo, acurrucado junto al tabique bajo, mostró su rostro claro, de ojos azules.
—¿Los engancho al coche? —preguntó, acercándose a cuatro patas.
Yo no sabía qué decirle, y sólo me agaché para ver qué había dentro de la pocilga. La criada estaba a mi lado.
—Uno no sabe nunca lo que puede encontrar en su propia casa —dijo ésta, y ambos nos reímos.
—¡Eh, Hermano, eh, Hermana! —llamó el caballerizo, y dos caballos, dos poderosos animales de fuertes flancos, con las piernas dobladas y apretadas contra el cuerpo, las perfectas cabezas agachadas, como las de los camellos, mediante movimientos del cuarto trasero se abrieron paso reptando uno tras otro por el hueco de la puerta, que llenaban por completo. Pero inmediatamente se irguieron sobre sus largas patas, despidiendo un espeso vapor.
—Ayúdale —dije, y la atenta muchacha se apresuró a ayudar al caballerizo ocupado en enganchar los caballos. Pero apenas llegó a su lado, el hombre la abrazó y acercó su cara a la cara de la joven. Ésta gritó, y huyó hacia mí; sobre sus mejillas se veían, rojas, las marcas de dos hileras de dientes.
—¡Bestia! —grité furioso—. ¿Quieres que te azote?
Pero luego pensé que era un desconocido; que yo no sabía de dónde venía, y que me ofrecía ayuda cuando todos me habían fallado. Como si hubiera adivinado mis pensamientos, no se ofendió por mi amenaza, y siempre atareado con los caballos, sólo se volvió una vez hacia mí.
—Suba —me dijo; y, en efecto, todo estaba preparado.
Observo entonces que nunca había tenido un par de caballos tan hermosos, y subo alegremente.
—Pero yo conduciré; tú no conoces el camino —agrego.
—Naturalmente —dice él—, yo no voy con usted, me quedo con Rosa.
—¡No! —grita Rosa, y huye hacia la casa, presintiendo con toda razón la inevitabilidad de su destino; oigo el ruido de la cadena de la puerta, al correr en el cerrojo; oigo girar la llave en la cerradura; veo además que Rosa apaga todas las luces del vestíbulo, y siempre huyendo, las de las habitaciones restantes, para que no puedan encontrarla.
—Tú te vienes conmigo —digo al mozo—, o desisto de mi viaje, por más urgente que sea. No pienso dejarte a la muchacha como pago del viaje.
—¡Arre! —grita él; y da una palmada; el coche parte arrastrado como una madera en el torrente; todavía tengo tiempo de oír el ruido de la puerta de mi casa que cae hecha pedazos bajo los embates del mozo, luego mis ojos y mis oídos se hunden en el remolino de la tormenta que confunde uniformemente todos mis sentidos. Pero esto sólo dura un instante; en efecto, como si frente a mi puerta se encontrara la puerta de mi paciente, ya estoy allí; los caballos se detienen; la nevada ha cesado; claro de luna en torno; los padres de mi paciente salen ansiosos de la casa; su hermana los sigue; me ayuda a bajar inmediatamente del coche; no entiendo sus confusas palabras; en el cuarto del enfermo el aire es casi irrespirable; la estufa, desatendida, echa humo; quiero abrir la ventana; pero antes voy a ver al enfermo. Delgado, sin fiebre, ni caliente ni frío, con ojos inexpresivos, sin camisa, el joven se yergue bajo el edredón de plumas, se abraza a mi cuello y me susurra al oído:
—Doctor, déjeme morir.
Miro a mi alrededor; nadie le ha oído; los padres callan, inclinados hacia delante, esperando mi veredicto; la hermana me ha traído una silla para que coloque mi maletín. Abro el maletín y busco entre mis instrumentos; el joven sigue tironeándome desde su lecho, para recordarme su súplica; tomo un par de pincitas, las examino a la luz de la bujía, y las deposito nuevamente.
«Sí —pienso como un blasfemo—, en estos casos los dioses nos ayudan, nos envían el caballo que necesitamos, y dada nuestra prisa nos agregan otro; para colmo nos conceden un caballerizo...».
Sólo en ese momento me acuerdo de Rosa; ¿qué hacer, cómo rescatarla, cómo salvarla de las garras de aquel caballerizo, a diez millas de distancia, con un par de caballos imposibles de manejar? Esos caballos, que no sé cómo se han soltado de las riendas; desde afuera, tampoco sé cómo, han empujado la ventana; asoman la cabeza, cada uno por una ventana, y sin preocuparse por las exclamaciones de la familia, contemplan al enfermo.
«Tengo que regresar inmediatamente», pienso, como si los caballos me invitaran al viaje, pero sin embargo permito que la hermana, que me cree mareado por el calor, me quite el abrigo de pieles. Me sirven una copa de ron, el anciano me palmea el hombro, porque el ofrecimiento de su tesoro le justifica esta familiaridad. Meneo la cabeza, en el estrecho ámbito de los pensamientos del anciano, debo de estar enfermo; ésa es la única razón de mi negativa. La madre permanece junto al lecho y me induce a acercarme; obedezco, y mientras un caballo relincha estridentemente hacia el cielo raso, apoyo la cabeza sobre el pecho del joven, que se estremece bajo mi barba mojada. Se confirma lo que ya sabía: el joven está sano, tiene algún trastorno circulatorio; está saturado de café que su solícita madre le sirve, pero sano; lo mejor sería sacarle de un tirón de la cama. No soy ningún reformador universal, y le dejo donde está. Soy el médico del distrito, y cumplo con mi obligación hasta donde puedo, hasta un punto que ya es una exageración. Mal pagado, soy sin embargo generoso con los pobres y trato de ayudarles. Todavía tengo que ocuparme de Rosa, luego puede el joven hacer lo que se le ocurra, y yo morirme, también. ¿Qué hago aquí, en este interminable invierno? Mi caballo ha muerto, y no hay nadie en el pueblo que me preste el suyo. Me veo obligado a buscar caballos en la pocilga; si por casualidad no hubiera encontrado esos caballos habría debido recurrir a los cerdos. Así es. Y saludo a la familia con un movimiento de cabeza. No saben nada de todo esto, y si lo supieran, no lo creerían. Es fácil escribir recetas, pero fuera de eso, entenderse con la gente es difícil. Ahora bien, ya he cumplido con mi visita, una vez más me han molestado inútilmente, estoy acostumbrado; con esa campanilla nocturna, todo el distrito me martiriza, pero que además tenga que sacrificar ahora a Rosa, esa hermosa muchacha, que durante tantos años ha vivido en mi casa casi sin que yo me diera cuenta de su presencia... ese holocausto es excesivo, y tengo que encontrarle alguna solución, cualquier cosa, para no dejarme arrastrar por esta familia, que con la mejor voluntad del mundo no podrían devolverme a mi Rosa. Pero mientras cierro el maletín y tiendo una mano hacia mi abrigo, la familia se reúne, el padre olfatea la copa de ron que tiene en la mano, la madre, evidentemente decepcionada conmigo —sí, ¿qué se imagina la gente?—, se muerde llorosa los labios, y la hermana agita un pañuelo lleno de sangre; me siento en cierto modo dispuesto a admitir, bajo ciertas condiciones, que tal vez el joven está enfermo. Me acerco a él, me sonríe como si le trajera la más mortificante de las sopas; ¡ah!, ahora los dos caballos relinchan juntos; ese estrépito ha sido seguramente dispuesto por los cielos para ayudarme en mi reconocimiento; y esta vez descubro que el joven está enfermo. En el costado derecho, cerca de la cadera, tiene una herida grande como la palma de mi mano. Rosada, con muchos matices, oscura en lo hondo, más clara en los bordes, ligeramente granulada, con coágulos irregulares de sangre, abierta como una mina al aire libre. Así es vista de lejos. De cerca, aparece sin embargo una complicación. ¿Quién la hubiera visto sin silbar? Gusanos, largos y gordos como mi dedo meñique, rosados y manchados de sangre, se retuercen, fijos en el interior de la herida, hacia la luz, con sus cabecitas blancas y sus numerosas patitas. Pobre muchacho, no tienes salvación. He descubierto tu gran herida; esta flor de tu costado te mata. La familia está radiante, me ven en plena actividad; la hermana se lo dice a la madre, la madre al padre, el padre a algunas visitas que entran por la puerta abierta a través del claro de luna, de puntillas, balanceando los brazos extendidos.
—¿Me salvarás? —murmura sollozando el joven, deslumbrado por la vista de su herida.
Así es la gente en mi distrito. Siempre esperan que el médico haga lo imposible. Han cambiado sus antiguas creencias; el cura se queda en su casa, y desgarra sus dalmáticas una tras otra; pero el médico todo lo puede, suponen ellos, con su diestra mano quirúrgica. Bueno, como quieran, yo no les pedí que me llamaran; si quieren usarme equivocadamente con fines religiosos, también eso les permitiré; ¿qué más puedo pedir yo, un viejo médico rural, despojado de su criada? Y acude la familia y los ancianos del pueblo, y me desvisten; un coro de colegiales, dirigido por el maestro, canta frente a la casa una melodía extraordinariamente simple con estas palabras:

Desvístanlo, para que cure,
Y si no cura, mátenlo.
Sólo es un médico, sólo es un médico.

Ya estoy desvestido, y con los dedos en la barba contemplo tranquilamente a la gente, cabizbajo. No pierdo mi compostura, y estoy preparado para todo, aunque no me sirve de nada, porque ahora me toman por la cabeza y los pies y me llevan a la cama. Me colocan junto a la pared, al lado de la herida. Luego salen todos de la habitación; cierran la puerta; el canto cesa; las nubes cubren la luna; las cálidas mantas me abrigan; como sombras, las cabezas de los caballos oscilan en el vano de las ventanas.
—¿Sabes —me dice una voz al oído— que mi confianza en ti no es mucha? Ante todo, no has venido aquí por tus propios medios, sino a rastras. En vez de ayudarme, me incomodas en mi lecho de muerte. Lo que más me gustaría sería arrancarte los ojos.
—Realmente —digo yo—, es una vergüenza. Y sin embargo soy médico. ¿Qué quieres que haga? Te aseguro que yo también me siento muy incómodo.
—¿Y quieres que me conforme con esas disculpas? ¡Ah, supongo que sí! Siempre debo conformarme. Con una hermosa herida vine al mundo; ésa fue mi única dote.
—Joven amigo —digo—, tu error es que no tienes bastante amplitud de miras. Yo, que he visitado todos los cuartos de los enfermos, aquí y allá, te lo aseguro: tu herida no es tan mala. Hecha con dos golpes de hacha, en ángulo agudo. Muchos ofrecen sus flancos, y no oyen el hacha en el bosque, y menos aún que el hacha se les acerca.
—¿Es realmente verdad, o te aprovechas de mi fiebre para engañarme?
—Es realmente así, palabra de honor de un médico oficial.
Aceptó mi palabra, y guardó silencio. Pero ya era hora de pensar en mi liberación. Fielmente, los caballos permanecían aún en su lugar. Recogí rápidamente mis ropas, mi abrigo de piel y mi maletín; no quise perder tiempo en vestirme; si los caballos se daban tanta prisa como en el viaje de ida, era como saltar de esta cama a la mía. Obediente, uno de los caballos se retiró de la ventana; arrojé mis bártulos en el coche; la pelliza cayó fuera, y sólo quedó retenida por una manga en un gancho. Suficiente. Monté de un salto a un caballo; con las riendas caídas, un caballo mal atado al otro, el coche atrás, bamboleándose, y finalmente la pelliza que se arrastraba por la nieve.
—¡Al galope! —grité, pero nada de galope; despacio, como viejos, nos arrastrábamos por los desiertos de nieve; largo tiempo se oyó tras de nosotros el nuevo y erróneo canto de los niños:

Alegraos, oh pacientes,
Ya os han puesto en cama al médico.

A este paso no llegaré nunca a casa; mi floreciente reputación está perdida; un sucesor me roba la clientela, pero inútilmente, porque no puede reemplazarme; en mi casa cunde el furor del asqueroso caballerizo; Rosa es su víctima; no quiero ni pensarlo. Desnudo, expuesto a la helada de esta época desdichada, con un coche terreno y caballos ultraterrenos, vago por los campos, yo, un anciano. Mi pelliza cuelga detrás del coche, pero no puedo alcanzarla, y de la moviente chusma de mis clientes, ni uno mueve un dedo. ¡Traicionado! ¡Traicionado! Una sola vez que se conteste a una falsa llamada de la campanilla nocturna... y ya no hay esperanzas de arreglo.

sábado, 15 de agosto de 2015

Franz Kafka. El Proceso. Comenta: José Saramago.



 Prólogo
Toda esta escritura no es otra 
cosa que la bandera de Robinson 
en el punto más alto de la isla.

FRANZ KAFKA


Mijail Bajtin escribió en su Estética y Teoría de la Novela: «El objeto principal del género novelístico, ése que lo especifica, ése que crea su originalidad estilística, es el hombre que habla y su palabra». Difícilmente una aserción de ámbito general como es ésta podría encontrar una expresión tan exacta como la que se aprecia en el caso humano y literario de Franz Kafka. Contrariando a ciertos teóricos que, no exentos de razón, se sublevan contra la tendencia «romántica» de buscar en la existencia de un escritor las señales de paso de lo vivido sobre lo escrito, lo que, supuestamente, sería la explicación definitiva de la obra, Kafka no esconde en ningún momento (y parece empeñarse en que se note) el cuadro de factores que determinaron su dramática vida de hombre y, consecuentemente, su trabajo de escritor: el conflicto con el padre, la falta de entendimiento con la comunidad judaica, la imposibilidad de dejar la vida de celibato por el matrimonio, la enfermedad. La obligada brevedad de este prólogo no me permite el análisis (que, ay de mí, sería siempre menos que sumario) de los tres últimos elementos y de su relación directa o indirecta con El proceso. Pienso, con todo, que el primer factor, es decir, el antagonismo nunca superado que opuso padre a hijo e hijo a padre, es lo que constituye la viga maestra de toda la obra kafkiana, derivando de ella como las ramas de un árbol derivan del tronco principal, el profundo desasosiego íntimo que lo condujo a la deriva metafísica, la visión de un mundo agonizando por el absurdo, la mistificación de la conciencia.
La primera referencia a El proceso se encuentra en los Diarios, fue escrita el 29 de junio de 1914 (el día anterior se desencadenó la guerra) y comienza con las siguientes palabras: «Una noche, Josef K., hijo de un rico comerciante, después de una gran pelea que había mantenido con su padre…». Sabemos que no es así como comenzará la novela, pero el nombre del personaje principal —Josef K.— ya quedó anunciado, así como en tres rápidas líneas del cuento La metamorfosis, escrito casi dos años antes, ya se anunciaba lo que vendría a ser el núcleo temático central de El proceso. Cuando, transformado de la noche a la mañana, sin ninguna explicación del narrador, en un bicharraco repugnante, mezcla de escarabajo y cucaracha, se queja de los sufrimientos inmerecidos que recaen sobre el viajante de comercio en general y sobre él mismo en particular, Gregorio Samsa se expresa de una manera que no deja margen a la duda: «… muchas veces es víctima de una simple murmuración, de una casualidad, de una reclamación gratuita, y le es absolutamente imposible defenderse, puesto que ni siquiera sabe de qué le acusan». Todo El proceso está contenido en estas palabras. Es cierto que el «padre, rico comerciante», desapareció de la historia, que la madre sólo es mencionada en dos de los capítulos inacabados, y aun así fugazmente y sin caridad filial, pero no me parece un exceso temerario, salvo si estoy demasiado equivocado sobre las intenciones del autor Kafka, imaginar que la omnipotente y amenazadora autoridad paterna habrá sido, en la estrategia de la ficción, transferida hacia las alturas inaccesibles de la Ley Última, ésa que, sin necesidad de enunciar una culpa concreta y tipificada en los códigos, será siempre implacable en la aplicación del castigo. El angustiante y al mismo tiempo grotesco episodio de la agresión ejecutada por el padre de Gregorio Samsa para expulsar al hijo de la sala familiar, tirándole manzanas hasta que una se le incrusta en el caparazón, describe una agonía sin nombre, la muerte de cualquier esperanza de comunicación. Pocas páginas antes, el escarabajo Gregorio Samsa había articulado penosamente las últimas palabras que su boca de insecto todavía fue capaz de pronunciar: «Madre, madre». Después, como una primera muerte, entró en la mudez de un silencio voluntario si no obligado por su irremediable animalidad, como quien ha tenido que resignarse definitivamente a no tener padre, madre y hermana en el mundo de las cucarachas. Cuando por fin la sirvienta barre la carcasa reseca a que Gregorio Samsa acabará reducido, su ausencia, de ahí en adelante, sólo servirá para confirmar el olvido a que los suyos ya lo habían relegado. En una carta del 28 de agosto de 1913, Kafka escribirá: «Vivo en medio de mi familia, entre las mejores y amorosas personas que se puede imaginar, como alguien más extraño que un extraño. Con mi madre, en los últimos años, no he hablado, de media, más que veinte palabras por día, con mi padre jamás intercambié otras palabras que las de saludo». Será necesario estar muy desatento a la lectura para no percibir la dolorosa y amarga ironía contenida en las propias palabras («entre las mejores y más amorosas personas que se puede imaginar»), que parecen estar negándola. Desatención igual, creo, sería no atribuir importancia especial al hecho de que Kafka propusiera a su editor, el 4 de abril de 1913, que los relatos El fogonero (primer capítulo de la novela América), La metamorfosis y La condena fuesen reunidos en único volumen con el título de Los hijos (lo que sólo muy recientemente, en 1989, vendría a suceder). En El fogonero «el hijo» es expulsado por los padres por haber ofendido la honra de la familia al dejar embarazada a una sirvienta, en La condena «el hijo» es sentenciado por el padre a morir ahogado, en La metamorfosis «el hijo» dejó simplemente de existir, su lugar fue ocupado por un insecto.
Más que la Carta al padre, escrita en noviembre de 1919, que nunca sería entregada al destinatario, son estos relatos, según entiendo, y en particular La condena y La metamorfosis, que precisamente por ser transposiciones literarias donde el juego de mostrar y de esconder funciona como un espejo de ambigüedades y reversos, lo que nos ofrecen con más precisión la dimensión de la herida incurable que el conflicto con el padre abrió en el espíritu de Franz Kafka. La Carta asume, por decirlo así, la forma y el tono de un libelo acusatorio, se propone como un ajuste de cuentas final, es un balance entre el debe y el haber de dos existencias enfrentadas, de dos mutuas repugnancias, por eso no se puede rechazar la posibilidad de que se encuentren en ella exageraciones y deformaciones de los hechos reales, sobre todo cuando Kafka, al final de la carta, pasa súbitamente a usar la voz del padre para acusarse a sí mismo… En El proceso, Kafka pudo deshacerse por fin de la figura paterna, objetivamente considerada, pero no de su ley. Y tal como en La condena el hijo se suicida porque así lo había determinado la ley del padre, en El proceso es el propio acusado Josef K. quien acabará conduciendo a sus verdugos al lugar donde será asesinado y quien, en los últimos instantes, cuando la sombra de la muerte se aproxima, todavía tendrá tiempo para pensar, como un último remordimiento, que no había sabido desempeñar su papel hasta el fin, que no había conseguido ahorrar trabajo a las autoridades… Es decir, al Padre.
 José Saramago

Fuente:
Autor: Kafka, Franz
Título original alemán: Der Prozess
Novela inacabada de Franz Kafka
Publicada de manera póstuma en 1925 por Max Brod, basándose en el manuscrito inconcluso de Kafka.
Traducción y notas: Miguel Vedda
Prólogo: José Saramago
Editor original: MayenCM (v1.0 a v1.6)
Corrección de erratas: Verdugol
Segunda corrección de erratas: Faku

Reimpresión: novela, El laberinto del verdugo.

Con portada nueva la Editorial Costa Rica (ECR)  reimprime EL LABERINTO DEL VERDUGO. Gracias a todas las personas-lectoras que han hecho posible esta nueva reimpresión de mi novela. 
J.Méndez-Limbrick.

viernes, 14 de agosto de 2015

Mi blog. J. Méndez-Limbrick.


Mi blog.
El blog El laberinto del vedugo, es un blog de orientación literaria pero, sobre todo son mis gustos literarios. En ocasiones, he tratado de hacer recorridos a través de la Historia de la Literatura mediante artículos especializados de revistas universitarias, opiniones de los mismos escritores sobre qué entienden acerca del quehacer literario hasta entrevistas y semblanzas periodísticas.
Todo lo que ha llamado  mi curiosidad lo he buscado y lo he puesto en el blog.
En otras ocasiones, he opinado y he vertido mis pensamientos de lo que creo es la Literatura. En resumen, el blog es un catador de mis gustos y preferencias literarias, es la simple visión de un escritor.
Gracias a todas las personas que visitan el sitio... el blog es de todos ustedes.
J.Méndez-Limbrick.

El Derecho en la obra de Kafka. Lorenzo Silva.


Nota: No debemos de olvidar que Franz Kafka se doctoró en Derecho. Es cierto también que trabajó solo un año como abogado. Sin embargo, creo que este excelente ensayo, analiza un elemento poco explorado en la narrativa Kafkiana: Justicia y Derecho... Tampoco voy a exagerar para afirmar que el Derecho ejerciera una profunda huella en su narrativa pero, no me cabe la menor duda que todo hombre es el producto de sus vivencias y sus estudios. J. Méndez-Limbrick.
***

LORENZO SILVA
El derecho en la obra de Kafka



NOTA SOBRE EL TEXTO 

El texto de este ensayo, o como sea más prudente denominarlo, se corresponde fielmente con la versión original escrita en 1989, como trabajo de último curso de carrera para la asignatura de Filosofía del Derecho. Como tal logró plenamente sus objetivos, aunque no se me oculta que el profesor debió leer mis elucubraciones iusfilosóficas con no poca indulgencia y alguna complicidad. El caso es que hoy no creo que escribiera ni una sola de las frases que lo componen de la misma forma en que lo hice entonces.
Pese a todo, no he querido tocarlo. Salvo por la enmienda de algún error demasiado obvio y la aclaración de alguna oscuridad demasiado impenetrable, lo que sigue a continuación es el documento auténtico. Casi todos los escritores se avergüenzan de sus pecados de juventud, pero es más sano tomárselos con humor. Y si a algún otro le pueden hacer gracia, pues para qué esconderlos.
Tan sólo me he permitido añadir al final un apéndice, que no rectifica, sino más bien ratifica la esencia de mi intuición juvenil. La edad me ha alejado de la forma, jamás del fondo.

Madrid, 11 de octubre de 1999

(Fragmento del ensayo).
I. Introducción. Sobre las interpretaciones de Kafka. Justificación de una interpretación jurídica. 


En un breve y penetrante estudio sobre Kafka publicado en el décimo aniversario de su muerte, Walter Benjamin recurre para ilustrar la obra y el carácter kafkianos a una anécdota sumamente esclarecedora que resulta pertinente condensar aquí. Se cuenta de Potemkin que a menudo sufría de intensas depresiones, que le hacían abandonar todos los asuntos de Estado y recluirse en sus aposentos. Durante una de estas depresiones, que se prolongó inusualmente, se acumularon un gran número de documentos cuya tramitación no podía proseguir a falta de la firma de Potemkin, paralizándose expedientes sobre los que la zarina reclamaba decisiones.
Sabedores de que a la emperatriz Catalina le era grandemente desagradable que se hablase siquiera de la enfermedad del canciller, los altos funcionarios no daban con una solución. En esta circunstancia, el insignificante copista Shuvalkin, viendo el desaliento de los ayudantes de Potemkin, se ofreció a arreglar el problema. Tomó el grueso fajo de documentos y se dirigió a la estancia del canciller. Su puerta no estaba cerrada. Le encontró sentado en la cama, envuelto en una bata raída y mordisqueándose las uñas. Sin decirle una sola palabra, le dio una pluma y le alargó el primer papel. Potemkin, como en un sueño, miró a Shuvalkin y firmó. Otro tanto hizo con el segundo documento que el copista le presentó, y con el tercero, y así sucesivamente hasta firmarlos todos. Shuvalkin, ufano, regresó junto a los altos funcionarios y les entregó el montón de papeles. Los consejeros se precipitaron sobre ellos, incrédulos ante el milagro. Pronto advirtieron que desde la primera hoja hasta la última en todas se leía al pie: Shuvalkin, Shuvalkin, Shuvalkin...
Como señala Benjamin, bien puede relacionarse al "solícito Shuvalkin, que toma todo a la ligera y se queda con las manos vacías" con el K. de Kafka (ya sea Josef K., el protagonista de El proceso, o K. a secas, el agrimensor de El castillo). A Potemkin, ese hombre "descuidado y soñoliento" que "lleva una existencia crepuscular en un lugar apartado al que está prohibida la entrada", fácilmente se le identifica como un antecedente de esos jueces del tribunal o esos funcionarios del castillo, que viven en un estado de descomposición y sin embargo en cualquier momento pueden mostrarse, incluso a través de algún minúsculo apéndice o delegado, dueños de un poder ciego y brutal. Sustituyendo en el esquema expuesto algunos de sus elementos por el correlativo que a primera vista se le ocurre a quien intente interpretar la obra de Kafka desde una perspectiva jurídica, Shuvalkin y K. pueden identificarse con el sujeto, con el individuo abstractamente considerado; Potemkin, y los decadentes jueces o funcionarios, con el poder o el Estado y su expresión normativa, el Derecho. En los relatos de Kafka, a menudo de un modo explícito que hace innecesaria la adulteración hermenéutica para poder afirmarlo, la ley viene, si no simbolizada, sí representada por sus adocenados ejecutores, sin que sea posible ver más allá. De ahí que se haga, en este lugar tan prematuro, un paralelismo que en otra circunstancia pudiera parecer demasiado osado o, incluso, una tergiversación gratuita.
En las páginas que siguen tratará de fundamentarse, con apoyo en una selección de textos kafkianos, que es posible establecer siquiera sea como propuesta la correlación apuntada. Pero antes de comenzar esta tarea es preciso realizar algunas meditaciones previas acerca de la obra de Kafka en conjunto y acerca, más concretamente, de sus posibilidades interpretativas. Como es de sobra sabido, los escritos del autor de Praga han servido de base a numerosas y ambiciosas lecturas de muy variada índole. Sobre las minuciosas e implacables metáforas de Kafka se han erigido interpretaciones psicológicas, sociopolíticas (no es extraño leer que el K.de Kafka es anuncio o reflejo del hombre contemporáneo, "víctima del engranaje del poder totalitario") y hasta teológicas.
No se dirá aquí que tales interpretaciones implican necesariamente un forzamiento de la obra de Kafka, máxime cuando de lo que aquí se trata es de esbozar una aproximación desde una óptica que podría reputarse aún más parcial o de más precario cimiento. Lo que sí debiera quedar aclarado es que el presente análisis no pretende constituirse en una lectura que, hecha con mayor o menor destreza, se alimente de lo primordial en Kafka. Porque sin duda alguna, y pese a sus sólidas potencialidades en otros aspectos, la obra kafkiana es fundamentalmente una magna construcción metafísica. Como dice Albert Camus, en una muy citada frase: "Nos encontramos en las fronteras del pensamiento humano. En su obra todo es esencial en el verdadero sentido de la palabra. En todo caso, plantea el problema del absurdo en su totalidad..."
De optarse por una de las interpretaciones al uso, habría que dar quizá preferencia a la psicológica, pero sin perder de vista este hondo sentido de lo total y absoluto. Según la opinión más atendible, Kafka no hizo sino escribir sobre sí mismo, sobre su compleja y atormentada peripecia individual, poblada de fantasmas oscuros que cuentan más como tales en su universo narrativo que los signos que eligió para expresarlos; unos signos que sí tomó, probablemente, del mundo que le circundaba, de su siempre despegada y a la vez intimidada experiencia de ese mundo, y a los que de vez en cuando se ha confundido con aquello de lo que eran mero vehículo. Una prueba de este punto de partida estrictamente interior se halla en la ostensible estructura onírica de muchas de sus narraciones, en las que se vierte a menudo sin apenas traducción el complejo inconsciente de Kafka. Así, ha sido posible que Fromm interpretara El proceso como un sueño o que, entre nosotros, Castilla del Pino haya hecho lo mismo, por ejemplo, con El buitre. Pero el mero psicoanálisis, con ser más veraz y respetuoso que las simplificaciones superficiales que dan la espalda al febril ejercicio de introspección que los relatos de Kafka suponen, tampoco agota su significado.
Por no ser acusados del pecado opuesto, la extrapolación, también con frecuencia cometido con el escritor checo, puede sustentarse la aspiración metafísica kafkiana aquí defendida con un fragmento del propio autor tomado de una breve fábula. En ella se nos retrata a un filósofo empeñado en estudiar el trompo que hace bailar un niño, al que acosa para arrebatárselo. El motivo de tan afanosa inclinación nos es explicado no sin cierto humor: "Creía, en efecto, que el conocimiento de cualquier minucia, como por ejemplo un trompo que giraba sobre sí mismo, bastaba para alcanzar el conocimiento de lo general". En cierto modo, Kafka se consagró a estudiarse y describirse como si del "trompo que gira sobre sí mismo" se tratase. Afirmar que entrara en sus propósitos inducir de ese estudio y esa descripción conclusiones (o sencillamente interrogantes) tan universales como los que alcanzó no parece del todo ajeno a su temperamento, pero, al margen de sus intenciones, si se aprecia con cierta amplitud de visión su obra, fragmentaria y a pesar de ello inflexible, no es difícil descubrir que logró elaborar una alegoría integral acerca del hombre y el cosmos, que en modo alguno se ha de ignorar aquí por el simple hecho de perseguir otras finalidades.
Sin embargo, en estas páginas va a abordarse la obra de Kafka con una orientación particular, y si bien no puede ya pensarse que se soslaya su valor prioritario o metafísico, parece preciso justificar por qué y con que fundamento se intenta aquilatar este posible valor llamémoslo secundario, el de los escritos kafkianos como reflexión sobre el fenómeno jurídico.
En primer lugar, y aunque es un dato relativamente conocido, no estará de más recordar que Kafka se doctoró en Derecho, desempeñando sucesivos trabajos en los que de modo más o menos directo hubo de utilizar sus conocimientos de jurista. Es decir, no sólo por formación académica, sino también en el ejercicio profesional, el Derecho fue una realidad con la que tuvo un contacto que no puede calificarse de ocasional o episódico. En cuanto a su actitud ante lo jurídico, el intérprete que con tal perspectiva se acerca a su obra se topa en seguida y sin dificultad con numerosas invitaciones si no al desistimiento, sí, cuando menos, a la reticencia.
En la Carta al padre, extensa misiva, cuidadosamente redactada, que su progenitor nunca llegaría a leer, Kafka describe lo que estudiar Derecho le acarreó: "Esto suponía que, durante los pocos meses que precedían a los exámenes, con un notable desgaste nervioso, mi espíritu se alimentaba literalmente del serrín que, por añadidura, habían masticado mil bocas antes que yo". En una carta a Milena, la escritora checa (y traductora a este idioma de algunas de sus obras) con la que mantendría una turbulenta relación, escribe: "...yo tenía más o menos veinte años y me paseaba incesantemente en mi habitación, arriba, iba y venía, estudiando nerviosamente todas esas cosas, para mí sin sentido, que exigía el programa de primer año. Era en verano, hacía mucho calor, un tiempo realmente insoportable, me detenía a cada rato junto a la ventana, con el repugnante Derecho romano entre los dientes..." A renglón seguido Kafka relata su primera experiencia sexual, en buena medida procurada como huida del agobio de un estudio insufrible. El suceso recuerda la lujuria que Josef K. en El proceso o K. en El castillo eligen a veces como válvula de escape, un tanto aleatoria y compulsiva, al complot que pesa sobre ellos. Hay otra concisa y contundente alusión al Derecho en los diarios. En la anotación del 25 de octubre de 1921 se lee: "Sólo lo insensato tuvo acceso en mí: el Derecho, la oficina, otras actividades posteriores..." Los ejemplos podrían multiplicarse.
Pese a esta visión peyorativa y hasta despectiva, que podría sugerir que Kafka no veía en el Derecho más que un mal aceptado como ocupación en aras de la mera manutención económica, sus escritos revelan que, ya fuera de manera consciente o impremeditada, estuvo lejos de eludir la cuestión. Ya preliminarmente el que muchos de sus símbolos tengan una coincidencia externa con aquello que estudió y sobre lo que trabajó (Kafka escribe sobre una condena, un proceso, una colonia penitenciaria, a menudo se refiere a la ley, etc.) nos invita frecuentemente a asociar con lo jurídico sus historias. Tanto más teniendo en cuenta esa característica de la literatura kafkiana que Camus enuncia con simplicidad y precisión:
"Constituye el destino, y quizá también la gloria de esta obra el que admita cualquier posibilidad y no satisfaga ninguna." Qué posibilidad más admisible que aquella suscitada inmediatamente por la fisonomía del medio en que se desenvuelven sus novelas mayores. Pero en la frase de Camus se contiene también una advertencia sobre lo escurridiza que resulta la obra de Kafka a la hora de ponerla al servicio de una concreta posibilidad. Y antes hemos insistido en lo inexacto de limitarse a una posibilidad y olvidar que Kafka maneja simultánea y globalmente todas las posibilidades. Preservando siempre este principio, corresponde dar una fundamentación más firme que la de la sola apariencia de un mundo de tribunales y funcionarios, o la de lo propicio del texto kafkiano a una variada gama de glosas, para una lectura desde el Derecho de su obra.
De entre todas las producciones intelectuales del siglo XX, sea cual sea su especie, la de Kafka es una de las más despiadadamente rigurosas y analíticas. El raciocinio es manejado hasta las últimas consecuencias, concienzudamente, llevando los razonamientos, en medio de un ambiente inseguro y hostil, hasta más allá de lo predecible; con una frialdad asombrosa en quien estaba transcribiendo con toda fidelidad su propia e incomprensible tragedia. Esta cualidad, cuya consecución por Kafka desde una situación tan adversa a ello da testimonio de su mérito, explica la versatilidad de sus creaciones para funcionar como sistemas coherentes y acabados (aunque estén prima facie incompletos) en terrenos muy diferentes, tanto como lo son las varias interpretaciones que ha recibido. Y no sólo el desarrollo del texto como significante, como pura cadena lógica, nos muestra su disciplina. Los mundos que Kafka retrata, más allá de la escenografía de tribunales y negociados, se nos aparecen como manifestaciones de prolijos órdenes normativos, que sus protagonistas se afanan (normalmente en vano) por desentrañar y comprender. Tanto en su misma mecánica de escritor como en su cosmología literaria, salvando lo que la pulcritud de ambas deba a su carácter a un tiempo frágil e insensible, se percibe una huella que no se antoja descabellado atribuir a su formación jurídica.
Posiblemente Kafka detestaba el Derecho, como ciencia y sobre todo como actividad, pero haber dedicado una fracción de su tiempo y de su intelecto a su estudio le marcó de un modo que no pudo disimular. Es pretencioso decir que el Derecho o su conocimiento conformaron el universo kafkiano, que ya venía prefigurado desde muy recónditas raíces en la personalidad del escritor, pero no lo es tanto sostener que aportó matices que habrían sido distintos de haber sido de otra naturaleza su instrucción superior.
El Derecho no es desde luego lo más importante en la obra de Kafka. Incluso puede que sea de lo menos importante, un accidente. Pero no puede afirmarse tranquilamente que lo que escribió sobre el Derecho o como consecuencia de él fuera una anécdota desdeñable. Esa meticulosidad enfermiza de Kafka impide que nada de lo que se ocupó, aunque tantos de sus relatos quedaran inconclusos, pueda considerarse improvisado, fortuito o inútil. Además del omnipresente influjo de lo normativo en su obra, en los diversos niveles antes apuntados, existen numerosos pasajes cuya temática es una clara referencia al Derecho. No sólo a éste, quizá no principalmente a é1, así como tal vez tampoco sea el jurídico el más fértil análisis que se puede realizar de sus escritos. Pero su contenido al respecto dista de ser pobre. La extensión de estas páginas impone emplear un método selectivo y fragmentario. No se hará una interpretación global de la obra de Kafka desde el punto de vista de su pensamiento jurídico; sólo al final, y más como hipótesis o proposición, se ofrecerá algún esbozo en términos genéricos. Se opta por el comentario parcial, pero tampoco se tratará de abarcar una colección exhaustiva de textos kafkianos con posibilidad de exégesis desde la perspectiva del Derecho (a modo de ejemplo, se omiten piezas como La condena o En la colonia penitenciaria). Se consignarán cuatro relatos seleccionados por su envergadura o por lo inequívoco de su preocupación jurídica. En la primera categoría se incluyen El castillo y una reunión de pasajes cruciales de El proceso. En la segunda, dos narraciones cortas, Ante la ley y Sobre la cuestión de las leyes. Previamente, se realizará un resumen biográfico poniendo el acento en aquellos aspectos que resultan más vinculados con la materia objeto de estudio.

jueves, 13 de agosto de 2015

Franz Kafka El buitre La Biblioteca de Babel - 17. Jorge Luis Borges.


Prólogo.
Según se sabe, Virgilio, a punto de morir, encargó a sus amigos que redujeran a cenizas el inconcluso manuscrito de la Eneida, en la que se cifraban once años de noble y delicada labor; Shakespeare no pensó jamás en reunir en un solo volumen las muchas piezas de su obra; Kafka encomendó a Max Brod que destruyera las novelas y narraciones que aseguraban su fama. La afinidad de estos episodios ilustres es, si no me engaño, ilusoria. Virgilio no podía ignorar que contaba con la piadosa desobediencia de sus amigos; Kafka con la de Brod. El caso de Shakespeare es distinto. De Quincey conjetura que para Shakespeare la publicidad consistía en la representación y no en la impresión; el escenario era lo importante para él. Por lo demás, el hombre que realmente quiere la desaparición de sus libros no encarga esa tarea a otro. Kafka y Virgilio no deseaban su destrucción; sólo anhelaban desligarse de la responsabilidad que una obra siempre nos impone. Virgilio, creo, obró por razones estéticas; hubiera querido modificar tal cual cadencia o tal cual epíteto. Más complejo es, me parece, el caso de Kafka. Cabría definir su labor como una parábola o una serie de parábolas, cuyo tema es la relación moral del individuo con la divinidad y con su incomprensible universo. A pesar de su ambiente contemporáneo, está menos cerca de lo que se ha dado en llamar literatura moderna que del Libro de Job. Presupone una conciencia religiosa y ante todo judía; su imitación formal en otros contextos carece de sentido. Kafka veía su obra como un acto de fe y no quería que ésta desalentara a los hombres. Por tal razón encargó a su amigo que la destruyera. Podemos sospechar otros motivos. Kafka, sinceramente, sólo podía soñar pesadillas y no ignoraba que la realidad se encarga sin cesar de suministrarlas. Asimismo, había advertido las posibilidades patéticas de la postergación, que se advierte en casi todos sus libros. Ambas cosas, tristezas y postergaciones, sin duda llegaron a cansarlo. Hubiera preferido la redacción de páginas felices y su honradez no condescendió a fabricarlas.
No olvidaré mi primera lectura de Kafka en cierta publicación profesionalmente moderna de 1917. Sus redactores —que no siempre carecían de talento— se habían consagrado a inventar la falta de puntuación, la falta de mayúsculas, la falta de rimas, la alarmante simulación de metáforas, el abuso de palabras compuestas y otras tareas propias de aquella juventud y acaso de todas las juventudes. Entre tanto estrépito impreso, un apólogo que llevaba la firma de Franz Kafka me pareció, a pesar de mi docilidad de joven lector, inexplicablemente insípido. Al cabo de los años me atrevo a confesar mi imperdonable insensibilidad literaria; pasé frente a la revelación y no me di cuenta.
Nadie ignora que Kafka no dejó nunca de sentirse misteriosamente culpable ante su padre, a la manera de Israel con su Dios; su judaísmo que lo apartaba de la generalidad de los hombres, debe haberlo afectado de una manera compleja. La conciencia de la próxima muerte y la exaltación febril de la tuberculosis tienen que haber agudizado todas sus facultades. Estas observaciones son laterales; en realidad, como dijo Whistler, «el arte sucede».
Dos ideas —mejor dicho, dos obsesiones— rigen la obra de Franz Kafka. La subordinación es la primera de las dos; el infinito, la segunda. En casi todas sus ficciones hay jerarquías y esas jerarquías son infinitas. Karl Rossrnann, héroe de la primera de sus novelas, es un pobre muchacho alemán que se abre camino en un inextricable continente; al fin lo admiten en el Gran Teatro Natural de Oklahoma; ese teatro infinito no es menos populoso que el mundo y prefigura al Paraíso. (Rasgo muy personal: ni siquiera en esa figura del cielo acaban de ser felices los hombres y hay leves y diversas demoras.) El héroe de la segunda novela, Josef K., progresivamente abrumado por un insensato proceso, no logra averiguar el delito de que lo acusan, ni siquiera enfrentarse con el invisible tribunal que debe juzgarlo; éste, sin juicio previo, acaba por hacerlo degollar. K., héroe de la tercera y última, es un agrimensor llamado a un castillo, que no logra jamás penetrar en él y que muere sin ser reconocido por las autoridades que lo gobiernan. El motivo de la infinita postergación rige también en sus cuentos. Uno de ellos trata de un mensaje imperial que no llega nunca, debido a las personas que entorpecen el trayecto del mensajero; otro, de un hombre que se muere sin haber conseguido visitar un pueblecito próximo; otro, de dos vecinos que no logran juntarse. En el más memorable de todos ellos —La construcción de la muralla china. 1919—, el infinito es múltiple: para detener el curso de ejércitos infinitamente lejanos, un emperador infinitamente remoto en el tiempo y en el espacio ordena que infinitas generaciones levanten infinitamente un muro infinito que dé la vuelta a su imperio infinito.
La más indiscutible virtud de Kafka es la invención de situaciones intolerables. Para el grabado perdurable le bastan unos pocos renglones. Por ejemplo: «El animal arranca la fusta de manos de su dueño y se castiga para convertirse en el dueño y no comprende que eso no es más que una ilusión producida por un nuevo nudo en la fusta.» O sino: «En el templo irrumpen leopardos y se beben el vino de los cálices; esto acontece repentinamente; al cabo se prevé que acontecerá y se incorpora a la liturgia del templo.» La elaboración, en Kafka, es menos admirable que la invocación. Hombres, no hay más que uno en su obra: el Homo domesticus —tan judío y tan alemán—, ganoso de un lugar, siquiera humildísimo, en un Orden cualquiera; en el universo, en un ministerio, en un asilo de lunáticos, en la cárcel. El argumento y el ambiente son lo esencial: no las evoluciones de la fábula ni la penetración psicológica. De ahí la primacía de sus cuentos sobre sus novelas; de ahí el derecho de afirmar que esta compilación de relatos nos da íntegramente la medida de tan singular escritor.

Jorge Luis Borges

miércoles, 12 de agosto de 2015

La literatura delatora de Edgar Allan Poe. Hemeroteca Literaria.



La literatura delatora de Edgar Allan Poe.

El mexicano Óscar Xavier Altamirano plantea que el escritor estadunidense perteneció a una logia masónica y que esto pudo haberlo llevado a la muerte



Documentan la serie de enojos que provocaron los relatos del autor de El cuervo en una logia masónica; su muerte jamás se esclareció por completo
CIUDAD DE MÉXICO, 12 de agosto.- En 1840 el futuro vicepresidente de Estados Unidos, Schuyler Colfax, aceptó uno de los retos que a manera de juego planteó Edgar Allan Poe a través de las páginas del Alexander’s Weekly Messenger. El desafío consistía en interpretar todo mensaje cifrado enviado a las oficinas de la publicación. Colfax, quien sería también presidente de la Cámara de Representantes durante los mandatos de Lincoln y Johnson, optó por enviar una amenaza al escritor:
“Las ofensas pueden ser expiadas y perdonadas, pero los insultos no admiten compensación; degradan la mente en su propia estima y la fuerzan a recuperar su nivel mediante la venganza”, decía uno de los dos mensajes descifrados por el autor de Los crímenes de la calle Morgue. Al parecer, Colfax estaba enfurecido con Poe, al igual que muchos otros hombres influyentes. La razón: las divergencias que ambos bandos tenían sobre la influencia que debían tener las sociedades secretas en la construcción de Estados Unidos. 
El ensayista, crítico y narrador Óscar Xavier Altamirano (Ciudad de México, 1965) pone por primera vez el dedo en la llaga. En su libro Poe. El trauma de una era plantea la ya irrefutable idea de que el escritor estadunidense perteneció a una logia masónica, que sus escritos e ideas tenían que ver
–más de lo que se piensa- con la política y la falta de espiritualidad del norteamericano y que esa manera de pensar pudo haberlo llevado a la muerte.
Altamirano afirma “sin ningún temor a equivocarme” que Poe fue masón. Identificarlo ahí, agrega, “ha sido una gran laguna en todo lo que tiene que ver con él, existen cuentos, particularmente El barril de amontillado, donde se aborda el tema de la masonería de manera explícita, no es posible ni siquiera desviarse del tema, ni negarlo, y no puede dejar de sospecharse que el grueso de su obra en realidad es una crítica muy mordaz a las sociedades secretas más influyentes de su tiempo”.
De acuerdo con el autor, la masonería se dividió en dos grandes grupos siempre ligados al poder: uno de tendencia más antigua relacionado con una cuestión de orden espiritual y otro, más moderno, vinculado a una cuestión material y la búsqueda del oro que toma como metáfora al alquimista: “ya no importa el encuentro del oro espiritual que permite buscar la salvación del alma y una estancia plena en la Tierra, sino ahora es la búsqueda del oro material y para eso se debe transar con el amo de la materia que desde los ojos de la ortodoxia cristiana, tanto protestante como católica, tiene una relación estrecha con el satanismo”.
Poe pertenecía en un momento inicial al primer grupo y no sólo estaba inconforme con el segundo, sino que, según la hipótesis de Altamirano, revelaba secretos de esas sociedades ocultas a través de sus escritos. La presencia de la masonería, dice, “está en su obra y en su vida a tal punto que se podría decir que incluso su muerte es el resultado de una contienda política ligada a las facciones masónicas, a las sociedades secretas de esa época”. Altamirano ubica también claras alusiones masónicas en El hombre de la multitud, El diablo en el campanario, La Esfinge, Nunca apuestes tu cabeza al diablo oLa máscara de la Muerte Roja.
Y no es que sea la primera vez que se asocia a Poe con la francmasonería, siendo un escritor infinitamente estudiado, otros han planteado esa relación, pero ya sea por desconocimiento u omisión no han profundizado en ella. “Ésta –dice– es la primera vez que un estudio dedica más de cien páginas al tema. Los profanos, los no iniciados, no sabemos nada al respecto y a los iniciados no les es permitido tocar el tema, por lo que se genera un vacío tremendo”. Un hueco enorme que está en el origen del desarrollo de Estados Unidos, donde personajes como George Washington, Benjamin Franklin o John Adams han sido abiertos masones.
“Lo más probable es que Poe pertenecía a esa antigua masonería que se confrontó fuertemente en Estados Unidos (a nivel político). Ya es francamente difícil negar que él era un iniciado que tenía una concepción purista de la masonería y del propósito de la iluminación, hay documentos, testimonios”, dice. Pero vivir enfrentado con un grupo le cobró cara la factura al escritor. En el origen, está incluso el desprestigio que tuvo como literato: F. O. Mathiesen por ejemplo lo descartó de facto de su The American Renaissance, publicación de 1941 que marcó el canon de la literatura estadunidense y  Harold Bloom, considera Altamirano, “después lo tiene que admitir de mala gana”.
Hoy Poe es uno de los autores más estudiados y venerados en el mundo (en gran parte por el rescate que hicieron de él autores franceses como Baudelaire y Valéry), de cuya obra existen incluso versiones netamente infantiles. Su literatura fascina, pero también se ha convertido en una “casa de los sustos, con tinieblas, tumbas y calaveras; es todo eso pero también mucho más, lo que pocos se imaginan es que esa historia es una parábola o una analogía de un asunto profundo y político”.
Ese vínculo de Poe con lo político, piensa el ensayista, sigue siendo un tema pendiente, “estaba mucho más ligado a esas cuestiones de lo que se piensa, tenía amigos fuertemente patrióticos, demócratas” e incluso fue gran amigo de William Whipple, un masón recesivo que fue candidato a la presidencia por el Partido Antimasónico. Contra sus adversarios, Poe contaba con la palabra y en ella velaba criticas al fraternalismo masónico, disputas políticas e ideológicas, conflictos sociales y morales y malestares metafísicos y religiosos de su época.
La manera de manifestar su inconformidad habría de llevarlo a la tumba. “Fue a Baltimore cuando hubo una elección muy importante y esa elección fue la causa de su muerte, es casi seguro”. Las primeras versiones hablan de que falleció víctima de alcoholismo, pero ni sus biógrafos más avezados han podido despejar las dudas y arrojar luz completa sobre ese episodio que apenas unos años después de sucedido, en 1849, se comenzó a poner en duda. El doctor John J. Moran, por ejemplo, quien atendió al autor el mismo día de su muerte en el Washington College Hospital, declararía años después que Poe “no murió bajo el efecto de ningún intoxicante, ni había licor en su aliento o su persona”.
¿Dónde y cuándo?
Poe. El trauma de una era se presenta el 19 de agosto, a las 18:30 horas, en el Centro Cultural Elena Garro ( Fernández Leal 43, barrio de La Concepción, Coyoacán).

Óscar Xavier Altamirano
Catedrático y colaborador de diversas publicaciones. Becario del Fondo Nacional para la Cultura y las Artes, comenzó a leer a Poe siendo adolescente y decidió entenderlo de manera más profunda a partir de 1995. Sobre este libro el biógrafo de Poe, Kenneth Silverman, ha dicho: “Ha estudiado de cerca la obra de Poe y en mi opinión, la conoce tan íntimamente como los mejores eruditos y críticos estadunidenses”.

Franz Kafka Meditaciones.


Franz Kafka

Meditaciones

Primera Edición: Marzo 1979.
Segunda Edición: Junio 1982.
Tercera Edición: Febrero 1984.
Cuarta Edición: Octubre 1984.
Quinta Edición: Marzo 1990.


FRANK KAFKA
MEDITACIONES

Traducción: José María Santo Tomás Colmenarejo.

© de la presente edición: YERICO, S. A.
CA Enrique Larreta, 12. 28036 Madrid. España.
Colección: Poesía y Prosa Popular, núm. 27.

I. S. 8. N.: 84-7889-012-2.
Depósito legal: M-7082-1990.

Impreso y encuadernado en Industrias Gráficas MARAL, S. A.
Camino de la Vega, 5. Nave 27.
San Fernando de Henares. 28850 Madrid.
Printed in Spain (Impreso en España).
Diseño de cubierta, maqueta y realización de la colección: Equipo ARCAN



NOTA DEL TRADUCTOR


El lector que lea este libro encontrará en él un lenguaje difícil, de gran complejidad gramatical. Largas y numerosas frases subordinadas, depen-diendo de una sola oración principal, exigen del lector una gran concentración, una detenida lec-tura. ¿Cuál es la razón de esta complejidad?
Para poder contestar a esta pregunta es nece-sario conocer al propio autor, Franz Kafka, y el mundo literario en el que se desenvolvió.
Kafka es, como él mismo se define en su Carta al padre, un hombre atormentado. Tiene un mun-do interno que constantemente entra en choque con la realidad circundante, y su actividad de es-cribir (como él la llama) es el resultado que di-cho choque origina. Y de dos mundos difíciles, rudos, atormentados, no puede salir sino un pro-ducto difícil, complejo, enrevesado.
Y naturalmente es definitiva la influencia que en Kafka ejerce el movimiento literario en el que se encuadra: el expresionismo. Desde luego el ex-presionismo alemán no es comprensible sin Kaf-ka. Ese afán descriptivo que tiene el expresionis-mo se manifiesta en Kafka con toda su fuerza; siente verdadera obsesión por detallar, describir el mundo, sea el exterior o el suyo propio. Anali-za, apunta las reacciones de los personajes de sus obras, describe minuciosamente situaciones, como aquella en la que habla de su estancia en el templo y cómo compara el Arca de la Alianza con una barraca de tiro de una feria. No pasa por alto ningún detalle. Pero es obvio que para hacer una prosa descriptiva es imprescindible un inten-so uso de las oraciones subordinadas. De ahí la infinitud de sujetos, verbos y complementos en una frase; de ahí el que éstas se alarguen inter-minablemente.
Y aquí es donde reside el problema para el tra-ductor. Aparte de la posible dificultad técnica de la traducción —que puede solucionarse con un trabajo paciente—, el traductor se encuentra ante la siguiente disyuntiva: o traducir directa-mente, literalmente, respetando al máximo la pro-sa kafkiana, con toda la dificultad de lectura que ello entraña, o, por el contrario, dulcificar, pulir, suavizar la traducción, facilitando la tarea del lector.
Personalmente nos decidimos por la primera posibilidad, pues consideramos que ante todo una traducción debe ser fiel. Por supuesto, fiel al sen-tido de la obra, a la exposición, pero también fiel, en la medida de lo posible, al estilo literario del autor. Lo contrario sería falsear un texto con una traducción incorrecta. Técnicamente no habría sido difícil —al contrario, habría facilitado nues-tro trabajo— acortar las frases, eliminar adjeti-vos, simplificar la sintaxis, etc. Esto hubiera cam-biado asombrosamente el texto castellano. Se habría dulcificado y se facilitaría la lectura. Pero la persona que vaya a leer a Kafka sabe ya que ello no es una tarea fácil. Y poder leer con faci-lidad a Kafka, gracias a una traducción benévola, ya no sería leer a Kafka ni leer un texto ex-presionista. Sería la traición de un Kafka blando, sin esa agresividad en su expresión, sin ese duro idioma alemán —tan bello y tan difícil— que él maneja. Una obra de Kafka traducida de esa for-ma lo habría perdido todo. Ya no sería Kafka.

J. M.a S. T. C.

lunes, 10 de agosto de 2015

Cartas a Felice, Franz Kafka.


`Entre el 20 de septiembre de 1912 y el 16 de octubre de 1917 Franz Kafka escribió las más de quinientas cartas que componen este libro. Fueron dirigidas a la mujer con la que, tal cual era a veces su convicción, quería casarse, con la que se prometió en dos ocasiones y con la que rompió en otras tantas. Las escribe un joven Kafka que se debate entre dos pasiones: el amor por Felice y su entrega al oficio de escritor.
«Últimamente he visto con asombro de qué manera se halla usted ligada íntimamente a mi trabajo literario», escribe en una de ellas el autor checo, y a lo largo de estas apasionadas y apasionantes páginas seremos testigos privilegiados del proceso de creación de sus principales obras.
Además, nos sitúan en un tiempo y en un espacio: la Praga de Kafka, su casa y su trabajo, su familia y, especialmente, sus lecturas: «Siento como parientes consanguíneos míos a Grillparzer, Dostoyevski, Kleist y Flaubert [...] solamente Dostoyevski se casó, y quizás solo Kleist, cuando, bajo la presión de aflicciones externas e internas, se pegó un pistoletazo junto al Wannsee, encontró la salida que necesitaba».
«Las Cartas están llenas de temor, indecisión, desvalimiento y, en primer término, inconcebibles dosis de intimidad. Nadie se ha desnudado tan atrozmente como el hombre que se confiesa y flagela ante Felice. No obstante, todo está formulado de una manera que lo convierte en ley y conocimiento. Nada de lo que leemos se puede olvidar. Es como si hubiera sido escrito bajo nuestra piel.»

Fuente: Enrico Pugliatti,

sábado, 8 de agosto de 2015

Franz Kafka. La condena.


Además del célebre relato que da título al volumen, aparecido por primera vez en 1913 en el anuario Arkadia y publicado como libro independiente en 1916, LA CONDENA recoge la gran mayoría de los libros y cuentos publicados por Franz Kafka en vida: Contemplación (1913), Un médico rural (1919) y En la colonia penitenciaria (1919). Completan el volumen Conversación con el ebrio y Conversación con el suplicante, fragmentos publicados en la revista Hyperion en 1909, los dos últimos relatos de Kafka Una mujercita y Josefina la cantora, el capítulo inicial de una novela nunca terminada (Ricardo y Samuel) escrita en colaboración con Max Brod, y tres breves notas críticas.

Fuente:
Título original: Erzäblungen und kleine Prosa
Franz Kafka, 1972
Traducción: J. Rodolfo Wilcock
Editor digital: mandius
ePub base r1.2

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