viernes, 7 de noviembre de 2014

El arte del asesinato 11 relatos de crimen e investigación.


El arte del asesinato
11 relatos de crimen e investigación

G. K. Chesterton
RESEÑA


Basil Grant, Horne Fisher, Gabriel Gale, Mr. Pond, el padre Brown... una verdadera galería de personajes excéntricos, diversamente locos, pero alumbrados por la llama del genio, todos ellos dados al sutil arte de resolver asesinatos o misterios aparentemente sin solución. Pero no sólo comparten el ingenio o la propensión a la paradoja: de alguna manera, todos ellos son Chesterton, máscaras o avatares del autor, por medio de los cuales nos invita a reflexionar sobre la condición de la sociedad o sobre la naturaleza humana. El presente volumen recoge once relatos de crimen y misterio extraídos de las obras detectivescas de G. K. Chesterton y, no sólo nos ofrece un amplio retrato de cada uno de estos personajes que forman su peculiar galería de investigadores, sino también, como es habitual en el autor, una sabia combinación de destreza en la exposición y en la ambientación, suspense, humor e ingenio.

 Las extraordinarias aventuras del comandante Brown
 El rostro en la diana
 El pozo sin fondo
 La casa del pavo real
 La joya púrpura
 Los tres jinetes del Apocalipsis
 Anillo de enamorados
 El jardín de humo
 La cruz azul
 El hombre en el pasaje
 La resurrección del padre Brown
 


Pienso que Chesterton es uno de los primeros escritores de nuestro tiempo y ello no sólo por su venturosa inven-ción, por su imaginación visual y por la felicidad pueril o divina que traslucen todas sus páginas, sino por sus virtudes retóricas, por sus puros méritos de destreza.
... hubiera podido ser un Edgar Allan Poe o un Kafka: prefirió —debemos agradecérselo— ser Chesterton.

Jorge Luis Borges

 
Investigadores de G.K. Chesterton


El criminal es el artista creativo, el detective sólo el crítico.
G.K. Chesterton
El candor del padre Brown
 Las extraordinarias aventuras del comandante Brown

Se diría que Rabelais, o su fantástico ilustrador, Gustave Doré, han tenido algo que ver en la creación y trazado de los pisos de las casas de Inglaterra y Norteamérica. Hay algo ver-daderamente gargantuesco en la idea de economizar espacio amontonando unas viviendas sobre otras, con sus correspon-dientes puertas y fachadas. En el caos y la complejidad de estas calles perpendiculares puede ocultarse o sobrevenir cualquier cosa, y creo que es en una de ellas donde el curioso puede en-contrar las oficinas de «El Club de los Negocios Raros». A pri-mera vista podría creerse que semejante título tendría que in-teresar y chocar forzosamente al transeúnte, pero nada choca ni interesa en estas confusas y monstruosas colmenas. El tran-seúnte concentra la atención en su prosaico objetivo —la Agen-cia de Embarque de Montenegro o la Delegación londinense de «El Centinela de Rutland»— y se desliza por los oscuros pasi-llos de igual manera que se atraviesan los sombríos corredores de un sueño. Si los Thugs  establecieran en uno de los grandes edificios de Norfolk Street una Compañía para el Asesinato de Extranjeros y colocaran en la oficina a un amable señor encar-gado de facilitar informes, podéis estar seguros de que nadie iría a pedirlos. Así pues, El Club de los Negocios Raros impera oculto en un gran edificio, como un fósil escondido en un gi-gantesco conglomerado de fósiles.
El carácter de esta sociedad, como más tarde se comprobó, puede explicarse en breves y sencillas palabras. Se trata de un club excéntrico y bohemio, para pertenecer al cual es condición indispensable que el candidato haya inventado la manera de ga-narse la vida. Su profesión tiene que ser absolutamente nueva. La definición exacta de semejante requisito se halla contenida en las dos cláusulas principales de los estatutos. En primer lugar, no debe tratarse de una simple variación de una industria exis-tente. Así, por ejemplo, el Club no admitiría a un agente de se-guros por el simple hecho de que en vez de asegurar los muebles contra el incendio, asegurara, pongamos por caso, los pantalo-nes de los hombres contra la posibilidad de ser desgarrados por un perro rabioso. El principio es el mismo (como hizo notar con agudeza e ingenio Sir Bradcock Burnaby-Bradcock en el subli-me y por demás elocuente discurso pronunciado en el Club al plantearse el problema en el asunto Stormby Smith). En segun-do lugar, la profesión tiene que constituir una fuente de ingresos de carácter genuinamente comercial, que mantenga económi-camente a su inventor. Así, el Club no admitiría a un hombre por el mero hecho de que se dedicara a coleccionar latas vacías de sardinas, a no ser que con ellas pudiera montar una industria decorosa. El profesor Chick aclaró perfectamente este punto. La verdad es que cuando se recuerda cuál era la nueva profesión del profesor Chick no sabe uno si echarse a reír o llorar.
El descubrimiento de esta extraña sociedad era una cosa su-mamente alentadora. Descubrir que había diez profesiones nuevas en el mundo era como contemplar el primer buque o al primer arado: producía la sensación de que el hombre se en-contraba todavía en la infancia del mundo.
Puedo decir, sin pecar de vanidoso, que no tenía nada de extraño que yo llegara a tropezar, al fin, con tan singular cor-poración, porque tengo la manía de pertenecer a todas las so-ciedades que me es posible. Podría decirse que soy un coleccio-nista de clubes, y lo cierto es que he logrado reunir una enorme y fantástica variedad de ejemplares desde los tiempos de mi osada juventud en que ingresé en el Ateneo. Puede que algún día refiera historias de algunas de las otras corporaciones a las que he pertenecido. Contaré quizá las hazañas de la Sociedad del Calzado del Muerto (comunidad aparentemente inmoral, pero que tenía sus oscuras razones de existencia). Explicaré el curioso origen de la asociación El Gato y el Cristiano, cuyo nombre ha dado lugar a lamentables tergiversaciones. Y el mundo sabrá, al menos, por qué el Instituto de Mecanógrafos se fusionó con la Liga del Tulipán Rojo. De El Club de las Diez Tazas de Té no me atreveré, por supuesto, a decir una palabra.
De todas maneras, la primera de mis revelaciones ha de re-ferirse a El Club de los Negocios Raros, el cual, como ya he di-cho, era una de esas asociaciones con la que forzosamente ha-bía de tropezarme tarde o temprano a causa de mi singular manía. La bulliciosa juventud de la metrópoli suele llamarme en broma «el rey de los Clubes». También «Querubín», alu-diendo al color sonrosado y juvenil que presenta mi semblante en el ocaso de la vida. Lo único que espero es que los espíritus celestiales coman tan bien como yo.
Pero el descubrimiento de El Club de los Negocios Raros ofrece un detalle curiosísimo, y este curiosísimo detalle es que no fue descubierto por mí, sino por mi amigo Basil Grant, un contemplativo, un místico, un hombre que rara vez salía de su buhardilla.
Pocas personas sabían algo de Basil, y no porque fuera inso-ciable ni mucho menos, pues si cualquier desconocido hubiera penetrado en sus habitaciones, le habría entretenido con su charla hasta el día siguiente. Pocas personas le conocían, por-que al igual que la mayoría de los poetas, podía pasarse sin los demás. Acogía una fisonomía humana con el mismo agrado con que podía acoger una repentina mutación de color en una puesta de sol, pero no sentía la necesidad de acudir a las reu-niones, del mismo modo que no experimentaba el menor de-seo de alterar las nubes del ocaso. Vivía en una extraña y cómo-da buhardilla en los tejados de Lambeth, rodeado de un caos de objetos que ofrecían un contraste singular con la sordidez del entorno: libros antiguos y fantásticos, espadas, armadu-ras... todos los trastos viejos del romanticismo. Pero entre to-das estas reliquias quijotescas destacaba su sagaz fisonomía de hombre moderno, su rostro inteligente de jurista. Sin embar-go, nadie más que yo sabía quién era.
A pesar del tiempo transcurrido, todo el mundo recuerda la escena terrible —a la vez que grotesca— que se desarrolló en , cuando uno de los jueces más sagaces y competen-tes de Inglaterra se volvió loco de repente en pleno tribunal. Por mi parte, yo interpreté el suceso a mi manera, pero en cuanto a los hechos escuetos no cabe discutir. El caso es que desde hacía muchos meses, e incluso años, la gente venía ob-servando algo anómalo en la conducta del juez. Parecía haber perdido todo interés por la Ley, en la que había brillado hasta entonces con la grandeza indescriptible de un comendador, y se dedicaba a dar consejos morales y personales a los sujetos in-teresados. Se comportaba más bien como un médico o un sa-cerdote, y con un lenguaje muy osado, por cierto. La primera señal de alarma debió darla, sin duda, cuando al sentenciar a un hombre que había intentado cometer un crimen pasional, le dijo: «Le condeno a usted a tres años de prisión bajo la firme y solemne convicción que Dios me ha dado, de que lo que usted necesita es pasar tres meses a la orilla del mar». Desde su es-trado acusaba a los delincuentes, no tanto por sus evidentes in-fracciones de la ley como por cosas de las cuales nunca se había oído hablar en los tribunales de justicia, reprochándoles su monstruoso egoísmo, su debilidad de carácter o su deliberado deseo de permanecer en la anormalidad. Las cosas llegaron al tolmo en aquel célebre proceso del robo del diamante, en el cual tuvo que comparecer el primer ministro en persona, aquel brillante patricio, para declarar en contra de su criado. Lina vez expuestos minuciosamente todos los pormenores de la vida doméstica, el juez requirió de nuevo la comparecencia del pri-mer ministro, y cuando éste hubo obedecido con sosegada dig-nidad, le dijo bruscamente, con áspera voz: «Búsquese otra ¡lima. Eso que usted tiene no sirve ni para un perro. Búsquese otra alma».
A los ojos de los perspicaces, todo esto no era natural-mente sino un anuncio de aquel día trágico y luctuoso en que el magistrado perdió definitivamente la sesera en pleno tribunal. Se trataba de un proceso escandaloso contra dos eminentísimos y poderosos financieros, acusados por igual de considerables defraudaciones. El proceso era complicado y duró mucho tiempo. Los abogados hicieron gala de una elocuencia interminable, pero tras varias semanas de trabajos y de retórica, llegó al fin el momento en que el eminente juez tenía que resumir su criterio, y se esperaba con avidez lino de sus famosos destellos geniales de aplastante lógica y lucidez. El magistrado había hablado muy poco en el transcurso del prolongado proceso, y al término de éste parecía triste y sombrío. Guardó silencio unos instantes, y de pronto se puso a cantar con voz estentórea, condensando su parecer, según se dice, del siguiente modo:

Tarará, tarará, tarará, 
Tarará, tarará, tarará, 
Tarará, tarará, tarará, 
Tarará, tarará.

A raíz de este suceso se retiró de la vida pública y alquiló la buhardilla de Lambeth.
Allí me encontraba yo sentado una tarde, a eso de las seis, saboreando una copa del excelente Borgoña que mi amigo guardaba tras un rimero de infolios impresos en caracteres gó-ticos. Basil se paseaba por la estancia, esgrimiendo, según su costumbre, una de las grandes espadas de su colección. El rojo resplandor del potente fuego que ardía en la chimenea ilumi-naba sus cuadradas facciones y su rebelde cabellera gris. Sus ojos azules se hallaban impregnados constantemente de una vaguedad de ensueños, y abría la boca para hablar con su aire soñador, cuando se abrió la puerta de par en par y penetró ja-deando en la estancia un hombre pálido y fogoso, de cabello rojizo, que llevaba un enorme abrigo de piel.
—Siento molestarte, Basil —balbució—. Me he tomado una libertad... He citado aquí a un hombre... un cliente... dentro de cinco minutos... Usted perdone, caballero —agregó hacién-dome una reverencia.
Basil me dirigió una sonrisa.
—¿No sabía usted —dijo— que yo tenía un hermano bastante práctico? Pues aquí lo tiene. Este es Mr. Rupert Grant, capaz de hacer todo lo que haya que hacer. Así como yo he fracasa-do en lo único que he emprendido, él ha triunfado en todo. Recuerdo que ha sido periodista, agente de fincas, naturalista, inventor, editor, maestro de escuela y... ¿qué eres ahora, Ru-pert?
—Soy, y llevo siéndolo durante algún tiempo —repuso Rupert con cierta dignidad—, detective privado... y aquí está mi cliente.
Un fuerte golpe en la puerta les interrumpió. Concedido el debido permiso, la puerta se abrió bruscamente, y un hombre «puesto y corpulento entró con energía en la estancia, dejó rui-dosamente su chistera encima de la mesa y dijo:
—Buenas tardes, señores.
La entonación que imprimía a sus palabras parecía denotar que se trataba de un ordenancista en el sentido militar, literario y social. Tenía una voluminosa cabeza, el cabello con estrías negras y grises, y su enorme bigote negro le daba un aspecto de ferocidad que contrastaba con la mirada triste de sus ojos azul de mar.
—Vamos a la otra habitación —me dijo Basil.
Y ya se dirigía a la puerta, cuando el recién llegado exclamó:
—De ningún modo. Quédense. Pueden ser de ayuda.
En cuanto le oí hablar, recordé de quién se trataba: era un tal comandante Brown, al que había conocido años antes en compañía de Basil. Había olvidado por completo su enérgica figura y su cabeza solemne, pero recordaba su especial modo de hablar, que consistía en proferir únicamente la cuarta parte de cada frase, y esto con tono seco, como la detonación de un fusil. No sé si se debía a la costumbre de dar órdenes a la tropa.
El comandante Brown poseía la Cruz de la Victoria. Era un militar competente y distinguido, pero no pasaba de ser un hombre de guerra. Como muchos de los férreos hombres que han conquistado la India, tenía las creencias y los gustos de una solterona. En su manera de vestir era meticuloso a la vez que recatado. En sus costumbres era de una rigurosa exactitud, hasta el punto de no tomar una taza de té sino en el momento preciso. Un solo entusiasmo le dominaba, que adquiría para él el carácter de una verdadera religión: el cultivo de pensamien-tos en su jardín. Cuando hablaba de su colección, sus ojos azu-les resplandecían como los de un niño a la vista de un juguete nuevo: esos mismos ojos que habían permanecido impertérri-tos cuando las tropas lanzaban sus vítores victoriosos alrededor del general Roberts, en Cadahar.
—Vamos a ver, comandante —dijo Rupert Grant con seño-rial cordialidad, acomodándose en una silla—. ¿Qué es lo que le ocurre?
—Pensamientos amarillos. La carbonera P. G. Northover —dijo el comandante con indignación.
Nosotros nos miramos unos a otros con gesto inquisitivo. Basil, abstraído como de costumbre, tenía los ojos cerrados y se limitó a decir:
—Perdón, pero no comprendo.
—Es un hecho. La calle, ¿sabe usted? El hombre, los pensa-mientos. En la tapia. La muerte para mí. Algo. Absurdo.
Nosotros no acabábamos de comprender. Al fin, trozo a tro-zo, y gracias sobre todo a la ayuda del aparentemente somno-liento Basil Grant, pudimos reconstruir la fragmentaria y exci-tada narración del comandante. Sería un crimen someter al lector a la tortura que hubimos de soportar nosotros, por lo cual referiré la historia del comandante Brown a mi manera. Sin em-bargo, el lector debe imaginarse la escena: los ojos de Basil, ce-rrados como en estado hipnótico, según su costumbre, y los de Rupert y los míos, que amenazaban con salirse de las órbitas a medida que escuchábamos una de las más sorprendentes histo-rias del mundo de labios de aquel hombrecillo vestido de frac, el cual, sentado como un palo en la silla, nos hablaba telegráfica-mente. Como ya he dicho, el comandante Brown era un militar consumado, pero en modo alguno entusiasta de su profesión. Lejos de lamentar su retiro a media paga, se había apresurado a alquilar un hotelito que se parecía en todo a una casa de múñe-las, y consagró el resto de sus días al cultivo de los pensamientos y al consumo de té ligero. La idea de que las batallas habían ter-minado para siempre una vez que colgó su espada en el peque-ño vestíbulo, consagrándose en cambio a empuñar el rastrillo en su diminuto y soleado jardín, era para él algo así como si hu-biera arribado a un puerto celestial. En su afición por la jardine-ría había algo del tipo del holandés meticuloso, y acaso se incli-nara también a tratar a sus flores como si fueran soldados. Era lino de esos hombres que son capaces de poner cuatro paraguas en el paragüero, en lugar de tres, con el objeto de que haya dos a cada lado. Para él la vida parecía ajustarse a un patrón inmutable. Por lo tanto, no cabe duda de que jamás habría imaginado que a unos metros de su paraíso de ladrillos se ocultaba algo ominoso destinado a hacerle zozobrar en un torbellino de inve-rosímiles aventuras, más increíbles, en efecto, que cuantas ha-bría podido presenciar o soñar nunca en la horrible selva o en el fragor de los combates.
Cierta tarde de sol y viento, ataviado con la meticulosidad que le era propia, el comandante había salido a dar su acos-tumbrado paseo. Al encaminarse de una a otra de las amplias «venidas que formaban los hoteles, quiso la casualidad que se metiera en una de esas interminables callejuelas que se encuentran a espaldas de una hilera de mansiones, y que por su aspec-to descolorido y solitario le hacen a uno experimentar la extraña sensación de que se encuentra entre los bastidores de un teatro. Pero si bien a la mayoría de nosotros la escena podría aparecérsenos sórdida y hostil, no le ocurría lo mismo al co-mandante, porque a lo largo del tosco camino de guijarros avanzaba algo que era para él como el desfile de una procesión religiosa para una persona devota. Un hombre corpulento y de pesado andar, con ojos azules de pez y un halo de barba rojiza, empujaba delante de sí una carretilla, en la que resplandecían incomparables flores. Había ejemplares magníficos de casi to-dos los órdenes, pero los que predominaban eran precisamente los pensamientos predilectos del comandante. Este se detuvo en el acto y, después de entablar conversación, entró en tratos con el jardinero comportándose como suelen comportarse en semejantes casos los coleccionistas y otros chiflados por el esti-lo, es decir, que comenzó por separar con una especie de an-gustia las mejores plantas de las peores, ensalzó unas, menos-preció otras, estableció una sutil escala que se extendía desde lo óptimo a lo raro y lo insignificante, y acabó finalmente por compararlas todas. Ya comenzaba el hombre a alejarse con su carretilla, cuando se detuvo de pronto y se aproximó al coman-dante.
—Oiga usted, caballero —le dijo—. Si le interesan estas cosas no tiene usted más que subirse a esa tapia.
—¡Ah, esa tapia! —exclamó escandalizado el comandante, cuya alma convencional desfallecía ante la simple idea de tan fantástica transgresión.
—En ese jardín se encuentra la más hermosa colección de pensamientos amarillos que existe en Inglaterra, señor —susu-rró el tentador—. Yo le ayudaré a subir.
Nadie sabrá jamás cómo sucedió aquello, pero el entusias-mo positivo del comandante triunfó sobre sus tradiciones ne-gativas y, dando un hábil salto que probaba que no necesitaba ayuda, se encontró encaramado a la tapia que circundaba el ex-traño jardín. Un segundo después, el roce de la levita en sus ro-dillas le hizo pensar que había cometido la mayor de las nece-dades, pero inmediatamente todos estos pensamientos triviales fueron ahogados por la más aterradora sorpresa que el viejo militar había experimentado nunca en el curso de su intrépida y azarosa existencia. Su mirada se posó en el jardín, y a través de un amplio macizo que ocupaba el centro de la pradera di-visó un vasto dibujo de pensamientos. Las flores eran magníficas, pero por primera vez no era el aspecto del jardín lo que absorbía la atención del comandante Brown, pues los pensa-mientos estaban dispuestos en gigantescas letras mayúsculas que formaban la siguiente frase:

MUERTE AL COMANDANTE BROWN

Un anciano de aspecto bondadoso, con patillas blancas, es— tuba rayando el jardín.
Brown se volvió rápidamente a mirar hacia el camino. El hombre de la carretilla había desaparecido como por encanto. Entonces contempló de nuevo el jardín y su increíble inscrip-ción. Otro hombre habría pensado que se había vuelto loco, pero Brown no imaginaba tal cosa. Cuando las damas románticas hablaban con gran efusión de su Cruz de la Victoria y de sus hazañas militares, el comandante se confesaba con tristeza que era un hombre prosaico, pero por la misma razón sabía que era un hombre incurablemente cuerdo. Del mismo modo, otro hombre se habría creído víctima de una broma pasajera, pero a Brown le costaba trabajo creerlo. Sabía por experiencia que aquella labor de jardinería era costosa y entretenida, y le parecía demasiado improbable que hubiera alguien que tirara el dinero a chorros para gastarle una broma. Así pues, al no en-contrar ninguna explicación al caso, admitió el hecho como un hombre de claro juicio y esperó el desarrollo de los aconte-cimientos sin inmutarse, como habría hecho de haberse dado de bruces con un hombre de seis piernas.
En aquel preciso instante alzó la vista el robusto anciano de las patillas blancas, y al ver a Brown se le cayó la regadera de la mano, que formó un charco de agua en los guijarros del sendero.
—¿Quién diablos es usted? —murmuró estremecido por vio-lentos temblores.
—Soy el comandante Brown —dijo nuestro hombre, que conservaba siempre la sangre fría en los momentos de acción.
El anciano se quedó con la boca abierta como un perro monstruoso. Al fin, balbuceó alocadamente:
—¡Baje! ¡Baje aquí!
—¡A sus órdenes! —dijo el comandante, dejándose caer sobre la hierba sin que se le escurriera de la cabeza el sombrero de copa.
El anciano le volvió sus anchas espaldas y echó a correr como un pato hacia la casa, seguido a grandes zancadas por el coman-dante. Su guía le condujo a través de los pasillos posteriores de una casa sombría pero suntuosamente adornada, hasta que lle-garon a la puerta de la habitación que daba a la fachada. Enton-ces el anciano se volvió hacia Brown con una cara en la que se reflejaba vagamente en la penumbra un terror apoplético.
—¡Por lo que más quiera, no mencione a los chacales! —le dijo.
A continuación abrió la puerta, dejando penetrar la luz de una lámpara y huyó estrepitosamente escalera abajo.
El comandante entró con el sombrero en la mano en una sala suntuosa y resplandeciente, repleta de adornos de bronce y cortinajes de abigarrados colores. Brown tenía los mejores mo-dales del mundo y, aunque no se lo esperaba, no se quedó nada desconcertado al ver que la única persona que ocupaba el apo-sento era una señora que se hallaba sentada junto a la ventana mirando al exterior.
—Señora —dijo inclinándose con sencillez—, soy el coman-dante Brown.
—Siéntese —dijo la mujer sin volver la cabeza.
Era una mujer esbelta, vestida de verde, con la cabellera ru-bia y un perfume que le recordaba el parque de Bedford.
—Supongo que vendrá usted a torturarme a propósito de las odiosas criaturas —dijo con tono lúgubre.
—Vengo para saber de qué se trata, señora —repuso el co-mandante—. Para saber por qué está escrito mi nombre en su jardín. Y no muy amigablemente, por cierto.
Brown hablaba con acritud porque la cosa le había llegado al alma. No es posible describir el efecto que producía en el es-píritu la escena de aquel plácido y soleado jardín, la incitación que aquello constituía para una persona aturdida y brutal. Rei-naba en el aire crepuscular una calma infinita, y la hierba pare-cía de oro en el sitio mismo en que las flores que contemplaba el comandante clamaban al cielo por su sangre.
—Ya sabe usted que no puedo volverme —dijo la dama—. Hasta que suenen las seis tengo que permanecer todas las tar-des mirando la calle.
Impulsado por una rara y desusada inspiración, el prosaico militar decidió aceptar sin extrañeza estos irritantes enigmas.
—Ya van a ser las seis —dijo.
Y apenas hubo hablado, el bárbaro reloj de bronce que colgaba de la pared dejó oír la primera campanada. Cuando terminaron de dar las seis, la mujer se puso bruscamente de pie y volvió hacia el comandante una de las caras más extra-ñas y atractivas que había visto en toda su vida. Aunque se-ductor en extremo, era francamente el rostro de un ser sobre-natural.
—Hace ya tres años que espero —exclamó la mujer—. Hoy es el aniversario. Tanto esperar casi le hace a una desear que la ho-rrenda cosa acabe de ocurrir de una vez.
Aún no había terminado de hablar, cuando un grito surcó de pronto el silencio circundante. A ras del suelo de la borrosa calle (ya empezaba a oscurecer) se oyó una voz que gritaba con ronca y despiadada claridad:
—¡Comandante Brown! ¡Comandante Brown! ¿Dónde vive el chacal?
Brown sabía actuar con rapidez y en silencio.
A grandes zancadas se encaminó a la puerta de la fachada y miró al exterior. Ningún vestigio de vida se advertía en la azu-lada neblina de la calle, donde comenzaban a brillar las luces amarillentas de uno o dos faroles. Al volverse, encontró tem-blando a la dama de verde.
—¡Es el fin! —exclamó la mujer con los labios convulsos—. ¡Será la muerte para los dos! Siempre que...
Pero sus palabras fueron ahogadas por otra ronca invoca-ción procedente de la tenebrosa calle, y articulada de nuevo con precisión tremenda.
—¡Comandante Brown! ¡Comandante Brown! ¿Cómo mu-rió el chacal?
Brown se precipitó a la puerta, pero nuevamente se vio de-fraudado. No se veía a nadie, aun cuando la calle era demasia-do larga y solitaria para que el misterioso personaje hubiera huido. A pesar de su sensatez, el comandante se hallaba un tan-to sobrecogido, y al cabo de un rato decidió regresar a la sala. Pero apenas había dado unos pasos cuando se oyó de nuevo la terrorífica voz:
—¡Comandante Brown! ¡Comandante Brown! ¿Dónde...?
De un salto, Brown se lanzó a la calle y logró llegar a tiem-po... a tiempo de ver algo que le heló la sangre en las venas. Los gritos parecían provenir de una cabeza sin cuerpo que reposaba en el pavimento.
Un instante después el lívido comandante comprendió de qué se trataba: un hombre asomaba la cabeza por la trampilla de la carbonera que daba a la calle. Inmediatamente la cabeza desapareció una vez más, y entonces el comandante Brown se volvió hacia la señora.
—¿Por dónde se entra a la carbonera? —le preguntó encami-nándose al pasillo.
Ella se quedó mirándole con ojos enloquecidos.
—¿No irá usted a bajar solo a esa oscura cueva —exclamó— es-táñelo allí esa fiera?
—¿Es por aquí? —dijo Brown, y descendió los escalones de la cocina de tres en tres.
El comandante abrió la puerta de una tenebrosa cavidad y se introdujo en ella a la vez que se palpaba en los bolsillos en busca de las cerillas. Cuando tenía la mano derecha ocupada en este menester, brotaron en la oscuridad un par de manos enormes y viscosas que según todas las apariencias pertenecían a un hom-bre de gigantesca estatura. Le cogieron por la nuca y le obliga-ron a doblarse en las asfixiantes tinieblas, como una imagen do-lorosa del destino. Pero aun cuando el comandante tenía oprimida la cabeza, conservaba toda su lucidez. Sin ofrecer la menor resistencia, cedió a la presión, hasta que casi se vio a cua-tro patas, y entonces, al advertir que las rodillas del monstruo invisible se encontraban a un palmo de distancia, no hizo más que extender una de sus largas, huesudas y diestras manos, aga-rró la pierna por un músculo y la arrancó del suelo, con lo cual el gigantesco adversario se desplomó estrepitosamente. El mis-terioso personaje forcejeó por levantarse, pero Brown había caí-do sobre él como un gato. Los dos rodaron por el suelo una y otra vez. A pesar de su corpulencia, era evidente que el agresor sólo pensaba en la fuga. Daba saltos de un lado a otro para ganar la puerta, pero el obstinado comandante le había cogido con fuerza por el cuello de la chaqueta, en tanto que con la mano li-bre se agarraba a una viga. Al fin hizo un violento esfuerzo para obligar a retroceder a aquel toro humano, en cuyo empeño el comandante creyó que se le rompería la mano y parte del brazo, pero fue otra cosa lo que se rompió, y la robusta silueta desapareció por la puerta de la carbonera dejando en poder de Brown una chaqueta desgarrada, único fruto de su aventura y único in-dicio para resolver el misterio, pues cuando el comandante su-bió de nuevo al aposento, la dama, los suntuosos cortinajes y to-dos los demás adornos de la casa habían desaparecido. Sólo se veían entarimados desnudos y blancas paredes.
—La señora formaba parte del complot, no cabe duda —dijo Rupert con aire pensativo.
El comandante Brown se puso colorado.
—Perdone usted —dijo—, pero no lo creo.
Rupert enarcó las cejas y le miró un instante, pero no dijo nada. Unos segundos después preguntó:
—¿Había algo en los bolsillos de la chaqueta?
—Había siete peniques y medio en calderilla y una monedita de tres peniques —dijo el comandante meticulosamente—. También había una pipa, un trozo de cuerda y esta carta.
Y la depositó sobre la mesa. Decía así:

Querido Mr. Plover:
Me entero, con pesar, de que han sobrevenido algu-nas dilaciones en el asunto del comandante Brown. Procure que, según se ha convenido, sea atacado ma-ñana. En la carbonera, por supuesto.
De usted afectísimo
P. G. Northover

Rupert Grant escuchaba la lectura de la carta, inclinado ha-cia delante y mirando con ojos de lince. De pronto preguntó:
—¿Está fechada en algún sitio?
—No... Digo sí —repuso Brown, mirando el papel—. 14, Tamers Court, North...
Rupert se puso en pie de un salto, dando una palmada.
—¿Qué hacemos aquí entonces? Vamos allá. Basil, déjame tu revólver.
Basil tenía los ojos fijos en las ascuas, como un hombre hip-notizado, y tardó algún tiempo en contestar.
—No creo que lo necesites —dijo.
—Puede que no —contestó Rupert, poniéndose su abrigo de pieles—. Vaya usted a saber. Pero cuando se va a un callejón os-curo en busca de unos criminales...
—¿Crees que se trata de criminales? —le preguntó su hermano.
Rupert se echó a reír a carcajadas.
—Es posible que a ti te parezca un experimento inocente or-denar a un subalterno que estrangule a un hombre inofensivo en una carbonera, pero...
—¿Crees tú que querían estrangular al comandante? —pre-guntó Basil con el mismo tono distante y monótono.
—Querido, veo que estabas dormido. Mira esta carta.
—Ya veo la carta —repuso tranquilamente el desequilibrado juez, aunque lo cierto era que seguía contemplando el fuego—. No creo que sea ésa la carta que un criminal escribiría a otro.
—¡Hijo mío, eres maravilloso!—exclamó Rupert dando me-dia vuelta con sus ojos azules chispeantes de risa—. Tus méto-dos me desconciertan. Porque, en fin, la carta está aquí. La te-nemos aquí escrita y en ella se ordena un crimen. Es como si dijeras que la columna de Nelson no es lo más fácil de encontrar en Trafalgar Square.
Basil Grant le escuchaba como acometido por una especie de risa silenciosa, pero sin hacer ningún otro movimiento.
—Todo eso está muy bien —repuso—; pero, desde luego, no es ésa la lógica que aquí hace falta precisamente. Se trata de una cuestión de atmósfera espiritual. Ésa no es una carta criminal.
—Lo es. Es un hecho indiscutible —clamó el otro en un arre-bato de cordura.
—¡Los hechos! —murmuró Basil, como quien mencionara unos animales extraños y remotos—, ¡Cómo oscurecen los he-chos la verdad! Yo seré un insensato (a decir verdad, no estoy en mis cabales); pero nunca he podido creer en ese hombre... ¿cómo se llama el protagonista de esas famosas historias...? Sherlock Holmes. Todos los detalles conducen a algo, no cabe duda; pero por regla general a algo equivocado. Los hechos apuntan, a mi parecer, en todas direcciones, como las ramas de un árbol. Únicamente es la vida del árbol la que ofrece unidad y la que se eleva... Únicamente es su verde savia la que brota como un surtidor hacia las estrellas.
—Pero ¿qué demonios puede significar esta carta si no es de un criminal?
—Tenemos toda la eternidad para pensarlo —repuso el místi-co—. Puede significar una infinidad de cosas. Yo no he visto aún ninguna de ellas. Sólo he visto la carta y me basta verla para decir que no es de un criminal.
—Pero ¿cuál es su origen?
—No tengo la menor idea.
—En ese caso, ¿por qué no admites la explicación vulgar?
Basil siguió contemplando un instante las brasas y pareció reconcentrar sus pensamientos en un esfuerzo humilde y dolo-roso. Al fin, dijo:
—Supongamos que salieras a pasear en una noche de luna. Supongamos que fueras a través de calles y plazas silenciosas y argentadas hasta llegar a un amplio desierto en el que entre otros monumentos descubrieras una estatua ataviada como una corista que bailara a la luz plateada de la luna. Y supongamos que al fijarte mejor observaras que se trataba de un hombre dis-frazado. Finalmente supongamos que miraras más atentamente y vieras que era Lord Kitchener. ¿Qué es lo que pensarías...?
Basil hizo una pausa, y luego prosiguió:
—No podrías adoptar la explicación vulgar. La explicación vulgar que puede darse de la adopción de indumentarias sin-gulares es que le sienten bien a uno, y creo que no se te ocurri-ría pensar que Lord Kitchener se había vestido de bailarina por un vulgar prurito de vanidad personal. Es mucho más proba-ble que pensaras que habría heredado la monomanía del baile «le alguna tatarabuela, o que habría sido hipnotizado por alguien, o amenazado quizá de muerte por una sociedad secreta ni rehusaba pasar la prueba. Si fuera Baden—Powell, pongamos por caso, podría tratarse de una apuesta, pero en el caso de Kitchener sería imposible. Yo tengo mis motivos para estar enterado, porque en mis tiempos de actividad pública le conocí bien. También conozco esa carta, y conozco bien a los criminales. Esa no es la carta de un criminal. Es una cuestión de ambiente.
Y Basil cerró los ojos y se pasó la mano por la frente. Rupert y el comandante le contemplaban entre respetuosos y compa-sivos. El primero dijo:
—Bueno, de todas maneras yo me marcho, y mientras no nos resuelvas tu problema espiritual, seguiré pensando que un hombre que manda a otro una carta encomendándole un cri-men, crimen que positivamente ha sido ejecutado aunque sin éxito, es un hombre, según todas las apariencias, de una mora-lidad un tanto dudosa. ¿Puedo coger tu revólver?
—Sin duda —dijo Basil poniéndose en pie—. Pero yo voy a acompañaros.
Y envolviéndose en una vieja capa, cogió un bastón de esto-que de un rincón.
—¿Es posible?—exclamó Rupert un tanto sorprendido—, ¡Si casi nunca sales de tu madriguera para ver lo que pasa por el mundo!
Basil se ajustó un viejo sombrero blanco, de tamaño enor-me, y replicó con inconsciente y desmedida arrogancia:
—Casi nunca ocurre nada en el mundo que yo no compren-da en el acto y no vaya a verlo.
Dicho esto, abrió la marcha en la noche púrpura.
Los cuatro nos deslizamos a lo largo de las iluminadas calles de Lambeth, y después de atravesar el puente de Westminster bordeamos el muelle para encaminarnos a la parte de Fleet Street en que se encontraba Tamers Court. La erguida y negra silueta del comandante Brown formaba, vista por detrás, un extraño contraste con las posturas inquisitivas del joven Rupert Grant, que adoptaba con infantil deleite todas las actitu-des dramáticas de los detectives de novela. La mejor de sus múltiples cualidades era el pueril interés que manifestaba por el color y la poesía de Londres. Basil, que caminaba detrás, ab-sorto en la contemplación de las estrellas, tenía todo el aire de un sonámbulo.
Rupert se detuvo en la esquina de Tamers Court, estreme-ciéndose de alegría ante la proximidad del peligro, y empuñó en el bolsillo del abrigo el revólver de su hermano.
—¿Entramos ya? —dijo.
—¿No avisamos a la policía? —preguntó el comandante Brown examinando con interés la calle de arriba abajo.
—No sé qué hacer —repuso Rupert frunciendo el ceño—. Desde luego, es evidente que la cosa no ofrece dudas, pero so-mos tres y...
—Yo no avisaría a la policía —dijo Basil con voz extraña.
Rupert se volvió para mirarle y se quedó atónito.
—¡Basil! —exclamó—. Estás temblando. ¿Qué te pasa? ¿Tienes miedo?
—El frío, quizá—dijo el comandante, observándole.
No cabía duda de que Basil Grant se estremecía. Al fin, tras unos momentos de atención, Rupert soltó un improperio.
—¡Te estás riendo! —exclamó—. Conozco bien esa maldita risa tuya, que te retuerce en silencio. ¿Qué diablos te hace tanta gracia, Basil? Nos ves aquí a los tres, a un paso de una madri-guera de maleantes...
—Pues yo no avisaría a la policía —dijo Basil—. Cuatro héroes como nosotros valemos por todo un ejército.
Y su cuerpo siguió estremeciéndose bajo el influjo de su misterioso regocijo. Rupert le volvió la espalda con irritación y se encaminó a grandes pasos hacia la misteriosa casa, seguido de todos nosotros. Cuando llegó a la puerta del número 14 se volvió bruscamente, con el revólver en la mano.
—¡Acérquense! —dijo con voz de mando—. Puede que el gra-nuja quiera fugarse en este mismo instante. Tenemos que abrir la puerta de golpe y precipitarnos adentro.
Inmediatamente los cuatro nos pegamos a la entrada con una rigidez de piedra, a excepción del viejo juez, que no cesaba en sus alegres convulsiones.
—Escuchen— dijo Rupert Grant, volviendo de pronto su pá-lido rostro y mirándonos con ojos ardientes por encima del hombro—. Cuando yo diga: «¡Cuatro!», síganme como una tromba. Si digo: «¡A por él!», échense encima de los granujas, sean quienes sean. Si digo: «¡Alto!», deténganse. Esto último lo diré si son más de tres. Si nos atacan, vaciaré el revólver sobre ellos. Basil, prepara tu bastón. ¡Vamos! ¡Una, dos, tres, cuatro!
Al proferir la última palabra, la puerta fue abierta de par en par y los cuatro penetramos en el interior como una tromba, pero sólo para quedarnos clavados en el sitio.
La habitación era una vulgar oficina pulcramente amue-blada, y parecía desierta a primera vista. Pero al mirar más atentamente vimos sentado, tras una inmensa mesa repleta de departamentos y cajones de asombrosa multiplicidad, un hombrecillo de negro y encerado bigote, con aire de ser un vul-garísimo empleado, que estaba escribiendo con gran atención.
Al mismo tiempo que nosotros nos parábamos, el hombre alzó la vista.
—¿Habían llamado ustedes? —preguntó con tono afable—. Siento mucho no haberles oído. ¿En qué puedo servirles?
Titubeamos un instante, y al fin, por consentimiento gene-ral, se adelantó el comandante, la víctima del ultraje.
Llevaba la carta en la mano, y su expresión era desacostum-bradamente feroz.
—¿Se llama usted P. G. Northover? —preguntó.
—Para servirle —contestó el otro sonriendo.
—Creo poder asegurar —dijo el comandante Brown con el semblante cada vez más ensombrecido— que esta carta ha sido escrita por usted.
Y, al decir esto, depositó violentamente la carta encima de la mesa con el puño crispado. El hombre llamado Northover la examinó con interés nada fingido y se limitó a asentir con la cabeza.
—Pues bien, caballero —dijo el comandante con indigna-ción—, ¿qué quiere decir esto?
—¿Qué quiere decir el qué? —contestó el hombre del bigote.
—Yo soy el comandante Brown —dijo nuestro amigo som-bríamente.
Northover se inclinó.
—Encantado de conocerle, caballero. ¿Qué tiene usted que decirme?
—¡Cómo decirle!—exclamó el comandante perdiendo los es-tribos—, ¡Lo que quiero es que se termine de una vez este mal-dito asunto! Deseo...
—Perfectamente, caballero —repuso Northover, poniéndose en pie a la vez que enarcaba ligeramente las cejas—. ¿Quiere us-ted tomar asiento un momento?
Y oprimió el botón de un timbre que sonó en una habitación contigua. El comandante apoyó la mano en el respaldo de la silla que se le ofrecía, pero permaneció de pie frotando y gol-peando el piso con su bruñida bota.
Momentos después, se abrió una puerta vidriera en el inte-rior y entró en la estancia un joven rubio vestido de levita.
—Mr. Hopson —le dijo Northover—, este caballero es el co-mandante Brown. ¿Quiere hacer el favor de terminar lo que le di esta mañana y traerlo?
—Sí, señor —repuso Mr. Hopson, desapareciendo como un relámpago.
—Señores —dijo el egregio con su radiante sonrisa—, ustedes perdonarán que continúe trabajando hasta que termine Mr. Hopson. Tengo que dejar algunos libros al corriente para po-der marcharme mañana de paseo. Que a todos nos gusta echar una cana al aire, ¿verdad? ¡Ja, ja!
El criminal cogió su pluma con una risa infantil y en la es-tancia reinó un profundo silencio; silencio plácido y laborioso por parte de Mr. P. G. Northover, furibundo y sombrío en cuanto a los demás.
Al fin, el rasguear de la pluma de Northover fue ahogado en la quietud por un golpe en la puerta. Casi al mismo tiempo se movió el picaporte y Mr. Hopson entró de nuevo con la mis-ma celeridad silenciosa, y después de depositar un papel delan-te del jefe volvió a desaparecer.
El hombre de la mesa se atusó y retorció unos instantes las puntas del bigote, mientras su mirada recorría el documento. De pronto cogió la pluma frunciendo ligeramente el ceño y alteró algo, murmurando: «¡Qué descuido!» Después leyó de nuevo el papel con la misma hermética atención y, por último, se lo tendió al frenético comandante, cuya mano tamborileaba furiosamente en el respaldo de la silla.
—Supongo que estará usted conforme, comandante —le dijo.
El comandante miró el papel. Si estaba conforme o no, más adelante se verá; pero lo que leyó fue lo siguiente:

EL COMANDANTE BROWN DEBE A P. G. NORTHOVER

1 de enero. Saldo anterior                   5      6      0

9 mayo. Por la colocación de
200 tiestos de pensamientos                2      0      0

Por los gastos de transporte
de las flores                                            0      15     0

Por el sueldo del mozo                  0       5      0

Por el alquiler de la casa y 
Jardín por un día                              1       0      0

Por la ornamentación de la
sala con cortinajes de colores, 
adornos de bronce, etcétera      3       0       0

Por el sueldo de Miss Jameson          1       0       0

ídem de Mr. Plover                             1       0       0

                     TOTAL                             14       6       0


—Pero... —dijo Brown después de una pausa mortal, mien-tras los ojos amenazaban salírsele de las órbitas—. ¿Qué demo-nios es esto?
—¿Que qué es? —repitió Northover enarcando las cejas con regocijo—, Pues es una cuenta, naturalmente.
—¡Mi cuenta! —exclamó el comandante, que creía perder el Juicio—. ¡Mi cuenta! Pero ¿qué es lo que usted pretende?
—¡Hombre!—repuso Northover riéndose a carcajadas—. Lo que  yo querría, por supuesto, es que me la abonara.
Al ser pronunciadas estas palabras, la mano del comandan-te se apoyaba todavía en el respaldo de la silla. Sin moverla apenas, el militar la levantó en el aire con una mano y se la tiró a Northover a la cabeza.
Las patas de la silla se destrozaron contra la mesa, de suerte que Northover sólo recibió un golpe en el codo al mismo tiem-po que se ponía en pie de un salto con los puños crispados. To-dos nosotros nos echamos encima de él como una avalancha mientras la silla rodaba por el suelo estrepitosamente.
—¡Soltadme, granujas! —gritó—. ¡Soltadme...!
¡Silencio! —exclamó Rupert con tono autoritario—. La ac-ción del comandante Brown es excusable. El abominable cri-men que usted ha intentado...
—Todo cliente tiene perfecto derecho a discutir una partida abusiva —le interrumpió Northover acaloradamente—, pero, ¡caramba!, no a tirarle a uno los muebles a la cabeza.
—¡Por Dios Santo! ¿Qué es lo que quiere usted decir con sus clientes y sus partidas? —gritó el comandante Brown, cuyo ca-rácter femenino, imperturbable en el dolor y en el peligro, se desquiciaba por completo en presencia de un prologado y exas-perante misterio—, ¿Quién es usted? Yo no le he visto en mi vida ni sé nada de sus estúpidas e insolentes cuentas. Lo que sé es que uno de sus malditos compinches trató de estrangularme...
—¡Locos! —exclamó Northover, mirando atónito a su alrede-dor—. ¡Todos están locos! ¡No sabía que anduvieran sueltos de cuatro en cuatro!
—¡Basta de tonterías!—dijo Rupert—. Sus crímenes han sido descubiertos. En la esquina hay apostado un policía. Aun cuan-do yo no soy más que un detective privado, asumo la responsa-bilidad de manifestarle que todo cuanto diga...
—¡Locos! —repitió Northover con aire agobiado.
En aquel preciso instante se oyó entre ellos, por primera vez, la voz extraña y soñolienta de Basil Grant.
—Comandante Brown —dijo—, ¿puedo hacerle una pregunta?
El militar volvió la cabeza con acrecentado desconcierto.
—¿Usted?—exclamó—, Claro, Mr. Grant.
—¿Puede decirme —dijo el místico con la cabeza inclinada y las cejas hundidas mientras trazaba un dibujo en el suelo con su bastón—, puede decirme cómo se llamaba el individuo que vivió en su casa antes que usted?
El desconcierto del infortunado comandante no hizo sino aumentar con este último e inútil desatino y contestó con cier-ta vaguedad:
—Sí, creo que sí. Era un hombre llamado Gurney, y algo más... Era un nombre con guión... Gurney—Brown: eso creo.
—¿Y cuándo cambió de dueño la casa? —dijo Basil alzando de pronto la vista.
Sus extraños ojos relucían con brillante fulgor.
—Yo la ocupé el mes pasado —repuso el comandante.
Al oír esto el criminal Northover se desplomó de pronto en su amplia silla y estalló en estrepitosas carcajadas.
—¡Oh! ¡Graciosísimo! —balbució dándose puñetazos en los brazos.
Northover se reía de modo ensordecedor. Basil Grant hacía lo mismo en silencio. En cuanto a los demás, sólo sentíamos que nuestras cabezas eran como endebles veletas bajo la furia del vendaval.
—¡Por Dios santo, Basil! —exclamó Rupert pataleando—. Si no quieres que me vuelva loco y te vacíe tu metafísica mollera, Haz el favor de explicarme lo que significa todo esto.
Northover se levantó.
—Caballero, permítame que me explique —dijo—. Y ante todo, permítame usted, comandante Brown, que le presente mis excusas por un error verdaderamente abominable e imper-donable que le ha causado a usted molestias e inquietudes, ante las cuales, por cierto, se ha comportado usted, si me per-mite decírselo, con asombroso valor y con suma dignidad. Por supuesto, no tiene usted por qué preocuparse de la cuenta. Las pérdidas corren de nuestro cargo.
Y rasgando el papel por la mitad, lo arrojó al cesto de los pa-líeles e hizo una reverencia.
—Pues no entiendo una palabra —exclamó—. ¿Qué cuenta? ¿Qué error? ¿Qué pérdida?
Mr. P. G. Northover se adelantó hasta el centro de la estan-cia con aire pensativo y no poca dignidad. Visto más de cerca, se observaban en él algunas otras cosas que su bigote, en parti-cular, un rostro enjuto y cetrino de halcón que no dejaba de re-flejar una profunda inteligencia. De repente dirigió la mirada hacia el militar.
—¿Sabe usted dónde se encuentra exactamente, comandan-te? —le dijo.
—Bien sabe Dios qué no lo sé —contestó el militar con fran-queza.
—Se encuentra usted —afirmó Northover— en las oficinas de la Agencia de Aventuras Ltd.
—¿Y qué es eso? —inquirió atónito Brown.
El hombre de negocios se inclinó sobre el respaldo de la silla y clavó sus negros ojos en el semblante del otro.
—Comandante —le dijo—, ¿no le ha ocurrido a usted nunca, cuando caminaba por una calle desierta en una tarde de ocio, experimentar un anhelo invencible de que sobreviniera algo, pero algo en consonancia con las sublimes palabras de Walt Whitman: «Algo pernicioso y temible, algo incompatible con una vida mezquina y piadosa, algo desconocido, algo absor-bente, algo desprendido de su anclaje que bogara en libertad»? ¿No ha sentido usted nunca eso?
—No, por cierto —contestó secamente el comandante.
—En ese caso tendré que explicarme mejor —agregó Northo-ver con un suspiro—. La Agencia de Aventuras ha sido creada para atender a un gran anhelo moderno. Por todas partes, en la conversación y en la literatura, se manifiesta el deseo de un más amplio teatro de acontecimientos, de algo que nos sorprenda y nos conduzca por insospechados y sublimes derroteros. Ahora bien, el hombre que siente el deseo de una vida variada, satisfa-ce una suma anual o trimestral a la Agencia de Aventuras, y ésta por su parte se encarga de rodearle de acontecimientos fantásti-cos y sorprendentes. Cuando el hombre en cuestión sale de casa, se le acerca un individuo excitadísimo que le asegura que existe un complot contra su vida, o bien el hombre coge un co-che y se ve conducido a un fumadero de opio, o recibe un tele-grama misterioso o una visita dramática, e inmediatamente se encuentra envuelto en una vorágine de acontecimientos. Para empezar, uno de los distinguidos novelistas que en estos mo-mentos trabajan atareadísimos en la habitación de al lado, es-cribe una historia interesantísima y emocionante. La de usted, comandante Brown (que se debe a la pluma de nuestro colabo-rador, Mr. Grigsby), es a mi parecer de un interés y una perfec-ción notables. Casi es una lástima que no vea usted el final. No creo que tenga que extenderme ya mucho para explicar el monstruoso error. Su predecesor en la casa que usted ocupa ahora, Mr. Gurney—Brown, estaba suscrito a nuestra agencia, y nuestros negligentes empleados, ignorando por igual la dignidad del guión y de la gloria de la graduación militar, se imagina-ron, sin duda, que el comandante Brown y Mr. Gurney—Brown eran la misma persona. Debido a esto se ha visto usted sumergi-do de pronto en una tragedia ajena.
—¿Cómo demonios puede funcionar una agencia tan extraor-dinaria? —preguntó Rupert Grant con los ojos chispeantes y fasci-nados.
—Nosotros creemos realizar una noble empresa —respondió Northover con ardor—. Constantemente nos ha obsesionado la idea de que no hay en la vida moderna nada más lamentable que el hecho de que el hombre moderno tiene que satisfacer todas las exigencias artísticas de una manera sedentaria. Si de— lea volar al país de las hadas lee un libro, y lo mismo hace si quiere sumirse en el fragor de las batallas, o elevarse a los cielos, o salvar toda clase de obstáculos. Nosotros le proporcionamos todas esas visiones, pero al mismo tiempo le obligamos a vivir-las, colocándole en la necesidad de saltar tapias, de pelearse con individuos extraños, de huir por largas calles de turbios perseguidores..., todos ellos ejercicios divertidos y saludables. Así le hacemos saborear un destello del mundo grandioso de Robin Hood y los caballeros andantes, en el que tenían lugar sublimes hazañas bajo un espléndido cielo. Así también le ha-lemos volver a los días de su infancia, esa divina edad en que podemos vivir con la imaginación, ser nuestros propios héroes, y al mismo tiempo bailar y soñar.
Basil le contemplaba con curiosidad. El descubrimiento psicológico más singular había quedado reservado para el fi-nal, pues al pronunciar sus últimas palabras, el hombrecillo de negocios tenía la mirada fulgurante de un fanático.
El comandante Brown acogió la explicación con gran senci-llez y muy buen humor.
—Bien argumentado, caballero, por supuesto —dijo—. No cabe duda, la idea es excelente; pero no creo... —se detuvo un momen-to y miró por la ventana con aire soñador—. No creo que a mí me convenza. La verdad es que cuando uno ha visto la cosa con sus propios ojos, ¿comprende...?, la sangre, los hombres muriendo, lo que uno quiere es tener una casita y una pequeña chifladura. Como dice la Biblia: «Allí encontrarás el descanso».
Northover le hizo una reverencia. Después, tras una breve pausa, agregó:
—Señores, les ofrezco mi tarjeta. Si alguno desea recurrir a mis servicios en cualquier momento, a pesar del criterio del co-mandante sobre el asunto...
—Le agradecería que me diera su tarjeta, caballero —dijo el comandante con voz brusca, aunque cortés—. Pagaré la silla.
El director de la Agencia de Aventuras le tendió la tarjeta riéndose. Decía así:

P. G. NORTHOVER. LICENCIADO EN LETRAS.
C. N. R.
AGENCIA DE AVENTURAS LTD.
14, TAMERS COURT. FLEET STREET.

—¿Qué diablos quiere decir «C. N. R.»? —preguntó Rupert Grant, mirando por encima del hombro del comandante.
—¿No lo sabe usted?—contestó Northover—, ¿No han oído ustedes hablar del Club de los Negocios Raros?
—Parece ser que hay multitud de cosas divertidas de las que nunca hemos oído hablar —dijo el comandante con aire pensa-tivo—, ¿Qué es?
—El Club de los Negocios Raros es una sociedad integrada exclusivamente por personas que han inventado alguna nueva y curiosa manera de hacer dinero. Yo soy uno de los miembros más antiguos.
Merece usted serlo —dijo Basil cogiendo su enorme sombrero y hablando por última vez aquella noche.
Cuando se hubieron marchado todos, el director de la Agencia de Aventuras sonrió con extraña sonrisa mientras apagaba el fuego y cerraba los cajones de su mesa.
—¡Gran tipo ese comandante! Cuando no se tiene algo de poeta se puede ser a cambio un verdadero poema. ¡Pero a quien se le diga que este hombre, metódico si los hay, ha caído en las redes de una de las historias de Grigsby...!
Y Northover se echó a reír a carcajadas en el silencio.
En el preciso instante en que se extinguía su risa, se oyó un golpe seco en la puerta, y una cabeza de lechuza, con negro bigote, asomó por ella con un aire un tanto absurdo de curiosi-dad y de súplica.
—¡Cómo! ¿Usted otra vez, comandante? —exclamó Northover sorprendido—. ¿En qué puedo servirle?
El comandante entró en la estancia con paso febril.
—Es terriblemente absurdo —declaró—; pero algo debe haber surgido dentro de mí que nunca he experimentado. El caso es que puedo jurarle que siento una curiosidad desesperada por conocer el final de todo eso.
—¿El final de qué?
—Sí —dijo el comandante—. Lo de los «chacales», y las escrituras, y lo de «Muerte al comandante Brown».
El agente se puso serio, pero sus ojos reflejaban cierto regocijo.
—Lo siento en el alma, comandante —le dijo—; pero lo que usted desea es imposible. No puede usted figurarse lo que me agradaría complacerle, pero las normas de la Agencia son rigurosísimas. Las aventuras tienen carácter confidencial y, como usted es un extraño, me está vedado revelarle ni una palabra más de lo que sea inevitable. Espero que usted lo comprenderá...
—Nadie puede comprender mejor que yo las reglas de la dis-ciplina —dijo Brown—. Muchísimas gracias. Buenas noches.
Y el pobre hombre se retiró definitivamente.

El comandante se casó más tarde con Miss Jameson, la dama del cabello rojizo y el vestido verde. Era una actriz con-tratada —igual que otras muchas— por la Agencia de Aventuras, y su matrimonio con el relamido veterano produjo cierta sen-sación entre sus espirituales amistades. Pero ella replicaba siempre con gran compostura, que si bien conocía a muchos que se habían comportado maravillosamente en las intrigas de Northover, sólo había visto a uno que se metiera con decisión en una carbonera en la que suponía que se ocultaba realmente un asesino.
El comandante y ella viven felices como dos tórtolas en un hotelito absurdo, y el primero se ha decidido ahora a fumar. En todo lo demás no ha cambiado, salvo que alguna que otra vez —aun siendo como es por naturaleza vivaracho y de un de-sinterés femenino— se queda absorto, sin embargo, en una es-pecie de abstracción. En esos momentos su mujer adivina con disimulado regocijo, por la mirada ciega de sus ojos azules, que está pensando en cuáles serían las escrituras aquellas, y en por qué le estaba vedado mencionar a los chacales. Pero como tan-tos otros viejos militares, Brown es un hombre religioso y cree que conocerá el resto de su fantástica aventura en un mundo mejor.

jueves, 6 de noviembre de 2014

Ricardo Piglia. Novela: Respiración artificial.


Publicada en 1980 por Ricardo Piglia, en plena dictadura militar, es una de las más logradas novelas de su tiempo.  Emilio Renzi, un joven escritor, reencuentra a Marcelo Maggi, su tío, un hombre envuelto en un escándalo familiar que,  tras su paso por la cárcel, vivirá en distintas provincias dedicado investigar la vida de Enrique Ossorio, un remoto colaborador/ espía de la época de Rosas. A través de él, Renzi va a dar con don Luciano, un ex senador postrado desde hace años en una silla de ruedas y dueño de un tesoro familiar:  un cofre repleto de papeles antiguos que habían pertenecido a Osorio.
Novela compleja, ensayística, erudita, Respiración artificial abre la década del 80 para la narrativa nacional y pone a Piglia en el centro del sistema literario argentino.

http://www.telam.com.ar/notas/201306/21153-10-libros-memorables-de-los-grandes-escritores-argentinos.html


***

JOAQUÍN MARCO
Respiración artificial, del argentino Ricardo Piglia (1940) se ha convertido, desde su publicación en 1980, en una novela de culto. La edición en España de algunas obras posteriores del autor permite situar este relato en el devenir de una obra que lo ha confirmado como uno de los más renovadores de la narrativa latinoamericana contemporánea. La estructura de Respiración artificial, dividida en dos partes bien diferenciadas, es muy compleja. Sirviéndose de un método parecido al de las cajas chinas las historias van enlazándose unas a otras a través de las relaciones familiares no exentas de misterio. El origen habrá que buscarlo en el oro que “el fundador” logró en California y trajo a la Argentina, permitiendo a la familia convertirse en latifundista. 

Cada personaje llegará envuelto en una historia que se desarrollará en forma de relato breve. Renzi (la acción se inicia en primera persona a través de una carta y una fotografía que nos retrotrae al pasado), personaje que advertiremos en otras obras, conecta con don Luciano, el suegro de su tío, un ex senador que logra moverse en su limitado espacio gracias a una silla de ruedas. éste recibió como legado un cofre repleto de papeles antiguos con los que pretende reivindicar la figura de Enrique Ossorio, turbio conspirador de la época de Rosas. Marcelo Maggi, el tío de Renzi, envuelto en un escándalo familiar, tras su paso por la cárcel vivirá en provincias dedicado a esta tarea investigadora. Piglia nos traslada de una historia a otra: el juego de tiempos/ espejos constituye una de las múltiples claves de la novela. De otro lado, el relato se torna ensayo cuando el autor trata sus opiniones sobre materias literarias, estéticas o se pregunta sobre la naturaleza de lo argentino. 

El polaco Tardewski, imaginario discípulo de Wittgenstein en Cambridge, parece un retrato alterado de Witold Gombrowicz, escritor que Piglia admira y cita en la novela. Bajo el título de “Descartes” esta segunda parte se convertirá en una novela ensayo en la que, invirtiendo las leyes de la lógica cartesiana, construirá tesis fascinantes, como las relaciones entre Kafka y Hitler. Advertiremos también la teoría sobre la evolución de la literatura argentina, la exaltación de la figura literaria de Roberto Artl, una extensa consideración sobre la lengua de los argentinos (parodiando a Borges), duras consideraciones sobre Ortega y Gasset, calificado como “rey de los Asnos Españoles o Asno I”. Heidegger aparece también como otro lector de Hitler. Tardewski descubre, por un azar en el que cree, las fuentes de aquella influencia en el British Museum, mientras dedica sus esfuerzos a elaborar su tesis doctoral. Trasladado a la Argentina, hubiera podido convertirse en un personaje intelectualmente influyente, pero su auténtica vocación es la del fracaso. Intelectualizada, la acción permite el despliegue de personajes y situaciones, como las cartas de mujeres que recibe Marconi, el poeta local.

Los epistolarios van a jugar, como fórmula literaria, un papel decisivo: el de Ossorio en Nueva York, por ejemplo, o el que analiza el extraño personaje de Arocena, quien tiene como objetivo descubrir en las de los años 40 extrañas claves y códigos secretos. Estas extrañas y a menudo incomprensibles situaciones recuerdan pasajes de Sábato. Hemos aludido ya a Borges parafraseado. Pero los mecanismos de asimilación serán de índole diversa: desde la novela histórica hasta el género de terror o el uso dialectal. De hecho, la novela epistolar se convierte en autobiográfica. Si Enrique Ossorio es el análisis de un exilio, también Tardewski forma parte de otro exilio. Los personajes principales de Piglia son incapaces de escapar a un destino previsto. Su determinismo es por naturaleza pesimista. Si los inicios del relato son faulknerianos -y así lo admite el autor- y, por ende, recuerdan también los seres fracasados de Onetti, el “vivir sin ilusiones”, la complejidad de tiempos y la decantación final hacia la novela-ensayo no convierten Respiración artificial en un mero repertorio inconexo de sistemas y fórmulas, en un compendio de lo que puede entenderse como tradición narrativa argentino-uruguaya. La novela logra entidad propia, porque Piglia es capaz de unificar registros, mantener la intriga y evocar los ecos de la parodia al tiempo que construye extravagantes personajes en épocas diversas y lanza teorías literarias, lingöísticas o históricas desde la lucidez y la inteligencia. Respiración artificial pasa a convertirse en lectura obligada. Sus complejidades son un aliciente más. 

miércoles, 5 de noviembre de 2014

OPINIÓN: Defensa inútil de Gabriel García Márquez Orlando Arroyave Álvarez.


NOTA: Los artículos de OPINIÓN son conceptualizaciones y criterios que no necesariamente tienen que seguir la misma orientación y parecer del suscrito. J. Méndez-Limbrick.
http://www.universocentro.com/NUMERO23/DefensaInutilDeGabrielGarciaMarquez.aspx
***
Defensa inútil de Gabriel García Márquez 
Orlando Arroyave Álvarez. 

El último libro de Gabriel García Márquez es una recopilación de discursos viejos, con un retintín de loro mojado insinuado en la misma carátula. Se dice, además, que el escritor de Aracataca anda a los tumbos en la nube espesa de sus 84 años. Uno de sus lectores, con olfato un tanto siniestro pero innegable devoción, ofrece esta suerte de obituario anticipado.

 Se le alaba
   cualquier creación,
   como si García Márquez
   fuera una fábrica
   de obras insuperables.
   Pero también
   se le conmina
   al silencio.


Guionista, maestro y poeta

Es un lastre el talento, la gloria literaria de Gabriel García Márquez. La literatura colombiana de las últimas décadas se construyó contra él: era campo minado, referente evitado, una sombra espantada en cada página. Detuvo, si se quiere, la imaginación de la literatura colombiana: cualquier eco fantástico (que algunos nombran, con la imprecisión de lo que nombran, como “mágico”) era percibido como plagio, y había en ese rechazo un horror con rostro de sacrilegio: sólo un Dios podía regentar tanto prodigio.

El prestigio de Gabriel García Márquez proviene de la promesa casi inadmisible de que se trata de un clásico. Imposible apostar a ese augurio precoz, pero él es la expresión que más se asemeja con lo que entendemos por “clásico”: referente local y mundial que ha sobrevivido como memoria por varias generaciones, y produce placer e inspiración a lectores y creadores. El clásico se funde con el habla cotidiana y con la cultura toda. Si nos declaráramos románticos, tendríamos que proponer que esa obra refleja varios tiempos —y aún culturas— en un solo espíritu. “Clásico” se le ha dicho a mansalva a otros escritores, como Anatole France.

Cuando se dio la fama de Cien años de soledad, se la emparentó con El Quijote y a su autor con Cervantes. Una desmesura. Pasolini fue más allá: llamó “impostor” a García Márquez. Ya en los años sesenta, el italiano percibía en Cien años de soledad “el ridículo” de que se tratara de una obra maestra; afirmaba que era “la novela de un escenógrafo o de un utilero, escrita con gran vitalidad y profusión del tradicional manierismo barroco latinoamericano, casi para uso de alguna gran casa cinematográfica norteamericana (si todavía existiesen) […] Los personajes son todos unos mecanismos inventados —en ocasiones con espléndida habilidad— por un guionista: poseen todos los tics demagógicos destinados al éxito espectacular”.

Gabriel García Márquez puede ser ese guionista con guiños populacheros que aspira a una superproducción, mas, para su desgracia, un escritor de guiones imposibles, esto es, sin posibilidad de hacerse cine. Después de El otoño del patriarca fue más explícita esa búsqueda imposible de guión cinematográfico; uno de sus libros puede leerse radicalmente como tal, con pretensiones de reportaje novelado: Crónica de una muerte anunciada. Las generaciones de escritores colombianos, posteriores a los grandes éxitos mundiales de Gabriel García Márquez, aprendieron de la ambición secreta de este escritor: que sus novelas tuvieran su espejo en una versión cinematográfica (o al menos en una telenovela).

También cabe conjeturar que García Márquez es algo más que un guionista de películas posibles o improbables. La hojarasca, El coronel no tiene quien le escriba, Cien años de soledad, algunos de sus cuentos, sus primeras crónicas periodísticas, El otoño del Patriarca —su mejor novela, sin descontar su falso empaque de sueño o pasadilla con aire de decorado—, El amor en los tiempos del cólera y su libro de recuerdos suelen ser aquilatados como “obras maestras” (si es que esta expresión puede sobreponerse a la industria cultural, que padece cada temporada de un legión de obras maestras, recién estrenadas, en su catálogo de novedades de verano o invierno en los países de estaciones, o en la temporada de ferias del libro en el trópico).

Tras estos libros de turbias pretensiones de guionista-novelista, cabe añadir otra confusa conjetura: se soñó poeta. O con más precisión, un escritor con ambiciones de artista; aunque hubo de resignarse a una poética de la imaginación esperpéntica y surrealista del contador de historias de estas tierras caribeñas. Se soñó Faulkner o Woolf, pero se resignó a la estirpe de Scherezada, con su imaginación adobada de trópico.

Se tropezó, a disgusto, con una poesía de oropel, de poeta confiando demasiado, casi con fervor, en los adjetivos que se resignaban a empollar prodigios. Antonio Caballero reprocha esa, en apariencia, virtud de García Márquez: “pájaro preso en una jaula de oro. […] [que se convirtió] en una reja manierista”. En sus últimas obras (exceptuando algunas páginas de El amor en los tiempos del cólera) busca escapar de la reja, diseñando frases sin adornos para ofrecer una poesía sin barroquismo y con un cierto vaho poético. Con el tiempo, del lirismo sin frenos, con pretensiones surrealistas —como aquellos enredijos sin resuello de desmesura maravillosa, propios de El Otoño del patriarca— pasó a una concisión narrativa casi famélica.
 

Las orejas afiladas del político

Siempre han asomado, entre páginas y declaraciones de García Márquez, las orejas del “escritor social” (expresión un tanto hiperbólica o eufemística que se puede reemplazar por “político”). Se ha pronunciado contra las “tiranías de derecha”, ha suscrito las revoluciones de Cuba o Centro América en los años de tiranías y de utopías socialistas… Sin embargo, su pasión fue la política local colombiana.

A lo largo de sus más de cuarenta años de hombre público con olor a clásico, el efecto político de García Márquez siempre fue importante para Colombia. Todos los políticos, unos más (Belisario), otros menos (Samper, Uribe, Pastrana) —exceptuando a Turbay, quien lo envió al exilio con su anticomunista y criminal Estatuto de Seguridad—, sabían que había que invitar a Gabo a Palacio; a una sede política, a una comisión de sabios, o darle un saludo en los discursos presidenciales, siempre tan inútiles. Ningún presidente colombiano podía quedarse sin una foto con él. Gabo parecía corresponder a esos requerimientos con entusiasmo. En 1971 hizo una confesión: “Leo prácticamente nada. Ya no me interesa. Leo reportajes y memorias, la vida de los hombres que han tenido poder; memorias y confidencias de secretarios, aunque sean falsas”.

Su función como escritor político consistió, en parte, en caminar como compañero de ruta de los pobres del mundo y en particular de los de América Latina (esa “patria inmensa de hombres alucinados y mujeres históricas”, como exclamaba con un tanto de imprecisión hiperbólica al recibir el Premio Nobel), lo que en síntesis es un lirismo sociológico de difusos vitalismos independistas, un tanto barroco, propio de la “Guerra Fría”. Dijo: “La violencia y el dolor desmesurados de nuestra historia son el resultado de injusticias seculares y amarguras sin cuento, y no una confabulación urdida a 3 mil leguas de nuestra casa. Pero muchos dirigentes y pensadores europeos lo han creído, con el infantilismo de los abuelos que olvidaron las locuras fructíferas de su juventud, como si no fuera posible otro destino que vivir a merced de los dos grandes dueños del mundo. Este es, amigos, el tamaño de nuestra soledad”.

Un escritor social con pocas luces como pensador político, podría glosarse como moraleja luego de leerlo con admiración. Incluso se le ha reprochado ser un idiota, como si fuera propagandista involuntario de sus taras. Eso vocifera Efraim Medina, el más lenguaraz de los escritores de su generación: “El hombre, no el escritor, es un idiota y no hay que poner mucha atención a lo que dice un idiota. […] Así como García Márquez ha enriquecido el mundo con sus narraciones lo ha empobrecido con su presencia. Su literatura es buena pero carece de pensamiento, ¿cuál es el pensamiento garciamarquiano? Ninguno. Cada vez que abre la boca nos avergüenza. Creo que en su caso la única razón para quererlo que tendrían sus amigos es sus libros ya que como persona ha demostrado ser un pequeño y mezquino adorador de dictadores, alguien que babea por cualquier cosa que huela a poder, así sea un podercito sucio y barato”. Medina puede entonar el poema de Hördelin (“Odio profundamente la turba de los grandes señores y de los sacerdotes, pero más odio al genio que se compromete con ellos”), pero ya nos resignamos a que ese idiota se erija en el Escritor Nacional Colombiano.

El marketing de un creador

Ha triunfado Gabriel García Márquez. Un nombre. En el imaginario promedio de los colombianos, es un escritor garantizado. Poco o nada importa que a sus obras se les notaran los decorados, los apuros del escenógrafo; los adjetivos que no querían empollar más prodigios. La fama suele, casi en forma inexorable, matar al gran autor. Lo mata el apremio de complacer a sus admiradores, la “atroz adulación al amo” que reprochara Pasolini.

Se le alaba cualquier creación, como si García Márquez fuera una fábrica de obras insuperables. Pero también se le conmina al silencio. Algunos, aún los menos lúcidos —que hacen legión en Colombia—, exigen con furia su silencio. Los más ufanos lo quieren llevar, como a un párvulo, a una clase magistral de primeras letras. “Gabo no sabe escribir”, “Un escritor de imperfecciones que triunfa”, claman los principitos y sastrecillos de las letras colombianas. Para comprobarlo se hacen antologías y torneos nacionales para descubrir el “error gramatical” de “nuestro premio Nobel”. Los gazaperos, esos buitres gramaticales, siempre estarán muy alimentados por las páginas de García Márquez. Otros, para demeritarlo, afirman que este escritor debe su gloria a sus traductores (como Maupassant o Dostoievski): mal escritor socorrido por las traducciones.

Pero los escritores se han resignado a no ser el mejor cuentista, el mejor novelista y uno de los mejores cronistas de Colombia; los lugares ya se encuentran ocupados: García Márquez está en el top. Es difícil ser generoso con lo que nos sobrepasa en nuestro oficio, pero el prestigio de la literatura colombiana —si tiene alguno— se lo debemos casi por entero a él. Nadie —ni los secretos mejor guardados, ni los escritores sin candado— lo ha superado en tres hazañas: ventas, “obras maestras” y prestigio.

“Esa luz puesta al aire que es un hombre”, como escribiera Quevedo y que somos todos, en Gabriel García Márquez es un poder cultural; un poder que en sí mismo es ya una gloria, en un país cuya única gloria es la guerra. Después de un largo regateo (Isaac, Rivera, Silva, Porfirio Barba, Carrasquilla, Espinosa) nos resignamos a que un “subversivo” —como lo llamaba la derecha colombiana en los 70— y, por añadidura, una de las mascotas más ilustres “del país positivo en el exterior”, fuera nuestro Escritor Nacional. El más importante acontecimiento cultural de Colombia en su vacilante vida republicana.

martes, 4 de noviembre de 2014

Hermann Broch. Poesía.


Cuando, arrestado por el gobierno nazi, pasó a la prisión de Altaussee, las visiones repetidas de una muerte inminente prepararon en él el humus del que nacería su ya mencionada obra capital, La muerte de Virgilio, sin duda una de las novelas más importantes del siglo XX. Algunos de los poemas aquí recogidos laten en la misma atmósfera, y son como fragmentos de prosa o versos extendidos musicalmente siguiendo una pauta interior; otros se aproximan a la poesía popular que lo llevó a incorporar la rima y buscar la música audible de las palabras.

 

Hermann Broch

 En mitad de la vida


Poesía completa



 Hermann Broch, 1913

Traducción: Montserrat Armas & Rafael-José Díaz

Editor digital: Banshee

Escaneo y OCR: Blok



  PRÓLOGO


 Oh, lenguaje, descriptor para sí mismo indescriptible, que busca

empujando hacia lo indescriptible.

Ninguna palabra viviría si no temblara por el extraño sonido de otro valle,

por el sonido de un aliento de allí, que eleva lo descriptible a lo indescriptible,

al porqué sin máscara, y es

el lenguaje sin máscara, por el que lucha el hombre,

su sonido de campana interrogante,

lo inexistente como su ser más profundo

lo inamante como su más profundo amor,

lo involuntario como su más profunda voluntad,

la disolución de lo humano —su más profunda humanidad.


Hermann Broch escribió estos versos en 1946. Llevaba años cortejando la lengua del arte, la que está más cerca de la poesía. Así y todo, Hanna Arendt afirma que fue poeta contra su voluntad: “ser poeta y no querer serlo constituyó el rasgo característico de su personalidad, inspiró la acción dramática de su obra más importante y se convirtió en el conflicto central de su vida”[1]. Pero Broch fue poeta incluso en sus obras en prosa, y aquella a la cual se refiere la ensayista, La muerte de Virgilio, lo situó pronto entre los grandes escritores del siglo XX. Precisamente el tema de dicha obra es la duda sobre la validez de la poesía, y en ella la Eneida debe ser quemada en aras del conocimiento empírico. Con todo, el conocimiento digno del arte, el verdadero conocimiento, es para Broch aquel que la poesía puede desvelar, pues existe “el deseo de todo arte, de todo arte grande […] de volver a ser mito, de volver a presentar la totalidad del universo”[2].
Esa totalidad que ha de ser expresada, una totalidad huidiza, fluctuante, sólo puede captarse mediante un conocimiento que supere el tiempo y la muerte. Y éste es el que Broch asigna al arte. El primer medio para descubrir ese “todo” es la simultaneidad lograda con la palabra. Y la palabra poética, que se mueve entre imagen y música, resulta adecuada a este fin, ya que lo que se pide al lenguaje es “hacer audibles y visibles unidades cognoscitivas”[3]. Y esto se hace patente en toda su escritura, hasta el punto de que la prosa se transforma en poesía en sus novelas.
Broch, de todos modos, no recogió en libro sus poemas; aparecieron reunidos por primera vez en sus obras completas en 1953[4]. Hijo del momento de predominio del cientifismo, que comportaba en literatura un enfoque concreto de la condición humana (cultura versus natura), pero heredero de la tendencia que nos habla de un modo de vivir poéticamente la naturaleza, la Naturlyrik, arraigada en la literatura alemana desde el Romanticismo (revitalizada por tres grandes poetas que se asimilan con el neorromanticismo, el simbolismo y el modernismo: Hofmannsthal, Rilke y Stefan George), y a un mismo tiempo alcanzado por el expresionismo —aunque lejos de la poesía de la gran ciudad, la Grosstadtlyrik—, Hermann Broch, a través de sus versos, va abriendo paso decidido a sus ideas, que acaban por concretarse en una particular construcción del poema.
Los aquí recogidos (escritos entre los años 1913 y 1949) permiten seguir los movimientos de su mente, que abarca tesituras abiertas. En el primero, “Misterio matemático” (que data de 1913), se erige un edificio —el mundo— sostenido en un solo concepto, el número, unidad de cantidad que sirve para delimitarlo todo, como vieron los pitagóricos y también Galileo, quien afirmó: “la naturaleza está escrita en caracteres matemáticos”, pero el fondo motor del poema es la totalidad. Broch parte de las matemáticas, pues considera que la razón científica y la imaginación creadora se sustentan por constituir dos ramas de un solo árbol, el del conocimiento; pero lo importante, para él, es expresar ese árbol. Este poema constituye un interesante punto de partida si tenemos en cuenta las palabras escritas por su autor en el ensayo Hofmannsthal y su tiempo:
la cosmogonía pitagórica —al reunir conocimiento, ética y arte en un todo arquitectónico—, está condicionada tanto por las matemáticas como por la música. El que vive en el campo simbólico del idioma, experimenta a cada sentencia que concibe y con la que pretende expresar una determinada verdad conceptual (no abstracta en su forma), que con el simple razonamiento lógico no se consigue su concepción y exposición idiomáticas, sino que para ello hay que recurrir a la lógica del arte, tal vez más profunda, tal vez más elevada, para que, con ayuda de su sistema arquitectónico, la expresión adquiera la validez y la fuerza necesarias”[5].
Arte y matemáticas buscarán ambos alcanzar esa “verdad transformada en conocimiento”[6], a la cual Broch aspira. La filosofía, para ello, resulta insuficiente, pues el conocimiento deseado sólo puede encarnarse en el mito y el logos.
Si bien Broch reprochaba a Hofmannsthal su conformismo y su esteticismo excesivo y no compartía el escepticismo que se le atribuye en la Carta de lord Chandos, en sus versos se detecta, en cambio, una proximidad. Y no sólo en sus versos, sino en el mismo planteamiento del arte como expresión de la totalidad, pues das Ganze es una palabra recurrente en la obra del autor de la Carta. En el mencionado estudio brochiano sobre ésta, toca algunos temas de los que se podría hablar al tratar de su propia obra: la ocultación del yo subjetivo en pro de una exposición lírica a través del objeto, la necesidad de identificación del artista con el no-yo o mundo, consistente en una cadena de asimilaciones, de “estructuraciones simbólicas, simbolización de símbolos” hasta lograr un “símbolo total”[7]; la no elevación de la belleza al rango de carácter absoluto; la paradoja del infinito del proceso creador o la constatación de la contradicción, e incluso lo que él llama “tarea bautismal de la poesía”[8], es decir, el carácter fundamental de la creación popular.
Todo esto surge, en sus poemas, unido al pensamiento, un mar —agua, pues, susceptible de reflejos fluctuantes— que sin cesar se mueve y presenta “formas infinitas” que hay que salvar, lo que sólo puede llevarse a cabo a través de la experiencia de la unidad, que abarca el yo y el mundo, tras la que late la unidad del logos. Se trata, pues, de saltar por encima de la dualidad, pero la dualidad está ahí, no sólo en la relación del yo con el mundo, sino en el hombre mismo: el contraste entre cuerpo y espíritu basta para despertar el dolor. Se trata también, en cierto modo, de seguir la vía abierta por Goethe, una síntesis de lo poético y lo racional —la cultura— que en último término es de naturaleza religiosa, pues para Broch todo lo que da forma a lo humano es sustentado por lo religioso:
Si se pudieran elevar realmente a un equilibrio todos los contenidos del mundo, si se pudiera formar y transformar realmente el mundo en un sistema de totalidad, en un sistema en el que cada parte condicione y sustente a la otra, si se pudiera instaurar realmente este estado —que la ciencia busca en lo rigurosamente racional—, se habría conseguido asimismo la satisfacción definitiva del ser, la liberación del mundo, en la que abocarán todos los esfuerzos metafísico-religiosos de la Humanidad[9].
Liberación, realidad, sueño, olvido, muerte, van asomando en los poemas escritos por Broch en los años treinta, especialmente sugerentes, sobre los cuales planea la sombra del simbolismo y que presentan un modo personal de evocación del pasado como integrante del momento hasta tal punto que la nostalgia queda desterrada, y el alma se hace espejeante, y se oyen campanas, incluso azules, y el eco de Trakl o Blok se desliza por los campos “verdes como brasas”, en un “cielo de flores” o en la “música de las estrellas apagada” (que al final vuelve a destellar) mientras lo invisible desciende, “la mirada busca lo inigualable” y la tierra, interrogada, entrega al final “su secreto”, aunque el enigma permanece.
La forma de esos poemas surge de reflejos o refracciones; una parte del poema se mira en la otra como en un espejo caprichoso, sin recibir siempre la imagen invertida, aunque en permanente contraste. Broch parece adherirse así a la posible intercambiabilidad de todo, a aquellas correspondencias que interesaron a Baudelaire, gracias a quien el poema adquirió valor en sí. Ello resulta claro en “Paisaje” o en “Como ya no te reconozco”, donde todo es interior-exterior, se busca el olvido del mundo y se sucede un doble olvido que comporta las dos caras del poema: en la primera —la exterior— surge algo que no se reconoce, pero se convierte en árbol que da sombra, y en el verde —las hojas— “se arrodilla mi sueño”. En la segunda —la interior— se alude al olvido de algo olvidado:
 Tiemblan las hojas de la luz,
oh, mundo… lleno de las sombras
llevo en mi olvido,
en la respiración y en el olvido
tu imagen profundamente olvidada.

Podría decirse que se trata de un modo de autogénesis de los versos y es posible describirlo en los mismos términos que Broch aplicaba a los relatos de Joyce: se registran los procesos del mundo exterior proyectando la figura del observador como factor integrante. Así el poema genera una espiral, que responde, sin duda, a la manera lírica de expresar la totalidad que sigue el autor, como en “Tormenta nocturna” o “Lo que nunca fue”, donde muerte y enigma llegan a identificarse, y a la vez se confunde con la poesía ese enigma que “descansa en el abrevadero del sueño” y que sólo el sueño puede alimentar y que, con todo, existe en el fondo real de cada vida. Esto hace que el poeta se pregunte:
 ¿Te atreves a mirar hacia abajo
en el pozo de millones de años?
¿Te atreves a reconocer en el fondo indistinto
el anillo de las tinieblas […]?

Resulta inevitable oír en este pozo el eco de aquel “hondo pozo” del poema “Misterio del universo”, de Hofmannsthal, que representa la conciencia de uno mismo, el profundizar hasta dar con lo auténtico, lo que tiene que mostrarse como cumplimiento correcto del destino, no como un sueño. Para Broch, en el pozo “se hunde una metáfora tras otra / y queda lo sobriamente irreal / inflamando a modo de invierno / el secreto.” Y su conclusión —aparente solución— se producirá en el momento de hallarse al borde de la muerte —“antes de que te arrojes al pozo de tu alma”—. Entonces, tal vez, la naturaleza desvele el enigma.
Del mismo año, 1934, data el poema titulado “Mitad de la vida”, donde esa espiral construye decididamente el proceso del pensar, resaltando la contradicción. Decían los surrealistas: “la contradicción no nos asusta”. Broch, sin embargo, parece estar más cerca de la afirmación de Vladimír Holan: “poeta estás sin contradicciones, estás sin posibilidades”, pues a ellas se va ajustando, y acaso sea esa contradicción el don de la buscada simultaneidad. Broch empieza por decir: “nadie es, / ni nada ha sido”, y sigue con versos como éstos: “¿tienes esperanza y aún esperas, como si hubiera espera en el tiempo sin tiempo?”, o bien: “Feliz y doloroso fue tu primer despertar, fue el primer don del resplandor”, al igual que: “Se arquea el espejo de lo incomprensible para siempre”.
Un paso más y los opuestos saltarán a un primer plano; se ha exigido “lo existente en lo inexistente, / la confianza en la desconfianza” y “ahora cada uno debe volver a morir solo”. Pues “en medio de un horror creciente / se vuelve más rica la vida, […] cada día se convierte en un día regalado, ilimitado ante la desconfianza”. Los sucesos terribles, esos corceles apocalípticos que pasan mientras los amantes se abrazan, llevan la contradicción al punto extremo. Las torturas hacen que se pierda el yo, y hasta la muerte es un sinsentido, pues ya no es Yo quien muere. Todo se pone en duda, todo, salvo la muerte, aparece como un imposible, y sólo grita el silencio (“la selva nocturna”), porque expresar es difícil: los ejecutados, si cantaran, lo harían en un lenguaje “en el que ninguna palabra se parece ya a otra”, “lo que ellos tendrían que decir sería mudo”. Su imagen misma lo reclama:
 Los miramos fijamente, nos miran fijamente:
los ojos, los suyos, los nuestros,
aún pueden mirar
y mentirse
que están viendo la figura humana.

Expresar es difícil, sí, cuando todo en derredor se derrumba y, además, se tiene la certeza, como la tenía Broch, de que “un arte que no es capaz de reproducir la totalidad del mundo no es arte”, y de que cada época debe acercarse a partir de la ciencia y la creación artística al todo para derivar en estilos de conocimiento y arte siempre nuevos.
Hermann Broch había sido arrestado por los nazis el día de la anexión de Austria por Alemania (1938), pero gracias a James Joyce pudo emigrar. Por entonces llevaba solamente diez años entregado a la literatura. Judío, nacido en Viena en 1886, orientó sus estudios con miras a administrar la fábrica textil de su familia, lo cual hizo hasta 1927. Mientras tanto, a partir de 1919, ejerció como crítico en diversas revistas y frecuento los cafés de la capital, donde conoció a importantes intelectuales, entre ellos Robert Musil y Franz Blei. A la edad de cuarenta años dio un cambio al rumbo de su vida y siguió cursos de matemáticas, filosofía y sicología en la universidad donde hacia 1929 se formó el conocido Círculo de Viena, de carácter positivista, cuyos miembros aspiraban al rigor de la moderna lógica matemática. Ante la actitud de sus profesores, que consideraban anticuada la metafísica, Broch abandonó los estudios y se entregó de lleno a la escritura, hasta su muerte, el 30 de mayo de 1951, en New Haven, Connecticut, última estación de un exilio durante el cual ayudó incesantemente a otros refugiados europeos.
Cuando, arrestado por el gobierno nazi, pasó a la prisión de Altaussee, las visiones repetidas de una muerte inminente prepararon en él el humus del que nacería su ya mencionada obra capital, La muerte de “Virgilio, sin duda una de las novelas más importantes del siglo XX. Algunos de los poemas aquí recogidos laten en la misma atmósfera, y son como fragmentos de prosa o versos extendidos musicalmente siguiendo una pauta interior; otros, por el contrario, se aproximan a la poesía popular que él tanto consideraba y que lo llevó a incorporar la rima y buscar la música audible de las palabras. Se trata de una escritura poética no sólo intensa, sino atrevida por su modo de incorporar la inteligencia al lenguaje, ya que es el “interregno del conocimiento terrenal”[10]. Y es también bellamente evocadora, en tanto que poesía
es espera que mira en la media luz, poesía es abismo en presentimiento del crepúsculo, es espera en el umbral, es comunidad y soledad al mismo tiempo […], aún no partida, pero continua despedida[11].
Finalmente, los poemas de Broch son, ante todo, profundos, de acuerdo con su concepto de la poesía, que para él es también (como dice por boca de Virgilio) “la más extraña de todas las actividades humanas, la única que sirve para el conocimiento de la muerte”[12].
CLARA JANÉS


  MISTERIO MATEMÁTICO


Con mesura se abre lo inconsciente
Y en lo infinito el mundo alza su vuelo.
Siento cómo el juicio se pronuncia;
Con admiración sigo su curso.
Sostenido en un solo concepto
Se erige vertical un edificio:
Y se une a miríadas de estrellas
Que una divinidad lejana alumbra.
El Yo, por fuerza, ha de reconocer
Que sólo contiene la verdad en la forma
Y puede consumirse en esta llama fría.
Pero aunque sean innumerables las manifestaciones de la forma,
Nada puede separarlas de la unidad.
En la más profunda profundidad aparece, soleado, el mundo.
(1913)



  AMOR INCIPIENTE


El sentimiento sigue estando
tan cerca y tan lejos de nosotros
como un viejo juego de niños.
Lo que un día vivimos como en sueños
y nunca más vislumbramos,
lo buscamos en nuestro amor
y ofrecemos, temblorosas, las manos.
(1914)



  CUATRO SONETOS SOBRE EL PROBLEMA METAFÍSICO DEL CONOCIMIENTO DE LA REALIDAD


 I. Maldición de lo relativo


¿Siento el asombro? ¿Se asombra mi yo?
De qué frontera vienes tú,
Pensamiento, ¡profundísima casualidad!
Me balanceo en el espacio de la muerte.
Vociferante y eterno, Ahasvero.
Equilibrio que oscila, como imagen frenética,
Ciega es la costa que te quiebra,
Palabra contemplativa en el mar del pensamiento,
Espejo irónico del hundimiento más infinito…
Pero, mira, la palabra quiere revelarse
Como proporción sonriente de una señal suspendida
Y en el sentimiento de formas infinitas
Debo, cobarde, permitir que me salve una fulguración de mundos,
Como si yaciera en unos brazos femeninos.

 II. Eros triste


De nuevo debemos experimentarnos en el sentimiento
E inclinar mutuamente nuestros labios
Y humillar nuestras pobres soledades
Para que busquen juntas lo eterno.
De la dualidad de nuestra vida cotidiana ha de surgir
La unidad del todo, los esfuerzos más humanos
Y la espera sosegada en las jerarquías de Dios,
Que en el sentimiento quiere mostrarse presintiendo.
Pero tímidamente se desatan de nuevo las manos
Que se juntaron para tal trascendencia,
Y estremeciéndonos desatamos los miembros enredados como los de los animales:
Sabemos ya en el placer que somos intercambiables
Y un azar procedente de los altibajos
De la simetría entretejida en el meandro eterno de Eros.

 III. El cómico


Los cráneos escupen seriamente palabras en el aire,
Seriamente se logra así la inteligencia;
El espacio vacío se enmadera a diario
Y yo cuelgo dentro, solo y sin nombre:
La imagen de la vida se desliza en el círculo más lejano
Y no es espantosa ni cómica, no:
El tiempo del mundo está lejos —¡Ea!, qué infinitamente pequeña
Emana la frialdad vacía de su gesto de cine.
¡Dónde está lo sagrado en una noche así!
¡Dónde está la salvación del bostezo angustiado!
Oh, mujer, te grito desde mi anhelo de mundos,
Oh, que la profundidad de tu aliento pliegue con calma la noche:
Así, me inclino sumiso sobre tus patas
Y en mi fiebre caen frías obscenidades.

 IV. Niveles del éxtasis


Deben besarse de nuevo nuestros labios,
Lo que los conceptos nos asesinan continuamente:
Vivencia, ser-yo, mundo, se ha vuelto durante mucho tiempo abstracto,
Vislumbrando algo hermoso, sólo podemos conocer
Y conociendo buscamos un yo, siempre oculto,
Que sólo tiene el poder de borrar fronteras,
Que eleva el oscuro placer a lo creativo
Del puro éxtasis de una mañana jamás lograda:
En él la unidad puede desplegarse en el todo
Y una dualidad formar el mundo de Dios…
Cercano en el buscar pero eternamente alejado…
La fuerza del origen hace señas con manos suaves.
Ondea una cinta de primavera, y nos quiere devolver
El olvidado sueño del país de la infancia.
(1915)

lunes, 3 de noviembre de 2014

Carlos Fuentes. LECTURA. Del libro: EN ESTO CREO.


LECTURA
Don Quijote es un lector. Más bien dicho: su lectura es su locura. Poseído de la locura de la lectura. Don Quijote quisiera convertir en realidad lo que ha leído: los libros de caballería. El mundo real, mundo de cabreros y asaltantes, de venteros, maritornes y cuerdas de presos, rehusa la ilusión de Don Quijote, zarandea al hidalgo, lo mantea, lo apalea.
A pesar de todas las golpizas de la realidad, Don Quijote persiste en ver gigantes donde sólo hay molinos. Los ve, porque así le dicen sus libros que debe ver.
Pero hay un momento extraordinario en que Don Quijote, el voraz lector, descubre que él, el lector, también es leído.
Es el momento en que un personaje literario, Don Quijote, por primera vez en la historia de la literatura, entra a una imprenta en, where else?, Barcelona. Ha llegado hasta allí para denunciar la versión apócrifa de sus aventuras publicadas por un tal Avellaneda y decirle al mundo que él, el auténtico Don Quijote, no es el falso Don Quijote de la versión de Avellaneda.
En Barcelona, Don Quijote, paseándose por la ciudad condal, ve un letrero que dice «Aquí se imprimen libros», entra y observa el trabajo de la imprenta, «viendo tirar en una parte, corregir en otra, componer en ésta, enmendar en aquélla», hasta darse cuenta de que lo que allí se está imprimiendo es su propia novela. El ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha, un libro donde, para asombro de Sancho, se cuentan cosas que sólo él y su amo se dijeron, secretos que ahora la impresión y la lectura hacen públicos, sujetando a los protagonistas de la historia al conocimiento y al examen críticos, democráticos. Ha muerto la escolástica. Ha nacido el libre examen.
No hay momento que mejor revele el carácter liberador de la edición, publicación y lectura de un libro, que éste. Desde entonces la literatura y, por extensión, el libro, han sido los depositarios de una verdad revelada no por Dios o el poder, sino por la imaginación, es decir, por la facultad humana de mediar entre la sensación y la percepción y de fundar, sobre dicha mediación, una nueva realidad que no existiría más sin la experiencia verbal del Quijote de Cervantes, o del Canto General de Neruda, o del Rojo y negro de Stendhal.
¿Es esta mediación íntima pero compartible, secreta pero pública, entre el lector y el libro, entre el espectador y la obra de arte, lo que se está perdiendo en la llamada posmodernidad? ¿Asistimos en verdad al fin de la era de Gutenberg y Cervantes, los cinco siglos de primacía cultural del libro y la lectura, a favor de la era de Ted Turner y Bill Gates, en la que sólo lo que vemos directamente en la pantalla de televisión o en la computadora es digno de crédito?
Yo crecí en la era de la radio, cuando para confirmar la gran faena del torero Manolete dicha por el locutor de la cadena de radio XEW, había que acudir a los periódicos a fin de cerciorarse de la verdad: sí, era cierto, el Monstruo de Córdoba cortó oreja y rabo. Era cierto porque estaba escrito. Hoy. el bombardeo de Bagdad ocurre al mismo tiempo que es visto en la pantalla de televisión.
No hay que confirmarlo por escrito. Es más: ni siquiera hay que entenderlo políticamente. Hemos visto, gracias a la ubicuidad e instantaneidad de la imagen, un espectáculo deslumbrante a colores. A los muertos, ni los vimos ni los oímos.
El dilema del destino del libro y la lectura en nuestro tiempo: dos ilustraciones extremas.
Basta internarse en el mundo indígena de México para conocer, con asombro, la capacidad de los hombres y mujeres de los pueblos aborígenes para contar historias y rememorar mitos. Pobres e iletrados, los indios de México no son seres culturalmente desprovistos. Tarahumaras y huicholes, mazatecos y tzotziles, poseen un extraordinario talento para recordar e imaginar sueños y pesadillas, catástrofes cósmicas y deslumbrantes renacimientos, así como los detalles minuciosos de la vida cotidiana.
Con razón dijo Fernando Benítez, el gran escritor mexicano que los documentó exhaustivamente: cada vez que muere un indio, mueren con él o ella toda una biblioteca.
En el otro extremo se encuentra una fantasía terriblemente actualizable. el libro Fahrenheit 451 de Ray Bradbury. en el que una dictadura, ésta sí, perfecta, prohíbe las bibliotecas, quema los libros y sin embargo no puede impedir que una tribu final de hombres y mujeres memorice la literatura del mundo, hasta que él o ella se convierten, realmente, en la Odisea, La isla del tesoro, o Las mil y una noches.
Lo que ambas bibliotecas —una en la cabeza de un indígena de cultura puramente oral, otra en la memoria de un suprayupi posmoderno, poscomunista, poscapitalista, postodo— poseen en común es la posibilidad universal de escoger entre el silencio y la voz, la memoria y el olvido, el movimiento y la inmovilidad, la vida y la muerte. El puente entre estos opuestos es la palabra, dicha o no dicha, desdichada o feliz, escrita o para siempre en blanco, visible o invisible, decidiendo, en cada sílaba, si la vida ha de continuar, o si habrá de terminar para siempre.
Pero, ¿no podríamos decir lo mismo de la imagen visual? ¿No cumplen análogas funciones vitales un cuadro de Goya, la escultura de la Coyolxauqui, una película de Buñuel o un edificio de Oscar Niemeyer? La pintura, dijo Leonardo, es cosa mental. ¿Lo es también la supercarretera de mil canales de televisión? ¿Lo son los llamados medios modernos de comunicación visual que, supuestamente, le están robando lectores al libro, sepultando la era de Gutenberg y Cervantes, y saturando la comunicación visual con tanta información que todos nos sentimos supremamente bien informados, sin preguntarnos si lo que se informa importa y lo que importa es lo que no se informa?
No estoy arguyendo a favor del libro y la biblioteca como elementos supletorios de las posibles —de las evidentes— deficiencias de la comunicación audiovisual en este final de siglo y de milenio.
Todo lo contrario: quisiera explorar ese territorio en el cual los medios de comunicación modernos auxilian, en vez de dañarla, la cultura del libro y la lectura. Es cierto: basta visitar cualquier hogar donde la antena de televisión se ha convertido en la cruz de la parroquia, para confirmar el fenómeno universal del couch potato, el espectador que mira televisión de manera puramente pasiva, en efecto como una papa yacente, adormilado, violado casi por la sucesión de imágenes de manera supina, sin respuesta crítica, creativa. Todo lo contrario de lo que nos exige un buen libro, un buen cuadro o una buena película.
Pero basta visitar un centro de estudios como el Instituto Tecnológico de Monterrey, para darse cuenta, también, del extraordinario auxiliar que es la información audiovisual para ampliar el radio de conocimiento de los estudiantes, enriquecer la interacción de maestros y alumnos y contrarrestar los aspectos más negativos de la recepción pasiva de imágenes en el hogar.
Debemos ahondar y abundar en las posibilidades de apoyo que la cultura audiovisual puede prestarle a la cultura del libro, y viceversa.
En primer término, aunque hayan aumentado gigantescamente los espectadores de audiovisual en el mundo, la disminución de lectores de libros no es consecuencia fatal ni absoluta de este hecho. No es fatal porque, nuevamente, es el uso de los medios lo que los califica, no su mera existencia. Los editores de la biblioteca de clásicos norteamericanos, The Library of América, hacen notar que las nuevas tecnologías pueden emplearse no sólo para preservar sino para ampliar una herencia literaria, promoviendo la apreciación de los grandes escritores a masas que antes los desconocían, de la misma manera que, musicalmente, hoy más personas escuchan el Don Giovanni de Mozart en un solo día que durante toda la vida del compositor. Asimismo, la biblioteca de clásicos norteamericanos, gracias al apoyo de los medios audiovisuales, ha vendido tres millones de ejemplares de sus primeros títulos, de Jefferson a Faulkner, en la última década.
José Vasconcelos, el primer secretario de Educación de la Revolución Mexicana, publicó una biblioteca de clásicos universales en preciosas ediciones, allá por 1923. ¿Para qué publicar a Cervantes en un país con 90 por ciento de analfabetos?, se le preguntó, y se le criticó, entonces. La respuesta, hoy, es evidente: para que los iletrados, cuando dejen de serlo, puedan leer el Quijote en vez de Superman.
Igualmente hoy, la edición debe apostar a que los medios creen lectores en vez de ahuyentarlos. Para ello, nuevamente, hay que insistir desde el inicio, desde el salón de clases y, si fuese posible, desde el hogar, en someter la imagen audiovisual a la misma crítica a la que siempre han estado sujetas la literatura y las artes plásticas. Hay que enseñarle al espectador a hacerse cargo críticamente de la imagen que recibe.
Los optimistas nos dicen que en una sociedad con abundancia de medios audiovisuales, habrá al cabo mayor especialización, menos masificación y, en consecuencia, la posibilidad de crear una nueva comunidad entre los editores de libros y el público audiovisual, así como entre lectores y espectadores que podrán escoger entre ofertas cada vez más diversificadas.
En otras palabras, los medios masivos pueden contribuir a crear mayor y no menor número de lectores, gracias a posibilidades de promoción, venta y selección de libros incalculablemente superiores a las del pasado. Si a la dinámica audiovisual se le añade la dimensión crítica que arriba mencioné, es posible, incluso, que promoción masiva y alta calidad literaria no estén, forzosamente, reñidas.
Pero no nos ceguemos ante los peligros, no el peligro al cabo menor de la masificación como promotora de moda y mal gusto, cosa que siempre ha existido, sino el aprovechamiento de las nuevas tecnologías para darle certeza a los inciertos. En el mundo de la necesidad y del azar que siempre ha sido el de los seres humanos, un texto es necesario para hacer inteligible lo que sin él carecería de sentido. De esta necesidad puede surgir la Biblia —pero también el Mein Kampf—. Es en sociedades sin rumbo, en las que la satisfacción material deja insatisfecho al espíritu, y en el que los insatisfechos se cansan de esperar, donde los textos más dogmáticos se han apoderado de la imaginación de las mayorías. Imaginemos lo que Hitler hubiese hecho con una pantalla de televisión. Este es el peligro. Vivimos en la aldea global de comunicaciones masivas, adelantos técnicos e interdependencia económica, pero podemos fácilmente alimentar los temores e incluso la rebelión de la aldea local que no se ve reflejada en dichos medios, y que, como Tántalo, en vano trata de alcanzar los frutos que la tentación publicitaria ofrece en todas las pantallas del mundo.
Un capitalismo autoritario, ya sin enemigo comunista totalitario enfrente, se cierne como posibilidad desgraciada en algunos horizontes del mundo. Su amenaza no sólo a la lectura y al libro, sino al empleo libre y creativo de los propios medios audiovisuales, sólo puede ser contrarrestada por un orden democrático pleno, por una vigilancia política pluralista sobre el uso de los medios y sobre todo, por una decisión, política también y también social, de mantener en su grado más alto de abundancia, calidad y eficacia, los programas de educación pública, de bibliotecas públicas, de libros de texto gratuitos y de plena libertad para la creación escrita.
Hemos sido testigos y actores, durante el último medio siglo, de la creación de un gran círculo en cada país latinoamericano, un círculo que va del escritor al editor al distribuidor al librero al público y de regreso al autor.
Al contrario de lo que sucede en países de mayor desarrollo mercantil pero de menor atención intelectual, en México y la América Latina hay libros que nunca desaparecen de los anaqueles. Neruda y Borges, Cortázar y García Márquez, Vallejo y Paz, siempre están presentes en nuestras librerías.
Lo están porque sus lectores se renuevan constantemente pero jamás se agotan. Son lectores jóvenes, entre los quince y los veinticinco años. Son hombres y mujeres de la clase trabajadora, de la clase media o del tránsito entre ambas, portadores de los cambios y de las esperanzas de nuestro continente.
Hoy, las sucesivas crisis económicas sufridas por Latinoamérica desde los años ochenta amenazan esa continuidad de la lectura, reflejo de la continuidad de la sociedad. Varias generaciones de latinoamericanos jóvenes han descubierto su identidad leyendo a Gabriela Mistral, Juan Carlos Onetti o Jorge Amado. La ruptura del círculo de la lectura significaría una pérdida del ser para muchos jóvenes. No los condenemos a salir de las librerías y de las bibliotecas para perderse en los subterráneos de la miseria, el crimen y el abandono.
Que no se extinga un solo joven lector potencial en el desamparo de la ciudad perdida, la villa miseria, la población callampa o la favela.
En el panorama que voy describiendo, la biblioteca es una institución preciosa porque nos permite acercarnos a la riqueza verbal de la humanidad dentro de un espacio civilizado y bajo un techo protector.
Sin embargo, aun allí, rodeados por la belleza, la paz, la hospitalidad y hasta el maravilloso olor de una biblioteca, no debemos nunca perder de vista los peligros que la censura, la persecución y la intolerancia pueden desatar contra la palabra escrita. La fatwa contra Salman Rushdie lo demuestra.
En 1920, el 90 por ciento de los mexicanos eran iletrados. El primer ministro de Educación de los gobiernos revolucionarios, el filósofo José Vasconcelos, lanzó entonces una campaña alfabetizadora que hubo de enfrentarse a la feroz resistencia de la oligarquía latifundista. Los hacendados no querían peones que supieran leer y escribir, sino peones sumisos, ignorantes y confiables. Muchos de los maestros enviados al campo por Vasconcelos fueron colgados de los árboles. Otros regresaron mutilados.
La heroica campaña vasconcelista por el alfabeto iba acompañada, sin contradicción alguna, por el impulso a la alta cultura. Como rector de la Universidad Nacional de México, Vasconcelos mandó imprimir, en 1920, una colección de clásicos en preciosas ediciones de Homero y Virgilio, de Platón y Plotino, de Goethe y Dante, joyas bibliográficas y artísticas, ¿para un pueblo de analfabetos, de pobres, de marginados? Exactamente: la publicación de clásicos de la universidad era un acto de esperanza. Era una manera de decirle a la mayoría de los mexicanos: un día, ustedes serán parte del centro, no del margen; un día, ustedes tendrán recursos para comprar un libro; un día, ustedes podrán leer y entenderán lo que hoy entendemos todos los mexicanos.
Que un libro, aunque esté en el comercio, trasciende el comercio.
Que un libro, aunque compita en el mundo actual con la abundancia y facilidad de las tecnologías de la información, es algo más que una fuente de información. Que un libro nos enseña lo que le falta a la pura información: un libro nos enseña a extender simultáneamente el entendimiento de nuestra propia persona, el entendimiento del mundo objetivo fuera de nosotros y el entendimiento del mundo social donde se reúnen la ciudad —la polis— y el ser humano —la persona.
El libro nos dice lo que ninguna otra forma de comunicación puede, quiere o alcanza a decir: La integración completa de nuestras facultades de conocernos a nosotros mismos para realizarnos en el mundo, en nuestro yo y en los demás.
El libro nos dice que nuestra vida es un repertorio de posibilidades que transforman el deseo en experiencia y la experiencia en destino.
El libro nos dice que existe el otro, que existen los demás, que nuestra personalidad no se agota en sí misma sino que se vuelca en la obligación moral de prestarle atención a los demás —que nunca son lo de más.
El libro es la educación de los sentidos a través del lenguaje.
El libro es la amistad tangible, olfativa, táctil, visual, que nos abre las puertas de la casa al amor que nos hermana con el mundo, porque compartimos el verbo del mundo.
El libro es la intimidad de un país, la inalienable idea que nos hacemos de nosotros mismos, de nuestros tiempos, de nuestro pasado y de nuestro porvenir recordado, vividos todos los tiempos como deseo y memoria verbales aquí y hoy.
Hoy más que nunca, un escritor, un libro y una biblioteca nombran al mundo y le dan voz al ser humano.
Hoy más que nunca, un escritor, un libro y una biblioteca nos dicen: Si nosotros no nombramos, nadie nos dará un nombre. Si nosotros no hablamos, el silencio impondrá su oscura soberanía.

sábado, 1 de noviembre de 2014

Roberto Arlt . "Los siete locos". Novela.


Los siete locos (1929)

Roberto Arlt consigue expresar con ironía y furia su disconformidad con un mundo en el que no encaja mediante su alter ego, el protagonista de Los siete locos, Remo Erdosain. Esta paradigmática novela argentina plantea una crítica social y la búsqueda del sentido de la vida por parte de Erdosain. El Rufián melancólico, el Astrólogo y la Coja son algunos de los geniales personajes que rodean a Erdosain y que plantean su cosmovisión y su expectativas para la sociedad. Estos hombres huraños, viciosos, sufridos que conviven en la marginalidad derrochan acidez e inteligencia en sus dichos.

(Fragmentos de novela).

LOS SIETE LOCOS

ROBERTO A   R   L   T

CAPITULO PRIMERO

LA SORPRESA
Al abrir la puerta de la gerencia, encristalada de vidrios japoneses, Erdosain quiso retroceder; comprendió que estaba perdido, pero ya era tarde.
Lo esperaban el director, un hombre de baja estatura, morrudo, con cabeza de jabalí, pelo gris cortado a «lo Humberto I», y una mirada implacable filtrándose por sus pupilas grises como las de un pez: Gualdi, el contador, pequeño, flaco, meloso, de ojos escrutadores, y el subgerente, hijo del hombre de cabeza de jabalí, un guapo mozo de treinta años, con el cabello totalmente blanco, cínico en su aspecto, la voz áspera y mirada dura como la de su progenitor. Estos tres personajes, el director inclinado sobre unas planillas, el subgerente recostado en una poltrona con la pierna balanceándose sobre el respaldar, y el señor Gualdi respetuosamente de pie junto al escritorio, no respondieron al saludo de Erdosain. Sólo el subgerente se limitó a levantar la cabeza:
-Tenemos la denuncia de que usted es un estafador, que nos ha robado seiscientos pesos.
-Con siete centavos -agregó el señor Gualdi, a tiempo que pasaba un secante sobre la firma que en una planilla había rubricado el director. Entonces, éste, como haciendo un gran esfuerzo sobre su cuello de toro, alzó la vista. Con los dedos trabados entre los ojales del chaleco, el director proyectaba una mirada sagaz, a través de los párpados entrecerrados, al tiempo que sin rencor examinaba el demacrado semblante de Erdosain, que permanecía im-pasible.
-¿Por qué anda usted tan mal vestido? -interrogó.
-No gano nada como cobrador.
-¿Y el dinero que nos ha robado?
-Yo no he robado nada. Son mentiras.
-Entonces, ¿está en condiciones de rendir cuentas, usted?
-Si quieren, hoy mismo a mediodía.
La contestación lo salvó transitoriamente. Los tres hombres se consultaron con la mirada, y, por último, el subgerente, encogiéndose de hombros, dijo bajo la aquiescencia del padre:
-No... tiene tiempo hasta mañana a las tres. Tráigase las planillas y los recibos... Puede irse.
Lo sorprendió tanto esa resolución que permaneció allí tristemente, de pie, mirándo-los a los tres. Sí, a los tres. Al señor Gualdi, que tanto lo había humillado a pesar de ser un socialista; al subgerente, que con insolencia había detenido los ojos en su corbata deshilachada: al director, cuya tiesa cabeza de jabalí rapado se volvía a él, filtrando una mirada cínica y obscena a través de la raya gris de los párpados entrecerrados.
Sin embargo, Erdosain no se movía de allí... Quería decirles algo, no sabía cómo, pero algo que les diera a comprender a ellos toda la desdicha inmensa que pesaba sobre su vida; y permanecía así, de pie, triste, con el cubo negro de la caja de hierro ante los ojos, sintiendo que a medida que pasaban los minutos su espalda se arqueaba más, mientras que nerviosamente retorcía el ala de su sombrero negro, y la mirada se le hacía más huida y triste. Luego, bruscamente, preguntó.
-¿Entonces, puedo irme?
-Sí...
-No... Entréguele los recibos a Suárez y mañana a las tres esté aquí, sin falta, con todo.
-Sí... todo... -y volviéndose, salió sin saludar.
Por la calle Chile bajó hasta Paseo Colón. Sentíase invisiblemente acorralado. El sol descubría los asquerosos interiores de la calle en declive. Distintos pensamientos bullían en él, tan desemejantes, que el trabajo de clasificarlos le hubiera ocupado muchas horas.
Más tarde recordó que ni por un instante se le había ocurrido preguntarse quién podría haberlo denunciado.

ESTADOS DE CONCIENCIA
Sabía que era un ladrón. Pero la categoría en que se colocaba no le interesaba. Quizá la palabra ladrón no estuviera en consonancia con su estado interior. Existía otro sentimiento y ése era el silencio circular entrado como un cilindro de acero en la masa de su cráneo, de tal modo que lo dejaba sordo para todo aquello que no se relacionara con su desdicha.
Este círculo de silencio y de tinieblas interrumpía la continuidad de sus ideas, de forma que Erdosain no podía asociar, con el declive de su razonamiento, su hogar llamado casa con una institución designada con el nombre de cárcel.
Pensaba telegráficamente, suprimiendo preposiciones, lo cual es enervante. Conoció horas muertas en las que hubiera podido cometer un delito de cualquier naturaleza, sin que por ello tuviera la menor noción de su responsabilidad. Lógicamente, un juez no hubiera entendido tal fenómeno. Pero él ya estaba vacío, era una cáscara de hombre movida por el automatismo de la costumbre.
Si continuó trabajando en la Compañía Azucarera no fue para robar más cantidades de dinero, sino porque esperaba un acontecimiento extraordinario -inmensamente extraordi-nario- que diera un giro inesperado a su vida y lo salvara de la catástrofe que veía acercarse a su puerta.
Esta atmósfera de sueño y de inquietud que lo hacía circular a través de los días como un sonámbulo, la denominaba Erdosain, «la zona de la angustia».
Erdosain se imaginaba que dicha zona existía sobre el nivel de las ciudades, a dos metros de altura, y se le representaba gráficamente bajo la forma de esas regiones de salinas o desiertos que en los mapas están revelados por óvalos de puntos, tan espesos como las ovas de un arenque.
Esta zona de angustia era la consecuencia del sufrimiento de los hombres. Y como una nube de gas venenoso se trasladaba pesadamente de un punto a otro, penetrando murallas y atravesando los edificios, sin perder su forma plana y horizontal; angustia de dos dimensiones que guillotinando las gargantas dejaba en éstas un regusto de sollozo.
Tal era la explicación que Erdosain se daba cuando sentía las primeras náuseas de la pena.
-¿Qué es lo que hago con mi vida? -decíase entonces, queriendo quizás aclarar con esta pregunta los orígenes de la ansiedad que le hacía apetecer una existencia en la cual el mañana no fuera la continuación de hoy con su medida de tiempo, sino algo distinto y siem-pre inesperado como en los desenvolvimientos de las películas norteamericanas, donde el pordiosero de ayer es el jefe de una sociedad secreta de hoy, y la dactilógrafa aventurera una multimillonaria de incógnito.
Dicha necesidad de maravillas que no tenía posibles satisfacciones -ya que él era un inventor fracasado y un delincuente al margen de la cárcel- le dejaba en las cavilaciones subsiguientes una rabiosa acidez y los dientes sensibles como después de masticar limón.
En estas circunstancias compaginaba insensateces. Llegó a imaginarse que los ricos, aburridos de escuchar las quejas de los miserables, construyeron jaulones tremendos que arrastraban cuadrillas de caballos. Verdugos escogidos por su fortaleza cazaban a los tristes con lazo de acogotar perros, llegándole a ser visible cierta escena: una madre, alta y desmelenada, corría tras el jaulón de donde, entre los barrotes, la llamaba su hijo tuerto, hasta que un «perrero», aburrido de oírla gritar, la desmayó a fuerza de golpes en la cabeza, con el mango del lazo.
Desvanecida esta pesadilla, Erdosain se decía horrorizado de sí mismo:
-¿Pero qué alma, qué alma es la que tengo yo? -Y como su imaginación conservaba el impulso motor que le había impreso la pesadilla, continuaba: -Yo debo haber nacido para lacayo, uno de esos lacayos perfumados y viles con quienes las prostitutas ricas se hacen prender los broches del pórtasenos, mientras el amante fuma un cigarro recostado en el sofá.
Y nuevamente sus pensamientos caían de rebote en una cocina situada en los sótanos de una lujosísima mansión. En torno de la mesa movíanse dos mucamas, además del chofer y un árabe vendedor de ligas y perfumes. En dicha circunstancia él gastaría un saco negro que no alcanzaba a cubrirle el trasero, y corbatita blanca. Súbitamente lo llamaría «el señor», un hombre que era su doble físico, pero que no se afeitaba los bigotes y usaba lentes. El no sabía qué es lo que deseaba de él su patrón, mas nunca olvidaría la mirada singular que éste le dirigió al salir de la estancia. Y volvía a la cocina para conversar de suciedades, con el chofer que, ante el regocijo de las mucamas y el silencio del árabe pederasta, contaba como había pervertido a la hija de una gran señora, cierta criatura de pocos años.
Y volvía a repetirse:
-Sí, yo soy un lacayo. Tengo el alma de un verdadero lacayo -y apretaba los dientes de satisfacción al insultarse y rebajarse de ese modo ante sí mismo.
Otras veces se veía saliendo de la alcoba de una soltera vieja y devota, llevando con unción un pesado orinal, mas en ese momento le encontraba un sacerdote asiduo de la casa que sonriendo, sin inmutarse, le decía:
-¿Cómo vamos de deberes religiosos, Ernesto? -Y él, Ernesto, Ambrosio o José, viviría torvamente una vida de criado obsceno e hipócrita.
Un temblor de locura le estremecía cuando pensaba en esto.
Sabía, ¡ah, qué bien lo sabía!, que estaba gratuitamente ofendiendo, ensuciando su alma. Y el terror que experimenta el hombre que en una pesadilla cae al abismo en que no morirá, padecíalo él mientras deliberadamente se iba enlodando.
Porque a instantes su afán era de humillación, como el de los santos que besaban las llagas de los inmundos; no por compasión, sino para ser más indignos de la piedad de Dios, que se sentiría asqueado de verles buscar el cielo con pruebas tan repugnantes.
Mas cuando desaparecían de él esas imágenes, y sólo quedaba en su conciencia el «deseo de conocer el sentido de la vida», decíase:
-No, yo no soy un lacayo... de verdad que no lo soy... -y hubiera querido ir a pedirle a su esposa que se compadeciera de él, que tuviera piedad de sus pensamientos tan horribles y bajos. Mas el recuerdo de que por ella se había visto obligado a sacrificarse tantas veces, le colmaba de un rencor sordo, y en esas circunstancias hubiera querido matarla.
Y bien sabía que algún día ella se entregaría a otro y aquél era un sumado elemento más a los otros factores que componían su angustia.
De allí que cuando defraudó los primeros veinte pesos, se asombró de la facilidad con que se podía hacer «eso», quizá porque antes de robar creyó tener que vencer una serie de escrúpulos que en sus actuales condiciones de vida no podía conocer. Decíase luego:
-Es cuestión de tener voluntad y hacerlo, nada más.
Y «eso» aliviaba la vida, con «eso» tenía dinero que le causaba sensaciones extrañas porque nada le costaba ganarlo. Y lo asombroso para Erdosain no consistía en el robo, sino que no se revelara en su semblante que era un ladrón. Se vio obligado a robar porque ganaba un mensual exiguo. Ochenta, cien, ciento veinte pesos, pues este importe dependía de las cantidades cobradas, ya que su sueldo se componía de una comisión por cada ciento cobrado.
Así, hubo días que llevó de cuatro a cinco mil pesos, mientras él, malamente alimen-tado, tenía que soportar la hediondez de una cartera de cuero falso en cuyo interior se amon-tonaba la felicidad bajo la forma de billetes, cheques, giros y órdenes al portador.
Su esposa le recriminaba las privaciones que cotidianamente soportaba; él escucha-ba en silencio sus reproches y luego, a solas, se decía:
-¿Qué es lo que puedo hacer yo?
Cuando tuvo la idea, cuando una pequeñita idea lo cercioró de que podía defraudar a sus patrones, experimentó la alegría de un inventor. ¿Robar? ¿Cómo no se le había ocurrido antes?
Y Erdosain se asombró de su incapacidad llegando hasta reprocharse falta de inicia-tiva, pues en esa época (tres meses antes de los sucesos narrados) sufría necesidades de toda naturaleza, a pesar de que diariamente pasaban por sus manos crecidas cantidades de dinero.
Y lo que facilitó sus maniobras fraudulentas fue la falta de administración que había en la Compañía Azucarera.

EL TERROR EN LA CALLE
Sin duda alguna su vida era extraña, porque a veces una esperanza apresurada lo lanzaba a la calle.
Entonces tomaba un ómnibus y bajaba en Palermo o en Belgrano. Recorría pensativamente las silenciosas avenidas, diciéndose:
-Me verá una doncella, una niña alta, pálida y concentrada, que por capricho maneje su Rolls-Royce. Paseará tristemente. De pronto me mira y comprende que yo seré el único amor de toda la vida, y esa mirada que era un ultraje para todos los desdichados, se posará en mí, cubiertos los ojos de lágrimas.
El ensueño se desenroscaba sobre esta necedad, mientras lentamente se deslizaba a la sombra de las altas fachadas y de los verdes plátanos, que en los blancos mosaicos des-componían su sombra en triángulos.
-Será millonada, pero yo le diré: «Señorita, no puedo tocarla. Aunque usted quisiera entregárseme, no la tomaría». Ella me mirará sorprendida; entonces yo le diré: «Y todo es inútil, ¿sabe?, es inútil, porque estoy casado». Pero ella le ofrecerá una fortuna a Elsa para que se divorcie de mí, y luego nos casaremos, y en su yate nos iremos al Brasil.
Y la simplicidad de este sueno se enriquecía con el nombre de Brasil que, áspero y caliente, proyectaba ante él una costa sonrosada y blanca, cortando con aristas y perpendicu-lares al mar tiernamente azul. Ahora la doncella había perdido su empaque trágico y era -bajo la seda blanca de su vestido sencillo como el de una colegiala- una criatura sonriente, tímida y atrevida a la vez.
Y Erdosain pensaba:
-No tendremos nunca contacto sexual. Para hacer más duradero nuestro amor, refre-naremos el deseo, y tampoco la besaré en la boca, sino en la mano.
Y se imaginaba la felicidad que purificaría su vida, si tal imposible aconteciera, pero era más fácil detener la tierra en su marcha que realizar tal absurdo. Entonces decíase entris-tecido de un coraje vago:
-Bueno, seré «cafisho». -Y de pronto un horror más terrible que los otros horrores le destornillaba la conciencia. El tenía la sensación de que todas las muescas de su alma sangra-ban como bajo la mecha de un torno, y paralizado el entendimiento, embotado de angustia, iba a loca ventura en busca de lenocinios. Entonces supo el terror del fraudulento, el terror luminoso que es como el estallido de un gran día de sol en la convexidad de una salitrera.
Se dejó arrastrar por los impulsos que retuercen al hombre que se siente por primera vez a las puertas de la cárcel, impulsos ciegos que conducen a un desdichado a jugarse la vida en un naipe o en una mujer. Quizá buscando en el naipe y en la hembra una consolación brutal y triste, quizá buscando en todo lo más vil y hundido cierta certidumbre de pureza que lo salvará definitivamente.
Y en las calurosas horas de la siesta, bajo el sol amarillo caminó por las aceras de mosaicos calientes en busca de los prostíbulos más inmundos.
Escogía con preferencia aquellos en cuyos zaguanes veía cáscaras de naranja y re-gueros de ceniza y los vidrios forrados de bayeta roja o verde, protegidos por mallas de alambre.
Entraba con la muerte en el alma. En el patio, bajo el recuadrado cielo azul, había generalmente un solo banco pintado de ocre, y sobre él se dejaba caer extenuado, soportando la glacial mirada de la regenta, mientras esperaba la salida de la pupila, una mujer horrorosa de flaca o de gorda.
Y la meretriz le gritaba desde la puerta entreabierta del dormitorio, en cuyo interior se escuchaba el ruido de un hombre que se vestía:
-¿Vamos, querido? -y Erdosain entraba al otro dormitorio, zumbándole los oídos y con una niebla girante en las pupilas.
Luego se recostaba en el lecho barnizado de color de hígado, encima de las mantas sucias por los botines, que protegían la colcha.
Súbitamente sentía deseos de llorar, de preguntarle a esa horrible morcona qué cosa era el amor, el angélico amor que los coros celestiales cantaban al pie del trono de Dios vivo, pero la angustia le taponaba la laringe mientras que de repugnancia el estómago se le cerraba como un puño.
Y en tanto la prostituta dejaba estar la movediza mano encima de sus ropas. Erdosain se decía:
-¿Qué he hecho de mi vida?
Una rayo de sol sesgaba el cristal de la banderola cubierta de telas de araña, y la meretriz, con la mejilla apoyada en la almohada y una pierna cargada sobre la suya, movía lentamente la mano mientras él entristecido se decía:
-¿Qué es lo que he hecho de mi vida?
Súbitamente el remordimiento le entristecía el alma, se acordaba de su esposa que por falta de dinero tenía que lavarse la ropa a pesar de estar enferma, y entonces, asqueado de sí mismo, saltaba del lecho, le entregaba el dinero a la prostituta, y sin haberla usado, huía hacia otro infierno a gastar el dinero que no le pertenecía, a hundirse más en su locura que aullaba a todas horas.

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 La liebre dorada En el seno de la tarde, el sol la iluminaba como un holocausto en las láminas de la historia sagrada. Todas las liebres no...

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