viernes, 22 de mayo de 2015

"Muerte sin fin" de José Gorostiza en la poesía mexicana. Fernando Castaños.


"Muerte sin fin".
"Diamante en la corona de la poesía mexicana". Alfonso Reyes.

Yo (él) en "Muerte sin fin"1 de Gorostiza: la sustancia y la forma


I (him) in "Muerte sin fin" Gorostiza: the substance and form

 Fernando Castaños
 Universidad Nacional Autónoma de México, Instituto de Investigaciones Sociales.


Resumen

El presente artículo expone una lectura analítica de un poema de José Gorostiza sobre el cual han hablado y escrito mucho y con gran admiración los escritores y los académicos en México. Se trata de un poema que Octavio Paz, para sintetizar su contenido y aprehender su constitución, identificó como "reloj de cristal de roca". Ésta es, quizá, la obra más importante del llamado grupo de los Contemporáneos, que, en su estética y en sus actitudes públicas, se opuso a la degradación y al abuso de lo nacional en la cultura de estado del régimen postrevolucionario de nuestro país, y al hacerlo abrió a los intelectuales horizontes de independencia frente al poder gubernamental.

Palabras clave: poesía, "Muerte sin fin", José Gorostiza, Contemporáneos, muerte.


Abstract

The present paper presents an analytical reading of José Gorostiza's poem on which writers and academics in Mexico have spoken and written extensively and with great admiration. It is a poem that Octavio Paz, to synthesize content and grasp its constitution, identified as "rock crystal watch." This is perhaps the most important work of a group called the Contemporáneos, which, in its aesthetic and its public attitudes, opposed to the degradation and abuse of the nationalism in the culture of post-revolutionary regime of México, and in doing so opened the intellectual horizons, independent from government power.

Keywords: poetry, "Muerte sin fin", José Gorostiza, Contemporáneos, death.



Escrito desde el asombro que causa advertir el dinamismo del vocablo "muerte", este poema merecedor de admiración mayúscula escenifica una conversación que es un monólogo, la exposición de una tesis sobre la materia, la vida y la conciencia: devenir hacia la forma es su ser. Está precedido de tres proverbios bíblicos y consta principalmente de dos silvas extensas con versos libres intercalados, las cuales están separadas por un conjunto de estrofas seguidillas que hacen eco del hai-kú y secundadas de cuatro series de octosílabos. Las silvas tienen, cada una, un climax de pasión mística asociada con la tesis: una confirmación y una renuncia. El interludio canta el solaz del alma que contempla y, a la vez, ratifica la voluntad de razonamiento de quien sostiene la tesis, una proyección del propio poeta. Él descifra, así, las correspondencias del epígrafe y enmarca el drama que significa comprender su teología. El epílogo asume las consecuencias de la tesis y de la renuncia. En la versificación, el autor reconoce su tradición y su circunstancia; en el planteamiento, se presenta como interlocutor de la filosofía universal. El texto, en consecuencia, comparte rasgos de una pluralidad de géneros. Aún así, su esencia es la de la poesía, que nos pone en presencia de la revelación de la palabra.

Pienso que contar con esta lectura en un texto publicado en una revista académica2 puede ser de utilidad, no sólo para los investigadores del discurso interesados en los asuntos a los que aludo en algunas de las notas de pie de página, en particular la segunda, sino igualmente para los estudiosos de la cultura interesados en el pensamiento y el arte latinoamericanos. Suscito y respondo preguntas que no han sido planteadas anteriormente, al menos no en la perspectiva que lo hago, por ejemplo, acerca del carácter mismo del poema. Asimismo, al destacar ciertas propiedades de su factura y determinados rasgos de su contenido, no sólo profundizo algunas conexiones entre la escritura de Gorostiza y la literatura y la filosofía universales que han sido señaladas por otros, sino que muestro algunos vínculos que no habían sido indicados. (En parte lo hago en el cuerpo del texto y en parte en otras notas de pie de página, para conservar los tempos y los ritmos de la lectura.)

El título del poema, "Muerte sin fin", es una invitación a presenciar a alguien que busca cantar lo que justo antes no podía ser dicho, un llamado casi, a asistir a la entrega imperiosa de alguien que se aventura a trascender los límites de su lenguaje. La palabra "muerte", que en su primera acepción nos remite a un proceso con el que concluye una trayectoria, la de la vida, es aquí el núcleo de una frase que niega una determinación; esta palabra que, en su segunda acepción, denota el punto de llegada del proceso, es empleada aquí para referir un camino que no tiene destino.

"¿Por qué el sustantivo que entraña una meta seguido de la construcción adverbial que niega cualquier acotamiento?", se pregunta uno. Al causar que nos detengamos así, nos hace ver los otros rasgos de la palabra "muerte" en su acepción de proceso, apenas adumbrados en el trasfondo de lo que se dice con ella normalmente: movimiento, dirección, origen. Lo mismo ocurre con los rasgos secundarios en su acepción de resultado: rigidez, quietud, descanso. Se asoma también lo que generalmente viene con la muerte, y que, sabemos, algún día habremos de enfrentar: el dolor, la impotencia, la destrucción.

Si la sustancia de la palabra "muerte" se nos muestra cuando a ésta se yuxtapone la frase adverbial "sin fin", la incitación a observarla se repite, como en un fractal, por obra de la unión entre las palabras de esa frase, "sin" y "fin". Por diferir su pronunciación en el mínimo posible, el sitio donde silban la "s" y la "f", parecen una eco de la otra, y por un momento casi lo son, pues ambas nos hablan de carencia; pero al siguiente instante la diferencia sutil entre ellas aparece ante nuestros ojos magnificada. La palabra "fin" nos remite a un ordenamiento, en el espacio o en el tiempo, a un antes y un después. En cambio "sin" nos remite simplemente a un vacío.

De esa manera, el título "Muerte sin fin" no sólo anuncia que se hablará de la muerte en el poema; al atraer el pensamiento hacia sí como frase contradictoria, hacia sus propiedades de oxímoron, nos enseña que hablar de la muerte es hablar del movimiento y la quietud, del origen y el destino, de la materialidad y la nada. Ello, ver cómo se iluminan los rasgos de sentido de la frase, no resta interés a lo que se aludirá con la frase; más bien, se incrementa nuestra atención, de manera que podamos considerar, a la vez, las palabras que refieren y lo referido por ellas. En efecto, nos estamos preguntando también: "¿Quién o qué es lo que sigue muriendo siempre?"

En este estado de alerta, encontramos como epígrafe tres proverbios bíblicos. Ellos provienen de la sección acerca de la excelencia y la eternidad de la sabiduría en el libro sagrado:

    Conmigo está el consejo y el ser; yo soy la inteligencia; mía es la fortaleza (8, 14).

    Con él estaba yo ordenándolo todo; y fui su delicia todos los días, teniendo solaz delante de él en todo tiempo (8, 30).

    Mas el que peca contra mí defrauda su alma; todos lo que me aborrecen aman la muerte (8, 36).

Por los conocimientos que tiene de las enseñanzas provenientes de la religión católica repetidas en nuestras tradiciones, independientemente de la fe que profese, y aún si esos conocimientos son escasos, cualquier mexicano entiende que la primera persona del primer y el tercer proverbios, el yo que habla, es Dios. Sabe también que quien los está citando se identifica con el yo del segundo, donde Dios es la tercera persona, él.3 Uno se pregunta: ¿entonces de lo que va a hablar el poema es de la relación con Dios? ¿Es la necesidad de comprender esta relación lo que ha llevado a Gorostiza a desglosar los componentes dinámicos del sentido de la palabra? ¿Una relación, primero, de acercamiento a la sabiduría divina; después, de alejamiento del mandato divino?

Con esos antecedentes y tales inquietudes, empezamos a leer el poema, que consta de 795 líneas dispuestas en 39 páginas, y que está dividido en cuatro secciones que se distinguen de maneras que voy a ir indicando más adelante. La primera de esas secciones se compone de seis grupos de versos separados por espacios en blanco de dimensiones variables, el menor equivalente a cuatro líneas de texto y el mayor a quince. Cada grupo empieza en una nueva página, de manera similar a como ocurre con cada capítulo en un texto en prosa. Estos seis grupos ocupan 13 páginas y en total comprenden 300 versos.

El primer grupo empieza con una oración que tiene 117 palabras y está repartida en 21 versos, de los cuales los primeros nueve son los siguientes:4

    Lleno de mí, sitiado en mi epidermis
    por un dios inasible que me ahoga,
    mentido acaso
    por su radiante atmósfera de luces
    que oculta mi conciencia derramada, [5]

    mis alas rotas en esquirlas de aire,
    mi torpe andar a tientas por el lodo;
    lleno de mí —ahíto— me descubro
    en la imagen atónita del agua.

Como se ve, la extensión de la oración no diluye su contenido; más bien, lo concentra. La frase participia inicial "lleno de mí", estructura yuxtapuesta y, a la vez, subordinada, cumple varias funciones, además de reiterar el ritmo contundente del título (Tá-ta Tá Tá). Como estructura verbal independiente del verbo de la oración principal, y colocada antes de la oración, en ese lugar que también pueden tener las frases adverbiales, indica, y pone en común, las condiciones que habrá que tomar en cuenta al juzgar la validez de la proposición expresada por la oración principal, sin que ellas queden directamente en la mesa de discusión, sin ponerlas en tela de juicio, es decir, confiriéndoles el valor de supuestos. Como estructura nominal dependiente del sujeto de la oración, lo adjetiva, le atribuye propiedades; pero al mismo tiempo lo anuncia: es un medio de focalización temática, una manera de decirnos de qué tratará la oración —de la primera persona, del yo que dice que se ve al ver el agua.

Como en ciertas crónicas elaboradas, ese doble rendimiento de las participias iniciales, de preparar el terreno lógico y de enfocar el tema del mensaje, le permite a quien dice el poema hacer varios asuntos presentes a la vez y dar prominencia a uno, él mismo. Nos preguntamos, naturalmente, ¿quién es?

Al encontrar la oración "me descubro..." después de una serie de tres frases participias, el lector se pregunta también: ¿pero qué crónica del presente o qué reflexión sobre el registro del instante procura el yo de este poema? ¿Se trata de una confesión... o de una declaración? ¿Por qué, entonces, la mitigación, propia de una hipótesis en un texto expositivo? Al captar el sentido que toma el verbo en la estructura sintáctica que lo sostiene, en virtud del cual se identifica el sujeto con el complemento locativo, la duda se elabora: ¿es acaso una toma de conciencia previa a la confesión o la declaración, una auto observación o una introspección?

Justo entonces, vemos que el carácter elemental del agua es aprehendido con gran cuidado:

    en la imagen atónita del agua,
    que tan sólo es un tumbo inmarcesible, [10]

    un desplome de ángeles caídos
    a la delicia intacta de su peso,
    que nada tiene
    sino la cara en blanco

Esta caracterización sugiere que quizá el texto sea una disquisición anterior aún, acerca de lo que hace posible el reconocimiento de sí. En suma, por arte de la sintaxis, a nuestra inquietud por enterarnos quién dice los versos, se añade la de saber cuál es el carácter del poema.

Paralelamente, por efecto de haberse ubicado el locutor como objeto directo y como objeto indirecto del verbo "llenar", y en un orden de ideas afín al análisis semántico del título, el lector se ha preguntado cómo puede algo contenerse a sí. Y ha encontrado, inmediatamente, la respuesta en el poema: en virtud del confinamiento por una fuerza superior, "un dios", con artículo indefinido y con minúscula. Es ella lo que lo configura.

La intensidad del pensamiento convocado por el poema, que casi nos desborda desde el primer momento, es modulada por los ritmos de los versos. Seguimos las pautas sintácticas de la lectura y respondemos a las claves semánticas del texto en un tempo marcado por la prosodia. Este primer grupo, como los demás de la primera parte, consta principalmente de versos de once sílabas, el metro de los sonetos renacentistas de Garcilaso de la Vega, el del "¡Ah de la vida!" de Francisco de Quevedo, el del "Idilio salvaje" de Manuel José Othón, el que también tendrá, después, "Piedra de sol" de Octavio Paz. Están acompañados de versos de siete, como ocurre en las "Églogas" del propio Garcilaso, en las "Soledades" de Góngora, en el "Primero sueño" de sor Juana y en el "Canto a un dios mineral" de Jorge Cuesta.

En "Muerte sin fin", esta combinación de endecasílabos y heptasílabos, la silva, es empleada de manera tal que en ocasiones quedan apareados dos heptasílabos (como en el "Primero sueño"): su música, que atraviesa el Siglo de Oro y la Colonia, que llega al México independiente y al posrevolucionario, recoge de esta manera ecos de los versos de catorce sílabas de Gonzalo de Berceo, los alejandrinos medievales del Mester de clerecía con los que empieza la poesía para ser leída, es decir, pronunciada por su propio público. El poema reconoce las genealogías y los legados de su tradición.

Uno de los principales efectos de combinar esos ritmos es dotar al poema de fluidez, lo que se percibe con claridad, paradójicamente, cuando la combinación llega a su mayor densidad, como en el siguiente fragmento con el que comienza la quinta oración, todavía dentro del primer grupo, y que también ejemplifica la potencia que pueden alcanzar las metáforas cruzadas en "Muerte sin fin":

    ¡Mas qué vaso —también— más providente
    éste que así se hinche
    como una estrella en grano, [40]

    que así, en heroica promisión, se enciende
    como un seno habitado por la dicha,
    y rinde así, puntual,
    una rotunda flor
    de transparencia al agua, [45]

Pero, como si obedeciera al mismo impulso modernista de Rubén Darío, que lo llevó a abrir el repertorio métrico del soneto, Gorostiza introduce en la silva otros versos, sobre todo pentasílabos, como en el inicio de la oración anterior a la que acabo de citar, es decir, de la cuarta:

    En la red de cristal que la estrangula,
    allí, como en el agua de un espejo, [30]

El uso de los pentasílabos incorpora también, si bien apenas insinuados, efectos que caracterizan una forma de poesía surgida en otras latitudes y otros tiempos, el verso blanco de Marlowe, Shakespeare y Milton. El último par de versos en el siguiente fragmento, el 13° y el 14° del poema, un pentasílabo y un heptasílabo, tiene una resonancia como tal, como unidad de dos, equivalente a la del endecasílabo previo, aunque suma doce sílabas:

    en la imagen atónita del agua,
    que tan sólo es un tumbo inmarcesible, [10]
    un desplome de ángeles caídos
    a la delicia intacta de su peso,
    que nada tiene
    sino la cara en blanco

Como consecuencia de esa equivalencia, contamos el silencio después de "peso" como una sílaba más, lo oímos, lo que se logra en el verso blanco inglés por medio de la métrica de acentos.

De esta manera, Gorostiza, el autor del poema, reivindica una herencia secular, muestra que comparte las inquietudes recientes de otros americanos y nos hace ver que unas cadencias exploradas por poetas de distintas lenguas, que suponemos extrañas a la fonética del español, en realidad no nos son tan ajenas. Lo hace —retomemos el otro hilo— al tiempo que el yo del poema dice que al ver el agua uno se ve como el agua, que en el vaso alcanza plenitud.

Así, por gracia de la articulación precisa entre la sintaxis, la prosodia y la semántica, van mostrando, el autor, y diciendo, el yo, quiénes son. En su doble proceso de identificación, se van haciendo visibles los componentes de pensamiento que guardan los vocabularios de la muerte y la sustancia. Esta lectura del poema, esta realización que va cobrando conciencia de sí, está acompañada de preguntas del lector sobre el lugar desde el que habla el yo y sobre el carácter de sus parlamentos, que conducirán a otra, simple y precisa: ¿con quién habla?

De la misma manera, en los siguientes cinco grupos, cada palabra aporta átomos, cada frase forma moléculas, cada verso crea uniones estructurales. Se va construyendo así, desde adentro y desde abajo, un prisma a través del cual puede el lector mirar la luz analizada de la conciencia y en cuyas aristas puede ver también el brillo fugaz de la fe. Si nos asomamos a su interior, advertimos que unas caras se reflejan en otras y al reflejarse crean horizontes, abanicos, poliedros, laberintos: es un caleidoscopio de lenguaje.

En esos grupos, el yo del poema va exponiendo gradualmente, desglosando, una idea original y profunda: el ser, del cosmos, de la vida, de la inteligencia, es el movimiento constante hacia la forma, y el ser pleno es el que ha alcanzado la forma. Esta idea es acompañada, en cada grupo, por otra, a saber, por las siguientes:

    {2} Quizá Dios (con mayúscula y sin artículo) sea un vaso de tiempo que nos sostiene.

    {3} Eso no puede asegurarse porque el alma lo único que percibe es la alegría de la presencia de Dios.

    {4} Y el núcleo de esa alegría no es sino un sueño.

    {5} Es un sueño que se mira y sueña su repetición.

    {6} Y la inteligencia es una con su dios.

En otras palabras, el dios que concibe la inteligencia es, como ella, estéril; y el verdadero Dios es inefable. Estas ideas tienen una implicación que no es dicha; más bien, se muestra en el tratamiento, en la forma de ser del poema. Por los ecos de unos versos sobre otros, por sus matices, por el tono general que sus melodías y sus ritmos le confieren, el reconocimiento de la limitación de la inteligencia se nos presenta, se nos ofrece, como una prueba de que la conciencia es el producto de aquello que apenas adivina. Aquí, el poema es una loa a la grandeza de Dios, y así termina la primera parte: ¡ALELUYA, ALELUYA!

Esta alabanza jubilosa subyuga las dudas que se prefiguran en los grupos {3}, {4} y, sobre todo, {5}: ¿si la conciencia se crea a sí misma, tiene Dios los atributos que nuestra teología le confiere? En otras palabras, con la expresión de emoción religiosa, el poema adquiere la tonalidad de una ratificación de fe, lo más cercano a un testimonio de conversión que es posible para alguien que ya es creyente.

En el trayecto hacia tal esbozo del carácter del poema, el lector ha encontrado parte de las respuestas a sus preguntas sobre su emplazamiento. Ha aprendido que las personas dentro del círculo del habla son tres, como los pronombres, como siempre. Sabe ya también que el yo que habla está en una habitación donde hay una silla, un calendario, un tintero, quizá el estudio del poeta. Esa resolución parcial de las interrogantes, precisamente por ser incompleta, ratifica la vigencia de éstas.

La segunda parte del poema es una serie de diez cuartetos, en la que se intercalan, después del tercero, el sexto y el noveno, tres pares de versos. Todos, los cuartetos y los pares, están compuestos por versos de cinco y siete sílabas. Si bien hay aquí, por esta métrica, una consonancia con los grupos de la primera parte del poema, la serie es claramente distinta, por la cardinalidad sistemática y por la carencia de endecasílabos. Además, el segundo y el cuarto verso de cada cuarteto riman entre sí.

Cree uno adivinar que, como en la comedia española, el cambio en la versificación señala un cambio de escena y de tono. Entonces, pensamos, ésta es una posible respuesta a nuestra pregunta sobre el carácter del poema: se trata de un libreto.5 Lo confirmaremos pronto; entre el penúltimo y el último cuartetos hay una línea con una palabra entre corchetes, que indica movimiento, es decir, una acotación escénica.6 La palabra es: "baile". Se pregunta uno si, en consecuencia, el yo del poema es un personaje: seguimos interrogando al texto y nos seguimos observando en nuestra lectura.

El espíritu de los cuartetos es el de la poesía corta japonesa, los hai-kú, que emulaba, o mejor, adoptaba, José Juan Tablada: captar un instante de percepción de la naturaleza y dar una expresión objetiva a la emoción que lo acompaña. Es casi con seguridad, advertirá el lector, que por eso da el autor al personaje las combinaciones de pentasílabos y heptasílabos: son como los tercetos de Tablada, con un verso adicional, con una coda, y ya había Tablada, en sus experimentaciones, descubierto que ese hai-ku castellanizado y mexicanizado era idóneo para objetivar la admiración de la naturaleza.

Para ilustrar la maestría con que se logran los objetivos de aligerar la lectura y mostrar el gozo del alma por la naturaleza sin hacer presente al alma, cito el séptimo cuarteto:

    Sabe a luz, a luz fría,
    sí, la manzana. [230]

    ¡Qué amanecida fruta
    tan de mañana!

La segunda parte tiene otros dos propósitos. Primero, nos muestra al personaje interpelando al agua, en el segundo verso del primer cuarteto. Al ser ella un interlocutor que no habla, y por lo tanto no tomará parte en el diálogo propiamente, éste tiene el valor del monólogo shakespereano. El personaje es alguien que puede ser observado aún en lo más íntimo de sus pensamientos, alguien que el autor puede observar y que, seguramente, ha estado observando durante el detenido proceso de escritura del poema. Se trata de un personaje que él, Gorostiza, nos muestra para que nosotros también lo podamos ver y oír.

Ver el poema como una escenificación conducirá a algunos lectores curiosos, acaso en las pausas de una segunda lectura, a recordar o a indagar que la palabra "proverbio" tenía entre sus acepciones aquella de obra dramática cuyo objeto es poner en acción una enseñanza repetida tradicionalmente.

En segundo lugar, los objetos cuya percepción se capta en los cuartetos son contrastados con el agua en los pares intercalados. Nos dicen que ésta es incolora, inodora e insípida. Parecerían expresar lo que diría alguien que dudara de los planteamientos iniciales del poema, los que le confirieron su gran impulso: ¿qué puede aportar a la comprensión de uno el compararse con el agua?

El personaje que habla y dice los grupos de versos de la primera escena, continúa hablando en la segunda, pero ya no es quien dice. Más bien, presta su palabra, la otorga, literalmente, a cualquiera que pudiera no estar de acuerdo con lo que ha dicho y se interesara en rebatirlo, quizá a alguno de nosotros, los lectores que pronunciamos las palabras. Entonces, sí, una de las pretensiones del texto es la de aproximarse a la verdad de la manera en que lo hace quien busca convencer, no sólo a su destinatario directo, sino a terceros. Se trata de un monólogo de razones, más que de motivos.

Después de este acto, de este periodo de solaz que anunciara el segundo proverbio, tenemos una nueva silva, de 378 versos agrupados en 13 grupos, que numeraríamos del 8 al 20, si continuáramos con la secuencia de la primera parte. Cada uno de estos grupos plantea, nuevamente, una serie de ideas que se unen en una aseveración principal. Por ejemplo, en el octavo grupo se afirma que al agua no le basta idolatrar al vaso donde encuentra su fulgor: quiere verse y oírse.

En el undécimo, dice que la forma se transfigura hacia lo informe. En el decimoquinto, que cuando ello ocurre, el hombre descubre que el lenguaje se sofoca. En el decimoctavo, que todo se consume cuando la forma pura alcanza la muerte. En el vigésimo, que el diablo es un ansia de trasponer esos límites.

Como en la primera parte, la energía de avance en esta tercera es la de la revelación semántica, la de los oxímoron y las metáforas cruzadas; su pulso es el de la música que integra cadencias seculares y ritmos modernistas; su articulación es producto de sintaxis y lógicas precisas, si bien complejas. Hay, aquí, guiños momentáneos a temas de otros poetas, como el de las responsabilidades paralelas del autor y el lector, de Baudelaire, o el de la relación entre el estilo y el contenido, de Mallarmé. Hay, ahora, señalamientos explícitos a los asuntos comunes con otros poetas, sobre todo los de sus contemporáneos mexicanos interesados en el formalismo y el surrealismo, y sobre todo los de Villaurrutia, como el de la "otra poesía" y el de los linderos entre el sueño y la vigilia.

Los grupos de esta tercera parte erigen otro prisma asombroso. En conjunto, recuperan una idea que se venía elaborando en la primera parte, al hacerlo descubren la duda que había quedado tapada por la loa a Dios y dan cuerpo a una tesis que es la contraparte de la conclusión del primer acto. La materia, la vida, la conciencia fluyen hacia la forma; su ser es un movimiento incesante hacia un punto estático. Por lo tanto, nunca alcanzan su perfección, y si la alcanzaran, se disolverían en la nada. Pero, entonces, este fluir, que es también la sustancia primaria y el modelo último de nuestro lenguaje, contraría el designio de Dios (que el mundo y la palabra sean). Luego, Dios ha muerto.

Si nos asomamos al interior del segundo prisma, no encontraremos ya ni despliegues de figuras, ni sólidos geométricos, sino un coloide informe de rasgos de significado desorbitados. Si intentamos mirar el fondo, sólo adivinaremos un vórtice que, como un hoyo negro del cosmos, atrae los cuerpos, la luz, el pensamiento; que amenaza devorar todas las distinciones. El vacío que así se anticipa sería el infierno de quien había encontrado en Dios la plenitud del sentido; como en un análisis filológico que opusiera "diablo" (diábolo) a "símbolo", el lugar del diablo se revela como el sinsentido absoluto, y a ese lugar se dirige el yo del poema.

Como producto paralelo, en la segunda parte se reúnen y profundizan ciertas ideas que tienden a ocurrir separadas y que tendemos a considerar como provenientes de cosmovisiones paganas, aunque aún hoy tienen vigencia en distintos ámbitos de la sociedad mexicana. De éstas, en el poema la idea eje es que la vida y la muerte son una dualidad. Alrededor de ella se plantea: (1°) que la vida y la muerte forman ciclos, una siguiendo a la otra; (2°) que la vida surge de la muerte, y la muerte, de la vida; (3°) que al vivir se está muriendo y al morir se está viviendo.

A la ley del devenir de la sustancia gobernado por la forma y a la idea paralela de la dualidad vida / muerte las acompañan reconocimientos, en forma de ecos o gestos a los ecos, de la paradoja autorreferencial de Epiménides7 y del vértigo argumental de Parménides contra la unidad de la pluralidad.8 Hay, también alusiones a las alusiones de esas paradojas en la prelación ontológica de la nada de Heidegger9 y, por supuesto, en la evolución recurrente de Nietzche.10

Plantear en el marco de esa ley y esas ideas la tesis de la muerte de Dios y representar el infierno que implicaría esa tesis es equivalente a aceptar la tesis y a decir que se acepta con conocimiento de sus consecuencias y en plenas facultades.11 Como acto de la voluntad, es un recuento, una declaración y una disposición última, como las que se profieren en el lecho de muerte. Se trata de una renuncia a la fe y de un rechazo al núcleo de la teología que proveyera el lenguaje para examinar la fe. Hay, no obstante, un reconocimiento a esa teología, una expresión de gratitud por ese lenguaje, y en ese lenguaje. La tercera parte termina como la primera: ¡ALELUYA, ALELUYA!

Eso es lo que Gorostiza, con el título y los proverbios, anunciaba que necesitaba decir. Eso es lo que el yo del poema asume. Esto es lo que se nos ofrece como lectores, para que lo juzguemos cual argumento y nos observemos al juzgarlo. Esto es lo que hemos pronunciado como público, para que lo oigamos cuanto canto y al oírlo veamos a la forma cobrar conciencia de sí. Es, ello, lo que requería los desgloses dinámicos de la muerte y de la sustancia.

Tenemos un poema que sólo pudo haberse escrito en el siglo XX. Como en las pruebas de algunos teoremas matemáticos, antes la humanidad no contaba con un acervo que lo hiciera posible. Tenemos una obra que logra algo muy raro, algo que pocas veces se proponen los literatos: dos clímax.12 Seguramente, ambos, el de la confirmación y el de la renuncia, sólo podrán experimentarse plenamente, en su singularidad y en su unidad, al leer todo el poema. Pero quizá una selección de algunos fragmentos de la primera parte y algunos de la tercera pudiera brindar aquí un indicio de su efecto. De la primera, yo escogería los siguientes:

    Mas nada ocurre, no, sólo este sueño [215]
    desorbitado
    que se mira a sí mismo en plena marcha;
    presume, pues, su término inminente
    y adereza en el acto
    el plan de su fatiga, [220]
    ...
    Pero el ritmo es su norma, el solo paso, [227]
    ...
    así, aun de su cansancio, extrae [229]
    ...
    largas cintas de sorpresas [231]
    ...
    hasta que —hijo de su misma muerte, [234]
    ...
    siente que su fatiga se fatiga,
    ...
    y sueña que su sueño se repite,
    ...
    muerte sin fin de una obstinada muerte, [240]
    ...
    ¡OH INTELIGENCIA, soledad en llamas,
    que todo lo concibe sin crearlo! [255]
    Finge el calor del lodo,
    ...
    y permanece recreándose en sí misma,
    única en Él, inmaculada, sola en Él,
    ...
    y se mantiene así, rencor sañudo,
    una, exquisita, ... [284]
    ...
    con Él, conmigo, con nosotros tres; [295]
    como el vaso y el agua, sólo una
    que reconcentra su silencio blanco
    en la orilla letal de la palabra
    ...
    ¡ALELUYA, ALELUYA!

De la segunda parte, éstos:

    Pero el vaso [502]
    —a su vez—
    cede a la informe condición del agua
    a fin de que —a su vez— la forma misma,
    la forma en sí, que está en el duro vaso
    sosteniendo el rencor de su dureza
    ...
    se pueda sustraer al vaso de agua; [510]
    un instante, no más,
    ...
    cuando la forma en sí, la pura forma [514]
    se abandona al designio de su muerte
    ...
    PORQUE el hombre descubre en sus silencios [588]
    que su hermoso lenguaje se le agosta
    en el minuto mismo del quebranto,
    cuando los peces todos
    ...
    deshacen su camino hacia las algas; [596]
    ...
    cuando todo —por fin— lo que anda o repta [617]
    y todo lo que vuela o nada, todo,
    se encoge en un crujir de mariposas,
    regresa a sus orígenes
    y al origen fatal de sus orígenes,
    ...
    y todo cuanto nace de raíces, [645]
    desde el heroico roble
    hasta la impúbera
    menta de boca helada;
    ...
    se esconden en sus ásperas raíces [651]
    y en la acerba raíz de sus raíces
    y presas de un absurdo crecimiento
    se desarrollan hacia la semilla,
    ...
    cuando las piedras finas [677]
    y los metales exquisitos, todos,
    regresan a sus nidos subterráneos
    por las rutas candentes de la llama,
    ay, ciegos de su lustre,
    ay, ciegos de su ojo,
    ...
    cuando la forma en sí, la forma pura, [694]
    se entrega a la delicia de su muerte
    ...
    mientras unos a otros se devoran [702]
    al animal, la planta
    a la planta, la piedra
    a la piedra, el fuego
    al fuego, el mar
    ...
    donde el sueño no duele, [717]
    donde nada ni nadie, nunca, está muriendo
    y solo ya, sobre las grandes aguas,
    flota el Espíritu de Dios que gime
    con un llanto más llanto aún que el llanto,
    ...
    ¡ALELUYA, ALELUYA! [726]

En la cuarta parte del poema hay, nuevamente, otra versificación. Consta de cuatro grupos. Los tres primeros están formados por 14 versos cada uno, todos de ocho sílabas, uno de los metros más populares, el de las coplas, el del corrido. Después de ellos hay una acotación escénica, la misma, repetida, de la segunda parte: "baile". Adquiere ahora mayor fuerza, pues nos hace recordar que en la Edad Media en Europa, y sobre todo en España, muchas veces se empleaba la danza para representar lo diabólico o los efectos de lo diabólico.

Finalmente, hay un grupo de seis versos, igualmente octosílabos. Esta parte es una especie de epílogo. Resume la grave pasión de la renuncia, retrata lo que quedó y narra las consecuencias, el desenlace. Al empezar, el personaje dice "Tan-tan", como para hacernos oír a los lectores el toquido de una puerta que él está oyendo. Pregunta, entonces, "¿quién es?" Y responde, como prestando su voz a alguien que estuviera detrás de la puerta: "el diablo". Termina pintando a la muerte como un personaje mundano, y nos revela que es ella la otra persona en su círculo de habla:

    Desde mis ojos insomnes [790]
    mi muerte me está acechando,
    me acecha, sí, me enamora
    con su ojo lánguido.
    ¡Anda, putilla del rubor helado,
    anda, vámonos al diablo!

Cuando leo estos versos, yo no puedo dejar de ver, en la imaginación, grabados como los de José Guadalupe Posada o diablos y calaveras de papel maché como los que se venden en México al terminar la Semana Santa para hacerlos explotar con fuegos artificiales, y que genéricamente llamamos "Judas".13 Tampoco puedo dejar de sonreír al pensar en el estudio del poeta que se convierte, como en un sueño, en la habitación donde está su lecho de muerte y, luego, en la esquina de un salón de baile, quizá como los de la colonia Obrera de la ciudad de México.

Es claro que ver esas imágenes u otras es algo que Gorostiza deja a cada lector; él prefirió no emplear ninguna directamente.14 De cualquier modo, se queda uno cavilando si el libreto no será más bien el de una ensoñación, en la que el personaje se desliza casi imperceptiblemente de un espacio a otro.

Se completan aquí las claves que faltaban para definir el texto. El personaje es una proyección del poeta. Es como ve él que sería al llegar a la muerte. Es la manera que tiene de poner frente a sí la confesión que hará, no a Dios, sino a la propia muerte, lo que será confesarse ante sí mismo. Es la forma que ha logrado dar a su renuncia a la fe, para poder juzgarla como si fuera la de una tercera persona y como la juzgaríamos otros.

Con esta escenificación, José Gorostiza nos dice: "Soy un mexicano del siglo XX, que reconoce su tradición teológica y ama su tradición poética; que se interesa en la poesía y el pensamiento universales; que se dispuso a pensar por cuenta propia, y que ha dejado de creer en Dios. Aquí estoy. Aquí están mis razones y mis emociones." Lo dice de la mejor manera en que pueden ser mostrados el acervo y el potencial de significados de la lengua: por medio de la poesía.



REFERENCIAS

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Notas

1 En nuestro país, han tratado acerca de este texto, Alfonso Reyes, Alí Chumacero, Evodio Escalante y David Huerta, entre otros; estudiosos de la literatura, como Guillermo Sheridan y Tarcisio Herrera; y autores que son escritores y estudiosos de la literatura, como Vicente Quirarte. Lo han considerado también filósofos, como Jaime Labastida y Humberto González Galván, al igual que filólogos y lingüistas, como Edelmira Ramírez y Margarita Palacios. Todos lo han valorado en forma superlativa. El poema es relativamente poco conocido fuera de aquí; pero quienes lo han comentado en otros países, como sus traductores Mordecai Rubin, estadounidense, y Fernand Verhesen, belga, lo han comentado de manera igualmente elogiosa.

2 Éste es, con algunas adiciones, un texto presentado en el seminario de investigación esp 6941 del Departamento de Literatura y Lenguas Modernas de la Universidad de Montreal, el 14 de marzo de 2008. Lo que he agregado es de dos órdenes. Se trata, por una parte, de observaciones que no incluí en la presentación para mantener su duración dentro de lo razonable; consta, por la otra parte, de respuestas a comentarios que Monique Sarfati-Arnaud y Javier Rubiera hicieron entonces, como parte de un diálogo con diversos participantes. Agradezco al departamento la invitación a exponer en el seminario y a todos los colegas sus aportaciones, que desafortunadamente no podría recoger cabalmente por ahora. Este trabajo forma parte de una serie de cuatro estudios sobre textos literarios, dos de los cuales ya han sido publicados: "Locos, muertos y ánimas en Pedro Páramo: los lugares de sus voces como rasgos de identidad" y "Tú, llama Hamlet a sí: una reflexión sobre las transposiciones pronominales" (El '"tercero": fondo y figura de las personas del discurso, R. Montes y P. Charaudeau (coord.), 45-55, 2009.

3 Aunque es obvio que así ocurre, explicar de forma precisa cómo se determina la referencia de cada uno de esos "yo" merece un esfuerzo especial, porque el proceso es revelador de los acoplamientos entre el sistema de la lengua y el sistema del habla; pero ello requiere un tipo de análisis y una reflexión teórica propios de otro tipo de artículo. Ésa es la materia del trabajo al que hago referencia en la nota 2.

4 Para facilitar la ubicación de los versos, he numerado ciertas líneas con cifras entre corchetes. Al respecto de esto, como de la disposición espacial del poema, me refiero al formato del poema en la antología de Gorostiza. Lo que digo es esencialmente válido para otras ediciones impresas o electrónicas cuidadosas.

5 La idea no parecerá descabellada, si se piensa que en sus primeros años de escritor Gorostiza creó obras de teatro sintético y si se advierte que, aunque las preocupaciones que las animaban eran sobre todo las de la denuncia social, al menos en la que aún se conserva, Ventana a la calle, se expresan ya dudas teológicas importantes (si bien en otro tono).

6 Reforzarían la tesis una vuelta sobre temas visitados arriba, como la construcción de un escenario para el habla, y la consideración de temas que he dejado fuera de este artículo, como el valor de la iluminación en la representación.

7 Epiménides puso en aprietos a los lógicos griegos cuando afirmó que todos los cretenses eran mentirosos y no se podía aceptar lo que decían, porque él mismo era cretense. La paradoja que no podían resolver, y de la cual posteriormente se han derivado variantes simplificadas como "esta afirmación es falsa", se produce porque la expresión referencial apunta a sí misma. Las afirmaciones de Muerte sin fin acerca de la forma a veces se confirman y a veces son refutadas paradójicamente en sí mismas, porque para este poema el ser de la poesía y el del propio lenguaje están sujetos a las leyes de la forma.

8 De acuerdo con el diálogo de Platón de mayor dificultad filosófica, cuyo título ha sido traducido como Parménides o De la forma y como Parménides o De las ideas, Parménides hace ver a Sócrates que el valor de la noción de forma radica en que conjuga la unidad y la pluralidad, pero que de esa conjunción resultan conclusiones absurdas. En torno a esta tesis central, por medio de un análisis detallado y exhaustivo sobre la lógica de la semejanza, pone en duda mayúscula nuestros principios ontológicos y epistemológicos. Su argumento principal es que, si decimos que dos objetos particulares son semejantes porque comparten la misma forma, entonces uno de ellos y esa forma tendrán que ser semejantes porque comparten una forma, más pura que aquélla; pero esto conduce a una serie infinita, imposible. De aquí se deduce que la pluralidad es ilusoria, irreal. Los planteamientos de Gorostiza expresan el mismo tipo de reflexiones y les añaden una dimensión dinámica, como se ha señalado en el presente artículo. La profundidad y complejidad que resultan son inéditas. Al mismo tiempo, su conclusión es más modesta y más humana: no es que la diversidad del cosmos no exista, sino que la teología que le ha permitido apreciarla entraña una cosmogonía falsa.

9 Parménides ponía en duda que pudiera afirmarse que algo no existe, porque tal afirmación sería acerca de ese algo, y si ese algo no existe entonces no se puede verificar ni refutar predicado alguno que se le atribuya (incluyendo el de la existencia), es decir, la predicación no tiene sentido. Heidegger, en una especie de continuación de este argumento, plantea que la negación lógica produce sentido cuando lo que se niega es algo que podría afirmarse positivamente y que, por lo tanto, la nada no se concibe como el opuesto del todo o como el opuesto de algo, ni tampoco como el opuesto de la existencia; más bien es un concepto primario, que no se deriva de otros, sino de ciertas emociones, en particular el miedo (o la angustia). Entonces, la reflexión filosófica acerca de la existencia, y de otros temas cardinales, no puede incluir propiamente la consideración de ese concepto, el de la nada, sino que debe suponerlo. En la primera silva de Muerte sin fin, el ser se distingue de la nada porque se orienta hacia la forma; en la segunda, la nada es el origen al que regresa el ser.

10 Como lo ha señalado César González, la teología cristiana crea un tiempo lineal cuando pone en su centro la vida irrepetible de Jesús. Nietzche y Gorostiza oponen a ella una cosmogonía de ciclos.

11 Sería un ejemplo de soberbia soslayar que Gorostiza coincide con Nietzche, no sólo en oponer la cosmogonía cíclica a la teología lineal, sino también en plantear la duda teológica en función del fracaso del proyecto divino, y sería una insensatez decir que las coincidencias son casuales. Gorostiza reconoce la profundidad y la originalidad del pensamiento de Nietzche al expresar la inexistencia de Dios como una muerte, en lugar de una ausencia inicial, que es la forma común del planteamiento. Pero sería, no un abuso, sino una mera ocurrencia, sugerir que las actitudes de Gorostiza convergen con las de Nietzche, y que el poeta, como el filósofo, se ha empeñado en un cuestionamiento muy inteligente de la razón. El carácter, las pretensiones de validez y la conclusión de "Muerte sin fin" son signos inequívocos y convergentes de una valoración positiva del razonamiento.

12 Por esta razón, en ocasiones se han suscitado controversias irresolubles sobre Muerte sin fin; algunos afirman, por ejemplo, que se trata de un poema optimista, mientras que otros afirman que es uno pesimista; para algunos es místico y para otros blasfemo. En tales debates, es común que uno de los sustentantes trate de aquello que conduce al primer clímax como si lo estuviera haciendo de todo el poema y otro de aquello que conduce al segundo clímax de la misma manera. Por el desfase temático, sus argumentos resultan inconmensurables (aunque ambos pueden ser parcialmente válidos).

13 Como lo argumenta Claudio Lomnitz en Idea de la muerte en México, la familiaridad con la muerte, representada por un esqueleto, en ocasiones mordaz, muchas veces jocoso y generalmente juguetón, es una de las tres grandes construcciones simbólicas que hacen presente el pasado atávico y dan cuerpo al contrato social de los mexicanos, es decir, un "tótem". (Según él, las otras son la filiación con la "virgen morena" y el compromiso de Benito Juárez con la razón y la ley.)

14 Cabe pensar que evitar tales figuraciones fue una decisión del poeta y que resultó de una reflexión seria, que expresa una toma de posición; no podría explicarse en función de alguna obediencia a una poética que rechazara de manera general plasmar lo que se mira o se imagina, y menos como una omisión involuntaria. Más aún, parece hacer deliberadamente eco de planteamientos de Cuesta sobre el abuso del nacionalismo y contra el uso de estereotipos en el arte posrevolucionario, los cuales, se ha difundido con cierta amplitud, fueron cuestionados por Paz en sus inicios como escritor y después defendidos por él mismo, precisamente al elogiar Muerte sin fin. Para él, se revelaba como más valioso explorar las profundidades del alma mexicana y las opciones de sentido del ser humano universal que reeditar los signos de lo popular que se apropiaba el régimen de partido hegemónico.



Información sobre el autor

Fernando Castaños. Tiene una licenciatura en física, otorgada por la Universidad Nacional Autónoma de México, una maestría en lingüística aplicada, por la Universidad de Edimburgo, y un doctorado en educación, por la Universidad de Londres. Castaños se ha dedicado a las actividades académicas desde 1976. Actualmente tiene un nombramiento de investigador titular en el Instituto de Investigaciones Sociales, IIS, de la UNAM, donde realiza estudios sobre la naturaleza del discurso y sobre la democracia deliberativa. Sus esfuerzos de investigación se concentran en la formulación de principios ontológicos, epistemológicos, teóricos y metodológicos que puedan conformar el eje de una ciencia del discurso.

jueves, 21 de mayo de 2015

G. K. Chesterton sobre William Blake y otros temperamentos.


El formidable ensayo de G. K. Chesterton sobre William Blake —que ocupa la primera mitad de este libro— es una pieza crítica clave de la literatura del siglo xx: el autor de El hombre que fue jueves repasa allí, con inimitable agudeza y originalidad, la vida y la dilatada obra pictórica y poética del genial artista inglés, a la vez que nos propone una discusión en torno al arte de la biografía, a la historia religiosa y mágica de Occidente, y a las relaciones entre temperamento artístico, locura y mística, todo ello sin dejar de revelarse, a cada paso, como un luminoso humorista, un heterodoxo moralista y un maestro del aforismo. Junto a ese ensayo, el libro reúne una serie de comentarios biográficos sobre otros personajes cuya vivisección a manos de Chesterton sólo podía producir pequeñas obras maestras: Lord Byron, Charlotte Brontë, William Morris, Robert Louis Stevenson, Francisco de Asís, Girolamo Savonarola y Lev Tolstói. En su mayoría, los textos nacieron como reseñas de libros que el propio escritor contribuyó a olvidar, erigiéndose, como era su costumbre, en un juez extraordinariamente lúcido —y también insólitamente divertido— de lo bueno y de lo superior. Estas páginas son una. muestra del mejor Chesterton, un autor al que el paso de los años sólo ha conseguido engrandecer, confirmando lo que Jorge Luis Borges anotó sobre él: `Pienso que Chesterton es uno de los primeros escritores de nuestro tiempo`.
Fuente: n.n.

miércoles, 20 de mayo de 2015

Horacio Castellanos Moya. Baile con serpientes. Novela.


Horacio Castellanos Moya (Tegucigalpa, Honduras 21 de noviembre de 1957) es un escritor y periodista salvadoreño. Aunque nacido en Honduras, su familia era de El Salvador, país al que regresaron en la infancia del escritor. Castellanos realizó sus estudios de primaria y secundaria en el marista Liceo Salvadoreño de San Salvador. En 1979 tuvo que abandonar la Universidad de El Salvador, donde cursaba Letras desde 1976: debido a la situación de convulsión social que vivía el país, se exilió en Toronto, Canadá. Se estableció en Costa Rica en 1980, pero al año siguiente se trasladó a México donde vivió hasta 1992. En este período que coincidió con la Guerra Civil de El Salvador, trabajó en la Agencia Salvadoreña de Prensa (Salpress).

Su primera novela `La diáspora`, ganó el Premio Nacional de Novela 1988, de la Universidad Centroamericana `José Simeón Cañas`. Durante su exilio en México, trabajó como redactor de los diarios `El día` y `Excelsior` de la Ciudad de México y como corresponsal del periódico hispano `La Opinión` de Los Ángeles, California. En 1992 regresó a El Salvador, pero en 1999 se trasladó a España y desde 2001 residió nuevamente en la Ciudad de México. Entre 2004 y 2006 vivió en Fráncfort, por la invitación del programa `Cities of Asylum` de dicha ciudad.
Fuente: N.N.

BAILE CON SERPIENTES de Horacio Castellanos Moya es una obra delirante. Escrita con una fuerza demencial que pocas veces he leído. Es una novela portentosa, novela límite entre novela negra, policíaca y psicológica. Creo que en el ámbito centroamericano pocos autores poseen la audacia y la capacidad creadora de Castellanos Moya. J. Méndez-Limbrick.

"Un buen día aparece estacionado en una calle de la ciudad un Chevrolet amarillo de los años cincuenta. En ese coche vive Jacinto Bustillo, un indigente hosco y harapiento que despierta las suspicacias de los vecinos. Uno de ellos, llamado Eduardo Sosa, decide averiguar quién es Jacinto y cómo ha llegado a esa situación. Quizá por la soledad que lo rodea, el indigente acaba resignándose a la compañía de Eduardo Sosa y le permite inmiscuirse en sus miserables jornadas y averiguar cómo se gana la vida. Pero, de pronto, Jacinto muere degollado en el curso de una reyerta. Del interior del Chevrolet emergen entonces unas peligrosas serpientes que, sumidas en un frenesí de destrucción, siembran el terror en un crescendo imparable que tendrá en vilo a toda la ciudad y traerá de cabeza al subcomisionado de policía Lito Handal y a la reportera Rita Mena".
Fuente: N.N.

(Fragmento. Baile con seerpientes. Novela).

Y entonces, de repente, cuando recién apagaba el cigarrillo y me disponía a dormir, en esa grata duermevela, sentí aquellas viscosidades untándose a mi cuerpo, deslizándose lenta, asquerosamente. El terror me paralizó. No cabía ninguna duda: eran culebras, serpientes quién sabe de qué clase, que habían estado escondidas en las ranuras del auto. Permanecí inmóvil, tratando de controlar mi corazón desbocado, de aclarar mi mente, de no dejarme vencer por el horror. Distinguí por lo menos media docena de ofidios que reptaban sobre mi pecho, alrededor de mis piernas, uno de ellos pasaba ahora por mi cuello, bajo mi oreja izquierda. Intenté controlar mi respiración. ¡Claro!: eran las mascotas de don Jacinto… Si lograba controlarme un par de minutos más, si me concentraba profundamente para que ellas sintieran mis vibraciones y comprendieran que yo era el nuevo don Jacinto, entonces estaría salvado, y el susto de mi vida se transformaría apenas en el gesto de saludo que un grupo de mascotas rendían a su nuevo amo. Y así fue. Estuve como cinco minutos inmóvil, sintiéndome don Jacinto, pensando que la navaja cacha color hueso que portaba en mi bolsillo había sido una especie de escalpelo gracias al cual había abierto tremenda hendidura para penetrar al mundo en el que quería vivir. Poco a poco las serpientes fueron abandonando mi cuerpo, pero aún me quedé quieto otro rato hasta que estuve seguro de que la vida comenzaría a suceder como yo me lo proponía. Enseguida me incorporé, encendí una cerilla y busqué el quinqué. Ahí estaban, ellas, las malditas, cada una en su sitio, enroscadas, observándome. Encendí un cigarrillo. Empecé a murmurar, a decirles, a contarles que el viejo mugroso se había transmutado en quien ahora les hablaba. Me entendían, por supuesto. Lo pude ver en sus ojillos, en la manera como una de ellas agitó la lengua cuando le hablé de frente. Me dije que tenía que ponerles nombre, aprender a reconocerlas. Me pregunté cómo carajos habría hecho don Jacinto para conseguir y domesticar a esas serpientes. La que estaba a un lado del pequeño taburete podría haberse llamado Beatriz, como la tendera, tenían algo en común, claro, pero que a esas alturas de la noche, con las acumulaciones de fatiga, yo no estaba en condiciones de descubrir. Ahora que me sabía dueño de la cabina, amo de esa temible tripulación, podría descansar, tranquilo, como me lo merecía, hasta que mañana corroborara que no había habido sueño sino el despertar absoluto.
Al día siguiente abrí los ojos con temor a encontrarme en la habitación del apartamento de mi hermana Adriana, de constatar las alucinaciones de mi imaginación enfebrecida. Pero lo que estaba sobre mis ojos era el techo herrumbroso del Chevrolet amarillo. Antes de hacer cualquier movimiento, recordé los ojillos criminales de Beatriz, el deslizamiento viscoso untado a mi cuello. Al rato me incorporé. No estaban por ningún lado; evidentemente les gustaba la noche. Yo no me pondría a hurgar: sabía que ellas se encontraban ahí, aparecerían cuando les diera la gana, fuera de mis previsiones, insolentes, obedientes sólo a lo que yo había heredado de don Jacinto. Por eso, una vez que me sentí a mis anchas en la cabina, decidí quitar el cartón que cubría el parabrisas, metí la llave en el arranque, insistí hasta que el motor tosió con el mínimo entusiasmo. Puse el pequeño taburete frente al volante, encendí el cigarrillo matutino y me dije que la Niña Beatriz tendría un día placentero gracias a mi esfuerzo, a mi voluntad de tomar la estafeta que don Jacinto había dejado a la deriva. Y ahí íbamos, radiantes, avanzando a toda máquina —el Chevrolet amarillo, las serpientes y yo—, ganosos de llegar a otras zonas de la ciudad, donde iniciaríamos una nueva aventura.
Me dirigí al centro comercial más grande de la ciudad, al que contaba con un vasto estacionamiento en el que el Chevrolet amarillo podría pasar inadvertido. Me ubiqué en el corazón mismo de aquel espacio repleto de autos, donde los vigilantes no tenían por qué venir a molestarnos. Puse de nuevo el cartón para cubrir el parabrisas, encendí el quinqué, extraje el fajo de papeles que había en la guantera con el propósito de descubrir mayores detalles sobre la vida de don Jacinto: encontré la tarjeta de circulación, una licencia de conducir, recibos viejos, una agenda destartalada, un fajo de cartas y un par de recortes de periódicos. El tipo apenas tenía cuarenta y dos años de edad, la casa de su esposa estaba ubicada en una colonia acomodada, y las cartas habían sido remitidas por una tal Aurora, que, a primera vista, parecía haber sido su amante. Me disponía a adentrarme en esas misivas, con la fruición del curioso, cuando percibí movimientos en un rincón de la cabina: aparecieron casi al mismo tiempo, reptando a mi alrededor, pero sin agresividad, incluso diría que con cierto recato, y eran tan sólo cuatro, no la media docena que yo había pensado. Ahora distinguí con mayor precisión sus peculiaridades como para que de una buena vez les pusiera nombre: Beti era la rolliza de ojos taimados; Loli sería una delgada de movimientos tímidos, casi delicados; Valentina, con su piel tornasolada, exhalaba sensualidad; y Carmela, en su pequeñez, tenía un toque misterioso.
—Buenos días, muchachas —las saludé.
Me repantigué sobre la manta para seguir con la lectura de las cartas. En eso descubrí, con regocijo, la reserva de aguardiente que me había heredado don Jacinto. Me empiné una botella, encendí otro cigarrillo y comencé a leer. La historia era el típico romance entre el jefe contable y su secretaria, ambos casados, él ya maduro y ella en la flor de la edad.
—No puede haber sido sólo una telenovela. Algo más de fondo, más contundente, tuvo que haberle pasado al pobre de don Jacinto —dije, dirigiéndome a Beti. Ella irguió su cabeza plana, aguzó aún más los ojillos, hizo vibrar su lengua bífida y dijo:
—La mataron…
—¡Cómo!… —exclamé, sorprendido porque ellas ya supieran toda la historia.
—La mató el marido cuando descubrió que ella lo traicionaba con don Jacinto —detalló Beti.
Me zampé otro largo trago. Regresé las cartas y demás documentos a la guantera; mejor que ellas me revelaran la historia que don Jacinto les había contado.
—La mandó a matar —aclaró Valentina, sin moverse, tendida cuan larga era desde bajo el volante hasta la parte trasera de la cabina.
De pronto me di cuenta de que estaba sudando, copiosamente. Afuera quizás ya era mediodía, por el calor achicharrante.
—Nunca nos contó los detalles —dijo Beti—. Sólo decía que el marido la había mandado a matar a través de un ladrón cualquiera…
Ésa era la culpa que cargaba don Jacinto, pensé.
—Pero eso no fue todo —murmuró Loli, sin desenroscarse, la indignación en el tono—. El marido les hizo saber toda la historia a la mujer y a la hija de don Jacinto, incluido el crimen, para terminar de destruirlo…
Fue cuando escuché que alguien rondaba el auto, golpeteaba la carrocería, se preguntaba de dónde habría salido semejante vejestorio. Sigilosamente moví un poquito el cartón que cubría la ventanilla del conductor: eran un par de vigilantes del centro comercial. Vaya lata. Lo mejor sería esperar a que se cansaran de estar bajo ese sol y se fueran a comer. Carmela se había puesto tensa, erguida sobre su cabeza, comenzaba a zumbar.
—Tranquila —le susurré—. Ya se van a ir.
Pero los tipos no se iban, sino que más bien hablaban de llamar a una grúa para sacar el auto del estacionamiento, porque una mugre de esa calaña desentonaba con los reglamentos del centro comercial, a tal grado que si algún directivo lo descubría ellos, los vigilantes, podrían ser amonestados.
Salí del auto.

martes, 19 de mayo de 2015

GILBERT K. CHESTERTON . Robert Louis Stevenson.



Toda la vida de Stevenson está condicionada por una cierta complejidad que cierta ternura por la lengua inglesa nos veda llamar compleja. Era una especie de paradoja, en cuya virtud estaba él a la vez más y menos protegido que otros hombres, como alguien que cruza los caminos más salvajes del mundo en un carromato cubierto. Fue a donde fue en parte porque era un aventurero y en parte porque era un inválido. Por esa suerte de claudicante agilidad, cabe decir que ha visto a la vez muy poco y demasiado. Fue acaso un viajero natural, pero no fue un viajero normal. Nadie lo trató nunca como normal del todo, que es la verdad oculta en la falsedad de los que se mofan de su puerilidad como si fuera un niño mimado. Era valiente, y con todo tenía que estar protegido frente a dos cosas a un tiempo, su fragilidad y su valor. Sin embargo, él mismo reconoce que su autodescripción como vagabundo con los dedos azulados por un camino invernal es una descripción ideal, pues era exactamente la clase de libertad que nunca podría tener. Sólo podía ser transportado de un paisaje a otro paisaje, o incluso de una aventura a otra aventura. Hay desde luego una curiosa idoneidad en la bonita sencillez de aquella canción infantil suya que decía 'Mi cama es una barquita'. A lo largo de todas sus variadas experiencias su cama fue una barca y su barca fue una cama.

(Fragmento).
GILBERT K. CHESTERTON 

 Robert Louis Stevenson 

 
 EL MITO DE STEVENSON 


En este breve estudio sobre Stevenson me propongo seguir un método algo insólito al trazar lo que podría considerarse como un bosquejo algo excéntrico. Ello sólo puede justificarse en la práctica, y tengo un saludable temor de que mi práctica no lo justifique. Sin embargo, no lo he adoptado sino después de muchas reflexiones, y hasta dudas, sobre el mejor modo de tratar un problema real y práctico. Así, antes de que fracase completamente en la práctica, quiero darme el placer de justificarlo en principio.
La dificultad se ofrece así. En los grandes días de Stevenson, los críticos habían empezado a avergonzarse de ser críticos y de dar a su antigua función el nombre de crítica. Estaba de moda publicar un libro que era un trabajo de juicios críticos y llamarlo «apreciaciones». Pero el mundo adelanta, y si un libro de esta clase se publicase ahora podría muy bien llevar el título general de «Desapreciaciones». Stevenson ha sufrido más que muchos otros de esta nueva moda de minimizar y poner tachas; y algunos enérgicos y reputados escritores se han lanzado a la tarea, casi con la avidez de unos bolsistas cuyo empeño fuese provocar el hundimiento en vez del alza de los valores Stevenson. Se puede discutir si necesitamos acoger con mejor gusto al oso (bear) que al toro (bull) en la elegante cacharrería de las letras inglesas1. Otros parecen tomar como agradable entretenimiento el probar que determinado escritor ha sido sobreestimado. Escriben largos y enrevesados artículos, llenos de detalle biográfico y de acerbo comentario, para demostrar que el tema no merece atención; y escriben páginas sobre Stevenson para demostrar que no es digno de que se escriba sobre él. Ni sus motivos ni los métodos que emplean son muy claros o satisfatorios. Si es verdad que todos los cisnes son gansos para el ojo discernidor del ornitólogo científico, ello difícilmente basta para explicar una tan larga y fatigosa caza del ganso salvaje 2.
Pero es verdad que, en un sentido más general que el de estos irritables individuos, una tal reacción existe: Y es una reacción contra Stevenson o por lo menos contra los stevensonianos. Acaso fuera más correcto llamarlo una reacción contra el stevensonianismo. Y permítaseme decir, en este momento inicial, que convengo sinceramente en que ha habido demasiado stevensonianismo. En cierto sentido, todo lo concerniente a alguien tan interesante como Stevenson, es interesante. En cierto sentido, todo lo concerniente a todo el mundo es interesante. Pero no todo el mundo puede interesar a todo el mundo; y está bien saber que un autor ha sido amado; pero no publicar todas las cartas de amor. A veces sólo era que teníamos que soportar aquella grande y espantosa tragedia: una verdad repetida con demasiada frecuencia. A veces oíamos las opiniones stevensonianas, repetidas con violación de todas las reglas stevensonianas. Porque lo que él aborrecia más era la dilución: y gustaba de tomar el lenguaje puro, como un licor. En resumen, se pasaba de la medida: todo era demasiado ruidoso y, no obstante, sobre una sola nota; sobre todo era demasiado incesante y demasiado prolongado. Como digo, había una variedad de causas que sería innecesario y a veces poco amable discutir. Había quizá en ello algo de la misma virtud de Stevenson; él toleraba muchas compañías y le interesaban muchos hombres; y no hubo nada que lo protegiera contra los peores resultados del hecho de que los hombres se interesasen por él. Especialmente después de su muerte, una persona tras otra, apareció y escribió un libro sobre si había conocido a Stevenson en un vapor o en un restaurante; y no es de sorprender que tales autores empezasen a tomar un aire de vulgares corredores de apuestas. Había, tal vez, algo de la vieja broma de Johnson; que los escoceses están conjurados para alabarse los unos a los otros. A menudo era porque los escoceses son, en secreto, unos sentimentales y no pueden siempre guardar el secreto. Su interés por una historia tan brillante y, en algunos aspectos, tan patética, era perfectamente natural y humano; pero a pesar de todo, este interés era excesivo. Era a veces, me duele decirlo, porque este interés podría llamarse un interés puesto a rédito. Sea lo que fuere, toda suerte de hechos acertaron a combinarse para vulgarizar la cosa; pero el vulgarizar una cosa no la hace realmente vulgar.
Ahora bien, la vida de Stevenson fue realmente lo que llamamos pintoresca; en parte, porque él lo vio todo como en pintura; y, en parte, porque una serie de accidentes le unieron realmente a lugares muy pintorescos. Nació en las altas terrazas de la más noble de las ciudades norteñas en su mansión familiar de Edimburgo, en 185O; fue el hijo de una casa de respetables constructores de faros; y nada puede ser más verdaderamente romántico que esta leyenda de unos hombres que trabajaban afanosamente erigiendo las torres del mar coronadas de estrellas. Dejó de seguir, sin embargo, la tradición de la familia por varias razones; su salud era mala y sentía el atractivo del arte: éste último le envió a adquirir pintorescas maneras y poses en la colonia artística de Barbizon; el primero le envió, muy pronto, hacia el Sur, a climas cada vez más cálidos; y, como ha observado él mismo, los países a donde nos mandan cuando la salud nos abandona tienen a veces una belleza mágica y algo engañosa. Una vez hizo una especie de visita de vagabundo a América, cruzando las feas llanuras que conducen a la abrupta belleza de California, la tierra prometida. La describió en dos estudios titulados A través de las llanuras, una obra que dejó vagamente insatisfecho al autor y deja vagamente insatisfecho al lector. Yo creo que registra el vacío subconsciente y la sensación de desconcierto que experimenta todo verdadero europeo al ver por vez primera la luz y el paisaje de América. El choque de la negación fue en su caso verdaderamente anormal. Casi escribió un libro insulso. Pero hay otro motivo para notar esta excepción aquí.
Este libro no pretende ser ni siquiera un bosquejo de la vida de Stevenson. En su caso particular yo expresamente omito tal bosquejo porque encuentro que éste ya ha embrollado y hecho borroso el muy definido y lúcido perfil de su arte. Pero, en todo caso, sería verdaderamente difícil contar la historia sin contarla en detalle y en un detalle más bien desconcertante. Lo primero que nos llama la atención en una rápida ojeada a su vida y sus cartas son sus innumerables cambios de residencia, especialmente en sus primeros tiempos. Si sus amigos hubiesen seguido el ejemplo que él mismo ofrece, en el caso de mister Michael Finsbury, y se hubiesen negado a aprender más de una dirección para cada amigo, él habría tenido que dejar su correspondencia ciertamente muy atrasada. Sus idas y venidas por la Europa occidental aparecían sobre el mapa más raras y extensas que «el curso probable de los vagabundeos de David Balfour» por el occidente de Escocia. Si empezásemos a contar la historia de este modo, tendríamos que consignar cómo Stevenson fue primero a Menton y luego volvió a Edimburgo; y luego fue a Fontainebleau, y luego a los Highlands; y luego a Fontainebleau otra vez, y luego a Davos en la montaña, y así sucesivamente; un zigzagueante peregrinaje imposible de condensar si no es en una más extensa biografía. Pero todo, o la mayor parte de él, puede ser cubierto por una generalización. Esta carta de navegación era una carta de hospitales. Sus dentadas montañas representaban temperaturas o, por lo menos, climas. Toda la historia de Stevenson está considerada por una cierta complicación que un respeto por la lengua inglesa nos impedirá llamar un complejo. Era una especie de paradoja, en virtud de la cual él estaba, a la vez, más y menos protegido que otros hombres; como alguien que viajase por los más raros caminos del mundo, en un camión cerrado. Fue a donde fue, en parte porque era un aventurero, y, en parte, porque era un enfermo. A causa de esta especie de cojeante agilidad, se puede decir que vio a la vez poco y demasiado. Era tal vez un viajero innato; pero no era un viajero normal. Nadie le trató nunca como completamente normal, y ésta es la verdad que se esconde en la falsedad de los que se sonríen de su infantilidad como si fuese la de un niño mimado. Era animoso; y, no obstante, se le había de escudar contra dos cosas a la vez; su debilidad y su valor. Pero su pintura de sí mismo como un vagabundo con los dedos amoratados en el camino invernal es confesamente una pintura ideal: ésta fue exactamente la clase de libertad que no pudo tener nunca. No pudo ser más que llevado de panorama en panorama, o incluso de aventura en aventura. Realmente, hay aquí una curiosa exactitud en la rara simplicidad de su verso infantil que dice «Mi cama es como un pequeño barco». A través de todas sus varias experiencias, su cama fue un barco, y su barco fue una cama. Panoramas de palmeras tropicales y de naranjales californianos pasaron ante aquel lecho ambulante como la larga pesadilla de las paredes de la «nursery». Pero su verdadero valor no estaba tan vuelto hacia afuera, al drama del barco, como hacia dentro, al drama de la cama. Nadie sabía mejor que él que nada es más terrible que un lecho, puesto que siempre está esperando su conversión en lecho de muerte. Hablando en general, pues, su biografía estaría formada de viajes hacia aquí y hacia allí, con un burro en los Cevennes, con un baronet en los canales franceses; sobre un trineo en Suiza, o en un sillón de ruedas en Bournemouth. Pero todos estaban, de un modo u otro, relacionados con el problema de su salud, tanto como con la excitación de su curiosidad. Ahora bien, de todas las cosas humanas, la busca de la salud es la menos sana. Y es verdaderamente una gran gloria para Stevenson el que él, casi el único entre los hombres, supiera ir persiguiendo su salud corporal sin perder una sola vez su salud mental. Tan pronto como llegaba a un lugar, le faltaba tiempo para encontrar una nueva y mejor razón para haber ido allí. Podrá ser un niño, un soneto, un amorío, o el plan de una novela; pero él hacía de ello el motivo verdadero, en lugar del insano motivo de la salud. Sin embargo siempre ha habido, un poco en el fondo de todo, alguna indicación del motivo de la salud; como la hubo en aquel último gran viaje a su última y definitiva residencia en los mares del Sur.
La única brecha en este curioso y doble proceso de protección y riesgo, fue su escapada a América, que se relaciona, en parte al menos, con el asunto de su casamiento. A su familia y a sus amigos, ésta les pareció no tanto la conducta de un enfermo que ha huído del hospital, como la conducta de un loco inexplicablemente escapado del manicomio. En realidad, el viaje les pareció menos loco que su matrimonio. Como esto no es un estudio biográfico no necesito profundizar en las delicadas disputas acerca de este asunto; pero éste fue francamente algo bastante fuera de lo regular. Lo que importa para lo que aquí se discute es que mientras tenía algo qua era hasta noble, no era normal. No era amor como el que suele darse en los jóvenes: no hay falta de respeto para ninguno de los interesados en decir que en ambos, psicológicamente hablando, había un elemento de remiendo más bien que de unión. Stevenson había encontrado, primero en París y más tarde en América, a una señora americana casada con un caballero americano, poco recomendable al parecer, contra quien hubo de entablar demanda de divorcio. Stevenson entonces cruzó precipitadamente los mares y, en cierto modo, la persiguió hasta California; supongo que con la vaga idea de estar presente cuando se resolviese el asunto; pero en realidad estuvo muy cerca de hallarse al fin de su propia vida. El viaje le acarreó uno de los peores y más agudos ataques de su enfermedad; la dama, como es natural, estando allí, se puso a cuidarle, y en cuanto él pudo sostenerse sobre dos vacilantes piernas, se casaron. Ello produjo consternación en la familia de Stevenson, la cual, no obstante, parece haber sido ganada más tarde por el magnetismo personal de la extranjera y casi exótica novia. Realmente, en la compañía de ésta, la labor literaria de Stevenson prosiguió con renovado impulso y hasta con regularidad; y el resto de su historia es prácticamente la historia de sus importantes obras, variada por sus todavía, si cabe, más importantes amistades. Hubo enfermedades, y durante ellas se encontraron muchas veces en el caso de dos enfermos que se cuidan mutuamente. Entonces vino la decisión de refugiarse en el seguro clima de las islas del Pacífico, lo cual le condujo a fijar su última residencia en Vailima, en la isla de Samoa, en un archipiélago de color que nuestros alegres abuelos podían haber descrito como las Islas de los Caníbales, pero que Stevenson estaba más dispuesto a describir como las Islas de los Bienaventurados. Allí vivió tan feliz como pueda serlo un desterrado que ama a su país y a sus amigos; libre, por fin, de todos los peligros cotidianos de su afección pulmonar; y allí murió, casi de repente, a la edad de cuarenta y cuatro años, siendo un querido patriarca de una pequeña comunidad blanca y morena que le conocía como Tusitala o el Contador de historias.
Estas son las líneas principales de la verdadera biografía de Robert Louis Stevenson; y desde el tiempo en que siendo muchacho subía por los riscos y peñascales de Painted Hill, mirando por encima de las isletas del Forth, hasta el momento en que unos bárbaros altos y morenos, coronados de flores encarnadas, lo llevaron sobre sus lanzas a la cumbre de su montaña sagrada, el espíritu de este artista pudo habitar y, como si dijéramos, encantar los más bellos lugares de la tierra. Hasta el fin gustó esta belleza con ardiente sensibilidad; y en su caso no es una broma decir que habría gozado yendo a su propio entierro. Claro está que esta generalización tiene todavía demasiado de simplificación. No le fueron desconocidos, ¡ay!, como tendremos luego ocasión de notar, ambientes sórdidos y sombríos. Oscar Wilde dijo con cierta verdad que Stevenson habría podido producir novelas más ricas y purpúreas si hubiese vivido siempre en Gower Street; y él fue, ciertamente, uno de los pocos que habían logrado sentirse fogosos y llenos del espíritu de aventura en Bournemouth. Pero hablando en general, es cierto que el perfil de la vida de Stevenson fue romántico, y por eso, quizás, fue convertido con demasiada facilidad en una novela. Él mismo, deliberadamente, lo convirtió en novela, pero no todos aquellos noveleros fueron tan buenos novelistas como él. Así la novela tendió a convertirse en una mera repetición de chismorreos, y la romántica figura se diluyó en periodismo, como la figura de Robin Hood se diluyó en inacabables cuentos de miedo y series infantiles; como la figura de Micawber fue multiplicada y empobrecida hasta convertirla en Ally Sloper. Entonces vino la reacción; una reacción que yo calificaría más bien de excusable que de justificable. Pero esta reacción es el problema que presenta hoy día el estudio popular de Stevenson.
Ahora bien: si yo hubiese de seguir el método usual en libros como este, habría de empezar contando poco a poco y sistemáticamente, la historia que acabo de contar rápida y abreviadamente. Tendría que dedicar un capítulo a su tía preferida y a su niñera, todavía más querida; y a todas las cosas más o menos claramente registradas en A Child's garden of verses. Había de dedicar un capítulo a su juventud, a sus diferencias con su padre, a su lucha con su enfermedad, a sus luchas, todavía más fuertes, a propósito de su casamiento; y así, a todo lo largo del libro, para terminar con el retrato que tantas ilustraciones y biografías nos han hecho familiar; el enjuto semitropical Tusitala, con su largo cabello castaño, su largo rostro oliváceo y sus extraños y rasgados ojos, sentado, vestido de blanco o coronado de guirnaldas y contando historias a todas las tribus de los hombres. Ahora bien, lo triste de todo esto sería que equivaldría a decir, en una lenta serie de capítulos, que no hay nada más que decir sobre Stevenson, excepto lo que ya se ha dicho mil veces. Sería sugerir que la verdadera fama de Stevenson tadavía depende, en realidad, de esta sarta de accidentes pintorescos; y que no hay realmente nada por decir acerca de él, excepto que llevaba el cabello largo en el Savile Club, o vestidos ligeros en las montañas samoanas. Su vida fue realmente novelesca; pero repetir aquella novela es como reimprimir la Pimpinela Escarlata u ofrecer al mundo un nuevo retrato de Rodolfo Valentino. Es contra esta repetición que se ha producido la reación; quizás sin motivo, pero muy fuertemente. Y reproducirla a lo largo de todo este libro sería dar la impresión (que me mortificaría un poco) de que este libro no es más que el milésimo e innecesario volumen del stevensonismo. De cualquier modo que yo contase esta historia en detalle, aunque fuese con toda la simpatía que siento hacia él, no podría evitar aquella impresión de una especie de gastado periodismo. La actitud y la carrera pintoresca de Stevenson lo perjudican algo en este momento; no a mis ojos, porque a mí me gusta lo pintoresco, sino a los de esta nueva pose, que se podría llamar la pose de lo prosaico. Para estos desdichados realistas, decir que había en él todas estas cosas románticas es sólo otra manera de decir que no había nada en él. Y había muchísimo en él. Me veo obligado a adoptar algún otro método para ponerlo de relieve. Cuando intento describirlo, lo encuentro, quizás, más difícil de describir que de ponerlo en práctica. Pero lo que me propongo hacer es algo así: London Dodd, en quien hay mucho de Louis Stevenson, dice muy acertadamente en The Wrecker que para el artista el resultado externo es siempre como espuma que se escapa: sus ojos están vueltos hacia adentro: «vive para un estado de ánimo». Yo me propongo intentar la descripción conjetural de ciertos estados de ánimo mediante los libros que fueron su «expresión externa». Si para el artista su arte es espuma, a menudo su vida lo es todavía más; es todavía más una ficción. Es aquella de sus obras en que menos dice la verdad. Stevenson era más real que muchos, porque era más novelesco que muchos. Pero yo prefiero las novelas, que son todavía más reales. Quiero decir que los vagabundeos de Balfour me parecen más stevensonianos que los vagabundeos de Stevenson: que el duelo de Jekyll y Hyde es más ilustrador que la disputa de Stevenson y Henley: y que la verdadera vida privada se ha de buscar no en Samoa, sino en la Isla del Tesoro, porque donde está el tesoro está también el corazón.
En resumen; me propongo estudiar sus libros con ilustraciones de su vida; más bien que escribir su vida con ilustraciones de sus libros. Y lo hago así, no porque su vida no fuese tan interesante como cualquier libro, sino porque el hábito de hablar demasiado de su vida ha conducido ya, de hecho, a estimar demasiado poco su literatura. Sus ideas están siendo subestimadas precisamente porque no se estudian separada y seriamente como ideas. Su arte está siendo subestimado, precisamente porque no se le conceden ni siquiera las prerrogativas del Arte por el Arte. Hay ciertamente una curiosa ironía en el destino de los hombres de aquella época, que se entusiasmaban con esta máxima. Reclamaban que se les juzgase como artistas, no como hombres; y en realidad se les recuerda mucho más como hombres que como artistas. Son más los hombres que conocen las anécdotas whistlerianas que los que conocen los grabados whistlerianos: y el pobre Wilde vive en la historia como inmoral, más bien que como amoral. Pero hay una razón de peso para estudiar intrínsecos valores intelectuales en el caso de Stevenson; y no es necesario decir que donde la moderna máxima sería útil no se usa nunca. La nueva crítica de Stevenson es todavía una crítica de Stevenson más que de la obra de Stevenson; es siempre una crítica personal, y, a menudo, creo yo, una crítica malévola. Es simplemente tonto, por ejemplo, que un distinguido novelista sugiera que la correspondencia de Stevenson es un tenue hilo de soliloquio egoísta, desprovisto de afecto para nadie, excepto para sí mismo. La correspendencia de Stevenson rebosa de vivas expresiones de añoranza de personas y lugares determinados; prorrumpe por todas partes con deleite en aquel lenguaje peculiar de los escoceses que, como dijo Stevenson con mucha verdad, en otro sitio da una especial libertad a todos los términos del afecto. Stevenson, naturalmente, podía mentir, aunque no sé por qué un autor atareado había de mentir tanto para nada. Pero no veo cómo un hombre podía decir más para sugerir su necesidad del trato con amigos. Estos son hechos positivos de personalidad que nunca pueden ser probados o no probados. Yo no he conocido a Stevenson; pero he conocido a muchos de sus amigos y corresponsales favoritos. He conocido a Henry James y a Willian Archer; y todavía tengo el honor de tratar a sir James Barrie y a sir Edmund Goose. Y cualquiera que los conozca, por ligera y superficialmente que sea, debe saber que no son hombres para mantener durante años una correspondencia amistosa con un egoísta necio, insaciable y exigente sin descubrir que lo es; o para dejarse bombardear por aburridoras autobiografías sin aburrirse. Pero parece una lástima que estos críticos se sientan todavía llamados a hurgar en la correspondencia de Stevenson, cuando podrían pensar que ya empieza a ser hora de que se llegue a alguna conclusión acerca del puesto que ocupa Stevenson en la literatura. En todo caso, yo me propongo en la presente ocasión ser lo bastante perverso para interesarme por la literatura cuando trato de un literato; e interesarme especianmemte no sólo por la literatura que el hombre ha dejado, sino por la filosofía inherente a esta literatura. Y me intereso especialmente por cierta historia, que es realmente la historia de su vida, pero no exactamente la historia de su biografía. Fue una historia externa y espiritual; y los pasos de ella se han de encontrar más en las historias que el hombre escribió, que en sus actos externos. Está mejor contada en la diferencia que existe entre La Isla del Tesoro y La historia de una mentira, o entre A Child's garden of Verses y Markheim u Olalla, que en ninguna relación detallada de sus diferencias con su padre o de los fragmentarios amores de su juventud. Porque me parece que se puede sacar una moraleja del arte de Stevenson (si las sombras de Wilde y de Whistler no se indignan por ello) y es una que se relaciona con el futuro de la cultura europea y con la esperanza que ha de guiar a nuestros hijos. Si seré o no capaz de sacar esta moraleja y de hacerla lo bastante visible y clara, lo sé yo tan poco como el lector.
Sin embargo, en esta fase del ensayo quiero decir una cosa. Tengo, en cierto sentido una especie de teoría acerca de Stevenson; una visión de él que, acertada o no, se refiere a su vida y a su obra como un todo. Pero ella es quizás menos exclusivamente personal que mucha parte del interés que se ha tomado generalmente por su personalidad. Es, sin duda, todo lo contrario de los ataques que comúnmente, y sobre todo recientemente, se han dirigido a su personalidad. Así, los críticos gustan de sugerir que Stevenson no era más que un hombre muy consciente de sí mismo, que toda su importancia nacía de esta atención a todo lo suyo. Yo creo que el único trabajo grande e importante que hizo Stevenson para el mundo fue hecho inconscientemente. Muchos lo han censurado por adoptar poses; algunos lo han censurado por predicar. Pero a mí, lo que principalmente me interesa no es su mera pose, si es que era una pose, sino el amplio paisaje o fondo, sobre el cual estaba «posando», y que él mismo sólo en parte percibió, pero que viene a formar un cuadro histórico de alguna importancia. Y aunque es cierto que a veces predicó, y predicó muy bien, yo no estoy del todo seguro de que lo que predicó fuese lo mismo que enseñó. O, por decirlo de otro modo, lo que él pudo enseñar no fue tan grande como lo que podemos aprender. Por otra parte, muchos de estos críticos declaran que Stevenson fue solamente una maravilla de nueve días; una figura pasajera que acertó a atraer las miradas y hasta a influir en la moda; y que con aquella moda será olvidado. Yo creo que la lección de su vida sólo se verá cuando el tiempo haya revelado el pleno sentido de nuestras tendencias actuales; creo que será vista de lejos como un vasto plano o laberinto trazado sobre la ladera de una montaña; trazado, tal vez, por uno que ni siquiera veía el plano mientras trazaba los caminos. Creo que los viajes y las idas y venidas de Stevenson revelan una idea, y hasta una doctrina. Pero acaso fuese una doctrina en que él no creía o por lo menos no creía creer. En otras palabras, pienso que la significación de Stevenson se destacará más fuertemente en relación con problemas más importantes que empiezan a pesar de nuevo en el espíritu del hombre; pero de los cuales, muchos hombres apenas tienen conciencia en nuestro tiempo y no tenían ninguna en la suya. Pero cualquier contribución a la solución de estos problemas será recordada; y Stevenson aportó una contribución muy grande, probablemente más grande de lo que él se figuraba. Finalmente, estos mismos críticos no vacilan, en muchos casos, en acusarlo francamente de insincero. Yo diría que nadie tan abiertamente aficionado a la comedia como lo era él, puede ser insincero. Pero cuadra más, a mi intención presente, decir que su relación con la enorme media verdad que llevaba en sí, era por su misma simplicidad una señal de veracidad. Porque él tuvo la espléndida y resonante sinceridad de dar testimonio, con una voz que parecía una trompeta, de una verdad que no comprendía.

lunes, 18 de mayo de 2015

Tomás Eloy Martínez por Carlos Fuentes. La Gran Novela Latinoamericana.


(Tomás Eloy Martínez).
5. Hablando de mujeres, la actriz Eva Duarte protagonizaba en 1943 una serie radiofónica sobre mujeres célebres de la historia: María Antonieta, la emperatriz Carlota, Madame du Barry… Estos programas se anunciaban en la Biblia de la radiofonía argentina, Sintonía. Eran bastante atroces y la actriz era pésima. Tomás Eloy Martínez transcribe a la perfección sus parlamentos en la novela Santa Evita, «Masimiliano sufre, sufre, y yo me vuá volver loca!». Las películas de Eva Duarte no eran mejores; recuerdo haber visto una adaptación de La pródiga de Alarcón que, como anota Tomás Eloy, parece filmada antes de la invención del cine. Y en la portada de la revista Antena, Eva Duarte aparecía a veces con trajes de baño de mal corte, o disfrazada de marinero.
Así la conocí, de oídas, antes que al propio coronel Juan Domingo Perón, a la sazón ministro del Trabajo en el gabinete militar del general Edelmiro Farrel y rumorado, ya, como el poder detrás del trono. Cuál no sería mi sorpresa, al regresar a México en 1945, de saber que en 1944 Perón y Eva Duarte se habían conocido y que ahora, frente a las multitudes, interpretaban su propia radionovela, sin necesidad de imaginar, él, que era César, y ella, que era Cleopatra. La primera vez que los vi juntos en su balcón de la Plaza de Mayo, en el noticiero EMA, supe que de ahora en adelante, Eva Duarte y Juan Perón iban a interpretar a dos personajes llamados «Eva Duarte» y «Juan Perón», o como lo indica Tomás Eloy, dejaron de distinguir entre verdad y mentira, decidieron que la realidad sería lo que ellos quisieran: actuaron como novelistas. «La duda había desaparecido de sus vidas.»
Realidad y ficción. Se ha vuelto un tópico decir que en América Latina la ficción no puede competir con la realidad. Las novelas de Carpentier primero, de García Márquez y Roa Bastos en seguida, le dieron suprema e insuperable existencia literaria a esta verdad hiperbólica. No era —no es— posible, en este sentido, ir más allá de El otoño del patriarca y Yo el Supremo. Sin embargo, sigue siendo cierto que la novela difícilmente compite con la historia en Latinoamérica. Se ha citado una conversación que tuvimos García Márquez y yo a raíz de una increíble secuela de eventos latinoamericanos: Había que tirar los libros al mar, la realidad los había superado.
Tomás Eloy Martínez vuelve a los surtidores mismos de esta paradoja latinoamericana para recordarnos, primero, que en ella se encuentra el origen de la novela; en seguida, para someter la paradoja a la prueba de la biografía (la vida y muerte de un personaje histórico, Eva Perón); y finalmente, para devolver una historia documentada y documentable a su verdad verdadera, que es la ficción.
«El único deber que tenemos con la historia es re-escribirla», dice Oscar Wilde citado por Tomás Eloy. Y el propio autor argentino elabora: «Todo relato es, por definición, infiel. La realidad… no se puede contar ni repetir. Lo único que se puede hacer con la realidad es inventarla de nuevo». Y si la historia es otro de los géneros literarios, «¿por qué privarla de la imaginación, el desatino, la exageración, la derrota que son la materia prima de la literatura?».
Walter Benjamin escribió que cuando un ser histórico ha sido redimido se puede citar todo su pasado, tanto las apoteosis como los secretos. Imaginemos, por un momento, lo que pudo ser la vida irredenta de Eva Duarte, nacida en el «pueblecito» de Los Toldos el 9 de mayo de 1919, hija natural, muchacha prácticamente iletrada que nunca aprendió ortografía, que decía «voy al dontólogo» cuando iba al odontólogo, obligada a aprender urbanidad básica, una Eliza Doolittle de la Argentina profunda, esperando al Profesor Higgins que le enseñara a pronunciar las «erres». En vez, la llevó a Buenos Aires, a los quince años, el director de una orquesta de tangos bufa, llamado Cariño, quien acostumbraba disfrazarse de Chaplin.
Al iniciarse el ascenso de Eva Perón, la oligarquía y las élites argentinas le opusieron el desprecio más feroz. «Esa mina barata, esa copera bastarda, esa mierdita»: a los ojos de sus enemigos sociales, Eva Duarte era «una resurrección oscura de la barbarie». En un país convencido —engañado— de ser «tan etéreo y espiritual que lo creían evaporado», la derrota —mediata e inmediata— de la oligarquía argentina y sus pretensiones por «la mina barata» es una de las mejores historias de venganza política de nuestro tiempo.
El arma histórica de la vendetta de Evita fue una sola: no perdonar, no perdonar a nadie que la humilló, la insultó, la golpeó. Pero su arma mítica fue mucho más poderosa: Eva Duarte creía en los milagros de las radionovelas. «Pensaba que si hubo una Cenicienta, podía haber dos.» Esto es lo que ella sabía. Esto es lo que ignoraban sus enemigos. Evita era una Cenicienta armada. La Argentina no era el olimpo europeo de la América Latina.
La Cenicienta en el poder. Por sórdida y naturalista que sea la historia de los orígenes y el ascenso de Eva Duarte, la acompaña desde un principio otra historia, mítica, mágica, hiperbólica. Los enemigos de Evita no vieron más que la novela naturalista, a lo Zola: Evita Naná. Ella se propuso vivir la novela novelada, a lo Dumas: Cenicienta Montecristo. Pero ni ella ni sus enemigos veían más allá de la Argentina culta, parisina, cartesiana, que las élites porteñas, con Victoria Ocampo y la revista Sur a la cabeza, le ofrecían al mundo.
¿Pues no vencía la ficción a la historia, la imaginación a la realidad, en un país donde los soldados de un campamento perdido en la Patagonia ponían seis o siete perros contra una pared, atados, formaban un pelotón y los fusilaban en medio de tiros errados, aullidos y sangre? «Lo único que nos entretiene acá son los fusilamientos.» Tomás Eloy Martínez recuerda, y describe, la afición de los militares argentinos por las sectas, los criptogramas y las ciencias ocultas, culminando con el reino del «Brujo» López Rega, eminencia gris de la siguiente señora Perón, Isabelita. Sólo a la fábula fantástica puede pertenecer el plan de un coronel argentino para asesinar a Perón: cortarle la lengua mientras duerme. Y Eva misma, cuando conoce a Perón en 1944, empezaba ya a practicar su vocación filantrópica manteniendo a una tribu de albinos mudos escapados de los cotolengos. Se los presenta a Perón. Están desnudos, nadando en un lago de mierda. Horrorizado, Perón los despacha en un jeep. Los albinos se escapan, perdidos para siempre en los maizales. ¿Realidad o ficción? Respuesta: La realidad es ficción.
Tomás Eloy lo admite: las fuentes de su novela son dudosas, pero sólo en el sentido de que también lo son la realidad y el lenguaje. Se filtran deslices de la memoria, verdades impuras. «A lo mejor no estaba sucediendo nada de lo que parecía suceder. A lo mejor la historia no se construía con realidades sino con sueños. Los hombres soñaban hechos, y luego la escritura inventaba el pasado. No había vida, sólo relatos.»
Eva Perón, la Cenicienta en el poder, lo ejerció como la madrina de un cuento de hadas. Como un Robin Hood con faldas, lo daba todo, atendía a las inmensas colas de gente necesitada de un mueble, un traje de novia, un hospital. Argentina se convirtió en su Ínsula Barataria, sólo que el Quijote era ella y Sancho Panza su marido realista, jornalero, chato, sin el carisma que ella le dio, el mito que ella le inventó y que él acabó por aceptar e interpretar. Mítica, Eva Perón podía ser, sin embargo, tan dura como cualquier general o político. Pero esto era secundario al hecho central: Cenicienta no tenía que hacer malas películas y actuar en malas radionovelas. Cenicienta podía actuar en la historia y, lo que es más, verse en la historia. Tomás Eloy narra un maravilloso episodio en que Eva en la platea ve a Eva en la pantalla visitando al Papa Pío XII. La actriz frustrada va repitiendo en voz baja el diálogo silencioso entre la Primera Dama y el Santo Padre. Ya no es necesario actuar en los foros despreciados de Argentina Sono Film. Ahora el escenario es nada menos que el Vaticano, el Mundo… y el cielo. La historia perfecta, después de todo, sólo puede escribirla Dios. Pero imitar la imaginación de Dios es acceder, en la tierra, a su reino virtual. Santa Evita lo fue en vida: en 1951, una niña de 16 años, Evelina, le envía dos mil cartas a Evita, a razón de cinco o seis por día. Todas con el mismo texto, como se le reza a las Santas. Evita ya era en vida, como dice Ricardo Garibay de nuestra Santa Patrona Mexicana, la Virgen de Guadalumpen.
¿Cómo iba a soportar ese cuerpo, esa imagen, la enfermedad y la muerte? «Prefiero que me mate el dolor y no la tristeza», dice Eva Perón cuando su cáncer se vuelve terminal. A los treinta y tres años, la mujer poderosa, bella, adorada, caprichosa, filantrópica, la esposa de Perón pero también la Amante de los Descamisados, la Madre de los Grasitas, se hunde fatalmente en la intolerable muerte temprana, la joven parca se la lleva… Y la ficción que la rodea cada vez más se acentúa con la agonía. Su mayordomo, Renzi, retira los espejos de la recámara de la moribunda, inmoviliza las básculas en 46 perpetuos kilos, descompone los aparatos de radio para que ella no escuche el llanto de las multitudes: Evita se muere. Pero muerta, Eva Perón va a iniciar su verdadera vida. Ésta es la esencia de la alucinante novela de Tomás Eloy Martínez, Santa Evita.
Un cadáver errante. El Dr. Ara, una suerte de Frankenstein criollo, se va a encargar de darle vida inmortal al cadáver embalsamado de Eva Perón. «Evita se había tornado tensa y joven, como a los veinte años… Todo el cuerpo exhalaba un suave aroma de almendras y lavanda… una belleza que hacía olvidar todas las otras felicidades del universo.» El toque final de la teatralidad del Dr. Ara es poner a la muerta flotando en el aire puro, sostenida por hilos invisibles: «Los visitantes caían de rodillas y se levantaban mareados».
Al caer Perón en 1955, los nuevos militares decidieron desaparecer el cadáver de Evita. Pero no lo incineraron, con lo fácil que hubiera sido quemar esos tejidos rebosantes de químicos: volaría en cuanto le acercasen un fósforo. El presidente en funciones ordena, en cambio, que sólo se le dé cristiana sepultura. Es un cuerpo «más grande que el país», en el que los argentinos han ido metiendo todos «la mierda, el odio, las ganas de matarlo de nuevo». Y el llanto de la gente. Quizás dándole cristiana sepultura caerá en el olvido.
Pero Eva Perón, al fin dueña de su destino, se niega a desaparecer. Magistralmente, Tomás Eloy Martínez nos va develando la manera como Evita sigue viviendo, asegura su inmortalidad, porque su cuerpo se convierte en objeto de placer incluso para quienes la odian, incluso para sus guardianes… El fetichismo, indica Freud, es una alteración del objeto sexual. Provoca una satisfacción sustituta —satisfacción, pero también frustración—. Los guardianes del cadáver de Evita no sólo sustituyen el imposible amor sexual con la Diosa o Hetaira nacionales. Aseguran la supervivencia del cadáver, asistidos por el Dr. Ara que, por supuesto, se aferra a que su obra maestra perdure. Triplican el cadáver: uno real y dos copias, el real señalado por marcas ocultas en la oreja, en el sexo. Mueven el cadáver —los cadáveres— para despistar, para deshonrarlo y para seguirlo honrando, para monopolizar la posesión de Evita Perón en su errancia fúnebre, de desván a sala de proyecciones, a cárceles de la Patagonia, a camiones del ejército, a buques transatlánticos pasando por áticos familiares. La llaman La Difunta. ED. EM (Esa Mujer). La llaman «Persona».
Persona: la lengua francesa carece de nuestro rotundo «Nadie», del «nessuno» italiano, del «nobody» inglés. Le da a Nadie su Persona: Persona es respuesta negativa, elipsis de la inexistencia, sustantivo abstracto… De esa Persona que no es Nadie se enamoran los sucesivos carceleros del cadáver. El coronel Moori Koenig, encargado del secreto del cadáver, está a punto de destruirlo a base de zangoloteos, una Evita nómada que va y viene por la ciudad porque no hay ningún lugar seguro para ella —salvo, a la postre, la obsesión del propio coronel—. La odia. La necesita. La extraña. Ordena a sus oficiales orinarse sobre el cadáver. Pero no soporta la ausencia de Evita cuando otro oficial, el Loco Arancibia, la esconde en el ático de su casa y desencadena la tragedia familiar: la mujer de Arancibia muere invadiendo el sacro recinto de la muerta, Arancibia pierde la razón. Evita sobrevive a todas las calamidades. Su muerte es su ficción y es su realidad. Adonde quiera que es llevado, el cadáver amanece misteriosamente rodeado de cirios y flores. La tarea de los guardianes se vuelve imposible. Deben luchar con una muerte en cuya vida creen millones. Sus reapariciones son múltiples e idénticas: sólo dice que los tiempos futuros serán sombríos, y como siempre lo son, Santa Evita es infalible.
El embalsamador lo supo siempre: «Muerta, puede ser infinita».
Es el Dr. Ara quien se encarga, muerta Evita, de contestar las cartas que le siguen dirigiendo sus fieles, pidiendo trajes de novias, muebles, empleos. «Te beso desde el cielo», contesta la muerta. «Todos los días hablo con Dios». Los carceleros del cadáver son, ellos mismos, los prisioneros del fantasma de Persona, La Difunta, Esa Mujer. «Dejó de ser lo que dijo y lo que hizo para ser lo que dicen que dijo y lo que dicen que hizo».
El cuerpo de Eva Perón se muere pero no deja detrás su destino. El arte del embalsamador es semejante al del biógrafo. Consiste en paralizar una vida o un cuerpo, dice Tomás Eloy Martínez, «en la pose en que debe recordarlos la eternidad». Pero el de Evita es un destino incompleto. Necesita un destino último «pero para llegar a él habrá que atravesar quién sabe cuántos otros». Enloquecido por Eva, el coronel Moori Koenig cree asistir al destino de Persona cuando ve el alunizaje de los astronautas norteamericanos. Cuando Armstrong empieza a cavar para recoger piedras lunares, el coronel grita: «¡La están enterrando en la luna!». Yo me quedo, más bien, con este otro clímax: El capitán de artillería Milton Galarza acompaña el cadáver de Persona a Génova en el «Contessino Biancamano». El cuerpo embalsamado viaja en un féretro inmenso, zarandeado, relleno de periódicos, de ladrillos. La única diversión de Galarza durante la travesía es bajar a la bodega y conversar todas las noches con Persona. Eva Perón, su cadáver, «es un sol líquido».
El último enamorado. El formalista ruso Victor Shklovsky admiró la temeridad de los escritores capaces de revelar el entramado de sus novelas, exhibiendo impúdicamente sus métodos. Don Quijote y Tristram Shandy son dos ejemplos ilustres de este «desnudar del método»; Rayuela, un gran ejemplo contemporáneo. Tomás Eloy Martínez pertenece a ese club. Santa Evita está construida un poco a la manera del Ciudadano Kane de Orson Welles, con testimonios de un variado reparto que conoció a Evita y a su cadáver: el embalsamador, el mayordomo, la madre Juana Ibarguren, el proyeccionista del cine donde el ataúd estuvo escondido —segunda película—, detrás de la pantalla. El peinador de la señora, los militares que se ocuparon de su cadáver.
A todos ellos, sin embargo, los trascienden dos autores. Uno de ellos, abiertamente, es Tomás Eloy Martínez. Es consciente de lo que está haciendo. «Mito e historia se bifurcan y en el medio queda el reino desafiante de la ficción.» Quiere darle a su heroína una ficción porque la quiere, en cierto modo, salvar de la historia. «Si pudiéramos vernos dentro de la historia», dice Tomás Eloy, «sentiríamos terror. No habría historia, porque nadie querría moverse». Para superar ese terror, el novelista nos ofrece no vida, sólo relatos. «A lo mejor la historia no se construía con realidades sino con sueños. Los hombres soñaban hechos, y luego la escritura inventaba el pasado.» El novelista sabe que «la realidad no resucita, nace de otro modo, se transforma, se re-inventa a sí misma en las novelas».
Pero a partir de este credo, el novelista está condenado a vivir con el fantasma de su creación, con el sueño que inventa el pasado, con la ficción que se inserta entre mito e historia… «Así voy avanzando, día tras día, por el frágil filo entre lo mítico y lo verdadero, deslizándome entre las luces de lo que no fue y las oscuridades de lo que pudo haber sido. Me pierdo en esos pliegues, y Ella siempre me encuentra. Ella no cesa de existir, de existirme: hace de su existencia una exageración.»
Tomás Eloy Martínez es el último guardián de La Difunta, el último enamorado de Persona, el último historiador de Esa Mujer.
Santa Evita es la historia de un país latinoamericano autoengañado, que se imagina europeo, racional, civilizado, y amanece un día sin ilusiones, tan latinoamericano como El Salvador o Venezuela, más enloquecido porque jamás se creyó tan vulnerable, dolido de su amnesia porque debió recordar que también era el país de Facundo, de Rosas y de Arlt, tan brutalmente salvaje como sus militares torturadores, asesinos, destructores de familias, generaciones, profesiones enteras de argentinos.
Como la América Latina invade a la República Argentina, como los cabecitas negras van rodeando a la urbe parisina del Plata, así invadió Eva Duarte el corazón, la cabeza, las tripas, los sueños, las pesadillas de la Argentina. Alucinante novela gótica, perversa historia de amor, impresionante cuento de terror, alucinante, perversa, impresionante historia nacional à rebours, Santa Evita es todo eso y algo más.
Es la prueba del aserto de Walter Benjamin: cuando un ser histórico ha sido redimido, se puede citar todo su pasado, tanto las apoteosis como los secretos.
Los desaparecidos de Tomás Eloy. El lenguaje en la novela, portadora constante de la duda frente a la fe ideológica, la certeza religiosa o la conveniencia política, no puede dejar de lado ni ideología, ni religión ni política. Tampoco puede, la novela, ser dominada por cualquiera de ellas. Lo que puede hacer es convertir ideología, religión o política en problema, abriéndolas a la puerta de la interrogación, levantado el techo de la imaginación, bajando al sótano de la memoria, entrando a la recámara del amor y sobre todo, dejando la ventana abierta a la palabra de Pascal:
—J’ai un doute à vous proposer.
Regreso por ello a un novelista que es mi contemporáneo, Tomás Eloy Martínez, y su obra última —su última obra—, Purgatorio, donde el autor se propone novelar un tema inescapable: los desaparecidos, la práctica brutal y tétrica de la dictadura militar de los años 1976-1981, llamada «Proceso de Reorganización Nacional». Desaparecer y torturar a los disidentes enfrente de sus esposas e hijos, asesinar a todo sospechoso de leer, pensar o acusar de manera no aprobada por la dictadura, secuestrar a los niños, cambiarles el nombre y la familia.
Toda esta odiosa violación de la persona humana puede ser denunciada en un diario, un discurso, una manifestación.
¿Cómo incorporarla a la ficción, cuando la realidad supera a cualquier ficción?
Tomás Eloy Martínez, en Purgatorio, cuenta la historia de una mujer, Emilia Dupuy, hija de un poderoso argentino que apoya la dictadura y celebra sus distracciones, al grado de invitar a Orson Welles a filmar el campeonato mundial de fútbol, comparable al film de Leni Riefenstahl sobre la Olimpiada de Berlín. Emilia se ha casado con un cartógrafo, Simón Cardoso que, obligado a recorrer y medir el territorio, como es su obligación profesional, es confundido con un terrorista por la policía de la dictadura y desaparecido.
¿Adónde van a dar los desaparecidos? Emilia Dupuy sigue, desesperada, las posibles rutas del marido desaparecido, de Brasil a Venezuela a México y al cabo a Estados Unidos, hasta que, mujer de sesenta años, residente en una pequeña ciudad universitaria de Nueva Jersey, recobra al marido perdido.
Sólo que éste sigue siendo un hombre de treinta años y rompe la costumbre de Emilia, que es sentir la ausencia de la única persona que amó en la vida y que ahora regresa con una «sonrisa de un lugar muy lejano».
No digo más, sino que Orson Welles pone como condición para aparecer en la película que los militares hagan aparecer a los desaparecidos. Y es que en la novela, como en el cine, se pueden crear todas las realidades, imaginar lo que aún no existe y detener el tiempo.
Busquemos entonces, en la novela, la realidad de lo que la historia olvidó. Y porque la historia ha sido lo que es, la literatura nos ofrece lo que la historia no siempre ha sido.
Tomás Eloy Martínez fue —es— un maestro de este arte.

(Fuente: La Gran Novela Latinoamericana. Carlos Fuentes).

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